- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Tres
Vijes, Valle del Cauca. José Fernando Machado.
La Playa, Norte de Santander. José Fernando Machado.
Arrozal. Ambalema, Tolima. Efraín García.
Cortero de caña. Casacará, Cesar. José Fernando Machado.
Cultivo de arveja. Manizales, Caldas. Jorge Eduardo Arango.
La Paz, Cesar. José Fernando Machado.
Ingenio Pichichí. Buga, Valle del Cauca. José Fernando Machado.
Ingenio Manuelita. Palmira, Valle del Cauca. José Fernando Machado.
Recolección de soya. Venadillo, Tolima. José Fernando Machado.
Recolección de papa. Catambuco, Nariño. José Fernando Machado.
Soya y maracuyá. Santágueda, Caldas. Jorge Eduardo Arango.
Proceso del fique. Santa Rosa, Nariño. José Fernando Machado.
Cultivo de flores. Tocancipá, Cundinamarca. José Fernando Machado.
Tibaná, Boyacá. Santiago Harker.
Jornaleros. Ricaurte, Valle del Cauca. José Fernando Machado.
Campesino tabacalero. Barichara, Santander José Fernando Machado.
Riego de la cebolla ocañera. La Playa, Norte de Santander. José Fernando Machado.
Cultivo de arroz. Valledupar, Cesar. José Fernando Machado.
Hato. Paz de Ariporo, Casanare. Juan Camilo Segura.
Recolección de trigo. Tota, Boyacá. José Fernando Machado.
Aserrador. Bocas de Satinga, costa pacífica. Diego Garcés.
Corte del fique. Cajibío, Cauca. José Fernando Machado.
Roldanillo, Valle del Cauca. José Fernando Machado.
Curtiembre. Villapinzón, Cundinamarca. José Fernando Machado.
Granja avícola. Valle del Cauca. José Fernando Machado.
Guamal, Casanare. Juan Camilo Segura.
Recogiendo papa. Neira, Caldas. Jorge Eduardo Arango.
Cultivo de yuca. San Jacinto, Bolívar. José Fernando Machado.
Arriero. Salento, Quindío. Jorge Eduardo Arango.
Cultivo de cebolla. Chitagá, Norte de Santander. José Fernando Machado.
Chinchiná, Caldas. Jorge Eduardo Arango.
Desmalezando el algodón. Valle del Cauca. José Fernando Machado.
Estribaciones Nevado del Ruiz. Camino de Villamaría, Caldas. Jorge Eduardo Arango.
Manos que sostienen un niño, manos que se juntan para la oración, manos que descansan para el sueño, manos. Y las que comban sus dedos para abarcar el fruto de la buena cosecha, el durazno o la manzana, la mazorca de maíz o una flor en la entrega amorosa. Manos que toman otras manos, manos que empuñan un bastón, manos que se juntan en el pecho “el día del adiós a todo cuanto amamos”. Manitas de niños como en el poema de Gabriela Mistral, manos de viejo sobre el barandal de su casa. O las que se tienden en el saludo o se aman en la despedida. Manos que separan la buena de la mala semilla y empuñan el azadón o la barra o la pala o la carretilla donde va un niño o viajan gajos de frutas o racimos de todo. Y manos que dan el pan eucarístico el día de la primera comunión, o se santiguan a la hora del relámpago cercano, o las que señalan el camino que debe, siempre, caminar el hombre.
Si omitimos la Oda a la Cebolla de Pablo Neruda, podemos pasar a la definición, no exenta de poesía más o menos amanerada, que trae el diccionario de la lengua española: “Planta hortense, de la familia de las liliáceas, con tallo de seis a ocho decímetros de altura, hueco, fusiforme e hinchado hacia la base, hojas fistulosas y cilíndricas, flores de color blanco verdoso en umbela redonda, y raíz fibrosa que nace de un bulbo esferoidal, blanco o rojizo, formado de capas tiernas y jugosas, de olor fuerte y sabor más o menos picante”. Esto en cuanto a la que llamamos “cebolla de huevo”, originaria de Asia, pues más familiar y humilde es la cebolla junca, presente en todos los condimentos con sal que ofrece el campo, donde el “gajo de cebolla pone contentos los paladares”. Dice el padre Enrique Pérez Arbeláez que “por ella suspiraban los israelitas cuando, en el desierto, se quejaban a Moisés de la insipidez del maná, echando de menos las ollas de Egipto”.
El trabajo del hombre con todo su esfuerzo, el trabajo mecánico donde se aúna el esfuerzo humano a la oportuna invasión de las máquinas. Los frutos de la tierra serán ayudados por la automatización, pero el hombre continuará guiando y ordenando, él será quien invente, dirija y condicione la máquina a su servicio y al servicio de sus duras faenas. Nada, nunca podrá reemplazar completamente su brazo ni su pensamiento, a no ser la máquina nacida de sus ideas creadoras. Porque al final de todos los conflictos, manos y mente serán dueños de la tierra a pesar de quienes se atrevan a decir que el ser humano va aislándose en una especie de reserva que luego nadie utilizará. Entonces vendrá el caos, la total deshumanización, la esterilidad de todos los esfuerzos. Sin embargo, ese día nunca será cierto porque llegarán a imponerse los instintos de conservación y la verdad que la bondad trae consigo.
El trabajo dignifica, vieja y gastada frase que, no obstante, jamás perderá su sentido mientras el hombre sea una conciencia moral y se haga responsable de sus bregas y sus días. Trabajar es otra forma de rezar, y en el campo equivale además a un ritual en homenaje y agradecimiento a la buena tierra que cultivaron y legaron los mayores, hasta el final inclinados sobre el surco restaurador. Hombres, niños, mujeres… La mujer continúa siendo espina dorsal en el laboreo del campo, voluntad y brazos irremplazables a la hora de la siembra, a la hora de la cosecha, a la hora del reposo. Ella recibe al hijo, ella lo amamanta, ella lo educa, ella espera en la buena y en la mala, ella sirve y canta, ella estimula y camina al lado del hombre, su irrevocable compañero, y da vida al jardín y a la huerta, anima la cocina y la fiesta familiar, y asiste al caído en la hora de la muerte.
A una parcela pequeña, un labriego le basta; a grandes cultivos, gran número de trabajadores que prepararán el campo, desmenuzarán los terrones, abrirán los surcos, sembrarán la semilla escogida, cosecharán. Arroz, caña, sorgo, fríjol, cebada, lo que el mes diga según cánones del campo, donde se respetan algunos dictados astrales: creciente, menguante, días propicios para el mejor logro de lo deseado.
El trabajo, dice la Biblia, es el tributo que el hombre debe seguir pagando por su desobediencia, por su ignorancia del paraíso, por la mancha del pecado original. Pero cuando la esperanza guía los pasos y el sol llega si debe llegar y el agua cae si debe caer, el trabajo es bendición y el campesino un oficiante con los brazos y el pensamiento al servicio de la tierra y de quienes de ella se surten y por ella siguen adelante.
De Valledupar a Nariño, del Chocó a Casanare y por todo el interior de Colombia siguen desempeñándose los oficios habituales, desde la poda del algodón hasta la cosecha de arroz y trigo, desde el cuidado de las reses hasta el beneficio del cuero, desde el aserrado de la madera hasta el corte de la penca de cabuya, la planta textil más útil del mundo, sin contar el maguey encapullado, la flor mayor de todas, a su vez llena de flores.
Espalda y hombros y brazos, buen vehículo cargador antes de llegar al camión o al caballo: papas, plátano, yuca, maíz, lo que siembras y cosechas entregan y el hombre necesita. Y otros animales amigos tirarán del arado para hacer cultivables las entrañas duras. Paciencia humana, paciencia animal, sudor en las vegas de los ríos, en los altos de la cordillera, en pegujales que mueve el viento y seca el sol.
La Guadua
Texto de: Joaquín Antonio Uribe
La guadua es de los vegetales más útiles que ofrece al habitante de estas comarcas la exuberante Flora que nos rodea, tan pródiga como opulenta. Imaginad un hombre solo, aislado en medio de los bosques donde quiere fijar su morada. Sus miradas y su esperanza se fijarán instintivamente en el vasto guadual, donde rumores misteriosos le embelesan e incitan al trabajo.
Ante todo necesita habitación. —Allí está el material para la casa, para los postes, las paredes, el piso, el techo, las tejas, las puertas, las ventanas, los cercos, los zarzos y mucho más. Le faltan el mueblaje y muchos utensilios caseros de que no puede prescindir. Pues fabricará armarios, camas, asientos, mesas, bancos, escaleras, y luego, según su habilidad y gusto, tarros, platos, vasos, ollas, cuchillos, tenedores, pipas, canastos, cajas, etc.
¿Con qué adornará su casita rústica? Tiene material a propósito para construir jaulas para aves, macetas para plantar las hierbas preferidas y un hermoso surtidor en el patio del jardín; y ¡qué floreros tan artísticos ejecutaría su hija, con dibujos de colores extraídos de la selva! Todo es de guadua. Con ella construirá también arcos, flecha y lanza, que utilizará en sus frecuentes cacerías; puentes comunes y arqueados, para salvar arroyos y precipicios, balsas para recorrer el río; canoas para conducir el agua a través de las colinas. ¿Puede pedir más?
Con tarros de esta caña fabrican los negros de nuestra costa del Pacífico un instrumento músico, la marimba, a que arrancan, en sus noches de jaleo, ayes tristísimos, de salvaje melancolía; quizá reminiscencias de sus chozas africanas.
Los turiones o yemas que se desarrollan del rizoma de la guadua, son alimenticios y se les come en encurtidos; su cubierta aterciopelada suele emplearse como pantalla entre gentes campesinas. Los cañutos contienen, con frecuencia, agua potable y suave al gusto: único refrigerio, a veces, del sediento viajero en las vegas ardientes de nuestros valles.
El labrador inteligente debe ver en el guadual de su cortijo un vasto taller donde se forjan los artefactos de primera necesidad, y como un depósito inagotable del cual puede extraer cuanto es preciso para vivir, si no con lujo, al menos con la modesta holganza y tranquilidad del patriarca primitivo.
Los Arrieros
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
Desde todos los puntos cardinales del mapa colombiano, hacia todos ellos, los arrieros salían y llegaban, su recua cargada de café, maíz, frisoles, cacao, sal, arroz, panela y todo lo que el país rural daba para el avaro bienestar de nuestras gentes, o para otras si se trataba de productos exportables: hasta los puertos de río y mar llegaban las recuas providenciales.
“De la arriería —escribió Luis Guillermo Echeverri— dependió en centurias la vida de la patria, sin que sea osado afirmar que de cascos de mulas y pezuñas de bueyes vivieron los gobiernos y los negocios. Nada podía realizarse aquí sin el concurso de aquellas gentes. Eran ellas las únicas que desde las riberas reverberantes del Magdalena llevaban, a lo largo de fragosos caminos e impresionantes precipicios, y hasta ariscas y remotas comarcas, las mercancías de acero, cristal, mármol o porcelana; canela, clavos, cominos, azúcar, telas y golosinas, en fin, lo que se hallaba obligado a importar el consumo doméstico. Y fueron ellas, también, las que llevaron hasta los puertos de ríos y mares, la única divisa del país: los aromados y prodigiosos granos de café, a cuyo amparo todo se ha hecho en Colombia”.
—¡Arre, mula! —o exclamaciones parecidas por llanos y montañas, por lomas inaccesibles, por abismos y cañadas, por donde ni las arañas bajarían o podrían subir, allá los arrieros andantes protagonizaron la epopeya del hombre y la bestia frente al desafío del paisaje abrupto en el milagro de los avances.
—¡Arre…!
Cualquier diccionario dice de arriero: “El que tiene por oficio trajinar con bestias de carga”; y de arrear: “Estimular a las bestias con la voz o el látigo”. Y de “¡Arre!”: Interjección para arrear las bestias. Así de simple parece la cosa, pero qué difícil el oficio y qué intrincadas las trochas por donde se escuchaban las voces exclamantes de los arrieros al cuidado de su recua.
—¡Adentro, mula hijueputa!—Porque, explicaban, si no se les putea no caminan. Por sendas ahora olvidadas, esas duras cicatrices que fueron curando el tiempo y la yerba o el rastrojo, se comunicaban los comerciantes, los industriales primeros, los colonizadores, los pueblos unos con otros, los políticos, los enamorados… Y era ya civilización el grito al llegar a lo alto de los cerros, las siluetas de hombres y animales contra el cielo nubado. Por aquel alto, mamita, / gritaron unos arrieros. / Y si vuelven a gritar, / mamita, me voy con ellos, dice la copla ingenua, antes de que la carretera y el camión reemplazaran los caminos de herradura y en chofer y su ayudante se trocaran arrieros, sangreros y caporales.
“En la arriería los sangreros eran como magos —sigue Luis Guillermo Echeverri—. ¡Aquellos hombres jóvenes prendían candela en cosa de minutos! Y no bien empezaban los compañeros a descargar, ya ellos tenían echadas sobre el suelo las piedras y la leña que servían de fogón. Por extraño poder o raro instinto, conocían la intensidad y dirección de los vientos, y no se equivocaban jamás en la escogencia de las leñas, ni escollo era para ellos que no estuvieran secas. Por ello sin que todavía la carga estuviera bajo las lonas remendadas de los toldos, el aire ya regaba olores a frisoles y a came, a plátanos asados, a exquisito chocolate. Y jamás se vieron comistrajes cocinados con tanta sazón, y tan aprisa, como aquellos que comían los arrieros en hondos platos de loceado y con burdas cucharas de palo, sentados sobre las enjalmas limpias y en franca y carillosa camaradería”.
Como cada oficio trae su refrán, el arriero dejó los suyos en fondas y caminos reales, de explicable machismo algunos: “Mujer y mula, la que no patea recula”; “Nunca te cases con viuda / porque mula que otro amansa / siempre queda jetidura”. O el ahora común a cualquier profesión u oficio: “Arrieros somos, y en el camino nos encontramos”. O el más contundente: “El que nació para carga, del cielo le cae la enjalma”.
Hoy los del gremio van escaseando y no se arriesgan para las aventuras largas porque el camión, el campero y los vagones de ferrocarril cumplen mejor sus cometidos. Sin embargo, frecuentemente se advierten en los caminos vecinales para transporte de vereda a carretera, y en aquellos sitios apartados aún de lo que llaman progreso, y silban y gritan y vuelven a exclamar si uno de los animales se hunde en el barro o rueda por un abismo:
—¡Saludes a los infiernos!
Y con ellos la picaresca en dichos y actitudes hacia las afueras de los pueblos, en las fondas camineras o a campo abierto al sol y al agua: Cuando yo estaba de arriero / eran mis negociaciones / echar faldas de p’arriba / y de p’abajo calzones. Y por estas trochas seguirán con la recua de toros esterilizados y de mulas vírgenes, de quienes dijera el general Pedro Nel Ospina: “Mulas: encarnación de la consistencia, de la prudencia, de la fortaleza y de la inflexibilidad”.
—¡Adentro, pues, hijas del diablo! —se oye todavía, y otra vez por los caminos abandonados se escuchará la voz de un arriero difunto:
—”¡Arre, mula puñetera!”, y la noche se tragará el bulto y la voz, lenta y fantasmalmente.
El Gritón
Texto de: Arturo Escobar Uribe
El Gritón es el espanto de la arriería, porque se le oye en altas horas de la noche, en la soledad de los antiguos caminos o en la cima de las colinas, grita desaforadamente como quien arrea una recua de mulas. Dícese de él que es el alma del último arriero que se quedó vagando como un recuerdo por la aspereza de los viejos caminos de la montaña. Añejas leyendas se cuentan de sus aventuras, y en las vetustas casonas en donde se hacían las posadas, su presencia era común, ya en el cuarto de los aparejos o en los dormitorios del personal o por los alcores de la casa, cuando lanzaba guijarros dando gritos agudos en la oscuridad, que hacían estremecer de pánico a las gentes y aullar medrosamente a los perros.
Era conseja común que durante el mes de las ánimas se le oía arreando mulas por los recodos de los caminos solitarios, con la jerga propia de los del oficio. El Gritón hizo su agosto de miedos en los buenos tiempos de la arriería, cuando por los caminos de Antioquia desfilaban grandes caravanas de mulas. En cuanto a su figura y pergeño nadie la conoció; quienes más alcanzaron a ver de él, sólo recuerdan una sombra que se perdía furtivamente entre los recodos del camino, quedando hasta hoy en el misterio los delineamientos individuales de ese vestigio. La ficción acicateada por el miedo, de quienes fueron asustados por ese endriago, dieron pie a innumerables consejas.
Se hace camino al andar
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
Primero los caminos, cortos si era cercana la visión, largos si había un pensamiento de futuro, cuando un hombre se enamoraba y una joven de trenzas en derredor de su rostro moreno dirigía una mirada promisoria. O cuando el hijo acosaba en el vientre y se hacía necesaria una parcela que aseguraría el incierto porvenir que ofrecía el campo. Caminos a cielo abierto, caminos entre el monte domado, caminos en la selva impenetrable. El camino era necesario, el hombre mismo se hacía camino.
Pero al final de él, corto o largo, se encontraría el sitio donde se podría levantar una familia, donde estaría segura la mujer, donde los hijos crecerían al amparo del buen Dios y del azar en montañas o llanos. Un rastrojo, un pegujal, un rincón fértil para la cosecha prometida, donde el maíz se levantaría verde y ganador, o los yucales se anudarían en los tallos retorcidos, o la papa hundiría sus raíces para formar el tubérculo salvador contra las hambres, en la familia y en la humanidad. Donde el fríjol enredaba sus hojas, y su tallo débil diera la vaina que tostaría el verde según el verano, y sonarían agradables los granos como promesa realizada.
Se multiplicaban los caminos, se multiplicaba la esperanza, se multiplicaban las familias y la selva iba cediendo al paso firme de los colonizadores. Pero antes de fundar pueblos y pueblos aparecía la fonda caminera.
Los Caminos
Texto de: Luis Tejada
…Sin embargo, hay momentos en que esos caminos solitarios se llenan de un misterio enorme y delicado. Es generalmente en los atardeceres frescos, cuando el crepúsculo de oro se filtra entre los ramajes aureolando extrañamente las hojas menudas, haciéndolas translúcidas, ingrávidas, rutilantes como sutiles puñales, rojas otras como el fuego de las fraguas. Una paz inaudita y silenciosa desciende de los montes sobre el camino bermejo y sobre nosotros. Entonces es bueno dejar ir la cabalgadura a su paso natural y hundirse en la beatitud mística y maravillosa del momento; detenerse a veces para oír la música salvaje del monte, el traquear tremendo de la madera, el canto agorero de un pájaro, el chasquido misterioso de las hojas; detenerse también para admirar la belleza singular de un árbol que nos ha sorprendido entre todos o para aspirar el perfume acre de rastrojo que el viento nos trae en un momento determinado; detenerse para contemplar, con cierto contenido terror, esos trayectos de monte quemado que hay a los lados del camino, donde los árboles, truncos y tiznados, asumen actitudes prodigiosas, humanas y sobrehumanas: Cristos crucificados que extienden los brazos negros en el aire, monjes brujos que rezan de rodillas sobre la tierra reseca, viejas paralíticas que se arrastran apoyándose en los codos, figuras descarnadas que huyen de un monstruo de diez manos… Todo esto, en el crepúsculo encantado, adquiere una vida loca y fantástica que nos hace estremecer un poco sobre nuestros galápagos.
De pronto, un campesino que arrea una yegua cargada de maíz, y su potranco peludo, nos alcanza. Con sencillez inenarrable, nos dice:
—Buena tarde.
—Buena se la dé el Señor —le contestamos, y seguimos en pos de él, hablándole de algo, para espantar de nuestras almas la honda melancolía crepuscular. Y es que el camino, antes apacible y luminoso, se va haciendo trágico, a medida que anochece.
La Fonda del Camino Real
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
Indispensable para el campesino la Fonda Caminera, donde se vendía y se vende lo indispensable para la subsistencia, cuando a fines de semana iba agotándose la provisión obtenida el día domingo después de misa mayor. En la Fonda —una ventanita de barrotes de macana comunicaba con la estantería— expendían tabacos y cigarrillos, pólvora y municiones para la cacería de gurres, tórtolas y cusumbos, conejos y pavas de monte; libras de panela, barras de jabón, condimentos menores, chocolate, velas de sebo o estearina, y algo de mecato: panes, jaleas de pata, mojicones y bizcochuelos, confites de anís y banana y otros asuntos gratos al recuerdo de niños y mayores. Y el otro alimento cantado por León de Greiff en su “Relato de Ramón Antigua”:
…Bebían el aguardiente
de espumillas irisadas
—puro, dinámico, excelso—
en la totuma de nácar,
y requerían de amores
con miel de finas palabras
a las chicas pizpiretas
y a las señoras casadas.
Fondas de camino real… Y detrás de los barrotes, hacia adentro, las arrugas de una anciana, la seriedad del dueño, o un rostro joven entre su par de trenzas, sonreído él como listo para escuchar la serenata, y luego nuevamente el grito del arriero: —¡Arre, mula!, o la despedida cordial si la muchacha se asomaba a su ventana. —Seguís linda, María Antonia. Hasta la próxima, pues —y desaparecía pensando en la canción que vendría más tarde, bambuqueramente: María Antonia es la ventera / más linda que he conocido. / Tiene una venta de besos / al otro lado del río… Ligadas por los rejos de los cabezales o por el lazo de turno a una talanquera o a gajos de naranjo, las bestias espantan con sus colas las moscas mientras sus ojos grandes reflejan un paisaje de árboles cercanos y llanos o cerros distantes. Una gallina con su cluecada escarba bajo una mata de granadilla, o un curubo o un limonero, mientras con su canto cortante el gallo anuncia la posesión de su territorio. Alguien serrucha, alguien martilla contra un clavo, alguien tararea una canción.
Y alguien recién llegado echa una mirada al platanal vecino y piensa en qué llevará de lo que empieza a mirar por la ventanilla: una mulera, una pasta de jabón, un lazo de cabuya, un espejito de tapa, una rueda de alambre. Con el dorso de una mano levanta el sombrero de paja blanca y pide una cerveza.
Fonda de camino real, descanso del día domingo, tertuliadero de exageraciones, zurrungueo de refranes y coplas y trovas al amable picor del aguardiente, cita de la brega semanal para el sueño de los próximos días de espalda al sol, de cara a la buena tierra que dará sus frutos mejores.
Juegos y Juguetes
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
Cuando no había juguetes —y era escasa la juguetería importada y la fabricada en el país— el campesino se ingeniaba los suyos con inventiva pintoresca: un plátano verde con cuatro estaquitas clavadas que servían de patas, un mechón de mazorca de maíz por cola y una cabuya por rienda, al arrastrarse era el más veloz de los caballos; si éste salía de carga por caprichoso y trotón, se le amarraba al lomo dos rollos de astillas simétricamente cortadas. O el palo de escoba entre las piernas —en ocasiones una tapa de tarro clavada de modo que pudiera girar en la punta libre— hacía de semental o yegua de paso, caracoleante según el ánimo de su jinete, cuando no cabalgaba también, aupando al aire, sobre enjalmas o sillas arrinconadas en el cuarto de San Alejo, o mareador sobre el mochocalengue o mataculín horadado para la estaca en el centro.
O las palomitas al viento fabricadas con papel periódico, y las perinolas hechas en carretes de hilo con cera y chochos adheridos, y todo lo demás, desde el trompo girador y la cometa coleadora hasta el globo con vocación de altura y los zumba-zumbas de botones abandonados y un hilo resistente para el gira-gira zumbador. Por ese entonces llegaron el yo-yo, las muñecas animadas y los platillos voladores…
Y aquellos acertijos ingenuos de la primera infancia campechana:
En aquel alto muy alto
hay una soga escondida,
cada vez que subo y bajo
me quiere quitar la vida.
—¡La culebra! —decía una voz más primitiva, y reían al aserto. O la parecida, como sombra de ésta: Una señora muy aseñorada / pasa por el agua y no se moja nada. En las reuniones de primos y vecinos, a jugar el obligatorio botellón -picarón , cada cual palmotea al que iba saltando; o el Repollito y la danza en ronda de la rueda del Ángel, y la pizingaña… Jugaremos a la araña, /—¿Con cuál mano? /—Con la cortada. /—¿Quién la cortó? /—El hacha… Y el escondidijo expectante o los brincos de la pata-sola y los verseados: —Comadre la rana, /—¿Qué quiere, comadre? /—Que vamos por agua. /—¿A cuál quebraíta? /—A la de Santa Rita. Y el acurrucamiento a saltos de Sapitos al agua, / sapitos al sol: / los más grandecitos / se tiran de a uno, / los más chiquiticos / se tiran de a dos.
O volviendo a las adivinanzas, y ya un poco para mayores, se recuerda el acertijo en décima de Gregorio Gutiérrez González:
¿Cuál es de Antioquia el Sultán
a quien los más copetudos
se le presentan desnudos
como hizo Eva con Adán,
y cuando en su lecho están,
estas raras hermosuras
en deliciosas posturas
gozando dulce fruición,
salen más limpias, más puras?
—¡Ese Sultán es don Pacho Gómez!—Dizque dijo la más atembada de las oyentes, hasta aclarar del todo el acertijo:
—No, señoras: es el río Cauca.
Acertijos o no, siguen jugando los campesinos a lo ingenuo y a lo ingenioso. Y eran y siguen siendo también juguetes el perro y el gato, el barro amasable para formas y figuras, la cera de monte, y los trabalenguas: “El arzobispo de Constantinopla se quiere desarzobispodesconstantinopolizar; el que lo desarzobispodesconstantinopolizare bien, será un buen desarzobispodesconstantinopolizador”.
Hasta el padre al regreso de su jornada servía de juguete en caballito despacioso, la ijada espoleándole desde la espalda para su avance a la cama donde esperaba el rezo último con su Ángel de la Guarda, / mi dulce compañía, / no me desampares / ni de noche ni de día / para que amanezca / en paz y alegría / con todos los santos, / Jesús y María…
La Hamaca
Texto de: Emiro Kastos
Pasamos algunos días juntos bañándonos en el Bogotá, que conserva la frescura de sus aguas hasta perderse en el Magdalena, leyendo a Balzac y a Teófilo Gautier, comiendo como unos ogros y cultivando en hamacas la pereza como verdaderos calentanos. El que inventó la hamaca sabía dónde le apretaba el zapato. Apelo a su erudición para que me diga cuándo, cómo y por quién fue hecho este importante descubrimiento. Sospecho sea originario de América, pues en el oriente, donde se ha descubierto o inventado el café, la nuez moscada, las pipas, los perfumes, los harems y muchas cosas buenas, no dicen nada de la hamaca. La idea de esta blanda cama sin duda se le ocurrió a algún aborigen americano, rollizo y perezoso. Debe erigírsele una estatua en las tierras calientes con esta inscripción: “Al egregio Creador de la Hamaca, los Calentanos refrescados y agradecidos”.
#AmorPorColombia
Tres
Vijes, Valle del Cauca. José Fernando Machado.
La Playa, Norte de Santander. José Fernando Machado.
Arrozal. Ambalema, Tolima. Efraín García.
Cortero de caña. Casacará, Cesar. José Fernando Machado.
Cultivo de arveja. Manizales, Caldas. Jorge Eduardo Arango.
La Paz, Cesar. José Fernando Machado.
Ingenio Pichichí. Buga, Valle del Cauca. José Fernando Machado.
Ingenio Manuelita. Palmira, Valle del Cauca. José Fernando Machado.
Recolección de soya. Venadillo, Tolima. José Fernando Machado.
Recolección de papa. Catambuco, Nariño. José Fernando Machado.
Soya y maracuyá. Santágueda, Caldas. Jorge Eduardo Arango.
Proceso del fique. Santa Rosa, Nariño. José Fernando Machado.
Cultivo de flores. Tocancipá, Cundinamarca. José Fernando Machado.
Tibaná, Boyacá. Santiago Harker.
Jornaleros. Ricaurte, Valle del Cauca. José Fernando Machado.
Campesino tabacalero. Barichara, Santander José Fernando Machado.
Riego de la cebolla ocañera. La Playa, Norte de Santander. José Fernando Machado.
Cultivo de arroz. Valledupar, Cesar. José Fernando Machado.
Hato. Paz de Ariporo, Casanare. Juan Camilo Segura.
Recolección de trigo. Tota, Boyacá. José Fernando Machado.
Aserrador. Bocas de Satinga, costa pacífica. Diego Garcés.
Corte del fique. Cajibío, Cauca. José Fernando Machado.
Roldanillo, Valle del Cauca. José Fernando Machado.
Curtiembre. Villapinzón, Cundinamarca. José Fernando Machado.
Granja avícola. Valle del Cauca. José Fernando Machado.
Guamal, Casanare. Juan Camilo Segura.
Recogiendo papa. Neira, Caldas. Jorge Eduardo Arango.
Cultivo de yuca. San Jacinto, Bolívar. José Fernando Machado.
Arriero. Salento, Quindío. Jorge Eduardo Arango.
Cultivo de cebolla. Chitagá, Norte de Santander. José Fernando Machado.
Chinchiná, Caldas. Jorge Eduardo Arango.
Desmalezando el algodón. Valle del Cauca. José Fernando Machado.
Estribaciones Nevado del Ruiz. Camino de Villamaría, Caldas. Jorge Eduardo Arango.
Manos que sostienen un niño, manos que se juntan para la oración, manos que descansan para el sueño, manos. Y las que comban sus dedos para abarcar el fruto de la buena cosecha, el durazno o la manzana, la mazorca de maíz o una flor en la entrega amorosa. Manos que toman otras manos, manos que empuñan un bastón, manos que se juntan en el pecho “el día del adiós a todo cuanto amamos”. Manitas de niños como en el poema de Gabriela Mistral, manos de viejo sobre el barandal de su casa. O las que se tienden en el saludo o se aman en la despedida. Manos que separan la buena de la mala semilla y empuñan el azadón o la barra o la pala o la carretilla donde va un niño o viajan gajos de frutas o racimos de todo. Y manos que dan el pan eucarístico el día de la primera comunión, o se santiguan a la hora del relámpago cercano, o las que señalan el camino que debe, siempre, caminar el hombre.
Si omitimos la Oda a la Cebolla de Pablo Neruda, podemos pasar a la definición, no exenta de poesía más o menos amanerada, que trae el diccionario de la lengua española: “Planta hortense, de la familia de las liliáceas, con tallo de seis a ocho decímetros de altura, hueco, fusiforme e hinchado hacia la base, hojas fistulosas y cilíndricas, flores de color blanco verdoso en umbela redonda, y raíz fibrosa que nace de un bulbo esferoidal, blanco o rojizo, formado de capas tiernas y jugosas, de olor fuerte y sabor más o menos picante”. Esto en cuanto a la que llamamos “cebolla de huevo”, originaria de Asia, pues más familiar y humilde es la cebolla junca, presente en todos los condimentos con sal que ofrece el campo, donde el “gajo de cebolla pone contentos los paladares”. Dice el padre Enrique Pérez Arbeláez que “por ella suspiraban los israelitas cuando, en el desierto, se quejaban a Moisés de la insipidez del maná, echando de menos las ollas de Egipto”.
El trabajo del hombre con todo su esfuerzo, el trabajo mecánico donde se aúna el esfuerzo humano a la oportuna invasión de las máquinas. Los frutos de la tierra serán ayudados por la automatización, pero el hombre continuará guiando y ordenando, él será quien invente, dirija y condicione la máquina a su servicio y al servicio de sus duras faenas. Nada, nunca podrá reemplazar completamente su brazo ni su pensamiento, a no ser la máquina nacida de sus ideas creadoras. Porque al final de todos los conflictos, manos y mente serán dueños de la tierra a pesar de quienes se atrevan a decir que el ser humano va aislándose en una especie de reserva que luego nadie utilizará. Entonces vendrá el caos, la total deshumanización, la esterilidad de todos los esfuerzos. Sin embargo, ese día nunca será cierto porque llegarán a imponerse los instintos de conservación y la verdad que la bondad trae consigo.
El trabajo dignifica, vieja y gastada frase que, no obstante, jamás perderá su sentido mientras el hombre sea una conciencia moral y se haga responsable de sus bregas y sus días. Trabajar es otra forma de rezar, y en el campo equivale además a un ritual en homenaje y agradecimiento a la buena tierra que cultivaron y legaron los mayores, hasta el final inclinados sobre el surco restaurador. Hombres, niños, mujeres… La mujer continúa siendo espina dorsal en el laboreo del campo, voluntad y brazos irremplazables a la hora de la siembra, a la hora de la cosecha, a la hora del reposo. Ella recibe al hijo, ella lo amamanta, ella lo educa, ella espera en la buena y en la mala, ella sirve y canta, ella estimula y camina al lado del hombre, su irrevocable compañero, y da vida al jardín y a la huerta, anima la cocina y la fiesta familiar, y asiste al caído en la hora de la muerte.
A una parcela pequeña, un labriego le basta; a grandes cultivos, gran número de trabajadores que prepararán el campo, desmenuzarán los terrones, abrirán los surcos, sembrarán la semilla escogida, cosecharán. Arroz, caña, sorgo, fríjol, cebada, lo que el mes diga según cánones del campo, donde se respetan algunos dictados astrales: creciente, menguante, días propicios para el mejor logro de lo deseado.
El trabajo, dice la Biblia, es el tributo que el hombre debe seguir pagando por su desobediencia, por su ignorancia del paraíso, por la mancha del pecado original. Pero cuando la esperanza guía los pasos y el sol llega si debe llegar y el agua cae si debe caer, el trabajo es bendición y el campesino un oficiante con los brazos y el pensamiento al servicio de la tierra y de quienes de ella se surten y por ella siguen adelante.
De Valledupar a Nariño, del Chocó a Casanare y por todo el interior de Colombia siguen desempeñándose los oficios habituales, desde la poda del algodón hasta la cosecha de arroz y trigo, desde el cuidado de las reses hasta el beneficio del cuero, desde el aserrado de la madera hasta el corte de la penca de cabuya, la planta textil más útil del mundo, sin contar el maguey encapullado, la flor mayor de todas, a su vez llena de flores.
Espalda y hombros y brazos, buen vehículo cargador antes de llegar al camión o al caballo: papas, plátano, yuca, maíz, lo que siembras y cosechas entregan y el hombre necesita. Y otros animales amigos tirarán del arado para hacer cultivables las entrañas duras. Paciencia humana, paciencia animal, sudor en las vegas de los ríos, en los altos de la cordillera, en pegujales que mueve el viento y seca el sol.
La Guadua
Texto de: Joaquín Antonio Uribe
La guadua es de los vegetales más útiles que ofrece al habitante de estas comarcas la exuberante Flora que nos rodea, tan pródiga como opulenta. Imaginad un hombre solo, aislado en medio de los bosques donde quiere fijar su morada. Sus miradas y su esperanza se fijarán instintivamente en el vasto guadual, donde rumores misteriosos le embelesan e incitan al trabajo.
Ante todo necesita habitación. —Allí está el material para la casa, para los postes, las paredes, el piso, el techo, las tejas, las puertas, las ventanas, los cercos, los zarzos y mucho más. Le faltan el mueblaje y muchos utensilios caseros de que no puede prescindir. Pues fabricará armarios, camas, asientos, mesas, bancos, escaleras, y luego, según su habilidad y gusto, tarros, platos, vasos, ollas, cuchillos, tenedores, pipas, canastos, cajas, etc.
¿Con qué adornará su casita rústica? Tiene material a propósito para construir jaulas para aves, macetas para plantar las hierbas preferidas y un hermoso surtidor en el patio del jardín; y ¡qué floreros tan artísticos ejecutaría su hija, con dibujos de colores extraídos de la selva! Todo es de guadua. Con ella construirá también arcos, flecha y lanza, que utilizará en sus frecuentes cacerías; puentes comunes y arqueados, para salvar arroyos y precipicios, balsas para recorrer el río; canoas para conducir el agua a través de las colinas. ¿Puede pedir más?
Con tarros de esta caña fabrican los negros de nuestra costa del Pacífico un instrumento músico, la marimba, a que arrancan, en sus noches de jaleo, ayes tristísimos, de salvaje melancolía; quizá reminiscencias de sus chozas africanas.
Los turiones o yemas que se desarrollan del rizoma de la guadua, son alimenticios y se les come en encurtidos; su cubierta aterciopelada suele emplearse como pantalla entre gentes campesinas. Los cañutos contienen, con frecuencia, agua potable y suave al gusto: único refrigerio, a veces, del sediento viajero en las vegas ardientes de nuestros valles.
El labrador inteligente debe ver en el guadual de su cortijo un vasto taller donde se forjan los artefactos de primera necesidad, y como un depósito inagotable del cual puede extraer cuanto es preciso para vivir, si no con lujo, al menos con la modesta holganza y tranquilidad del patriarca primitivo.
Los Arrieros
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
Desde todos los puntos cardinales del mapa colombiano, hacia todos ellos, los arrieros salían y llegaban, su recua cargada de café, maíz, frisoles, cacao, sal, arroz, panela y todo lo que el país rural daba para el avaro bienestar de nuestras gentes, o para otras si se trataba de productos exportables: hasta los puertos de río y mar llegaban las recuas providenciales.
“De la arriería —escribió Luis Guillermo Echeverri— dependió en centurias la vida de la patria, sin que sea osado afirmar que de cascos de mulas y pezuñas de bueyes vivieron los gobiernos y los negocios. Nada podía realizarse aquí sin el concurso de aquellas gentes. Eran ellas las únicas que desde las riberas reverberantes del Magdalena llevaban, a lo largo de fragosos caminos e impresionantes precipicios, y hasta ariscas y remotas comarcas, las mercancías de acero, cristal, mármol o porcelana; canela, clavos, cominos, azúcar, telas y golosinas, en fin, lo que se hallaba obligado a importar el consumo doméstico. Y fueron ellas, también, las que llevaron hasta los puertos de ríos y mares, la única divisa del país: los aromados y prodigiosos granos de café, a cuyo amparo todo se ha hecho en Colombia”.
—¡Arre, mula! —o exclamaciones parecidas por llanos y montañas, por lomas inaccesibles, por abismos y cañadas, por donde ni las arañas bajarían o podrían subir, allá los arrieros andantes protagonizaron la epopeya del hombre y la bestia frente al desafío del paisaje abrupto en el milagro de los avances.
—¡Arre…!
Cualquier diccionario dice de arriero: “El que tiene por oficio trajinar con bestias de carga”; y de arrear: “Estimular a las bestias con la voz o el látigo”. Y de “¡Arre!”: Interjección para arrear las bestias. Así de simple parece la cosa, pero qué difícil el oficio y qué intrincadas las trochas por donde se escuchaban las voces exclamantes de los arrieros al cuidado de su recua.
—¡Adentro, mula hijueputa!—Porque, explicaban, si no se les putea no caminan. Por sendas ahora olvidadas, esas duras cicatrices que fueron curando el tiempo y la yerba o el rastrojo, se comunicaban los comerciantes, los industriales primeros, los colonizadores, los pueblos unos con otros, los políticos, los enamorados… Y era ya civilización el grito al llegar a lo alto de los cerros, las siluetas de hombres y animales contra el cielo nubado. Por aquel alto, mamita, / gritaron unos arrieros. / Y si vuelven a gritar, / mamita, me voy con ellos, dice la copla ingenua, antes de que la carretera y el camión reemplazaran los caminos de herradura y en chofer y su ayudante se trocaran arrieros, sangreros y caporales.
“En la arriería los sangreros eran como magos —sigue Luis Guillermo Echeverri—. ¡Aquellos hombres jóvenes prendían candela en cosa de minutos! Y no bien empezaban los compañeros a descargar, ya ellos tenían echadas sobre el suelo las piedras y la leña que servían de fogón. Por extraño poder o raro instinto, conocían la intensidad y dirección de los vientos, y no se equivocaban jamás en la escogencia de las leñas, ni escollo era para ellos que no estuvieran secas. Por ello sin que todavía la carga estuviera bajo las lonas remendadas de los toldos, el aire ya regaba olores a frisoles y a came, a plátanos asados, a exquisito chocolate. Y jamás se vieron comistrajes cocinados con tanta sazón, y tan aprisa, como aquellos que comían los arrieros en hondos platos de loceado y con burdas cucharas de palo, sentados sobre las enjalmas limpias y en franca y carillosa camaradería”.
Como cada oficio trae su refrán, el arriero dejó los suyos en fondas y caminos reales, de explicable machismo algunos: “Mujer y mula, la que no patea recula”; “Nunca te cases con viuda / porque mula que otro amansa / siempre queda jetidura”. O el ahora común a cualquier profesión u oficio: “Arrieros somos, y en el camino nos encontramos”. O el más contundente: “El que nació para carga, del cielo le cae la enjalma”.
Hoy los del gremio van escaseando y no se arriesgan para las aventuras largas porque el camión, el campero y los vagones de ferrocarril cumplen mejor sus cometidos. Sin embargo, frecuentemente se advierten en los caminos vecinales para transporte de vereda a carretera, y en aquellos sitios apartados aún de lo que llaman progreso, y silban y gritan y vuelven a exclamar si uno de los animales se hunde en el barro o rueda por un abismo:
—¡Saludes a los infiernos!
Y con ellos la picaresca en dichos y actitudes hacia las afueras de los pueblos, en las fondas camineras o a campo abierto al sol y al agua: Cuando yo estaba de arriero / eran mis negociaciones / echar faldas de p’arriba / y de p’abajo calzones. Y por estas trochas seguirán con la recua de toros esterilizados y de mulas vírgenes, de quienes dijera el general Pedro Nel Ospina: “Mulas: encarnación de la consistencia, de la prudencia, de la fortaleza y de la inflexibilidad”.
—¡Adentro, pues, hijas del diablo! —se oye todavía, y otra vez por los caminos abandonados se escuchará la voz de un arriero difunto:
—”¡Arre, mula puñetera!”, y la noche se tragará el bulto y la voz, lenta y fantasmalmente.
El Gritón
Texto de: Arturo Escobar Uribe
El Gritón es el espanto de la arriería, porque se le oye en altas horas de la noche, en la soledad de los antiguos caminos o en la cima de las colinas, grita desaforadamente como quien arrea una recua de mulas. Dícese de él que es el alma del último arriero que se quedó vagando como un recuerdo por la aspereza de los viejos caminos de la montaña. Añejas leyendas se cuentan de sus aventuras, y en las vetustas casonas en donde se hacían las posadas, su presencia era común, ya en el cuarto de los aparejos o en los dormitorios del personal o por los alcores de la casa, cuando lanzaba guijarros dando gritos agudos en la oscuridad, que hacían estremecer de pánico a las gentes y aullar medrosamente a los perros.
Era conseja común que durante el mes de las ánimas se le oía arreando mulas por los recodos de los caminos solitarios, con la jerga propia de los del oficio. El Gritón hizo su agosto de miedos en los buenos tiempos de la arriería, cuando por los caminos de Antioquia desfilaban grandes caravanas de mulas. En cuanto a su figura y pergeño nadie la conoció; quienes más alcanzaron a ver de él, sólo recuerdan una sombra que se perdía furtivamente entre los recodos del camino, quedando hasta hoy en el misterio los delineamientos individuales de ese vestigio. La ficción acicateada por el miedo, de quienes fueron asustados por ese endriago, dieron pie a innumerables consejas.
Se hace camino al andar
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
Primero los caminos, cortos si era cercana la visión, largos si había un pensamiento de futuro, cuando un hombre se enamoraba y una joven de trenzas en derredor de su rostro moreno dirigía una mirada promisoria. O cuando el hijo acosaba en el vientre y se hacía necesaria una parcela que aseguraría el incierto porvenir que ofrecía el campo. Caminos a cielo abierto, caminos entre el monte domado, caminos en la selva impenetrable. El camino era necesario, el hombre mismo se hacía camino.
Pero al final de él, corto o largo, se encontraría el sitio donde se podría levantar una familia, donde estaría segura la mujer, donde los hijos crecerían al amparo del buen Dios y del azar en montañas o llanos. Un rastrojo, un pegujal, un rincón fértil para la cosecha prometida, donde el maíz se levantaría verde y ganador, o los yucales se anudarían en los tallos retorcidos, o la papa hundiría sus raíces para formar el tubérculo salvador contra las hambres, en la familia y en la humanidad. Donde el fríjol enredaba sus hojas, y su tallo débil diera la vaina que tostaría el verde según el verano, y sonarían agradables los granos como promesa realizada.
Se multiplicaban los caminos, se multiplicaba la esperanza, se multiplicaban las familias y la selva iba cediendo al paso firme de los colonizadores. Pero antes de fundar pueblos y pueblos aparecía la fonda caminera.
Los Caminos
Texto de: Luis Tejada
…Sin embargo, hay momentos en que esos caminos solitarios se llenan de un misterio enorme y delicado. Es generalmente en los atardeceres frescos, cuando el crepúsculo de oro se filtra entre los ramajes aureolando extrañamente las hojas menudas, haciéndolas translúcidas, ingrávidas, rutilantes como sutiles puñales, rojas otras como el fuego de las fraguas. Una paz inaudita y silenciosa desciende de los montes sobre el camino bermejo y sobre nosotros. Entonces es bueno dejar ir la cabalgadura a su paso natural y hundirse en la beatitud mística y maravillosa del momento; detenerse a veces para oír la música salvaje del monte, el traquear tremendo de la madera, el canto agorero de un pájaro, el chasquido misterioso de las hojas; detenerse también para admirar la belleza singular de un árbol que nos ha sorprendido entre todos o para aspirar el perfume acre de rastrojo que el viento nos trae en un momento determinado; detenerse para contemplar, con cierto contenido terror, esos trayectos de monte quemado que hay a los lados del camino, donde los árboles, truncos y tiznados, asumen actitudes prodigiosas, humanas y sobrehumanas: Cristos crucificados que extienden los brazos negros en el aire, monjes brujos que rezan de rodillas sobre la tierra reseca, viejas paralíticas que se arrastran apoyándose en los codos, figuras descarnadas que huyen de un monstruo de diez manos… Todo esto, en el crepúsculo encantado, adquiere una vida loca y fantástica que nos hace estremecer un poco sobre nuestros galápagos.
De pronto, un campesino que arrea una yegua cargada de maíz, y su potranco peludo, nos alcanza. Con sencillez inenarrable, nos dice:
—Buena tarde.
—Buena se la dé el Señor —le contestamos, y seguimos en pos de él, hablándole de algo, para espantar de nuestras almas la honda melancolía crepuscular. Y es que el camino, antes apacible y luminoso, se va haciendo trágico, a medida que anochece.
La Fonda del Camino Real
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
Indispensable para el campesino la Fonda Caminera, donde se vendía y se vende lo indispensable para la subsistencia, cuando a fines de semana iba agotándose la provisión obtenida el día domingo después de misa mayor. En la Fonda —una ventanita de barrotes de macana comunicaba con la estantería— expendían tabacos y cigarrillos, pólvora y municiones para la cacería de gurres, tórtolas y cusumbos, conejos y pavas de monte; libras de panela, barras de jabón, condimentos menores, chocolate, velas de sebo o estearina, y algo de mecato: panes, jaleas de pata, mojicones y bizcochuelos, confites de anís y banana y otros asuntos gratos al recuerdo de niños y mayores. Y el otro alimento cantado por León de Greiff en su “Relato de Ramón Antigua”:
…Bebían el aguardiente
de espumillas irisadas
—puro, dinámico, excelso—
en la totuma de nácar,
y requerían de amores
con miel de finas palabras
a las chicas pizpiretas
y a las señoras casadas.
Fondas de camino real… Y detrás de los barrotes, hacia adentro, las arrugas de una anciana, la seriedad del dueño, o un rostro joven entre su par de trenzas, sonreído él como listo para escuchar la serenata, y luego nuevamente el grito del arriero: —¡Arre, mula!, o la despedida cordial si la muchacha se asomaba a su ventana. —Seguís linda, María Antonia. Hasta la próxima, pues —y desaparecía pensando en la canción que vendría más tarde, bambuqueramente: María Antonia es la ventera / más linda que he conocido. / Tiene una venta de besos / al otro lado del río… Ligadas por los rejos de los cabezales o por el lazo de turno a una talanquera o a gajos de naranjo, las bestias espantan con sus colas las moscas mientras sus ojos grandes reflejan un paisaje de árboles cercanos y llanos o cerros distantes. Una gallina con su cluecada escarba bajo una mata de granadilla, o un curubo o un limonero, mientras con su canto cortante el gallo anuncia la posesión de su territorio. Alguien serrucha, alguien martilla contra un clavo, alguien tararea una canción.
Y alguien recién llegado echa una mirada al platanal vecino y piensa en qué llevará de lo que empieza a mirar por la ventanilla: una mulera, una pasta de jabón, un lazo de cabuya, un espejito de tapa, una rueda de alambre. Con el dorso de una mano levanta el sombrero de paja blanca y pide una cerveza.
Fonda de camino real, descanso del día domingo, tertuliadero de exageraciones, zurrungueo de refranes y coplas y trovas al amable picor del aguardiente, cita de la brega semanal para el sueño de los próximos días de espalda al sol, de cara a la buena tierra que dará sus frutos mejores.
Juegos y Juguetes
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
Cuando no había juguetes —y era escasa la juguetería importada y la fabricada en el país— el campesino se ingeniaba los suyos con inventiva pintoresca: un plátano verde con cuatro estaquitas clavadas que servían de patas, un mechón de mazorca de maíz por cola y una cabuya por rienda, al arrastrarse era el más veloz de los caballos; si éste salía de carga por caprichoso y trotón, se le amarraba al lomo dos rollos de astillas simétricamente cortadas. O el palo de escoba entre las piernas —en ocasiones una tapa de tarro clavada de modo que pudiera girar en la punta libre— hacía de semental o yegua de paso, caracoleante según el ánimo de su jinete, cuando no cabalgaba también, aupando al aire, sobre enjalmas o sillas arrinconadas en el cuarto de San Alejo, o mareador sobre el mochocalengue o mataculín horadado para la estaca en el centro.
O las palomitas al viento fabricadas con papel periódico, y las perinolas hechas en carretes de hilo con cera y chochos adheridos, y todo lo demás, desde el trompo girador y la cometa coleadora hasta el globo con vocación de altura y los zumba-zumbas de botones abandonados y un hilo resistente para el gira-gira zumbador. Por ese entonces llegaron el yo-yo, las muñecas animadas y los platillos voladores…
Y aquellos acertijos ingenuos de la primera infancia campechana:
En aquel alto muy alto
hay una soga escondida,
cada vez que subo y bajo
me quiere quitar la vida.
—¡La culebra! —decía una voz más primitiva, y reían al aserto. O la parecida, como sombra de ésta: Una señora muy aseñorada / pasa por el agua y no se moja nada. En las reuniones de primos y vecinos, a jugar el obligatorio botellón -picarón , cada cual palmotea al que iba saltando; o el Repollito y la danza en ronda de la rueda del Ángel, y la pizingaña… Jugaremos a la araña, /—¿Con cuál mano? /—Con la cortada. /—¿Quién la cortó? /—El hacha… Y el escondidijo expectante o los brincos de la pata-sola y los verseados: —Comadre la rana, /—¿Qué quiere, comadre? /—Que vamos por agua. /—¿A cuál quebraíta? /—A la de Santa Rita. Y el acurrucamiento a saltos de Sapitos al agua, / sapitos al sol: / los más grandecitos / se tiran de a uno, / los más chiquiticos / se tiran de a dos.
O volviendo a las adivinanzas, y ya un poco para mayores, se recuerda el acertijo en décima de Gregorio Gutiérrez González:
¿Cuál es de Antioquia el Sultán
a quien los más copetudos
se le presentan desnudos
como hizo Eva con Adán,
y cuando en su lecho están,
estas raras hermosuras
en deliciosas posturas
gozando dulce fruición,
salen más limpias, más puras?
—¡Ese Sultán es don Pacho Gómez!—Dizque dijo la más atembada de las oyentes, hasta aclarar del todo el acertijo:
—No, señoras: es el río Cauca.
Acertijos o no, siguen jugando los campesinos a lo ingenuo y a lo ingenioso. Y eran y siguen siendo también juguetes el perro y el gato, el barro amasable para formas y figuras, la cera de monte, y los trabalenguas: “El arzobispo de Constantinopla se quiere desarzobispodesconstantinopolizar; el que lo desarzobispodesconstantinopolizare bien, será un buen desarzobispodesconstantinopolizador”.
Hasta el padre al regreso de su jornada servía de juguete en caballito despacioso, la ijada espoleándole desde la espalda para su avance a la cama donde esperaba el rezo último con su Ángel de la Guarda, / mi dulce compañía, / no me desampares / ni de noche ni de día / para que amanezca / en paz y alegría / con todos los santos, / Jesús y María…
La Hamaca
Texto de: Emiro Kastos
Pasamos algunos días juntos bañándonos en el Bogotá, que conserva la frescura de sus aguas hasta perderse en el Magdalena, leyendo a Balzac y a Teófilo Gautier, comiendo como unos ogros y cultivando en hamacas la pereza como verdaderos calentanos. El que inventó la hamaca sabía dónde le apretaba el zapato. Apelo a su erudición para que me diga cuándo, cómo y por quién fue hecho este importante descubrimiento. Sospecho sea originario de América, pues en el oriente, donde se ha descubierto o inventado el café, la nuez moscada, las pipas, los perfumes, los harems y muchas cosas buenas, no dicen nada de la hamaca. La idea de esta blanda cama sin duda se le ocurrió a algún aborigen americano, rollizo y perezoso. Debe erigírsele una estatua en las tierras calientes con esta inscripción: “Al egregio Creador de la Hamaca, los Calentanos refrescados y agradecidos”.