- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Hacienda y Casa
La Iraca, Tibasosa, Boyacá.
Casa en la sierra de Santa Lucía, provincia de Cádiz, Andalucía. La toma de posesión del campo andaluz con un mínimo de arquitectura posible.
Los Aposentos, Chocontá, Cundinamarca.
Casa de Britalia, Duitama, Boyacá. La hacienda a la cual corresponde fue establecida a comienzos del siglo XVIII, aunque la casa misma puede ser más reciente. Conserva su organización espacial y volumetría originales, pero el hermoso y suave paisaje donde se localizó inicialmente está actualmente en proceso de deterioro y destrucción debido al crecimiento de los suburbios de Duitama. Aprovechando el declive de un altozano, Britalia incluye un piso bajo parcial sobre el cual se coloca la galería de la fachada principal, rasgo observable en otras casas ilustradas en este volumen. Esto permite aprovecharlo como depósito y lograr una volumetría más airosa. Los arcos rebajados, así como los curiosos gabinetes propios de la casa urbana santafereña, se sitúan simétricamente en la fachada con reformas introducidas en el siglo XIX o comienzos de XX. El patio interior retiene el sistema constructivo original de poste y dintel en madera, pero la pila de piedra es un detalle decorativo reciente.
Casa de Britalia, Duitama, Boyacá. La hacienda a la cual corresponde fue establecida a comienzos del siglo XVIII, aunque la casa misma puede ser más reciente. Conserva su organización espacial y volumetría originales, pero el hermoso y suave paisaje donde se localizó inicialmente está actualmente en proceso de deterioro y destrucción debido al crecimiento de los suburbios de Duitama. Aprovechando el declive de un altozano, Britalia incluye un piso bajo parcial sobre el cual se coloca la galería de la fachada principal, rasgo observable en otras casas ilustradas en este volumen. Esto permite aprovecharlo como depósito y lograr una volumetría más airosa. Los arcos rebajados, así como los curiosos gabinetes propios de la casa urbana santafereña, se sitúan simétricamente en la fachada con reformas introducidas en el siglo XIX o comienzos de XX. El patio interior retiene el sistema constructivo original de poste y dintel en madera, pero la pila de piedra es un detalle decorativo reciente.
Tequendama, Chusacá, Cundinamarca. Data del siglo XVIII, aunque la casa ha pasado por algunas transformaciones extensas, incluyendo el típico proceso republicano de cerramiento de las galerías altas hacia el patio interior y las fachadas. La hacienda, como muchas otras en la sabana de Bogotá, derivó su existencia de una merced de tierras del siglo XVIII.
Tequendama, Chusacá, Cundinamarca. Data del siglo XVIII, aunque la casa ha pasado por algunas transformaciones extensas, incluyendo el típico proceso republicano de cerramiento de las galerías altas hacia el patio interior y las fachadas. La hacienda, como muchas otras en la sabana de Bogotá, derivó su existencia de una merced de tierras del siglo XVIII.
Tequendama, Chusacá, Cundinamarca. Data del siglo XVIII, aunque la casa ha pasado por algunas transformaciones extensas, incluyendo el típico proceso republicano de cerramiento de las galerías altas hacia el patio interior y las fachadas. La hacienda, como muchas otras en la sabana de Bogotá, derivó su existencia de una merced de tierras del siglo XVIII.
Casa de Suescún, Tibasosa, alrededores de Sogamoso, Boyacá. El conjunto circundante de muros de Suescún, uno de los más hermosos del altiplano cundiboyacense, en fotografía de 1962 (G. Téllez). Este admirable trasunto andaluz de espacios sucesivos ha desaparecido casi por completo a raíz de remodelaciones recientes.
Casa de Suescún, Tibasosa, alrededores de Sogamoso, Boyacá. El frente del tramo principal de la casa, de planta compacta.
Casa de Suescún, Tibasosa, alrededores de Sogamoso, Boyacá. El espacio más importante de la casa: la galería hacia el jardín, desde donde era posible vislumbrar los varios espacios delimitados por los muros circundantes y la lejanía del valle.
Casa de Suescún, Tibasosa, alrededores de Sogamoso, Boyacá. Localizada en lo que fue hace algunas décadas un lugar paradisíaco del valle de Sogamoso. La hacienda misma, resultado del fraccionamiento, en la primera mitad del siglo XVII, de una vasta encomienda que abarcaba la comarca circundante, fue paulatinamente reducida hasta las escasas hectáreas que aún conforman el entorno de la casa. El uso turístico la ha salvado de la desaparición o la desfiguración gradual, pero hoy el lugar está sujeto a todas las amenazas propias del “desarrollo” económico e industrial: contaminación atmosférica, vecindad de urbanizaciones “pobres”, de un cementerio popular, etc. Resulta así milagroso que Suescún haya conservado parte de su grato ambiente y la recóndita arquitectura de la casa. Suescún no ofrece una arquitectura espectacular o efectista. La casa se limita a estar en su lugar de modo sencillo e íntimo. Se asoma modestamente sobre un leve altozano para observar el valle por sobre muros que, en gran parte, sólo existen excepto en el recuerdo.
Casa de Suescún, Tibasosa, alrededores de Sogamoso, Boyacá. Dadas las circunstancias paisajísticas originales del lugar, la galería de la casa resulta ser una obra maestra de arquitectura rural.
Casa de Suescún, Tibasosa, alrededores de Sogamoso, Boyacá. Lo insólito de la casa de Suescún sería común en muchas comarcas de Andalucía y La Mancha: una torre-mirador-campanario levantada en algún momento del siglo XVII por un hacendado que quería ver algo más allá, o acercarse al cielo. Ese ingenuo acento arquitectónico sería el toque hispánico que destacaría a Suescún entre todos su congéneres neogranadinos.
Casa de Suescún, Tibasosa, alrededores de Sogamoso, Boyacá. Interior de Suescún. La casa ha sido un hotel turístico durante los últimos cuarenta y cinco años, lo que explica su peculiar ambiente actual. Las armaduras de cubierta en maderas rollizas, con jabalcones o riostras auxiliares, típicas de la región, han sido conservadas durante las varias reparaciones recientes en la casa, pero la chimenea, que evoca un horno tradicional, propio de la zona de cocinas, es un elemento moderno instalado ahora en los salones.
Casa de Suescún, Tibasosa, alrededores de Sogamoso, Boyacá. Interior de Suescún. La casa ha sido un hotel turístico durante los últimos cuarenta y cinco años, lo que explica su peculiar ambiente actual. Las armaduras de cubierta en maderas rollizas, con jabalcones o riostras auxiliares, típicas de la región, han sido conservadas durante las varias reparaciones recientes en la casa, pero la chimenea, que evoca un horno tradicional, propio de la zona de cocinas, es un elemento moderno instalado ahora en los salones.
La Concepción de Amaime. El Cerrito, Valle del Cauca. Es la casa de hacienda arquitectónicamente más singular y destacada de la región. Llega a su forma “final” en la segunda mitad del siglo XVIII. Se destaca su volumetría en un lugar llano, topográficamente indiferente, por lo que depende de su propia arquitectura para cualificar los espacios en torno suyo. Posee además de la casa de los señores, de planta compacta, una capilla exenta, una ramada (vivienda de peones y depósitos), y tuvo también el tradicional baño al aire libre y un extenso acueducto del cual quedan algunos rastros. A cierta distancia de la casa subsiste el trapiche azucarero. La localización de la capilla y el volumen sobreelevado del extremo occidental de la casa, provisto de un balcón alto y galería baja con columnas talladas, conforman un conjunto arquitectónico de espléndida calidad.
La Concepción de Amaime. El Cerrito, Valle del Cauca. Es la casa de hacienda arquitectónicamente más singular y destacada de la región. Llega a su forma “final” en la segunda mitad del siglo XVIII. Se destaca su volumetría en un lugar llano, topográficamente indiferente, por lo que depende de su propia arquitectura para cualificar los espacios en torno suyo. Posee además de la casa de los señores, de planta compacta, una capilla exenta, una ramada (vivienda de peones y depósitos), y tuvo también el tradicional baño al aire libre y un extenso acueducto del cual quedan algunos rastros. A cierta distancia de la casa subsiste el trapiche azucarero. La localización de la capilla y el volumen sobreelevado del extremo occidental de la casa, provisto de un balcón alto y galería baja con columnas talladas, conforman un conjunto arquitectónico de espléndida calidad.
La Concepción de Amaime. El Cerrito, Valle del Cauca. Es la casa de hacienda arquitectónicamente más singular y destacada de la región. Llega a su forma “final” en la segunda mitad del siglo XVIII. Se destaca su volumetría en un lugar llano, topográficamente indiferente, por lo que depende de su propia arquitectura para cualificar los espacios en torno suyo. Posee además de la casa de los señores, de planta compacta, una capilla exenta, una ramada (vivienda de peones y depósitos), y tuvo también el tradicional baño al aire libre y un extenso acueducto del cual quedan algunos rastros. A cierta distancia de la casa subsiste el trapiche azucarero. La localización de la capilla y el volumen sobreelevado del extremo occidental de la casa, provisto de un balcón alto y galería baja con columnas talladas, conforman un conjunto arquitectónico de espléndida calidad.
La Concepción de Amaime, El Cerrito, Valle del Cauca. La exquisita volumetría de la casa de La Concepción de Amaime, es arquitectura de albañil y carpintero, pero resulta también una obra maestra de habilidad en el uso y combinación de los recursos constructivos regionales, es decir, del diseño artesanal entendido de la mejor manera posible. Unas pocas casas de hacienda neogranadina del siglo XVIII le devuelven a lo puramente tecnológico la calidad poética que requieren para pasar a ser gran arquitectura. En La Concepción de Amaime, al contrario de la generalidad de los casos regionales, es la casa la que impone su presencia al lugar y le otorga un ambiente especial a éste. La necesidad utilitaria de dominio visual del territorio circundante, es decir, el mundo que rodea la casa, se resolvió en La Concepción de Amaime mediante un espléndido balcón corrido que, como lo señalan B. Barney y F. Ramírez en su estudio sobre las haciendas del Valle del Cauca, evoca los de la arquitectura colonial de Cartagena.
La Concepción de Amaime, El Cerrito, Valle del Cauca. La exquisita volumetría de la casa de La Concepción de Amaime, es arquitectura de albañil y carpintero, pero resulta también una obra maestra de habilidad en el uso y combinación de los recursos constructivos regionales, es decir, del diseño artesanal entendido de la mejor manera posible. Unas pocas casas de hacienda neogranadina del siglo XVIII le devuelven a lo puramente tecnológico la calidad poética que requieren para pasar a ser gran arquitectura. En La Concepción de Amaime, al contrario de la generalidad de los casos regionales, es la casa la que impone su presencia al lugar y le otorga un ambiente especial a éste. La necesidad utilitaria de dominio visual del territorio circundante, es decir, el mundo que rodea la casa, se resolvió en La Concepción de Amaime mediante un espléndido balcón corrido que, como lo señalan B. Barney y F. Ramírez en su estudio sobre las haciendas del Valle del Cauca, evoca los de la arquitectura colonial de Cartagena.
La Concepción de Amaime, El Cerrito, Valle del Cauca. La capilla exenta es un modesto volumen de nave única, pero le fue añadida en el siglo XVIII una espadaña y un retablo suavemente barrocos y un tratamiento de fachada con cornisas y columnas embebidas, además de algún enriquecimiento decorativo en torno al arco sobre la puerta principal, lujos poco usuales en los oratorios o capillas de casas de hacienda.
Gotua, Iza, Boyacá. Surgió posiblemente en la segunda mitad del siglo XVIII o los comienzos del XIX, cuando sobrevino la subdivisión de las grandes encomiendas coloniales que abarcaban los valles de Sogamoso, Firavitoba, Iza y Pesca. Es la típica casa baja boyacense organizada en dos, tres o (a veces) cuatro costados de un patio central. Se puede decir que esta es arquitectura rural minimalista, vale decir, que no se puede lograr más con menos recursos. Al igual que otros congéneres suyos en la región, pasó por un proceso de época republicana en el cual le fueron aplicados cielos rasos muy bajos y se reformaron vanos de puertas y ventanas, dotando a éstas de rejas de hierro “arrodilladas”, propias de casas urbanas del siglo XIX. El énfasis ambiental de Gotua es casi totalmente hacia el patio interior, cuyas proporciones y carácter marcan el tono evocativo y gracioso de la casa. Cada patio interior boyacense posee rasgos distintivos individuales, aunque prácticamente todos pertenezcan al mismo principio ordenatorio espacial.
Gotua, Iza, Boyacá. Surgió posiblemente en la segunda mitad del siglo XVIII o los comienzos del XIX, cuando sobrevino la subdivisión de las grandes encomiendas coloniales que abarcaban los valles de Sogamoso, Firavitoba, Iza y Pesca. Es la típica casa baja boyacense organizada en dos, tres o (a veces) cuatro costados de un patio central. Se puede decir que esta es arquitectura rural minimalista, vale decir, que no se puede lograr más con menos recursos. Al igual que otros congéneres suyos en la región, pasó por un proceso de época republicana en el cual le fueron aplicados cielos rasos muy bajos y se reformaron vanos de puertas y ventanas, dotando a éstas de rejas de hierro “arrodilladas”, propias de casas urbanas del siglo XIX. El énfasis ambiental de Gotua es casi totalmente hacia el patio interior, cuyas proporciones y carácter marcan el tono evocativo y gracioso de la casa. Cada patio interior boyacense posee rasgos distintivos individuales, aunque prácticamente todos pertenezcan al mismo principio ordenatorio espacial.
Gotua, Iza, Boyacá. Surgió posiblemente en la segunda mitad del siglo XVIII o los comienzos del XIX, cuando sobrevino la subdivisión de las grandes encomiendas coloniales que abarcaban los valles de Sogamoso, Firavitoba, Iza y Pesca. Es la típica casa baja boyacense organizada en dos, tres o (a veces) cuatro costados de un patio central. Se puede decir que esta es arquitectura rural minimalista, vale decir, que no se puede lograr más con menos recursos. Al igual que otros congéneres suyos en la región, pasó por un proceso de época republicana en el cual le fueron aplicados cielos rasos muy bajos y se reformaron vanos de puertas y ventanas, dotando a éstas de rejas de hierro “arrodilladas”, propias de casas urbanas del siglo XIX. El énfasis ambiental de Gotua es casi totalmente hacia el patio interior, cuyas proporciones y carácter marcan el tono evocativo y gracioso de la casa. Cada patio interior boyacense posee rasgos distintivos individuales, aunque prácticamente todos pertenezcan al mismo principio ordenatorio espacial.
Gotua, Iza, Boyacá. La poesía de lo funcional de la casa de Gotua. Un corredor o galería no es más que un espacio para pasar por él. Una portada, nada más que un acceso. Uno y otra pueden ser banales, indiferentes, evocativos e inolvidables. La modestia del patio o la entrada de Gotua, no se ha visto alterada por pretenciosos arcos de ladrillo y columnas de piedra que envíen al olvido sus elementales pies derechos y dinteles de maderas de la región y sus alegres colores.
Gotua, Iza, Boyacá. La poesía de lo funcional de la casa de Gotua. Un corredor o galería no es más que un espacio para pasar por él. Una portada, nada más que un acceso. Uno y otra pueden ser banales, indiferentes, evocativos e inolvidables. La modestia del patio o la entrada de Gotua, no se ha visto alterada por pretenciosos arcos de ladrillo y columnas de piedra que envíen al olvido sus elementales pies derechos y dinteles de maderas de la región y sus alegres colores.
La Merced, El Cerrito, Valle del Cauca. Al igual que en otras casas vallecaucanas, la calidad ambiental del sitio está determinada por una espléndida vegetación, más que por algún rasgo topográfico. La Merced incluye un piso alto original levantado con la misma intención de dominio visual del contorno señalado a propósito de La Concepción de Amaime. A diferencia de ésta La Merced conserva buena parte de los muros o tapias que unen entre sí la casa de los señores con las pesebreras, trojes, viviendas de peones y “auxiliares”, creando una volumetría de conjunto de notable interés. La conservación de la casa como conjunto arquitectónico le otorga un excepcional interés patrimonial.
La Merced, El Cerrito, Valle del Cauca. Las galerías principales de La Merced incluyen, como las de La Concepción de Amaime, el lujo insólito de pies derechos o columnas en madera chocoana durísima, tallados con alguna fantasía artesanal que ciertamente se puede llamar barroca. Semejante efecto arquitectónico es excepcional en la arquitectura rural neogranadina.
La Merced, El Cerrito, Valle del Cauca. Las galerías principales de La Merced incluyen, como las de La Concepción de Amaime, el lujo insólito de pies derechos o columnas en madera chocoana durísima, tallados con alguna fantasía artesanal que ciertamente se puede llamar barroca. Semejante efecto arquitectónico es excepcional en la arquitectura rural neogranadina.
Casa de Teja, Guasca, Cundinamarca. Construida a finales del siglo XVIII o comienzos del XIX. Además del gracioso apodo andaluz, común en el sur de Andalucía (donde se usa para distinguir las edificaciones rurales de tejado de las que tienen techos planos en terraza), la casa conserva una versión campesina de armadura de cubierta en par y nudillo de buenas proporciones en la cual hasta los tirantes transversales y los cuadrales (piezas diagonales en las esquinas) son maderas rollizas, con soporte de tejado en “chusque”. Al igual que Gotua, en Boyacá, Casa de Teja es un ejemplo de arquitectura reducida a lo esencial, a un mínimo que no por serlo carece de gracia ambiental.
Casa de Teja, Guasca, Cundinamarca. Construida a finales del siglo XVIII o comienzos del XIX. Además del gracioso apodo andaluz, común en el sur de Andalucía (donde se usa para distinguir las edificaciones rurales de tejado de las que tienen techos planos en terraza), la casa conserva una versión campesina de armadura de cubierta en par y nudillo de buenas proporciones en la cual hasta los tirantes transversales y los cuadrales (piezas diagonales en las esquinas) son maderas rollizas, con soporte de tejado en “chusque”. Al igual que Gotua, en Boyacá, Casa de Teja es un ejemplo de arquitectura reducida a lo esencial, a un mínimo que no por serlo carece de gracia ambiental.
Casa de Teja, Guasca, Cundinamarca. Construida a finales del siglo XVIII o comienzos del XIX. Además del gracioso apodo andaluz, común en el sur de Andalucía (donde se usa para distinguir las edificaciones rurales de tejado de las que tienen techos planos en terraza), la casa conserva una versión campesina de armadura de cubierta en par y nudillo de buenas proporciones en la cual hasta los tirantes transversales y los cuadrales (piezas diagonales en las esquinas) son maderas rollizas, con soporte de tejado en “chusque”. Al igual que Gotua, en Boyacá, Casa de Teja es un ejemplo de arquitectura reducida a lo esencial, a un mínimo que no por serlo carece de gracia ambiental.
Chaleche, alrededores de Sesquilé, Cundinamarca. Existen tres casas rurales que llevan o han llevado el mismo nombre. La casa de hacienda de época colonial tardía, ilustrada aquí, y dos interesantes casas de finca de época republicana construidas entre el final del siglo XIX y el comienzo del XX, producto de la subdivisión de tierras de la hacienda colonial, resultado a su vez del fraccionamiento de la vasta encomienda de Sesquilé al comienzo del siglo XVIII. La casa de época colonial tuvo un evidente crecimiento por etapas hasta bien entrado el siglo XIX, sin bruscos cambios de volumetría tales como los pisos altos añadidos a las casas de hacienda vallecaucanas, lo que explica la suave relación entre el paisaje y la forma actual de la casa.
Chaleche, alrededores de Sesquilé, Cundinamarca. Existen tres casas rurales que llevan o han llevado el mismo nombre. La casa de hacienda de época colonial tardía, ilustrada aquí, y dos interesantes casas de finca de época republicana construidas entre el final del siglo XIX y el comienzo del XX, producto de la subdivisión de tierras de la hacienda colonial, resultado a su vez del fraccionamiento de la vasta encomienda de Sesquilé al comienzo del siglo XVIII. La casa de época colonial tuvo un evidente crecimiento por etapas hasta bien entrado el siglo XIX, sin bruscos cambios de volumetría tales como los pisos altos añadidos a las casas de hacienda vallecaucanas, lo que explica la suave relación entre el paisaje y la forma actual de la casa.
Chaleche, alrededores de Sesquilé, Cundinamarca. Existen tres casas rurales que llevan o han llevado el mismo nombre. La casa de hacienda de época colonial tardía, ilustrada aquí, y dos interesantes casas de finca de época republicana construidas entre el final del siglo XIX y el comienzo del XX, producto de la subdivisión de tierras de la hacienda colonial, resultado a su vez del fraccionamiento de la vasta encomienda de Sesquilé al comienzo del siglo XVIII. La casa de época colonial tuvo un evidente crecimiento por etapas hasta bien entrado el siglo XIX, sin bruscos cambios de volumetría tales como los pisos altos añadidos a las casas de hacienda vallecaucanas, lo que explica la suave relación entre el paisaje y la forma actual de la casa.
Texto de: Germán Tellez
Lo que cotidianamente denominamos naturaleza no es natural, es el producto de la acción humana, o sea, es artificial. Según Emilio Sereni: “El paisaje rural es la forma que el hombre imprime al paisaje natural de manera consciente durante sus actividades agrícolas”.Gisela von Wobeser.11A.
La conformación histórica de las haciendas, y por lo tanto, de las casas situadas en ellas, no es independiente del proceso por el cual se configura socioeconómicamente la provincia de Nueva Granada, abarcando el actual territorio colombiano y parte de Venezuela y Ecuador. Son los rasgos peculiares de la historia general neogranadina los que establecen indirectamente las diferencias de las edificaciones rurales de esta provincia con las de otras regiones del continente iberoamericano. Las casas de campo son invariablemente a imagen y semejanza del grupo humano que las construye y las utiliza, reflejando las virtudes y limitaciones individuales y colectivas. En la Nueva Granada la hacienda fue una de las bases del sistema económico colonial, aunque no llegara a tener el desarrollo e influencia característicos de los grandes latifundios mexicanos o brasileños. A escala regional, para una economía restringida ante todo a los aspectos agrarios o pecuarios y sin la enorme producción minera de la Nueva España o el Alto Perú, la hacienda neogranadina fue un factor socioeconómico de primera importancia, en ausencia de industrias y su consiguiente producción, las cuales mal podían haber aparecido en el ámbito geográfico de la provincia. Los centros urbanos, que llegaron a ser tan numerosos en la Nueva Granada, fueron durante la Colonia puntos de consumo de la producción agropecuaria rural, pero la transformación y el mercadeo externo de los posibles excedentes de tales productos que podían llevar a cabo eran casi nulos, estando la industria colonial neogranadina limitada ante todo a las actividades artesanales. Pueblos y ciudades neogranadinos vivieron del campo, pero le dieron muy poco a éste.
La conquista del territorio neogranadino y su posterior dominio y colonización fueron procesos caóticos, cuya historia es tan confusa como interesante, pero el escrito pormenorizado de fenómenos sociopolíticos tan complejos escapa a los límites y enfoque del presente estudio.
Es posible apenas señalar aquí como hecho histórico general la ambiciosa anarquía de los conquistadores hispánicos en la empresa de apoderarse de cuanto territorio estuviera a su alcance, azuzados por un ansia desmesurada de riqueza y posesiones materiales que no parecía tener límites. Esto sólo tuvo un cierto freno y control teórico por parte de la Corona imperial tardíamente, cuando ya la rapiña y la ley de los más fuertes había perdurado en el Nuevo Mundo por varias décadas, y la figura del conquistador había dado paso a la del colonizador y el encomendero.
El primer intento metropolitano de poner algún orden en la conquista de nuevos territorios, las llamadas Leyes de Burgos, se promulgan en 1512, es decir, veinte años luego del primer “descubrimiento” por parte del Almirante Colón. Pero sólo hasta 1573 el Rey Felipe II de España sanciona la versión de las llamadas Leyes de Indias en la cual había un primer bosquejo oficial sobre la posesión y manejo hereditario de tierras rurales. Para esa fecha en el campo neogranadino ya habían transcurrido más de cuarenta años de expediciones, invasiones punitivas o posesivas, repartimientos de tierras arbitrarios, más o menos a “la buena de Dios” o por la fuerza de las armas, además de rebatiñas y maniobras fraudulentas o tramposas, amén de leguleyadas sin fin destinadas a consolidar y justificar la posesión de terrenos “a como diera lugar” (expresión castiza muy antigua, aunque utilizada aún en Colombia, referida a “dar lugar”, es decir, poseer y disponer de un territorio o un sitio), así como finos o burdos esguinces a la voluntad e improvisados reglamentos de las autoridades coloniales. La historiadora colombiana Margarita González, en El Resguardo en el Nuevo Reino de Granada12., señala que sólo la recopilación de las Leyes de Indias de 1680 vino a proveer, al menos en teoría, un código legislativo amplio, sistematizado y permanente en lo que se refiere a las posesiones y bienes rurales en las provincias de Ultramar. Para entonces el proceso de configuración y desarrollo de las haciendas neogranadinas llevaba, por su lado y de cualquier manera, unos ciento sesenta años que cabe suponer plagados de dificultades. El desfase cronológico y funcional entre la teoría gubernamental y administrativa y la realidad colonial es uno de los rasgos más sui géneris de la historia del imperio español. Las gentes castellanas, extremeñas o andaluzas sabían apoderarse de lo que inicialmente parecía una enorme versión del paraíso terrenal, para lo cual no les faltaba bravura y constancia, pero la administración y gobierno de lo que pronto comenzó a semejar más a un purgatorio y por último a un infierno, fue un desafío que perdió por amplio margen el imperio español.
Era inevitable el choque en el campo neogranadino entre las posesiones territoriales de lo que en la Colonia se llamaban “Los Naturales”, es decir, los grupos indígenas y los invasores –o conquistadores primero y colonizadores luego– europeos. Religiosos misioneros o no, y algunas de las autoridades coloniales, se preocuparon, al menos “de boca para fuera”, por preservar la existencia y posesiones de la población indígena de las varias regiones neogranadinas, en vista de los mandatos Reales en tal sentido, impulsados en buena parte por los escritos y presiones políticas de figuras como la del P. Las Casas. Pero lo cierto es que la oleada de españoles invasores de los nuevos territorios no tenía razón alguna para ver la población indígena como nada distinto de la única fuente potencial de mano de obra disponible para la explotación de tierras que, a falta de aquélla, nada significaban y muy poco podían proveer. La mano de obra indígena en la Nueva Granada, por añadidura, resultó ser mucho más escasa que en otras regiones del continente. Muy rápidamente aquélla fue diezmada por el excesivo trabajo y el maltrato al cual fue sometida, así como por las enfermedades traídas al Nuevo Mundo por las gentes europeas. Lo anterior explica la iniciación de la trata de esclavos de origen africano en la Nueva Granada, datando según los historiadores que se han ocupado del tema, de la segunda mitad del siglo XVII, y las extraordinarias estadísticas del tráfico de éstos durante el XVIII por el puerto de Cartagena de Indias, así como la consiguiente aparición de los grupos étnicos negros en la región costera del Mar Caribe y el Pacífico, y en las regiones del Cauca y el Valle del Cauca.
La idea fundamental respecto de los nuevos territorios fue la de que el Rey concedía el dominio y el derecho a la explotación pero no la propiedad misma de aquéllos (o al menos, no en el sentido legal que tiene actualmente), permaneciendo esta última en manos de la Corona hasta que ésta decidiera otorgarla. En la práctica esto sólo ocurrió inicialmente, y al paso del tiempo los títulos de propiedad según los modelos tradicionales en España aparecieron en la legislación colonial. La forma primigenia para otorgar tierras rurales fue, en la Nueva Granada como en México, la de mercedes Reales, las cuales eran una especie de autorizaciones para el uso y dominio de terrenos concedidas mientras se producía una legislación definitiva al respecto. Las mercedes fueron de índole transitoria, establecidas con la buena intención, que no se llegó a cumplir, de limitar la rápida conformación de grandes latifundios y la concentración de numerosos bienes agrarios en cabeza de un propietario único. Prueba de ello es la condición obligatoria que algunas mercedes neogranadinas incluían de no ser vendidas o enajenadas antes de 4 a 6 años de estar en manos del mismo concesionario, y de no venderlas jamás a clérigos o frailes. Esto, como era de esperar, pasó rápidamente a ser letra muerta. Mediante el muy hispánico recurso del testaferrato (“prestanombres”, como dicen los documentos coloniales) tan utilizado nuevamente en Colombia en décadas recientes, muchos terratenientes neogranadinos, así como ocurrió aún más frecuentemente en México, se hicieron a extensiones de terreno diez a veinte veces mayores de las permitidas por la legislación colonial. En la Nueva Granada, como en México, la aparición de los latifundios, cada vez más extensos, fue imparable desde el comienzo del período colonial. Lo que había ocurrido tiempo atrás y reiteradas veces en tierras españolas volvía a pasar en el Nuevo Mundo, esta vez a escala gigantesca.
Las buenas intenciones no faltaron. La ordenación inicial del espacio rural así lo comprueba. Confirmando lo que ya era práctica usual en la Nueva Granada, las Ordenanzas de Descubrimiento, Nueva Población y Pacificación de las Indias (1573), dicen:13.
“129 señálese a la población ejido en tan competente cantidad que aunque la población vaya en mucho crecimiento siempre quede bastante espacio adonde la gente se pueda salir a recrear y salir los ganados sin que hagan daño.
130 Confinando con los ejidos se señalen dehesas para los bueyes de labor y para los caballos y para los ganados de la carnicería y para el número ordinario de ganados que los pobladores por ordenanza han de tener y en alguna buena cantidad más para que se acojan para propios del concejo y lo restante se señale en tierras de labor de que se hagan suertes en la cantidad que se ofreciere de manera que sean tantas como los solares que puede haber en la población y si hubiere tierras de regadío se haga dellas suertes y se repartan… y los demás queden para Nos para que hagamos merced a los que después fueren a poblar.
131 En las tierras de labor repartidas luego e inmediatamente siembren los pobladores todas las semillas que llevaren… y en la dehesa señaladamente todo el ganado que llevaren y pudieren juntar para luego se comience a criar y multiplicar”.
En apretada síntesis, las Leyes de Indias corroboran el sistema ordenatorio del campo como se venía haciendo desde el comienzo del siglo XVI en la Nueva Granada. Partiendo del perímetro urbano del pueblo o caserío, y en torno a éste, se dejaban los ejidos y “propios”, es decir, tierras de propiedad comunal. Hacia afuera de aquéllos estarían las “suertes” o fincas de uso agrícola otorgadas en un primer repartimiento, y luego las dehesas, de mayor extensión, para pastoreo. El resto del territorio en las inmediaciones más distantes sería reservado para otorgarlo mediante mercedes, y crear así las posesiones en las cuales se habrían de conformar las haciendas propiamente dichas. Nótese la insistencia de las Leyes de Indias en que los propietarios de la tierra la aprovechen prontamente al máximo. Esa fue la frontera de las buenas intenciones en la Nueva Granada, pues no siempre esa ordenanza Real tuvo cumplimiento. Citado por el historiador colombiano Carlos Martínez14., al final de la Colonia, el eminente santafereño José María Lozano y Peralta se dirige lastimeramente al Rey Carlos IV: “…de forma que el resto de aquellas tierras fértiles, hermosas y ricas son pueblos de indios y parroquias, es decir, una iglesia y una casa del cura en el centro de las campiñas solas y sin cultivo…”. Ha debido ser mucho el campo abandonado o baldío observado por Lozano y Peralta para atreverse a dirigir al Rey tan tremenda afirmación. En poco tiempo más la joven nación colombiana heredaría esa gran distancia, cada vez mayor, entre las intenciones sociopolíticas y la realidad cotidiana.
La actitud oficial de la Corona española respecto del mantenimiento de la institución de origen medieval del mayorazgo, como factor que podría respaldar la conformación y permanencia de los latifundios en las provincias de Ultramar, fue ambivalente. El mayorazgo consistía en la prohibición expresa de subdividir una propiedad rural, concentrando para ello la heredad de la misma en cabeza del hijo(a) mayor, sin que éste (a) pudiera hacer partición de los bienes recibidos. La disposición número 97 de las Ordenanzas de Descubrimiento, Nueva Población y Pacificación de las Indias, dadas por Felipe II en 1573, dice:15. “Al que hubiere cumplido con su asiento y hecho la tal población conforme a lo que estuviere obligado le damos licencia y facultad para hacer mayorazgo (maioradgo, en la ortografía de la época) o mayorazgos de lo que hubiere edificado y de la parte que del término se le concede y en ello hubiere plantado y edificado…”. En suma, el Rey tornaba facultativo en las provincias de ultramar lo que en España había sido obligatorio pero ya estaba pasando al limbo de las usanzas gradualmente abandonadas. Así, resulta apenas parcialmente cierta la hipótesis del historiador colombiano Germán Arciniegas, en el sentido de que una de las motivaciones básicas de los colonizadores españoles, y en especial aquellos que tuvieran la mala fortuna de tener hermanos mayores, era la de escapar al arbitrio familiar del mayorazgo. En el campo neogranadino el mayorazgo se aplicó aquí y allá, durante la primera época colonial y de modo aleatorio, pero la tendencia a fraccionar latifundios y a subdividir haciendas situadas en lugares privilegiados pronto relegó aquella tradición al limbo del desuso, o a las ocasiones en las cuales primaba alguna conveniencia o interés económico individual. Mucho más importante para la conformación y permanencia de los latifundios fue la abundancia de matrimonios de conveniencia entre familias de terratenientes, lo cual les permitía sumar extensiones de terreno que por adquisición jamás hubieran llegado a sus manos.
Lo normal, como lo señalan el historiador mexicano Ricardo Rendón Garcini y Gisela von Wobeser16., en Haciendas de México, era que las haciendas estables surgieran como una consolidación de las Mercedes Reales, y en mucho menor cuantía, de las encomiendas. En fin de cuentas la encomienda se refería a la cuestión de la mano de obra para trabajar el campo, y la merced era, en cambio, una concesión territorial. Las haciendas neogranadinas tendieron más a surgir como resultado del fraccionamiento de mercedes de territorio (contra lo cual no existía la limitación legal del mayorazgo), que de la consolidación de encomiendas. Mediante la Encomienda, la Corona española encargaba a quien tuviera dominio sobre un territorio determinado el manejo y control de la mano de obra indígena, extrayendo de ésta un tributo en trabajo o en especie a la vez que ejercía una vigilancia tutelar espiritual y evangelística sobre los “encomendados”. Lo anterior era simplemente la formalización del vasallaje, al cual se suponía estaban sometidos los “naturales”. La Encomienda, en cierto modo, era una forma más o menos legal de interponer alguna regulación oficial en las relaciones, rara vez apacibles o placenteras, entre los núcleos de población indígena (“pueblos de indios”) y los propietarios de latifundios surgidos tempranamente en el período colonial.
La conformación de las encomiendas primero y las haciendas luego tropezó de frente con las disposiciones del gobierno colonial tendientes a organizar y proteger las comunidades en las cuales se habían de agrupar –artificialmente– los indígenas. Teóricamente, en la extensión territorial de los resguardos, los “naturales” estaban protegidos contra la explotación desmedida de hacendados y encomenderos, pero en la realidad eran también más fácilmente controlables que aquellos que vivían dispersos en las comarcas circundantes, para extraer de ellos cuotas draconianas de trabajo agrario o minero. Los resguardos, las más de las veces, eran el residuo de tierras que la expoliación por parte de los colonizadores les había dejado a las comunidades indígenas, luego de privarlos de sus mejores áreas de labranza o vivienda. Ese enfrentamiento en el medio rural neogranadino no ocurrió entre un sistema español de posesión y explotación de la tierra y otro de origen indígena. Desarraigar a los indígenas y agruparlos como campesinos en comunidades nuevas encabezadas por un Corregidor nombrado por la administración colonial era también una idea hispánica.
Margarita González17. (ob. cit.) señala que, cuando el Presidente de la Real Audiencia, Andrés Díaz Venero de Leyva, dictó a mediados del siglo XVI “…las primeras disposiciones en torno al establecimiento de los resguardos… La reacción de los encomenderos fue tan negativa como para que la Real Audiencia tuviera que pensar en el aplazamiento de la creación de los resguardos…”. Según los historiadores que se han ocupado del tema, rara vez –o casi nunca– los resguardos “de indios” le ganaron un pleito o una discusión sobre tierras, tributos o cuotas labor a las haciendas “de españoles”.
El desorden circunstancial y legal que primó en las primeras épocas de la Colonia neogranadina hizo necesaria la práctica sucesiva de “composiciones”, mediante las cuales los terratenientes regularizaban (y legalizaban) la titulación y régimen tributario convenidos con la administración colonial. En Popayán, una sociedad esclavista, G. Colmenares 18. señaló: “…Desde un punto de vista jurídico la composición no era otra cosa que una forma de reconocimiento de la soberanía del monarca sobre las tierras conquistadas. Aunque en principio se reconocía una situación de hecho… la Corona se negaba a admitir la validez de derecho de tales mercedes (concedidas por cabildos o Gobernadores) pues ella nunca se había desprendido de la facultad de otorgarlas. Esto le daba ocasión de exigir un pago… para validar los títulos originados en otorgaciones anteriores o en la mera ocupación”. Las composiciones comenzaron en la Nueva Granada, según Colmenares, al final del siglo XVI y la última tuvo lugar a partir de 1637 en el Cauca y Valle del Cauca, con centro en Popayán.
Paradójicamente, fueron las características del propio sistema económico colonial las que limitaron y entrabaron el funcionamiento y desarrollo rural en la Nueva Granada. Excepto en regiones donde la producción agrícola (como el azúcar y sus derivados en el Valle del Cauca) dejaba ciertas reservas de capital o de excedentes, no existían mecanismos de crédito distintos de la usura feroz practicada más o menos clandestinamente por particulares (comerciantes, las más de las veces) y los préstamos “a censo”, especialidad de las comunidades religiosas cuyas rentas les permitían esa actividad. Es de notar que entre las órdenes religiosas en la Nueva Granada las había pobres de solemnidad, que requerían la caridad pública para sobrevivir, y otras sobre cuya opulencia de rentas y capital se pronunciaron cronistas y vecinos de la época, no sin algún resentimiento. Los “censos” eran en teoría préstamos a bajo interés (para la época) pero en la realidad tenían lugar, ante el permanente apuro económico o la quiebra de numerosos hacendados y encomenderos, a intereses muy superiores al 4% a 5% permitido legalmente. Y aún esta tasa bastaba para impedir que los beneficiarios de los censos lograran pagar los intereses acumulados. Fue así como las órdenes religiosas, y en especial los jesuitas, se apoderaron gradualmente de haciendas y fincas cuyos propietarios se declaraban incapaces de pagar los gravámenes que pesaban sobre sus tierras y casas ante las autoridades coloniales. Los azares y fluctuaciones de la producción agrícola de mediocre técnica y administración mal conducida, además de la proverbial mala suerte de los agricultores, mediaron para impedir que el campo neogranadino fuera un emporio de riqueza. Según G. Colmenares19. (ob. cit.) es posible que en el siglo XVIII el conjunto de las órdenes religiosas fuera el bloque de terratenientes más poderoso y más productivo de la Nueva Granada. Quizá haya más verdad de la que se podría suponer en el “chisme” de la época, recogido por algunos cronistas, de que con anterioridad a la expulsión de la Compañía de Jesús de la provincia de Nueva Granada, había tal extensión de hatos ganaderos en poder de los jesuitas (en los Llanos Orientales, en particular) que los santafereños sólo comían carne de res cuando así lo permitían los negocios de los seguidores de San Ignacio de Loyola. Sin duda, llegó a existir un número limitado de hacendados cuyas rentas les permitían una cómoda estabilidad económica y ciertos moderados lujos, pero aun las riquezas de origen campestre más connotadas en la Nueva Granada carecían de importancia ante la inaudita acumulación de fortunas que tuvo lugar entre los terratenientes españoles, lusitanos o criollos residentes en México o Brasil. Las haciendas mineras, si bien existieron en número limitado en tierras neogranadinas, no presentaron ni habrían logrado jamás presentar el rendimiento fabuloso de las del Perú o México. El ingente desarrollo agropecuario de la Nueva España (México) en la época colonial, respaldado como estaba por la minería de metales preciosos a gran escala, parece pertenecer a un continente, o un mundo, diferente del de la Nueva Granada. Es, en cierto modo, el otro imperio español.
Se entiende, en vista de lo anterior, la lentitud y parsimonia con la cual surgieron las casas de hacienda neogranadinas, así como la modestia y humildad arquitectónica de éstas. En el proceso de toma de posesión y explotación del campo, la construcción de una casa que refleje la situación social y pueda llenar los requerimientos funcionales de la vida rural viene en último lugar, luego de la obtención y explotación de mano de obra, recursos hidráulicos, reservas de capital y organización administrativa, incluyendo pago de gravámenes e impuestos. Si a esto se agrega la posesión, por parte del terrateniente, de una casa “principal” en la ciudad o pueblo más cercano, la casa de hacienda quedaría relegada aún más atrás en el orden de las necesidades, bordeando lo suntuario.
Según el historiador mexicano Ricardo Rendón Garcini,20. (ob. cit.) “…las haciendas no surgieron en un momento dado o una fecha específica. Tampoco fue un sistema de producción preconcebido teóricamente, al cual se le diera existencia práctica a partir de un decreto legal”. Lo anterior tiene plena vigencia para la Nueva Granada. El paso de una merced de tierras a una hacienda consolidada y estable podría tomar en ocasiones la mejor parte de un siglo, es decir, cuatro generaciones, contando desde el comienzo de la conquista hasta las “composiciones” coloniales. La aparición de una gran casa de hacienda, construida al nivel tecnológico y cualitativo de sus congéneres urbanas, en el Cauca, Boyacá o la sabana de Bogotá, tardaría aún más, hasta la llegada del final del siglo XVII o el comienzo del XVIII. Germán Colmenares observa significativamente, en “Popayán, una sociedad esclavista”21. cómo, en los inventarios de haciendas caucanas del siglo XVII (conservados en el Archivo Central del Cauca), los esclavos, los aperos y herramientas de labor tenían un valor mucho más elevado que el de las casas rurales que los albergaban, situación que no cambia sensiblemente aún en el XVIII.
La casa de hacienda neogranadina es una consecuencia lenta y gradual de la conformación histórica de la hacienda misma, y al igual que los frutos de la tierra, requiere que la especie que la engendra madure poco a poco. Se mencionó anteriormente cómo se requiere, en los lugares escogidos para construir en el campo, la aparición sucesiva de refugios de fortuna, ranchos improvisados con los materiales más inmediatamente disponibles, y si todo marcha bien, un primer tramo de lo que al paso del tiempo, derribando, añadiendo y rehaciendo aquí y allá al vaivén del destino familiar o socioeconómico de las tierras circundantes, será una completa casa de hacienda. Esa sería, en suma, la historia genérica de las casas de hacienda neogranadinas. Desde luego, las hubo también que fueron levantadas de un golpe, casi por entero, en lugares donde no habían existido previamente formas construidas, pero esto fue mucho menos frecuente o excepcional. Tales casos son más propios de la época republicana (el siglo XIX) que del período colonial.
El autor del presente estudio hizo, en textos anteriores sobre las casas de hacienda neogranadinas, algunas observaciones sobre un aspecto antropológico y social de la construcción de éstas y del manejo del campo circundante, que se pueden resumir así: La vida rural neogranadina fue de tono menor. El pensador español José Ortega y Gasset dice en su Teoría de Andalucía: “Vive el andaluz en una tierra grasa, ubérrima, que con mínimo esfuerzo da espléndidos frutos… Como la planta se nutre de la tierra y recibe el resto del aire cálido y la luz benéfica… La cultura no consiste en otra cosa que en hallar una ecuación con qué resolvamos el problema de la vida. Pero el problema de la vida se puede plantear de dos maneras distintas. Si por vida entendemos una existencia de máxima intensidad, la ecuación nos obligará a afrontar un esfuerzo máximo. Pero reduzcamos previamente el problema vital, aspiremos a una vita mínima. Entonces, con un mínimo esfuerzo obtendremos una ecuación tan perfecta como la del pueblo más hazañoso. Este es el caso del andaluz… En vez de aumentar el haber disminuye el debe; en vez de esforzarse por vivir, vive para no esforzarse, hace de la evitación del esfuerzo principio de su existencia”. El lógico transplante de la ecuación andaluza a la Nueva Granada avala la teoría de Ortega y Gasset. La escogencia de ciertas regiones de la provincia para las actividades agrarias, buscando las de climas más benignos y evitando aquellas que habrían requerido titánicos esfuerzos para establecer alguna productividad, son otras tantas pruebas que corroboran la actitud andaluza en versión de Ortega y Gasset. Así, la casa de hacienda neogranadina no podría menos de reflejar profundamente esa razón y esa manera de ser. No habría que esforzarse (¿para qué?) en levantar enormes palacios campestres ni vastas ciudadelas rurales; no habría que trabajar desesperadamente, de sol a sol, en tierras que daban tres y cuatro cosechas en el tiempo que tardaba en producir una el suelo hispánico. Era vital llegar a un acuerdo con el nuevo medio ambiente, olvidando todo aquello de las estaciones anuales y tratando de contornear las dificultades del trópico o el páramo, en lugar de embestirlas de frente. Si la vida rural neogranadina fuese asordinada, en modo menor, también lo sería la arquitectura que podría albergarla: humilde, pero no insignificante. Formalmente modesta pero profunda en su dimensión metafísica. Reticente, pero dueña inequívoca del paisaje circundante.
La actitud andaluza respecto del campo no sería la única presente en la Nueva Granada. La colonización rural neogranadina no es, de ningún modo, obra de un grupo provincial único. No está comprobado que los andaluces fuesen siquiera un grupo mayoritario en la región. A la provincia llegaron gentes castellanas, extremeñas, gallegas y aun de los reinos vascongados, pertenecientes a estratos sociales medianos y bajos, y apenas tardíamente alguno que otro comerciante adinerado o aristócrata en busca de mejores modos de vida. Sólo los catalanes fueron, por voluntad monárquica, considerados como extranjeros en las colonias, siendo así su inmigración masiva a Colombia un hecho principalmente del siglo XIX o el final del XVIII. La dureza de carácter, resistencia al sufrimiento y terquedad ante lo adverso que todos ellos podían aportar, también eran necesarias para el poblador del campo boyacense, la montaña antioqueña o las llanuras orientales. Esa amalgama no le restó validez a la “ecuación andaluza”. Era posible llevar a cabo la hazaña de la “europeización agraria” del campo neogranadino sin alterar los términos de la vita mínima y sin abordar la postura del esfuerzo sobrehumano.
La respuesta que antropólogos y sociólogos han dado a la pregunta sobre quién pobló –y construyó– en el campo neogranadino está estructurada sobre dos puntos básicos: Una primera consideración sería la de los grupos de españoles de diverso origen regional que llegaron a la Nueva Granada y tomaron o usurparon tierras cuya propiedad habría de ser consolidada de acuerdo con las tradiciones hereditarias europeas. Y otra consideración sería la de que, si bien los grandes y medianos terratenientes neogranadinos fueran inicialmente españoles, luego vendrían los criollos, es decir, “blancos” o descendientes de españoles nacidos en la Nueva Granada, quienes socialmente tenían acceso relativamente fácil a la propiedad agraria. No hay que perder de vista la extraordinaria metamorfosis socioeconómica, y hasta psíquica, que operaba en los campesinos o pequeños burgueses españoles venidos a la Nueva Granada mediante la invasión o repartición de tierras en abundancia. El campesino pasaba a ser, como lo corroboran las Leyes de Indias, hidalgo. El tendero o albañil burgués, respetable Señor. Junto con la tierra venía el orgullo y la vanidad, a veces desmedidos. Se entiende la protesta de Felipe IV de España al preguntar airadamente quiénes eran esos neogranadinos que se atrevían, desde el otro lado del Océano, a dirigirse a él anteponiendo a sus nombres “de pila” el “Don”, sin haberlo recibido del Monarca como una gentil autorización. El gran terrateniente neogranadino podría poseer veinte veces más tierra que su congénere andaluz, pero jamás lograría que este último reconociera en modo alguno una igualdad de clase social. En sus provincias de Ultramar, España había creado, según su criterio, una especie de advenedizos permanentes.
No se podía haber presentado en la Nueva Granada el singular fenómeno de aquellos “nobles” o jefes de algunos de los grupos indígenas mexicanos que llegaron a poseer –o continuaron poseyendo lo que de mucho tiempo antes era suyo– vastas extensiones de tierra y se convirtieron en poderosos hacendados en el centro y sur del país, rivalizando con los españoles. En tierra neogranadina se produjo un mestizaje extraordinario, haciendo difusas las fronteras étnicas y diluyendo la presencia de los grupos indígenas en el campo. Con justicia se les atribuye a los hacendados españoles primero y colombianos luego una gran parte del proceso de mezcla racial. Hoy en día aún se repite, en algunas regiones colombianas, la persistente anécdota de la época colonial en la que un hacendado recorre sus vastas posesiones en su caballo de estirpe andaluza y halla en su camino a un niño cuya tez ya no es cetrina pero tampoco blanca, y cuyas facciones carecen de la angularidad indígena y de la “pureza” hispánica. A la pregunta sempiterna: “Y tú, ¿de quién eres hijo?”, la respuesta rápida y sonriente “Pos de mi taita Manuel (o Pedro, o Sebastián, o como se llamara el jinete…)”. Y luego el regaño áspero: “¡No seas bruto! Eso ya lo sé. Lo que te pregunto es ¿cuál india es tu mama?”
En el Cauca y Boyacá, durante la Colonia y luego al comenzar la República de Colombia, las descendencias ilegítimas, reconocidas o no ante la ley indiana o nacional, se tornaron rápidamente en extraordinarias y abundantes pirámides genéticas. En el campo, como es bien sabido, las costumbres, incluyendo el célebre e infame “derecho de pernada” colonial, no tenían más límite que el de una tenue capa cultural o la simple y burda capacidad física para “salir con la suya”. La mezcla racial iba a incluir necesariamente a los descendientes de los esclavos africanos traídos a la Nueva Granada a partir del siglo XVII, lo que daría lugar a más de un hacendado y cabeza de familia del XVIII o el XIX que ostentaba un apellido árabe castellanizado, hablaba con acento andaluz, se decía descendiente directo de algún soldado de Sebastián de Belalcázar, Pedro de Heredia o Gonzalo Jiménez de Quesada, pero ostentaba facciones incontrovertiblemente negroides.
Se conformaría también un campesinado en el que abundarían los “siervos sin tierra”, pero también se produjo un acceso difícil y gradual de gentes mestizas a la tenencia de tierras, dependiendo de la situación socioeconómica a la cual hubieran llegado. En el campo, el advenimiento en época colonial de una especie de “clase media” terrateniente pero menos adinerada y poderosa que los grandes hacendados, y desde luego, sin la pureza de sangre que podrían reclamar, por ejemplo, las más antiguas familias de Popayán, Santa Fe o Tunja, hizo su aparición ante todo durante el último siglo del período colonial. Entre otras cosas, al desaparecer en el siglo XIX casi toda la tenencia de tierras rurales de las órdenes religiosas, alguien debía reemplazar esa presencia, y no siempre fueron los hacendados más ricos quienes se beneficiaron de las prohibiciones a las órdenes religiosas de tener posesiones rurales. La coexistencia rural de clases sociales rígidamente estratificadas era más viable que en las ciudades, donde la “aristocracia”, es decir, la gente “bien” aceptaba difícilmente, o no del todo, la presencia de “los demás”. Se gestaba así la época republicana o colombiana, en la cual la presencia dominante en el campo sería doble: los latifundistas dueños de grandes extensiones de terreno, y los hacendados de clase media, comerciantes, pequeños industriales o dueños de algún capital, mucho más numerosos y propietarios de terrenos de menor área individual cada uno pero de enormes extensiones al sumarlos entre sí.
La obvia cuestión que se plantea aquí es ¿de qué o de cuánto eran propietarios los hacendados o latifundistas neogranadinos? Es imposible comparar las posesiones del conde de Las Torres en el norte de México, equivalentes según parece a la extensión de Escocia y parte de Irlanda, o las de algunos terratenientes brasileños cuyos dominios podrían haber sido del orden de la quinta parte de todo el territorio neogranadino, con lo que a escala regional se podría llamar latifundio. Aún así, ciertamente hubo haciendas de las regiones caucana, huilense y de los Llanos Orientales de las cuales sus propietarios de época colonial no llegaron a tener más que una vaga idea de su extensión y un concepto poético de sus límites. Entre las grandes posesiones documentadas estaría, a modo de ejemplo, la Dehesa de Bogotá, en la sabana al sur-occidente de Santa Fe, la cual sería una de las pocas realmente merecedoras del calificativo de latifundio. Aunque la célebre Dehesa pasó por numerosas transacciones que añadieron, sustrajeron y fraccionaron su conformación, se puede afirmar que el origen de ésta fue la encomienda que de manos de Luis Alonso de Lugo pasó al Alférez Real, Antón de Olalla. Lugo pasa por ser quien trajo los primeros 35 toros (y 35 vacas) de España a la altiplanicie de Santa Fe, es decir, el pionero de los hacendados pecuarios españoles. Aunque es difícil establecer con precisión los límites de la Dehesa, ya se sabe suponer que abarcaba los actuales municipios de Funza, Serrezuela, Mosquera, Soacha y partes de los de Bosa, Fontibón y Facatativá, y que el área aproximada de aquélla fuese, en algún momento de su existencia, de unas 45.000 hectáreas, extensión algo superior a la actual área urbana de Bogotá, sin incluir los municipios adyacentes anexados a ésta.22. A mediados del siglo XVIII el complejo fraccionamiento de la Dehesa había reducido ésta a unas 12.000 a 14.500 hectáreas, incluyendo las haciendas de Fute, Aguasuque, Canoas y El Novillero. Es en este estado cuando el Marqués de San Jorge, don Jorge Miguel Lozano de Peralta y Varáez Maldonado de Mendoza y Olalla, tiene acceso al mayorazgo de la Dehesa, título fútil por cuanto la desmembración de ésta ya se había cumplido en gran parte y estaba destinada a continuar hasta el siglo XIX.
Es significativo que, en esa segunda mitad del siglo XVIII, aparte del Marqués de San Jorge, las principales propietarias de tierras en la zona suroccidental de la sabana de Santa Fe fuesen las monjas de Santa Inés, aunque las Clarisas, los PP. Agustinos, los Dominicos y la Compañía de Jesús eran posesores también de las mejores tierras de la región. Las monjas de La Presentación (Sta. Inés) eran dueñas de las haciendas de El Salitre, Cortés y Las Monjas en la ribera derecha del río Bojacá, además de El Corzo, El Espino, La Jabonera y Serrezuela, algunas de las cuales, aunque muy fraccionadas, conservan hoy los nombres originales. Es posible que las propiedades de las monjas de La Presentación en esa zona de la sabana de Santa Fe solamente llegaran a sumar algo más de 4.000 hectáreas.
Según los datos de Germán Colmenares (Las Haciendas de los jesuitas en el Nuevo Reino de Granada) la Compañía de Jesús llegó a poseer un total de 72 haciendas en todo el territorio neogranadino, incluyendo las de Techo, La Chamicera, Tibabuyes, Fute, El Chucho, El Vínculo y La Calera en la sabana de Santa Fe y alrededores.
Las áreas de haciendas y fincas (o “Quintas”, como se les llamó en torno a Santa Fe) en toda la Nueva Granada fueron muy variadas, sin que se pueda detectar un patrón coherente de tamaños en alguna de las regiones que la conforman. En el Valle del Cauca, según G. Colmenares23., llegaron a existir latifundios del orden de 34.000 hectáreas, tal como el que poseyó Antón Núñez de Rojas en lo que hoy es el Municipio de Cerrito, aunque en la misma región las tierras de la hacienda de El Alisal llegaron a sumar en el siglo XVIII no menos de 6.000 hectáreas y son numerosas las transacciones registradas en los alrededores referentes a “potreros” o estancias entre las 30 y las 300 hectáreas. Colmenares señala una situación similar en torno a Popayán, donde a mediados del siglo XVIII el proceso de desmembración y reintegración de haciendas era complejo, en razón de la muy difundida tendencia de los hacendados a acaparar tierras por compraventa o matrimonios de conveniencia24.. Resulta singular el dato indicado por Colmenares, en el sentido de que, entre 1637 y 1713 (76 años!), el número de propietarios rurales en jurisdicción de la ciudad aumentó apenas en 15 personas. En suma, el entorno de Popayán estaba en manos de muy pocos terratenientes, entre los cuales fueron muy prominentes dos mujeres, Josefa Hurtado del Aguila y Dionisia Pérez Manrique, Marquesa de San Miguel de La Vega. La Marquesa es un típico personaje de la época, siendo hija de terratenientes, habiendo estado casada en primera instancia con un encomendero, José de Velasco, quien al “pasar a mejor vida” le dejó vastos terrenos, y en segunda oportunidad con el Marqués de La Vega, poseedor de minas de oro en el Chocó, lo que le otorgaba una amplia capacidad adquisitiva en el medio payanés. Al morir convenientemente el marqués, su viuda podía contar en su haber extensiones de terreno acumuladas equivalentes a unas veinte veces el área urbana de Popayán.
El final de la Colonia marcó también la aceleración del proceso de fraccionamiento de latifundios y haciendas de gran tamaño, y el último acto de la “edad de oro” de las casas de época colonial. Nuevos grupos sociales dotados de creciente poder económico vendrían a cambiar totalmente el régimen de tenencia de tierras rurales, quebrando el monopolio de unos pocos terratenientes, ya en la era republicana.
#AmorPorColombia
Hacienda y Casa
La Iraca, Tibasosa, Boyacá.
Casa en la sierra de Santa Lucía, provincia de Cádiz, Andalucía. La toma de posesión del campo andaluz con un mínimo de arquitectura posible.
Los Aposentos, Chocontá, Cundinamarca.
Casa de Britalia, Duitama, Boyacá. La hacienda a la cual corresponde fue establecida a comienzos del siglo XVIII, aunque la casa misma puede ser más reciente. Conserva su organización espacial y volumetría originales, pero el hermoso y suave paisaje donde se localizó inicialmente está actualmente en proceso de deterioro y destrucción debido al crecimiento de los suburbios de Duitama. Aprovechando el declive de un altozano, Britalia incluye un piso bajo parcial sobre el cual se coloca la galería de la fachada principal, rasgo observable en otras casas ilustradas en este volumen. Esto permite aprovecharlo como depósito y lograr una volumetría más airosa. Los arcos rebajados, así como los curiosos gabinetes propios de la casa urbana santafereña, se sitúan simétricamente en la fachada con reformas introducidas en el siglo XIX o comienzos de XX. El patio interior retiene el sistema constructivo original de poste y dintel en madera, pero la pila de piedra es un detalle decorativo reciente.
Casa de Britalia, Duitama, Boyacá. La hacienda a la cual corresponde fue establecida a comienzos del siglo XVIII, aunque la casa misma puede ser más reciente. Conserva su organización espacial y volumetría originales, pero el hermoso y suave paisaje donde se localizó inicialmente está actualmente en proceso de deterioro y destrucción debido al crecimiento de los suburbios de Duitama. Aprovechando el declive de un altozano, Britalia incluye un piso bajo parcial sobre el cual se coloca la galería de la fachada principal, rasgo observable en otras casas ilustradas en este volumen. Esto permite aprovecharlo como depósito y lograr una volumetría más airosa. Los arcos rebajados, así como los curiosos gabinetes propios de la casa urbana santafereña, se sitúan simétricamente en la fachada con reformas introducidas en el siglo XIX o comienzos de XX. El patio interior retiene el sistema constructivo original de poste y dintel en madera, pero la pila de piedra es un detalle decorativo reciente.
Tequendama, Chusacá, Cundinamarca. Data del siglo XVIII, aunque la casa ha pasado por algunas transformaciones extensas, incluyendo el típico proceso republicano de cerramiento de las galerías altas hacia el patio interior y las fachadas. La hacienda, como muchas otras en la sabana de Bogotá, derivó su existencia de una merced de tierras del siglo XVIII.
Tequendama, Chusacá, Cundinamarca. Data del siglo XVIII, aunque la casa ha pasado por algunas transformaciones extensas, incluyendo el típico proceso republicano de cerramiento de las galerías altas hacia el patio interior y las fachadas. La hacienda, como muchas otras en la sabana de Bogotá, derivó su existencia de una merced de tierras del siglo XVIII.
Tequendama, Chusacá, Cundinamarca. Data del siglo XVIII, aunque la casa ha pasado por algunas transformaciones extensas, incluyendo el típico proceso republicano de cerramiento de las galerías altas hacia el patio interior y las fachadas. La hacienda, como muchas otras en la sabana de Bogotá, derivó su existencia de una merced de tierras del siglo XVIII.
Casa de Suescún, Tibasosa, alrededores de Sogamoso, Boyacá. El conjunto circundante de muros de Suescún, uno de los más hermosos del altiplano cundiboyacense, en fotografía de 1962 (G. Téllez). Este admirable trasunto andaluz de espacios sucesivos ha desaparecido casi por completo a raíz de remodelaciones recientes.
Casa de Suescún, Tibasosa, alrededores de Sogamoso, Boyacá. El frente del tramo principal de la casa, de planta compacta.
Casa de Suescún, Tibasosa, alrededores de Sogamoso, Boyacá. El espacio más importante de la casa: la galería hacia el jardín, desde donde era posible vislumbrar los varios espacios delimitados por los muros circundantes y la lejanía del valle.
Casa de Suescún, Tibasosa, alrededores de Sogamoso, Boyacá. Localizada en lo que fue hace algunas décadas un lugar paradisíaco del valle de Sogamoso. La hacienda misma, resultado del fraccionamiento, en la primera mitad del siglo XVII, de una vasta encomienda que abarcaba la comarca circundante, fue paulatinamente reducida hasta las escasas hectáreas que aún conforman el entorno de la casa. El uso turístico la ha salvado de la desaparición o la desfiguración gradual, pero hoy el lugar está sujeto a todas las amenazas propias del “desarrollo” económico e industrial: contaminación atmosférica, vecindad de urbanizaciones “pobres”, de un cementerio popular, etc. Resulta así milagroso que Suescún haya conservado parte de su grato ambiente y la recóndita arquitectura de la casa. Suescún no ofrece una arquitectura espectacular o efectista. La casa se limita a estar en su lugar de modo sencillo e íntimo. Se asoma modestamente sobre un leve altozano para observar el valle por sobre muros que, en gran parte, sólo existen excepto en el recuerdo.
Casa de Suescún, Tibasosa, alrededores de Sogamoso, Boyacá. Dadas las circunstancias paisajísticas originales del lugar, la galería de la casa resulta ser una obra maestra de arquitectura rural.
Casa de Suescún, Tibasosa, alrededores de Sogamoso, Boyacá. Lo insólito de la casa de Suescún sería común en muchas comarcas de Andalucía y La Mancha: una torre-mirador-campanario levantada en algún momento del siglo XVII por un hacendado que quería ver algo más allá, o acercarse al cielo. Ese ingenuo acento arquitectónico sería el toque hispánico que destacaría a Suescún entre todos su congéneres neogranadinos.
Casa de Suescún, Tibasosa, alrededores de Sogamoso, Boyacá. Interior de Suescún. La casa ha sido un hotel turístico durante los últimos cuarenta y cinco años, lo que explica su peculiar ambiente actual. Las armaduras de cubierta en maderas rollizas, con jabalcones o riostras auxiliares, típicas de la región, han sido conservadas durante las varias reparaciones recientes en la casa, pero la chimenea, que evoca un horno tradicional, propio de la zona de cocinas, es un elemento moderno instalado ahora en los salones.
Casa de Suescún, Tibasosa, alrededores de Sogamoso, Boyacá. Interior de Suescún. La casa ha sido un hotel turístico durante los últimos cuarenta y cinco años, lo que explica su peculiar ambiente actual. Las armaduras de cubierta en maderas rollizas, con jabalcones o riostras auxiliares, típicas de la región, han sido conservadas durante las varias reparaciones recientes en la casa, pero la chimenea, que evoca un horno tradicional, propio de la zona de cocinas, es un elemento moderno instalado ahora en los salones.
La Concepción de Amaime. El Cerrito, Valle del Cauca. Es la casa de hacienda arquitectónicamente más singular y destacada de la región. Llega a su forma “final” en la segunda mitad del siglo XVIII. Se destaca su volumetría en un lugar llano, topográficamente indiferente, por lo que depende de su propia arquitectura para cualificar los espacios en torno suyo. Posee además de la casa de los señores, de planta compacta, una capilla exenta, una ramada (vivienda de peones y depósitos), y tuvo también el tradicional baño al aire libre y un extenso acueducto del cual quedan algunos rastros. A cierta distancia de la casa subsiste el trapiche azucarero. La localización de la capilla y el volumen sobreelevado del extremo occidental de la casa, provisto de un balcón alto y galería baja con columnas talladas, conforman un conjunto arquitectónico de espléndida calidad.
La Concepción de Amaime. El Cerrito, Valle del Cauca. Es la casa de hacienda arquitectónicamente más singular y destacada de la región. Llega a su forma “final” en la segunda mitad del siglo XVIII. Se destaca su volumetría en un lugar llano, topográficamente indiferente, por lo que depende de su propia arquitectura para cualificar los espacios en torno suyo. Posee además de la casa de los señores, de planta compacta, una capilla exenta, una ramada (vivienda de peones y depósitos), y tuvo también el tradicional baño al aire libre y un extenso acueducto del cual quedan algunos rastros. A cierta distancia de la casa subsiste el trapiche azucarero. La localización de la capilla y el volumen sobreelevado del extremo occidental de la casa, provisto de un balcón alto y galería baja con columnas talladas, conforman un conjunto arquitectónico de espléndida calidad.
La Concepción de Amaime. El Cerrito, Valle del Cauca. Es la casa de hacienda arquitectónicamente más singular y destacada de la región. Llega a su forma “final” en la segunda mitad del siglo XVIII. Se destaca su volumetría en un lugar llano, topográficamente indiferente, por lo que depende de su propia arquitectura para cualificar los espacios en torno suyo. Posee además de la casa de los señores, de planta compacta, una capilla exenta, una ramada (vivienda de peones y depósitos), y tuvo también el tradicional baño al aire libre y un extenso acueducto del cual quedan algunos rastros. A cierta distancia de la casa subsiste el trapiche azucarero. La localización de la capilla y el volumen sobreelevado del extremo occidental de la casa, provisto de un balcón alto y galería baja con columnas talladas, conforman un conjunto arquitectónico de espléndida calidad.
La Concepción de Amaime, El Cerrito, Valle del Cauca. La exquisita volumetría de la casa de La Concepción de Amaime, es arquitectura de albañil y carpintero, pero resulta también una obra maestra de habilidad en el uso y combinación de los recursos constructivos regionales, es decir, del diseño artesanal entendido de la mejor manera posible. Unas pocas casas de hacienda neogranadina del siglo XVIII le devuelven a lo puramente tecnológico la calidad poética que requieren para pasar a ser gran arquitectura. En La Concepción de Amaime, al contrario de la generalidad de los casos regionales, es la casa la que impone su presencia al lugar y le otorga un ambiente especial a éste. La necesidad utilitaria de dominio visual del territorio circundante, es decir, el mundo que rodea la casa, se resolvió en La Concepción de Amaime mediante un espléndido balcón corrido que, como lo señalan B. Barney y F. Ramírez en su estudio sobre las haciendas del Valle del Cauca, evoca los de la arquitectura colonial de Cartagena.
La Concepción de Amaime, El Cerrito, Valle del Cauca. La exquisita volumetría de la casa de La Concepción de Amaime, es arquitectura de albañil y carpintero, pero resulta también una obra maestra de habilidad en el uso y combinación de los recursos constructivos regionales, es decir, del diseño artesanal entendido de la mejor manera posible. Unas pocas casas de hacienda neogranadina del siglo XVIII le devuelven a lo puramente tecnológico la calidad poética que requieren para pasar a ser gran arquitectura. En La Concepción de Amaime, al contrario de la generalidad de los casos regionales, es la casa la que impone su presencia al lugar y le otorga un ambiente especial a éste. La necesidad utilitaria de dominio visual del territorio circundante, es decir, el mundo que rodea la casa, se resolvió en La Concepción de Amaime mediante un espléndido balcón corrido que, como lo señalan B. Barney y F. Ramírez en su estudio sobre las haciendas del Valle del Cauca, evoca los de la arquitectura colonial de Cartagena.
La Concepción de Amaime, El Cerrito, Valle del Cauca. La capilla exenta es un modesto volumen de nave única, pero le fue añadida en el siglo XVIII una espadaña y un retablo suavemente barrocos y un tratamiento de fachada con cornisas y columnas embebidas, además de algún enriquecimiento decorativo en torno al arco sobre la puerta principal, lujos poco usuales en los oratorios o capillas de casas de hacienda.
Gotua, Iza, Boyacá. Surgió posiblemente en la segunda mitad del siglo XVIII o los comienzos del XIX, cuando sobrevino la subdivisión de las grandes encomiendas coloniales que abarcaban los valles de Sogamoso, Firavitoba, Iza y Pesca. Es la típica casa baja boyacense organizada en dos, tres o (a veces) cuatro costados de un patio central. Se puede decir que esta es arquitectura rural minimalista, vale decir, que no se puede lograr más con menos recursos. Al igual que otros congéneres suyos en la región, pasó por un proceso de época republicana en el cual le fueron aplicados cielos rasos muy bajos y se reformaron vanos de puertas y ventanas, dotando a éstas de rejas de hierro “arrodilladas”, propias de casas urbanas del siglo XIX. El énfasis ambiental de Gotua es casi totalmente hacia el patio interior, cuyas proporciones y carácter marcan el tono evocativo y gracioso de la casa. Cada patio interior boyacense posee rasgos distintivos individuales, aunque prácticamente todos pertenezcan al mismo principio ordenatorio espacial.
Gotua, Iza, Boyacá. Surgió posiblemente en la segunda mitad del siglo XVIII o los comienzos del XIX, cuando sobrevino la subdivisión de las grandes encomiendas coloniales que abarcaban los valles de Sogamoso, Firavitoba, Iza y Pesca. Es la típica casa baja boyacense organizada en dos, tres o (a veces) cuatro costados de un patio central. Se puede decir que esta es arquitectura rural minimalista, vale decir, que no se puede lograr más con menos recursos. Al igual que otros congéneres suyos en la región, pasó por un proceso de época republicana en el cual le fueron aplicados cielos rasos muy bajos y se reformaron vanos de puertas y ventanas, dotando a éstas de rejas de hierro “arrodilladas”, propias de casas urbanas del siglo XIX. El énfasis ambiental de Gotua es casi totalmente hacia el patio interior, cuyas proporciones y carácter marcan el tono evocativo y gracioso de la casa. Cada patio interior boyacense posee rasgos distintivos individuales, aunque prácticamente todos pertenezcan al mismo principio ordenatorio espacial.
Gotua, Iza, Boyacá. Surgió posiblemente en la segunda mitad del siglo XVIII o los comienzos del XIX, cuando sobrevino la subdivisión de las grandes encomiendas coloniales que abarcaban los valles de Sogamoso, Firavitoba, Iza y Pesca. Es la típica casa baja boyacense organizada en dos, tres o (a veces) cuatro costados de un patio central. Se puede decir que esta es arquitectura rural minimalista, vale decir, que no se puede lograr más con menos recursos. Al igual que otros congéneres suyos en la región, pasó por un proceso de época republicana en el cual le fueron aplicados cielos rasos muy bajos y se reformaron vanos de puertas y ventanas, dotando a éstas de rejas de hierro “arrodilladas”, propias de casas urbanas del siglo XIX. El énfasis ambiental de Gotua es casi totalmente hacia el patio interior, cuyas proporciones y carácter marcan el tono evocativo y gracioso de la casa. Cada patio interior boyacense posee rasgos distintivos individuales, aunque prácticamente todos pertenezcan al mismo principio ordenatorio espacial.
Gotua, Iza, Boyacá. La poesía de lo funcional de la casa de Gotua. Un corredor o galería no es más que un espacio para pasar por él. Una portada, nada más que un acceso. Uno y otra pueden ser banales, indiferentes, evocativos e inolvidables. La modestia del patio o la entrada de Gotua, no se ha visto alterada por pretenciosos arcos de ladrillo y columnas de piedra que envíen al olvido sus elementales pies derechos y dinteles de maderas de la región y sus alegres colores.
Gotua, Iza, Boyacá. La poesía de lo funcional de la casa de Gotua. Un corredor o galería no es más que un espacio para pasar por él. Una portada, nada más que un acceso. Uno y otra pueden ser banales, indiferentes, evocativos e inolvidables. La modestia del patio o la entrada de Gotua, no se ha visto alterada por pretenciosos arcos de ladrillo y columnas de piedra que envíen al olvido sus elementales pies derechos y dinteles de maderas de la región y sus alegres colores.
La Merced, El Cerrito, Valle del Cauca. Al igual que en otras casas vallecaucanas, la calidad ambiental del sitio está determinada por una espléndida vegetación, más que por algún rasgo topográfico. La Merced incluye un piso alto original levantado con la misma intención de dominio visual del contorno señalado a propósito de La Concepción de Amaime. A diferencia de ésta La Merced conserva buena parte de los muros o tapias que unen entre sí la casa de los señores con las pesebreras, trojes, viviendas de peones y “auxiliares”, creando una volumetría de conjunto de notable interés. La conservación de la casa como conjunto arquitectónico le otorga un excepcional interés patrimonial.
La Merced, El Cerrito, Valle del Cauca. Las galerías principales de La Merced incluyen, como las de La Concepción de Amaime, el lujo insólito de pies derechos o columnas en madera chocoana durísima, tallados con alguna fantasía artesanal que ciertamente se puede llamar barroca. Semejante efecto arquitectónico es excepcional en la arquitectura rural neogranadina.
La Merced, El Cerrito, Valle del Cauca. Las galerías principales de La Merced incluyen, como las de La Concepción de Amaime, el lujo insólito de pies derechos o columnas en madera chocoana durísima, tallados con alguna fantasía artesanal que ciertamente se puede llamar barroca. Semejante efecto arquitectónico es excepcional en la arquitectura rural neogranadina.
Casa de Teja, Guasca, Cundinamarca. Construida a finales del siglo XVIII o comienzos del XIX. Además del gracioso apodo andaluz, común en el sur de Andalucía (donde se usa para distinguir las edificaciones rurales de tejado de las que tienen techos planos en terraza), la casa conserva una versión campesina de armadura de cubierta en par y nudillo de buenas proporciones en la cual hasta los tirantes transversales y los cuadrales (piezas diagonales en las esquinas) son maderas rollizas, con soporte de tejado en “chusque”. Al igual que Gotua, en Boyacá, Casa de Teja es un ejemplo de arquitectura reducida a lo esencial, a un mínimo que no por serlo carece de gracia ambiental.
Casa de Teja, Guasca, Cundinamarca. Construida a finales del siglo XVIII o comienzos del XIX. Además del gracioso apodo andaluz, común en el sur de Andalucía (donde se usa para distinguir las edificaciones rurales de tejado de las que tienen techos planos en terraza), la casa conserva una versión campesina de armadura de cubierta en par y nudillo de buenas proporciones en la cual hasta los tirantes transversales y los cuadrales (piezas diagonales en las esquinas) son maderas rollizas, con soporte de tejado en “chusque”. Al igual que Gotua, en Boyacá, Casa de Teja es un ejemplo de arquitectura reducida a lo esencial, a un mínimo que no por serlo carece de gracia ambiental.
Casa de Teja, Guasca, Cundinamarca. Construida a finales del siglo XVIII o comienzos del XIX. Además del gracioso apodo andaluz, común en el sur de Andalucía (donde se usa para distinguir las edificaciones rurales de tejado de las que tienen techos planos en terraza), la casa conserva una versión campesina de armadura de cubierta en par y nudillo de buenas proporciones en la cual hasta los tirantes transversales y los cuadrales (piezas diagonales en las esquinas) son maderas rollizas, con soporte de tejado en “chusque”. Al igual que Gotua, en Boyacá, Casa de Teja es un ejemplo de arquitectura reducida a lo esencial, a un mínimo que no por serlo carece de gracia ambiental.
Chaleche, alrededores de Sesquilé, Cundinamarca. Existen tres casas rurales que llevan o han llevado el mismo nombre. La casa de hacienda de época colonial tardía, ilustrada aquí, y dos interesantes casas de finca de época republicana construidas entre el final del siglo XIX y el comienzo del XX, producto de la subdivisión de tierras de la hacienda colonial, resultado a su vez del fraccionamiento de la vasta encomienda de Sesquilé al comienzo del siglo XVIII. La casa de época colonial tuvo un evidente crecimiento por etapas hasta bien entrado el siglo XIX, sin bruscos cambios de volumetría tales como los pisos altos añadidos a las casas de hacienda vallecaucanas, lo que explica la suave relación entre el paisaje y la forma actual de la casa.
Chaleche, alrededores de Sesquilé, Cundinamarca. Existen tres casas rurales que llevan o han llevado el mismo nombre. La casa de hacienda de época colonial tardía, ilustrada aquí, y dos interesantes casas de finca de época republicana construidas entre el final del siglo XIX y el comienzo del XX, producto de la subdivisión de tierras de la hacienda colonial, resultado a su vez del fraccionamiento de la vasta encomienda de Sesquilé al comienzo del siglo XVIII. La casa de época colonial tuvo un evidente crecimiento por etapas hasta bien entrado el siglo XIX, sin bruscos cambios de volumetría tales como los pisos altos añadidos a las casas de hacienda vallecaucanas, lo que explica la suave relación entre el paisaje y la forma actual de la casa.
Chaleche, alrededores de Sesquilé, Cundinamarca. Existen tres casas rurales que llevan o han llevado el mismo nombre. La casa de hacienda de época colonial tardía, ilustrada aquí, y dos interesantes casas de finca de época republicana construidas entre el final del siglo XIX y el comienzo del XX, producto de la subdivisión de tierras de la hacienda colonial, resultado a su vez del fraccionamiento de la vasta encomienda de Sesquilé al comienzo del siglo XVIII. La casa de época colonial tuvo un evidente crecimiento por etapas hasta bien entrado el siglo XIX, sin bruscos cambios de volumetría tales como los pisos altos añadidos a las casas de hacienda vallecaucanas, lo que explica la suave relación entre el paisaje y la forma actual de la casa.
Texto de: Germán Tellez
Lo que cotidianamente denominamos naturaleza no es natural, es el producto de la acción humana, o sea, es artificial. Según Emilio Sereni: “El paisaje rural es la forma que el hombre imprime al paisaje natural de manera consciente durante sus actividades agrícolas”.Gisela von Wobeser.11A.
La conformación histórica de las haciendas, y por lo tanto, de las casas situadas en ellas, no es independiente del proceso por el cual se configura socioeconómicamente la provincia de Nueva Granada, abarcando el actual territorio colombiano y parte de Venezuela y Ecuador. Son los rasgos peculiares de la historia general neogranadina los que establecen indirectamente las diferencias de las edificaciones rurales de esta provincia con las de otras regiones del continente iberoamericano. Las casas de campo son invariablemente a imagen y semejanza del grupo humano que las construye y las utiliza, reflejando las virtudes y limitaciones individuales y colectivas. En la Nueva Granada la hacienda fue una de las bases del sistema económico colonial, aunque no llegara a tener el desarrollo e influencia característicos de los grandes latifundios mexicanos o brasileños. A escala regional, para una economía restringida ante todo a los aspectos agrarios o pecuarios y sin la enorme producción minera de la Nueva España o el Alto Perú, la hacienda neogranadina fue un factor socioeconómico de primera importancia, en ausencia de industrias y su consiguiente producción, las cuales mal podían haber aparecido en el ámbito geográfico de la provincia. Los centros urbanos, que llegaron a ser tan numerosos en la Nueva Granada, fueron durante la Colonia puntos de consumo de la producción agropecuaria rural, pero la transformación y el mercadeo externo de los posibles excedentes de tales productos que podían llevar a cabo eran casi nulos, estando la industria colonial neogranadina limitada ante todo a las actividades artesanales. Pueblos y ciudades neogranadinos vivieron del campo, pero le dieron muy poco a éste.
La conquista del territorio neogranadino y su posterior dominio y colonización fueron procesos caóticos, cuya historia es tan confusa como interesante, pero el escrito pormenorizado de fenómenos sociopolíticos tan complejos escapa a los límites y enfoque del presente estudio.
Es posible apenas señalar aquí como hecho histórico general la ambiciosa anarquía de los conquistadores hispánicos en la empresa de apoderarse de cuanto territorio estuviera a su alcance, azuzados por un ansia desmesurada de riqueza y posesiones materiales que no parecía tener límites. Esto sólo tuvo un cierto freno y control teórico por parte de la Corona imperial tardíamente, cuando ya la rapiña y la ley de los más fuertes había perdurado en el Nuevo Mundo por varias décadas, y la figura del conquistador había dado paso a la del colonizador y el encomendero.
El primer intento metropolitano de poner algún orden en la conquista de nuevos territorios, las llamadas Leyes de Burgos, se promulgan en 1512, es decir, veinte años luego del primer “descubrimiento” por parte del Almirante Colón. Pero sólo hasta 1573 el Rey Felipe II de España sanciona la versión de las llamadas Leyes de Indias en la cual había un primer bosquejo oficial sobre la posesión y manejo hereditario de tierras rurales. Para esa fecha en el campo neogranadino ya habían transcurrido más de cuarenta años de expediciones, invasiones punitivas o posesivas, repartimientos de tierras arbitrarios, más o menos a “la buena de Dios” o por la fuerza de las armas, además de rebatiñas y maniobras fraudulentas o tramposas, amén de leguleyadas sin fin destinadas a consolidar y justificar la posesión de terrenos “a como diera lugar” (expresión castiza muy antigua, aunque utilizada aún en Colombia, referida a “dar lugar”, es decir, poseer y disponer de un territorio o un sitio), así como finos o burdos esguinces a la voluntad e improvisados reglamentos de las autoridades coloniales. La historiadora colombiana Margarita González, en El Resguardo en el Nuevo Reino de Granada12., señala que sólo la recopilación de las Leyes de Indias de 1680 vino a proveer, al menos en teoría, un código legislativo amplio, sistematizado y permanente en lo que se refiere a las posesiones y bienes rurales en las provincias de Ultramar. Para entonces el proceso de configuración y desarrollo de las haciendas neogranadinas llevaba, por su lado y de cualquier manera, unos ciento sesenta años que cabe suponer plagados de dificultades. El desfase cronológico y funcional entre la teoría gubernamental y administrativa y la realidad colonial es uno de los rasgos más sui géneris de la historia del imperio español. Las gentes castellanas, extremeñas o andaluzas sabían apoderarse de lo que inicialmente parecía una enorme versión del paraíso terrenal, para lo cual no les faltaba bravura y constancia, pero la administración y gobierno de lo que pronto comenzó a semejar más a un purgatorio y por último a un infierno, fue un desafío que perdió por amplio margen el imperio español.
Era inevitable el choque en el campo neogranadino entre las posesiones territoriales de lo que en la Colonia se llamaban “Los Naturales”, es decir, los grupos indígenas y los invasores –o conquistadores primero y colonizadores luego– europeos. Religiosos misioneros o no, y algunas de las autoridades coloniales, se preocuparon, al menos “de boca para fuera”, por preservar la existencia y posesiones de la población indígena de las varias regiones neogranadinas, en vista de los mandatos Reales en tal sentido, impulsados en buena parte por los escritos y presiones políticas de figuras como la del P. Las Casas. Pero lo cierto es que la oleada de españoles invasores de los nuevos territorios no tenía razón alguna para ver la población indígena como nada distinto de la única fuente potencial de mano de obra disponible para la explotación de tierras que, a falta de aquélla, nada significaban y muy poco podían proveer. La mano de obra indígena en la Nueva Granada, por añadidura, resultó ser mucho más escasa que en otras regiones del continente. Muy rápidamente aquélla fue diezmada por el excesivo trabajo y el maltrato al cual fue sometida, así como por las enfermedades traídas al Nuevo Mundo por las gentes europeas. Lo anterior explica la iniciación de la trata de esclavos de origen africano en la Nueva Granada, datando según los historiadores que se han ocupado del tema, de la segunda mitad del siglo XVII, y las extraordinarias estadísticas del tráfico de éstos durante el XVIII por el puerto de Cartagena de Indias, así como la consiguiente aparición de los grupos étnicos negros en la región costera del Mar Caribe y el Pacífico, y en las regiones del Cauca y el Valle del Cauca.
La idea fundamental respecto de los nuevos territorios fue la de que el Rey concedía el dominio y el derecho a la explotación pero no la propiedad misma de aquéllos (o al menos, no en el sentido legal que tiene actualmente), permaneciendo esta última en manos de la Corona hasta que ésta decidiera otorgarla. En la práctica esto sólo ocurrió inicialmente, y al paso del tiempo los títulos de propiedad según los modelos tradicionales en España aparecieron en la legislación colonial. La forma primigenia para otorgar tierras rurales fue, en la Nueva Granada como en México, la de mercedes Reales, las cuales eran una especie de autorizaciones para el uso y dominio de terrenos concedidas mientras se producía una legislación definitiva al respecto. Las mercedes fueron de índole transitoria, establecidas con la buena intención, que no se llegó a cumplir, de limitar la rápida conformación de grandes latifundios y la concentración de numerosos bienes agrarios en cabeza de un propietario único. Prueba de ello es la condición obligatoria que algunas mercedes neogranadinas incluían de no ser vendidas o enajenadas antes de 4 a 6 años de estar en manos del mismo concesionario, y de no venderlas jamás a clérigos o frailes. Esto, como era de esperar, pasó rápidamente a ser letra muerta. Mediante el muy hispánico recurso del testaferrato (“prestanombres”, como dicen los documentos coloniales) tan utilizado nuevamente en Colombia en décadas recientes, muchos terratenientes neogranadinos, así como ocurrió aún más frecuentemente en México, se hicieron a extensiones de terreno diez a veinte veces mayores de las permitidas por la legislación colonial. En la Nueva Granada, como en México, la aparición de los latifundios, cada vez más extensos, fue imparable desde el comienzo del período colonial. Lo que había ocurrido tiempo atrás y reiteradas veces en tierras españolas volvía a pasar en el Nuevo Mundo, esta vez a escala gigantesca.
Las buenas intenciones no faltaron. La ordenación inicial del espacio rural así lo comprueba. Confirmando lo que ya era práctica usual en la Nueva Granada, las Ordenanzas de Descubrimiento, Nueva Población y Pacificación de las Indias (1573), dicen:13.
“129 señálese a la población ejido en tan competente cantidad que aunque la población vaya en mucho crecimiento siempre quede bastante espacio adonde la gente se pueda salir a recrear y salir los ganados sin que hagan daño.
130 Confinando con los ejidos se señalen dehesas para los bueyes de labor y para los caballos y para los ganados de la carnicería y para el número ordinario de ganados que los pobladores por ordenanza han de tener y en alguna buena cantidad más para que se acojan para propios del concejo y lo restante se señale en tierras de labor de que se hagan suertes en la cantidad que se ofreciere de manera que sean tantas como los solares que puede haber en la población y si hubiere tierras de regadío se haga dellas suertes y se repartan… y los demás queden para Nos para que hagamos merced a los que después fueren a poblar.
131 En las tierras de labor repartidas luego e inmediatamente siembren los pobladores todas las semillas que llevaren… y en la dehesa señaladamente todo el ganado que llevaren y pudieren juntar para luego se comience a criar y multiplicar”.
En apretada síntesis, las Leyes de Indias corroboran el sistema ordenatorio del campo como se venía haciendo desde el comienzo del siglo XVI en la Nueva Granada. Partiendo del perímetro urbano del pueblo o caserío, y en torno a éste, se dejaban los ejidos y “propios”, es decir, tierras de propiedad comunal. Hacia afuera de aquéllos estarían las “suertes” o fincas de uso agrícola otorgadas en un primer repartimiento, y luego las dehesas, de mayor extensión, para pastoreo. El resto del territorio en las inmediaciones más distantes sería reservado para otorgarlo mediante mercedes, y crear así las posesiones en las cuales se habrían de conformar las haciendas propiamente dichas. Nótese la insistencia de las Leyes de Indias en que los propietarios de la tierra la aprovechen prontamente al máximo. Esa fue la frontera de las buenas intenciones en la Nueva Granada, pues no siempre esa ordenanza Real tuvo cumplimiento. Citado por el historiador colombiano Carlos Martínez14., al final de la Colonia, el eminente santafereño José María Lozano y Peralta se dirige lastimeramente al Rey Carlos IV: “…de forma que el resto de aquellas tierras fértiles, hermosas y ricas son pueblos de indios y parroquias, es decir, una iglesia y una casa del cura en el centro de las campiñas solas y sin cultivo…”. Ha debido ser mucho el campo abandonado o baldío observado por Lozano y Peralta para atreverse a dirigir al Rey tan tremenda afirmación. En poco tiempo más la joven nación colombiana heredaría esa gran distancia, cada vez mayor, entre las intenciones sociopolíticas y la realidad cotidiana.
La actitud oficial de la Corona española respecto del mantenimiento de la institución de origen medieval del mayorazgo, como factor que podría respaldar la conformación y permanencia de los latifundios en las provincias de Ultramar, fue ambivalente. El mayorazgo consistía en la prohibición expresa de subdividir una propiedad rural, concentrando para ello la heredad de la misma en cabeza del hijo(a) mayor, sin que éste (a) pudiera hacer partición de los bienes recibidos. La disposición número 97 de las Ordenanzas de Descubrimiento, Nueva Población y Pacificación de las Indias, dadas por Felipe II en 1573, dice:15. “Al que hubiere cumplido con su asiento y hecho la tal población conforme a lo que estuviere obligado le damos licencia y facultad para hacer mayorazgo (maioradgo, en la ortografía de la época) o mayorazgos de lo que hubiere edificado y de la parte que del término se le concede y en ello hubiere plantado y edificado…”. En suma, el Rey tornaba facultativo en las provincias de ultramar lo que en España había sido obligatorio pero ya estaba pasando al limbo de las usanzas gradualmente abandonadas. Así, resulta apenas parcialmente cierta la hipótesis del historiador colombiano Germán Arciniegas, en el sentido de que una de las motivaciones básicas de los colonizadores españoles, y en especial aquellos que tuvieran la mala fortuna de tener hermanos mayores, era la de escapar al arbitrio familiar del mayorazgo. En el campo neogranadino el mayorazgo se aplicó aquí y allá, durante la primera época colonial y de modo aleatorio, pero la tendencia a fraccionar latifundios y a subdividir haciendas situadas en lugares privilegiados pronto relegó aquella tradición al limbo del desuso, o a las ocasiones en las cuales primaba alguna conveniencia o interés económico individual. Mucho más importante para la conformación y permanencia de los latifundios fue la abundancia de matrimonios de conveniencia entre familias de terratenientes, lo cual les permitía sumar extensiones de terreno que por adquisición jamás hubieran llegado a sus manos.
Lo normal, como lo señalan el historiador mexicano Ricardo Rendón Garcini y Gisela von Wobeser16., en Haciendas de México, era que las haciendas estables surgieran como una consolidación de las Mercedes Reales, y en mucho menor cuantía, de las encomiendas. En fin de cuentas la encomienda se refería a la cuestión de la mano de obra para trabajar el campo, y la merced era, en cambio, una concesión territorial. Las haciendas neogranadinas tendieron más a surgir como resultado del fraccionamiento de mercedes de territorio (contra lo cual no existía la limitación legal del mayorazgo), que de la consolidación de encomiendas. Mediante la Encomienda, la Corona española encargaba a quien tuviera dominio sobre un territorio determinado el manejo y control de la mano de obra indígena, extrayendo de ésta un tributo en trabajo o en especie a la vez que ejercía una vigilancia tutelar espiritual y evangelística sobre los “encomendados”. Lo anterior era simplemente la formalización del vasallaje, al cual se suponía estaban sometidos los “naturales”. La Encomienda, en cierto modo, era una forma más o menos legal de interponer alguna regulación oficial en las relaciones, rara vez apacibles o placenteras, entre los núcleos de población indígena (“pueblos de indios”) y los propietarios de latifundios surgidos tempranamente en el período colonial.
La conformación de las encomiendas primero y las haciendas luego tropezó de frente con las disposiciones del gobierno colonial tendientes a organizar y proteger las comunidades en las cuales se habían de agrupar –artificialmente– los indígenas. Teóricamente, en la extensión territorial de los resguardos, los “naturales” estaban protegidos contra la explotación desmedida de hacendados y encomenderos, pero en la realidad eran también más fácilmente controlables que aquellos que vivían dispersos en las comarcas circundantes, para extraer de ellos cuotas draconianas de trabajo agrario o minero. Los resguardos, las más de las veces, eran el residuo de tierras que la expoliación por parte de los colonizadores les había dejado a las comunidades indígenas, luego de privarlos de sus mejores áreas de labranza o vivienda. Ese enfrentamiento en el medio rural neogranadino no ocurrió entre un sistema español de posesión y explotación de la tierra y otro de origen indígena. Desarraigar a los indígenas y agruparlos como campesinos en comunidades nuevas encabezadas por un Corregidor nombrado por la administración colonial era también una idea hispánica.
Margarita González17. (ob. cit.) señala que, cuando el Presidente de la Real Audiencia, Andrés Díaz Venero de Leyva, dictó a mediados del siglo XVI “…las primeras disposiciones en torno al establecimiento de los resguardos… La reacción de los encomenderos fue tan negativa como para que la Real Audiencia tuviera que pensar en el aplazamiento de la creación de los resguardos…”. Según los historiadores que se han ocupado del tema, rara vez –o casi nunca– los resguardos “de indios” le ganaron un pleito o una discusión sobre tierras, tributos o cuotas labor a las haciendas “de españoles”.
El desorden circunstancial y legal que primó en las primeras épocas de la Colonia neogranadina hizo necesaria la práctica sucesiva de “composiciones”, mediante las cuales los terratenientes regularizaban (y legalizaban) la titulación y régimen tributario convenidos con la administración colonial. En Popayán, una sociedad esclavista, G. Colmenares 18. señaló: “…Desde un punto de vista jurídico la composición no era otra cosa que una forma de reconocimiento de la soberanía del monarca sobre las tierras conquistadas. Aunque en principio se reconocía una situación de hecho… la Corona se negaba a admitir la validez de derecho de tales mercedes (concedidas por cabildos o Gobernadores) pues ella nunca se había desprendido de la facultad de otorgarlas. Esto le daba ocasión de exigir un pago… para validar los títulos originados en otorgaciones anteriores o en la mera ocupación”. Las composiciones comenzaron en la Nueva Granada, según Colmenares, al final del siglo XVI y la última tuvo lugar a partir de 1637 en el Cauca y Valle del Cauca, con centro en Popayán.
Paradójicamente, fueron las características del propio sistema económico colonial las que limitaron y entrabaron el funcionamiento y desarrollo rural en la Nueva Granada. Excepto en regiones donde la producción agrícola (como el azúcar y sus derivados en el Valle del Cauca) dejaba ciertas reservas de capital o de excedentes, no existían mecanismos de crédito distintos de la usura feroz practicada más o menos clandestinamente por particulares (comerciantes, las más de las veces) y los préstamos “a censo”, especialidad de las comunidades religiosas cuyas rentas les permitían esa actividad. Es de notar que entre las órdenes religiosas en la Nueva Granada las había pobres de solemnidad, que requerían la caridad pública para sobrevivir, y otras sobre cuya opulencia de rentas y capital se pronunciaron cronistas y vecinos de la época, no sin algún resentimiento. Los “censos” eran en teoría préstamos a bajo interés (para la época) pero en la realidad tenían lugar, ante el permanente apuro económico o la quiebra de numerosos hacendados y encomenderos, a intereses muy superiores al 4% a 5% permitido legalmente. Y aún esta tasa bastaba para impedir que los beneficiarios de los censos lograran pagar los intereses acumulados. Fue así como las órdenes religiosas, y en especial los jesuitas, se apoderaron gradualmente de haciendas y fincas cuyos propietarios se declaraban incapaces de pagar los gravámenes que pesaban sobre sus tierras y casas ante las autoridades coloniales. Los azares y fluctuaciones de la producción agrícola de mediocre técnica y administración mal conducida, además de la proverbial mala suerte de los agricultores, mediaron para impedir que el campo neogranadino fuera un emporio de riqueza. Según G. Colmenares19. (ob. cit.) es posible que en el siglo XVIII el conjunto de las órdenes religiosas fuera el bloque de terratenientes más poderoso y más productivo de la Nueva Granada. Quizá haya más verdad de la que se podría suponer en el “chisme” de la época, recogido por algunos cronistas, de que con anterioridad a la expulsión de la Compañía de Jesús de la provincia de Nueva Granada, había tal extensión de hatos ganaderos en poder de los jesuitas (en los Llanos Orientales, en particular) que los santafereños sólo comían carne de res cuando así lo permitían los negocios de los seguidores de San Ignacio de Loyola. Sin duda, llegó a existir un número limitado de hacendados cuyas rentas les permitían una cómoda estabilidad económica y ciertos moderados lujos, pero aun las riquezas de origen campestre más connotadas en la Nueva Granada carecían de importancia ante la inaudita acumulación de fortunas que tuvo lugar entre los terratenientes españoles, lusitanos o criollos residentes en México o Brasil. Las haciendas mineras, si bien existieron en número limitado en tierras neogranadinas, no presentaron ni habrían logrado jamás presentar el rendimiento fabuloso de las del Perú o México. El ingente desarrollo agropecuario de la Nueva España (México) en la época colonial, respaldado como estaba por la minería de metales preciosos a gran escala, parece pertenecer a un continente, o un mundo, diferente del de la Nueva Granada. Es, en cierto modo, el otro imperio español.
Se entiende, en vista de lo anterior, la lentitud y parsimonia con la cual surgieron las casas de hacienda neogranadinas, así como la modestia y humildad arquitectónica de éstas. En el proceso de toma de posesión y explotación del campo, la construcción de una casa que refleje la situación social y pueda llenar los requerimientos funcionales de la vida rural viene en último lugar, luego de la obtención y explotación de mano de obra, recursos hidráulicos, reservas de capital y organización administrativa, incluyendo pago de gravámenes e impuestos. Si a esto se agrega la posesión, por parte del terrateniente, de una casa “principal” en la ciudad o pueblo más cercano, la casa de hacienda quedaría relegada aún más atrás en el orden de las necesidades, bordeando lo suntuario.
Según el historiador mexicano Ricardo Rendón Garcini,20. (ob. cit.) “…las haciendas no surgieron en un momento dado o una fecha específica. Tampoco fue un sistema de producción preconcebido teóricamente, al cual se le diera existencia práctica a partir de un decreto legal”. Lo anterior tiene plena vigencia para la Nueva Granada. El paso de una merced de tierras a una hacienda consolidada y estable podría tomar en ocasiones la mejor parte de un siglo, es decir, cuatro generaciones, contando desde el comienzo de la conquista hasta las “composiciones” coloniales. La aparición de una gran casa de hacienda, construida al nivel tecnológico y cualitativo de sus congéneres urbanas, en el Cauca, Boyacá o la sabana de Bogotá, tardaría aún más, hasta la llegada del final del siglo XVII o el comienzo del XVIII. Germán Colmenares observa significativamente, en “Popayán, una sociedad esclavista”21. cómo, en los inventarios de haciendas caucanas del siglo XVII (conservados en el Archivo Central del Cauca), los esclavos, los aperos y herramientas de labor tenían un valor mucho más elevado que el de las casas rurales que los albergaban, situación que no cambia sensiblemente aún en el XVIII.
La casa de hacienda neogranadina es una consecuencia lenta y gradual de la conformación histórica de la hacienda misma, y al igual que los frutos de la tierra, requiere que la especie que la engendra madure poco a poco. Se mencionó anteriormente cómo se requiere, en los lugares escogidos para construir en el campo, la aparición sucesiva de refugios de fortuna, ranchos improvisados con los materiales más inmediatamente disponibles, y si todo marcha bien, un primer tramo de lo que al paso del tiempo, derribando, añadiendo y rehaciendo aquí y allá al vaivén del destino familiar o socioeconómico de las tierras circundantes, será una completa casa de hacienda. Esa sería, en suma, la historia genérica de las casas de hacienda neogranadinas. Desde luego, las hubo también que fueron levantadas de un golpe, casi por entero, en lugares donde no habían existido previamente formas construidas, pero esto fue mucho menos frecuente o excepcional. Tales casos son más propios de la época republicana (el siglo XIX) que del período colonial.
El autor del presente estudio hizo, en textos anteriores sobre las casas de hacienda neogranadinas, algunas observaciones sobre un aspecto antropológico y social de la construcción de éstas y del manejo del campo circundante, que se pueden resumir así: La vida rural neogranadina fue de tono menor. El pensador español José Ortega y Gasset dice en su Teoría de Andalucía: “Vive el andaluz en una tierra grasa, ubérrima, que con mínimo esfuerzo da espléndidos frutos… Como la planta se nutre de la tierra y recibe el resto del aire cálido y la luz benéfica… La cultura no consiste en otra cosa que en hallar una ecuación con qué resolvamos el problema de la vida. Pero el problema de la vida se puede plantear de dos maneras distintas. Si por vida entendemos una existencia de máxima intensidad, la ecuación nos obligará a afrontar un esfuerzo máximo. Pero reduzcamos previamente el problema vital, aspiremos a una vita mínima. Entonces, con un mínimo esfuerzo obtendremos una ecuación tan perfecta como la del pueblo más hazañoso. Este es el caso del andaluz… En vez de aumentar el haber disminuye el debe; en vez de esforzarse por vivir, vive para no esforzarse, hace de la evitación del esfuerzo principio de su existencia”. El lógico transplante de la ecuación andaluza a la Nueva Granada avala la teoría de Ortega y Gasset. La escogencia de ciertas regiones de la provincia para las actividades agrarias, buscando las de climas más benignos y evitando aquellas que habrían requerido titánicos esfuerzos para establecer alguna productividad, son otras tantas pruebas que corroboran la actitud andaluza en versión de Ortega y Gasset. Así, la casa de hacienda neogranadina no podría menos de reflejar profundamente esa razón y esa manera de ser. No habría que esforzarse (¿para qué?) en levantar enormes palacios campestres ni vastas ciudadelas rurales; no habría que trabajar desesperadamente, de sol a sol, en tierras que daban tres y cuatro cosechas en el tiempo que tardaba en producir una el suelo hispánico. Era vital llegar a un acuerdo con el nuevo medio ambiente, olvidando todo aquello de las estaciones anuales y tratando de contornear las dificultades del trópico o el páramo, en lugar de embestirlas de frente. Si la vida rural neogranadina fuese asordinada, en modo menor, también lo sería la arquitectura que podría albergarla: humilde, pero no insignificante. Formalmente modesta pero profunda en su dimensión metafísica. Reticente, pero dueña inequívoca del paisaje circundante.
La actitud andaluza respecto del campo no sería la única presente en la Nueva Granada. La colonización rural neogranadina no es, de ningún modo, obra de un grupo provincial único. No está comprobado que los andaluces fuesen siquiera un grupo mayoritario en la región. A la provincia llegaron gentes castellanas, extremeñas, gallegas y aun de los reinos vascongados, pertenecientes a estratos sociales medianos y bajos, y apenas tardíamente alguno que otro comerciante adinerado o aristócrata en busca de mejores modos de vida. Sólo los catalanes fueron, por voluntad monárquica, considerados como extranjeros en las colonias, siendo así su inmigración masiva a Colombia un hecho principalmente del siglo XIX o el final del XVIII. La dureza de carácter, resistencia al sufrimiento y terquedad ante lo adverso que todos ellos podían aportar, también eran necesarias para el poblador del campo boyacense, la montaña antioqueña o las llanuras orientales. Esa amalgama no le restó validez a la “ecuación andaluza”. Era posible llevar a cabo la hazaña de la “europeización agraria” del campo neogranadino sin alterar los términos de la vita mínima y sin abordar la postura del esfuerzo sobrehumano.
La respuesta que antropólogos y sociólogos han dado a la pregunta sobre quién pobló –y construyó– en el campo neogranadino está estructurada sobre dos puntos básicos: Una primera consideración sería la de los grupos de españoles de diverso origen regional que llegaron a la Nueva Granada y tomaron o usurparon tierras cuya propiedad habría de ser consolidada de acuerdo con las tradiciones hereditarias europeas. Y otra consideración sería la de que, si bien los grandes y medianos terratenientes neogranadinos fueran inicialmente españoles, luego vendrían los criollos, es decir, “blancos” o descendientes de españoles nacidos en la Nueva Granada, quienes socialmente tenían acceso relativamente fácil a la propiedad agraria. No hay que perder de vista la extraordinaria metamorfosis socioeconómica, y hasta psíquica, que operaba en los campesinos o pequeños burgueses españoles venidos a la Nueva Granada mediante la invasión o repartición de tierras en abundancia. El campesino pasaba a ser, como lo corroboran las Leyes de Indias, hidalgo. El tendero o albañil burgués, respetable Señor. Junto con la tierra venía el orgullo y la vanidad, a veces desmedidos. Se entiende la protesta de Felipe IV de España al preguntar airadamente quiénes eran esos neogranadinos que se atrevían, desde el otro lado del Océano, a dirigirse a él anteponiendo a sus nombres “de pila” el “Don”, sin haberlo recibido del Monarca como una gentil autorización. El gran terrateniente neogranadino podría poseer veinte veces más tierra que su congénere andaluz, pero jamás lograría que este último reconociera en modo alguno una igualdad de clase social. En sus provincias de Ultramar, España había creado, según su criterio, una especie de advenedizos permanentes.
No se podía haber presentado en la Nueva Granada el singular fenómeno de aquellos “nobles” o jefes de algunos de los grupos indígenas mexicanos que llegaron a poseer –o continuaron poseyendo lo que de mucho tiempo antes era suyo– vastas extensiones de tierra y se convirtieron en poderosos hacendados en el centro y sur del país, rivalizando con los españoles. En tierra neogranadina se produjo un mestizaje extraordinario, haciendo difusas las fronteras étnicas y diluyendo la presencia de los grupos indígenas en el campo. Con justicia se les atribuye a los hacendados españoles primero y colombianos luego una gran parte del proceso de mezcla racial. Hoy en día aún se repite, en algunas regiones colombianas, la persistente anécdota de la época colonial en la que un hacendado recorre sus vastas posesiones en su caballo de estirpe andaluza y halla en su camino a un niño cuya tez ya no es cetrina pero tampoco blanca, y cuyas facciones carecen de la angularidad indígena y de la “pureza” hispánica. A la pregunta sempiterna: “Y tú, ¿de quién eres hijo?”, la respuesta rápida y sonriente “Pos de mi taita Manuel (o Pedro, o Sebastián, o como se llamara el jinete…)”. Y luego el regaño áspero: “¡No seas bruto! Eso ya lo sé. Lo que te pregunto es ¿cuál india es tu mama?”
En el Cauca y Boyacá, durante la Colonia y luego al comenzar la República de Colombia, las descendencias ilegítimas, reconocidas o no ante la ley indiana o nacional, se tornaron rápidamente en extraordinarias y abundantes pirámides genéticas. En el campo, como es bien sabido, las costumbres, incluyendo el célebre e infame “derecho de pernada” colonial, no tenían más límite que el de una tenue capa cultural o la simple y burda capacidad física para “salir con la suya”. La mezcla racial iba a incluir necesariamente a los descendientes de los esclavos africanos traídos a la Nueva Granada a partir del siglo XVII, lo que daría lugar a más de un hacendado y cabeza de familia del XVIII o el XIX que ostentaba un apellido árabe castellanizado, hablaba con acento andaluz, se decía descendiente directo de algún soldado de Sebastián de Belalcázar, Pedro de Heredia o Gonzalo Jiménez de Quesada, pero ostentaba facciones incontrovertiblemente negroides.
Se conformaría también un campesinado en el que abundarían los “siervos sin tierra”, pero también se produjo un acceso difícil y gradual de gentes mestizas a la tenencia de tierras, dependiendo de la situación socioeconómica a la cual hubieran llegado. En el campo, el advenimiento en época colonial de una especie de “clase media” terrateniente pero menos adinerada y poderosa que los grandes hacendados, y desde luego, sin la pureza de sangre que podrían reclamar, por ejemplo, las más antiguas familias de Popayán, Santa Fe o Tunja, hizo su aparición ante todo durante el último siglo del período colonial. Entre otras cosas, al desaparecer en el siglo XIX casi toda la tenencia de tierras rurales de las órdenes religiosas, alguien debía reemplazar esa presencia, y no siempre fueron los hacendados más ricos quienes se beneficiaron de las prohibiciones a las órdenes religiosas de tener posesiones rurales. La coexistencia rural de clases sociales rígidamente estratificadas era más viable que en las ciudades, donde la “aristocracia”, es decir, la gente “bien” aceptaba difícilmente, o no del todo, la presencia de “los demás”. Se gestaba así la época republicana o colombiana, en la cual la presencia dominante en el campo sería doble: los latifundistas dueños de grandes extensiones de terreno, y los hacendados de clase media, comerciantes, pequeños industriales o dueños de algún capital, mucho más numerosos y propietarios de terrenos de menor área individual cada uno pero de enormes extensiones al sumarlos entre sí.
La obvia cuestión que se plantea aquí es ¿de qué o de cuánto eran propietarios los hacendados o latifundistas neogranadinos? Es imposible comparar las posesiones del conde de Las Torres en el norte de México, equivalentes según parece a la extensión de Escocia y parte de Irlanda, o las de algunos terratenientes brasileños cuyos dominios podrían haber sido del orden de la quinta parte de todo el territorio neogranadino, con lo que a escala regional se podría llamar latifundio. Aún así, ciertamente hubo haciendas de las regiones caucana, huilense y de los Llanos Orientales de las cuales sus propietarios de época colonial no llegaron a tener más que una vaga idea de su extensión y un concepto poético de sus límites. Entre las grandes posesiones documentadas estaría, a modo de ejemplo, la Dehesa de Bogotá, en la sabana al sur-occidente de Santa Fe, la cual sería una de las pocas realmente merecedoras del calificativo de latifundio. Aunque la célebre Dehesa pasó por numerosas transacciones que añadieron, sustrajeron y fraccionaron su conformación, se puede afirmar que el origen de ésta fue la encomienda que de manos de Luis Alonso de Lugo pasó al Alférez Real, Antón de Olalla. Lugo pasa por ser quien trajo los primeros 35 toros (y 35 vacas) de España a la altiplanicie de Santa Fe, es decir, el pionero de los hacendados pecuarios españoles. Aunque es difícil establecer con precisión los límites de la Dehesa, ya se sabe suponer que abarcaba los actuales municipios de Funza, Serrezuela, Mosquera, Soacha y partes de los de Bosa, Fontibón y Facatativá, y que el área aproximada de aquélla fuese, en algún momento de su existencia, de unas 45.000 hectáreas, extensión algo superior a la actual área urbana de Bogotá, sin incluir los municipios adyacentes anexados a ésta.22. A mediados del siglo XVIII el complejo fraccionamiento de la Dehesa había reducido ésta a unas 12.000 a 14.500 hectáreas, incluyendo las haciendas de Fute, Aguasuque, Canoas y El Novillero. Es en este estado cuando el Marqués de San Jorge, don Jorge Miguel Lozano de Peralta y Varáez Maldonado de Mendoza y Olalla, tiene acceso al mayorazgo de la Dehesa, título fútil por cuanto la desmembración de ésta ya se había cumplido en gran parte y estaba destinada a continuar hasta el siglo XIX.
Es significativo que, en esa segunda mitad del siglo XVIII, aparte del Marqués de San Jorge, las principales propietarias de tierras en la zona suroccidental de la sabana de Santa Fe fuesen las monjas de Santa Inés, aunque las Clarisas, los PP. Agustinos, los Dominicos y la Compañía de Jesús eran posesores también de las mejores tierras de la región. Las monjas de La Presentación (Sta. Inés) eran dueñas de las haciendas de El Salitre, Cortés y Las Monjas en la ribera derecha del río Bojacá, además de El Corzo, El Espino, La Jabonera y Serrezuela, algunas de las cuales, aunque muy fraccionadas, conservan hoy los nombres originales. Es posible que las propiedades de las monjas de La Presentación en esa zona de la sabana de Santa Fe solamente llegaran a sumar algo más de 4.000 hectáreas.
Según los datos de Germán Colmenares (Las Haciendas de los jesuitas en el Nuevo Reino de Granada) la Compañía de Jesús llegó a poseer un total de 72 haciendas en todo el territorio neogranadino, incluyendo las de Techo, La Chamicera, Tibabuyes, Fute, El Chucho, El Vínculo y La Calera en la sabana de Santa Fe y alrededores.
Las áreas de haciendas y fincas (o “Quintas”, como se les llamó en torno a Santa Fe) en toda la Nueva Granada fueron muy variadas, sin que se pueda detectar un patrón coherente de tamaños en alguna de las regiones que la conforman. En el Valle del Cauca, según G. Colmenares23., llegaron a existir latifundios del orden de 34.000 hectáreas, tal como el que poseyó Antón Núñez de Rojas en lo que hoy es el Municipio de Cerrito, aunque en la misma región las tierras de la hacienda de El Alisal llegaron a sumar en el siglo XVIII no menos de 6.000 hectáreas y son numerosas las transacciones registradas en los alrededores referentes a “potreros” o estancias entre las 30 y las 300 hectáreas. Colmenares señala una situación similar en torno a Popayán, donde a mediados del siglo XVIII el proceso de desmembración y reintegración de haciendas era complejo, en razón de la muy difundida tendencia de los hacendados a acaparar tierras por compraventa o matrimonios de conveniencia24.. Resulta singular el dato indicado por Colmenares, en el sentido de que, entre 1637 y 1713 (76 años!), el número de propietarios rurales en jurisdicción de la ciudad aumentó apenas en 15 personas. En suma, el entorno de Popayán estaba en manos de muy pocos terratenientes, entre los cuales fueron muy prominentes dos mujeres, Josefa Hurtado del Aguila y Dionisia Pérez Manrique, Marquesa de San Miguel de La Vega. La Marquesa es un típico personaje de la época, siendo hija de terratenientes, habiendo estado casada en primera instancia con un encomendero, José de Velasco, quien al “pasar a mejor vida” le dejó vastos terrenos, y en segunda oportunidad con el Marqués de La Vega, poseedor de minas de oro en el Chocó, lo que le otorgaba una amplia capacidad adquisitiva en el medio payanés. Al morir convenientemente el marqués, su viuda podía contar en su haber extensiones de terreno acumuladas equivalentes a unas veinte veces el área urbana de Popayán.
El final de la Colonia marcó también la aceleración del proceso de fraccionamiento de latifundios y haciendas de gran tamaño, y el último acto de la “edad de oro” de las casas de época colonial. Nuevos grupos sociales dotados de creciente poder económico vendrían a cambiar totalmente el régimen de tenencia de tierras rurales, quebrando el monopolio de unos pocos terratenientes, ya en la era republicana.