- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Definiciones, orígenes y antecedentes
Finca agrícola en los alrededores de Olvera, provincia de Cádiz, Andalucía. “No es Africa la que comienza en los Pirineos. Es América la que comienza en La Mancha”.
Casa de hacienda de olivar y fábrica de aceite de oliva del siglo XVIII en los alrededores de Lupión y Bejigar, provincia de Jaén. Patio entre el Señorío y la Gañanería.
Muros originales delimitantes de los espacios complementarios en Canoas, Soacha Distrito Capital.
Los Laureles. Facatativá, Cundinamarca. En la sabana de Bogotá responde con gracia ambiental a las definiciones y orígenes de la casa de hacienda neogranadina. El laurel fue una de las especies vegetales europeas traídas al Nuevo Mundo por los eventuales hacendados españoles. Habría que declarar al inspirado constructor original de la casa “poeta laureado” en vista de su estupendo sentido de lugar.
Los Laureles. Facatativá, Cundinamarca. En la sabana de Bogotá responde con gracia ambiental a las definiciones y orígenes de la casa de hacienda neogranadina. El laurel fue una de las especies vegetales europeas traídas al Nuevo Mundo por los eventuales hacendados españoles. Habría que declarar al inspirado constructor original de la casa “poeta laureado” en vista de su estupendo sentido de lugar.
Los Laureles. Facatativá, Cundinamarca. En la sabana de Bogotá responde con gracia ambiental a las definiciones y orígenes de la casa de hacienda neogranadina. El laurel fue una de las especies vegetales europeas traídas al Nuevo Mundo por los eventuales hacendados españoles. Habría que declarar al inspirado constructor original de la casa “poeta laureado” en vista de su estupendo sentido de lugar.
Los Laureles. Facatativá, Cundinamarca. Es casa “alta y baja” en torno a un patio. El crecimiento gradual de la casa es evidente en la informalidad de las relaciones entre los volúmenes que la conforman. Las galerías altas en torno al patio fueron “republicanizadas”, y ostentan ahora cielos rasos planos impropios de las casas de época colonial. Sería una indirecta influencia islámica dejar que la vegetación domine las formas construidas.
Los Laureles. Facatativá, Cundinamarca. Es casa “alta y baja” en torno a un patio. El crecimiento gradual de la casa es evidente en la informalidad de las relaciones entre los volúmenes que la conforman. Las galerías altas en torno al patio fueron “republicanizadas”, y ostentan ahora cielos rasos planos impropios de las casas de época colonial. Sería una indirecta influencia islámica dejar que la vegetación domine las formas construidas.
Casa de Cuprecia, Santander de Quilichao, Cauca. Aunque considerablemente intervenida en épocas recientes, Cuprecia es uno de los escasos ejemplos de “casa baja” caucanos sobrevivientes. Su construcción apenas abarcó tres costados de su patio central. Las galerías en torno a éste y en las fachadas exteriores presentan una amplitud insólita, siendo más importantes que los espacios de las habitaciones y salones.
Casa de Cuprecia, Santander de Quilichao, Cauca. Aunque considerablemente intervenida en épocas recientes, Cuprecia es uno de los escasos ejemplos de “casa baja” caucanos sobrevivientes. Su construcción apenas abarcó tres costados de su patio central. Las galerías en torno a éste y en las fachadas exteriores presentan una amplitud insólita, siendo más importantes que los espacios de las habitaciones y salones.
Casa de Guacarí, Valle del Cauca. En rigor, no es actualmente una construcción rural, ni lo que hoy existe corresponde a la primera sede de la hacienda de este nombre. Es posible que algunos de los componentes arquitectónicos de la casa original hayan sido incorporados a lo actual, construida cuando el caserío de Guacarí creció en torno a la hacienda fundada en el siglo XVII, y se hizo necesario levantar una iglesia propia del lugar. Al comenzar el siglo XIX la edificación pasó a ser casa cural. Los espacios libres circundantes, singulares en un núcleo urbano, son propios de una casa de finca o hacienda. Si el volumen realzado del piso alto es característico de las casas rurales de la región, la reciente restauración de la casa dejó al desnudo los atípicos arcos rebajados en ladrillo de las galerías del piso bajo, en un equívoco acento decorativo.
Casa de Guacarí, Valle del Cauca. En rigor, no es actualmente una construcción rural, ni lo que hoy existe corresponde a la primera sede de la hacienda de este nombre. Es posible que algunos de los componentes arquitectónicos de la casa original hayan sido incorporados a lo actual, construida cuando el caserío de Guacarí creció en torno a la hacienda fundada en el siglo XVII, y se hizo necesario levantar una iglesia propia del lugar. Al comenzar el siglo XIX la edificación pasó a ser casa cural. Los espacios libres circundantes, singulares en un núcleo urbano, son propios de una casa de finca o hacienda. Si el volumen realzado del piso alto es característico de las casas rurales de la región, la reciente restauración de la casa dejó al desnudo los atípicos arcos rebajados en ladrillo de las galerías del piso bajo, en un equívoco acento decorativo.
Casa de Guacarí, Valle del Cauca. En rigor, no es actualmente una construcción rural, ni lo que hoy existe corresponde a la primera sede de la hacienda de este nombre. Es posible que algunos de los componentes arquitectónicos de la casa original hayan sido incorporados a lo actual, construida cuando el caserío de Guacarí creció en torno a la hacienda fundada en el siglo XVII, y se hizo necesario levantar una iglesia propia del lugar. Al comenzar el siglo XIX la edificación pasó a ser casa cural. Los espacios libres circundantes, singulares en un núcleo urbano, son propios de una casa de finca o hacienda. Si el volumen realzado del piso alto es característico de las casas rurales de la región, la reciente restauración de la casa dejó al desnudo los atípicos arcos rebajados en ladrillo de las galerías del piso bajo, en un equívoco acento decorativo.
Baza, Valle de Tenza, Boyacá. Una casa que “deja existir” el campo en torno suyo, a la manera de las alquerías árabes andaluzas. Nótese, abajo a la izquierda, la variante usual en Boyacá de la armadura de cubiertas en “par y nudillo” técnicamente primitiva, realizada usando maderas rollizas excesivamente delgadas a modo de pares. Estas, muy flexibles pero livianas y baratas, se curvan bajo el peso del tejado, y requieren riostra o jabalcones (más rollizas) apoyados en los tirantes, para sostenerlas. Tan confuso sistema artesanal refleja lo pintoresco de la ignorancia técnica y lo divertido de la improvisación. A la derecha, el acceso al patio es un indudable acierto arquitectónico, reflejo del arte de saber entrar a los lugares.
Baza, Valle de Tenza, Boyacá. Una casa que “deja existir” el campo en torno suyo, a la manera de las alquerías árabes andaluzas. Nótese, abajo a la izquierda, la variante usual en Boyacá de la armadura de cubiertas en “par y nudillo” técnicamente primitiva, realizada usando maderas rollizas excesivamente delgadas a modo de pares. Estas, muy flexibles pero livianas y baratas, se curvan bajo el peso del tejado, y requieren riostra o jabalcones (más rollizas) apoyados en los tirantes, para sostenerlas. Tan confuso sistema artesanal refleja lo pintoresco de la ignorancia técnica y lo divertido de la improvisación. A la derecha, el acceso al patio es un indudable acierto arquitectónico, reflejo del arte de saber entrar a los lugares.
Baza, Valle de Tenza, Boyacá. Una casa que “deja existir” el campo en torno suyo, a la manera de las alquerías árabes andaluzas. Nótese, abajo a la izquierda, la variante usual en Boyacá de la armadura de cubiertas en “par y nudillo” técnicamente primitiva, realizada usando maderas rollizas excesivamente delgadas a modo de pares. Estas, muy flexibles pero livianas y baratas, se curvan bajo el peso del tejado, y requieren riostra o jabalcones (más rollizas) apoyados en los tirantes, para sostenerlas. Tan confuso sistema artesanal refleja lo pintoresco de la ignorancia técnica y lo divertido de la improvisación. A la derecha, el acceso al patio es un indudable acierto arquitectónico, reflejo del arte de saber entrar a los lugares.
Yambitará, Popayán, Cauca. Está prácticamente englobada en el contexto urbano de la ciudad de la que en un principio distaba media legua. En forma de “L” en planta, tiene el tramo sobreelevado típico de las casas de hacienda caucanas. Posee un interesante acueducto que abastece el baño (o “chorro”) al aire libre (izquierda) en ladrillo y piedra, así como generosas galerías perimetrales. Yambitará conserva una parte reducida del campo originalmente circundante, incluyendo la colina donde se localiza, aunque tiene ya la inevitable vecindad de “conjuntos residenciales” propios del crecimiento urbano de Popayán.
Yambitará, Popayán, Cauca. Está prácticamente englobada en el contexto urbano de la ciudad de la que en un principio distaba media legua. En forma de “L” en planta, tiene el tramo sobreelevado típico de las casas de hacienda caucanas. Posee un interesante acueducto que abastece el baño (o “chorro”) al aire libre (izquierda) en ladrillo y piedra, así como generosas galerías perimetrales. Yambitará conserva una parte reducida del campo originalmente circundante, incluyendo la colina donde se localiza, aunque tiene ya la inevitable vecindad de “conjuntos residenciales” propios del crecimiento urbano de Popayán.
Yambitará, Popayán, Cauca. Está prácticamente englobada en el contexto urbano de la ciudad de la que en un principio distaba media legua. En forma de “L” en planta, tiene el tramo sobreelevado típico de las casas de hacienda caucanas. Posee un interesante acueducto que abastece el baño (o “chorro”) al aire libre (izquierda) en ladrillo y piedra, así como generosas galerías perimetrales. Yambitará conserva una parte reducida del campo originalmente circundante, incluyendo la colina donde se localiza, aunque tiene ya la inevitable vecindad de “conjuntos residenciales” propios del crecimiento urbano de Popayán.
Casa de San Pedro Alejandrino, Santa Marta, Magdalena. El caso de San Pedro Alejandrino es único en Colombia por razones extra-arquitectónicas. La extensa hacienda de trapiche y su modesta casa habían llegado varias décadas antes a su máximo desarrollo cuando el Libertador Simón Bolívar muere en ella en 1830. Acto seguido se inicia la desmembración y progresiva destrucción de la sede de la hacienda, conservándose en un estado razonable solamente el tramo de la casa donde se localiza la alcoba mortuoria del Libertador. A partir del final del siglo XIX se monumentaliza progresivamente el lugar, comenzando por el entorno de la casa misma, surgiendo luego el “Altar de la Patria”, un gigantesco “Patio de Armas” y por último un inverosímil museo de arte moderno, todos los cuales son episodios inconexos con la casa de hacienda colonial. La presencia de Bolívar salvó la casa de una eventual desaparición, pero la nueva República creó en torno a aquélla un ambiente escandalosamente contrastante con la austeridad que enmarcó las últimas horas del Libertador, y le otorgó unos significados que poco o nada tienen que ver con sus calidades o méritos arquitectónicos. Los cuidados jardines y espléndida vegetación tropical que hoy conforman un escenario como de elegante pecera en torno a la casa de los señores en San Pedro pertenecen a una época y un mundo muy distantes de la informalidad ambiental que debió tener aquélla en el siglo XVIII.
Casa de San Pedro Alejandrino, Santa Marta, Magdalena. El caso de San Pedro Alejandrino es único en Colombia por razones extra-arquitectónicas. La extensa hacienda de trapiche y su modesta casa habían llegado varias décadas antes a su máximo desarrollo cuando el Libertador Simón Bolívar muere en ella en 1830. Acto seguido se inicia la desmembración y progresiva destrucción de la sede de la hacienda, conservándose en un estado razonable solamente el tramo de la casa donde se localiza la alcoba mortuoria del Libertador. A partir del final del siglo XIX se monumentaliza progresivamente el lugar, comenzando por el entorno de la casa misma, surgiendo luego el “Altar de la Patria”, un gigantesco “Patio de Armas” y por último un inverosímil museo de arte moderno, todos los cuales son episodios inconexos con la casa de hacienda colonial. La presencia de Bolívar salvó la casa de una eventual desaparición, pero la nueva República creó en torno a aquélla un ambiente escandalosamente contrastante con la austeridad que enmarcó las últimas horas del Libertador, y le otorgó unos significados que poco o nada tienen que ver con sus calidades o méritos arquitectónicos. Los cuidados jardines y espléndida vegetación tropical que hoy conforman un escenario como de elegante pecera en torno a la casa de los señores en San Pedro pertenecen a una época y un mundo muy distantes de la informalidad ambiental que debió tener aquélla en el siglo XVIII.
Casa de San Pedro Alejandrino, Santa Marta, Magdalena. Arquitectura rural estrictamente utilitaria, carente de acentos decorativos, en una de las galerías perimetrales. El origen de la casa “de los señores” en la hacienda de “trapiche” cacaotero y azucarero de San Pedro Alejandrino, estaría en las edificaciones de terraza o techo plano comunes en los pueblos y ciudades costeras del sur de Andalucía y Levante. No así del trapiche, la vivienda de trabajadores o esclavos y las trojes, los cuales fueron cubiertos con armaduras en madera en variantes del sistema de par e hilera islámico.
Interior de la casa de los señores, con el mobiliario presumiblemente correspondiente o similar al de la época en que murió allí el Libertador Simón Bolívar.
Texto de: Germán Tellez
Hacienda. (De facienda).f. Finca agrícola. ll 2. Cúmulo de bienes y riqueza que uno tiene. ll 3. Labor, faena casera. U.m. en pl. ll 4. Obra, acción o suceso. ll 5. Asunto, negocio que se trata entre algunas personas.
Diccionario de la Lengua Española. Real Academia Española.
Aunque el Diccionario de la Real Academia Española menciona los variados usos y significados del término “hacienda”, no cabe duda de que su sentido más familiar es el primero, derivado del latín vulgar llevado a la península ibérica por las legiones romanas: finca agrícola. El segundo significado, el de riqueza patrimonial, trae a cuento una noción socio-económica no menos tradicional: Cúmulo de bienes que uno tiene. En las usanzas populares y documentos coloniales neogranadinos la “hacienda” tuvo indistintamente ambos significados, y éstos pasaron sin modificación alguna a la República colombiana. Las grandes propiedades rurales se llaman aún hoy haciendas, y el manejo de los recursos económicos del Estado colombiano está –al menos en teoría– a cargo del Ministerio de Hacienda, entidad de nombre arcaico pero moderna ineficiencia. El término “estancia”, usual en el sur del continente, y en las primeras épocas de colonización del sur del Brasil y la Nueva España (México) tuvo poco o ningún uso en la Nueva Granada. Aunque el término andaluz dehesa (el cual designa una hacienda ganadera, distinta de la agrícola) se utilizó durante el período colonial neogranadino, cayó en desuso en la época republicana (siglo XIX). No es raro, además, que la designación de “hacienda”, incorporada al inglés como un hispanismo, se extendiera a lo que hoy son territorios norteamericanos (Texas, Nuevo México, Nevada, Arizona, California).
El arquitecto e investigador mexicano José Antonio Terán cita, en Arquitectura rural en México. Las haciendas de una región1., el Diccionario de Autoridades2. preparado para la Nueva España durante el siglo XVIII, en la bella definición del término “Hacienda”: Las heredades del campo y tierras de labor que se trabajan para que fructifiquen. El documento colonial ratifica así la noción compartida por cronistas e historiadores de la época presente, de la hacienda entendida como una unidad autónoma productiva, en la cual puede o no haber edificaciones. Esto último depende de que el propietario de aquélla habite de modo permanente en el lugar, o vaya allí ocasionalmente. A su vez, las edificaciones que pueden surgir en los terrenos de una hacienda pertenecen, según la investigadora española Maricruz Aguilar García (en “Haciendas de Olivar”, documento anexo a los cursos de verano de la Universidad “Antonio Machado”, Baeza, España, 1988), a “…un tipo específico de arquitectura ligado al paisaje natural y a un sistema de explotación agrícola”.
Este exacto concepto permite ligar la definición socioeconómica de la hacienda con la arquitectura que eventualmente surgirá en ella. Prueba singular de ello es el término anglosajón prestado al español coloquial adoptado en todo el Medio y Lejano Oeste estadounidense para los latifundios y haciendas menores ganaderas: Ranch, de “rancho”, el cual designaba (y designa aún hoy) indistintamente los terrenos y las construcciones existentes en ellos, o solamente estas últimas. Las propiedades dedicadas a la agricultura en las colonias del norte del continente americano recibieron otros nombres, según su tamaño y uso: plantation, o farm, el equivalente anglosajón de “finca” o “granja”. Los términos franceses aproximadamente equivalentes a los anteriores hacen alusión a su propio origen medieval, puesto que la noción de domaine (hacienda) se refiere a la cuestión socioeconómica del dominio que el señor feudal ejercía sobre tierras y siervos, y ferme (equivalente del inglés farm) o bien clos, es decir, un recinto o un área cerrada, designan lo que sería una finca o granja.
Sobre los orígenes históricos de la casa de hacienda neogranadina el autor del presente texto indicó, en Casa Colonial, orígenes rastreables a dos distancias históricas diferentes: “Una, el… sistema de procesos ideológicos, tecnológicos y antropológicos mediante los cuales se conforman…en el Medio Oriente y en torno al Mediterráneo los arquetipos espaciales de vivienda que eventualmente vendrán a través del Mar Océano. Y otra, correspondiente a las circunstancias específicas que rodearon la implantación en este continente de cierta versión de la arquitectura…existente al final del siglo XV en el centro y sur de la península ibérica.… El qué de la casa (de hacienda) se explica mediante el rastreo de su lejano ancestro arquitectónico, y el cómo se entiende mediante el recuento del proceso específico por el cual las casas españolas pasaron al Nuevo Mundo”.
La arqueología del siglo XX ha venido descubriendo más y más huellas de edificaciones de las más antiguas culturas conocidas en el Medio Oriente y en torno al Mediterráneo que necesariamente tuvieron que ser campestres, al menos en sus comienzos. Así, de modo muy indirecto y genérico, una presunta “casa de campo” sumeria o babilónica se podría tomar, con algún esfuerzo, como un antecedente histórico de la casa de hacienda iberoamericana, dado que antropológicamente es comprobable que la relación entre el hombre y el campo ha variado muy poco en los últimos treinta siglos. A esta consideración arqueológica se podría sumar la de que en las áreas recientemente exploradas de los centros urbanos precolombinos de Teotihuacán, en el valle de México, y Chanchan, en el Perú, existen indicios claros de una repartición sistemática de zonas rurales relativamente distantes de los centros urbanos, en algunos casos con rastros de edificaciones en ellas. Es posible obtener conclusiones variadas de tan interesantes investigaciones, incluyendo el muy posible supuesto de la existencia de equivalentes de “haciendas” o “fincas” de época prehispánica, al menos en el valle de México y en el Alto Perú.
Conviene recordar que la relación socioeconómica hombre-campo-ciudad ha tenido a través de la historia dos modalidades básicas, aparte de la circunstancia anómala del propietario ausente: Una, en la cual el propietario o usuario de terrenos rurales reside y trabaja en ellos permanentemente, y otra en la cual habita de modo estable en algún núcleo urbano más o menos próximo y sólo está en el campo temporalmente.
La otra distancia histórica previamente indicada sería la que corresponde al proceso histórico de exportación de arquitectura rural desde España metropolitana a sus posesiones imperiales en el Nuevo Mundo. El proceso de conquista y colonización imperial hispánica fue precedido necesariamente por la configuración, en territorio ibérico, –como lo señala la investigadora Maricruz Aguilar– del género arquitectónico propio de los paisajes de la península y adecuado a las actividades específicas de explotación de la tierra. Tal como ocurriría, siglos más tarde, en el Nuevo Mundo, la arquitectura rural en tierras hispánicas no surgió por generación espontánea ni como resultado de un proceso endógeno. Fue iniciada de modo limitado por los pobladores griegos y fenicios que se establecieron en las costas de lo que hoy son Andalucía, Levante y Cataluña, pero sería más propia de los colonizadores romanos la toma de posesión sistemática de áreas despobladas y la iniciación de núcleos construidos capaces de autoabastecerse de su producción agrícola. Esto es evidente, si se considera que tal proceso era parte de la creación simultánea de un sistema de dominio y explotación territorial que incluía comunicaciones terrestres y fluviales, así como obras hidráulicas y públicas a gran escala.
En suma, el imperio colonial romano sentó las bases socioeconómicas y políticas para el proceso histórico que España imperial habría de repetir en América dieciséis siglos más tarde. En territorio hispánico se produjeron las circunstancias y tendencias socioeconómicas y políticas que permitieron rehacer lo que en Roma metropolitana se llamó “latifundio” (una combinación de dos palabras del latín vulgar, latus, ancho o amplio, y fundus, finca rústica), es decir, la propiedad rural de gran tamaño, así como las de menor área, la hacienda, y la más pequeña, en términos dimensionales, la finca. Lo que se va a refinar al paso de los siglos no son los principios básicos, de dominio político de la tierra, de sí poco alterables, sino las modalidades de propiedad y manejo de la misma, los sistemas de explotación de ésta y el manejo de la producción, conformándose así el proceso histórico que España estaría llamada a reiterar en el Nuevo Mundo.
El uso romano –metropolitano, provincial o colonial– de las áreas rurales incluyó la adaptación al campo de viviendas creadas originalmente para conformar ciudades, pueblos y aldeas, no siendo difícil trasladar de un medio a otro esquemas de ordenación espacial de sí muy versátiles. El término genérico “Villa” pasó a designar popularmente y por igual una modesta casa de recreo en el campo o un enorme conjunto palaciego levantado en las afueras de una ciudad, como sería el caso de la “Villa” del Emperador Adriano cerca a Roma, o la célebre “Villa” Armerina. Es obvio que el manejo de posesiones rurales trajo como consecuencia la necesidad de construcciones para vivienda y trabajo, distintas de las que se utilizaban como lugar de recreo, haciéndose extensiva la denominación popular de “Villa” para las edificaciones utilitarias campestres. El historiador español Fernando Chueca Goitia señala en su Historia de la arquitectura española3. algunos hallazgos arqueológicos de “villas” rurales que datan de mediados del siglo II de la era Cristiana. Dice así: “Además de (las) villas señoriales existieron en España (Hispania) las granjas o villas rústicas que conocemos por descripciones de Varrón y Columela. En general, todas las dependencias rodeaban a un patio; cerca de la entrada se hallaban las habitaciones del villicus o encargado de la hacienda por delegación de su dueño. Había habitaciones para sirvientes y esclavos, cocina, baños y prisión, además de los almacenes y dependencias que exigía la labor (cereales, viñas, olivo, etc.) Se conservan restos de estas villas rústicas en Cataluña, donde la explotación agrícola era floreciente…”.
La cita anterior, sin modificación alguna, podría ser también la descripción de una casa de hacienda mexicana o neogranadina, ya no del siglo II sino del XVII. Los colonizadores romanos, habiendo aprendido esto de los pobladores griegos del Mediterráneo oriental, no hicieron nada distinto de retomar los antiguos ordenamientos espaciales tradicionalmente practicados por las más antiguas culturas del Medio Oriente: la planta de casa organizada en torno a un espacio libre (patio) central y la casa de planta concentrada, en la cual una o dos crujías de dependencias estaban rodeadas perimetralmente de soportales o peristilos. El historiador Chueca Goitia añade4.: “El ejemplar más completo de villa campesina (es decir, rural) es la de Cuevas de Soria. Alrededor de un enorme peristilo de columnas toscanas se disponen las habitaciones, muchas de planta absidal. (Se) destacan el gran salón de recepción, el triclinio y las termas…Debe ser obra de la mitad del siglo II, abandonada a mediados del IV…”. Lo anterior podría hacer referencia a una de las haciendas mexicanas de mayor tamaño y del siglo XVIII, incluyendo el uso de columnas toscanas, y la dotación de un enorme comedor y baños aparte.
Continúa el historiador Chueca Goitia: “En el siglo III encontramos un ejemplar notabilísimo de villa campesina (campestre) en Almenara de Adaja (prov. de Valladolid) (nombre árabe, adoptado siglos más tarde para el lugar donde se hallaron los restos de la casa romana mencionada). Su planta revela una concepción arquitectónica (de)…espacios enlazados con sutil maestría”. Lo anterior implica que, pese a ser escasos los vestigios arqueológicos de construcciones rurales hallados en España, son suficientes para establecer una jerarquía cualitativa de arquitecturas que vino a ser repetida, siglos más tarde, en el Nuevo Mundo. Las “Casas Grandes” de las fazendas brasileñas y las enormes residencias palaciegas de algunas haciendas mexicanas, al igual que las más humildes casas campestres neogranadinas, tienen ancestros ibéricos muy antiguos perfectamente identificables y diferenciados para unas y otras.
Las casas campestres coloniales romanas fueron obviamente utilizadas por los pueblos islámicos desde el Medio Oriente hasta el centro y sur de lo que había sido la provincia colonial de Hispania. Las culturas islámicas, al menos en arquitectura, fueron más inclinadas a la conservación y apropiación que al arrasamiento vandálico de las edificaciones de los pueblos cuyos territorios invadían, y aun de los antepasados de esos pueblos. Es así como las ruinas de las salas hipóstilas de los palacios persas probablemente son la fuente de la ordenación espacial rigurosamente compartimentada mediante módulos estructurales de las mezquitas levantadas en torno al Mediterráneo, desde Mesopotamia hasta Córdoba, en Hispania. Las sucesivas invasiones musulmanas al territorio ibérico, entre los siglos VIII y XV y el establecimiento duradero de una cultura y un urbanismo islámicos dieron lugar también a un largo proceso de adaptación y manejo del vasto territorio rural de lo que se llamó entonces Al-Andalus.
Pocos géneros arquitectónicos resultaron más adecuados y afines al sentido de orden existencial y a las costumbres y modalidades de explotación del territorio rural de los grupos humanos islámicos que las casas campestres, ya fueran ellas de recreo o producción agrícola. Durante casi ocho siglos, la tierra ibérica vio florecer la agricultura, apoyada por el uso de obras de hidráulica que retomaban las tradiciones tecnológicas de la ingeniería romana, a las cuales se sumaban la ciencia y la técnica árabes, ignoradas, y aun prohibidas por el oscurantismo religioso de los pueblos cristianos europeos. La extraordinaria realidad ambiental del campo andaluz en la época de dominación islámica dio pie a la célebre leyenda –que podía ser perfectamente cierta– de que una ardilla podía ir de Córdoba a Granada sin tocar tierra, de rama en rama a través de los bosques interminables y maravillosos. Semejante aprovechamiento y cuidado ecológico del territorio, propiciado por pueblos originalmente nómadas y por añadidura “infieles”, que venían de tierras desérticas, es materia para profundas reflexiones. El gran aporte a la historia de las civilizaciones rurales de los pueblos islámicos en España consistió en hacer del campo un emporio de riqueza, manteniendo simultáneamente intacta la belleza y el equilibrio ecológico del paisaje. No es una casualidad que aún hoy se hable en Hispanoamérica, a propósito del agua en el campo, de acequias, atarjeas, alcantarillas y aljibes, empleando hermosos arabismos que trascienden los siglos.
Las casas campestres romanas fueron vandalizadas y destruidas en su mayoría por los pueblos visigodos y los primeros cristianos en tierras hispánicas, en lo que se podría considerar como un proceso “normal”, para aquéllos, de destrucción de lo preexistente. Era más lógico para éstos dominar y defender territorios rurales mediante castillos y torres fortificadas. En fin de cuentas, luego de la disolución del imperio colonial romano, sobrevino un dominio territorial visigodo sobre el centro y sur de la antigua provincia colonial romana de Iberia que duró unos quinientos años, siendo interrumpido por las invasiones islámicas. Esto provocó una laguna notable en los recuentos y análisis de los historiadores que se han ocupado del tema de la arquitectura civil en tierra hispánica. Especialistas españoles como Torres Balbás y Chueca Goitia5. se han visto obligados a relacionar directamente los escasos vestigios de arquitectura rural de época romana con los de las alquerías islámicas, dejando, por razones obvias, el vacío de la época visigoda y paleocristiana. Nótese cómo el énfasis historiográfico sobre esta época está cargado, no sobre el urbanismo o la vivienda urbana o rural, sino sobre la arquitectura religiosa y militar.
Lo anterior no significa en modo alguno que el proceso de aparición de las modalidades regionales ibéricas de construcciones campesinas no ocurriera o fuese interrumpido por los aconteceres histórico-políticos. Por el contrario, se puede afirmar que la configuración formal de las arquitecturas “populares” o regionales hispánicas comenzó y continuó ininterrumpidamente luego de la disolución del régimen colonial romano. La primitiva elementalidad de la casa campesina, y su índole temporal, además de su origen como de refugio posterior a algún naufragio, le han permitido surgir y sobrevivir a contra-historia, en las circunstancias más desfavorables que se puedan imaginar. El gran paso por señalar es aquel que separa el cobertizo o el rancho de ocasión de la casa permanente y definitiva, estableciendo así dos géneros arquitectónicos rurales bien diferenciados. La casa de hacienda no es, cualitativamente, un rancho venido a más sino una especie arquitectónica creada para reemplazar al primero.
La alquería (del árabe al-karía, campo para la labranza, según el Diccionario de la Real Academia Española) no es otra cosa que la “villa” romana, entendida indistintamente como casa de recreo, o unidad productiva campestre, y aun como una mezcla de los dos usos. Esto es lógico si se considera que en los reinos musulmanes en tierras hispánicas las clases dominantes regían un sistema socioeconómico que presentaba, al menos, tantas similaridades como discrepancias con las modalidades feudales características de los reinos cristianos. Si bien era necesario crear los recintos amurallados y las alcazabas fortificadas por elementales razones de seguridad colectiva, y con frecuencia las alquerías tuvieron también muros protectores a su alrededor (como ocurrió siglos más tarde en las haciendas del norte de México), ello no impidió su desarrollo para manejar el cultivo de cereales, viñedos y olivares así como la explotación (selectiva y moderada) de bosques madereros y reservas de caza y pesca. Fueron los pueblos islámicos quienes en la historia rural hispánica dieron forma definitiva a la usanza de la doble residencia, y la consecuente doble vida, de los terratenientes: la casa de ciudad y la casa campestre. La culminación extraordinaria de este proceso fue la decisión de los Califas de Córdoba de levantar lo que sería la sucursal andaluza del paraíso terrenal, el vasto palacio rural de Medina-az-zahara, a casi dos leguas de su casa de gobierno en la ciudad.
La relación social hombre-campo, eventualmente traída por los colonizadores españoles al Nuevo Mundo, llega a su madurez en el territorio andaluz con las culturas islámicas. Roma había planteado los principios básicos de la explotación del territorio rural, exportándolos luego a Hispania, pero era necesaria la intermediación y refinamiento de éstos por parte de las culturas islámicas para que, habiendo surgido en la historia el imperio hispánico, éste a su vez, los enviaría a sus posesiones en el Nuevo Mundo, como una síntesis sociopolítica dentro de la cual la casa campestre era apenas una de las herramientas requeridas para materializar la continuidad de lo que ya era una larga historia.
El prolongado período de guerras e inestabilidad territorial y social que marcó el fin de la época medieval y de los reinos islámicos en tierras hispánicas no fue propicio para la supervivencia o la creación de nuevas casas de campo, por lo que no son muchas las que lograron sobrevivir a tan desfavorables circunstancias históricas. Indirectamente, aquí estaría la razón histórica fundamental para hacer necesaria la reinvención, o resurrección -por así decirlo- de la hacienda, la finca y el rancho en el centro y sur de España, ya bien entrado el siglo XV y una vez terminadas las guerras de reconquista del territorio otrora dominado por “los moros”. Sería característico de castellanos, aragoneses, gallegos y extremeños rechazar primero las formas de dominio y control del campo de moros y sarracenos, para luego, a falta de otra cosa, aceptar y reinstalar como válida alguna parte de lo pre-existente, y adaptarla ingeniosa o torpemente a su propia idiosincrasia y las propias limitaciones. El historiador andaluz Antonio M. Bernal6. acoge así la hipótesis histórica de la aparición del cortijo como un fenómeno agrario posterior a las guerras de reconquista en Andalucía, es decir, datando del comienzo del siglo XVI, así como la definición del cortijo en el sentido de ser una unidad de explotación de un producto en bruto, como es la ganadería de cualquier tipo, en la cual no hay ningún proceso de transformación tal como los que ocurren en las haciendas de olivar o cereales. Esto anula al cortijo andaluz como antecedente u origen de lo que serían sus equivalentes neogranadinos, resultando coetáneos con los últimos. Cabe indicar que el término “cortijo” tuvo muy escaso o nulo uso en la Nueva Granada, resurgiendo sólo en la amanerada toponimia hispanizante de haciendas y fincas ganaderas colombianas del final del siglo XX.
No es sorprendente que más tarde, en la época borbónica del siglo XVIII, la monarquía española se viera precisada a emprender la colonización de algunos de sus propios territorios metropolitanos, abandonados a su suerte desde mucho tiempo atrás. La nación que había logrado crear un imperio sobre el cual jamás se ponía el sol, había olvidado por completo territorios tales como los que se extendían a lo largo de gran parte del camino entre Madrid y Sevilla, al suroeste de La Mancha, y Jaén, en los cuales había que hacer, apresuradamente, lo que ya había tenido lugar doscientos cincuenta años antes en el Nuevo Mundo: fundar ciudades y pueblos, repartir metódicamente tierras rurales, formar haciendas, proteger las fuentes de agua y los bosques, cultivar y criar algo más que olivos y toros de lidia, e incluso intentar tímidas reformas agrarias para remediar la situación permanentemente crítica del campo español.
El abandono de los sistemas y obras hidráulicos de épocas romana y árabe trajo como consecuencia histórica a largo plazo el atraso socioeconómico rural en el centro y sur de España, con respecto a otras comarcas europeas. Sólo a partir de los años cuarenta del siglo XX tendría lugar un notable y sobrehumano esfuerzo para dotar al país de represas, embalses, canales de riego y reservas de agua capaces de revivir la producción agrícola y dar nueva vida a lo que durante siglos se había tornado gradualmente en sucursales del Sahara. En medio siglo, España tendría que remediar una situación desfavorable creada a lo largo de más de quinientos años, paradójicamente coincidentes con la época de mayor auge imperial de su historia.
Allende el Océano, en las llamadas “provincias de Ultramar”, desde la nueva España (México) hasta las selvas del Paraguay, sería la Compañía de Jesús –y no los pobladores laicos o la administración colonial– la que retomaría las técnicas y conocimientos agrícolas de los “infieles” islámicos, aplicándolos en las colonias del Nuevo Mundo, para lograr óptimos rendimientos y mantener un razonable equilibrio económico en sus haciendas. Esa maestría en su relación con el campo se reflejó en el mantenimiento de la vegetación en torno a las fuentes de agua; el manejo correcto de los recursos hidráulicos, la conservación de los bosques, la rotación de cultivos, el uso alternado de tierras de pastoreo y la racionalización del empleo de la mano de obra disponible, les permitieron a los jesuitas la posesión y explotación de fincas, haciendas y enormes latifundios con una eficacia y rendimiento económico que despertaría eventualmente la envidia e inquina de encomenderos, hacendados y gobiernos coloniales, y sería uno de los motivos básicos para su expulsión de las provincias de Ultramar.
Los vestigios de arquitectura campestre islámica en España son aún más escasos que los de época romana, puesto que las alquerías andaluzas, nunca muy numerosas, serían víctimas de las guerras de reconquista y del ánimo vengativo y vandálico de sus enemigos cristianos. Más abundantes fueron las torres o alcázares, levantadas por cristianos o musulmanes, que permitían su uso como casas rurales de recreo y a la vez como refugio fortificado, aunque éstas tampoco han escapado al ánimo destructor de épocas recientes. Chueca Goitia7. (ob. cit.) menciona una alquería, o más precisamente, una “hacienda” mixta o almunia, es decir, no fortificada, en la que se combinaban la residencia de recreo con la explotación agrícola. Dice el autor citado: “Más apartada de la ciudad (Granada), en el camino de la Zubia, subsiste una bella almunia, llamada en época musulmana Darabenaz. Se dispone en dos crujías que forman ángulo y crean un patio abierto al hermoso paisaje de la sierra…”. Esa podría ser, también, la exacta descripción de “alquerías” neogranadinas tales como las casas de hacienda de Calibío o Antón Moreno, en los alrededores de Popayán, o Cañasgordas, en las afueras de Cali.
Aun el género medieval de la casa-fuerte se vio influenciado por los esquemas de ordenación espacial que conformaban los aportes de las sucesivas culturas que habían colonizado el campo hispánico. Son numerosos los ejemplos conservados, en todo el territorio español, en ruinas o reconstruidos, de “castillos” en cuyo interior los espacios se dispusieron en torno a un patio central rectangular, y en cuyas crujías perimetrales hizo su aparición el gran aporte arquitectónico musulmán: La alcoba (al-quba), vale decir, la versión islámica del espacio privado romano: las habitaciones o “cubiculae”. Este fraccionamiento y cualificación de los espacios hasta entonces genéricos e indiferenciados de las edificaciones medievales puramente militares o defensivas es de vital importancia en la historia de la arquitectura doméstica, urbana o rural.
Al presente, es posible hallar, en los vestigios arqueológicos y documentos, los orígenes de la casa de hacienda neogranadina, pero la búsqueda en territorio español de sus antecedentes arquitectónicos directos es necesariamente estéril. Algunos investigadores latinoamericanos señalan –y lamentan, con cierta ingenuidad– la ausencia actual de tipologías o formas construidas rurales que podrían permitir una ligazón filológica y cronológica entre lo que serían precedentes españoles y versiones subsiguientes de lo mismo en el Nuevo Mundo. Las razones básicas para que lo anterior no sea posible son tres: La primera consiste en que el intento de extender a un género arquitectónico “popular” formal y tecnológicamente no evolutivo y no “monumental” el sistema analítico formalista y cronológico desarrollado y aplicado a la arquitectura religiosa, institucional o militar, está condenado al fracaso por definición y/o por su base conceptual. La segunda, derivada de la primera, es simplemente que la hacienda andaluza de olivar o la manchega de viñedos, o el cortijo de aquí y allá en el sur de España son especies arquitectónicas bien diferentes de la hacienda de trapiche de caña de azúcar vallecaucana o la de cultivo de cereales en Boyacá, llamadas unas y otras a desempeñar papeles diversos en sus respectivas sociedades y sistemas económicos.
Algunos investigadores españoles han señalado cómo las haciendas o molinos de olivar andaluces llegaron a ser, a partir del siglo XVII, verdaderas fábricas de aceite destinadas a exportar gran parte de su producto a los dominios coloniales de la Corona de España, donde el cultivo de olivos estaba severamente prohibido, para evitar la ruina de la economía agrícola de la región metropolitana, excesivamente centrada en la producción de aceite de oliva. Lo anterior permite suponer vastas diferencias funcionales y formales entre los centros de producción andaluces y las casas campestres neogranadinas donde esa producción pasaba a ser de costoso consumo. La gran casa-fábrica campestre andaluza, tal como surgió siglos atrás y es observable aún hoy, no tuvo ni tiene equivalente colonial neogranadino. La historia andaluza de los últimos cuatro siglos no guarda semejanzas plasmables en arquitectura rural con la de la provincia de Nueva Granada. Luego de la conquista de Granada y el “descubrimiento” del Nuevo Mundo el acontecer del campo andaluz y el de las provincias de Ultramar toman rumbos socioeconómicos divergentes. Una es la España que se lanza a la conquista de un mundo hasta entonces desconocido, y otra, muy diversa, la que escoge o acepta permanecer ligada a su destino europeo.
Lo observable hoy en el centro y sur de España es el resultado de lo anterior. Formal y tecnológicamente, las casas de hacienda neogranadinas presentan rasgos espaciales y constructivos, –y por lo tanto, estéticos–difíciles de hallar en sus contrapartidas rurales andaluzas, manchegas o extremeñas. En cambio, aquéllos son abundantes en las casas urbanas, en las cuales sí es posible encontrar los antecedentes cronológicos que se desee. Prácticamente todos los sistemas constructivos, materiales y acabados presentes en las casas de hacienda neogranadinas, se hallan en las casas de pueblos y ciudades andaluzas o extremeñas. Lo extraño sería que no fuera así. No habría que olvidar, eso sí, la extrema intercambiabilidad de sistemas de construcción y ordenación espacial notable en la arquitectura neogranadina, entre lo urbano y lo campestre, aunque esto no significa que parte del origen de la casa de hacienda sea la casa de ciudad, sino que ambas tienen un ancestro básico común.
La tercera razón invocable en este caso es cronológica: El historiador colombiano Germán Colmenares, en sus estudios tales como Cali: Terratenientes, mineros y comerciantes y Popayán, una sociedad esclavista8. señala acertadamente la segunda mitad del siglo XVII y la primera del XVIII como la época en la cual surgen o alcanzan su máximo desarrollo las versiones “definitivas” de las casas de hacienda coloniales de una y otra región, reemplazando ranchos y tambos de fortuna levantados anteriormente como refugios temporales, en unos casos, y en otros como edificaciones nuevas en el territorio. Los historiadores españoles como Antonio Bonet Correa o Maricruz Aguilar indican a su vez que la gran época de las haciendas y cortijos andaluces ocurre sensiblemente en el mismo lapso señalado para la Nueva Granada por Germán Colmenares y los investigadores Benjamín Barney y Francisco Ramírez9.. En suma, las haciendas, fincas y cortijos del sur de España son, mayoritariamente, coetáneos de sus equivalentes neogranadinos, lo cual obviamente los elimina como antecedentes. La superposición o construcción original de elementos decorativos barrocos a las casas de hacienda andaluzas, en muchos de los casos indicados por Antonio Bonet Correa en Andalucía Barroca10., es posterior a la construcción de algunas de las haciendas boyacenses y vallecaucanas ilustradas en el presente estudio. Es de notar que en ciertos casos de enormes haciendas en algunas regiones mexicanas se produjo una adición de elementos decorativos barrocos en versiones locales análoga a la que surgiera en la misma época en Andalucía. En la Nueva Granada, donde no llegó a existir la inmensa riqueza y desarrollo rural de la Nueva España, tales fenómenos estilísticos no podrían jamás haber tenido lugar.
Por razones ignotas, historiadores y estudiosos atribuyen escasa importancia a la memoria individual y colectiva de los colonizadores hispánicos, aspecto de los orígenes de la arquitectura colonial que, para el género de la arquitectura rural, es decisivo y vital. Los recuerdos multifacéticos de los pobladores del campo neogranadino deben haberlos llevado a una obsesiva analogía paisajística en su búsqueda interminable, a veces feliz y otras desesperada, de lugares para hallar en la vasta geografía neogranadina las tierras que el continente europeo les negaba y los lugares apropiados para fundar ciudades.
En el caso de las ambiciones de terrenos rurales no se explica de otro modo la analogía estupenda, señalada en Casa Colonial, entre los panoramas poco menos que idénticos en torno a Medina-Sidonia (provincia de Cádiz), y a la Villa de Leyva, en Boyacá. Los ejemplos no tendrían fin: el “desierto” de La Candelaria, en Ráquira, Boyacá y la comarca de Tabernas, en Almería; las sierras de Ronda y las del norte de Boyacá y el sur de Santander; la región de Río Tinto, en Andalucía central y la de Piedecuesta, y el Chicamocha, en el sur de Santander; el campo en torno a Guadalupe y Oropesa (prov. de Toledo) y el de los valles de Sogamoso en Boyacá, o de Pubenza, en torno a Popayán; las llanuras de Extremadura y las del Tolima y el Huila; la vega valenciana y el valle del río Cauca; la sierra nevada de Granada y la de Santa Marta, al borde del Mar Caribe… Serían demasiado numerosas y marcadas las coincidencias para ser producto del azar. En Casa Colonial se dijo: “…Cabe imaginar la terrible emoción y el mar de fondo del alma de la dura gente hispánica al avistar parajes que eran como si sus tierras natales hubieran cruzado milagrosamente el mar Océano…”. Pero allí en lo que se creía ser “Las Indias”, donde las tierras parecían no tener límites, las estaciones anuales, reguladoras de la vida y usanzas europeas, incluyendo la relación entre el hombre y el campo y hasta la vida de las semillas, no existían. Los gélidos páramos, las altiplanicies de eterna primavera, el trópico sempiternamente igual a los feroces veranos extremeños, fueron tomando el lugar de los recuerdos europeos. El aspecto físico del campo neogranadino podía traer a la memoria los paisajes ibéricos, pero existía ciertamente aparte, como un Nuevo Mundo, o mejor, como algo del Otro Mundo. Podía ser, simultáneamente, el paraíso y el infierno, en su fértil dadivosidad y sus terribles exigencias.
La memoria hispánica incluía obviamente la casa de campo como medio para tomar posesión del terruño, dominarlo y explotarlo. El deseo de fondo tuvo que ser el de dominar la nueva tierra poseída a la manera y la voluntad europeas, creando en el campo novohispano islas de existencia traídas del otro lado del mundo, así como los primeros pueblos de españoles fueron concebidos como microcosmos urbanos andaluces o castellanos incrustados en los más insólitos parajes de un medio geográfico que parecía como de un planeta diferente. Una parte vital de la memoria, parcialmente consciente pero intuitiva, también dictaría el menos explicable y más poético de los rasgos de la casa en medio del campo: su sentido de lugar, es decir, sus complejas relaciones físicas, ambientales y sensoriales con el paisaje en torno suyo. Los esquemas andaluz, manchego o castellano de la relación casa-paisaje, o bien, espacio natural-espacio artificial, fueron replanteados en el Nuevo Mundo sobre la base de los recuerdos de cómo era todo en el campo hispánico, de modo que podrían variar los horizontes y las dimensiones del espacio natural, pero no el papel desempeñado por las construcciones levantadas en el paisaje. Mientras más lejos estuvieran los pobladores hispánicos de los pueblos y ciudades, y más fuerte fuese la soledad del campo, más influyente y poderosa sería la presencia de la memoria. Bastaría percibir una vez más la vital envoltura de muros en torno a las casas de hacienda neogranadinas para regresar al origen recordatorio de aquéllos: según Fernando Chueca Goitia11. (ob. cit.) “Para el árabe el problema no es el de procurarse un techo, sino una tapia. Podría vivir sin techo, pero necesita paredes. Una vez dentro de su recinto, que es lo verdaderamente imprescindible, sus exigencias de confort son mínimas…”. Y si de lo que se trata es de la índole general de la casa de campo neogranadina, la continuación de la cita anterior tiene plena validez: “Esta especial postura frente al confort la encontramos también, en cierta manera, en la vida andaluza. La casa andaluza procura el deleite de los sentidos, principalmente el de la vista, pero desatiende los más elementales principios de la comodidad funcional”.
La casa de hacienda neogranadina será así un gesto de desafío y posesión y una apretada madeja de ambiciones, magia e ilusión, además de la forma física que otorga validez a los recuerdos, apoyo a las costumbres y escenario al acontecer familiar. Tendrá, además, una calidad misteriosa que la singulariza. En ella se perciben presencias –y ausencias– que hoy se llaman, con pretensión científica, paranormales, cuando en realidad son las que le otorgan interés y sabor a la prosaica normalidad cotidiana. Para clasificar como tal, una antigua casa de hacienda debe poseer ciertos rincones misteriosos y oscuros, historias ocultas u olvidadas y alguna que otra presencia fantasmal, que puede ser la del canónigo catedralicio Ignacio María (“Nacho”) de Tordesillas y Fernández de Insinillas, por cuya iniciativa se construyó la casa de “Fusca” (Torca, Cundinamarca). En su calidad de fantasma documentado y fotografiado, el canónigo es un personaje más importante en la historia de la casa que el Libertador Simón Bolívar, quien residió fugazmente en ella. La vida no le permitió al Libertador levantar una bella casa de hacienda. Prefirió siempre las que ya existían. Los fantasmas podrían ser también los jinetes nocturnos descritos por Armando Solano en la casa de La Trinidad o los “espantos” más o menos maléficos, que han requerido reiterados e inútiles exorcismos en casas rurales de toda la Nueva Granada. Y ¿qué sería de alguna casa de la sabana de Bogotá sin el llanto quejumbroso, poco antes del alba, de alguna ignota víctima campestre, mal muerta y peor enterrada?
La casa de campo nace del recuerdo o de la tradición familiar que establece cómo debe o puede ser ésta, y dónde debe existir, y por qué. Requiere también la memoria y la tradición tecnológica para saber cómo construirla, y la memoria o la terca tradición familiar para cuidar de ella, amarla y entenderla. Ese es, quizá, el origen más profundo y valedero de la casa de hacienda, pero el que menos cabida tiene en los libros de historia de la arquitectura, pues el relato de cómo llegaron a ser las formas construidas rara vez toma en cuenta el de la índole y la conducta humanas.
#AmorPorColombia
Definiciones, orígenes y antecedentes
Finca agrícola en los alrededores de Olvera, provincia de Cádiz, Andalucía. “No es Africa la que comienza en los Pirineos. Es América la que comienza en La Mancha”.
Casa de hacienda de olivar y fábrica de aceite de oliva del siglo XVIII en los alrededores de Lupión y Bejigar, provincia de Jaén. Patio entre el Señorío y la Gañanería.
Muros originales delimitantes de los espacios complementarios en Canoas, Soacha Distrito Capital.
Los Laureles. Facatativá, Cundinamarca. En la sabana de Bogotá responde con gracia ambiental a las definiciones y orígenes de la casa de hacienda neogranadina. El laurel fue una de las especies vegetales europeas traídas al Nuevo Mundo por los eventuales hacendados españoles. Habría que declarar al inspirado constructor original de la casa “poeta laureado” en vista de su estupendo sentido de lugar.
Los Laureles. Facatativá, Cundinamarca. En la sabana de Bogotá responde con gracia ambiental a las definiciones y orígenes de la casa de hacienda neogranadina. El laurel fue una de las especies vegetales europeas traídas al Nuevo Mundo por los eventuales hacendados españoles. Habría que declarar al inspirado constructor original de la casa “poeta laureado” en vista de su estupendo sentido de lugar.
Los Laureles. Facatativá, Cundinamarca. En la sabana de Bogotá responde con gracia ambiental a las definiciones y orígenes de la casa de hacienda neogranadina. El laurel fue una de las especies vegetales europeas traídas al Nuevo Mundo por los eventuales hacendados españoles. Habría que declarar al inspirado constructor original de la casa “poeta laureado” en vista de su estupendo sentido de lugar.
Los Laureles. Facatativá, Cundinamarca. Es casa “alta y baja” en torno a un patio. El crecimiento gradual de la casa es evidente en la informalidad de las relaciones entre los volúmenes que la conforman. Las galerías altas en torno al patio fueron “republicanizadas”, y ostentan ahora cielos rasos planos impropios de las casas de época colonial. Sería una indirecta influencia islámica dejar que la vegetación domine las formas construidas.
Los Laureles. Facatativá, Cundinamarca. Es casa “alta y baja” en torno a un patio. El crecimiento gradual de la casa es evidente en la informalidad de las relaciones entre los volúmenes que la conforman. Las galerías altas en torno al patio fueron “republicanizadas”, y ostentan ahora cielos rasos planos impropios de las casas de época colonial. Sería una indirecta influencia islámica dejar que la vegetación domine las formas construidas.
Casa de Cuprecia, Santander de Quilichao, Cauca. Aunque considerablemente intervenida en épocas recientes, Cuprecia es uno de los escasos ejemplos de “casa baja” caucanos sobrevivientes. Su construcción apenas abarcó tres costados de su patio central. Las galerías en torno a éste y en las fachadas exteriores presentan una amplitud insólita, siendo más importantes que los espacios de las habitaciones y salones.
Casa de Cuprecia, Santander de Quilichao, Cauca. Aunque considerablemente intervenida en épocas recientes, Cuprecia es uno de los escasos ejemplos de “casa baja” caucanos sobrevivientes. Su construcción apenas abarcó tres costados de su patio central. Las galerías en torno a éste y en las fachadas exteriores presentan una amplitud insólita, siendo más importantes que los espacios de las habitaciones y salones.
Casa de Guacarí, Valle del Cauca. En rigor, no es actualmente una construcción rural, ni lo que hoy existe corresponde a la primera sede de la hacienda de este nombre. Es posible que algunos de los componentes arquitectónicos de la casa original hayan sido incorporados a lo actual, construida cuando el caserío de Guacarí creció en torno a la hacienda fundada en el siglo XVII, y se hizo necesario levantar una iglesia propia del lugar. Al comenzar el siglo XIX la edificación pasó a ser casa cural. Los espacios libres circundantes, singulares en un núcleo urbano, son propios de una casa de finca o hacienda. Si el volumen realzado del piso alto es característico de las casas rurales de la región, la reciente restauración de la casa dejó al desnudo los atípicos arcos rebajados en ladrillo de las galerías del piso bajo, en un equívoco acento decorativo.
Casa de Guacarí, Valle del Cauca. En rigor, no es actualmente una construcción rural, ni lo que hoy existe corresponde a la primera sede de la hacienda de este nombre. Es posible que algunos de los componentes arquitectónicos de la casa original hayan sido incorporados a lo actual, construida cuando el caserío de Guacarí creció en torno a la hacienda fundada en el siglo XVII, y se hizo necesario levantar una iglesia propia del lugar. Al comenzar el siglo XIX la edificación pasó a ser casa cural. Los espacios libres circundantes, singulares en un núcleo urbano, son propios de una casa de finca o hacienda. Si el volumen realzado del piso alto es característico de las casas rurales de la región, la reciente restauración de la casa dejó al desnudo los atípicos arcos rebajados en ladrillo de las galerías del piso bajo, en un equívoco acento decorativo.
Casa de Guacarí, Valle del Cauca. En rigor, no es actualmente una construcción rural, ni lo que hoy existe corresponde a la primera sede de la hacienda de este nombre. Es posible que algunos de los componentes arquitectónicos de la casa original hayan sido incorporados a lo actual, construida cuando el caserío de Guacarí creció en torno a la hacienda fundada en el siglo XVII, y se hizo necesario levantar una iglesia propia del lugar. Al comenzar el siglo XIX la edificación pasó a ser casa cural. Los espacios libres circundantes, singulares en un núcleo urbano, son propios de una casa de finca o hacienda. Si el volumen realzado del piso alto es característico de las casas rurales de la región, la reciente restauración de la casa dejó al desnudo los atípicos arcos rebajados en ladrillo de las galerías del piso bajo, en un equívoco acento decorativo.
Baza, Valle de Tenza, Boyacá. Una casa que “deja existir” el campo en torno suyo, a la manera de las alquerías árabes andaluzas. Nótese, abajo a la izquierda, la variante usual en Boyacá de la armadura de cubiertas en “par y nudillo” técnicamente primitiva, realizada usando maderas rollizas excesivamente delgadas a modo de pares. Estas, muy flexibles pero livianas y baratas, se curvan bajo el peso del tejado, y requieren riostra o jabalcones (más rollizas) apoyados en los tirantes, para sostenerlas. Tan confuso sistema artesanal refleja lo pintoresco de la ignorancia técnica y lo divertido de la improvisación. A la derecha, el acceso al patio es un indudable acierto arquitectónico, reflejo del arte de saber entrar a los lugares.
Baza, Valle de Tenza, Boyacá. Una casa que “deja existir” el campo en torno suyo, a la manera de las alquerías árabes andaluzas. Nótese, abajo a la izquierda, la variante usual en Boyacá de la armadura de cubiertas en “par y nudillo” técnicamente primitiva, realizada usando maderas rollizas excesivamente delgadas a modo de pares. Estas, muy flexibles pero livianas y baratas, se curvan bajo el peso del tejado, y requieren riostra o jabalcones (más rollizas) apoyados en los tirantes, para sostenerlas. Tan confuso sistema artesanal refleja lo pintoresco de la ignorancia técnica y lo divertido de la improvisación. A la derecha, el acceso al patio es un indudable acierto arquitectónico, reflejo del arte de saber entrar a los lugares.
Baza, Valle de Tenza, Boyacá. Una casa que “deja existir” el campo en torno suyo, a la manera de las alquerías árabes andaluzas. Nótese, abajo a la izquierda, la variante usual en Boyacá de la armadura de cubiertas en “par y nudillo” técnicamente primitiva, realizada usando maderas rollizas excesivamente delgadas a modo de pares. Estas, muy flexibles pero livianas y baratas, se curvan bajo el peso del tejado, y requieren riostra o jabalcones (más rollizas) apoyados en los tirantes, para sostenerlas. Tan confuso sistema artesanal refleja lo pintoresco de la ignorancia técnica y lo divertido de la improvisación. A la derecha, el acceso al patio es un indudable acierto arquitectónico, reflejo del arte de saber entrar a los lugares.
Yambitará, Popayán, Cauca. Está prácticamente englobada en el contexto urbano de la ciudad de la que en un principio distaba media legua. En forma de “L” en planta, tiene el tramo sobreelevado típico de las casas de hacienda caucanas. Posee un interesante acueducto que abastece el baño (o “chorro”) al aire libre (izquierda) en ladrillo y piedra, así como generosas galerías perimetrales. Yambitará conserva una parte reducida del campo originalmente circundante, incluyendo la colina donde se localiza, aunque tiene ya la inevitable vecindad de “conjuntos residenciales” propios del crecimiento urbano de Popayán.
Yambitará, Popayán, Cauca. Está prácticamente englobada en el contexto urbano de la ciudad de la que en un principio distaba media legua. En forma de “L” en planta, tiene el tramo sobreelevado típico de las casas de hacienda caucanas. Posee un interesante acueducto que abastece el baño (o “chorro”) al aire libre (izquierda) en ladrillo y piedra, así como generosas galerías perimetrales. Yambitará conserva una parte reducida del campo originalmente circundante, incluyendo la colina donde se localiza, aunque tiene ya la inevitable vecindad de “conjuntos residenciales” propios del crecimiento urbano de Popayán.
Yambitará, Popayán, Cauca. Está prácticamente englobada en el contexto urbano de la ciudad de la que en un principio distaba media legua. En forma de “L” en planta, tiene el tramo sobreelevado típico de las casas de hacienda caucanas. Posee un interesante acueducto que abastece el baño (o “chorro”) al aire libre (izquierda) en ladrillo y piedra, así como generosas galerías perimetrales. Yambitará conserva una parte reducida del campo originalmente circundante, incluyendo la colina donde se localiza, aunque tiene ya la inevitable vecindad de “conjuntos residenciales” propios del crecimiento urbano de Popayán.
Casa de San Pedro Alejandrino, Santa Marta, Magdalena. El caso de San Pedro Alejandrino es único en Colombia por razones extra-arquitectónicas. La extensa hacienda de trapiche y su modesta casa habían llegado varias décadas antes a su máximo desarrollo cuando el Libertador Simón Bolívar muere en ella en 1830. Acto seguido se inicia la desmembración y progresiva destrucción de la sede de la hacienda, conservándose en un estado razonable solamente el tramo de la casa donde se localiza la alcoba mortuoria del Libertador. A partir del final del siglo XIX se monumentaliza progresivamente el lugar, comenzando por el entorno de la casa misma, surgiendo luego el “Altar de la Patria”, un gigantesco “Patio de Armas” y por último un inverosímil museo de arte moderno, todos los cuales son episodios inconexos con la casa de hacienda colonial. La presencia de Bolívar salvó la casa de una eventual desaparición, pero la nueva República creó en torno a aquélla un ambiente escandalosamente contrastante con la austeridad que enmarcó las últimas horas del Libertador, y le otorgó unos significados que poco o nada tienen que ver con sus calidades o méritos arquitectónicos. Los cuidados jardines y espléndida vegetación tropical que hoy conforman un escenario como de elegante pecera en torno a la casa de los señores en San Pedro pertenecen a una época y un mundo muy distantes de la informalidad ambiental que debió tener aquélla en el siglo XVIII.
Casa de San Pedro Alejandrino, Santa Marta, Magdalena. El caso de San Pedro Alejandrino es único en Colombia por razones extra-arquitectónicas. La extensa hacienda de trapiche y su modesta casa habían llegado varias décadas antes a su máximo desarrollo cuando el Libertador Simón Bolívar muere en ella en 1830. Acto seguido se inicia la desmembración y progresiva destrucción de la sede de la hacienda, conservándose en un estado razonable solamente el tramo de la casa donde se localiza la alcoba mortuoria del Libertador. A partir del final del siglo XIX se monumentaliza progresivamente el lugar, comenzando por el entorno de la casa misma, surgiendo luego el “Altar de la Patria”, un gigantesco “Patio de Armas” y por último un inverosímil museo de arte moderno, todos los cuales son episodios inconexos con la casa de hacienda colonial. La presencia de Bolívar salvó la casa de una eventual desaparición, pero la nueva República creó en torno a aquélla un ambiente escandalosamente contrastante con la austeridad que enmarcó las últimas horas del Libertador, y le otorgó unos significados que poco o nada tienen que ver con sus calidades o méritos arquitectónicos. Los cuidados jardines y espléndida vegetación tropical que hoy conforman un escenario como de elegante pecera en torno a la casa de los señores en San Pedro pertenecen a una época y un mundo muy distantes de la informalidad ambiental que debió tener aquélla en el siglo XVIII.
Casa de San Pedro Alejandrino, Santa Marta, Magdalena. Arquitectura rural estrictamente utilitaria, carente de acentos decorativos, en una de las galerías perimetrales. El origen de la casa “de los señores” en la hacienda de “trapiche” cacaotero y azucarero de San Pedro Alejandrino, estaría en las edificaciones de terraza o techo plano comunes en los pueblos y ciudades costeras del sur de Andalucía y Levante. No así del trapiche, la vivienda de trabajadores o esclavos y las trojes, los cuales fueron cubiertos con armaduras en madera en variantes del sistema de par e hilera islámico.
Interior de la casa de los señores, con el mobiliario presumiblemente correspondiente o similar al de la época en que murió allí el Libertador Simón Bolívar.
Texto de: Germán Tellez
Hacienda. (De facienda).f. Finca agrícola. ll 2. Cúmulo de bienes y riqueza que uno tiene. ll 3. Labor, faena casera. U.m. en pl. ll 4. Obra, acción o suceso. ll 5. Asunto, negocio que se trata entre algunas personas.
Diccionario de la Lengua Española. Real Academia Española.
Aunque el Diccionario de la Real Academia Española menciona los variados usos y significados del término “hacienda”, no cabe duda de que su sentido más familiar es el primero, derivado del latín vulgar llevado a la península ibérica por las legiones romanas: finca agrícola. El segundo significado, el de riqueza patrimonial, trae a cuento una noción socio-económica no menos tradicional: Cúmulo de bienes que uno tiene. En las usanzas populares y documentos coloniales neogranadinos la “hacienda” tuvo indistintamente ambos significados, y éstos pasaron sin modificación alguna a la República colombiana. Las grandes propiedades rurales se llaman aún hoy haciendas, y el manejo de los recursos económicos del Estado colombiano está –al menos en teoría– a cargo del Ministerio de Hacienda, entidad de nombre arcaico pero moderna ineficiencia. El término “estancia”, usual en el sur del continente, y en las primeras épocas de colonización del sur del Brasil y la Nueva España (México) tuvo poco o ningún uso en la Nueva Granada. Aunque el término andaluz dehesa (el cual designa una hacienda ganadera, distinta de la agrícola) se utilizó durante el período colonial neogranadino, cayó en desuso en la época republicana (siglo XIX). No es raro, además, que la designación de “hacienda”, incorporada al inglés como un hispanismo, se extendiera a lo que hoy son territorios norteamericanos (Texas, Nuevo México, Nevada, Arizona, California).
El arquitecto e investigador mexicano José Antonio Terán cita, en Arquitectura rural en México. Las haciendas de una región1., el Diccionario de Autoridades2. preparado para la Nueva España durante el siglo XVIII, en la bella definición del término “Hacienda”: Las heredades del campo y tierras de labor que se trabajan para que fructifiquen. El documento colonial ratifica así la noción compartida por cronistas e historiadores de la época presente, de la hacienda entendida como una unidad autónoma productiva, en la cual puede o no haber edificaciones. Esto último depende de que el propietario de aquélla habite de modo permanente en el lugar, o vaya allí ocasionalmente. A su vez, las edificaciones que pueden surgir en los terrenos de una hacienda pertenecen, según la investigadora española Maricruz Aguilar García (en “Haciendas de Olivar”, documento anexo a los cursos de verano de la Universidad “Antonio Machado”, Baeza, España, 1988), a “…un tipo específico de arquitectura ligado al paisaje natural y a un sistema de explotación agrícola”.
Este exacto concepto permite ligar la definición socioeconómica de la hacienda con la arquitectura que eventualmente surgirá en ella. Prueba singular de ello es el término anglosajón prestado al español coloquial adoptado en todo el Medio y Lejano Oeste estadounidense para los latifundios y haciendas menores ganaderas: Ranch, de “rancho”, el cual designaba (y designa aún hoy) indistintamente los terrenos y las construcciones existentes en ellos, o solamente estas últimas. Las propiedades dedicadas a la agricultura en las colonias del norte del continente americano recibieron otros nombres, según su tamaño y uso: plantation, o farm, el equivalente anglosajón de “finca” o “granja”. Los términos franceses aproximadamente equivalentes a los anteriores hacen alusión a su propio origen medieval, puesto que la noción de domaine (hacienda) se refiere a la cuestión socioeconómica del dominio que el señor feudal ejercía sobre tierras y siervos, y ferme (equivalente del inglés farm) o bien clos, es decir, un recinto o un área cerrada, designan lo que sería una finca o granja.
Sobre los orígenes históricos de la casa de hacienda neogranadina el autor del presente texto indicó, en Casa Colonial, orígenes rastreables a dos distancias históricas diferentes: “Una, el… sistema de procesos ideológicos, tecnológicos y antropológicos mediante los cuales se conforman…en el Medio Oriente y en torno al Mediterráneo los arquetipos espaciales de vivienda que eventualmente vendrán a través del Mar Océano. Y otra, correspondiente a las circunstancias específicas que rodearon la implantación en este continente de cierta versión de la arquitectura…existente al final del siglo XV en el centro y sur de la península ibérica.… El qué de la casa (de hacienda) se explica mediante el rastreo de su lejano ancestro arquitectónico, y el cómo se entiende mediante el recuento del proceso específico por el cual las casas españolas pasaron al Nuevo Mundo”.
La arqueología del siglo XX ha venido descubriendo más y más huellas de edificaciones de las más antiguas culturas conocidas en el Medio Oriente y en torno al Mediterráneo que necesariamente tuvieron que ser campestres, al menos en sus comienzos. Así, de modo muy indirecto y genérico, una presunta “casa de campo” sumeria o babilónica se podría tomar, con algún esfuerzo, como un antecedente histórico de la casa de hacienda iberoamericana, dado que antropológicamente es comprobable que la relación entre el hombre y el campo ha variado muy poco en los últimos treinta siglos. A esta consideración arqueológica se podría sumar la de que en las áreas recientemente exploradas de los centros urbanos precolombinos de Teotihuacán, en el valle de México, y Chanchan, en el Perú, existen indicios claros de una repartición sistemática de zonas rurales relativamente distantes de los centros urbanos, en algunos casos con rastros de edificaciones en ellas. Es posible obtener conclusiones variadas de tan interesantes investigaciones, incluyendo el muy posible supuesto de la existencia de equivalentes de “haciendas” o “fincas” de época prehispánica, al menos en el valle de México y en el Alto Perú.
Conviene recordar que la relación socioeconómica hombre-campo-ciudad ha tenido a través de la historia dos modalidades básicas, aparte de la circunstancia anómala del propietario ausente: Una, en la cual el propietario o usuario de terrenos rurales reside y trabaja en ellos permanentemente, y otra en la cual habita de modo estable en algún núcleo urbano más o menos próximo y sólo está en el campo temporalmente.
La otra distancia histórica previamente indicada sería la que corresponde al proceso histórico de exportación de arquitectura rural desde España metropolitana a sus posesiones imperiales en el Nuevo Mundo. El proceso de conquista y colonización imperial hispánica fue precedido necesariamente por la configuración, en territorio ibérico, –como lo señala la investigadora Maricruz Aguilar– del género arquitectónico propio de los paisajes de la península y adecuado a las actividades específicas de explotación de la tierra. Tal como ocurriría, siglos más tarde, en el Nuevo Mundo, la arquitectura rural en tierras hispánicas no surgió por generación espontánea ni como resultado de un proceso endógeno. Fue iniciada de modo limitado por los pobladores griegos y fenicios que se establecieron en las costas de lo que hoy son Andalucía, Levante y Cataluña, pero sería más propia de los colonizadores romanos la toma de posesión sistemática de áreas despobladas y la iniciación de núcleos construidos capaces de autoabastecerse de su producción agrícola. Esto es evidente, si se considera que tal proceso era parte de la creación simultánea de un sistema de dominio y explotación territorial que incluía comunicaciones terrestres y fluviales, así como obras hidráulicas y públicas a gran escala.
En suma, el imperio colonial romano sentó las bases socioeconómicas y políticas para el proceso histórico que España imperial habría de repetir en América dieciséis siglos más tarde. En territorio hispánico se produjeron las circunstancias y tendencias socioeconómicas y políticas que permitieron rehacer lo que en Roma metropolitana se llamó “latifundio” (una combinación de dos palabras del latín vulgar, latus, ancho o amplio, y fundus, finca rústica), es decir, la propiedad rural de gran tamaño, así como las de menor área, la hacienda, y la más pequeña, en términos dimensionales, la finca. Lo que se va a refinar al paso de los siglos no son los principios básicos, de dominio político de la tierra, de sí poco alterables, sino las modalidades de propiedad y manejo de la misma, los sistemas de explotación de ésta y el manejo de la producción, conformándose así el proceso histórico que España estaría llamada a reiterar en el Nuevo Mundo.
El uso romano –metropolitano, provincial o colonial– de las áreas rurales incluyó la adaptación al campo de viviendas creadas originalmente para conformar ciudades, pueblos y aldeas, no siendo difícil trasladar de un medio a otro esquemas de ordenación espacial de sí muy versátiles. El término genérico “Villa” pasó a designar popularmente y por igual una modesta casa de recreo en el campo o un enorme conjunto palaciego levantado en las afueras de una ciudad, como sería el caso de la “Villa” del Emperador Adriano cerca a Roma, o la célebre “Villa” Armerina. Es obvio que el manejo de posesiones rurales trajo como consecuencia la necesidad de construcciones para vivienda y trabajo, distintas de las que se utilizaban como lugar de recreo, haciéndose extensiva la denominación popular de “Villa” para las edificaciones utilitarias campestres. El historiador español Fernando Chueca Goitia señala en su Historia de la arquitectura española3. algunos hallazgos arqueológicos de “villas” rurales que datan de mediados del siglo II de la era Cristiana. Dice así: “Además de (las) villas señoriales existieron en España (Hispania) las granjas o villas rústicas que conocemos por descripciones de Varrón y Columela. En general, todas las dependencias rodeaban a un patio; cerca de la entrada se hallaban las habitaciones del villicus o encargado de la hacienda por delegación de su dueño. Había habitaciones para sirvientes y esclavos, cocina, baños y prisión, además de los almacenes y dependencias que exigía la labor (cereales, viñas, olivo, etc.) Se conservan restos de estas villas rústicas en Cataluña, donde la explotación agrícola era floreciente…”.
La cita anterior, sin modificación alguna, podría ser también la descripción de una casa de hacienda mexicana o neogranadina, ya no del siglo II sino del XVII. Los colonizadores romanos, habiendo aprendido esto de los pobladores griegos del Mediterráneo oriental, no hicieron nada distinto de retomar los antiguos ordenamientos espaciales tradicionalmente practicados por las más antiguas culturas del Medio Oriente: la planta de casa organizada en torno a un espacio libre (patio) central y la casa de planta concentrada, en la cual una o dos crujías de dependencias estaban rodeadas perimetralmente de soportales o peristilos. El historiador Chueca Goitia añade4.: “El ejemplar más completo de villa campesina (es decir, rural) es la de Cuevas de Soria. Alrededor de un enorme peristilo de columnas toscanas se disponen las habitaciones, muchas de planta absidal. (Se) destacan el gran salón de recepción, el triclinio y las termas…Debe ser obra de la mitad del siglo II, abandonada a mediados del IV…”. Lo anterior podría hacer referencia a una de las haciendas mexicanas de mayor tamaño y del siglo XVIII, incluyendo el uso de columnas toscanas, y la dotación de un enorme comedor y baños aparte.
Continúa el historiador Chueca Goitia: “En el siglo III encontramos un ejemplar notabilísimo de villa campesina (campestre) en Almenara de Adaja (prov. de Valladolid) (nombre árabe, adoptado siglos más tarde para el lugar donde se hallaron los restos de la casa romana mencionada). Su planta revela una concepción arquitectónica (de)…espacios enlazados con sutil maestría”. Lo anterior implica que, pese a ser escasos los vestigios arqueológicos de construcciones rurales hallados en España, son suficientes para establecer una jerarquía cualitativa de arquitecturas que vino a ser repetida, siglos más tarde, en el Nuevo Mundo. Las “Casas Grandes” de las fazendas brasileñas y las enormes residencias palaciegas de algunas haciendas mexicanas, al igual que las más humildes casas campestres neogranadinas, tienen ancestros ibéricos muy antiguos perfectamente identificables y diferenciados para unas y otras.
Las casas campestres coloniales romanas fueron obviamente utilizadas por los pueblos islámicos desde el Medio Oriente hasta el centro y sur de lo que había sido la provincia colonial de Hispania. Las culturas islámicas, al menos en arquitectura, fueron más inclinadas a la conservación y apropiación que al arrasamiento vandálico de las edificaciones de los pueblos cuyos territorios invadían, y aun de los antepasados de esos pueblos. Es así como las ruinas de las salas hipóstilas de los palacios persas probablemente son la fuente de la ordenación espacial rigurosamente compartimentada mediante módulos estructurales de las mezquitas levantadas en torno al Mediterráneo, desde Mesopotamia hasta Córdoba, en Hispania. Las sucesivas invasiones musulmanas al territorio ibérico, entre los siglos VIII y XV y el establecimiento duradero de una cultura y un urbanismo islámicos dieron lugar también a un largo proceso de adaptación y manejo del vasto territorio rural de lo que se llamó entonces Al-Andalus.
Pocos géneros arquitectónicos resultaron más adecuados y afines al sentido de orden existencial y a las costumbres y modalidades de explotación del territorio rural de los grupos humanos islámicos que las casas campestres, ya fueran ellas de recreo o producción agrícola. Durante casi ocho siglos, la tierra ibérica vio florecer la agricultura, apoyada por el uso de obras de hidráulica que retomaban las tradiciones tecnológicas de la ingeniería romana, a las cuales se sumaban la ciencia y la técnica árabes, ignoradas, y aun prohibidas por el oscurantismo religioso de los pueblos cristianos europeos. La extraordinaria realidad ambiental del campo andaluz en la época de dominación islámica dio pie a la célebre leyenda –que podía ser perfectamente cierta– de que una ardilla podía ir de Córdoba a Granada sin tocar tierra, de rama en rama a través de los bosques interminables y maravillosos. Semejante aprovechamiento y cuidado ecológico del territorio, propiciado por pueblos originalmente nómadas y por añadidura “infieles”, que venían de tierras desérticas, es materia para profundas reflexiones. El gran aporte a la historia de las civilizaciones rurales de los pueblos islámicos en España consistió en hacer del campo un emporio de riqueza, manteniendo simultáneamente intacta la belleza y el equilibrio ecológico del paisaje. No es una casualidad que aún hoy se hable en Hispanoamérica, a propósito del agua en el campo, de acequias, atarjeas, alcantarillas y aljibes, empleando hermosos arabismos que trascienden los siglos.
Las casas campestres romanas fueron vandalizadas y destruidas en su mayoría por los pueblos visigodos y los primeros cristianos en tierras hispánicas, en lo que se podría considerar como un proceso “normal”, para aquéllos, de destrucción de lo preexistente. Era más lógico para éstos dominar y defender territorios rurales mediante castillos y torres fortificadas. En fin de cuentas, luego de la disolución del imperio colonial romano, sobrevino un dominio territorial visigodo sobre el centro y sur de la antigua provincia colonial romana de Iberia que duró unos quinientos años, siendo interrumpido por las invasiones islámicas. Esto provocó una laguna notable en los recuentos y análisis de los historiadores que se han ocupado del tema de la arquitectura civil en tierra hispánica. Especialistas españoles como Torres Balbás y Chueca Goitia5. se han visto obligados a relacionar directamente los escasos vestigios de arquitectura rural de época romana con los de las alquerías islámicas, dejando, por razones obvias, el vacío de la época visigoda y paleocristiana. Nótese cómo el énfasis historiográfico sobre esta época está cargado, no sobre el urbanismo o la vivienda urbana o rural, sino sobre la arquitectura religiosa y militar.
Lo anterior no significa en modo alguno que el proceso de aparición de las modalidades regionales ibéricas de construcciones campesinas no ocurriera o fuese interrumpido por los aconteceres histórico-políticos. Por el contrario, se puede afirmar que la configuración formal de las arquitecturas “populares” o regionales hispánicas comenzó y continuó ininterrumpidamente luego de la disolución del régimen colonial romano. La primitiva elementalidad de la casa campesina, y su índole temporal, además de su origen como de refugio posterior a algún naufragio, le han permitido surgir y sobrevivir a contra-historia, en las circunstancias más desfavorables que se puedan imaginar. El gran paso por señalar es aquel que separa el cobertizo o el rancho de ocasión de la casa permanente y definitiva, estableciendo así dos géneros arquitectónicos rurales bien diferenciados. La casa de hacienda no es, cualitativamente, un rancho venido a más sino una especie arquitectónica creada para reemplazar al primero.
La alquería (del árabe al-karía, campo para la labranza, según el Diccionario de la Real Academia Española) no es otra cosa que la “villa” romana, entendida indistintamente como casa de recreo, o unidad productiva campestre, y aun como una mezcla de los dos usos. Esto es lógico si se considera que en los reinos musulmanes en tierras hispánicas las clases dominantes regían un sistema socioeconómico que presentaba, al menos, tantas similaridades como discrepancias con las modalidades feudales características de los reinos cristianos. Si bien era necesario crear los recintos amurallados y las alcazabas fortificadas por elementales razones de seguridad colectiva, y con frecuencia las alquerías tuvieron también muros protectores a su alrededor (como ocurrió siglos más tarde en las haciendas del norte de México), ello no impidió su desarrollo para manejar el cultivo de cereales, viñedos y olivares así como la explotación (selectiva y moderada) de bosques madereros y reservas de caza y pesca. Fueron los pueblos islámicos quienes en la historia rural hispánica dieron forma definitiva a la usanza de la doble residencia, y la consecuente doble vida, de los terratenientes: la casa de ciudad y la casa campestre. La culminación extraordinaria de este proceso fue la decisión de los Califas de Córdoba de levantar lo que sería la sucursal andaluza del paraíso terrenal, el vasto palacio rural de Medina-az-zahara, a casi dos leguas de su casa de gobierno en la ciudad.
La relación social hombre-campo, eventualmente traída por los colonizadores españoles al Nuevo Mundo, llega a su madurez en el territorio andaluz con las culturas islámicas. Roma había planteado los principios básicos de la explotación del territorio rural, exportándolos luego a Hispania, pero era necesaria la intermediación y refinamiento de éstos por parte de las culturas islámicas para que, habiendo surgido en la historia el imperio hispánico, éste a su vez, los enviaría a sus posesiones en el Nuevo Mundo, como una síntesis sociopolítica dentro de la cual la casa campestre era apenas una de las herramientas requeridas para materializar la continuidad de lo que ya era una larga historia.
El prolongado período de guerras e inestabilidad territorial y social que marcó el fin de la época medieval y de los reinos islámicos en tierras hispánicas no fue propicio para la supervivencia o la creación de nuevas casas de campo, por lo que no son muchas las que lograron sobrevivir a tan desfavorables circunstancias históricas. Indirectamente, aquí estaría la razón histórica fundamental para hacer necesaria la reinvención, o resurrección -por así decirlo- de la hacienda, la finca y el rancho en el centro y sur de España, ya bien entrado el siglo XV y una vez terminadas las guerras de reconquista del territorio otrora dominado por “los moros”. Sería característico de castellanos, aragoneses, gallegos y extremeños rechazar primero las formas de dominio y control del campo de moros y sarracenos, para luego, a falta de otra cosa, aceptar y reinstalar como válida alguna parte de lo pre-existente, y adaptarla ingeniosa o torpemente a su propia idiosincrasia y las propias limitaciones. El historiador andaluz Antonio M. Bernal6. acoge así la hipótesis histórica de la aparición del cortijo como un fenómeno agrario posterior a las guerras de reconquista en Andalucía, es decir, datando del comienzo del siglo XVI, así como la definición del cortijo en el sentido de ser una unidad de explotación de un producto en bruto, como es la ganadería de cualquier tipo, en la cual no hay ningún proceso de transformación tal como los que ocurren en las haciendas de olivar o cereales. Esto anula al cortijo andaluz como antecedente u origen de lo que serían sus equivalentes neogranadinos, resultando coetáneos con los últimos. Cabe indicar que el término “cortijo” tuvo muy escaso o nulo uso en la Nueva Granada, resurgiendo sólo en la amanerada toponimia hispanizante de haciendas y fincas ganaderas colombianas del final del siglo XX.
No es sorprendente que más tarde, en la época borbónica del siglo XVIII, la monarquía española se viera precisada a emprender la colonización de algunos de sus propios territorios metropolitanos, abandonados a su suerte desde mucho tiempo atrás. La nación que había logrado crear un imperio sobre el cual jamás se ponía el sol, había olvidado por completo territorios tales como los que se extendían a lo largo de gran parte del camino entre Madrid y Sevilla, al suroeste de La Mancha, y Jaén, en los cuales había que hacer, apresuradamente, lo que ya había tenido lugar doscientos cincuenta años antes en el Nuevo Mundo: fundar ciudades y pueblos, repartir metódicamente tierras rurales, formar haciendas, proteger las fuentes de agua y los bosques, cultivar y criar algo más que olivos y toros de lidia, e incluso intentar tímidas reformas agrarias para remediar la situación permanentemente crítica del campo español.
El abandono de los sistemas y obras hidráulicos de épocas romana y árabe trajo como consecuencia histórica a largo plazo el atraso socioeconómico rural en el centro y sur de España, con respecto a otras comarcas europeas. Sólo a partir de los años cuarenta del siglo XX tendría lugar un notable y sobrehumano esfuerzo para dotar al país de represas, embalses, canales de riego y reservas de agua capaces de revivir la producción agrícola y dar nueva vida a lo que durante siglos se había tornado gradualmente en sucursales del Sahara. En medio siglo, España tendría que remediar una situación desfavorable creada a lo largo de más de quinientos años, paradójicamente coincidentes con la época de mayor auge imperial de su historia.
Allende el Océano, en las llamadas “provincias de Ultramar”, desde la nueva España (México) hasta las selvas del Paraguay, sería la Compañía de Jesús –y no los pobladores laicos o la administración colonial– la que retomaría las técnicas y conocimientos agrícolas de los “infieles” islámicos, aplicándolos en las colonias del Nuevo Mundo, para lograr óptimos rendimientos y mantener un razonable equilibrio económico en sus haciendas. Esa maestría en su relación con el campo se reflejó en el mantenimiento de la vegetación en torno a las fuentes de agua; el manejo correcto de los recursos hidráulicos, la conservación de los bosques, la rotación de cultivos, el uso alternado de tierras de pastoreo y la racionalización del empleo de la mano de obra disponible, les permitieron a los jesuitas la posesión y explotación de fincas, haciendas y enormes latifundios con una eficacia y rendimiento económico que despertaría eventualmente la envidia e inquina de encomenderos, hacendados y gobiernos coloniales, y sería uno de los motivos básicos para su expulsión de las provincias de Ultramar.
Los vestigios de arquitectura campestre islámica en España son aún más escasos que los de época romana, puesto que las alquerías andaluzas, nunca muy numerosas, serían víctimas de las guerras de reconquista y del ánimo vengativo y vandálico de sus enemigos cristianos. Más abundantes fueron las torres o alcázares, levantadas por cristianos o musulmanes, que permitían su uso como casas rurales de recreo y a la vez como refugio fortificado, aunque éstas tampoco han escapado al ánimo destructor de épocas recientes. Chueca Goitia7. (ob. cit.) menciona una alquería, o más precisamente, una “hacienda” mixta o almunia, es decir, no fortificada, en la que se combinaban la residencia de recreo con la explotación agrícola. Dice el autor citado: “Más apartada de la ciudad (Granada), en el camino de la Zubia, subsiste una bella almunia, llamada en época musulmana Darabenaz. Se dispone en dos crujías que forman ángulo y crean un patio abierto al hermoso paisaje de la sierra…”. Esa podría ser, también, la exacta descripción de “alquerías” neogranadinas tales como las casas de hacienda de Calibío o Antón Moreno, en los alrededores de Popayán, o Cañasgordas, en las afueras de Cali.
Aun el género medieval de la casa-fuerte se vio influenciado por los esquemas de ordenación espacial que conformaban los aportes de las sucesivas culturas que habían colonizado el campo hispánico. Son numerosos los ejemplos conservados, en todo el territorio español, en ruinas o reconstruidos, de “castillos” en cuyo interior los espacios se dispusieron en torno a un patio central rectangular, y en cuyas crujías perimetrales hizo su aparición el gran aporte arquitectónico musulmán: La alcoba (al-quba), vale decir, la versión islámica del espacio privado romano: las habitaciones o “cubiculae”. Este fraccionamiento y cualificación de los espacios hasta entonces genéricos e indiferenciados de las edificaciones medievales puramente militares o defensivas es de vital importancia en la historia de la arquitectura doméstica, urbana o rural.
Al presente, es posible hallar, en los vestigios arqueológicos y documentos, los orígenes de la casa de hacienda neogranadina, pero la búsqueda en territorio español de sus antecedentes arquitectónicos directos es necesariamente estéril. Algunos investigadores latinoamericanos señalan –y lamentan, con cierta ingenuidad– la ausencia actual de tipologías o formas construidas rurales que podrían permitir una ligazón filológica y cronológica entre lo que serían precedentes españoles y versiones subsiguientes de lo mismo en el Nuevo Mundo. Las razones básicas para que lo anterior no sea posible son tres: La primera consiste en que el intento de extender a un género arquitectónico “popular” formal y tecnológicamente no evolutivo y no “monumental” el sistema analítico formalista y cronológico desarrollado y aplicado a la arquitectura religiosa, institucional o militar, está condenado al fracaso por definición y/o por su base conceptual. La segunda, derivada de la primera, es simplemente que la hacienda andaluza de olivar o la manchega de viñedos, o el cortijo de aquí y allá en el sur de España son especies arquitectónicas bien diferentes de la hacienda de trapiche de caña de azúcar vallecaucana o la de cultivo de cereales en Boyacá, llamadas unas y otras a desempeñar papeles diversos en sus respectivas sociedades y sistemas económicos.
Algunos investigadores españoles han señalado cómo las haciendas o molinos de olivar andaluces llegaron a ser, a partir del siglo XVII, verdaderas fábricas de aceite destinadas a exportar gran parte de su producto a los dominios coloniales de la Corona de España, donde el cultivo de olivos estaba severamente prohibido, para evitar la ruina de la economía agrícola de la región metropolitana, excesivamente centrada en la producción de aceite de oliva. Lo anterior permite suponer vastas diferencias funcionales y formales entre los centros de producción andaluces y las casas campestres neogranadinas donde esa producción pasaba a ser de costoso consumo. La gran casa-fábrica campestre andaluza, tal como surgió siglos atrás y es observable aún hoy, no tuvo ni tiene equivalente colonial neogranadino. La historia andaluza de los últimos cuatro siglos no guarda semejanzas plasmables en arquitectura rural con la de la provincia de Nueva Granada. Luego de la conquista de Granada y el “descubrimiento” del Nuevo Mundo el acontecer del campo andaluz y el de las provincias de Ultramar toman rumbos socioeconómicos divergentes. Una es la España que se lanza a la conquista de un mundo hasta entonces desconocido, y otra, muy diversa, la que escoge o acepta permanecer ligada a su destino europeo.
Lo observable hoy en el centro y sur de España es el resultado de lo anterior. Formal y tecnológicamente, las casas de hacienda neogranadinas presentan rasgos espaciales y constructivos, –y por lo tanto, estéticos–difíciles de hallar en sus contrapartidas rurales andaluzas, manchegas o extremeñas. En cambio, aquéllos son abundantes en las casas urbanas, en las cuales sí es posible encontrar los antecedentes cronológicos que se desee. Prácticamente todos los sistemas constructivos, materiales y acabados presentes en las casas de hacienda neogranadinas, se hallan en las casas de pueblos y ciudades andaluzas o extremeñas. Lo extraño sería que no fuera así. No habría que olvidar, eso sí, la extrema intercambiabilidad de sistemas de construcción y ordenación espacial notable en la arquitectura neogranadina, entre lo urbano y lo campestre, aunque esto no significa que parte del origen de la casa de hacienda sea la casa de ciudad, sino que ambas tienen un ancestro básico común.
La tercera razón invocable en este caso es cronológica: El historiador colombiano Germán Colmenares, en sus estudios tales como Cali: Terratenientes, mineros y comerciantes y Popayán, una sociedad esclavista8. señala acertadamente la segunda mitad del siglo XVII y la primera del XVIII como la época en la cual surgen o alcanzan su máximo desarrollo las versiones “definitivas” de las casas de hacienda coloniales de una y otra región, reemplazando ranchos y tambos de fortuna levantados anteriormente como refugios temporales, en unos casos, y en otros como edificaciones nuevas en el territorio. Los historiadores españoles como Antonio Bonet Correa o Maricruz Aguilar indican a su vez que la gran época de las haciendas y cortijos andaluces ocurre sensiblemente en el mismo lapso señalado para la Nueva Granada por Germán Colmenares y los investigadores Benjamín Barney y Francisco Ramírez9.. En suma, las haciendas, fincas y cortijos del sur de España son, mayoritariamente, coetáneos de sus equivalentes neogranadinos, lo cual obviamente los elimina como antecedentes. La superposición o construcción original de elementos decorativos barrocos a las casas de hacienda andaluzas, en muchos de los casos indicados por Antonio Bonet Correa en Andalucía Barroca10., es posterior a la construcción de algunas de las haciendas boyacenses y vallecaucanas ilustradas en el presente estudio. Es de notar que en ciertos casos de enormes haciendas en algunas regiones mexicanas se produjo una adición de elementos decorativos barrocos en versiones locales análoga a la que surgiera en la misma época en Andalucía. En la Nueva Granada, donde no llegó a existir la inmensa riqueza y desarrollo rural de la Nueva España, tales fenómenos estilísticos no podrían jamás haber tenido lugar.
Por razones ignotas, historiadores y estudiosos atribuyen escasa importancia a la memoria individual y colectiva de los colonizadores hispánicos, aspecto de los orígenes de la arquitectura colonial que, para el género de la arquitectura rural, es decisivo y vital. Los recuerdos multifacéticos de los pobladores del campo neogranadino deben haberlos llevado a una obsesiva analogía paisajística en su búsqueda interminable, a veces feliz y otras desesperada, de lugares para hallar en la vasta geografía neogranadina las tierras que el continente europeo les negaba y los lugares apropiados para fundar ciudades.
En el caso de las ambiciones de terrenos rurales no se explica de otro modo la analogía estupenda, señalada en Casa Colonial, entre los panoramas poco menos que idénticos en torno a Medina-Sidonia (provincia de Cádiz), y a la Villa de Leyva, en Boyacá. Los ejemplos no tendrían fin: el “desierto” de La Candelaria, en Ráquira, Boyacá y la comarca de Tabernas, en Almería; las sierras de Ronda y las del norte de Boyacá y el sur de Santander; la región de Río Tinto, en Andalucía central y la de Piedecuesta, y el Chicamocha, en el sur de Santander; el campo en torno a Guadalupe y Oropesa (prov. de Toledo) y el de los valles de Sogamoso en Boyacá, o de Pubenza, en torno a Popayán; las llanuras de Extremadura y las del Tolima y el Huila; la vega valenciana y el valle del río Cauca; la sierra nevada de Granada y la de Santa Marta, al borde del Mar Caribe… Serían demasiado numerosas y marcadas las coincidencias para ser producto del azar. En Casa Colonial se dijo: “…Cabe imaginar la terrible emoción y el mar de fondo del alma de la dura gente hispánica al avistar parajes que eran como si sus tierras natales hubieran cruzado milagrosamente el mar Océano…”. Pero allí en lo que se creía ser “Las Indias”, donde las tierras parecían no tener límites, las estaciones anuales, reguladoras de la vida y usanzas europeas, incluyendo la relación entre el hombre y el campo y hasta la vida de las semillas, no existían. Los gélidos páramos, las altiplanicies de eterna primavera, el trópico sempiternamente igual a los feroces veranos extremeños, fueron tomando el lugar de los recuerdos europeos. El aspecto físico del campo neogranadino podía traer a la memoria los paisajes ibéricos, pero existía ciertamente aparte, como un Nuevo Mundo, o mejor, como algo del Otro Mundo. Podía ser, simultáneamente, el paraíso y el infierno, en su fértil dadivosidad y sus terribles exigencias.
La memoria hispánica incluía obviamente la casa de campo como medio para tomar posesión del terruño, dominarlo y explotarlo. El deseo de fondo tuvo que ser el de dominar la nueva tierra poseída a la manera y la voluntad europeas, creando en el campo novohispano islas de existencia traídas del otro lado del mundo, así como los primeros pueblos de españoles fueron concebidos como microcosmos urbanos andaluces o castellanos incrustados en los más insólitos parajes de un medio geográfico que parecía como de un planeta diferente. Una parte vital de la memoria, parcialmente consciente pero intuitiva, también dictaría el menos explicable y más poético de los rasgos de la casa en medio del campo: su sentido de lugar, es decir, sus complejas relaciones físicas, ambientales y sensoriales con el paisaje en torno suyo. Los esquemas andaluz, manchego o castellano de la relación casa-paisaje, o bien, espacio natural-espacio artificial, fueron replanteados en el Nuevo Mundo sobre la base de los recuerdos de cómo era todo en el campo hispánico, de modo que podrían variar los horizontes y las dimensiones del espacio natural, pero no el papel desempeñado por las construcciones levantadas en el paisaje. Mientras más lejos estuvieran los pobladores hispánicos de los pueblos y ciudades, y más fuerte fuese la soledad del campo, más influyente y poderosa sería la presencia de la memoria. Bastaría percibir una vez más la vital envoltura de muros en torno a las casas de hacienda neogranadinas para regresar al origen recordatorio de aquéllos: según Fernando Chueca Goitia11. (ob. cit.) “Para el árabe el problema no es el de procurarse un techo, sino una tapia. Podría vivir sin techo, pero necesita paredes. Una vez dentro de su recinto, que es lo verdaderamente imprescindible, sus exigencias de confort son mínimas…”. Y si de lo que se trata es de la índole general de la casa de campo neogranadina, la continuación de la cita anterior tiene plena validez: “Esta especial postura frente al confort la encontramos también, en cierta manera, en la vida andaluza. La casa andaluza procura el deleite de los sentidos, principalmente el de la vista, pero desatiende los más elementales principios de la comodidad funcional”.
La casa de hacienda neogranadina será así un gesto de desafío y posesión y una apretada madeja de ambiciones, magia e ilusión, además de la forma física que otorga validez a los recuerdos, apoyo a las costumbres y escenario al acontecer familiar. Tendrá, además, una calidad misteriosa que la singulariza. En ella se perciben presencias –y ausencias– que hoy se llaman, con pretensión científica, paranormales, cuando en realidad son las que le otorgan interés y sabor a la prosaica normalidad cotidiana. Para clasificar como tal, una antigua casa de hacienda debe poseer ciertos rincones misteriosos y oscuros, historias ocultas u olvidadas y alguna que otra presencia fantasmal, que puede ser la del canónigo catedralicio Ignacio María (“Nacho”) de Tordesillas y Fernández de Insinillas, por cuya iniciativa se construyó la casa de “Fusca” (Torca, Cundinamarca). En su calidad de fantasma documentado y fotografiado, el canónigo es un personaje más importante en la historia de la casa que el Libertador Simón Bolívar, quien residió fugazmente en ella. La vida no le permitió al Libertador levantar una bella casa de hacienda. Prefirió siempre las que ya existían. Los fantasmas podrían ser también los jinetes nocturnos descritos por Armando Solano en la casa de La Trinidad o los “espantos” más o menos maléficos, que han requerido reiterados e inútiles exorcismos en casas rurales de toda la Nueva Granada. Y ¿qué sería de alguna casa de la sabana de Bogotá sin el llanto quejumbroso, poco antes del alba, de alguna ignota víctima campestre, mal muerta y peor enterrada?
La casa de campo nace del recuerdo o de la tradición familiar que establece cómo debe o puede ser ésta, y dónde debe existir, y por qué. Requiere también la memoria y la tradición tecnológica para saber cómo construirla, y la memoria o la terca tradición familiar para cuidar de ella, amarla y entenderla. Ese es, quizá, el origen más profundo y valedero de la casa de hacienda, pero el que menos cabida tiene en los libros de historia de la arquitectura, pues el relato de cómo llegaron a ser las formas construidas rara vez toma en cuenta el de la índole y la conducta humanas.