- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Espacio, diseño y tecnología
Aposentos, Simijaca, Cundinamarca.
Casa de hacienda de olivar en la sierra de Santa Lucía, provincia de Cádiz, Andalucía. Construida a comienzos del siglo XVIII.
Casa de hacienda de Aposentos, Simijaca, Cundinamarca, construida en los últimos años del siglo XVIII. Nótese la similaridad volumétrica y la simetría en fachadas. La acentuación mediante torres esquineras es la misma en ambos casos y forma parte de una larga tradición en Andalucía y Levante, originada en la arquitectura de castillos y alcazabas.
La Conejera, Suba, Distrito Capital. La transformación de la casa colonial durante los siglos XIX y XX ha sido total. El aspecto que hoy presenta corresponde por entero a la época actual.
Aposentos, Simijaca, Cundinamarca. La casa combina un certero sentido intuitivo de lugar, aparente en su localización en una concavidad de los cerros circundantes, con la elegancia simétrica de su volumetría y fachada principal, lo cual tiene un evidente origen académico. El resultado es la casa de hacienda más atípica, pero arquitectónicamente más interesante del período colonial en la Nueva Granada, así fuese construida al final de aquél. Los muros delimitantes de los potreros vecinos a la casa prolongan el dominio espacial de ésta sobre el paraje donde se sitúa.
Aposentos, Simijaca, Cundinamarca. La casa combina un certero sentido intuitivo de lugar, aparente en su localización en una concavidad de los cerros circundantes, con la elegancia simétrica de su volumetría y fachada principal, lo cual tiene un evidente origen académico. El resultado es la casa de hacienda más atípica, pero arquitectónicamente más interesante del período colonial en la Nueva Granada, así fuese construida al final de aquél. Los muros delimitantes de los potreros vecinos a la casa prolongan el dominio espacial de ésta sobre el paraje donde se sitúa.
Aposentos, Simijaca, Boyacá. Las generosas proporciones del patio principal de Aposentos, reflejan su origen teórico. Nótese el contraste que ofrece este patio con el de la casa de Gotua, Iza, Boyacá. Ambos obedecen al mismo concepto de ordenación espacial y fueron construidos con idénticos materiales y métodos constructivos, pero los resultados ambientales son muy distantes entre sí. Uno se hizo simplemente para vivir, el otro para contemplar su elegancia formal. La inevitable intervención de época republicana en la casa (cielos rasos planos, enchapado y molduración de columnas en madera, colocación de barandas sobre los poyos hacia el patio, etc.) afectó marginalmente la calidad ambiental de los espacios. Nótese cómo la presencia dominante de los tejados artesanales parece pertenecer a un mundo conceptual muy diferente de la ortodoxia modular de las columnatas en torno al patio o la ordenación de la fachada principal de la casa, como si ésta hubiese sido pensada para ser cubierta con terrazas planas, a la manera de la provincia valenciana de donde era oriundo el autor de la casa, Fray Domingo de Petrés.
Aposentos, Simijaca, Boyacá. Las generosas proporciones del patio principal de Aposentos, reflejan su origen teórico. Nótese el contraste que ofrece este patio con el de la casa de Gotua, Iza, Boyacá. Ambos obedecen al mismo concepto de ordenación espacial y fueron construidos con idénticos materiales y métodos constructivos, pero los resultados ambientales son muy distantes entre sí. Uno se hizo simplemente para vivir, el otro para contemplar su elegancia formal. La inevitable intervención de época republicana en la casa (cielos rasos planos, enchapado y molduración de columnas en madera, colocación de barandas sobre los poyos hacia el patio, etc.) afectó marginalmente la calidad ambiental de los espacios. Nótese cómo la presencia dominante de los tejados artesanales parece pertenecer a un mundo conceptual muy diferente de la ortodoxia modular de las columnatas en torno al patio o la ordenación de la fachada principal de la casa, como si ésta hubiese sido pensada para ser cubierta con terrazas planas, a la manera de la provincia valenciana de donde era oriundo el autor de la casa, Fray Domingo de Petrés.
Aposentos, Simijaca, Boyacá. Las generosas proporciones del patio principal de Aposentos, reflejan su origen teórico. Nótese el contraste que ofrece este patio con el de la casa de Gotua, Iza, Boyacá. Ambos obedecen al mismo concepto de ordenación espacial y fueron construidos con idénticos materiales y métodos constructivos, pero los resultados ambientales son muy distantes entre sí. Uno se hizo simplemente para vivir, el otro para contemplar su elegancia formal. La inevitable intervención de época republicana en la casa (cielos rasos planos, enchapado y molduración de columnas en madera, colocación de barandas sobre los poyos hacia el patio, etc.) afectó marginalmente la calidad ambiental de los espacios. Nótese cómo la presencia dominante de los tejados artesanales parece pertenecer a un mundo conceptual muy diferente de la ortodoxia modular de las columnatas en torno al patio o la ordenación de la fachada principal de la casa, como si ésta hubiese sido pensada para ser cubierta con terrazas planas, a la manera de la provincia valenciana de donde era oriundo el autor de la casa, Fray Domingo de Petrés.
Yerbabuena, La Caro, Chía, Cundinamarca. Parece ser que los tramos originales de la casa de Yerbabuena, formando una “L” en dos costados del patio interior, fueron edificados al final del siglo XVIII, cuando la dehesa de Hatogrande fue desmembrada y surgieron varias haciendas a raíz de tal subdivisión. Ya en la primera mitad del siglo XIX la casa fue sucesivamente ampliada y reformada hasta adquirir una extensión insólita entre sus congéneres sabaneros. En la segunda mitad del siglo XIX la republicanización de Yerbabuena le dio el tono arquitectónico que hoy, redecorado considerablemente varias veces, es visible en el tramo más “moderno” de la casa, (arriba) incluyendo cerramientos de galerías en vidrieras “a la francesa” y rejas pseudo-sevillanas de hierro. Los aleros “de caja” usuales en las casas de hacienda caucanas, pero insólitos en plena Sabana de Bogotá y visibles aquí en las fachadas y hacia el patio interior, le fueron impuestos a la casa al final de la década de los cuarenta.
Yerbabuena, La Caro, Chía, Cundinamarca. Parece ser que los tramos originales de la casa de Yerbabuena, formando una “L” en dos costados del patio interior, fueron edificados al final del siglo XVIII, cuando la dehesa de Hatogrande fue desmembrada y surgieron varias haciendas a raíz de tal subdivisión. Ya en la primera mitad del siglo XIX la casa fue sucesivamente ampliada y reformada hasta adquirir una extensión insólita entre sus congéneres sabaneros. En la segunda mitad del siglo XIX la republicanización de Yerbabuena le dio el tono arquitectónico que hoy, redecorado considerablemente varias veces, es visible en el tramo más “moderno” de la casa, (arriba) incluyendo cerramientos de galerías en vidrieras “a la francesa” y rejas pseudo-sevillanas de hierro. Los aleros “de caja” usuales en las casas de hacienda caucanas, pero insólitos en plena Sabana de Bogotá y visibles aquí en las fachadas y hacia el patio interior, le fueron impuestos a la casa al final de la década de los cuarenta.
Yerbabuena, La Caro, Chía, Cundinamarca. Parece ser que los tramos originales de la casa de Yerbabuena, formando una “L” en dos costados del patio interior, fueron edificados al final del siglo XVIII, cuando la dehesa de Hatogrande fue desmembrada y surgieron varias haciendas a raíz de tal subdivisión. Ya en la primera mitad del siglo XIX la casa fue sucesivamente ampliada y reformada hasta adquirir una extensión insólita entre sus congéneres sabaneros. En la segunda mitad del siglo XIX la republicanización de Yerbabuena le dio el tono arquitectónico que hoy, redecorado considerablemente varias veces, es visible en el tramo más “moderno” de la casa, (arriba) incluyendo cerramientos de galerías en vidrieras “a la francesa” y rejas pseudo-sevillanas de hierro. Los aleros “de caja” usuales en las casas de hacienda caucanas, pero insólitos en plena Sabana de Bogotá y visibles aquí en las fachadas y hacia el patio interior, le fueron impuestos a la casa al final de la década de los cuarenta.
El Colegio, Madrid, Cundinamarca. Debe su nombre a la adquisición de las tierras circundantes por parte del Real Colegio Seminario, entidad de propiedad y manejo administrativo de la Compañía de Jesús. Antes de pasar por las manos de los jesuitas formó parte de los vastos terrenos de la Dehesa de Bogotá. Por algunas artimañas legales de los jesuitas, la hacienda no pasó a manos del gobierno colonial luego de su expulsión en 1767, cuando la casa había llegado a tener la volumetría y extensión aún observables. Es una de las pocas casas de hacienda neogranadinas comprobablemente construida, al menos en parte (quizá dos tramos del piso bajo), a comienzos del siglo XVII. Su conservación por parte de sucesivos propietarios privados la salvó del abandono y vandalismo oficial en que cayeron otras propiedades rurales de la Compañía de Jesús.
El Colegio, Madrid, Cundinamarca. Debe su nombre a la adquisición de las tierras circundantes por parte del Real Colegio Seminario, entidad de propiedad y manejo administrativo de la Compañía de Jesús. Antes de pasar por las manos de los jesuitas formó parte de los vastos terrenos de la Dehesa de Bogotá. Por algunas artimañas legales de los jesuitas, la hacienda no pasó a manos del gobierno colonial luego de su expulsión en 1767, cuando la casa había llegado a tener la volumetría y extensión aún observables. Es una de las pocas casas de hacienda neogranadinas comprobablemente construida, al menos en parte (quizá dos tramos del piso bajo), a comienzos del siglo XVII. Su conservación por parte de sucesivos propietarios privados la salvó del abandono y vandalismo oficial en que cayeron otras propiedades rurales de la Compañía de Jesús.
El Colegio, Madrid, Cundinamarca. La transformación interior de la casa de El Colegio durante el final del siglo XIX y el comienzo del XX fue muy extensa. Incluyó la refacción de la gran escalera a dos tramos y el espacio que ocupa, a más de la instalación de papel de colgadura, un recurso decorativo propio de residencias urbanas, y los cielos rasos planos comunes a casi todas las casas de hacienda de la sabana de Bogotá. En muchos casos las subdivisiones interiores aumentaron el número de las habitaciones disponibles, reduciendo el tamaño original de las existentes. Este proceso pasó también de las ciudades al campo, donde la amplitud de espacios habitables no depende de dimensiones estrechas de predios urbanos.
El Colegio, Madrid, Cundinamarca. La transformación interior de la casa de El Colegio durante el final del siglo XIX y el comienzo del XX fue muy extensa. Incluyó la refacción de la gran escalera a dos tramos y el espacio que ocupa, a más de la instalación de papel de colgadura, un recurso decorativo propio de residencias urbanas, y los cielos rasos planos comunes a casi todas las casas de hacienda de la sabana de Bogotá. En muchos casos las subdivisiones interiores aumentaron el número de las habitaciones disponibles, reduciendo el tamaño original de las existentes. Este proceso pasó también de las ciudades al campo, donde la amplitud de espacios habitables no depende de dimensiones estrechas de predios urbanos.
El Colegio, Madrid, Cundinamarca. El Colegio posee uno de los patios mejor proporcionados y elegantemente modulados en dos pisos entre las casas de hacienda de la sabana de Bogotá, pese a la presencia en éste de un brocal y una fuente de piedra de tamaño propio de una plaza urbana.
El Charquito, Cundinamarca. Construida hacia el final del siglo XVIII a raíz de la subdivisión de la hacienda de Tequendama, conserva ejemplarmente su discreto y evocador patio principal, cuyo ambiente incluye elementos originales tales como los apoyos y zócalos, además de la estructura en poste y dintel de madera de sus galerías perimetrales. Por alguna buena fortuna, Cincha no fue objeto, como muchas otras casas de hacienda de la sabana de Bogotá, de una “republicanización” o, peor aún, de alguna modernización intensa. Ningún cielo raso altera los espacios interiores ni impide apreciar las armaduras de cubierta, en una magnífica versión santafereña del “par y nudillo” andaluz. De ahí la invaluable importancia de Cincha como documento de historia e imagen real de una modesta casa de hacienda de los últimos tiempos de la Colonia.
El Charquito, Cundinamarca. Construida hacia el final del siglo XVIII a raíz de la subdivisión de la hacienda de Tequendama, conserva ejemplarmente su discreto y evocador patio principal, cuyo ambiente incluye elementos originales tales como los apoyos y zócalos, además de la estructura en poste y dintel de madera de sus galerías perimetrales. Por alguna buena fortuna, Cincha no fue objeto, como muchas otras casas de hacienda de la sabana de Bogotá, de una “republicanización” o, peor aún, de alguna modernización intensa. Ningún cielo raso altera los espacios interiores ni impide apreciar las armaduras de cubierta, en una magnífica versión santafereña del “par y nudillo” andaluz. De ahí la invaluable importancia de Cincha como documento de historia e imagen real de una modesta casa de hacienda de los últimos tiempos de la Colonia.
El Charquito, Cundinamarca. Construida hacia el final del siglo XVIII a raíz de la subdivisión de la hacienda de Tequendama, conserva ejemplarmente su discreto y evocador patio principal, cuyo ambiente incluye elementos originales tales como los apoyos y zócalos, además de la estructura en poste y dintel de madera de sus galerías perimetrales. Por alguna buena fortuna, Cincha no fue objeto, como muchas otras casas de hacienda de la sabana de Bogotá, de una “republicanización” o, peor aún, de alguna modernización intensa. Ningún cielo raso altera los espacios interiores ni impide apreciar las armaduras de cubierta, en una magnífica versión santafereña del “par y nudillo” andaluz. De ahí la invaluable importancia de Cincha como documento de historia e imagen real de una modesta casa de hacienda de los últimos tiempos de la Colonia.
Hatoviejo, Yotoco, Valle del Cauca. Como La Sierra y otras casas de hacienda vallecaucanas tiene su espectacular localización como principal mérito arquitectónico. Construida a partir de los últimos años del siglo XVII, posiblemente por prolongaciones sucesivas de los primeros tramos, llegó a tener una conformación espacial en U, es decir, en tres lados de un patio que nunca adquirió el cuarto y último costado. La concavidad resultante enfoca la vista panorámica del valle.
Hatoviejo, Yotoco, Valle del Cauca. Como La Sierra y otras casas de hacienda vallecaucanas tiene su espectacular localización como principal mérito arquitectónico. Construida a partir de los últimos años del siglo XVII, posiblemente por prolongaciones sucesivas de los primeros tramos, llegó a tener una conformación espacial en U, es decir, en tres lados de un patio que nunca adquirió el cuarto y último costado. La concavidad resultante enfoca la vista panorámica del valle.
Hatoviejo, Yotoco, Valle del Cauca. La casa de Hatoviejo tuvo, como La Concepción de Amaime, una capilla aparte, curiosamente desviada en su implantación con respecto a la casa. Actualmente posee una portada de factura reciente.
Fagua, Cajicá, Cundinamarca. Posee una volumetría y una organización espacial irregulares con respecto a los patrones de organización espacial usuales en las haciendas de la sabana de Bogotá. Combina uno y dos pisos en torno a varios pisos abiertos sucesivos, lo cual es indicio de un largo y complejo crecimiento por etapas, del paso de la casa por las manos –y las reformas– de múltiples propietarios y de no pocas intenciones arquitectónicas truncas. Esto le otorga informalidad y sabor a la casa. A partir de las últimas décadas del siglo XVI se levantó, en las tierras que más tarde se agruparían bajo el nombre de Fagua, lo que debió ser un rancho temporal. Los primeros tramos “en firme” de la casa original parecen datar del primer tercio del siglo XVII, y la forma y extensión actual de la casa es alcanzada durante la primera mitad del siglo XVIII. Pese a los períodos de abandono por los que ha pasado, la conservación formal y ambiental de la casa es notable, destacándose el excepcional mantenimiento de las portadas y muros circundantes.
Fagua, Cajicá, Cundinamarca. Posee una volumetría y una organización espacial irregulares con respecto a los patrones de organización espacial usuales en las haciendas de la sabana de Bogotá. Combina uno y dos pisos en torno a varios pisos abiertos sucesivos, lo cual es indicio de un largo y complejo crecimiento por etapas, del paso de la casa por las manos –y las reformas– de múltiples propietarios y de no pocas intenciones arquitectónicas truncas. Esto le otorga informalidad y sabor a la casa. A partir de las últimas décadas del siglo XVI se levantó, en las tierras que más tarde se agruparían bajo el nombre de Fagua, lo que debió ser un rancho temporal. Los primeros tramos “en firme” de la casa original parecen datar del primer tercio del siglo XVII, y la forma y extensión actual de la casa es alcanzada durante la primera mitad del siglo XVIII. Pese a los períodos de abandono por los que ha pasado, la conservación formal y ambiental de la casa es notable, destacándose el excepcional mantenimiento de las portadas y muros circundantes.
Fagua, Cajicá, Cundinamarca. Posee una volumetría y una organización espacial irregulares con respecto a los patrones de organización espacial usuales en las haciendas de la sabana de Bogotá. Combina uno y dos pisos en torno a varios pisos abiertos sucesivos, lo cual es indicio de un largo y complejo crecimiento por etapas, del paso de la casa por las manos –y las reformas– de múltiples propietarios y de no pocas intenciones arquitectónicas truncas. Esto le otorga informalidad y sabor a la casa. A partir de las últimas décadas del siglo XVI se levantó, en las tierras que más tarde se agruparían bajo el nombre de Fagua, lo que debió ser un rancho temporal. Los primeros tramos “en firme” de la casa original parecen datar del primer tercio del siglo XVII, y la forma y extensión actual de la casa es alcanzada durante la primera mitad del siglo XVIII. Pese a los períodos de abandono por los que ha pasado, la conservación formal y ambiental de la casa es notable, destacándose el excepcional mantenimiento de las portadas y muros circundantes.
Fusca, Torca, Cundinamarca. Si la casa de Fagua es una organización espacial irregular, a la cual se llegó luego de abigarrados episodios constructivos, Fusca, en cambio, ostenta la ortodoxia espacial propia de una arquitectura levantada de un golpe, con una intención única. Fusca data de 1778 a 1780 –lo cual la hace comparativamente tardía– y fue pensada ajustándola con precisión al declive del terreno, y luego con cierto rigor en torno a un patio central, aunque también con una amplia galería a modo de salón abierto a la vista de la sabana adyacente. Esta última no contradice el patio central. Por el contrario, lo hace parte de una lógica y bella secuencia para el recorrido de la casa llegando a ésta por atrás, y no por el frente, contorneando el patio, atravesando los salones principales y saliendo por último a la galería-balcón del frente.
Fusca, Torca, Cundinamarca. Si la casa de Fagua es una organización espacial irregular, a la cual se llegó luego de abigarrados episodios constructivos, Fusca, en cambio, ostenta la ortodoxia espacial propia de una arquitectura levantada de un golpe, con una intención única. Fusca data de 1778 a 1780 –lo cual la hace comparativamente tardía– y fue pensada ajustándola con precisión al declive del terreno, y luego con cierto rigor en torno a un patio central, aunque también con una amplia galería a modo de salón abierto a la vista de la sabana adyacente. Esta última no contradice el patio central. Por el contrario, lo hace parte de una lógica y bella secuencia para el recorrido de la casa llegando a ésta por atrás, y no por el frente, contorneando el patio, atravesando los salones principales y saliendo por último a la galería-balcón del frente.
Fusca, Torca, Cundinamarca. El paso del siglo XIX se registra en los cielos rasos, puertas y ventanas de esa época. Lo que sería una expresiva y pintoresca espacialidad, con el abigarrado conjunto usual de armaduras de cubierta en maderas rollizas y soportes de caña y arcilla, está hoy oculta por cielos rasos provistos de algunos acentos de yesería italiana, curiosamente incongruentes con el origen colonial de la casa.
Fusca, Torca, Cundinamarca. Presencia de la historia política en las casas de hacienda: la alcoba donde pernoctó el Libertador Simón Bolívar, quien gustaba y entendía profundamente las casas de hacienda, las cuales enmarcaron su vida, desde su niñez hasta su muerte.
La Esmeralda, Tabio, Cundinamarca. Forma parte de las edificaciones rurales creadas al final de la época colonial, cuando se intensificó la desmembración de los latifundios en la sabana de Bogotá. La enorme propiedad de El Novillero, se dividió en algún momento de su historia en once fracciones, una de las cuales llegó a ser La Esmeralda. Aunque el tamaño y época de construcción puedan variar mucho de una casa de hacienda a otra, la gracia de los tejados o la delicada relación entre casa y lugar son constantes en todas. En La Esmeralda el prisma imaginario de espacio en el cual se inscribe la casa es casi tangible, y la casa misma podría ser tan natural como sus árboles.
La Esmeralda, Tabio, Cundinamarca. Forma parte de las edificaciones rurales creadas al final de la época colonial, cuando se intensificó la desmembración de los latifundios en la sabana de Bogotá. La enorme propiedad de El Novillero, se dividió en algún momento de su historia en once fracciones, una de las cuales llegó a ser La Esmeralda. Aunque el tamaño y época de construcción puedan variar mucho de una casa de hacienda a otra, la gracia de los tejados o la delicada relación entre casa y lugar son constantes en todas. En La Esmeralda el prisma imaginario de espacio en el cual se inscribe la casa es casi tangible, y la casa misma podría ser tan natural como sus árboles.
La Esmeralda, Tabio, Cundinamarca. Forma parte de las edificaciones rurales creadas al final de la época colonial, cuando se intensificó la desmembración de los latifundios en la sabana de Bogotá. La enorme propiedad de El Novillero, se dividió en algún momento de su historia en once fracciones, una de las cuales llegó a ser La Esmeralda. Aunque el tamaño y época de construcción puedan variar mucho de una casa de hacienda a otra, la gracia de los tejados o la delicada relación entre casa y lugar son constantes en todas. En La Esmeralda el prisma imaginario de espacio en el cual se inscribe la casa es casi tangible, y la casa misma podría ser tan natural como sus árboles.
El Portezuelo, Ubaté, Cundinamarca. La localización favorita de las casas de la región es la de “pie de cerro” o “pie de monte”, donde con más frecuencia se hallan manas de agua o arroyos y se está parcialmente al abrigo del viento vesperal o el frío del amanecer. En Boyacá y el norte de Cundinamarca es común la casa de planta compacta, con un rancho o pabellón aparte, pero adyacente, para el mayordomo y su familia, depósitos y caballerizas. El Portezuelo parece haber sido conformada al terminar el siglo XVIII. La casa en su forma actual puede datar de la misma época.
El Portezuelo, Ubaté, Cundinamarca. La localización favorita de las casas de la región es la de “pie de cerro” o “pie de monte”, donde con más frecuencia se hallan manas de agua o arroyos y se está parcialmente al abrigo del viento vesperal o el frío del amanecer. En Boyacá y el norte de Cundinamarca es común la casa de planta compacta, con un rancho o pabellón aparte, pero adyacente, para el mayordomo y su familia, depósitos y caballerizas. El Portezuelo parece haber sido conformada al terminar el siglo XVIII. La casa en su forma actual puede datar de la misma época.
Bomboná, Nariño. Se sitúa en una región montañosa donde las haciendas fueron escasas pero notablemente extensas. Pocos latifundios del sur del país llegaron a tener casas de cierta importancia arquitectónica y aun menos de ellas sobrevivieron hasta el siglo actual. De ahí el carácter excepcional de Bomboná. Para su construcción debió ser necesario recorrer infinidad de veces las leguas que separan su localización del punto más próximo donde era posible obtener teja de arcilla, buen adobe y ante todo, buena cal. Y devastar, de paso, una enorme área de bosques para sacar de ellos las gruesas columnas, dinteles y soleras que conforman la recia estructura de cubiertas y galerías de la casa. Al ver una casa de hacienda en un paraje remoto, se tiende a olvidar el esfuerzo físico y tecnológico que su construcción supone y que califica decisivamente su arquitectura. Izquierda, El mirador atípico que rompe la unidad volumétrica de los tejados. Se requiere muy poco para alterar la continuidad y la armonía formal de los tejados coloniales. Esta atalaya, indispensable para la vigilancia de la comarca circundante en una región de larga y difícil historia de contiendas militares y azarosa existencia cotidiana, es una adición de la primera mitad del siglo XIX, no un rasgo original de la edificación colonial de mediados del siglo XVIII.
Bomboná, Nariño. Se sitúa en una región montañosa donde las haciendas fueron escasas pero notablemente extensas. Pocos latifundios del sur del país llegaron a tener casas de cierta importancia arquitectónica y aun menos de ellas sobrevivieron hasta el siglo actual. De ahí el carácter excepcional de Bomboná. Para su construcción debió ser necesario recorrer infinidad de veces las leguas que separan su localización del punto más próximo donde era posible obtener teja de arcilla, buen adobe y ante todo, buena cal. Y devastar, de paso, una enorme área de bosques para sacar de ellos las gruesas columnas, dinteles y soleras que conforman la recia estructura de cubiertas y galerías de la casa. Al ver una casa de hacienda en un paraje remoto, se tiende a olvidar el esfuerzo físico y tecnológico que su construcción supone y que califica decisivamente su arquitectura. Izquierda, El mirador atípico que rompe la unidad volumétrica de los tejados. Se requiere muy poco para alterar la continuidad y la armonía formal de los tejados coloniales. Esta atalaya, indispensable para la vigilancia de la comarca circundante en una región de larga y difícil historia de contiendas militares y azarosa existencia cotidiana, es una adición de la primera mitad del siglo XIX, no un rasgo original de la edificación colonial de mediados del siglo XVIII.
Papare, Ciénaga, Magdalena. Al extremo opuesto de la geografía colombiana, la casa de hacienda de trapiche de Papare, Magdalena, es un ejemplo tan excepcional y aislado como Bomboná. Las técnicas constructivas presentes en casas urbanas de Santa Marta y Ciénaga fueron obviamente utilizadas en Papare, incluyendo las cubiertas en terrazas planas con áticos, lo cual la hace análoga a San Pedro Alejandrino, localizada en la misma región. Sólo estos dos ejemplos de las regiones costeras del Caribe se apartan de la omnipresencia de tejados en las casas rurales ilustradas en este volumen. Papare tiene, además, un innegable aspecto de casa urbana debido al uso de balcones perimetrales voladizos, en lugar de amplias galerías sobre columnas o pies derechos de madera. Aquéllos semejan, en la independencia entre piso de balcón y tejadillo, los que aparecen durante el siglo XIX en todas las ciudades costeras del Caribe.
Texto de: Germán Tellez
Una región que la historia no haya
marcado con el paso de sus hechos, que
la literatura no se haya embellecido
trayéndola a sus páginas… que la
pintura no haya llevado a sus lienzos, será
una serie de haciendas en donde las reses
engorden más o menos y los dueños
enriquezcan en proporción; pero jamás
tendrá una fisonomía que pueda definirse
con rasgos precisos en la mente de los
hombres, ni llevará el espíritu de ellos a la
contemplación interior de lo mucho que hay
en la hondura del pasado y en el misterio
del porvenir.
Tomas Rueda Vargas.
La Sabana. 1940
Quizá el vínculo más complejo pero más fuerte entre el campo y la casa de hacienda sea lo que se conoce como el sentido de lugar. En Casa Colonial el autor de estas líneas expresaba: “El sentido de lugar consiste… en extraer, de modo misterioso, ciertos significados implícitos del espacio natural, y con éstos, crear una forma artificial armoniosa con los elementos ambientales …No basta imponer cierta arquitectura al lugar, es necesario que luego, la casa sea tan eficaz como una herramienta de labranza y parezca, a la vez, tan natural como el paisaje que la rodea. Debe quedar establecido un diálogo, intangible pero no imperceptible entre el lugar y la presencia de la arquitectura”.
En el Capítulo I del presente volumen se mencionó, como parte de ese sentido de lugar del poblador y el constructor español, la memoria y la analogía de paisajes, pero esto es sólo un componente del proceso perceptivo y creativo mediante el cual la escogencia de un sitio y de un sistema de formas artificiales le otorga marco físico a la posesión de cierta parte del campo. El sentido de lugar que lleva al campesino o al burgués español, o criollo, a proceder de cierta manera ante el paisaje que toma para sí, presenta dos facetas principales: Una sería pragmática o funcional, puesto que sin suministro de agua, camino de acceso y obtención razonable de materiales para construirla, el problema de la casa de hacienda no se plantearía. Si no fuese posible escoger el lugar para la casa en la inmediata vecindad de un manantial o un arroyo, o resultase prudente poner distancia entre la ribera de un río cuyas crecientes o inundaciones podrían significar peligro para aquélla, siempre se podría improvisar alguna forma de acueducto e inclusive utilizar alguna versión artesanal del antiguo ariete hidráulico romano, o una noria árabe, para izar agua lomas arriba. Si las fuentes de agua faltaban, para ello vinieron a la Nueva Granada gentes que poseían el dón, la clarividencia o las artes de la brujería para hallar agua dulce oculta bajo tierra. El campo neogranadino, en su infinita variedad de paisajes y climas, se dividía para encomenderos y hacendados, como el de Castilla o Andalucía, en tierras de secano, donde había que depender de los tremendos aguaceros tropicales, y tierra de regadío o con fuentes de agua más o menos permanentes.
La segunda faceta, necesariamente integrada a la primera, sería la poética. Entre las numerosas acepciones para este vocablo incluidas en el Diccionario de la Lengua Española, una dice: “…conjunto de cualidades que deben caracterizar el fondo de este género de producción del entendimiento humano independientemente de la forma externa…”. El meollo de la cuestión reside en que de un conjunto de consideraciones pragmáticas surge, con la casa de hacienda neogranadina, una dimensión estética discreta y profunda y cierta gracia ambiental, indicios de un antiguo y noble origen, que le son inherentes y no superpuestos académicamente, como ocurre con gran parte de la arquitectura “culta” o monumental. Es claro que una arquitectura en tono menor, desprovista de espectaculares desplantes formales resulta por definición más armoniosa con cualquier paisaje o lugar, puesto que no plantea contrastes intolerables. Precisamente en esta segunda faceta la memoria emocional desempeña un papel decisivo. Cada casa de hacienda, una por una, como reza la definición de la historiadora española Maricruz Aguilar25., está ligada tan íntimamente al paisaje natural donde se localiza, que es difícil o imposible imaginarlo sin aquélla, o pensar en la casa en otro lugar. Lo esencial de la cita del Diccionario de la Lengua es la independización de la “forma externa”, la cual proviene en gran medida de consideraciones prácticas. La armonía o integración entre el espacio natural y las formas construidas en el género de las casas de hacienda no está regulada o establecida por conceptos teóricos abstractos ni “reglas de oro”. Al señalar el futuro hacendado un lugar del campo y decir: “La casa la haremos aquí. No allá ni más lejos. Aquí…”, estaría convocando a una gran cita de la poética al destino futuro del lugar, llamando a los cuatro puntos cardinales, a los vientos y las lluvias de todas las épocas del año, al sol y las fases de la luna, y sin saberlo, o intuyéndolo sordamente, a las potencias de la tierra y del aire, como un hechicero o un chamán. La bella localización de la casa que originalmente se llamó de La Sierra, en el Valle del Cauca, así lo comprueba. En su novela localizada allí, Jorge Isaacs le dio un nombre no referido al lugar donde se situó sino al lirismo romántico de la época: El Paraíso. Que en el aspecto de la realidad cotidiana aquél jamás fuera alcanzado, es tema para otra explicación, en la cual el gran margen de error humano que va siempre de brazo con la inspiración del hacendado neogranadino, entra en juego.
Parte del complejo fenómeno de la percepción del espacio natural o artificial consiste en establecer dimensiones físicas que le impongan un orden y lo hagan, en cierto modo, tangible. Se crea así lo que los estudiosos han llamado el espacio matemático. Pero es también posible llegar a una percepción del espacio mediante la experiencia ergonómica (los gestos y acciones físicas) en lo que los antropólogos denominan el espacio vital. La suma de las experiencias vitales ocurre entonces dentro de lo que se llamaría el espacio existencial. Si a un hacendado de época colonial le tomara toda una tarde para ir al paso cansino de su mula, de su casa de hacienda en los alrededores de Facatativá hasta Santa Fe, recorriendo así una distancia de unas 5 y 1/2 leguas, se tendría que el espacio matemático en cuestión serían justamente esas 5 y 1/2 leguas, su espacio vital el que ocuparían la mula ensillada y el jinete, incluyendo ruana, sombrero y bordón, y el espacio existencial, una especie de túnel imaginario en el aire frío de la Sabana de Santa Fe, extendido a toda la longitud del recorrido por realizar, dentro del cual se insertaría la trayectoria y el paso cansino de la mula, incluyendo las paradas en las varias “ventas” a lo largo del camino real, para beber chicha o aguardiente.
La agrimensura colonial, como la construcción, se basó, no en sistemas sino en nociones asistemáticas de medidas, con cierto respaldo tradicional antropométrico. Las medidas y ergonomía humanas, tradición venida de Grecia y Roma, multiplicadas, aumentadas o mezcladas, les permitieron a encomenderos y hacendados hispánicos tratar de imponer medidas a los inconmensurables paisajes neogranadinos, y disponer luego en ellos las dimensiones de sus casas. Así, la vara, en la construcción, y el paso, en el campo, eran, según el dicho campesino, “lo mismo pero distinto”. La vara era una medida abstracta, conformada por tres longitudes de la huella de un pie humano, o por cuatro palmos o “cuartas” (entre los dedos meñique y pulgar de una mano abierta). El paso, medido entre huellas de talón en tierra húmeda, era igual a una vara, aunque algunos historiadores mencionan una equivalencia a 2/3 de vara.
En el espacio natural, el paso (llamado también “vara de campo”) era la unidad mínima. Para facilitar la mensura se usó el múltiplo de la cuerda o cabuya, cuya longitud variaba arbitrariamente entre las 64 y las 120 varas. En la Nueva Granada la estancia no fue un equivalente del término genérico de hacienda sino una unidad o medida de área. Aunque ésta variaba mucho de una región a otra, Germán Colmenares, en Cali: Terratenientes, mineros y comerciantes26. señala la tendencia, en el Valle del Cauca, a usar la unidad tradicional de la estancia, midiendo ésta 6.000 x 6.000 pasos (algo más de 500 metros) cuando estaba destinada a la ganadería mayor. Al paso del tiempo (al final del siglo XVII) y resultando esta unidad impráctica por su tamaño, la estancia típica se redujo a 3.000 x 1.500 pasos. La estancia de ganado menor (ovino o porcino) comenzó siendo de 3.000 x 3.000 pasos y presentó, con el uso, la misma reducción de la de ganado mayor. Las estancias llamadas de “pan llevar” o “pan coger”, es decir, para cultivos, tendrían alrededor de 2.000 x 1.600 pasos (unos 168 x 134 metros). En la región del Cauca primó, en cambio, el sistema “oficial” de mensura agraria establecido en las Leyes de Indias, de las “caballerías” y las “peonías”, aunque Germán Colmenares señala en Popayán, una sociedad esclavista27. que “…existía una gran anarquía en las unidades de mensura. No sólo se empleaba una buena cantidad –aunque algunas prevalecían en ciertos sitios– sino que la misma denominación abarcaba diferentes conceptos… Resulta casi imposible establecer qué era una caballería a no ser que nos atengamos a las definiciones o a la práctica de cada sitio”. Colmenares indica cómo la extensión de una caballería en la Nueva Granada podía variar entre 427 hectáreas en los alrededores de Cartagena, hasta unas 250 en el Valle del Cauca. La peonía designaba en principio predios más pequeños que la caballería, del orden de la tercera o cuarta parte de una caballería, destinados a cultivos. Según el mismo autor, la medida agraria más difundida en la Nueva Granada fue la hanega de sembradura, la cual tampoco tenía un área homogénea, variando en las distintas regiones entre algo menos de 2 y casi 4 hectáreas actuales. La angustiosa anarquía de la agrimensura colonial se aprecia al considerar que de la caballería y la hanega o fanegada de sembradura se derivaban otras medidas tales como la suerte de tierra (1/4 o 1/6 de caballería), entendiéndose por esto que las suertes tampoco tenían un área igual en todas partes. En el alto Cauca se llegó a utilizar la antigua legua, aunque interpretada con absoluta libertad, para otorgar mercedes de gran tamaño. La “legua quiteña” equivalía aproximadamente a unas 560 hectáreas y era diferente de la “legua tirada”, en línea recta, utilizada para medir distancias rurales, que tenía usualmente cien cuadras de cien pasos cada una de longitud (8.4 kilómetros).
Esta sabrosa anarquía era parte del impacto sensorial del paisaje y la geografía neogranadina sobre los pobladores hispánicos, pues ¿cómo medir la escala dimensional prodigiosa del Nuevo Mundo? No habría en toda España dónde decir que los límites de la propia hacienda quedaban a tres o cuatro días de camino a caballo, o la distancia a las fuentes de agua era de “tres cigarros en mula”, es decir, el tiempo que tardaría la “montura” en llegar a tranco lento al sitio buscado, equivalente preciso de lo que tardaría el jinete en fumar tres “calillas” del mágico tabaco del Nuevo Mundo, con la brasa hacia dentro de la boca para que el viento no le enviara la ceniza a los ojos.
La construcción de una casa de hacienda pertenece, a mucha honra, al noble género de las ciencias inexactas. A falta de algún ignoto sistema dimensional abstracto, se construyó a base de medidas antropométricas. Elegido el personaje de mayor estatura de cuantos estuvieren presentes, daba un paso adelante y se medía la distancia de huella a huella de talón. Luego se cortaba y pulía una vara delgada con la dimensión así obtenida, y se tenía lo que se llamaba “vara de la tierra”, distinta de una hacienda a otra, de un pueblo al más vecino. En vano la Corona española intentó poner orden en esta alegre informalidad ordenando una estandarización mediante lo que se llamó “Vara del Rey”, algo más parecida a la yarda inglesa que la “vara de la tierra”. También en esto se aplicó la norma colonial: se obedece, pero no se cumple. Las dimensiones métricas de la vara no son exactamente precisables por cuanto esta medida dependía de la interpretación y convenios locales de lo que debía ser, pero entre la vara llamada “Del Rey” o la “de Castilla” (versión tradicional también) y los múltiples tamaños de la “vara de la tierra” podía haber una variación hasta de 9 cm. (entre 0.83 y 0.92 metros), con el promedio más usual entre 0.846 y 0.867 metros. La vara, desde luego, está emparentada conceptualmente con la yarda inglesa, y era divisible en mitades, terceras partes (pies o codos), cuartas partes (palmos o cuartas), sextas partes (“jemes” o “compases”, máxima apertura entre los dedos pulgar e índice). A su vez, el pie se dividió en 12 pulgadas (el dedo pulgar doblado) y en 24 dedos.
Los materiales sólidos o líquidos tuvieron también medidas que, cuando no eran antropométricas derivaban de las más antiguas usanzas cotidianas, incluyendo la culinaria: la uña, la pizca, el puñado, la almuerza (la cuenca de las manos juntas), la taza, el zurrón, el saco, la arroba, el quintal, la copa, el porrón, el balde o cubo, la palada, y las imprecisables, algunas de las cuales se usan aún actualmente como la “carga”, “el viaje”, “la carretada” (de arena, cal o piedra) y no pocas más. Los pesos incluyeron, además del quintal y la arroba, el de un tonel lleno de aceite, la “tonelada”, y todas las versiones imaginables de la libra romana y las onzas árabes.
En textos anteriores del autor del presente estudio,28. se esbozó la teoría de la construcción doméstica –urbana o rural– como un género dominado y caracterizado por consideraciones tecnológicas y no por nociones formales, estilísticas o simplemente estéticas. Reafirma lo anterior el hecho comprobado de la ausencia total de arquitectos –como se suponía que eran tales personajes académicos entonces– en la época colonial neogranadina. Las casas de hacienda son obra de maestros constructores, alarifes, albañiles y carpinteros, mas no de diseñadores formados en escuela alguna. Cada uno de esos constructores llevaba su propio y personal “Manual de Obra” en su memoria, habiendo recibido conocimientos en la materia como aprendiz en alguna construcción, ya fuese enviado en su adolescencia, o por transmisión verbal de padres y otros familiares.
Pero si las más de las veces el albañil no sabía leer, ¿a qué mencionar libros de teoría o de historia? En un género arquitectónico en el cual por definición no existió la dimensión estilística superpuesta y mucho menos la evolución de ninguna clase en el orden y tratamiento de las formas construidas o del espacio interior, ¿cuál podría haber sido la intervención –o mejor, intromisión– del arquitecto? Si propietarios y constructores estaban plenamente identificados sobre cómo debía ser una casa, cómo construirla y cuál su apariencia resultante, la etapa de diseño previo sobraría por completo, puesto que un arquitecto sólo podría sugerir adiciones decorativas o tratamientos suntuarios con materiales que implicarían un maquillaje de gran sobrecosto y cierto grado de anomalía estética en ordenamientos espaciales que eran producto de consideraciones puramente utilitarias.
En Casa Colonial se mencionó la excepción única en la Nueva Granada a la regla general de la arquitectura de constructores pero no de arquitectos: la casa de hacienda de Aposentos, en Simijaca (Cundinamarca). “…en el territorio actualmente colombiano sólo se tiene noticia documental de una casa de hacienda atribuible a un “arquitecto”, Fray Domingo de Petrés, un capuchino oriundo del pueblo de ese nombre en la provincia de Valencia (España), presunto autor de la traza y construcción, o alternativamente, la intervención remodeladora de la casa de “Aposentos”… Venido a la Nueva Granada en la segunda mitad del siglo XVIII, Fray Domingo había hecho algunos estudios académicos de arquitectura y continuó profundizando sus conocimientos de modo autodidacta al ingresar a la orden capuchina, pero no era un arquitecto titulado de acuerdo con los requisitos oficiales españoles. Lo que sigue siendo un misterio son las razones que puedan haber tenido los propietarios de Aposentos para acudir a un personaje dedicado a la arquitectura religiosa en el caso de algo tan ajeno a él como una edificación rural. El caso de Aposentos es aún más interesante puesto que en la muy inmediata vecindad de la casa atribuida a Petrés hay otra, la cual presenta indicios de ser algo o mucho más antigua que la primera, y fue posiblemente la casa “original” en el lugar. Si esto fuese así, Petrés habría sido llamado, en un gesto eminentemente “snob”, para crear una realidad arquitectónica distinta, destinada obviamente a establecer una superioridad estética sobre las restantes casas de hacienda de la región.29.
Un arquitecto de cualquier época de la historia sobraría evidentemente en un género constructivo como el de las casas de hacienda, en el cual la totalidad de la organización espacial estaba preestablecida y las decisiones técnicas tomadas de antemano, por tácito acuerdo tradicional entre propietarios y constructores. Lo que se trataba de llevar a cabo era, en principio, elemental: Construir algunos tramos de espacios genéricos pero versátiles, susceptibles de ser subdivididos (transversalmente, de preferencia) en tantos compartimentos como lo dictaran las necesidades utilitarias del momento, y capaces de albergar habitaciones de los señores, incluyendo ocasionalmente algún salón o comedor, alojamiento de la servidumbre, depósitos, alacenas, cocinas, caballerizas, trojes o graneros dispuestos tan racionalmente como fuera posible.
Esta racionalidad estaría adscrita, como se dijo anteriormente, a dos tipos de esquemas ordenatorios: uno, en torno a un espacio central abierto, y otro, compacto, con galerías perimetrales en torno al núcleo construido. Si fuera el caso, surgirían por aparte, y con estructuras especiales pero derivadas de las que se empleaban para la casa principal, la vivienda de los esclavos o de los trabajadores permanentes, los establos o caballerizas, las trojes o graneros y las dependencias de los trapiches o los obrajes. Algunas de estas dependencias podían estar, así mismo, integradas al volumen de la casa principal. Todo lo anterior estaría regido por un concepto tecnológico simplificador: sin cubiertas no hay espacios y sin éstos la casa no existe. De este modo la determinación a priori de las dimensiones de los espacios por obtener mediante estimativos sobre la longitud y sección de las maderas necesarias para las armaduras de cubierta que cerrarían esos espacios sería primordial. No habría traza o diseño de planos arquitectónicos sino cuentas de cantidades de materiales de construcción hechas sobre la base de una descripción de la casa por construir que muy bien podría ser verbal. La longitud, anchura y número de los tramos constitutivos de la casa, así como la altura a la cual se debía techar, bastaban para comenzar la obra. Sobre esa base se podría saber cuánta piedra de río era necesaria para los cimientos; cuánta cal y arena se requería para morteros y revoques; cuántos adobes o tapias pisadas para los muros; cuántos árboles habría que derribar para sacar de ellos columnas, dinteles, soleras, tirantes, limas, nudillos y cumbreras, además de la tablazón y marcos para puertas y ventanas. Y por último, el álgido y costoso punto de cuántos miles de tejas sería necesario fabricar para reemplazar el techo pajizo por algo más duradero y más recordatorio de las tradiciones constructivas andaluzas o castellanas. Lo complejo, prolongado y difícil venía luego. Había que saber cuándo y cómo cortar árboles para obtener maderas de especies que no habían crecido con el calendario biológico de las estaciones anuales. Era vital saber o recordar mucho de las especies europeas para encontrar, en medio de la inaudita riqueza vegetal de los parajes de la Nueva Granada, los equivalentes exactos o análogos de las maderas aptas para trabajo estructural o talla decorativa.
Al descubrimiento de lo que los pobladores españoles llamarían robles, cedros, nogales o castaños, por analogía técnica o recuerdos de vieja data, seguiría el uso de especies nativas en insólita abundancia (ceibas, carretos, abarco, amarillo, morado (amaranto), comino, granadillo, canelo, zapatero (Boj), caobas, sapanes, guayacanes, mangles, etc…). Las maderas, por su índole estructural, fueron la nota técnica dominante de la construcción de casas rurales. El factor que establecía las dimensiones más convenientes y factibles de los espacios interiores de aquéllas no era algún capricho abstracto sino la longitud y resistencia a la flexión de las maderas a mano, vale decir, las luces o intervalos que se podrían franquear mediante éstas, de muro a muro, o de muro a columnas de un patio. A su vez, las dimensiones de las maderas estarían determinadas por la edad, altura, diámetro de tronco y características biológicas de los árboles existentes a distancias razonables del lugar donde se iba a construir. De ahí la inevitable y universal similaridad formal y ambiental de la totalidad de los espacios interiores de casas de hacienda neogranadinas, de cualquier región o clima. Lo que vendría a establecer infinitas variantes dentro de esa presunta uniformidad sería la relación entre el paisaje y la volumetría exterior de la casa, y las usanzas y ambientes que tendrían lugar dentro de ella, pero no la aplicación constante o aleatoria de un determinado principio de ordenación espacial o de una fórmula compositiva, vale decir, de diseño.
Si la tradición consagrada en el sistema de armaduras de madera superpuestas a muros de carga nunca fue quebrantada ni sufrió alteración básica alguna, ¿cómo podría ocurrir alguna evolución arquitectónica en el género? Es de notar que a la Nueva Granada no llegaron grupos de constructores conocedores o practicantes de las técnicas de cubiertas planas, o terrazas, excepto unos pocos que levantaron casas urbanas y de hacienda en Santa Marta y sus vecindades. La más célebre de esas escasas excepciones es la Quinta (hacienda de trapiche cacaotero) de San Pedro Alejandrino, cuya casa principal, escenario de la muerte del Libertador Simón Bolívar, está enteramente cubierta en terrazas. En el resto de la Nueva Granada las edificaciones rurales tuvieron cubiertas en las más insólitas u ortodoxas, pero siempre más económicas, o rústicas versiones de las armaduras de madera de origen islámico (andaluz) conocidas como “par e hilera” y “par y nudillo”.30. Estas técnicas para armar una cubierta con un mínimo de madera y de peso muerto que fuese también independiente estructuralmente de los muros de soporte, dominaron por completo la construcción de todos los géneros arquitectónicos hasta el final de la Colonia, en un caso insólito de unanimidad y uniformidad tecnológica. Desafortunadamente se han conservado muy pocos documentos de época colonial directamente referidos a cuestiones técnicas de la construcción de casas de hacienda, mientras abundan los que se refieren a títulos y pleitos sobre tenencia y compraventas de tierras, así como la posesión de fuentes de agua o litigios de límites. Por suerte existe el ya citado en varios textos, y originalmente divulgado por Camilo Pardo Umaña en Haciendas de la Sabana de Bogotá.31. Se trata de una rendición de cuentas de lo gastado por el alarife Francisco Javier Lozano en 1770 en la obra de la casa de la hacienda La Conejera (Suba, Cundinamarca). Según Lozano, la casa tenía, en esa fecha “6 tramos de 6 y 1/2 varas (aprox. 5.44 metros) de ancho”. Suponiendo a los muros de carga una anchura de 2/3 de vara, quedaría una luz o distancia entre éstos de 5 y 1/4 de vara (aprox. 4.33 metros), lo cual sería una luz “normal” o promedio entre muros de carga para la época y para la sabana de Santa Fe. Asumiendo para cada tramo una longitud promedio de 14 varas, la construcción correspondería a una casa de unas 546 varas cuadradas, es decir, aproximadamente 426 metros cuadrados. Esto parece corresponder a una parte de las edificaciones, considerada como la más antigua de las que llegaron a existir en La Conejera. Las cuentas, rendidas en patacones de oro de 8/10 (la moneda “oficial” de entonces), dicen así:
- 20.009 carretadas de piedra rajada, a 2 reales c/u 500
- 124 tapias (módulos o tramos de tapia pisada) a 4 reales c/u 62
- 20.000 adobes a 3 pesos el mil 60
- 2.000 ladrillos (cocidos) a 12 pesos el mil 24
- 2 columnas de piedra con sus basas y capiteles 150
- 1 portada en piedra para el oratorio 28
- 12 varas de piedra de sillería a 2 pesos vara 24
- 9.000 tejas a 13 pesos el mil 117
- 1 tiro de escalera 10
- 12 varas de piedra de sillería mediana a peso c/u 12
- Mano de obra y trabajo del oficial (albañil auxiliar) 800
- Total 1.787
Lo anterior indica que se trata de construcción rural “promedio” para la época, sin lujos pero tampoco excesivamente económica. Nótese cómo la mano de obra representa casi el 45% del total de gastos, lo cual se puede hallar también en otros documentos de construcción de iglesias y conventos coloniales, en el sentido de que si los materiales eran baratos, en el contexto económico colonial el trabajo manual de construcción tenía un precio muy elevado. Las dos columnas y lo que debía ser una pequeña portada para el oratorio, sumadas a la piedra de sillería y la piedra rajada para la cimentación, totalizan 714 patacones, nada menos que el 40% aprox. del gasto total. La piedra, en efecto, fue siempre el material más costoso en toda construcción colonial, ya fuera simplemente “rajada” o tallada con muy regular aptitud en columnas, basas o capiteles. Esto explica de sobra la escasez proverbial, o la ausencia de piezas en piedra no sólo en las casas de hacienda sino en las de sus congéneres urbanos, y la preferencia por el uso de columnas y dinteles de madera a las arquerías de columnas en piedra y arcos de ladrillo.
Era obvio que la extracción de piedra de cantera y su transporte eran más dispendiosos e implicaban un mayor costo que el corte y acarreo de madera, consideración que aún hoy sigue teniendo vigencia. Así, una portada en piedra del tamaño y calidad de talla como la colocada en la entrada principal de la casa de Aposentos (Simijaca), quizá por designio de Fray Domingo de Petrés, puede ser única en la arquitectura rural de la Nueva Granada. Conviene desconfiar de otras del mismo género adquiridas en demoliciones urbanas y llevadas al campo, o encargadas a algún cantero actual para “mejorar” modernamente la entrada a la finca familiar.
Una idea de la magnitud del despropósito cometido en más de una casa de hacienda de época colonial por “restauradores” y decoradores del siglo XX al reemplazar, buscando pretenciosa elegancia, las humildes galerías en postes y dinteles por arquerías apoyadas en columnas adquiridas en las demoliciones de claustros y casas urbanas, la podría dar el peor ejemplo de esta clase de estrafalarias arquitecturas en el país, la antigua casa de hacienda de El Salitre, en Paipa (Boyacá), cuyas innumerables columnas en piedra colocadas allí durante los años cincuenta del siglo XX son en gran parte procedentes de la destrucción de casas y claustros conventuales en Tunja y otros lugares del país.
En ocasiones la inserción reciente de columnas de piedra en una modesta casa rural resulta abiertamente surrealista, como en el caso de El Noviciado, una finca en Cota (Distrito Capital) resultante de la subdivisión, en el siglo XVIII, de la hacienda de Buenavista, cuyas rústicas columnas de madera en su galería única de piso bajo fueron reemplazadas en los años cincuenta por las robustas columnas en piedra visibles hoy, procedentes de la demolición de los tramos antiguos de la casa cural adyacente a la iglesia del vecino pueblo de Chía, obtenidas mediante generoso obsequio de algún ex-presidente colombiano, quien aparentemente “no tenía dónde ponerlas”. Dado que el resto de la casa no se benefició de algunos otros regalos arquitectónicos, el contraste entre las columnas de piedra y los humildes componentes de la fachada oriental de la edificación es, por decir lo menos, desconcertante.
La preferencia indicada en el documento anteriormente transcrito por la tapia pisada y el adobe es bien explicable. El ladrillo, incluyendo su engorroso transporte, costaba en el siglo XVIII cuatro veces más que el adobe, puesto que el uso de arcilla pura, comprimida y moldeada a mano, y luego cocida con gran gasto de leña o carbón establecía esa notable diferencia. El adobe, barro mezclado con paja, amasado y secado “al aire”, y la tapia, una mezcla de tierra, arena y piedra pulverizada, con adiciones ocasionales de cal, y apisonada entre cajones de tablazón, previo cierto grado de “remojo” (tecnología que variaba sensiblemente de una región a otra según las disponibilidades de materiales), no requerían el complicado proceso de cocción requerido por el ladrillo y la teja, creándose así dos niveles de costos muy distantes entre sí. Levantar muros de adobe pegados con tierra húmeda o apisonar tapias era tarea que se podía llevar a cabo sin contar con mano de obra capacitada, pero la mampostería de ladrillo y mortero (o “cal y canto”) y “sentar teja” requerían una experiencia y conocimientos adicionales, necesariamente más costosos. Por ello la adquisición de un ladrillo por cada diez adobes en la obra de La Conejera permite suponer que éste iba a ser empleado en una de dos posibles modalidades: Como acabado de piso en salas o habitaciones de los señores, pues en el resto de la casa lo usual sería el piso de tierra apisonada cubierto de esteras artesanales de fique o palma. O bien, en los muros de adobe, en hiladas horizontales a intervalos regulares, para consolidar y dar mayor resistencia a éstos contra las frecuentes fracturas verticales. Estas hiladas de refuerzos, “verdugadas” en castellano o “rafas” en árabe, son otra tradición técnica de origen mixto, romano e islámico.
Las técnicas indígenas, aunque reemplazadas en gran parte por las tradiciones europeas ejecutadas con materiales autóctonos, no fueron abandonadas por entero. Es claro que el comienzo de la historia de la construcción rural en el territorio neogranadino sería el uso de chozas o bohíos indígenas a manera de refugio temporal u ocasional, pero este recurso estaba limitado a la coincidencia de su localización con los sitios escogidos por los colonizadores hispánicos para su permanencia en el campo y por la prohibición oficial (rara vez respetada) de no “molestar” las comunidades nativas. Los constructores españoles o mestizos no tuvieron jamás interés alguno ni motivos valederos para considerar nada distinto de la adaptación de técnicas constructivas europeas al medio ambiente neogranadino, por la muy elemental razón de que sus nociones sobre espacio existencial, o su percepción y ordenación de espacios artificiales eran totalmente ajenas a las de los grupos indígenas sobre los mismos aspectos. Algunas tecnologías indígenas (es decir, otro orden de ideas) como la del bahareque (barro aplicado sobre un soporte entretejido de cañas) no sólo eran fácilmente integrables a la construcción hispánica sino continuaron siendo utilizadas durante todo el período colonial, ante todo para levantar tabiques y cobertizos. Otras, como la cañabrava y el chusque (variedades de juncos de pantano o de llanura) amarrados con cáñamo o fique, reemplazaron con encomiable sentido práctico las tablas, costosas y de difícil elaboración, que formaban el soporte de los tejados en la construcción andaluza. La fórmula regional y “mestiza” de la “torta” de arcilla sobre soporte de “chusque” era obviamente menos durable, más pesada, menos costosa y más difícil de mantener en buen estado que el entablado español, pero hasta ahí llegó la tecnología no evolutiva del período colonial. En todo esto hay que tener en mente la muy elemental manufactura y manejo de las herramientas y máquinas empleadas en carpintería en la Nueva Granada, indicio de lo cual es el trabajo de descortezar, “cuadrar” y pulir vigas y columnas de madera utilizando exclusivamente hachuelas y azadas. El acabado tosco así logrado se hizo presente ante todo en la construcción rural, donde la obra fina no tenía, las más de las veces, quién pagara por ella.
Uno de los recursos favoritos de los decoradores de interior actuales consiste en colocar vigas de madera decorativas cuidadosamente cortadas a máquina pero luego golpeadas y maltratadas para obtener una versión falsa (o dolorosamente maquillada) de la rusticidad que en la construcción original de las casas de hacienda era lo único que razonablemente se podría lograr. Desde luego, el uso de la garlopa o “cepillo” de carpintería, así como el de gubias, cortafríos o “formones”, aunque familiar para los artesanos coloniales, se reservaba para ciertos trabajos de talla en edificaciones urbanas de cierto lujo, o la fabricación de muebles. Fue muy excepcional la inclusión de bellas columnas de madera torneadas o talladas en las casas de hacienda, tal como se observan en la casa de La Concepción de Amaime, El Cerrito, Valle del Cauca y en algunas otras de la misma región.
El documento sobre la construcción de La Conejera, en la sabana de Bogotá, refleja un aspecto notable de la tecnología constructiva colonial: la organización laboral que primó en ésta. Para construir la casa de hacienda no se empleó a un maestro de obra, y ni siquiera a un contramaestro. Vino a trabajar un simple alarife, cuyo rango correspondería al albañil de época republicana o moderna en Colombia. El alarife tenía también los callos del oficio en sus manos y debía trepar a los andamios y pegar adobes, no teniendo la jerarquía para dar órdenes y esperar que fueran cumplidas. Según su relación de gastos, trabajó con un “oficial” de albañilería, es decir, un ayudante, cuyo título y categoría aún existen exactamente como tales en Colombia, amén de anónimos ayudantes o aprendices encargados del acarreo de materiales y otras tareas “pesadas”. El recuento del alarife Lozano se refiere solamente a la hechura de muros y pisos. La armadura de cubierta, según la organización laboral de la época, estaría a cargo de un carpintero “de lo blanco”, es decir, de los componentes estructurales en madera. Luego vendría el entejador a colocar el acabado de la cubierta, y el carpintero (a secas) encargado de la elaboración de puertas y ventanas. Pero si la obra se llevaba a cabo en un lugar campestre tan distante como de difícil acceso, no era raro que un solo constructor, improvisado para la ocasión como albañil y carpintero, se tornara en el antepasado artesanal del “maestro todero” de los siglos XIX y XX en Colombia, el cual a su vez resulta hoy una especie prácticamente extinguida.
Se asocia actualmente a las casas de hacienda, con pocas excepciones, una rusticidad o elementalidad que ha pasado paradójicamente a formar parte del atractivo ambiental de las mismas. Se habla hoy del encanto de gruesos muros víctimas de su propio peso muerto, rotos, fracturados o desviados, con graciosos o pintorescos desplomes y remiendos; de maderas mal cortadas y ensambladas; de cubiertas poéticamente curvadas por la pesadez de tejas y soportes de greda y cañas, y jamás reparadas a tiempo. En suma, el mundo de la gracia y el sabor de la arquitectura creada por quien ni sabe, ni puede ni quiere hacer otra cosa. El cual es también el de quienes afortunadamente ignoraron siempre el lamentable concepto de lo pintoresco, es decir, lo propio de pintores y otros diletantes de la estética. No deja de ser irónico que la ignorancia tecnológica o la torpeza artesanal, al correr de la historia, se transforman, en asombrosa metamorfosis, pasando de limitaciones y deficiencias, a excelsas virtudes arquitectónicas y ambientales. Actualmente, una casa rural, mientras más pobre sea la calidad de su construcción y más desvencijada su apariencia, más hermosa y evocadora resulta a ojos de quienes pasan a su lado, pero no tienen que vivir o trabajar en ella. Según el escritor colombiano Eduardo Caballero Calderón en Diario de Tipacoque: 32.“…Las casas de campo… son seres que envejecen, se arrugan y acaban por echarse a morir a la orilla de los caminos, pero duran siglos, fuertes y lozanas… conservando el eco sonoro de sus estancias, la resonancia de sus ondulantes corredores, la epidermis viva de sus paredones que se cuartean y curten por un sol implacable…”.
Sin duda, quienquiera que construyese, a costa de grandes esfuerzos, una casa de hacienda colonial neogranadina, podría no saber nada de teoría de la belleza o los significados culturales de su labor, pero seguramente intuía mucho sobre las calidades estéticas y ambientales de ésta.
Sólo así se explica que ciertas casas de hacienda de regiones tan apartadas entre sí como el oriente de Boyacá y el sur del Cauca exhiban una sorprendente depuración formal y proporcional lograda dentro de los rígidos parámetros de la tecnología colonial. Las exquisitas proporciones observables en la modulación estructural de columnas y dinteles en las galerías de pisos alto y bajo de la casa de Calibío (Popayán), uno de los mejores ejemplos de esto, se basan en una sencilla norma técnica: los módulos en cuadrados en fachada resultan del uso de piezas de madera verticales y horizontales de igual longitud, e implican el mínimo posible de desperdicio de un material de costosa y difícil obtención. Los cuadrados, a su vez, son figuras que permiten múltiples combinaciones geométricas casi siempre armoniosas y bellas, en las cuales las variaciones introducidas por alguna razón técnica no alteran su índole básica pero asumen notables cualidades estéticas. Es posible que en los casos, no muy frecuentes, en que hacendados y constructores se ponían de acuerdo más o menos instintivamente para que la anchura, longitud y altura de un salón conformaran una combinación dimensional cuya percepción resultaba placentera, rozando a la tangente la “divina proporción”, las calidades estéticas de su obra no fueran enteramente accidentales o fortuitas. Entre tantos constructores de casas de hacienda, de oficio e improvisados, algunos debían tener real talento artístico, no cultivado pero siempre presente. Además, el dominio total de la técnica, como lo saben albañiles y músicos, conduce casi siempre al virtuosismo.
La tecnología constructiva colonial no fue un cuerpo único de ideas o conocimientos. Presentó considerables variaciones cualitativas entre las varias regiones neogranadinas. Mediaron en ello las aptitudes, formación y disponibilidad de los artesanos de la construcción, las cuales iban de lo inspirado a la extrema torpeza. En un ámbito predominantemente técnico, por otra parte, la posible obtención y el uso racional de materiales locales fueron decisivos. Se podría decir que la construcción rural de los siglos XVII y XVIII en Boyacá es cualitativamente mejor que la observable en el Cauca, con muros mejor ejecutados y armaduras de cubierta en maderas de superior tratamiento y ensamblaje, pero ello sería una simple constatación de la fortuita circunstancia de hallar mejor arcilla para hacer tejas y ladrillos y una mano de obra más diestra en la albañilería y la carpintería en el altiplano cundiboyacense. La obvia inferioridad técnica de las armaduras de cubierta coloniales en la región circundante a Popayán, con respecto a sus congéneres en torno a Santa Fe, es atribuible a la tendencia a simplificar y debilitar aquéllas en exceso, quizá para reducir costos, ya que no por presumible ignorancia técnica. Suprimir componentes estructurales y usar soportes de tejados en materiales (cañas) deleznables y efímeros fueron siempre “resabios” constructivos que aseguraron la obsolescencia y senilidad prematuras de lo que se llegó a construir con ellos.
#AmorPorColombia
Espacio, diseño y tecnología
Aposentos, Simijaca, Cundinamarca.
Casa de hacienda de olivar en la sierra de Santa Lucía, provincia de Cádiz, Andalucía. Construida a comienzos del siglo XVIII.
Casa de hacienda de Aposentos, Simijaca, Cundinamarca, construida en los últimos años del siglo XVIII. Nótese la similaridad volumétrica y la simetría en fachadas. La acentuación mediante torres esquineras es la misma en ambos casos y forma parte de una larga tradición en Andalucía y Levante, originada en la arquitectura de castillos y alcazabas.
La Conejera, Suba, Distrito Capital. La transformación de la casa colonial durante los siglos XIX y XX ha sido total. El aspecto que hoy presenta corresponde por entero a la época actual.
Aposentos, Simijaca, Cundinamarca. La casa combina un certero sentido intuitivo de lugar, aparente en su localización en una concavidad de los cerros circundantes, con la elegancia simétrica de su volumetría y fachada principal, lo cual tiene un evidente origen académico. El resultado es la casa de hacienda más atípica, pero arquitectónicamente más interesante del período colonial en la Nueva Granada, así fuese construida al final de aquél. Los muros delimitantes de los potreros vecinos a la casa prolongan el dominio espacial de ésta sobre el paraje donde se sitúa.
Aposentos, Simijaca, Cundinamarca. La casa combina un certero sentido intuitivo de lugar, aparente en su localización en una concavidad de los cerros circundantes, con la elegancia simétrica de su volumetría y fachada principal, lo cual tiene un evidente origen académico. El resultado es la casa de hacienda más atípica, pero arquitectónicamente más interesante del período colonial en la Nueva Granada, así fuese construida al final de aquél. Los muros delimitantes de los potreros vecinos a la casa prolongan el dominio espacial de ésta sobre el paraje donde se sitúa.
Aposentos, Simijaca, Boyacá. Las generosas proporciones del patio principal de Aposentos, reflejan su origen teórico. Nótese el contraste que ofrece este patio con el de la casa de Gotua, Iza, Boyacá. Ambos obedecen al mismo concepto de ordenación espacial y fueron construidos con idénticos materiales y métodos constructivos, pero los resultados ambientales son muy distantes entre sí. Uno se hizo simplemente para vivir, el otro para contemplar su elegancia formal. La inevitable intervención de época republicana en la casa (cielos rasos planos, enchapado y molduración de columnas en madera, colocación de barandas sobre los poyos hacia el patio, etc.) afectó marginalmente la calidad ambiental de los espacios. Nótese cómo la presencia dominante de los tejados artesanales parece pertenecer a un mundo conceptual muy diferente de la ortodoxia modular de las columnatas en torno al patio o la ordenación de la fachada principal de la casa, como si ésta hubiese sido pensada para ser cubierta con terrazas planas, a la manera de la provincia valenciana de donde era oriundo el autor de la casa, Fray Domingo de Petrés.
Aposentos, Simijaca, Boyacá. Las generosas proporciones del patio principal de Aposentos, reflejan su origen teórico. Nótese el contraste que ofrece este patio con el de la casa de Gotua, Iza, Boyacá. Ambos obedecen al mismo concepto de ordenación espacial y fueron construidos con idénticos materiales y métodos constructivos, pero los resultados ambientales son muy distantes entre sí. Uno se hizo simplemente para vivir, el otro para contemplar su elegancia formal. La inevitable intervención de época republicana en la casa (cielos rasos planos, enchapado y molduración de columnas en madera, colocación de barandas sobre los poyos hacia el patio, etc.) afectó marginalmente la calidad ambiental de los espacios. Nótese cómo la presencia dominante de los tejados artesanales parece pertenecer a un mundo conceptual muy diferente de la ortodoxia modular de las columnatas en torno al patio o la ordenación de la fachada principal de la casa, como si ésta hubiese sido pensada para ser cubierta con terrazas planas, a la manera de la provincia valenciana de donde era oriundo el autor de la casa, Fray Domingo de Petrés.
Aposentos, Simijaca, Boyacá. Las generosas proporciones del patio principal de Aposentos, reflejan su origen teórico. Nótese el contraste que ofrece este patio con el de la casa de Gotua, Iza, Boyacá. Ambos obedecen al mismo concepto de ordenación espacial y fueron construidos con idénticos materiales y métodos constructivos, pero los resultados ambientales son muy distantes entre sí. Uno se hizo simplemente para vivir, el otro para contemplar su elegancia formal. La inevitable intervención de época republicana en la casa (cielos rasos planos, enchapado y molduración de columnas en madera, colocación de barandas sobre los poyos hacia el patio, etc.) afectó marginalmente la calidad ambiental de los espacios. Nótese cómo la presencia dominante de los tejados artesanales parece pertenecer a un mundo conceptual muy diferente de la ortodoxia modular de las columnatas en torno al patio o la ordenación de la fachada principal de la casa, como si ésta hubiese sido pensada para ser cubierta con terrazas planas, a la manera de la provincia valenciana de donde era oriundo el autor de la casa, Fray Domingo de Petrés.
Yerbabuena, La Caro, Chía, Cundinamarca. Parece ser que los tramos originales de la casa de Yerbabuena, formando una “L” en dos costados del patio interior, fueron edificados al final del siglo XVIII, cuando la dehesa de Hatogrande fue desmembrada y surgieron varias haciendas a raíz de tal subdivisión. Ya en la primera mitad del siglo XIX la casa fue sucesivamente ampliada y reformada hasta adquirir una extensión insólita entre sus congéneres sabaneros. En la segunda mitad del siglo XIX la republicanización de Yerbabuena le dio el tono arquitectónico que hoy, redecorado considerablemente varias veces, es visible en el tramo más “moderno” de la casa, (arriba) incluyendo cerramientos de galerías en vidrieras “a la francesa” y rejas pseudo-sevillanas de hierro. Los aleros “de caja” usuales en las casas de hacienda caucanas, pero insólitos en plena Sabana de Bogotá y visibles aquí en las fachadas y hacia el patio interior, le fueron impuestos a la casa al final de la década de los cuarenta.
Yerbabuena, La Caro, Chía, Cundinamarca. Parece ser que los tramos originales de la casa de Yerbabuena, formando una “L” en dos costados del patio interior, fueron edificados al final del siglo XVIII, cuando la dehesa de Hatogrande fue desmembrada y surgieron varias haciendas a raíz de tal subdivisión. Ya en la primera mitad del siglo XIX la casa fue sucesivamente ampliada y reformada hasta adquirir una extensión insólita entre sus congéneres sabaneros. En la segunda mitad del siglo XIX la republicanización de Yerbabuena le dio el tono arquitectónico que hoy, redecorado considerablemente varias veces, es visible en el tramo más “moderno” de la casa, (arriba) incluyendo cerramientos de galerías en vidrieras “a la francesa” y rejas pseudo-sevillanas de hierro. Los aleros “de caja” usuales en las casas de hacienda caucanas, pero insólitos en plena Sabana de Bogotá y visibles aquí en las fachadas y hacia el patio interior, le fueron impuestos a la casa al final de la década de los cuarenta.
Yerbabuena, La Caro, Chía, Cundinamarca. Parece ser que los tramos originales de la casa de Yerbabuena, formando una “L” en dos costados del patio interior, fueron edificados al final del siglo XVIII, cuando la dehesa de Hatogrande fue desmembrada y surgieron varias haciendas a raíz de tal subdivisión. Ya en la primera mitad del siglo XIX la casa fue sucesivamente ampliada y reformada hasta adquirir una extensión insólita entre sus congéneres sabaneros. En la segunda mitad del siglo XIX la republicanización de Yerbabuena le dio el tono arquitectónico que hoy, redecorado considerablemente varias veces, es visible en el tramo más “moderno” de la casa, (arriba) incluyendo cerramientos de galerías en vidrieras “a la francesa” y rejas pseudo-sevillanas de hierro. Los aleros “de caja” usuales en las casas de hacienda caucanas, pero insólitos en plena Sabana de Bogotá y visibles aquí en las fachadas y hacia el patio interior, le fueron impuestos a la casa al final de la década de los cuarenta.
El Colegio, Madrid, Cundinamarca. Debe su nombre a la adquisición de las tierras circundantes por parte del Real Colegio Seminario, entidad de propiedad y manejo administrativo de la Compañía de Jesús. Antes de pasar por las manos de los jesuitas formó parte de los vastos terrenos de la Dehesa de Bogotá. Por algunas artimañas legales de los jesuitas, la hacienda no pasó a manos del gobierno colonial luego de su expulsión en 1767, cuando la casa había llegado a tener la volumetría y extensión aún observables. Es una de las pocas casas de hacienda neogranadinas comprobablemente construida, al menos en parte (quizá dos tramos del piso bajo), a comienzos del siglo XVII. Su conservación por parte de sucesivos propietarios privados la salvó del abandono y vandalismo oficial en que cayeron otras propiedades rurales de la Compañía de Jesús.
El Colegio, Madrid, Cundinamarca. Debe su nombre a la adquisición de las tierras circundantes por parte del Real Colegio Seminario, entidad de propiedad y manejo administrativo de la Compañía de Jesús. Antes de pasar por las manos de los jesuitas formó parte de los vastos terrenos de la Dehesa de Bogotá. Por algunas artimañas legales de los jesuitas, la hacienda no pasó a manos del gobierno colonial luego de su expulsión en 1767, cuando la casa había llegado a tener la volumetría y extensión aún observables. Es una de las pocas casas de hacienda neogranadinas comprobablemente construida, al menos en parte (quizá dos tramos del piso bajo), a comienzos del siglo XVII. Su conservación por parte de sucesivos propietarios privados la salvó del abandono y vandalismo oficial en que cayeron otras propiedades rurales de la Compañía de Jesús.
El Colegio, Madrid, Cundinamarca. La transformación interior de la casa de El Colegio durante el final del siglo XIX y el comienzo del XX fue muy extensa. Incluyó la refacción de la gran escalera a dos tramos y el espacio que ocupa, a más de la instalación de papel de colgadura, un recurso decorativo propio de residencias urbanas, y los cielos rasos planos comunes a casi todas las casas de hacienda de la sabana de Bogotá. En muchos casos las subdivisiones interiores aumentaron el número de las habitaciones disponibles, reduciendo el tamaño original de las existentes. Este proceso pasó también de las ciudades al campo, donde la amplitud de espacios habitables no depende de dimensiones estrechas de predios urbanos.
El Colegio, Madrid, Cundinamarca. La transformación interior de la casa de El Colegio durante el final del siglo XIX y el comienzo del XX fue muy extensa. Incluyó la refacción de la gran escalera a dos tramos y el espacio que ocupa, a más de la instalación de papel de colgadura, un recurso decorativo propio de residencias urbanas, y los cielos rasos planos comunes a casi todas las casas de hacienda de la sabana de Bogotá. En muchos casos las subdivisiones interiores aumentaron el número de las habitaciones disponibles, reduciendo el tamaño original de las existentes. Este proceso pasó también de las ciudades al campo, donde la amplitud de espacios habitables no depende de dimensiones estrechas de predios urbanos.
El Colegio, Madrid, Cundinamarca. El Colegio posee uno de los patios mejor proporcionados y elegantemente modulados en dos pisos entre las casas de hacienda de la sabana de Bogotá, pese a la presencia en éste de un brocal y una fuente de piedra de tamaño propio de una plaza urbana.
El Charquito, Cundinamarca. Construida hacia el final del siglo XVIII a raíz de la subdivisión de la hacienda de Tequendama, conserva ejemplarmente su discreto y evocador patio principal, cuyo ambiente incluye elementos originales tales como los apoyos y zócalos, además de la estructura en poste y dintel de madera de sus galerías perimetrales. Por alguna buena fortuna, Cincha no fue objeto, como muchas otras casas de hacienda de la sabana de Bogotá, de una “republicanización” o, peor aún, de alguna modernización intensa. Ningún cielo raso altera los espacios interiores ni impide apreciar las armaduras de cubierta, en una magnífica versión santafereña del “par y nudillo” andaluz. De ahí la invaluable importancia de Cincha como documento de historia e imagen real de una modesta casa de hacienda de los últimos tiempos de la Colonia.
El Charquito, Cundinamarca. Construida hacia el final del siglo XVIII a raíz de la subdivisión de la hacienda de Tequendama, conserva ejemplarmente su discreto y evocador patio principal, cuyo ambiente incluye elementos originales tales como los apoyos y zócalos, además de la estructura en poste y dintel de madera de sus galerías perimetrales. Por alguna buena fortuna, Cincha no fue objeto, como muchas otras casas de hacienda de la sabana de Bogotá, de una “republicanización” o, peor aún, de alguna modernización intensa. Ningún cielo raso altera los espacios interiores ni impide apreciar las armaduras de cubierta, en una magnífica versión santafereña del “par y nudillo” andaluz. De ahí la invaluable importancia de Cincha como documento de historia e imagen real de una modesta casa de hacienda de los últimos tiempos de la Colonia.
El Charquito, Cundinamarca. Construida hacia el final del siglo XVIII a raíz de la subdivisión de la hacienda de Tequendama, conserva ejemplarmente su discreto y evocador patio principal, cuyo ambiente incluye elementos originales tales como los apoyos y zócalos, además de la estructura en poste y dintel de madera de sus galerías perimetrales. Por alguna buena fortuna, Cincha no fue objeto, como muchas otras casas de hacienda de la sabana de Bogotá, de una “republicanización” o, peor aún, de alguna modernización intensa. Ningún cielo raso altera los espacios interiores ni impide apreciar las armaduras de cubierta, en una magnífica versión santafereña del “par y nudillo” andaluz. De ahí la invaluable importancia de Cincha como documento de historia e imagen real de una modesta casa de hacienda de los últimos tiempos de la Colonia.
Hatoviejo, Yotoco, Valle del Cauca. Como La Sierra y otras casas de hacienda vallecaucanas tiene su espectacular localización como principal mérito arquitectónico. Construida a partir de los últimos años del siglo XVII, posiblemente por prolongaciones sucesivas de los primeros tramos, llegó a tener una conformación espacial en U, es decir, en tres lados de un patio que nunca adquirió el cuarto y último costado. La concavidad resultante enfoca la vista panorámica del valle.
Hatoviejo, Yotoco, Valle del Cauca. Como La Sierra y otras casas de hacienda vallecaucanas tiene su espectacular localización como principal mérito arquitectónico. Construida a partir de los últimos años del siglo XVII, posiblemente por prolongaciones sucesivas de los primeros tramos, llegó a tener una conformación espacial en U, es decir, en tres lados de un patio que nunca adquirió el cuarto y último costado. La concavidad resultante enfoca la vista panorámica del valle.
Hatoviejo, Yotoco, Valle del Cauca. La casa de Hatoviejo tuvo, como La Concepción de Amaime, una capilla aparte, curiosamente desviada en su implantación con respecto a la casa. Actualmente posee una portada de factura reciente.
Fagua, Cajicá, Cundinamarca. Posee una volumetría y una organización espacial irregulares con respecto a los patrones de organización espacial usuales en las haciendas de la sabana de Bogotá. Combina uno y dos pisos en torno a varios pisos abiertos sucesivos, lo cual es indicio de un largo y complejo crecimiento por etapas, del paso de la casa por las manos –y las reformas– de múltiples propietarios y de no pocas intenciones arquitectónicas truncas. Esto le otorga informalidad y sabor a la casa. A partir de las últimas décadas del siglo XVI se levantó, en las tierras que más tarde se agruparían bajo el nombre de Fagua, lo que debió ser un rancho temporal. Los primeros tramos “en firme” de la casa original parecen datar del primer tercio del siglo XVII, y la forma y extensión actual de la casa es alcanzada durante la primera mitad del siglo XVIII. Pese a los períodos de abandono por los que ha pasado, la conservación formal y ambiental de la casa es notable, destacándose el excepcional mantenimiento de las portadas y muros circundantes.
Fagua, Cajicá, Cundinamarca. Posee una volumetría y una organización espacial irregulares con respecto a los patrones de organización espacial usuales en las haciendas de la sabana de Bogotá. Combina uno y dos pisos en torno a varios pisos abiertos sucesivos, lo cual es indicio de un largo y complejo crecimiento por etapas, del paso de la casa por las manos –y las reformas– de múltiples propietarios y de no pocas intenciones arquitectónicas truncas. Esto le otorga informalidad y sabor a la casa. A partir de las últimas décadas del siglo XVI se levantó, en las tierras que más tarde se agruparían bajo el nombre de Fagua, lo que debió ser un rancho temporal. Los primeros tramos “en firme” de la casa original parecen datar del primer tercio del siglo XVII, y la forma y extensión actual de la casa es alcanzada durante la primera mitad del siglo XVIII. Pese a los períodos de abandono por los que ha pasado, la conservación formal y ambiental de la casa es notable, destacándose el excepcional mantenimiento de las portadas y muros circundantes.
Fagua, Cajicá, Cundinamarca. Posee una volumetría y una organización espacial irregulares con respecto a los patrones de organización espacial usuales en las haciendas de la sabana de Bogotá. Combina uno y dos pisos en torno a varios pisos abiertos sucesivos, lo cual es indicio de un largo y complejo crecimiento por etapas, del paso de la casa por las manos –y las reformas– de múltiples propietarios y de no pocas intenciones arquitectónicas truncas. Esto le otorga informalidad y sabor a la casa. A partir de las últimas décadas del siglo XVI se levantó, en las tierras que más tarde se agruparían bajo el nombre de Fagua, lo que debió ser un rancho temporal. Los primeros tramos “en firme” de la casa original parecen datar del primer tercio del siglo XVII, y la forma y extensión actual de la casa es alcanzada durante la primera mitad del siglo XVIII. Pese a los períodos de abandono por los que ha pasado, la conservación formal y ambiental de la casa es notable, destacándose el excepcional mantenimiento de las portadas y muros circundantes.
Fusca, Torca, Cundinamarca. Si la casa de Fagua es una organización espacial irregular, a la cual se llegó luego de abigarrados episodios constructivos, Fusca, en cambio, ostenta la ortodoxia espacial propia de una arquitectura levantada de un golpe, con una intención única. Fusca data de 1778 a 1780 –lo cual la hace comparativamente tardía– y fue pensada ajustándola con precisión al declive del terreno, y luego con cierto rigor en torno a un patio central, aunque también con una amplia galería a modo de salón abierto a la vista de la sabana adyacente. Esta última no contradice el patio central. Por el contrario, lo hace parte de una lógica y bella secuencia para el recorrido de la casa llegando a ésta por atrás, y no por el frente, contorneando el patio, atravesando los salones principales y saliendo por último a la galería-balcón del frente.
Fusca, Torca, Cundinamarca. Si la casa de Fagua es una organización espacial irregular, a la cual se llegó luego de abigarrados episodios constructivos, Fusca, en cambio, ostenta la ortodoxia espacial propia de una arquitectura levantada de un golpe, con una intención única. Fusca data de 1778 a 1780 –lo cual la hace comparativamente tardía– y fue pensada ajustándola con precisión al declive del terreno, y luego con cierto rigor en torno a un patio central, aunque también con una amplia galería a modo de salón abierto a la vista de la sabana adyacente. Esta última no contradice el patio central. Por el contrario, lo hace parte de una lógica y bella secuencia para el recorrido de la casa llegando a ésta por atrás, y no por el frente, contorneando el patio, atravesando los salones principales y saliendo por último a la galería-balcón del frente.
Fusca, Torca, Cundinamarca. El paso del siglo XIX se registra en los cielos rasos, puertas y ventanas de esa época. Lo que sería una expresiva y pintoresca espacialidad, con el abigarrado conjunto usual de armaduras de cubierta en maderas rollizas y soportes de caña y arcilla, está hoy oculta por cielos rasos provistos de algunos acentos de yesería italiana, curiosamente incongruentes con el origen colonial de la casa.
Fusca, Torca, Cundinamarca. Presencia de la historia política en las casas de hacienda: la alcoba donde pernoctó el Libertador Simón Bolívar, quien gustaba y entendía profundamente las casas de hacienda, las cuales enmarcaron su vida, desde su niñez hasta su muerte.
La Esmeralda, Tabio, Cundinamarca. Forma parte de las edificaciones rurales creadas al final de la época colonial, cuando se intensificó la desmembración de los latifundios en la sabana de Bogotá. La enorme propiedad de El Novillero, se dividió en algún momento de su historia en once fracciones, una de las cuales llegó a ser La Esmeralda. Aunque el tamaño y época de construcción puedan variar mucho de una casa de hacienda a otra, la gracia de los tejados o la delicada relación entre casa y lugar son constantes en todas. En La Esmeralda el prisma imaginario de espacio en el cual se inscribe la casa es casi tangible, y la casa misma podría ser tan natural como sus árboles.
La Esmeralda, Tabio, Cundinamarca. Forma parte de las edificaciones rurales creadas al final de la época colonial, cuando se intensificó la desmembración de los latifundios en la sabana de Bogotá. La enorme propiedad de El Novillero, se dividió en algún momento de su historia en once fracciones, una de las cuales llegó a ser La Esmeralda. Aunque el tamaño y época de construcción puedan variar mucho de una casa de hacienda a otra, la gracia de los tejados o la delicada relación entre casa y lugar son constantes en todas. En La Esmeralda el prisma imaginario de espacio en el cual se inscribe la casa es casi tangible, y la casa misma podría ser tan natural como sus árboles.
La Esmeralda, Tabio, Cundinamarca. Forma parte de las edificaciones rurales creadas al final de la época colonial, cuando se intensificó la desmembración de los latifundios en la sabana de Bogotá. La enorme propiedad de El Novillero, se dividió en algún momento de su historia en once fracciones, una de las cuales llegó a ser La Esmeralda. Aunque el tamaño y época de construcción puedan variar mucho de una casa de hacienda a otra, la gracia de los tejados o la delicada relación entre casa y lugar son constantes en todas. En La Esmeralda el prisma imaginario de espacio en el cual se inscribe la casa es casi tangible, y la casa misma podría ser tan natural como sus árboles.
El Portezuelo, Ubaté, Cundinamarca. La localización favorita de las casas de la región es la de “pie de cerro” o “pie de monte”, donde con más frecuencia se hallan manas de agua o arroyos y se está parcialmente al abrigo del viento vesperal o el frío del amanecer. En Boyacá y el norte de Cundinamarca es común la casa de planta compacta, con un rancho o pabellón aparte, pero adyacente, para el mayordomo y su familia, depósitos y caballerizas. El Portezuelo parece haber sido conformada al terminar el siglo XVIII. La casa en su forma actual puede datar de la misma época.
El Portezuelo, Ubaté, Cundinamarca. La localización favorita de las casas de la región es la de “pie de cerro” o “pie de monte”, donde con más frecuencia se hallan manas de agua o arroyos y se está parcialmente al abrigo del viento vesperal o el frío del amanecer. En Boyacá y el norte de Cundinamarca es común la casa de planta compacta, con un rancho o pabellón aparte, pero adyacente, para el mayordomo y su familia, depósitos y caballerizas. El Portezuelo parece haber sido conformada al terminar el siglo XVIII. La casa en su forma actual puede datar de la misma época.
Bomboná, Nariño. Se sitúa en una región montañosa donde las haciendas fueron escasas pero notablemente extensas. Pocos latifundios del sur del país llegaron a tener casas de cierta importancia arquitectónica y aun menos de ellas sobrevivieron hasta el siglo actual. De ahí el carácter excepcional de Bomboná. Para su construcción debió ser necesario recorrer infinidad de veces las leguas que separan su localización del punto más próximo donde era posible obtener teja de arcilla, buen adobe y ante todo, buena cal. Y devastar, de paso, una enorme área de bosques para sacar de ellos las gruesas columnas, dinteles y soleras que conforman la recia estructura de cubiertas y galerías de la casa. Al ver una casa de hacienda en un paraje remoto, se tiende a olvidar el esfuerzo físico y tecnológico que su construcción supone y que califica decisivamente su arquitectura. Izquierda, El mirador atípico que rompe la unidad volumétrica de los tejados. Se requiere muy poco para alterar la continuidad y la armonía formal de los tejados coloniales. Esta atalaya, indispensable para la vigilancia de la comarca circundante en una región de larga y difícil historia de contiendas militares y azarosa existencia cotidiana, es una adición de la primera mitad del siglo XIX, no un rasgo original de la edificación colonial de mediados del siglo XVIII.
Bomboná, Nariño. Se sitúa en una región montañosa donde las haciendas fueron escasas pero notablemente extensas. Pocos latifundios del sur del país llegaron a tener casas de cierta importancia arquitectónica y aun menos de ellas sobrevivieron hasta el siglo actual. De ahí el carácter excepcional de Bomboná. Para su construcción debió ser necesario recorrer infinidad de veces las leguas que separan su localización del punto más próximo donde era posible obtener teja de arcilla, buen adobe y ante todo, buena cal. Y devastar, de paso, una enorme área de bosques para sacar de ellos las gruesas columnas, dinteles y soleras que conforman la recia estructura de cubiertas y galerías de la casa. Al ver una casa de hacienda en un paraje remoto, se tiende a olvidar el esfuerzo físico y tecnológico que su construcción supone y que califica decisivamente su arquitectura. Izquierda, El mirador atípico que rompe la unidad volumétrica de los tejados. Se requiere muy poco para alterar la continuidad y la armonía formal de los tejados coloniales. Esta atalaya, indispensable para la vigilancia de la comarca circundante en una región de larga y difícil historia de contiendas militares y azarosa existencia cotidiana, es una adición de la primera mitad del siglo XIX, no un rasgo original de la edificación colonial de mediados del siglo XVIII.
Papare, Ciénaga, Magdalena. Al extremo opuesto de la geografía colombiana, la casa de hacienda de trapiche de Papare, Magdalena, es un ejemplo tan excepcional y aislado como Bomboná. Las técnicas constructivas presentes en casas urbanas de Santa Marta y Ciénaga fueron obviamente utilizadas en Papare, incluyendo las cubiertas en terrazas planas con áticos, lo cual la hace análoga a San Pedro Alejandrino, localizada en la misma región. Sólo estos dos ejemplos de las regiones costeras del Caribe se apartan de la omnipresencia de tejados en las casas rurales ilustradas en este volumen. Papare tiene, además, un innegable aspecto de casa urbana debido al uso de balcones perimetrales voladizos, en lugar de amplias galerías sobre columnas o pies derechos de madera. Aquéllos semejan, en la independencia entre piso de balcón y tejadillo, los que aparecen durante el siglo XIX en todas las ciudades costeras del Caribe.
Texto de: Germán Tellez
Una región que la historia no haya
marcado con el paso de sus hechos, que
la literatura no se haya embellecido
trayéndola a sus páginas… que la
pintura no haya llevado a sus lienzos, será
una serie de haciendas en donde las reses
engorden más o menos y los dueños
enriquezcan en proporción; pero jamás
tendrá una fisonomía que pueda definirse
con rasgos precisos en la mente de los
hombres, ni llevará el espíritu de ellos a la
contemplación interior de lo mucho que hay
en la hondura del pasado y en el misterio
del porvenir.
Tomas Rueda Vargas.
La Sabana. 1940
Quizá el vínculo más complejo pero más fuerte entre el campo y la casa de hacienda sea lo que se conoce como el sentido de lugar. En Casa Colonial el autor de estas líneas expresaba: “El sentido de lugar consiste… en extraer, de modo misterioso, ciertos significados implícitos del espacio natural, y con éstos, crear una forma artificial armoniosa con los elementos ambientales …No basta imponer cierta arquitectura al lugar, es necesario que luego, la casa sea tan eficaz como una herramienta de labranza y parezca, a la vez, tan natural como el paisaje que la rodea. Debe quedar establecido un diálogo, intangible pero no imperceptible entre el lugar y la presencia de la arquitectura”.
En el Capítulo I del presente volumen se mencionó, como parte de ese sentido de lugar del poblador y el constructor español, la memoria y la analogía de paisajes, pero esto es sólo un componente del proceso perceptivo y creativo mediante el cual la escogencia de un sitio y de un sistema de formas artificiales le otorga marco físico a la posesión de cierta parte del campo. El sentido de lugar que lleva al campesino o al burgués español, o criollo, a proceder de cierta manera ante el paisaje que toma para sí, presenta dos facetas principales: Una sería pragmática o funcional, puesto que sin suministro de agua, camino de acceso y obtención razonable de materiales para construirla, el problema de la casa de hacienda no se plantearía. Si no fuese posible escoger el lugar para la casa en la inmediata vecindad de un manantial o un arroyo, o resultase prudente poner distancia entre la ribera de un río cuyas crecientes o inundaciones podrían significar peligro para aquélla, siempre se podría improvisar alguna forma de acueducto e inclusive utilizar alguna versión artesanal del antiguo ariete hidráulico romano, o una noria árabe, para izar agua lomas arriba. Si las fuentes de agua faltaban, para ello vinieron a la Nueva Granada gentes que poseían el dón, la clarividencia o las artes de la brujería para hallar agua dulce oculta bajo tierra. El campo neogranadino, en su infinita variedad de paisajes y climas, se dividía para encomenderos y hacendados, como el de Castilla o Andalucía, en tierras de secano, donde había que depender de los tremendos aguaceros tropicales, y tierra de regadío o con fuentes de agua más o menos permanentes.
La segunda faceta, necesariamente integrada a la primera, sería la poética. Entre las numerosas acepciones para este vocablo incluidas en el Diccionario de la Lengua Española, una dice: “…conjunto de cualidades que deben caracterizar el fondo de este género de producción del entendimiento humano independientemente de la forma externa…”. El meollo de la cuestión reside en que de un conjunto de consideraciones pragmáticas surge, con la casa de hacienda neogranadina, una dimensión estética discreta y profunda y cierta gracia ambiental, indicios de un antiguo y noble origen, que le son inherentes y no superpuestos académicamente, como ocurre con gran parte de la arquitectura “culta” o monumental. Es claro que una arquitectura en tono menor, desprovista de espectaculares desplantes formales resulta por definición más armoniosa con cualquier paisaje o lugar, puesto que no plantea contrastes intolerables. Precisamente en esta segunda faceta la memoria emocional desempeña un papel decisivo. Cada casa de hacienda, una por una, como reza la definición de la historiadora española Maricruz Aguilar25., está ligada tan íntimamente al paisaje natural donde se localiza, que es difícil o imposible imaginarlo sin aquélla, o pensar en la casa en otro lugar. Lo esencial de la cita del Diccionario de la Lengua es la independización de la “forma externa”, la cual proviene en gran medida de consideraciones prácticas. La armonía o integración entre el espacio natural y las formas construidas en el género de las casas de hacienda no está regulada o establecida por conceptos teóricos abstractos ni “reglas de oro”. Al señalar el futuro hacendado un lugar del campo y decir: “La casa la haremos aquí. No allá ni más lejos. Aquí…”, estaría convocando a una gran cita de la poética al destino futuro del lugar, llamando a los cuatro puntos cardinales, a los vientos y las lluvias de todas las épocas del año, al sol y las fases de la luna, y sin saberlo, o intuyéndolo sordamente, a las potencias de la tierra y del aire, como un hechicero o un chamán. La bella localización de la casa que originalmente se llamó de La Sierra, en el Valle del Cauca, así lo comprueba. En su novela localizada allí, Jorge Isaacs le dio un nombre no referido al lugar donde se situó sino al lirismo romántico de la época: El Paraíso. Que en el aspecto de la realidad cotidiana aquél jamás fuera alcanzado, es tema para otra explicación, en la cual el gran margen de error humano que va siempre de brazo con la inspiración del hacendado neogranadino, entra en juego.
Parte del complejo fenómeno de la percepción del espacio natural o artificial consiste en establecer dimensiones físicas que le impongan un orden y lo hagan, en cierto modo, tangible. Se crea así lo que los estudiosos han llamado el espacio matemático. Pero es también posible llegar a una percepción del espacio mediante la experiencia ergonómica (los gestos y acciones físicas) en lo que los antropólogos denominan el espacio vital. La suma de las experiencias vitales ocurre entonces dentro de lo que se llamaría el espacio existencial. Si a un hacendado de época colonial le tomara toda una tarde para ir al paso cansino de su mula, de su casa de hacienda en los alrededores de Facatativá hasta Santa Fe, recorriendo así una distancia de unas 5 y 1/2 leguas, se tendría que el espacio matemático en cuestión serían justamente esas 5 y 1/2 leguas, su espacio vital el que ocuparían la mula ensillada y el jinete, incluyendo ruana, sombrero y bordón, y el espacio existencial, una especie de túnel imaginario en el aire frío de la Sabana de Santa Fe, extendido a toda la longitud del recorrido por realizar, dentro del cual se insertaría la trayectoria y el paso cansino de la mula, incluyendo las paradas en las varias “ventas” a lo largo del camino real, para beber chicha o aguardiente.
La agrimensura colonial, como la construcción, se basó, no en sistemas sino en nociones asistemáticas de medidas, con cierto respaldo tradicional antropométrico. Las medidas y ergonomía humanas, tradición venida de Grecia y Roma, multiplicadas, aumentadas o mezcladas, les permitieron a encomenderos y hacendados hispánicos tratar de imponer medidas a los inconmensurables paisajes neogranadinos, y disponer luego en ellos las dimensiones de sus casas. Así, la vara, en la construcción, y el paso, en el campo, eran, según el dicho campesino, “lo mismo pero distinto”. La vara era una medida abstracta, conformada por tres longitudes de la huella de un pie humano, o por cuatro palmos o “cuartas” (entre los dedos meñique y pulgar de una mano abierta). El paso, medido entre huellas de talón en tierra húmeda, era igual a una vara, aunque algunos historiadores mencionan una equivalencia a 2/3 de vara.
En el espacio natural, el paso (llamado también “vara de campo”) era la unidad mínima. Para facilitar la mensura se usó el múltiplo de la cuerda o cabuya, cuya longitud variaba arbitrariamente entre las 64 y las 120 varas. En la Nueva Granada la estancia no fue un equivalente del término genérico de hacienda sino una unidad o medida de área. Aunque ésta variaba mucho de una región a otra, Germán Colmenares, en Cali: Terratenientes, mineros y comerciantes26. señala la tendencia, en el Valle del Cauca, a usar la unidad tradicional de la estancia, midiendo ésta 6.000 x 6.000 pasos (algo más de 500 metros) cuando estaba destinada a la ganadería mayor. Al paso del tiempo (al final del siglo XVII) y resultando esta unidad impráctica por su tamaño, la estancia típica se redujo a 3.000 x 1.500 pasos. La estancia de ganado menor (ovino o porcino) comenzó siendo de 3.000 x 3.000 pasos y presentó, con el uso, la misma reducción de la de ganado mayor. Las estancias llamadas de “pan llevar” o “pan coger”, es decir, para cultivos, tendrían alrededor de 2.000 x 1.600 pasos (unos 168 x 134 metros). En la región del Cauca primó, en cambio, el sistema “oficial” de mensura agraria establecido en las Leyes de Indias, de las “caballerías” y las “peonías”, aunque Germán Colmenares señala en Popayán, una sociedad esclavista27. que “…existía una gran anarquía en las unidades de mensura. No sólo se empleaba una buena cantidad –aunque algunas prevalecían en ciertos sitios– sino que la misma denominación abarcaba diferentes conceptos… Resulta casi imposible establecer qué era una caballería a no ser que nos atengamos a las definiciones o a la práctica de cada sitio”. Colmenares indica cómo la extensión de una caballería en la Nueva Granada podía variar entre 427 hectáreas en los alrededores de Cartagena, hasta unas 250 en el Valle del Cauca. La peonía designaba en principio predios más pequeños que la caballería, del orden de la tercera o cuarta parte de una caballería, destinados a cultivos. Según el mismo autor, la medida agraria más difundida en la Nueva Granada fue la hanega de sembradura, la cual tampoco tenía un área homogénea, variando en las distintas regiones entre algo menos de 2 y casi 4 hectáreas actuales. La angustiosa anarquía de la agrimensura colonial se aprecia al considerar que de la caballería y la hanega o fanegada de sembradura se derivaban otras medidas tales como la suerte de tierra (1/4 o 1/6 de caballería), entendiéndose por esto que las suertes tampoco tenían un área igual en todas partes. En el alto Cauca se llegó a utilizar la antigua legua, aunque interpretada con absoluta libertad, para otorgar mercedes de gran tamaño. La “legua quiteña” equivalía aproximadamente a unas 560 hectáreas y era diferente de la “legua tirada”, en línea recta, utilizada para medir distancias rurales, que tenía usualmente cien cuadras de cien pasos cada una de longitud (8.4 kilómetros).
Esta sabrosa anarquía era parte del impacto sensorial del paisaje y la geografía neogranadina sobre los pobladores hispánicos, pues ¿cómo medir la escala dimensional prodigiosa del Nuevo Mundo? No habría en toda España dónde decir que los límites de la propia hacienda quedaban a tres o cuatro días de camino a caballo, o la distancia a las fuentes de agua era de “tres cigarros en mula”, es decir, el tiempo que tardaría la “montura” en llegar a tranco lento al sitio buscado, equivalente preciso de lo que tardaría el jinete en fumar tres “calillas” del mágico tabaco del Nuevo Mundo, con la brasa hacia dentro de la boca para que el viento no le enviara la ceniza a los ojos.
La construcción de una casa de hacienda pertenece, a mucha honra, al noble género de las ciencias inexactas. A falta de algún ignoto sistema dimensional abstracto, se construyó a base de medidas antropométricas. Elegido el personaje de mayor estatura de cuantos estuvieren presentes, daba un paso adelante y se medía la distancia de huella a huella de talón. Luego se cortaba y pulía una vara delgada con la dimensión así obtenida, y se tenía lo que se llamaba “vara de la tierra”, distinta de una hacienda a otra, de un pueblo al más vecino. En vano la Corona española intentó poner orden en esta alegre informalidad ordenando una estandarización mediante lo que se llamó “Vara del Rey”, algo más parecida a la yarda inglesa que la “vara de la tierra”. También en esto se aplicó la norma colonial: se obedece, pero no se cumple. Las dimensiones métricas de la vara no son exactamente precisables por cuanto esta medida dependía de la interpretación y convenios locales de lo que debía ser, pero entre la vara llamada “Del Rey” o la “de Castilla” (versión tradicional también) y los múltiples tamaños de la “vara de la tierra” podía haber una variación hasta de 9 cm. (entre 0.83 y 0.92 metros), con el promedio más usual entre 0.846 y 0.867 metros. La vara, desde luego, está emparentada conceptualmente con la yarda inglesa, y era divisible en mitades, terceras partes (pies o codos), cuartas partes (palmos o cuartas), sextas partes (“jemes” o “compases”, máxima apertura entre los dedos pulgar e índice). A su vez, el pie se dividió en 12 pulgadas (el dedo pulgar doblado) y en 24 dedos.
Los materiales sólidos o líquidos tuvieron también medidas que, cuando no eran antropométricas derivaban de las más antiguas usanzas cotidianas, incluyendo la culinaria: la uña, la pizca, el puñado, la almuerza (la cuenca de las manos juntas), la taza, el zurrón, el saco, la arroba, el quintal, la copa, el porrón, el balde o cubo, la palada, y las imprecisables, algunas de las cuales se usan aún actualmente como la “carga”, “el viaje”, “la carretada” (de arena, cal o piedra) y no pocas más. Los pesos incluyeron, además del quintal y la arroba, el de un tonel lleno de aceite, la “tonelada”, y todas las versiones imaginables de la libra romana y las onzas árabes.
En textos anteriores del autor del presente estudio,28. se esbozó la teoría de la construcción doméstica –urbana o rural– como un género dominado y caracterizado por consideraciones tecnológicas y no por nociones formales, estilísticas o simplemente estéticas. Reafirma lo anterior el hecho comprobado de la ausencia total de arquitectos –como se suponía que eran tales personajes académicos entonces– en la época colonial neogranadina. Las casas de hacienda son obra de maestros constructores, alarifes, albañiles y carpinteros, mas no de diseñadores formados en escuela alguna. Cada uno de esos constructores llevaba su propio y personal “Manual de Obra” en su memoria, habiendo recibido conocimientos en la materia como aprendiz en alguna construcción, ya fuese enviado en su adolescencia, o por transmisión verbal de padres y otros familiares.
Pero si las más de las veces el albañil no sabía leer, ¿a qué mencionar libros de teoría o de historia? En un género arquitectónico en el cual por definición no existió la dimensión estilística superpuesta y mucho menos la evolución de ninguna clase en el orden y tratamiento de las formas construidas o del espacio interior, ¿cuál podría haber sido la intervención –o mejor, intromisión– del arquitecto? Si propietarios y constructores estaban plenamente identificados sobre cómo debía ser una casa, cómo construirla y cuál su apariencia resultante, la etapa de diseño previo sobraría por completo, puesto que un arquitecto sólo podría sugerir adiciones decorativas o tratamientos suntuarios con materiales que implicarían un maquillaje de gran sobrecosto y cierto grado de anomalía estética en ordenamientos espaciales que eran producto de consideraciones puramente utilitarias.
En Casa Colonial se mencionó la excepción única en la Nueva Granada a la regla general de la arquitectura de constructores pero no de arquitectos: la casa de hacienda de Aposentos, en Simijaca (Cundinamarca). “…en el territorio actualmente colombiano sólo se tiene noticia documental de una casa de hacienda atribuible a un “arquitecto”, Fray Domingo de Petrés, un capuchino oriundo del pueblo de ese nombre en la provincia de Valencia (España), presunto autor de la traza y construcción, o alternativamente, la intervención remodeladora de la casa de “Aposentos”… Venido a la Nueva Granada en la segunda mitad del siglo XVIII, Fray Domingo había hecho algunos estudios académicos de arquitectura y continuó profundizando sus conocimientos de modo autodidacta al ingresar a la orden capuchina, pero no era un arquitecto titulado de acuerdo con los requisitos oficiales españoles. Lo que sigue siendo un misterio son las razones que puedan haber tenido los propietarios de Aposentos para acudir a un personaje dedicado a la arquitectura religiosa en el caso de algo tan ajeno a él como una edificación rural. El caso de Aposentos es aún más interesante puesto que en la muy inmediata vecindad de la casa atribuida a Petrés hay otra, la cual presenta indicios de ser algo o mucho más antigua que la primera, y fue posiblemente la casa “original” en el lugar. Si esto fuese así, Petrés habría sido llamado, en un gesto eminentemente “snob”, para crear una realidad arquitectónica distinta, destinada obviamente a establecer una superioridad estética sobre las restantes casas de hacienda de la región.29.
Un arquitecto de cualquier época de la historia sobraría evidentemente en un género constructivo como el de las casas de hacienda, en el cual la totalidad de la organización espacial estaba preestablecida y las decisiones técnicas tomadas de antemano, por tácito acuerdo tradicional entre propietarios y constructores. Lo que se trataba de llevar a cabo era, en principio, elemental: Construir algunos tramos de espacios genéricos pero versátiles, susceptibles de ser subdivididos (transversalmente, de preferencia) en tantos compartimentos como lo dictaran las necesidades utilitarias del momento, y capaces de albergar habitaciones de los señores, incluyendo ocasionalmente algún salón o comedor, alojamiento de la servidumbre, depósitos, alacenas, cocinas, caballerizas, trojes o graneros dispuestos tan racionalmente como fuera posible.
Esta racionalidad estaría adscrita, como se dijo anteriormente, a dos tipos de esquemas ordenatorios: uno, en torno a un espacio central abierto, y otro, compacto, con galerías perimetrales en torno al núcleo construido. Si fuera el caso, surgirían por aparte, y con estructuras especiales pero derivadas de las que se empleaban para la casa principal, la vivienda de los esclavos o de los trabajadores permanentes, los establos o caballerizas, las trojes o graneros y las dependencias de los trapiches o los obrajes. Algunas de estas dependencias podían estar, así mismo, integradas al volumen de la casa principal. Todo lo anterior estaría regido por un concepto tecnológico simplificador: sin cubiertas no hay espacios y sin éstos la casa no existe. De este modo la determinación a priori de las dimensiones de los espacios por obtener mediante estimativos sobre la longitud y sección de las maderas necesarias para las armaduras de cubierta que cerrarían esos espacios sería primordial. No habría traza o diseño de planos arquitectónicos sino cuentas de cantidades de materiales de construcción hechas sobre la base de una descripción de la casa por construir que muy bien podría ser verbal. La longitud, anchura y número de los tramos constitutivos de la casa, así como la altura a la cual se debía techar, bastaban para comenzar la obra. Sobre esa base se podría saber cuánta piedra de río era necesaria para los cimientos; cuánta cal y arena se requería para morteros y revoques; cuántos adobes o tapias pisadas para los muros; cuántos árboles habría que derribar para sacar de ellos columnas, dinteles, soleras, tirantes, limas, nudillos y cumbreras, además de la tablazón y marcos para puertas y ventanas. Y por último, el álgido y costoso punto de cuántos miles de tejas sería necesario fabricar para reemplazar el techo pajizo por algo más duradero y más recordatorio de las tradiciones constructivas andaluzas o castellanas. Lo complejo, prolongado y difícil venía luego. Había que saber cuándo y cómo cortar árboles para obtener maderas de especies que no habían crecido con el calendario biológico de las estaciones anuales. Era vital saber o recordar mucho de las especies europeas para encontrar, en medio de la inaudita riqueza vegetal de los parajes de la Nueva Granada, los equivalentes exactos o análogos de las maderas aptas para trabajo estructural o talla decorativa.
Al descubrimiento de lo que los pobladores españoles llamarían robles, cedros, nogales o castaños, por analogía técnica o recuerdos de vieja data, seguiría el uso de especies nativas en insólita abundancia (ceibas, carretos, abarco, amarillo, morado (amaranto), comino, granadillo, canelo, zapatero (Boj), caobas, sapanes, guayacanes, mangles, etc…). Las maderas, por su índole estructural, fueron la nota técnica dominante de la construcción de casas rurales. El factor que establecía las dimensiones más convenientes y factibles de los espacios interiores de aquéllas no era algún capricho abstracto sino la longitud y resistencia a la flexión de las maderas a mano, vale decir, las luces o intervalos que se podrían franquear mediante éstas, de muro a muro, o de muro a columnas de un patio. A su vez, las dimensiones de las maderas estarían determinadas por la edad, altura, diámetro de tronco y características biológicas de los árboles existentes a distancias razonables del lugar donde se iba a construir. De ahí la inevitable y universal similaridad formal y ambiental de la totalidad de los espacios interiores de casas de hacienda neogranadinas, de cualquier región o clima. Lo que vendría a establecer infinitas variantes dentro de esa presunta uniformidad sería la relación entre el paisaje y la volumetría exterior de la casa, y las usanzas y ambientes que tendrían lugar dentro de ella, pero no la aplicación constante o aleatoria de un determinado principio de ordenación espacial o de una fórmula compositiva, vale decir, de diseño.
Si la tradición consagrada en el sistema de armaduras de madera superpuestas a muros de carga nunca fue quebrantada ni sufrió alteración básica alguna, ¿cómo podría ocurrir alguna evolución arquitectónica en el género? Es de notar que a la Nueva Granada no llegaron grupos de constructores conocedores o practicantes de las técnicas de cubiertas planas, o terrazas, excepto unos pocos que levantaron casas urbanas y de hacienda en Santa Marta y sus vecindades. La más célebre de esas escasas excepciones es la Quinta (hacienda de trapiche cacaotero) de San Pedro Alejandrino, cuya casa principal, escenario de la muerte del Libertador Simón Bolívar, está enteramente cubierta en terrazas. En el resto de la Nueva Granada las edificaciones rurales tuvieron cubiertas en las más insólitas u ortodoxas, pero siempre más económicas, o rústicas versiones de las armaduras de madera de origen islámico (andaluz) conocidas como “par e hilera” y “par y nudillo”.30. Estas técnicas para armar una cubierta con un mínimo de madera y de peso muerto que fuese también independiente estructuralmente de los muros de soporte, dominaron por completo la construcción de todos los géneros arquitectónicos hasta el final de la Colonia, en un caso insólito de unanimidad y uniformidad tecnológica. Desafortunadamente se han conservado muy pocos documentos de época colonial directamente referidos a cuestiones técnicas de la construcción de casas de hacienda, mientras abundan los que se refieren a títulos y pleitos sobre tenencia y compraventas de tierras, así como la posesión de fuentes de agua o litigios de límites. Por suerte existe el ya citado en varios textos, y originalmente divulgado por Camilo Pardo Umaña en Haciendas de la Sabana de Bogotá.31. Se trata de una rendición de cuentas de lo gastado por el alarife Francisco Javier Lozano en 1770 en la obra de la casa de la hacienda La Conejera (Suba, Cundinamarca). Según Lozano, la casa tenía, en esa fecha “6 tramos de 6 y 1/2 varas (aprox. 5.44 metros) de ancho”. Suponiendo a los muros de carga una anchura de 2/3 de vara, quedaría una luz o distancia entre éstos de 5 y 1/4 de vara (aprox. 4.33 metros), lo cual sería una luz “normal” o promedio entre muros de carga para la época y para la sabana de Santa Fe. Asumiendo para cada tramo una longitud promedio de 14 varas, la construcción correspondería a una casa de unas 546 varas cuadradas, es decir, aproximadamente 426 metros cuadrados. Esto parece corresponder a una parte de las edificaciones, considerada como la más antigua de las que llegaron a existir en La Conejera. Las cuentas, rendidas en patacones de oro de 8/10 (la moneda “oficial” de entonces), dicen así:
- 20.009 carretadas de piedra rajada, a 2 reales c/u 500
- 124 tapias (módulos o tramos de tapia pisada) a 4 reales c/u 62
- 20.000 adobes a 3 pesos el mil 60
- 2.000 ladrillos (cocidos) a 12 pesos el mil 24
- 2 columnas de piedra con sus basas y capiteles 150
- 1 portada en piedra para el oratorio 28
- 12 varas de piedra de sillería a 2 pesos vara 24
- 9.000 tejas a 13 pesos el mil 117
- 1 tiro de escalera 10
- 12 varas de piedra de sillería mediana a peso c/u 12
- Mano de obra y trabajo del oficial (albañil auxiliar) 800
- Total 1.787
Lo anterior indica que se trata de construcción rural “promedio” para la época, sin lujos pero tampoco excesivamente económica. Nótese cómo la mano de obra representa casi el 45% del total de gastos, lo cual se puede hallar también en otros documentos de construcción de iglesias y conventos coloniales, en el sentido de que si los materiales eran baratos, en el contexto económico colonial el trabajo manual de construcción tenía un precio muy elevado. Las dos columnas y lo que debía ser una pequeña portada para el oratorio, sumadas a la piedra de sillería y la piedra rajada para la cimentación, totalizan 714 patacones, nada menos que el 40% aprox. del gasto total. La piedra, en efecto, fue siempre el material más costoso en toda construcción colonial, ya fuera simplemente “rajada” o tallada con muy regular aptitud en columnas, basas o capiteles. Esto explica de sobra la escasez proverbial, o la ausencia de piezas en piedra no sólo en las casas de hacienda sino en las de sus congéneres urbanos, y la preferencia por el uso de columnas y dinteles de madera a las arquerías de columnas en piedra y arcos de ladrillo.
Era obvio que la extracción de piedra de cantera y su transporte eran más dispendiosos e implicaban un mayor costo que el corte y acarreo de madera, consideración que aún hoy sigue teniendo vigencia. Así, una portada en piedra del tamaño y calidad de talla como la colocada en la entrada principal de la casa de Aposentos (Simijaca), quizá por designio de Fray Domingo de Petrés, puede ser única en la arquitectura rural de la Nueva Granada. Conviene desconfiar de otras del mismo género adquiridas en demoliciones urbanas y llevadas al campo, o encargadas a algún cantero actual para “mejorar” modernamente la entrada a la finca familiar.
Una idea de la magnitud del despropósito cometido en más de una casa de hacienda de época colonial por “restauradores” y decoradores del siglo XX al reemplazar, buscando pretenciosa elegancia, las humildes galerías en postes y dinteles por arquerías apoyadas en columnas adquiridas en las demoliciones de claustros y casas urbanas, la podría dar el peor ejemplo de esta clase de estrafalarias arquitecturas en el país, la antigua casa de hacienda de El Salitre, en Paipa (Boyacá), cuyas innumerables columnas en piedra colocadas allí durante los años cincuenta del siglo XX son en gran parte procedentes de la destrucción de casas y claustros conventuales en Tunja y otros lugares del país.
En ocasiones la inserción reciente de columnas de piedra en una modesta casa rural resulta abiertamente surrealista, como en el caso de El Noviciado, una finca en Cota (Distrito Capital) resultante de la subdivisión, en el siglo XVIII, de la hacienda de Buenavista, cuyas rústicas columnas de madera en su galería única de piso bajo fueron reemplazadas en los años cincuenta por las robustas columnas en piedra visibles hoy, procedentes de la demolición de los tramos antiguos de la casa cural adyacente a la iglesia del vecino pueblo de Chía, obtenidas mediante generoso obsequio de algún ex-presidente colombiano, quien aparentemente “no tenía dónde ponerlas”. Dado que el resto de la casa no se benefició de algunos otros regalos arquitectónicos, el contraste entre las columnas de piedra y los humildes componentes de la fachada oriental de la edificación es, por decir lo menos, desconcertante.
La preferencia indicada en el documento anteriormente transcrito por la tapia pisada y el adobe es bien explicable. El ladrillo, incluyendo su engorroso transporte, costaba en el siglo XVIII cuatro veces más que el adobe, puesto que el uso de arcilla pura, comprimida y moldeada a mano, y luego cocida con gran gasto de leña o carbón establecía esa notable diferencia. El adobe, barro mezclado con paja, amasado y secado “al aire”, y la tapia, una mezcla de tierra, arena y piedra pulverizada, con adiciones ocasionales de cal, y apisonada entre cajones de tablazón, previo cierto grado de “remojo” (tecnología que variaba sensiblemente de una región a otra según las disponibilidades de materiales), no requerían el complicado proceso de cocción requerido por el ladrillo y la teja, creándose así dos niveles de costos muy distantes entre sí. Levantar muros de adobe pegados con tierra húmeda o apisonar tapias era tarea que se podía llevar a cabo sin contar con mano de obra capacitada, pero la mampostería de ladrillo y mortero (o “cal y canto”) y “sentar teja” requerían una experiencia y conocimientos adicionales, necesariamente más costosos. Por ello la adquisición de un ladrillo por cada diez adobes en la obra de La Conejera permite suponer que éste iba a ser empleado en una de dos posibles modalidades: Como acabado de piso en salas o habitaciones de los señores, pues en el resto de la casa lo usual sería el piso de tierra apisonada cubierto de esteras artesanales de fique o palma. O bien, en los muros de adobe, en hiladas horizontales a intervalos regulares, para consolidar y dar mayor resistencia a éstos contra las frecuentes fracturas verticales. Estas hiladas de refuerzos, “verdugadas” en castellano o “rafas” en árabe, son otra tradición técnica de origen mixto, romano e islámico.
Las técnicas indígenas, aunque reemplazadas en gran parte por las tradiciones europeas ejecutadas con materiales autóctonos, no fueron abandonadas por entero. Es claro que el comienzo de la historia de la construcción rural en el territorio neogranadino sería el uso de chozas o bohíos indígenas a manera de refugio temporal u ocasional, pero este recurso estaba limitado a la coincidencia de su localización con los sitios escogidos por los colonizadores hispánicos para su permanencia en el campo y por la prohibición oficial (rara vez respetada) de no “molestar” las comunidades nativas. Los constructores españoles o mestizos no tuvieron jamás interés alguno ni motivos valederos para considerar nada distinto de la adaptación de técnicas constructivas europeas al medio ambiente neogranadino, por la muy elemental razón de que sus nociones sobre espacio existencial, o su percepción y ordenación de espacios artificiales eran totalmente ajenas a las de los grupos indígenas sobre los mismos aspectos. Algunas tecnologías indígenas (es decir, otro orden de ideas) como la del bahareque (barro aplicado sobre un soporte entretejido de cañas) no sólo eran fácilmente integrables a la construcción hispánica sino continuaron siendo utilizadas durante todo el período colonial, ante todo para levantar tabiques y cobertizos. Otras, como la cañabrava y el chusque (variedades de juncos de pantano o de llanura) amarrados con cáñamo o fique, reemplazaron con encomiable sentido práctico las tablas, costosas y de difícil elaboración, que formaban el soporte de los tejados en la construcción andaluza. La fórmula regional y “mestiza” de la “torta” de arcilla sobre soporte de “chusque” era obviamente menos durable, más pesada, menos costosa y más difícil de mantener en buen estado que el entablado español, pero hasta ahí llegó la tecnología no evolutiva del período colonial. En todo esto hay que tener en mente la muy elemental manufactura y manejo de las herramientas y máquinas empleadas en carpintería en la Nueva Granada, indicio de lo cual es el trabajo de descortezar, “cuadrar” y pulir vigas y columnas de madera utilizando exclusivamente hachuelas y azadas. El acabado tosco así logrado se hizo presente ante todo en la construcción rural, donde la obra fina no tenía, las más de las veces, quién pagara por ella.
Uno de los recursos favoritos de los decoradores de interior actuales consiste en colocar vigas de madera decorativas cuidadosamente cortadas a máquina pero luego golpeadas y maltratadas para obtener una versión falsa (o dolorosamente maquillada) de la rusticidad que en la construcción original de las casas de hacienda era lo único que razonablemente se podría lograr. Desde luego, el uso de la garlopa o “cepillo” de carpintería, así como el de gubias, cortafríos o “formones”, aunque familiar para los artesanos coloniales, se reservaba para ciertos trabajos de talla en edificaciones urbanas de cierto lujo, o la fabricación de muebles. Fue muy excepcional la inclusión de bellas columnas de madera torneadas o talladas en las casas de hacienda, tal como se observan en la casa de La Concepción de Amaime, El Cerrito, Valle del Cauca y en algunas otras de la misma región.
El documento sobre la construcción de La Conejera, en la sabana de Bogotá, refleja un aspecto notable de la tecnología constructiva colonial: la organización laboral que primó en ésta. Para construir la casa de hacienda no se empleó a un maestro de obra, y ni siquiera a un contramaestro. Vino a trabajar un simple alarife, cuyo rango correspondería al albañil de época republicana o moderna en Colombia. El alarife tenía también los callos del oficio en sus manos y debía trepar a los andamios y pegar adobes, no teniendo la jerarquía para dar órdenes y esperar que fueran cumplidas. Según su relación de gastos, trabajó con un “oficial” de albañilería, es decir, un ayudante, cuyo título y categoría aún existen exactamente como tales en Colombia, amén de anónimos ayudantes o aprendices encargados del acarreo de materiales y otras tareas “pesadas”. El recuento del alarife Lozano se refiere solamente a la hechura de muros y pisos. La armadura de cubierta, según la organización laboral de la época, estaría a cargo de un carpintero “de lo blanco”, es decir, de los componentes estructurales en madera. Luego vendría el entejador a colocar el acabado de la cubierta, y el carpintero (a secas) encargado de la elaboración de puertas y ventanas. Pero si la obra se llevaba a cabo en un lugar campestre tan distante como de difícil acceso, no era raro que un solo constructor, improvisado para la ocasión como albañil y carpintero, se tornara en el antepasado artesanal del “maestro todero” de los siglos XIX y XX en Colombia, el cual a su vez resulta hoy una especie prácticamente extinguida.
Se asocia actualmente a las casas de hacienda, con pocas excepciones, una rusticidad o elementalidad que ha pasado paradójicamente a formar parte del atractivo ambiental de las mismas. Se habla hoy del encanto de gruesos muros víctimas de su propio peso muerto, rotos, fracturados o desviados, con graciosos o pintorescos desplomes y remiendos; de maderas mal cortadas y ensambladas; de cubiertas poéticamente curvadas por la pesadez de tejas y soportes de greda y cañas, y jamás reparadas a tiempo. En suma, el mundo de la gracia y el sabor de la arquitectura creada por quien ni sabe, ni puede ni quiere hacer otra cosa. El cual es también el de quienes afortunadamente ignoraron siempre el lamentable concepto de lo pintoresco, es decir, lo propio de pintores y otros diletantes de la estética. No deja de ser irónico que la ignorancia tecnológica o la torpeza artesanal, al correr de la historia, se transforman, en asombrosa metamorfosis, pasando de limitaciones y deficiencias, a excelsas virtudes arquitectónicas y ambientales. Actualmente, una casa rural, mientras más pobre sea la calidad de su construcción y más desvencijada su apariencia, más hermosa y evocadora resulta a ojos de quienes pasan a su lado, pero no tienen que vivir o trabajar en ella. Según el escritor colombiano Eduardo Caballero Calderón en Diario de Tipacoque: 32.“…Las casas de campo… son seres que envejecen, se arrugan y acaban por echarse a morir a la orilla de los caminos, pero duran siglos, fuertes y lozanas… conservando el eco sonoro de sus estancias, la resonancia de sus ondulantes corredores, la epidermis viva de sus paredones que se cuartean y curten por un sol implacable…”.
Sin duda, quienquiera que construyese, a costa de grandes esfuerzos, una casa de hacienda colonial neogranadina, podría no saber nada de teoría de la belleza o los significados culturales de su labor, pero seguramente intuía mucho sobre las calidades estéticas y ambientales de ésta.
Sólo así se explica que ciertas casas de hacienda de regiones tan apartadas entre sí como el oriente de Boyacá y el sur del Cauca exhiban una sorprendente depuración formal y proporcional lograda dentro de los rígidos parámetros de la tecnología colonial. Las exquisitas proporciones observables en la modulación estructural de columnas y dinteles en las galerías de pisos alto y bajo de la casa de Calibío (Popayán), uno de los mejores ejemplos de esto, se basan en una sencilla norma técnica: los módulos en cuadrados en fachada resultan del uso de piezas de madera verticales y horizontales de igual longitud, e implican el mínimo posible de desperdicio de un material de costosa y difícil obtención. Los cuadrados, a su vez, son figuras que permiten múltiples combinaciones geométricas casi siempre armoniosas y bellas, en las cuales las variaciones introducidas por alguna razón técnica no alteran su índole básica pero asumen notables cualidades estéticas. Es posible que en los casos, no muy frecuentes, en que hacendados y constructores se ponían de acuerdo más o menos instintivamente para que la anchura, longitud y altura de un salón conformaran una combinación dimensional cuya percepción resultaba placentera, rozando a la tangente la “divina proporción”, las calidades estéticas de su obra no fueran enteramente accidentales o fortuitas. Entre tantos constructores de casas de hacienda, de oficio e improvisados, algunos debían tener real talento artístico, no cultivado pero siempre presente. Además, el dominio total de la técnica, como lo saben albañiles y músicos, conduce casi siempre al virtuosismo.
La tecnología constructiva colonial no fue un cuerpo único de ideas o conocimientos. Presentó considerables variaciones cualitativas entre las varias regiones neogranadinas. Mediaron en ello las aptitudes, formación y disponibilidad de los artesanos de la construcción, las cuales iban de lo inspirado a la extrema torpeza. En un ámbito predominantemente técnico, por otra parte, la posible obtención y el uso racional de materiales locales fueron decisivos. Se podría decir que la construcción rural de los siglos XVII y XVIII en Boyacá es cualitativamente mejor que la observable en el Cauca, con muros mejor ejecutados y armaduras de cubierta en maderas de superior tratamiento y ensamblaje, pero ello sería una simple constatación de la fortuita circunstancia de hallar mejor arcilla para hacer tejas y ladrillos y una mano de obra más diestra en la albañilería y la carpintería en el altiplano cundiboyacense. La obvia inferioridad técnica de las armaduras de cubierta coloniales en la región circundante a Popayán, con respecto a sus congéneres en torno a Santa Fe, es atribuible a la tendencia a simplificar y debilitar aquéllas en exceso, quizá para reducir costos, ya que no por presumible ignorancia técnica. Suprimir componentes estructurales y usar soportes de tejados en materiales (cañas) deleznables y efímeros fueron siempre “resabios” constructivos que aseguraron la obsolescencia y senilidad prematuras de lo que se llegó a construir con ellos.