- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
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- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Juan Lozano y Lozano
Un precursor del neoliberalismo
Texto de: Alfonso López Michelsen.
No puedo escribir con entera imparcialidad sobre Juan Lozano y Lozano. Como le sucede a la mayor parte de sus compatriotas que tuvieron la fortuna de conocerlo y tratarlo, tengo para con él una inmensa deuda de gratitud. Pienso, además, que la fama no fue justa con Juan Lozano, quien ocupa uno de los primeros lugares entre los prosistas colombianos del siglo xx, y esta preeminencia, que le fue reconocida en el ámbito nacional, jamás alcanzó dimensiones hispanoamericanas. Con el transcurso de los años, hasta su muerte, su estilo se fue depurando, perfeccionando, haciéndose cada vez más diáfano, con una economía de palabras de una concisión admirable. Podía, por igual, darle un acento socarrón a sus juicios, principalmente cuando se trataba de sí mismo, o elevarse a las más altas cimas de la lírica, cuando hablaba de la patria, de la familia, del amor conyugal. Sería, sin embargo, reducir la figura histórica de Juan Lozano y Lozano calibrándolo únicamente por sus atributos de escritor. Raras veces en nuestra sociedad se ha formado un carácter que respondiera tan cabalmente a los requerimientos de Rudyard Kipling, en su poema “If”, para ser todo un hombre. Carácter recio, patriotismo desvelado, amigo generoso, enhiesto ante los grandes y cordial y respetuoso ante los desvalidos, bien pudo afirmar que todas aquellas cosas que se dicen de los seres ya muertos podían decirse con justicia en vida de Juan Lozano y Lozano, porque todo alrededor suyo fue grande, menos su encarnadura física, de la cual él mismo hacía mofa. Grandes fueron su valor civil, su desprendimiento, su sentido de la patria, su cultura, su vocación de artista, para lo cual contó con esmeradísima educación.
Existen en la historia universal figuras que consiguen sobrepasar los límites de su existencia física y conservar su carisma a través de los años. Bainville, en su biografía de Napoleón, consagra un último capítulo a lo que él llamaba la fabricación de la leyenda, refiriéndose al memorial de Santa Elena en el que el emperador depuesto acomoda, para la posteridad, los hechos históricos en tal forma que todo aparece como guiado por una mano providencial que es la del propio Bonaparte. El solo propósito, enunciado en las primeras páginas, resume el contenido de epopeya que quiere darle a sus memorias: “Hablar de las grandes hazañas que hicimos juntos…” dice refiriéndose a sus soldados. Otros, sin el sentido de la historia, se desgastan relatando incansablemente su pasado con pelos y señales, sin conseguir rodear de un hálito de leyenda sus crónicas. Son documentos pedestres, de burócrata, en donde se recapitulan las leyes que se dictaron, los decretos que se expidieron, los nombramientos que se hicieron, sin otra ilación que la cronológica, ajena, por entero, a cualquier perspectiva histórica. Juan Lozano y Lozano tuvo desde la adolescencia el instinto de difundir su leyenda. No se quedó en su roca, raspando el agrio peñón de la soledad, sino que lanzó a los cuatro vientos su propia visión optimista y generosa de su patria grande, Colombia, de su patria chica, el Tolima, de su estirpe, su padre y sus hermanos, y de sus contemporáneos, a quienes juzgaba implacablemente, con el escalpelo de su fino humor europeo. No creo, por ejemplo, que él hubiera realizado en serio los estudios de que se ufanaba en los principales centros de la cultura europea. Bien puedo equivocarme, pero cuando leo sus evocaciones de Oxford, donde se supone que obtuvo un grado en economía política y describe cómo recorría en bicicleta la famosa universidad al lado de sus camaradas ingleses, me asalta el temor de que, posiblemente después de haber asistido a unos cursos de economía política como alumno visitante, durante un verano, su imaginación desbocada lo llevara a convencerse de que se había doctorado en economía política bajo la tutela de los divulgadores de Marshall y de Laski. Otro tanto me sucede, con irreverencia, por la cual me anticipo a disculparme, cuando quiere presentar una imagen de don Fabio Lozano Torrijos, su padre, como un empresario afortunado, promotor y organizador de negocios en la época de la guerra civil. La imagen que se conserva del doctor Lozano Torrijos es la de un idealista muy poco apegado al dinero, con excelsas condiciones de orador y de negociador en difíciles coyunturas políticas nacionales e internacionales, pero, en modo alguno, la de un Pepe Sierra o un Pedro Jaramillo.
No importa; en donde estaba la historia, allí le daba cita Juan Lozano. Cuando vino la reconquista liberal, él fue el secretario y confidente de Enrique Olaya Herrera. Cuando por última vez, en medio siglo, fue necesario defender las fronteras patrias con los viejos fusiles máuser de las guerras civiles, él estuvo en la Barranca de Guepi, rubricando con su pluma la victoria de las armas colombianas en una batalla sin bajas. Luchó quijotescamente contra las reformas de la “revolución en marcha”, asociado a los grandes liberales de la guerra del novecientos, venidos a más como terratenientes en Cundinamarca, y fundó la APEN, para defender los principios de la libre empresa, que había aprendido en Oxford. Luchó encarnizadamente contra la reelección de López Pumarejo y, como ministro de Santos, desempeñó un papel gris en la nómina burocrática y en las tareas administrativas, tan reñidas con su sentido heroico. Pero le estaba reservado palco de primera línea en los años subsiguientes como inspirador y resistente de las dictaduras. En aquel decenio de los años cincuenta, cuando se puso a prueba el temple de tantas almas, sufrió el rudo golpe de la muerte de su hermano Carlos que fuera figura de primera línea durante el régimen liberal y parecía llamado a los más altos destinos. En aquel entonces, cuando inspirar la guerrilla o estar vinculado a sus cabecillas aureolaba las sienes de los jefes liberales, Lozano y Lozano ocupó primerísimo lugar, al punto que, a la hora de deponer las armas y de fijar nuevos rumbos políticos, fue, entre los civiles, quien llevó la vocería de los resistentes llaneros, tanto en la reunión de Yopal como en la Convención de Medellín.
Muchas fueron sus admiraciones entre los políticos colombianos, pero quien lea en el futuro sus obras completas hallará, en su afán, rasgos de imparcialidad contradictorios. Me parece que, entre sus contemporáneos, Alberto Lleras fue la más grande y, sin embargo, la mayor parte de su vida fue su contradictor, cuando de imponer la reelección se trataba o de adoptar la conciliación que dio origen al Frente Nacional. Carlos Lleras Restrepo también ocupa en centenares de páginas un lugar preferencial entre sus héroes, y Jorge Eliécer Gaitán, con reservas, en su firmamento, tanto brilla como Gabriel Turbay o Darío Echandía. Raras veces un colombiano fue tan generoso con sus compañeros de generación, aun cuando viviera en permanente desacuerdo con ellos.
Yo lo conocí a mi regreso a Colombia, después de terminar mis estudios de bachillerato en Europa, cuando contaba 19 años. Vivía Lozano comprometido entonces en empresas comerciales de las que esperaba derivar gran provecho: una fábrica de muebles y una empresa editorial. Obviamente, no obstante el ancestro empresarial de que se ufanaba, los dos negocios quebraron. Hasta hace pocos años conservaba yo un armario de corte moderno elaborado en aquel taller de carpintería y entre mis obras completas figura una Vida de Benjamín Coastant editada por Juan en la colección de los Penúltimos, estudio que yo había escrito en el Liceo Francés como una especie de tesis de grado, que nada agrega a mi inmortalidad, pero de la cual mi editor se empeñó en que hiciéramos una traducción al castellano. Nada quedó de toda aquella actividad febril, ni para él ni para mí, sino una amistad de cuarenta años en la que los favores fueron generalmente en una sola vía, la suya hacia mí. Tenía, desde entonces, ciertos rasgos distintivos que se fueron afirmando en el curso de los años y cuya coexistencia es, a veces, inexplicable. Por una parte, una incomparable percepción de los valores del espíritu que lo llevaba a reconocer, aun entre las personas que profesaran ideas totalmente antagónicas a las suyas, cualquier mérito intelectual o artístico. Es, por ejemplo, el caso de su posición frente a Jorge Eliécer Gaitán, que representaba, como ideología y como estilo, todo cuanto Lozano y Lozano abominaba, lo cual no era óbice para que profesara una sincera admiración por el tribuno. Y así miles de casos semejantes, de una desconcertante objetividad y, a veces, de afinidad, como cuando alaba al presidente Ospina Pérez el 9 de abril, siendo contados en los dedos de las manos los liberales que en tales circunstancias hacen su panegírico. Pero, por otra parte, Juan Lozano y Lozano tenía un lado snob, que lo hacía tener en cuenta a personajes que no le llegaban al tobillo, simplemente porque vestían elegantemente trajes ingleses, pertenecían a determinados círculos o estaban casados con las luminarias sociales de la época. Nada tan revelador a este respecto como la colección de sonetos, de excelente factura, por cierto, que escribió en honor de algunas de ellas y que corren publicados en las antologías de sus versos. Para mi gusto, confieso que prefiero el humor negro de sus primeras composiciones, cuando enamora a la mujer de “un cónsul jugador y decrépito”, que el parangón entre las bellezas del renacimiento italiano y los mitos romanos y griegos con nuestras señoras bogotanas. Pero como desde los tiempos del pintor Ingres, cuya aspiración fue ser violinista, todos queremos lucir algo que nos hace falta, la máxima aspiración de Juan Lozano fue la elegancia física, cuando la Providencia lo había dotado superabundantemente de la elegancia intelectual. Él mismo era consciente de su circunstancia y, con gran sentido crítico, hacía bromas a este respecto, evocando, al traer a cuento alguna reminiscencia, el sombrero que se le hundía hasta las cejas o el gabán que le llegaba hasta los tobillos. Dios sabe si, por su innegable inclinación a la galantería, hubiera querido rendirle al bello sexo el tributo de una gallarda apostura. Era tanto el interés que despertaba entre las mujeres su conversación, salpicada de toda clase de citas, fruto de sus innumerables correrías, y de gracejos de su propia cosecha, que seguramente no hubiera desdeñado tener el porte de un verdadero Don Juan. Pero el gran amor de su vida fue su mujer, doña Luisa Provenzano de Lozano, que parecía haber sido hecha por Dios para comprenderlo y sobrellevarle todos sus caprichos, sus extravagancias, sus arranques irresponsables de generosidad, sin alzar jamás una voz de protesta. Desde el momento mismo en que, después de cuarenta años, ella desapareció del escenario de su vida, Juan entró en la recta final de su existencia, rodeado del afecto de sus conciudadanos, pero huérfano de la que había sido la luz de su vida.
El ex presidente Carlos Lleras Restrepo, con quien tengo diferencias bien conocidas, trajo a cuento recientemente las páginas más virulentas de Juan Lozano y Lozano contra mi padre con ocasión de la campaña de la reelección presidencial, a pretexto de demostrar lo acerbo de la contienda. Para hacer algunas observaciones pertinentes, no vacilo en transcribirlas, aun cuando sé que el propio Juan no hubiera visto con agrado su reedición. Dice así:
El señor López es vástago de una familia que fue muy acaudalada y desde pequeño encontró fácil la vida: comodidades, viajes, recreaciones, alta posición: todas las cosas que para la mayoría de los hombres constituyen una aspiración y son objeto de esfuerzo y sacrificio las encontró el señor López a manos llenas al llegar a su inquieta adolescencia. Nacido y formado en una atmósfera de grandes negocios, era natural que él y sus hermanos continuaran la tradición familiar, recibieran una educación comercial antes que una educación universitaria, y se iniciaran en la vida en los diversos departamentos de la gran casa comercial que había creado y presidía su padre. Fue así como el señor López y sus hermanos fueron desde los diez y ocho años, y aun menos, una fraternidad de magnates que compraban todo el café del país, que dominaban los negocios, que determinaban con un rasgo de la pluma el alza o la baja del cambio internacional. Después, y a su cuenta, el señor López continuó su experiencia de los grandes negocios que constituye la profesión permanente de su vida y que tan tenaz arraigo tiene en su temperamento que, abandonada cuando llegó a tomar parte preponderante en la vida pública, fue por él reanudada al día siguiente de dejar el solio presidencial (…) Altas y bajas ha tenido en la vida de los negocios; pero las bajas son esas bajas relativas que permiten, lograda su recuperación, seguir viviendo una vida de gran duque (…) Tiene la mentalidad del niño consentido, la formación moral del hombre de negocios, el desarreglo espiritual, blanqueado de correcta indiferencia, del jugador de escuela (…) López es un individuo inteligente, vivaz pero incapaz de una abstracción superior que trascienda del campo de los valores materiales y concretos. López es un individuo que cree que la universidad son los ladrillos, que la sensibilidad social son los overoles, que la hidalguía es la buena ropa; y no ha intuido ni intuirá jamás los ideales colectivos, sino en cuanto ellos signifiquen un progreso visible y presentable de condiciones materiales (…) López es un individuo para quien la vida interior no existe; es un minucioso analfabeta de la cultura humana.
En el fragor de la lucha política conceptos de esta laya se publican en los diarios, para ser olvidados o recogidos por sus propios autores. Si traigo a cuento estas líneas, que Lleras Restrepo resucita, al tiempo con otros panfletos de la época respecto a mi padre, es porque el caso de Juan Lozano y Lozano reviste especial interés por diversos factores, pero principalmente porque sirve para ilustrar su constante afán de divorciar las discrepancias ideológicas de las antipatías personales, cosa poco frecuente en nuestro medio. Nada tan elocuente a este respecto como sus propias palabras:
El único adversario de López he sido yo, no sólo por mi incansable labor, que es lo de menos, sino por mi punto de referencia; y el hecho de haber merecido de López tan buena y cordial amistad al través de todo este proceso político de diez años, me confirma en la idea de que el presidente así lo considera. Echarse encima a un ministro por haberlo destituido de un ministerio o a un capitalista por haberle subido los impuestos o congelado los fondos, o a un capataz gremial por no haber fomentado su venalidad constitucional, es cosa que López, en su experiencia del mundo, descuenta en el cuantioso acervo de su menosprecio por las gentes.
En los últimos diez años se ha ido abriendo camino en el mundo una nueva escuela económica asociada generalmente con la facultad de economía de la Universidad de Chicago y con el nombre de Milton Friedman, que, para el grueso público, se identifica con lo medular del argumento de Lozano y Lozano a que aludimos anteriormente. En este sentido muchos podrían considerarlo como un precursor del neoliberalismo, anterior a Hayek y a sus epígonos, a la Escuela de Chicago, a sir Keith Joseph, a la señora Thatcher y, sobre todo, a Sergio de Castro, el ideólogo económico del régimen chileno, como Martínez de la Hoz lo es del experimento argentino. Claro está que el grado de elaboración y sofisticación del pensamiento económico contemporáneo no se reduce a protestar contra las cargas tributarias y la intervención del Estado en términos generales. El mayor énfasis se pone en la política monetaria y fiscal, desde el punto de vista anti-inflacionario, y en el libre juego de las fuerzas del mercado, principalmente la libertad de importaciones y el flujo de capitales. ¿Qué pensaría Juan Lozano y Lozano de la rebaja de aranceles y del libre cambio con reminiscencias de don Florentino González, si se le quisiera atribuir tal paternidad? Yo creo que, como los intereses de los cuales era vocero, jamás hubiera abandonado su filosofía francamente proteccionista, la de la sustitución de importaciones, que tal vez porque correspondía a una etapa de nuestro desarrollo, fue dogma para la generación que se llamó a sí misma de “los nuevos”, a la cual perteneció Lozano. Como ocurre con los conservadores de nuestro tiempo, la defensa del sistema se identificaba con la del capitalismo y su vigor se medía en el de aquel.
Detalle picante acerca de “los grandes negocios” de Alfonso López Pumarejo, a quien aluden las líneas transcritas, fue, con el transcurso del tiempo, una afectuosa alusión sobre López Pumarejo, que siempre traía a colación cuando nos encontrábamos en Provenza, su casa de Suba. Por muchos años vivió del fraccionamiento de la propiedad original, que iba vendiendo día a día para su sustento. “Esto se lo debo a tu papá”, me decía, evocando la época de la adquisición de su tierra. “Cuando ambos descubrimos que no servíamos para los negocios, él compró Santa María (una tierra que hoy hace parte de los barrios del noroccidente de Bogotá) y me sugirió que yo hiciera otro tanto, comprando una tierra en Suba, para que esperáramos la valorización de Engativá y Suba”. Así se habían enriquecido muchas gentes, comprando tierras al norte de la ciudad, y, en efecto, con el transcurso de los años, lo que había costado treinta o cuarenta mil pesos llegó a valer millones, sin que ninguno de los dos hubiera muerto rico, porque ambos tenían que ir disponiendo de lotes de terreno, en la medida de sus apremios cotidianos, sin poder esperar una mayor valorización.
La arrogancia con que Juan Lozano y Lozano reivindicaba su título de único contradictor de la administración López, y aun los propios términos que empleaba para referirse al presidente, me fueron, pocos años más tarde, de inmensa utilidad. Nadie podía contar a Lozano entre válidos del régimen, menos aún entre quienes aspiraban a ganarse sus favores en el futuro. Cuando asumió espontáneamente mi defensa, primero desde La Razón, el periódico fundado para combatir a mi padre, y más tarde desde las columnas de Sábado, en donde publicó bajo el título de “Yo acuso”, alusivo a la defensa que Zola hiciera de Dreyfus, una sonada reivindicación de mi buen nombre, tenía mayor autoridad que cualquiera otro.
No es el caso de ocuparme pormenorizadamente, en este ensayo, acerca de mis actuaciones profesionales de entonces; pero, forzosamente, tendré que referirme a ellas en forma tangencial. Un buen día, para mi sorpresa, me llamó Juan a proponerme que almorzáramos juntos para que lo ilustrara sobre lo que estaba ocurriendo en la prensa y en el Congreso contra mí. Alguien, cuyo nombre no me quiso suministrar, se había acercado a la redacción de su periódico con unas escrituras, para proponerle la campaña que más tarde se me suscitó en el Congreso. La denuncia, truculenta, que se le proponía se basaba en el supuesto de que una escritura entre el Banco Comercial Antioqueño (entonces Banco Alemán Antioqueño), vendiéndome una trilladora, era una escritura ficticia en la que no había pago de dinero de por medio. Para ello, como era obvio, hubiera sido necesario falsificar la contabilidad del banco, engañar a la Superintendencia Bancaria y obtener la complicidad del gobierno que tenía bajo su administración los bienes de extranjeros: la trilladora había sido dada en pago al banco desde hacía más de un año y la diferencia entre la deuda y el mayor precio debía ser entregado al Fondo de Estabilización. A nadie podía escapar que, si no existía el pago, también el Fondo de Estabilización se veía obligado a incurrir en una inexactitud. Dentro del sentido de equidad que presidía el comportamiento y determinaba el juicio de Lozano sobre los hombres, el que se me escogiera a mí por parte de los enemigos del presidente, que no se atrevían a enfrentársele, era algo que lo movía a poner las cosas en su punto. Vinculado además, como lo estaba desde su infancia, a las familias tradicionales bogotanas, aquellos chismes que circulaban por los pasillos del Congreso sobre cómo, mediante tráfico de influencias, merced a mi condición de hijo del presidente, me había hecho a la representación de acciones de la familia Koppel, de la familia Hashe, de la familia Kopp, no cuadraban bien con sus informaciones. Las dos primeras eran familia de mi madre, descendientes del grupo de daneses que, con mi bisabuelo a la cabeza, llegaron a Colombia a comienzos del siglo xix. Doña Olga Dávila de Kopp, quien más tarde contraería segundas nupcias con mi padre, era hija de José Domingo Dávila Pumarejo, pariente muy cercano de mi padre, y todo aquel enredo le hacía sospechar que no se trataba de nada distinto de una contraofensiva política que se llevaba de lado mi reputación. Cuando yo le expliqué que casi dos años antes de la elección de mi padre yo ya tenía la representación de aquellos intereses, que se pretendía eran el fruto del tráfico de influencias, la sospecha de que se trataba de una maniobra política se convirtió en certidumbre y, poco a poco, fuimos desenredando el ovillo.
Estoy seguro de que algún día surgirá el investigador que descifre lo que para mí sigue siendo un misterio, como es hallar una explicación al hecho de que, por años enteros, Colombia pudo darle un tratamiento distinto a una sociedad holandesa, la Handel Industrie Maatschappij Bogotá, a diferencia de las demás de idénticas características, nacionalidad y domicilio que funcionaban en Colombia. El asombro sube de punto si se considera que la cuestión por dilucidar, tratándose de haberes de sociedades holandesas en Colombia, era la de saber si Colombia debía atenerse a las leyes del Gobierno de Holanda en exilio, con el cual mantenía relaciones el Gobierno de Colombia, o a las leyes del invasor nazi, cuya ocupación del territorio holandés jamás fue reconocida por el Estado colombiano. Yo representaba los intereses del Gobierno holandés, otros, en el libre ejercicio de su profesión, representaban al Gobierno alemán, antes y después de que Colombia le declarara la guerra a las potencias del Eje. ¿Podía considerarse como un acto de favoritismo para conmigo, bajo la administración Santos o, posteriormente, bajo la administración López, el que los gobiernos trataran a su aliado como aliado y a su enemigo como enemigo? Algún día, como ya ha ocurrido con los archivos diplomáticos norteamericanos e ingleses, la cancillería colombiana debería dar a la publicidad las notas de protesta del Reino Unido y del Gobierno americano por la arbitrariedad que constituía poner en pie de igualdad la legislación del protector nazi de los Paises Bajos y la de su aliada y la nuestra, la reina Guillermina de Holanda, exilada en Londres. Lo normal era reconocer como legítima la sociedad que yo representaba, y lo anormal, que perduró hasta la primera administración de Lleras Camargo, era concederle la menor eficacia jurídica a confiscaciones nazis sobre bienes situados en Colombia. ¡Pero así fue! Fuentes que pretendían haberme revelado la existencia de la sociedad Handel Industrie Maatschappij Bogotá y que tenían asiento en el Congreso, consiguieron mantener en la indefinición por cuatro años la más diáfana de las decisiones. Juan Lozano y Lozano lo entendió al vuelo, como aceptó la explicación de que unas acciones vendidas en el exterior a la Sociedad de Minas de Pocecito, sociedad belga, que tenía derecho a exportar el 60 % del producto de las minas en Colombia, nada tenía que ver con las disposiciones del control de cambios nuestro, en cuanto al destino que diera a los fondos en el extranjero ya remesados legalmente. Quiero hacer únicamente dos observaciones para quienes estas cuestiones legales pueden parecer a veces abstrusas. Es la primera la de que durante cuatro años se desgañitaron en contra de la llamada “negociación Handel” los congresistas y periodistas enemigos del gobierno y, después de presionar al parlamento para que votara contra la tremenda negociación, el hecho es que ninguna proposición del Congreso incidió en lo más mínimo para impedir que la sociedad se liquidara, que era de lo que se trataba, o sea dividiendo el activo neto por el número de accionistas, después de pagar los respectivos impuestos. Cada accionista recibió, en consecuencia, una suma que no era ni más grande ni más pequeña por acto alguno del gobierno, como que correspondía de la partición de unos bienes privados entre unos accionistas privados. La otra es la de que, en el primer semestre de 1942, bajo la administración Santos, con la intervención del secretario de Estado señor Edward Miller, encargado de los asuntos interamericanos, de los Estados Unidos, Colombia reconoció la representación holandesa en la sociedad, se hizo un proyecto de liquidación y se suscribió un compromiso entre el gerente del Banco Agrícola Hipotecario, administrador fiduciario de la llamada Handel, y los representantes del gobierno de Curaçao, a nombre de Holanda. ¿Por qué, si no se trataba de un asunto de interés nacional e internacional, se propició y se suscribió tal arreglo por la administración Santos? El que dicho arreglo fuera desconocido, a los pocos días de firmado, con una serie de argumentos especiosos, me lo explico por la imposibilidad en que se encontraba el banco de devolver en tan corto plazo los productos de que ya había dispuesto, pero no lo justifico. Coincide, además, para la mala presentación del caso, el hecho de que el consorcio de Cervecerías Bavaria le vendió a bajo precio una de sus propiedades en Zipacón al gerente del banco por aquellos mismos días, y era entonces la dirección de Bavaria la más interesada en que no se solucionara el conflicto entre Holanda y Alemania por las vinculaciones que tenían el presidente y uno de los vicepresidentes con intereses alemanes.
El efecto que produjo la publicación de Juan Lozano y Lozano, no obstante la escasa circulación de Sábado, fue arrasador. No recuerdo en mis años de vida pública nada semejante. Una y mil veces, en el curso de los últimos cuarenta años, se me quiere espantar con el fantasma de la Handel, pero ahí están las páginas de Juan Lozano y Lozano como centinelas que montan guardia contra el infundio político.
Alguien ha hecho la observación de que la privación del oído, a diferencia de la privación de la vista, afecta desfavorablemente el carácter de las personas, haciéndolas particularmente irritables. Nada semejante ocurría con Juan Lozano, a quien la pérdida del oído lo fue incomunicando de sus semejantes en sus últimos años. ¿Quién no lo recuerda con cierto aire de picardía infantil, contestando con la mirada lo que sus oídos no podían percibir? Era casi un niño juguetón, de una lucidez desconcertante, a pesar del aislamiento en que lo mantenía su sordera. Con el mismo vigor con que había combatido la reelección en 1940 combatió, en dos ocasiones sucesivas, frente a mi candidatura y a la del doctor Julio César Turbay, las aspiraciones reeleccionistas del doctor Carlos Lleras Restrepo, su compañero de anti-reeleccionismo de treinta años atrás. Fue un episodio doloroso, después de la estrecha amistad que los había unido por tantos años; pero, también, una muestra de la independencia de su carácter y de aquella capacidad suya de no mezclar los sentimientos con las ideas. Muchas fueron las distinciones de que fue objeto Lozano en la larga carrera política del ex presidente Lleras. Había sido su embajador en Roma; lo había acompañado en la dirección de una revista destinada a combatirnos, Política y algo más; había recibido su apoyo, cuando el doctor Darío Echandía lo excluyó de la lista de representantes del Tolima en el año de 1960 y se aplicó la llamada “férula escolástica”. Es un episodio poco conocido, que vale la pena recapitular. Escogido Juan Lozano y Lozano para encabezar la lista por su departamento, el presidente Echandía exigió a todos los candidatos el compromiso de apoyar incondicionalmente al Frente Nacional y Juan, con su tradicional irreverencia, calificó de “modesto invento” al Frente Nacional y se negó a someterse a los términos rigurosos que se le pretendían imponer. Quedó inmediatamente excluido y el MRL, entonces en sus comienzos, le brindó igual posición en nuestras filas. Nos cayó de perlas el prestigio de su nombre y la contribución económica que le prestaron sus amigos, empezando por Lleras Restrepo, quien generosamente le entregó un cheque por $5000, para desafiar la imposición de Echandía. La victoria fue estruendosa, sin perjuicio de que, a los pocos meses, Juan Lozano y Lozano, que era un ave extraña en el corral del MRL, regresara a las toldas oficialistas. Nos vimos enfrentados en la Cámara de Representantes, dentro del juego parlamentario, cuando se ponía sobre el tapete el tema de si el MRL había ganado gracias a Juan Lozano y Lozano o si le debía la curul a nuestros votos. Nunca había sido un buen orador, como suele ocurrir con quienes son diestros en el manejo de la pluma. Su voz era muy débil y su estatura no le ayudaba en contraste con el tono altisonante que quería darle a sus palabras. Doña Migdonia Barón, su vecina representante por Antioquia, salía al quite, atribuyéndole a sus poemas y a su gloria de guerrero la magnitud de nuestra victoria que le había garantizado a nuestro grupo dos casillas por el Tolima. Nosotros la emplazábamos para que en las próximas elecciones invitara al capitán y poeta a presentarse por su cuenta en su tierra, con poemas y páginas inmortales; pero él ya estaba más allá del bien y del mal…
Cuando murió me hallaba yo fuera de Colombia y encontré en las vitrinas de las librerías su último libro, con prólogo de Alberto Lleras, que acababa de aparecer y tenía inesperada actualidad con ocasión de su fallecimiento. Me vino entonces a la memoria el pasaje clásico de Proust sobre la muerte de Bergotte, el escritor:
Lo enterramos. Pero a lo largo de la noche fúnebre, iluminada por las vitrinas de las librerías sus obras ordenadas de tres en tres, montaban guardia como ángeles con las alas desplegadas y parecían, para aquel que nos había dejado el símbolo mismo de la resurrección.
#AmorPorColombia
Juan Lozano y Lozano
Un precursor del neoliberalismo
Texto de: Alfonso López Michelsen.
No puedo escribir con entera imparcialidad sobre Juan Lozano y Lozano. Como le sucede a la mayor parte de sus compatriotas que tuvieron la fortuna de conocerlo y tratarlo, tengo para con él una inmensa deuda de gratitud. Pienso, además, que la fama no fue justa con Juan Lozano, quien ocupa uno de los primeros lugares entre los prosistas colombianos del siglo xx, y esta preeminencia, que le fue reconocida en el ámbito nacional, jamás alcanzó dimensiones hispanoamericanas. Con el transcurso de los años, hasta su muerte, su estilo se fue depurando, perfeccionando, haciéndose cada vez más diáfano, con una economía de palabras de una concisión admirable. Podía, por igual, darle un acento socarrón a sus juicios, principalmente cuando se trataba de sí mismo, o elevarse a las más altas cimas de la lírica, cuando hablaba de la patria, de la familia, del amor conyugal. Sería, sin embargo, reducir la figura histórica de Juan Lozano y Lozano calibrándolo únicamente por sus atributos de escritor. Raras veces en nuestra sociedad se ha formado un carácter que respondiera tan cabalmente a los requerimientos de Rudyard Kipling, en su poema “If”, para ser todo un hombre. Carácter recio, patriotismo desvelado, amigo generoso, enhiesto ante los grandes y cordial y respetuoso ante los desvalidos, bien pudo afirmar que todas aquellas cosas que se dicen de los seres ya muertos podían decirse con justicia en vida de Juan Lozano y Lozano, porque todo alrededor suyo fue grande, menos su encarnadura física, de la cual él mismo hacía mofa. Grandes fueron su valor civil, su desprendimiento, su sentido de la patria, su cultura, su vocación de artista, para lo cual contó con esmeradísima educación.
Existen en la historia universal figuras que consiguen sobrepasar los límites de su existencia física y conservar su carisma a través de los años. Bainville, en su biografía de Napoleón, consagra un último capítulo a lo que él llamaba la fabricación de la leyenda, refiriéndose al memorial de Santa Elena en el que el emperador depuesto acomoda, para la posteridad, los hechos históricos en tal forma que todo aparece como guiado por una mano providencial que es la del propio Bonaparte. El solo propósito, enunciado en las primeras páginas, resume el contenido de epopeya que quiere darle a sus memorias: “Hablar de las grandes hazañas que hicimos juntos…” dice refiriéndose a sus soldados. Otros, sin el sentido de la historia, se desgastan relatando incansablemente su pasado con pelos y señales, sin conseguir rodear de un hálito de leyenda sus crónicas. Son documentos pedestres, de burócrata, en donde se recapitulan las leyes que se dictaron, los decretos que se expidieron, los nombramientos que se hicieron, sin otra ilación que la cronológica, ajena, por entero, a cualquier perspectiva histórica. Juan Lozano y Lozano tuvo desde la adolescencia el instinto de difundir su leyenda. No se quedó en su roca, raspando el agrio peñón de la soledad, sino que lanzó a los cuatro vientos su propia visión optimista y generosa de su patria grande, Colombia, de su patria chica, el Tolima, de su estirpe, su padre y sus hermanos, y de sus contemporáneos, a quienes juzgaba implacablemente, con el escalpelo de su fino humor europeo. No creo, por ejemplo, que él hubiera realizado en serio los estudios de que se ufanaba en los principales centros de la cultura europea. Bien puedo equivocarme, pero cuando leo sus evocaciones de Oxford, donde se supone que obtuvo un grado en economía política y describe cómo recorría en bicicleta la famosa universidad al lado de sus camaradas ingleses, me asalta el temor de que, posiblemente después de haber asistido a unos cursos de economía política como alumno visitante, durante un verano, su imaginación desbocada lo llevara a convencerse de que se había doctorado en economía política bajo la tutela de los divulgadores de Marshall y de Laski. Otro tanto me sucede, con irreverencia, por la cual me anticipo a disculparme, cuando quiere presentar una imagen de don Fabio Lozano Torrijos, su padre, como un empresario afortunado, promotor y organizador de negocios en la época de la guerra civil. La imagen que se conserva del doctor Lozano Torrijos es la de un idealista muy poco apegado al dinero, con excelsas condiciones de orador y de negociador en difíciles coyunturas políticas nacionales e internacionales, pero, en modo alguno, la de un Pepe Sierra o un Pedro Jaramillo.
No importa; en donde estaba la historia, allí le daba cita Juan Lozano. Cuando vino la reconquista liberal, él fue el secretario y confidente de Enrique Olaya Herrera. Cuando por última vez, en medio siglo, fue necesario defender las fronteras patrias con los viejos fusiles máuser de las guerras civiles, él estuvo en la Barranca de Guepi, rubricando con su pluma la victoria de las armas colombianas en una batalla sin bajas. Luchó quijotescamente contra las reformas de la “revolución en marcha”, asociado a los grandes liberales de la guerra del novecientos, venidos a más como terratenientes en Cundinamarca, y fundó la APEN, para defender los principios de la libre empresa, que había aprendido en Oxford. Luchó encarnizadamente contra la reelección de López Pumarejo y, como ministro de Santos, desempeñó un papel gris en la nómina burocrática y en las tareas administrativas, tan reñidas con su sentido heroico. Pero le estaba reservado palco de primera línea en los años subsiguientes como inspirador y resistente de las dictaduras. En aquel decenio de los años cincuenta, cuando se puso a prueba el temple de tantas almas, sufrió el rudo golpe de la muerte de su hermano Carlos que fuera figura de primera línea durante el régimen liberal y parecía llamado a los más altos destinos. En aquel entonces, cuando inspirar la guerrilla o estar vinculado a sus cabecillas aureolaba las sienes de los jefes liberales, Lozano y Lozano ocupó primerísimo lugar, al punto que, a la hora de deponer las armas y de fijar nuevos rumbos políticos, fue, entre los civiles, quien llevó la vocería de los resistentes llaneros, tanto en la reunión de Yopal como en la Convención de Medellín.
Muchas fueron sus admiraciones entre los políticos colombianos, pero quien lea en el futuro sus obras completas hallará, en su afán, rasgos de imparcialidad contradictorios. Me parece que, entre sus contemporáneos, Alberto Lleras fue la más grande y, sin embargo, la mayor parte de su vida fue su contradictor, cuando de imponer la reelección se trataba o de adoptar la conciliación que dio origen al Frente Nacional. Carlos Lleras Restrepo también ocupa en centenares de páginas un lugar preferencial entre sus héroes, y Jorge Eliécer Gaitán, con reservas, en su firmamento, tanto brilla como Gabriel Turbay o Darío Echandía. Raras veces un colombiano fue tan generoso con sus compañeros de generación, aun cuando viviera en permanente desacuerdo con ellos.
Yo lo conocí a mi regreso a Colombia, después de terminar mis estudios de bachillerato en Europa, cuando contaba 19 años. Vivía Lozano comprometido entonces en empresas comerciales de las que esperaba derivar gran provecho: una fábrica de muebles y una empresa editorial. Obviamente, no obstante el ancestro empresarial de que se ufanaba, los dos negocios quebraron. Hasta hace pocos años conservaba yo un armario de corte moderno elaborado en aquel taller de carpintería y entre mis obras completas figura una Vida de Benjamín Coastant editada por Juan en la colección de los Penúltimos, estudio que yo había escrito en el Liceo Francés como una especie de tesis de grado, que nada agrega a mi inmortalidad, pero de la cual mi editor se empeñó en que hiciéramos una traducción al castellano. Nada quedó de toda aquella actividad febril, ni para él ni para mí, sino una amistad de cuarenta años en la que los favores fueron generalmente en una sola vía, la suya hacia mí. Tenía, desde entonces, ciertos rasgos distintivos que se fueron afirmando en el curso de los años y cuya coexistencia es, a veces, inexplicable. Por una parte, una incomparable percepción de los valores del espíritu que lo llevaba a reconocer, aun entre las personas que profesaran ideas totalmente antagónicas a las suyas, cualquier mérito intelectual o artístico. Es, por ejemplo, el caso de su posición frente a Jorge Eliécer Gaitán, que representaba, como ideología y como estilo, todo cuanto Lozano y Lozano abominaba, lo cual no era óbice para que profesara una sincera admiración por el tribuno. Y así miles de casos semejantes, de una desconcertante objetividad y, a veces, de afinidad, como cuando alaba al presidente Ospina Pérez el 9 de abril, siendo contados en los dedos de las manos los liberales que en tales circunstancias hacen su panegírico. Pero, por otra parte, Juan Lozano y Lozano tenía un lado snob, que lo hacía tener en cuenta a personajes que no le llegaban al tobillo, simplemente porque vestían elegantemente trajes ingleses, pertenecían a determinados círculos o estaban casados con las luminarias sociales de la época. Nada tan revelador a este respecto como la colección de sonetos, de excelente factura, por cierto, que escribió en honor de algunas de ellas y que corren publicados en las antologías de sus versos. Para mi gusto, confieso que prefiero el humor negro de sus primeras composiciones, cuando enamora a la mujer de “un cónsul jugador y decrépito”, que el parangón entre las bellezas del renacimiento italiano y los mitos romanos y griegos con nuestras señoras bogotanas. Pero como desde los tiempos del pintor Ingres, cuya aspiración fue ser violinista, todos queremos lucir algo que nos hace falta, la máxima aspiración de Juan Lozano fue la elegancia física, cuando la Providencia lo había dotado superabundantemente de la elegancia intelectual. Él mismo era consciente de su circunstancia y, con gran sentido crítico, hacía bromas a este respecto, evocando, al traer a cuento alguna reminiscencia, el sombrero que se le hundía hasta las cejas o el gabán que le llegaba hasta los tobillos. Dios sabe si, por su innegable inclinación a la galantería, hubiera querido rendirle al bello sexo el tributo de una gallarda apostura. Era tanto el interés que despertaba entre las mujeres su conversación, salpicada de toda clase de citas, fruto de sus innumerables correrías, y de gracejos de su propia cosecha, que seguramente no hubiera desdeñado tener el porte de un verdadero Don Juan. Pero el gran amor de su vida fue su mujer, doña Luisa Provenzano de Lozano, que parecía haber sido hecha por Dios para comprenderlo y sobrellevarle todos sus caprichos, sus extravagancias, sus arranques irresponsables de generosidad, sin alzar jamás una voz de protesta. Desde el momento mismo en que, después de cuarenta años, ella desapareció del escenario de su vida, Juan entró en la recta final de su existencia, rodeado del afecto de sus conciudadanos, pero huérfano de la que había sido la luz de su vida.
El ex presidente Carlos Lleras Restrepo, con quien tengo diferencias bien conocidas, trajo a cuento recientemente las páginas más virulentas de Juan Lozano y Lozano contra mi padre con ocasión de la campaña de la reelección presidencial, a pretexto de demostrar lo acerbo de la contienda. Para hacer algunas observaciones pertinentes, no vacilo en transcribirlas, aun cuando sé que el propio Juan no hubiera visto con agrado su reedición. Dice así:
El señor López es vástago de una familia que fue muy acaudalada y desde pequeño encontró fácil la vida: comodidades, viajes, recreaciones, alta posición: todas las cosas que para la mayoría de los hombres constituyen una aspiración y son objeto de esfuerzo y sacrificio las encontró el señor López a manos llenas al llegar a su inquieta adolescencia. Nacido y formado en una atmósfera de grandes negocios, era natural que él y sus hermanos continuaran la tradición familiar, recibieran una educación comercial antes que una educación universitaria, y se iniciaran en la vida en los diversos departamentos de la gran casa comercial que había creado y presidía su padre. Fue así como el señor López y sus hermanos fueron desde los diez y ocho años, y aun menos, una fraternidad de magnates que compraban todo el café del país, que dominaban los negocios, que determinaban con un rasgo de la pluma el alza o la baja del cambio internacional. Después, y a su cuenta, el señor López continuó su experiencia de los grandes negocios que constituye la profesión permanente de su vida y que tan tenaz arraigo tiene en su temperamento que, abandonada cuando llegó a tomar parte preponderante en la vida pública, fue por él reanudada al día siguiente de dejar el solio presidencial (…) Altas y bajas ha tenido en la vida de los negocios; pero las bajas son esas bajas relativas que permiten, lograda su recuperación, seguir viviendo una vida de gran duque (…) Tiene la mentalidad del niño consentido, la formación moral del hombre de negocios, el desarreglo espiritual, blanqueado de correcta indiferencia, del jugador de escuela (…) López es un individuo inteligente, vivaz pero incapaz de una abstracción superior que trascienda del campo de los valores materiales y concretos. López es un individuo que cree que la universidad son los ladrillos, que la sensibilidad social son los overoles, que la hidalguía es la buena ropa; y no ha intuido ni intuirá jamás los ideales colectivos, sino en cuanto ellos signifiquen un progreso visible y presentable de condiciones materiales (…) López es un individuo para quien la vida interior no existe; es un minucioso analfabeta de la cultura humana.
En el fragor de la lucha política conceptos de esta laya se publican en los diarios, para ser olvidados o recogidos por sus propios autores. Si traigo a cuento estas líneas, que Lleras Restrepo resucita, al tiempo con otros panfletos de la época respecto a mi padre, es porque el caso de Juan Lozano y Lozano reviste especial interés por diversos factores, pero principalmente porque sirve para ilustrar su constante afán de divorciar las discrepancias ideológicas de las antipatías personales, cosa poco frecuente en nuestro medio. Nada tan elocuente a este respecto como sus propias palabras:
El único adversario de López he sido yo, no sólo por mi incansable labor, que es lo de menos, sino por mi punto de referencia; y el hecho de haber merecido de López tan buena y cordial amistad al través de todo este proceso político de diez años, me confirma en la idea de que el presidente así lo considera. Echarse encima a un ministro por haberlo destituido de un ministerio o a un capitalista por haberle subido los impuestos o congelado los fondos, o a un capataz gremial por no haber fomentado su venalidad constitucional, es cosa que López, en su experiencia del mundo, descuenta en el cuantioso acervo de su menosprecio por las gentes.
En los últimos diez años se ha ido abriendo camino en el mundo una nueva escuela económica asociada generalmente con la facultad de economía de la Universidad de Chicago y con el nombre de Milton Friedman, que, para el grueso público, se identifica con lo medular del argumento de Lozano y Lozano a que aludimos anteriormente. En este sentido muchos podrían considerarlo como un precursor del neoliberalismo, anterior a Hayek y a sus epígonos, a la Escuela de Chicago, a sir Keith Joseph, a la señora Thatcher y, sobre todo, a Sergio de Castro, el ideólogo económico del régimen chileno, como Martínez de la Hoz lo es del experimento argentino. Claro está que el grado de elaboración y sofisticación del pensamiento económico contemporáneo no se reduce a protestar contra las cargas tributarias y la intervención del Estado en términos generales. El mayor énfasis se pone en la política monetaria y fiscal, desde el punto de vista anti-inflacionario, y en el libre juego de las fuerzas del mercado, principalmente la libertad de importaciones y el flujo de capitales. ¿Qué pensaría Juan Lozano y Lozano de la rebaja de aranceles y del libre cambio con reminiscencias de don Florentino González, si se le quisiera atribuir tal paternidad? Yo creo que, como los intereses de los cuales era vocero, jamás hubiera abandonado su filosofía francamente proteccionista, la de la sustitución de importaciones, que tal vez porque correspondía a una etapa de nuestro desarrollo, fue dogma para la generación que se llamó a sí misma de “los nuevos”, a la cual perteneció Lozano. Como ocurre con los conservadores de nuestro tiempo, la defensa del sistema se identificaba con la del capitalismo y su vigor se medía en el de aquel.
Detalle picante acerca de “los grandes negocios” de Alfonso López Pumarejo, a quien aluden las líneas transcritas, fue, con el transcurso del tiempo, una afectuosa alusión sobre López Pumarejo, que siempre traía a colación cuando nos encontrábamos en Provenza, su casa de Suba. Por muchos años vivió del fraccionamiento de la propiedad original, que iba vendiendo día a día para su sustento. “Esto se lo debo a tu papá”, me decía, evocando la época de la adquisición de su tierra. “Cuando ambos descubrimos que no servíamos para los negocios, él compró Santa María (una tierra que hoy hace parte de los barrios del noroccidente de Bogotá) y me sugirió que yo hiciera otro tanto, comprando una tierra en Suba, para que esperáramos la valorización de Engativá y Suba”. Así se habían enriquecido muchas gentes, comprando tierras al norte de la ciudad, y, en efecto, con el transcurso de los años, lo que había costado treinta o cuarenta mil pesos llegó a valer millones, sin que ninguno de los dos hubiera muerto rico, porque ambos tenían que ir disponiendo de lotes de terreno, en la medida de sus apremios cotidianos, sin poder esperar una mayor valorización.
La arrogancia con que Juan Lozano y Lozano reivindicaba su título de único contradictor de la administración López, y aun los propios términos que empleaba para referirse al presidente, me fueron, pocos años más tarde, de inmensa utilidad. Nadie podía contar a Lozano entre válidos del régimen, menos aún entre quienes aspiraban a ganarse sus favores en el futuro. Cuando asumió espontáneamente mi defensa, primero desde La Razón, el periódico fundado para combatir a mi padre, y más tarde desde las columnas de Sábado, en donde publicó bajo el título de “Yo acuso”, alusivo a la defensa que Zola hiciera de Dreyfus, una sonada reivindicación de mi buen nombre, tenía mayor autoridad que cualquiera otro.
No es el caso de ocuparme pormenorizadamente, en este ensayo, acerca de mis actuaciones profesionales de entonces; pero, forzosamente, tendré que referirme a ellas en forma tangencial. Un buen día, para mi sorpresa, me llamó Juan a proponerme que almorzáramos juntos para que lo ilustrara sobre lo que estaba ocurriendo en la prensa y en el Congreso contra mí. Alguien, cuyo nombre no me quiso suministrar, se había acercado a la redacción de su periódico con unas escrituras, para proponerle la campaña que más tarde se me suscitó en el Congreso. La denuncia, truculenta, que se le proponía se basaba en el supuesto de que una escritura entre el Banco Comercial Antioqueño (entonces Banco Alemán Antioqueño), vendiéndome una trilladora, era una escritura ficticia en la que no había pago de dinero de por medio. Para ello, como era obvio, hubiera sido necesario falsificar la contabilidad del banco, engañar a la Superintendencia Bancaria y obtener la complicidad del gobierno que tenía bajo su administración los bienes de extranjeros: la trilladora había sido dada en pago al banco desde hacía más de un año y la diferencia entre la deuda y el mayor precio debía ser entregado al Fondo de Estabilización. A nadie podía escapar que, si no existía el pago, también el Fondo de Estabilización se veía obligado a incurrir en una inexactitud. Dentro del sentido de equidad que presidía el comportamiento y determinaba el juicio de Lozano sobre los hombres, el que se me escogiera a mí por parte de los enemigos del presidente, que no se atrevían a enfrentársele, era algo que lo movía a poner las cosas en su punto. Vinculado además, como lo estaba desde su infancia, a las familias tradicionales bogotanas, aquellos chismes que circulaban por los pasillos del Congreso sobre cómo, mediante tráfico de influencias, merced a mi condición de hijo del presidente, me había hecho a la representación de acciones de la familia Koppel, de la familia Hashe, de la familia Kopp, no cuadraban bien con sus informaciones. Las dos primeras eran familia de mi madre, descendientes del grupo de daneses que, con mi bisabuelo a la cabeza, llegaron a Colombia a comienzos del siglo xix. Doña Olga Dávila de Kopp, quien más tarde contraería segundas nupcias con mi padre, era hija de José Domingo Dávila Pumarejo, pariente muy cercano de mi padre, y todo aquel enredo le hacía sospechar que no se trataba de nada distinto de una contraofensiva política que se llevaba de lado mi reputación. Cuando yo le expliqué que casi dos años antes de la elección de mi padre yo ya tenía la representación de aquellos intereses, que se pretendía eran el fruto del tráfico de influencias, la sospecha de que se trataba de una maniobra política se convirtió en certidumbre y, poco a poco, fuimos desenredando el ovillo.
Estoy seguro de que algún día surgirá el investigador que descifre lo que para mí sigue siendo un misterio, como es hallar una explicación al hecho de que, por años enteros, Colombia pudo darle un tratamiento distinto a una sociedad holandesa, la Handel Industrie Maatschappij Bogotá, a diferencia de las demás de idénticas características, nacionalidad y domicilio que funcionaban en Colombia. El asombro sube de punto si se considera que la cuestión por dilucidar, tratándose de haberes de sociedades holandesas en Colombia, era la de saber si Colombia debía atenerse a las leyes del Gobierno de Holanda en exilio, con el cual mantenía relaciones el Gobierno de Colombia, o a las leyes del invasor nazi, cuya ocupación del territorio holandés jamás fue reconocida por el Estado colombiano. Yo representaba los intereses del Gobierno holandés, otros, en el libre ejercicio de su profesión, representaban al Gobierno alemán, antes y después de que Colombia le declarara la guerra a las potencias del Eje. ¿Podía considerarse como un acto de favoritismo para conmigo, bajo la administración Santos o, posteriormente, bajo la administración López, el que los gobiernos trataran a su aliado como aliado y a su enemigo como enemigo? Algún día, como ya ha ocurrido con los archivos diplomáticos norteamericanos e ingleses, la cancillería colombiana debería dar a la publicidad las notas de protesta del Reino Unido y del Gobierno americano por la arbitrariedad que constituía poner en pie de igualdad la legislación del protector nazi de los Paises Bajos y la de su aliada y la nuestra, la reina Guillermina de Holanda, exilada en Londres. Lo normal era reconocer como legítima la sociedad que yo representaba, y lo anormal, que perduró hasta la primera administración de Lleras Camargo, era concederle la menor eficacia jurídica a confiscaciones nazis sobre bienes situados en Colombia. ¡Pero así fue! Fuentes que pretendían haberme revelado la existencia de la sociedad Handel Industrie Maatschappij Bogotá y que tenían asiento en el Congreso, consiguieron mantener en la indefinición por cuatro años la más diáfana de las decisiones. Juan Lozano y Lozano lo entendió al vuelo, como aceptó la explicación de que unas acciones vendidas en el exterior a la Sociedad de Minas de Pocecito, sociedad belga, que tenía derecho a exportar el 60 % del producto de las minas en Colombia, nada tenía que ver con las disposiciones del control de cambios nuestro, en cuanto al destino que diera a los fondos en el extranjero ya remesados legalmente. Quiero hacer únicamente dos observaciones para quienes estas cuestiones legales pueden parecer a veces abstrusas. Es la primera la de que durante cuatro años se desgañitaron en contra de la llamada “negociación Handel” los congresistas y periodistas enemigos del gobierno y, después de presionar al parlamento para que votara contra la tremenda negociación, el hecho es que ninguna proposición del Congreso incidió en lo más mínimo para impedir que la sociedad se liquidara, que era de lo que se trataba, o sea dividiendo el activo neto por el número de accionistas, después de pagar los respectivos impuestos. Cada accionista recibió, en consecuencia, una suma que no era ni más grande ni más pequeña por acto alguno del gobierno, como que correspondía de la partición de unos bienes privados entre unos accionistas privados. La otra es la de que, en el primer semestre de 1942, bajo la administración Santos, con la intervención del secretario de Estado señor Edward Miller, encargado de los asuntos interamericanos, de los Estados Unidos, Colombia reconoció la representación holandesa en la sociedad, se hizo un proyecto de liquidación y se suscribió un compromiso entre el gerente del Banco Agrícola Hipotecario, administrador fiduciario de la llamada Handel, y los representantes del gobierno de Curaçao, a nombre de Holanda. ¿Por qué, si no se trataba de un asunto de interés nacional e internacional, se propició y se suscribió tal arreglo por la administración Santos? El que dicho arreglo fuera desconocido, a los pocos días de firmado, con una serie de argumentos especiosos, me lo explico por la imposibilidad en que se encontraba el banco de devolver en tan corto plazo los productos de que ya había dispuesto, pero no lo justifico. Coincide, además, para la mala presentación del caso, el hecho de que el consorcio de Cervecerías Bavaria le vendió a bajo precio una de sus propiedades en Zipacón al gerente del banco por aquellos mismos días, y era entonces la dirección de Bavaria la más interesada en que no se solucionara el conflicto entre Holanda y Alemania por las vinculaciones que tenían el presidente y uno de los vicepresidentes con intereses alemanes.
El efecto que produjo la publicación de Juan Lozano y Lozano, no obstante la escasa circulación de Sábado, fue arrasador. No recuerdo en mis años de vida pública nada semejante. Una y mil veces, en el curso de los últimos cuarenta años, se me quiere espantar con el fantasma de la Handel, pero ahí están las páginas de Juan Lozano y Lozano como centinelas que montan guardia contra el infundio político.
Alguien ha hecho la observación de que la privación del oído, a diferencia de la privación de la vista, afecta desfavorablemente el carácter de las personas, haciéndolas particularmente irritables. Nada semejante ocurría con Juan Lozano, a quien la pérdida del oído lo fue incomunicando de sus semejantes en sus últimos años. ¿Quién no lo recuerda con cierto aire de picardía infantil, contestando con la mirada lo que sus oídos no podían percibir? Era casi un niño juguetón, de una lucidez desconcertante, a pesar del aislamiento en que lo mantenía su sordera. Con el mismo vigor con que había combatido la reelección en 1940 combatió, en dos ocasiones sucesivas, frente a mi candidatura y a la del doctor Julio César Turbay, las aspiraciones reeleccionistas del doctor Carlos Lleras Restrepo, su compañero de anti-reeleccionismo de treinta años atrás. Fue un episodio doloroso, después de la estrecha amistad que los había unido por tantos años; pero, también, una muestra de la independencia de su carácter y de aquella capacidad suya de no mezclar los sentimientos con las ideas. Muchas fueron las distinciones de que fue objeto Lozano en la larga carrera política del ex presidente Lleras. Había sido su embajador en Roma; lo había acompañado en la dirección de una revista destinada a combatirnos, Política y algo más; había recibido su apoyo, cuando el doctor Darío Echandía lo excluyó de la lista de representantes del Tolima en el año de 1960 y se aplicó la llamada “férula escolástica”. Es un episodio poco conocido, que vale la pena recapitular. Escogido Juan Lozano y Lozano para encabezar la lista por su departamento, el presidente Echandía exigió a todos los candidatos el compromiso de apoyar incondicionalmente al Frente Nacional y Juan, con su tradicional irreverencia, calificó de “modesto invento” al Frente Nacional y se negó a someterse a los términos rigurosos que se le pretendían imponer. Quedó inmediatamente excluido y el MRL, entonces en sus comienzos, le brindó igual posición en nuestras filas. Nos cayó de perlas el prestigio de su nombre y la contribución económica que le prestaron sus amigos, empezando por Lleras Restrepo, quien generosamente le entregó un cheque por $5000, para desafiar la imposición de Echandía. La victoria fue estruendosa, sin perjuicio de que, a los pocos meses, Juan Lozano y Lozano, que era un ave extraña en el corral del MRL, regresara a las toldas oficialistas. Nos vimos enfrentados en la Cámara de Representantes, dentro del juego parlamentario, cuando se ponía sobre el tapete el tema de si el MRL había ganado gracias a Juan Lozano y Lozano o si le debía la curul a nuestros votos. Nunca había sido un buen orador, como suele ocurrir con quienes son diestros en el manejo de la pluma. Su voz era muy débil y su estatura no le ayudaba en contraste con el tono altisonante que quería darle a sus palabras. Doña Migdonia Barón, su vecina representante por Antioquia, salía al quite, atribuyéndole a sus poemas y a su gloria de guerrero la magnitud de nuestra victoria que le había garantizado a nuestro grupo dos casillas por el Tolima. Nosotros la emplazábamos para que en las próximas elecciones invitara al capitán y poeta a presentarse por su cuenta en su tierra, con poemas y páginas inmortales; pero él ya estaba más allá del bien y del mal…
Cuando murió me hallaba yo fuera de Colombia y encontré en las vitrinas de las librerías su último libro, con prólogo de Alberto Lleras, que acababa de aparecer y tenía inesperada actualidad con ocasión de su fallecimiento. Me vino entonces a la memoria el pasaje clásico de Proust sobre la muerte de Bergotte, el escritor:
Lo enterramos. Pero a lo largo de la noche fúnebre, iluminada por las vitrinas de las librerías sus obras ordenadas de tres en tres, montaban guardia como ángeles con las alas desplegadas y parecían, para aquel que nos había dejado el símbolo mismo de la resurrección.