- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
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- Luis Restrepo. construcciones (2007)
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- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Alberto Pumarejo
Exaltación de los valores costeños
Texto de: Alfonso López Michelsen.
Alberto Pumarejo fue un aristócrata. Las nuevas generaciones, acostumbradas a oír los políticos que buscan el favor popular disimulando, bajo una falsa modestia, su actual preeminencia, difícilmente podrán entender cómo hubo un tiempo cuando serlo no constituía una limitación en la vida pública. Quizá no sea inoportuno explicar cómo un hombre que, por más de cuarenta años, figuró en primera línea en los anales de Barranquilla y de la nación, pudo hacerlo sin renegar de su condición social.
Alberto Pumarejo comenzó su actividad política como diputado a la Asamblea del Magdalena en 1917. Colombia era entonces un país pastoril en donde una democracia formal permitía que los cargos de representación popular se transmitieran con la mayor naturalidad de padres a hijos. José Domingo de Pumarejo, su abuelo, conservador de tuerca y tornillo, había representado regularmente en el Senado a la provincia de Valledupar desde comienzos del siglo xix. En la notaría de la Ciudad de los Santos Reyes se conserva todavía el testamento que otorgó en vísperas de viajar a Bogotá para intervenir en la elección del famoso 7 de marzo de 1849. El cronista suizo Luis Seifert, en su libro sobre el Valle del Cesar, publicado hacia 1870, relata que era el hombre más rico de Colombia. Asustadizo, como su jefe, formó parte de los congresistas que, al decir del doctor Ospina Rodríguez, votaron contra sus convicciones a favor de José Hilario López “para que no asesinaran al Congreso”.
Su padre, don Urbano de Pumarejo, suprimió en un mismo día el “de” pretencioso del patronímico y se afilió al Partido Liberal. Compañero de don Nicolás Esguerra, y hombre de confianza de los caudillos militares, que le encargaron importantes misiones relacionadas con las finanzas del partido, tuvo también, en su día, asiento en el Senado de la República. ¿Por qué extrañarse de que, apenas salido de la adolescencia, ese mismo electorado de la provincia hubiera respaldado a Alberto Pumarejo como diputado a la Asamblea?
Tal era la Colombia de entonces y sólo un juicio superficial y frívolo podría enrostrarle el calificativo de “oligarca nacido con la cuchara de plata en la boca”, como dicen los ingleses, a quien con los años debía comprobar hasta la saciedad que otros atributos, distintos de su apellido, lo hacían acreedor a la posición que ocupaba en la sociedad colombiana. Fue un aristócrata, sí, porque, no obstante el transcurso de los años, jamás pudo sustraerse al contexto cultural y económico de su niñez; pero aristocracia, en la Costa Atlántica, a diferencia de lo que ocurría en otras regiones de Colombia, no significaba ser señorito ni comportarse como minero esclavista frente a las gentes de menor rango social. Era más bien un superior, dentro de un mundo paternalista, en donde las faenas pecuarias propiciaban una convivencia cordial entre todos los estamentos sociales. Se vivía en común y ser el patrón entrañaba no sólo derechos sino, principalmente, compromisos. Fue así como, dentro de esta tradición igualitaria, vieja de siglos, vino a formarse Barranquilla como una ciudad abierta, en donde sucesivos aluviones del propio litoral, de gentes del interior, de extranjeros de todas las procedencias que llegaban a través de Curaçao, le pusieron un sello inconfundible entre las ciudades de Colombia.
La aristocracia no era, pues, arrogancia asentada sobre unos apellidos o un patrimonio. Se imponían ciertas condiciones del carácter, de rectitud moral, de inteligencia y de cultura que Alberto Pumarejo poseyó en grado eminente. Por sobre todo, el temple del alma se pone a prueba tanto en la próspera como en la adversa fortuna, y fue en esta última circunstancia cuando pudimos aquilatar los finos metales de que estaba formado el espíritu de Alberto Pumarejo.
Todas las posiciones, con excepción de la de presidente de la república, a la cual estuvo más próximo que cualquiera otro de sus coterráneos desde Núñez hasta nuestros días, las desempeñó con brillo. Concejal, diputado, representante, senador, más de una vez simultáneamente por el Atlántico y por el Magdalena, ministro de Estado, embajador plenipotenciario, no hubo cargo en donde no dejara la huella de su paso. Fue el precursor, desde el Ministerio de Correos, del establecimiento de la cédula electoral, con la tarjeta postal. Su nombre está vinculado al Tratado de 1941 con Venezuela, del cual fue arquitecto, bajo la dirección del canciller López de Mesa, durante la administración Santos. Decir que su nombre queda indisolublemente ligado al de Barranquilla es apenas un lugar común. Ahí están la Zona Franca, el Centro Cívico, la ampliación del centro de la ciudad y la culminación secular de Bocas de Ceniza, como testimonios de su actividad. La sabiduría popular así lo reconoce, cuando canta “El puente Pumarejo”, el que vincula al Atlántico con el Magdalena y que por ley se llama “Laureano Gómez”.
Tuvo también enemigos y fue combatido, como sucede en la carrera tormentosa de todo hombre público. Se enfrentó a la impopularidad y a la adversidad con el mismo señorío y la misma altivez de sus días de gloria. Oír relatar, por testigos presenciales, el espectáculo de su última aparición en la plaza pública, en día de elecciones, era un deleite del espíritu. Impecable, con su tradicional atuendo blanco, desfiló solo por el Paseo Bolívar en medio de una multitud hostil que lo abucheaba, vociferando abajos; pero él no era de aquellos que, olvidando sus preeminencias anteriores, van a esconderse detrás del conductor de su carro. Víctima de una maniobra artera, urdida desde Bogotá, tuvo que someter su nombre en las urnas, en calidad de disidente, con sólo dos semanas de campaña, cuando todos los fondos de los comités bipartidistas estaban a la disposición de sus adversarios. Solo, y desautorizado por la dirección del partido, recogió casi treinta mil votos en Barranquilla, mientras sus antiguos válidos, convertidos en los energúmenos de turno, encabezaban la cacería humana en contra suya.
Golpeado por distintos infortunios a un mismo tiempo, ni se amilanó ni se arredró ni capituló frente a nadie. Sólo la enfermedad pudo vencerlo. Son cosas que hay que decir en los días que corren, cuando se vive una tan desconsoladora crisis del carácter. Se impone recordar que Alberto Pumarejo no confundió nunca los intereses públicos con los intereses privados. Se impone recordar que, habiendo sido siempre un hombre de partido, jamás asestó un golpe bajo al contrincante y que, por el contrario, muchas veces lo vimos levantarse en defensa del adversario, cuando se le amenazaba con la injusticia o la inequidad.
Fue así como en el Senado de la República, que se había constituido en juez del general Rojas Pinilla, cuando se le arrebató la palabra al sindicado, Alberto Pumarejo, al lado de Pedro Castro Monsalvo, Domingo López Escauriaza y otros costeños, alzó la voz para pedir que se le permitiera concluir su defensa. Igual fue su actitud cuando, siendo gobernador del Atlántico el doctor Posada de la Peña, se organizó una pequeña conspiración parroquial para solicitar su retiro ante los poderes centrales. Tampoco desmintió entonces su bien ganada reputación de adversario gallardo.
Cuando se habla del litoral, como tierra de convivencia, forzoso es referirse a figuras como la suya porque en su alma no anidaron ni la violencia ni el sectarismo. Imagen fue de su propia tierra y jamás me arrepentiré de haberlo señalado como paradigma del costeño, al lado de Rafael Borelly y de Abel Carbonell, en el Senado de la República.
Barranquillero hasta los tuétanos, jamás perdió ni su residencia ni su domicilio ni su vecindad. No incurrió en la deplorable costumbre, que es una de las causas de la desvinculación entre la costa y el interior, de establecerse en Bogotá, para venir a hablar contra el centralismo en vísperas de elecciones, cuando ya se hace parte de ese mismo centralismo.
Muchos recuerdos gratos conservo de la figura familiar de Alberto Pumarejo y de Barranquilla, en los años de mi adolescencia y de mi juventud. No lo conocía sino de nombre, cuando regresamos a Colombia, después de haber cursado estudios de bachillerato en Francia e Inglaterra. Alguna vez, cuando subía por la calle 14, camino del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, en donde me iniciaba en los estudios de jurisprudencia, me encontré de manos a boca con un caballero de apostura tan semejante a la de mi padre, que no me cupo duda alguna de que debía ser alguien de la familia. Él debió concebir idéntica sospecha porque, sin darnos cuenta, nos preguntamos quiénes éramos, y juntos celebramos la ocurrencia. Años más tarde, cuando sufrió un derrame cerebral que lo privó de la palabra, iba yo con alguna frecuencia a visitarlo y me sorprendía la tersura de su piel que permanecía intacta a través de los años, como también había ocurrido en el caso de mi padre. No eran parientes muy cercanos, aun cuando sí ligados muy estrechamente, por generaciones. Era primo hermano de mi abuela, que murió a finales del siglo xix, antes del nacimiento de Alberto, pero como quiera que la rama de los López Pumarejo había heredado grandes extensiones de tierra en Valledupar, que para entonces no tenían ningún valor, don Urbano, el padre de Alberto, las había administrado por más de cuarenta años. De esta suerte se mantuvo, a pesar de la distancia que separaba entonces a Bogotá de Barranquilla, una relación tan estrecha que las gentes pensaban que era más próxima.
En cuanto a Barranquilla, difícilmente puede reconstruirse hoy, con los materiales del recuerdo y de la imaginación, una ciudad tan encantadora como lo fue en aquellos años comprendidos entre 1930 y 1970. Hospitalaria, democrática, liberal, en el mejor sentido de la palabra, llegó a ser, por excelencia, la ciudad acogedora, a donde venían a establecerse las gentes de toda la Costa Atlántica y de los pueblos del río Magdalena que alcanzaban holgura económica. En los años de la violencia, un aluvión de nortesantandereanos enriqueció, como ya había ocurrido con los alemanes y los curazoleños, aquel conglomerado social, que era verdaderamente una mezcla afortunada de todas las razas europeas y americanas. Tenía Barranquilla los mejores servicios públicos del país, fruto de la buena administración de los banqueros americanos a quienes, para el pago de las deudas, se les confió la gerencia de las Empresas Públicas. Con todo, el rasgo más característico de la ciudad era su espíritu cívico, que movilizaba a la colectividad entera en procura de cualquier objetivo de beneficio común. Así se dio remate a la construcción de las Bocas de Ceniza, que convirtieron a Barranquilla en puerto de mar, a la creación de la Zona Franca, a las carreteras que le dieron a sus habitantes acceso a las playas del Caribe y, sobre todo, a un crecimiento de la pequeña y la mediana industria, que no ha tenido par en el país. Pasar los meses, más benignos del año en Barranquilla era un don de los dioses, y hacer política en el Atlántico, solaz para el guerrero. El respeto a las opiniones, a los gustos, a las diversiones ajenas, era proverbial. Instituciones como el Club Barranquilla hubieran podido servir de modelo a toda la nación, acerca de cómo asociarse para el esparcimiento colectivo, sin exclusivismos ni pretensiones oligárquicas. La honorabilidad era suficiente carta de ciudadanía para ser recibido con todos los honores en el seno del club, sin que prejuicios políticos, religiosos, familiares o de otra índole desvirtuaran su orientación que era reflejo del espíritu de la ciudad. Alberto Pumarejo, que encarnaba la tradición barranquillera más auténtica, se constituyó en dique contra la anarquía desde las diversas posiciones que le deparó el destino. Como político, como hombre de negocios, como cabeza de una estirpe provinciana vinculada a Barranquilla por más de cien años, su influencia se hizo sentir vigorosamente para darle el sello inconfundible a la ciudad que se llamó “la Puerta de Oro de Colombia”. Su muerte coincidió con una radical transformación de Barranquilla, que, para bien o para mal, en un proceso que aún no ha culminado, dejó de ser la ciudad alegre y confiada que habíamos conocido. Obviamente, no existe una relación de causa a efecto entre uno y otro fenómeno. Los factores de perturbación, de inseguridad general, deben ser de origen económico, como fueron la muerte del río Magdalena, la construcción del puente entre Barranquilla y el Parque de Salamanca, la aparición de la economía subterránea y la reacción que generó en su tiempo la reforma agraria, encarnada en el Incora, en toda la Costa Atlántica. Si se me pidiera una fecha precisa para fijar el inicio del desmantelamiento del orden anterior, yo señalaría, como un hito, la última concentración política, que presidió el entonces primer magistrado, doctor Carlos Lleras Restrepo, en su calidad de jefe del Estado. Yo era su ministro de Relaciones Exteriores y me correspondió contemplar desde la tribuna el bochornoso episodio, que desdecía de todas las tradiciones barranquilleras. No solamente se interrumpía a los oradores, lo cual es de común ocurrencia en las luchas partidistas, sino que un desorden general, con pitos y piedras, se adueñó de la plaza de la cual se habían apoderado ya, a la vez, los elementos de los bajos fondos y los elementos más caracterizados de una plutocracia territorial mal entendida. Los debates en el Senado de la República, encabezados por el senador José Ignacio Vives Echeverría, habían conseguido plantear como una cuestión regional cualquier diferencia de criterio sobre el manejo fiscal y económico de la nación, y en la persona del presidente Lleras Restrepo se quería radicar el resentimiento de toda la costa contra quien la había servido de la mejor manera posible durante su gobierno. Aquel día hicieron su aparición por primera vez, con el nombre genérico de “guajiros”, los matones que más tarde han mantenido atemorizada la ciudad, con su peculiar estilo de resolver cualquier tipo de incidente personal. Es una denominación injusta, con quienes de tiempo atrás han enriquecido los anales de Barranquilla con la contribución de su trabajo y de su sangre, oriunda de la península.
Tuvo alzas y bajas, días de un dominio casi exclusivo de la vida barranquillera y horas de proscripción y de gavilla en su contra, mas nunca perdió Alberto Pumarejo su gallardía natural frente a sus ocasionales detractores. A quienes lo conocimos de cerca no nos cabe duda de que, si su salud se lo hubiera permitido y no hubiera permanecido sin habla por tantos años, habría recuperado la plenitud de su autoridad sobre el conglomerado social al cual había servido de inspiración por tan largo tiempo.
Para quien estas líneas escribe, su pariente, es verdad, pero su opositor, de diez años, en el Atlántico, bien caben las palabras de un gran político de nuestro tiempo sobre su contendor de otras horas:
En la puerta del cementerio nuestra conducta y nuestros juicios serán sometidos a severo escrutinio. No le es dado al ser humano, gracias a Dios, porque, de lo contrario, la vida sería insoportable, prever o predecir el curso de los acontecimientos. En una fase, los hombres parecen haber tenido razón, en otras haberse equivocado. Luego, nuevamente, unos pocos años más tarde, cuando la perspectiva del tiempo ha crecido, todo cambia de aspecto, adquiere nuevas proporciones. La historia, con su lámpara vacilante, tropieza con las huellas del pasado, tratando de reconstruir sus escenas, recrear sus vestiduras y encender con rayos sólidos las pasiones de días pasados. ¿Qué valor tiene todo esto? La única guía del hombre es su conciencia: el único escudo de su memoria es la rectitud y sinceridad de sus actos. Con ese escudo, por duro que sea el hado, marcharemos siempre en las filas del honor.
¿Quién podrá decir mañana que Alberto Pumarejo no hizo de su vida un espejo de sus convicciones?
#AmorPorColombia
Alberto Pumarejo
Exaltación de los valores costeños
Texto de: Alfonso López Michelsen.
Alberto Pumarejo fue un aristócrata. Las nuevas generaciones, acostumbradas a oír los políticos que buscan el favor popular disimulando, bajo una falsa modestia, su actual preeminencia, difícilmente podrán entender cómo hubo un tiempo cuando serlo no constituía una limitación en la vida pública. Quizá no sea inoportuno explicar cómo un hombre que, por más de cuarenta años, figuró en primera línea en los anales de Barranquilla y de la nación, pudo hacerlo sin renegar de su condición social.
Alberto Pumarejo comenzó su actividad política como diputado a la Asamblea del Magdalena en 1917. Colombia era entonces un país pastoril en donde una democracia formal permitía que los cargos de representación popular se transmitieran con la mayor naturalidad de padres a hijos. José Domingo de Pumarejo, su abuelo, conservador de tuerca y tornillo, había representado regularmente en el Senado a la provincia de Valledupar desde comienzos del siglo xix. En la notaría de la Ciudad de los Santos Reyes se conserva todavía el testamento que otorgó en vísperas de viajar a Bogotá para intervenir en la elección del famoso 7 de marzo de 1849. El cronista suizo Luis Seifert, en su libro sobre el Valle del Cesar, publicado hacia 1870, relata que era el hombre más rico de Colombia. Asustadizo, como su jefe, formó parte de los congresistas que, al decir del doctor Ospina Rodríguez, votaron contra sus convicciones a favor de José Hilario López “para que no asesinaran al Congreso”.
Su padre, don Urbano de Pumarejo, suprimió en un mismo día el “de” pretencioso del patronímico y se afilió al Partido Liberal. Compañero de don Nicolás Esguerra, y hombre de confianza de los caudillos militares, que le encargaron importantes misiones relacionadas con las finanzas del partido, tuvo también, en su día, asiento en el Senado de la República. ¿Por qué extrañarse de que, apenas salido de la adolescencia, ese mismo electorado de la provincia hubiera respaldado a Alberto Pumarejo como diputado a la Asamblea?
Tal era la Colombia de entonces y sólo un juicio superficial y frívolo podría enrostrarle el calificativo de “oligarca nacido con la cuchara de plata en la boca”, como dicen los ingleses, a quien con los años debía comprobar hasta la saciedad que otros atributos, distintos de su apellido, lo hacían acreedor a la posición que ocupaba en la sociedad colombiana. Fue un aristócrata, sí, porque, no obstante el transcurso de los años, jamás pudo sustraerse al contexto cultural y económico de su niñez; pero aristocracia, en la Costa Atlántica, a diferencia de lo que ocurría en otras regiones de Colombia, no significaba ser señorito ni comportarse como minero esclavista frente a las gentes de menor rango social. Era más bien un superior, dentro de un mundo paternalista, en donde las faenas pecuarias propiciaban una convivencia cordial entre todos los estamentos sociales. Se vivía en común y ser el patrón entrañaba no sólo derechos sino, principalmente, compromisos. Fue así como, dentro de esta tradición igualitaria, vieja de siglos, vino a formarse Barranquilla como una ciudad abierta, en donde sucesivos aluviones del propio litoral, de gentes del interior, de extranjeros de todas las procedencias que llegaban a través de Curaçao, le pusieron un sello inconfundible entre las ciudades de Colombia.
La aristocracia no era, pues, arrogancia asentada sobre unos apellidos o un patrimonio. Se imponían ciertas condiciones del carácter, de rectitud moral, de inteligencia y de cultura que Alberto Pumarejo poseyó en grado eminente. Por sobre todo, el temple del alma se pone a prueba tanto en la próspera como en la adversa fortuna, y fue en esta última circunstancia cuando pudimos aquilatar los finos metales de que estaba formado el espíritu de Alberto Pumarejo.
Todas las posiciones, con excepción de la de presidente de la república, a la cual estuvo más próximo que cualquiera otro de sus coterráneos desde Núñez hasta nuestros días, las desempeñó con brillo. Concejal, diputado, representante, senador, más de una vez simultáneamente por el Atlántico y por el Magdalena, ministro de Estado, embajador plenipotenciario, no hubo cargo en donde no dejara la huella de su paso. Fue el precursor, desde el Ministerio de Correos, del establecimiento de la cédula electoral, con la tarjeta postal. Su nombre está vinculado al Tratado de 1941 con Venezuela, del cual fue arquitecto, bajo la dirección del canciller López de Mesa, durante la administración Santos. Decir que su nombre queda indisolublemente ligado al de Barranquilla es apenas un lugar común. Ahí están la Zona Franca, el Centro Cívico, la ampliación del centro de la ciudad y la culminación secular de Bocas de Ceniza, como testimonios de su actividad. La sabiduría popular así lo reconoce, cuando canta “El puente Pumarejo”, el que vincula al Atlántico con el Magdalena y que por ley se llama “Laureano Gómez”.
Tuvo también enemigos y fue combatido, como sucede en la carrera tormentosa de todo hombre público. Se enfrentó a la impopularidad y a la adversidad con el mismo señorío y la misma altivez de sus días de gloria. Oír relatar, por testigos presenciales, el espectáculo de su última aparición en la plaza pública, en día de elecciones, era un deleite del espíritu. Impecable, con su tradicional atuendo blanco, desfiló solo por el Paseo Bolívar en medio de una multitud hostil que lo abucheaba, vociferando abajos; pero él no era de aquellos que, olvidando sus preeminencias anteriores, van a esconderse detrás del conductor de su carro. Víctima de una maniobra artera, urdida desde Bogotá, tuvo que someter su nombre en las urnas, en calidad de disidente, con sólo dos semanas de campaña, cuando todos los fondos de los comités bipartidistas estaban a la disposición de sus adversarios. Solo, y desautorizado por la dirección del partido, recogió casi treinta mil votos en Barranquilla, mientras sus antiguos válidos, convertidos en los energúmenos de turno, encabezaban la cacería humana en contra suya.
Golpeado por distintos infortunios a un mismo tiempo, ni se amilanó ni se arredró ni capituló frente a nadie. Sólo la enfermedad pudo vencerlo. Son cosas que hay que decir en los días que corren, cuando se vive una tan desconsoladora crisis del carácter. Se impone recordar que Alberto Pumarejo no confundió nunca los intereses públicos con los intereses privados. Se impone recordar que, habiendo sido siempre un hombre de partido, jamás asestó un golpe bajo al contrincante y que, por el contrario, muchas veces lo vimos levantarse en defensa del adversario, cuando se le amenazaba con la injusticia o la inequidad.
Fue así como en el Senado de la República, que se había constituido en juez del general Rojas Pinilla, cuando se le arrebató la palabra al sindicado, Alberto Pumarejo, al lado de Pedro Castro Monsalvo, Domingo López Escauriaza y otros costeños, alzó la voz para pedir que se le permitiera concluir su defensa. Igual fue su actitud cuando, siendo gobernador del Atlántico el doctor Posada de la Peña, se organizó una pequeña conspiración parroquial para solicitar su retiro ante los poderes centrales. Tampoco desmintió entonces su bien ganada reputación de adversario gallardo.
Cuando se habla del litoral, como tierra de convivencia, forzoso es referirse a figuras como la suya porque en su alma no anidaron ni la violencia ni el sectarismo. Imagen fue de su propia tierra y jamás me arrepentiré de haberlo señalado como paradigma del costeño, al lado de Rafael Borelly y de Abel Carbonell, en el Senado de la República.
Barranquillero hasta los tuétanos, jamás perdió ni su residencia ni su domicilio ni su vecindad. No incurrió en la deplorable costumbre, que es una de las causas de la desvinculación entre la costa y el interior, de establecerse en Bogotá, para venir a hablar contra el centralismo en vísperas de elecciones, cuando ya se hace parte de ese mismo centralismo.
Muchos recuerdos gratos conservo de la figura familiar de Alberto Pumarejo y de Barranquilla, en los años de mi adolescencia y de mi juventud. No lo conocía sino de nombre, cuando regresamos a Colombia, después de haber cursado estudios de bachillerato en Francia e Inglaterra. Alguna vez, cuando subía por la calle 14, camino del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, en donde me iniciaba en los estudios de jurisprudencia, me encontré de manos a boca con un caballero de apostura tan semejante a la de mi padre, que no me cupo duda alguna de que debía ser alguien de la familia. Él debió concebir idéntica sospecha porque, sin darnos cuenta, nos preguntamos quiénes éramos, y juntos celebramos la ocurrencia. Años más tarde, cuando sufrió un derrame cerebral que lo privó de la palabra, iba yo con alguna frecuencia a visitarlo y me sorprendía la tersura de su piel que permanecía intacta a través de los años, como también había ocurrido en el caso de mi padre. No eran parientes muy cercanos, aun cuando sí ligados muy estrechamente, por generaciones. Era primo hermano de mi abuela, que murió a finales del siglo xix, antes del nacimiento de Alberto, pero como quiera que la rama de los López Pumarejo había heredado grandes extensiones de tierra en Valledupar, que para entonces no tenían ningún valor, don Urbano, el padre de Alberto, las había administrado por más de cuarenta años. De esta suerte se mantuvo, a pesar de la distancia que separaba entonces a Bogotá de Barranquilla, una relación tan estrecha que las gentes pensaban que era más próxima.
En cuanto a Barranquilla, difícilmente puede reconstruirse hoy, con los materiales del recuerdo y de la imaginación, una ciudad tan encantadora como lo fue en aquellos años comprendidos entre 1930 y 1970. Hospitalaria, democrática, liberal, en el mejor sentido de la palabra, llegó a ser, por excelencia, la ciudad acogedora, a donde venían a establecerse las gentes de toda la Costa Atlántica y de los pueblos del río Magdalena que alcanzaban holgura económica. En los años de la violencia, un aluvión de nortesantandereanos enriqueció, como ya había ocurrido con los alemanes y los curazoleños, aquel conglomerado social, que era verdaderamente una mezcla afortunada de todas las razas europeas y americanas. Tenía Barranquilla los mejores servicios públicos del país, fruto de la buena administración de los banqueros americanos a quienes, para el pago de las deudas, se les confió la gerencia de las Empresas Públicas. Con todo, el rasgo más característico de la ciudad era su espíritu cívico, que movilizaba a la colectividad entera en procura de cualquier objetivo de beneficio común. Así se dio remate a la construcción de las Bocas de Ceniza, que convirtieron a Barranquilla en puerto de mar, a la creación de la Zona Franca, a las carreteras que le dieron a sus habitantes acceso a las playas del Caribe y, sobre todo, a un crecimiento de la pequeña y la mediana industria, que no ha tenido par en el país. Pasar los meses, más benignos del año en Barranquilla era un don de los dioses, y hacer política en el Atlántico, solaz para el guerrero. El respeto a las opiniones, a los gustos, a las diversiones ajenas, era proverbial. Instituciones como el Club Barranquilla hubieran podido servir de modelo a toda la nación, acerca de cómo asociarse para el esparcimiento colectivo, sin exclusivismos ni pretensiones oligárquicas. La honorabilidad era suficiente carta de ciudadanía para ser recibido con todos los honores en el seno del club, sin que prejuicios políticos, religiosos, familiares o de otra índole desvirtuaran su orientación que era reflejo del espíritu de la ciudad. Alberto Pumarejo, que encarnaba la tradición barranquillera más auténtica, se constituyó en dique contra la anarquía desde las diversas posiciones que le deparó el destino. Como político, como hombre de negocios, como cabeza de una estirpe provinciana vinculada a Barranquilla por más de cien años, su influencia se hizo sentir vigorosamente para darle el sello inconfundible a la ciudad que se llamó “la Puerta de Oro de Colombia”. Su muerte coincidió con una radical transformación de Barranquilla, que, para bien o para mal, en un proceso que aún no ha culminado, dejó de ser la ciudad alegre y confiada que habíamos conocido. Obviamente, no existe una relación de causa a efecto entre uno y otro fenómeno. Los factores de perturbación, de inseguridad general, deben ser de origen económico, como fueron la muerte del río Magdalena, la construcción del puente entre Barranquilla y el Parque de Salamanca, la aparición de la economía subterránea y la reacción que generó en su tiempo la reforma agraria, encarnada en el Incora, en toda la Costa Atlántica. Si se me pidiera una fecha precisa para fijar el inicio del desmantelamiento del orden anterior, yo señalaría, como un hito, la última concentración política, que presidió el entonces primer magistrado, doctor Carlos Lleras Restrepo, en su calidad de jefe del Estado. Yo era su ministro de Relaciones Exteriores y me correspondió contemplar desde la tribuna el bochornoso episodio, que desdecía de todas las tradiciones barranquilleras. No solamente se interrumpía a los oradores, lo cual es de común ocurrencia en las luchas partidistas, sino que un desorden general, con pitos y piedras, se adueñó de la plaza de la cual se habían apoderado ya, a la vez, los elementos de los bajos fondos y los elementos más caracterizados de una plutocracia territorial mal entendida. Los debates en el Senado de la República, encabezados por el senador José Ignacio Vives Echeverría, habían conseguido plantear como una cuestión regional cualquier diferencia de criterio sobre el manejo fiscal y económico de la nación, y en la persona del presidente Lleras Restrepo se quería radicar el resentimiento de toda la costa contra quien la había servido de la mejor manera posible durante su gobierno. Aquel día hicieron su aparición por primera vez, con el nombre genérico de “guajiros”, los matones que más tarde han mantenido atemorizada la ciudad, con su peculiar estilo de resolver cualquier tipo de incidente personal. Es una denominación injusta, con quienes de tiempo atrás han enriquecido los anales de Barranquilla con la contribución de su trabajo y de su sangre, oriunda de la península.
Tuvo alzas y bajas, días de un dominio casi exclusivo de la vida barranquillera y horas de proscripción y de gavilla en su contra, mas nunca perdió Alberto Pumarejo su gallardía natural frente a sus ocasionales detractores. A quienes lo conocimos de cerca no nos cabe duda de que, si su salud se lo hubiera permitido y no hubiera permanecido sin habla por tantos años, habría recuperado la plenitud de su autoridad sobre el conglomerado social al cual había servido de inspiración por tan largo tiempo.
Para quien estas líneas escribe, su pariente, es verdad, pero su opositor, de diez años, en el Atlántico, bien caben las palabras de un gran político de nuestro tiempo sobre su contendor de otras horas:
En la puerta del cementerio nuestra conducta y nuestros juicios serán sometidos a severo escrutinio. No le es dado al ser humano, gracias a Dios, porque, de lo contrario, la vida sería insoportable, prever o predecir el curso de los acontecimientos. En una fase, los hombres parecen haber tenido razón, en otras haberse equivocado. Luego, nuevamente, unos pocos años más tarde, cuando la perspectiva del tiempo ha crecido, todo cambia de aspecto, adquiere nuevas proporciones. La historia, con su lámpara vacilante, tropieza con las huellas del pasado, tratando de reconstruir sus escenas, recrear sus vestiduras y encender con rayos sólidos las pasiones de días pasados. ¿Qué valor tiene todo esto? La única guía del hombre es su conciencia: el único escudo de su memoria es la rectitud y sinceridad de sus actos. Con ese escudo, por duro que sea el hado, marcharemos siempre en las filas del honor.
¿Quién podrá decir mañana que Alberto Pumarejo no hizo de su vida un espejo de sus convicciones?