- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
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- Duque, su presidencia (2022)
Jorge Eliécer Gaitán
Un catedrático conductor de multitudes
Texto de: Alfonso López Michelsen.
El propio retardo con que llegó la agudización de la lucha de clases a Colombia, con respecto a otros países hispanoamericanos, se explica, tal vez, por ese común denominador que fuera la pauperización colectiva. Mientras en otras latitudes los grandes conflictos de intereses generaban revoluciones de carácter social o racial, nuestras guerras civiles sólo excepcionalmente revestían carácter distinto al de rivalidades personalistas entre caudillos que fácilmente hacían el tránsito de un campamento a otro. La maledicencia entre las colectividades políticas ocupó el lugar de la crítica programática, y un extraño caudillismo civil, generalmente asentado sobre el prestigio intelectual, ha dominado el escenario de nuestra vida pública.
El cosmopolitanismo de la Argentina, el Uruguay o el Brasil, educaron a las clases dirigentes y al propio pueblo dentro de conceptos distintos al de inquirir por qué se compraba un coche nuevo o un tronco de caballos importados para la Presidencia de la República o qué destino le daba el primer magistrado a sus sueldos. La penuria misma forjó una sociedad en donde cada ciudadano trataba de explicar como resultado de alguna maniobra ilícita el que su vecino ampliara las instalaciones de su casa o casara a su hija “echando la casa por la ventana”, como se decía entonces, o emprendiera un viaje al extranjero. Nos ufanábamos, con justicia, de pertenecer a uno de los conglomerados más patriarcales, austeros y honorables de las dos Américas y, de la misma manera como habíamos preservado la pureza idiomática, encerrados entre nuestras cordilleras, guardábamos intactas las más acendradas virtudes católicas españolas. La venalidad de los funcionarios, la compra del voto, el tráfico de influencias, fueron fenómenos desconocidos hasta época muy reciente.
Éramos violentos, impulsivos, sanguinarios, en algunos casos; pero siempre por pasión, jamás por intereses. Dentro de esta perspectiva tenemos que situar una de las figuras claves de nuestro siglo xx, como fue Jorge Eliécer Gaitán.
Había nacido de una cuna modesta, dentro de la pobreza casi general que he destacado, pero de ningún modo en la miseria ni en un hogar inculto. Su madre, que fue el personaje inolvidable de su vida, era institutora y su padre librero. No eran miembros de la aristocracia santafereña, pero tampoco de la plebe. Se podrían contar por centenares los hombres públicos colombianos que no solamente no nacieron entre olanes sino cuyos padres ignoraban el alfabeto y cuyos hogares fueron mil veces más humildes, en la capital o en la provincia, que el de Gaitán. ¿Por qué llegó entonces el caudillo a convertirse en símbolo de tantos hijos de su propio esfuerzo como ha dado nuestro suelo? Me atrevo a afirmar que ello se debió a que, si bien arrancó de un punto de partida menos distante de la cumbre que muchos otros, supo darle a su misión en el curso de su vida un contenido de reivindicación colectiva que abarcaba a quienes tenían orígenes comparables o inferiores al suyo. El presidente Suárez, por ejemplo, nació con muchas mayores limitaciones que Gaitán, pero nunca abrazó el partido de los inconformes sino que se incorporó a lo que hoy se llama “el establecimiento”, siempre dispuesto a asimilar sus enseñanzas y sus nuevos valores, hasta perder por completo su autenticidad. Otra prueba al canto. En nuestro tiempo, cuando existen instituciones oficiales para financiar estudios en el extranjero o se puede viajar a crédito, con boletos de viaje pagaderos por cuotas, difícil es imaginar qué tan reducido era hace sesenta años el número de aquellos que podían estudiar en universidades extranjeras o conocer siquiera someramente otras civilizaciones. Contados en los dedos de la mano eran aquellos apellidos de quienes, por desempeñar sus progenitores cargos diplomáticos, como un Arango Vélez, un Rueda Concha, un Lozano y Lozano, o por pertenecer a las familias más acaudaladas de la nación, como las Valenzuelas, Obregones, Vengoecheas o Bordas, tuvieron el privilegio de frecuentar colegios y universidades del Viejo Mundo. Gaitán sin pertenecer a ninguna de estas dos categorías, y gracias a su propio esfuerzo, perfeccionó sus estudios en Roma, como no pudieron hacerlo sus émulos: los Lleras, Echandía, Gabriel Turbay, Antonio Rocha, Alejandro Galvis Galvis, Germán Arciniegas, José Joaquín Caicedo Castilla, Jorge Soto del Corral y tantos otros a quienes la vida aparentemente había dotado de comparables facultades intelectuales y de superiores entronques familiares y económicos, que, sin embargo, no les permitieron una tan precoz familiaridad con medios universitarios distintos de los de Bogotá, Medellín y Popayán.
Lo ostensible y palpable era que todo el mundo tenía que trabajar para sobrevivir, salvo una ínfima minoría, y que la agricultura de sustentación o de exportación, como en el caso del café, se explotaba en minifundios en donde laboraban por igual el padre, la mujer y los hijos menores, sin recurrir a la mano de obra extraña. En el altiplano y en los valles de los ríos estaba presente el peón, pero, por ser espacios unas veces reducidos y otras inhóspitos, la fuerza laboral era mucho menor que en otras latitudes. En un siglo se registró solamente un gran movimiento de masas alrededor de una compañía extranjera, como fue la huelga de la zona bananera de Santa Marta, episodio que sirvió de plataforma de lanzamiento a la carrera política de Gaitán, convirtiéndolo en figura nacional. Era el despertar de la nación a la riqueza, con la indemnización norteamericana por la pérdida del istmo de Panamá y el producido de los empréstitos americanos de los años veinte. También se presentaron por la misma época incidentes aislados alrededor de la tenencia de la tierra, particularmente en Cundinamarca; pero nunca nada semejante al huracán de inconformidad campesina que asoló por tantos años a la nación mexicana, con la presencia de verdaderos caudillos rurales del temple de un Emiliano Zapata o un Pancho Villa. Predicar contra la injusticia social en medio de una pobreza generalizada explica la ausencia de dirigentes de calado social ajenos a todo sectarismo partidista, y justifica, en cierto modo, las salidas y regresos de Gaitán al solar liberal. Era un socialista, como lo demostró con su tesis de grado, que periódicamente llegaba a la conclusión de que era más viable socializar al país al amparo de las lealtades liberales, como ya lo habían hecho los prohombres del siglo anterior, que fundar un partido nuevo que no llegaba al corazón de las multitudes, porque su denuncia tropezaba con una masa inerte aferrada a los prejuicios partidistas. Imperaba la idea decimonónica del progreso, de una humanidad constantemente en ascenso. El socialismo se concebía, como ocurre todavía en los países de Europa occidental, como la culminación de sucesivas conquistas obreras, que, semejantes a las catedrales góticas, resultan de la labor de millares de manos en un dilatado espacio de tiempo.
Es en este punto donde Gaitán comienza a aparecer en el escenario nacional como una figura distinta, como una voz diferente a todo su entorno. Lejos de ser el demagogo barato que la tradición ha recogido, Gaitán era un hombre de disciplinas universitarias, de formación académica, que hubiera podido regentar su cátedra de derecho penal con singular brillo en cualquier universidad. Pocas artes, contrariamente a lo que piensa el vulgo, son tan esquivas como la demagogia. Se piensa generalmente que para ponerla en práctica basta prometer alocadamente ríos de leche y miel. Sucede, por el contrario, que, para conmover las muchedumbres y subyugarlas con la palabra, se requiere muchas veces un don especial, una compenetración con el auditorio, una capacidad de reducir los más intrincados problemas al nivel de la audiencia más modesta, y todos estos atributos los poseía Jorge Eliécer Gaitán en grado eminente. Pero, para entregarle el mensaje a los oyentes, así pareciera fruto de la improvisación cuanto brotaba de sus labios, era necesario tener una familiaridad con las más disímiles disciplinas y una formación académica como evidentemente la tenía el tribuno. El transcurso de los años y su propia leyenda han transmitido de generación en generación la famosa imprecación “mamola”, de uno de sus discursos, para representárnoslo como un perorador desbocado, sin rigor idiomático, cuando, por el contrario, era un recurso oratorio deliberadamente rebuscado para alcanzar un determinado efecto.
Su obra, de adolescente, sobre las ideas socialistas, es un testimonio vivo de su curiosidad intelectual y de su mente disciplinada, que ponía al servicio de sus concepciones una considerable suma de erudición. Pero en donde aparece con mayor claridad y precisión su capacidad de análisis es en los debates sobre la huelga de las bananeras, en 1928. ¡Qué lejos están de cualquier argumentación barata aquellos párrafos destinados a comprobar, con toda la técnica jurídica de la prueba, el servilismo del gobierno frente a la United Fruit Company! El más extraordinario despliegue de técnica forense ocupó, sesión tras sesión, la tribuna de la Cámara de Representantes. Al decantar, con el transcurso de los años, el sangriento episodio, no faltan historiadores que demuestren, con datos sacados de las estadísticas, cuánto se exageró en su tiempo la magnitud de la hecatombe, hasta el punto de que la leyenda, el mito, hace llegar a centenares los muertos en la trágica noche de Ciénaga. Los hilos invisibles, la urdimbre que hace brotar la indignación nacionalista, está contenida en la denuncia de Gaitán, fruto de innúmeras pesquisas, de conversaciones con los directamente afectados, de pruebas irrecusables sobre la alevosía de la ocurrencia.
Vienen, más tarde, los conflictos agrarios en la región de Fusagasugá, en la hacienda “El Chocho”, y Gaitán se perfila como el caudillo de izquierda capaz de sacudir el andamiaje feudal de la república. ¿Por qué no culminó semejante expectativa de la gleba ni siguió inmediatamente a aquellos episodios una carrera pública meteórica? La explicación más generalizada y quizá más aceptable es la de que “la revolución en marcha”, ejecutada desde el gobierno, le arrebató sus banderas. Yo pienso que había algo más profundo y digno de ser estudiado prolijamente por quienes se ocupen de esta etapa de la vida colombiana. Gaitán, a diferencia de la casi totalidad de sus contemporáneos, era un socialista de convicciones y mal podía hacer una carrera a la sombra de López Pumarejo, como la hicieran tantos otros. Ya había recorrido tanto camino y tenía tan arraigada su rebeldía que, frente a los jefes liberales, no se presentaba como un discípulo sino como un émulo.
La tragedia de Gaitán, en la mitad de su carrera pública, fue no ya la incomprensión de aquellos a quienes combatía, sino de sus seguidores, que no querían acompañarlo a la tierra prometida que él tenía imaginada, sino a la que ellos concebían. Fundó el “unirismo” y regresó a las toldas liberales. Intentó con el doctor Arango Vélez la fundación de una corriente semejante al radicalsocialismo francés, que apenas duró unas semanas, y finalmente optó por su posición de disidente liberal, que lo llevó a disputarle la Presidencia de la República a Gabriel Turbay, en histórico duelo, funesto para su partido y para Colombia. La división liberal permitió el ascenso al poder del doctor Mariano Ospina Pérez, quizá el más moderado de los dirigentes conservadores, en cuanto al estilo de lucha política, pero sometido a presiones e influencias que bien pronto lo hicieron derivar hacia un tipo de gobierno autoritario y excluyente. El eclipse de las libertades, después de su muerte, salvo en breves intervalos, se prosigue hasta nuestros días. El “Bogotazo”, que produjo una toma de conciencia en la derecha y en la izquierda colombianas como no se había conocido antes, despertó, con sus excesos, una explicable reacción defensiva en las filas de la burguesía. El ser o no ser parte del “establecimiento”, que, como lo he explicado, permitía en vida de Gaitán el desacuerdo con el sistema y la colaboración ministerial, desapareció, primero, bajo las dictaduras, y luego, bajo el régimen del Frente Nacional. La identificación entre el liberalismo y el comunismo, fabricada por el doctor Laureano Gómez como arma política con la célebre teoría del “basilisco”, legitimó la persecución de los liberales, asimilados a sediciosos, rebeldes y anarquistas, enemigos del orden social. Más sutilmente, el Frente Nacional, a pretexto de no reconocer en el panorama nacional fuerzas distintas del liberalismo y el conservatismo, trató de proscribir disimuladamente de la vida pública a quienes, por lo menos en apariencia, escudándose con los nombres de liberales o conservadores, no estuvieron matriculados en sus filas. La paz se entendió como la tregua entre los dos partidos de la coalición, sin perjuicio de proseguir la pugna con quienes no militaran en los ejércitos tradicionales, cualquiera que fuera su filiación, de derecha o de izquierda. La abolición del cuociente, en aquellos departamentos en donde se elegían sólo dos personas, privó a los partidos minoritarios de representación en los llamados “feudos podridos”, en donde, con un solo voto de mayoría, cualquiera de los partidos de coalición podía adueñarse de la totalidad de las curules. Con el éxito de la revolución cubana y el pánico de la burguesía, la reacción se hizo más y más audaz en el camino de no extender a fuerzas nuevas las libertades ni el disfrute de los empleos públicos, sino conservarlo como monopolio de los dos partidos. Por años se negó el uso de la televisión oficial a quienes representaran puntos de vista distintos de los de la coalición gobernante. Por años, el Ministerio de Trabajo se abstuvo de resolver acerca de la personería de dos centrales obreras que no llevaban el imprimátur del “establecimiento”. Por años, se mantuvo a Colombia aislada del mundo socialista. Se conservó la libertad de prensa formal pero, con la creación de la llamada “mano negra”, se asfixió a la prensa independiente, por el aspecto económico, mientras el propio gobierno fomentaba las contribuciones en dinero de las sociedades anónimas, para campañas políticas a favor de los partidos de coalición… Era la libertad para los que compartían el sistema. La paridad y la alternación para los miembros de la coalición histórica. El abismo había quedado cavado, desde el momento mismo de la muerte de Gaitán, entre quienes querían cambiar el orden y quienes querían preservarlo generándose el fenómeno, no suficientemente analizado, de las guerrillas partidistas convertidas en guerrilla social, que dura hasta nuestros días. Todos hemos tenido distintos ángulos de apreciación, según las posiciones que hemos ocupado, en la oposición y en el gobierno, pero nada tan singular como la actitud de los desplazados del poder bajo el gobierno de Julio César Turbay, reclamando por las libertades, las torturas y los muertos, que nada les significaron, cuando ellos eran ministros, gobernadores o alcaldes, en contra de los militantes del MRL y de la Anapo.
Cuando se habla de desigualdad, se está hablando de propiedad. Cuando se habla de oligarquía se está hablando de quienes controlan el ejercicio del derecho de propiedad. Cuando se habla de democracia, en la acepción occidental, se habla del derecho de propiedad privada, como piedra angular de la organización social. Gaitán lo sabía, como ninguno, y veía, al mismo tiempo, el espectáculo de la inmadurez nacional para oír hablar de un cambio radical en la institución de la propiedad. Había vivido en Roma, frecuentando, como los pocos colombianos que estudiaban entonces, al ex presidente doctor José Vicente Concha, de quien escribió Juan Lozano y Lozano: “No fue Concha de esos espíritus acomodaticios que, por no despertar resquemores ni rencores, parece tener aquiescencia unánime para sus actuaciones desteñidas”. Tampoco era Gaitán hombre de medias tintas, sino afirmativo y polémico; pero prosperó el equívoco entre aquellos que lo consideraban como un liberal respetuoso de la propiedad privada, “un burgués progresista”, con sensibilidad social, y quienes lo creían un líder socialista, cuyo arribo al poder señalaría, como ocurrió después en Cuba, la aparición del primer Estado socialista en América Latina.
Conservo fresca en la memoria la campaña presidencial que, en el curso de pocos meses, adelantó contra Gabriel Turbay y contra el “establecimiento” liberal, cabalgando sobre las dos imágenes, según sus auditorios. Fue una campaña política relámpago. En las elecciones intermedias, que precedieron a la elección presidencial, la votación de Gaitán no tuvo mayor volumen frente a la controversia de Turbay y Echandía, que ganó primero. Fue solamente, al ir esfumándose la resistencia de los amigos de Echandía contra Turbay, al retirar el “maestro” el nombre, cuando comenzó a brillar la estrella de Gaitán, y se aglutinaron a su alrededor figuras tan consagradas de la provincia colombiana como el doctor Vargas Vélez, de Cartagena; el doctor Francisco José Chaux, del Cauca; el doctor Armando Solano, de Boyacá, y otros de igual significación. Ya a nadie le cupo duda de que el candidato oficial, Turbay, a pesar de haber sido proclamado por una convención en regla, no contaba con suficiente respaldo electoral dentro del partido para derrotar al candidato conservador y a Gaitán. Así tuvo el valor de denunciarlo el doctor Jorge Soto del Corral, uno de sus más fervorosos adherentes, en el seno de una convención convocada para analizar las perspectivas de triunfo.
La contienda electoral de 1946 merece un estudio aparte. Turbay, que fue siempre un combatiente aguerrido y tenaz, a medida que avanzaba la campaña parecía amilanado y, a la vez, olímpico. Demostró, fiel a la escuela santandereana, en la que se inició en la política, un gran valor personal y civil frente a una agresividad inaudita, que no pocos de sus malquerientes celebraban. En los dos campos se recurrió a todas las armas, apelando a los más vulgares prejuicios, como era descalificar a Turbay por su origen libanés, en los términos más descomedidos. Cada reunión, a medida que avanzaba la campaña, se convertía en una escaramuza campal entre turbayistas y gaitanistas, más preocupados ambos de su querella intestina que de la suerte del partido. El fenómeno Gaitán, que bien merece tal calificativo, fue adquiriendo proporciones gigantescas. Gentes como los famosos “cafuches”, de Bogotá, contrabandistas de aguardiente que vivían en los cerros aledaños a la capital, descendieron, por primera vez, al campo político, empuñando antorchas y destacando con su presencia el carácter eminentemente popular del candidato. En una de aquellas últimas semanas de la campaña me encontraba yo en la población de Los Venados, en jurisdicción del actual departamento del Cesar, enclavada en las sabanas de Camperucho, a donde yo había ido de cacería, y me sorprendió el fervor con que los campesinos de la aldea, perdidos en aquella inmensidad, escuchaban, agolpados en la única casa en donde había un radio de onda corta, las palabras del caudillo, en una manifestación en Bogotá. El entusiasmo y las exclamaciones de regocijo eran tales que, a la mañana siguiente, le envié un cable a mi padre, transmitiéndole mi convencimiento de que el partido se dividiría por iguales partes entre los dos contendores. Mas no sucedió así, porque Turbay aventajó a Gaitán por un margen considerable, si se tienen en cuenta los guarismos de entonces, cuando no votaba la mujer.
Cuando Gaitán hablaba de la “oligarquía” en la Plaza de Cisneros de Medellín, no se refería con nombre propio a la plutocracia antioqueña, enriquecida al amparo de la protección aduanera y la sustitución de importaciones. Si a alguien mencionaba era a Alberto Jaramillo Sánchez, el jefe turbayista del lugar. Cuando arremetía contra la oligarquía de Cali, en la Plaza de Caicedo, no sindicaba concretamente a los detentadores de la tierra del Valle del Cauca sino a Absalón Fernández de Soto o a Carlos Navia Belalcázar, pilares del oficialismo liberal.
Las consejas prosperan con mucha mayor rapidez en una atmósfera tensa, bajo el signo de la inconformidad con lo existente, que cuando el discurrir de la sociedad se cumple en forma serena, sin enfrentamientos sociales y económicos agudizados por el factor monetario. Gaitán aprovechó una coyuntura semejante para capitalizar el descontento, a nombre de la moral, constituyéndose en vocero del anhelo colectivo de estabilidad económica, que se atribuía confusamente a factores humanos, cuando la cuestión moral surgía de la cuestión social y no inversamente.
Nunca fui amigo personal de Gaitán, dada la diferencia de edades entre los dos, pero nuestras relaciones siempre fueron cordiales y respetuosas. Éramos colegas de la Universidad Nacional, cuando yo ingresé como profesor de derecho constitucional, a los 24 años. Gaitán tenía una gran curiosidad intelectual por nuestra generación y muchas veces pasamos largas veladas en el Palace de la calle 26, que era su cuartel general, conversando horas enteras. Lo había conocido, siendo yo adolescente, por mi tío, Luis Michelsen, un hermano de mi madre que, desde sus años de estudiante en Europa, cuando habían convivido, había llegado a ser uno de sus amigos más íntimos, al punto de que, cuando se casó el doctor Gaitán, la relación se extendió a su hogar, en donde era considerado prácticamente como un miembro de la familia. Fuimos también colegas en el Concejo Municipal de Bogotá, cuando yo me iniciaba en la política, combatiendo juntos un contrato de teléfonos, por medio del cual se adquiría la vieja planta, de propiedad de una compañía norteamericana, The Bogota Telephone Company.
Semanas antes de su muerte, en la ciudad de Barranquilla, puse de presente, en declaraciones para un diario local, la contradicción que existía entre Gaitán, profesor de derecho penal, divulgando las ideas de la escuela positivista, y Gaitán, en la plaza pública, tocando la fibra ético-religiosa del pueblo colombiano, convocando al pueblo para una restauración moral. Era la eterna ambigüedad entre el pensador y el político. El pensador sabía que la descomposición moral era hija del desbarajuste económico, causado por la guerra, pero el político tenía que buscar demonios de carne y hueso a quienes atribuirle la responsabilidad de la situación, y ningún mensaje tan elemental para comunicarle a su auditorio, como que la situación de escasez y de alza de precios era culpa de los malos hijos de Colombia, que no respetaban los Diez Mandamientos.
La verdad es que Gaitán despertó el sentimiento de un partido que parecía aletargado, y súbitamente, como su jefe único, se vio el caudillo elevado a las mayores preeminencias, encargado exclusivamente de la dirección de una colectividad mayoritaria y unificada, para la cual él era un ídolo y un dominador sólo comparable a un Hitler o un Perón democrático, que con el uso de la palabra podía conducir a las muchedumbres arrebatadas a cualquier parte, inclusive a una guerra civil, si así lo hubiera querido. Con justicia puede afirmarse que Gaitán fue el precursor de Fidel Castro, como seductor de multitudes, simplificando los problemas e invocando toda clase de sentimientos latentes, hasta identificarse por completo con su pueblo. A este respecto, nada tan significativo como la célebre manifestación del silencio, pocos días antes de su trágica muerte. Una manifestación pública, como nunca antes había contemplado la ciudad, desfiló silenciosamente, enarbolando pañuelos blancos, y escuchó circunspecta la más bella plegaria por la paz que hasta entonces hubieran oído los colombianos. Pero el mismo silencio, la emoción reprimida, el tono, iba preñado de amenazas y conminaciones recónditas que sirven todavía para darse una idea de la temperatura a que se había llegado en el enfrentamiento entre el gobierno todopoderoso y los liberales inermes que, día a día, eran sacrificados en los cuatro puntos cardinales de la patria.
Murió asesinado en circunstancias misteriosas, en lo que parece ser un magnicidio de larga gestación en el cerebro de un loco, despechado por los desdenes de una amante, a quien le prometió cobrar inolvidable estatura ante la historia. Roa Sierra, tal parece ser su nombre, fue el autor material del delito, al que jamás se le han podido establecer autores intelectuales. Dentro de la gran aldea que era Bogotá, transformada súbitamente en ciudad huésped de una conferencia continental, se cumplió el holocausto, que partió en dos la historia de Colombia. Habíamos sido demasiado pobres, tradicionalmente, para asistir sin traumatismos a un despliegue de obras suntuarias, casi todas ellas útiles por otros aspectos, que se fueron realizando en la ciudad timorata y avara, en un ambiente comparable al que describe García Márquez en sus novelas, cuando va a ocurrir algún gran suceso. Durante cinco días y cinco noches la ciudad fue saqueada y semidestruida en un acto de protesta colectiva comparable, proporciones guardadas, a la Comuna de París, cuando fue necesario recurrir a las tropas de Versalles para reducir a sangre y fuego al proletariado parisiense.
#AmorPorColombia
Jorge Eliécer Gaitán
Un catedrático conductor de multitudes
Texto de: Alfonso López Michelsen.
El propio retardo con que llegó la agudización de la lucha de clases a Colombia, con respecto a otros países hispanoamericanos, se explica, tal vez, por ese común denominador que fuera la pauperización colectiva. Mientras en otras latitudes los grandes conflictos de intereses generaban revoluciones de carácter social o racial, nuestras guerras civiles sólo excepcionalmente revestían carácter distinto al de rivalidades personalistas entre caudillos que fácilmente hacían el tránsito de un campamento a otro. La maledicencia entre las colectividades políticas ocupó el lugar de la crítica programática, y un extraño caudillismo civil, generalmente asentado sobre el prestigio intelectual, ha dominado el escenario de nuestra vida pública.
El cosmopolitanismo de la Argentina, el Uruguay o el Brasil, educaron a las clases dirigentes y al propio pueblo dentro de conceptos distintos al de inquirir por qué se compraba un coche nuevo o un tronco de caballos importados para la Presidencia de la República o qué destino le daba el primer magistrado a sus sueldos. La penuria misma forjó una sociedad en donde cada ciudadano trataba de explicar como resultado de alguna maniobra ilícita el que su vecino ampliara las instalaciones de su casa o casara a su hija “echando la casa por la ventana”, como se decía entonces, o emprendiera un viaje al extranjero. Nos ufanábamos, con justicia, de pertenecer a uno de los conglomerados más patriarcales, austeros y honorables de las dos Américas y, de la misma manera como habíamos preservado la pureza idiomática, encerrados entre nuestras cordilleras, guardábamos intactas las más acendradas virtudes católicas españolas. La venalidad de los funcionarios, la compra del voto, el tráfico de influencias, fueron fenómenos desconocidos hasta época muy reciente.
Éramos violentos, impulsivos, sanguinarios, en algunos casos; pero siempre por pasión, jamás por intereses. Dentro de esta perspectiva tenemos que situar una de las figuras claves de nuestro siglo xx, como fue Jorge Eliécer Gaitán.
Había nacido de una cuna modesta, dentro de la pobreza casi general que he destacado, pero de ningún modo en la miseria ni en un hogar inculto. Su madre, que fue el personaje inolvidable de su vida, era institutora y su padre librero. No eran miembros de la aristocracia santafereña, pero tampoco de la plebe. Se podrían contar por centenares los hombres públicos colombianos que no solamente no nacieron entre olanes sino cuyos padres ignoraban el alfabeto y cuyos hogares fueron mil veces más humildes, en la capital o en la provincia, que el de Gaitán. ¿Por qué llegó entonces el caudillo a convertirse en símbolo de tantos hijos de su propio esfuerzo como ha dado nuestro suelo? Me atrevo a afirmar que ello se debió a que, si bien arrancó de un punto de partida menos distante de la cumbre que muchos otros, supo darle a su misión en el curso de su vida un contenido de reivindicación colectiva que abarcaba a quienes tenían orígenes comparables o inferiores al suyo. El presidente Suárez, por ejemplo, nació con muchas mayores limitaciones que Gaitán, pero nunca abrazó el partido de los inconformes sino que se incorporó a lo que hoy se llama “el establecimiento”, siempre dispuesto a asimilar sus enseñanzas y sus nuevos valores, hasta perder por completo su autenticidad. Otra prueba al canto. En nuestro tiempo, cuando existen instituciones oficiales para financiar estudios en el extranjero o se puede viajar a crédito, con boletos de viaje pagaderos por cuotas, difícil es imaginar qué tan reducido era hace sesenta años el número de aquellos que podían estudiar en universidades extranjeras o conocer siquiera someramente otras civilizaciones. Contados en los dedos de la mano eran aquellos apellidos de quienes, por desempeñar sus progenitores cargos diplomáticos, como un Arango Vélez, un Rueda Concha, un Lozano y Lozano, o por pertenecer a las familias más acaudaladas de la nación, como las Valenzuelas, Obregones, Vengoecheas o Bordas, tuvieron el privilegio de frecuentar colegios y universidades del Viejo Mundo. Gaitán sin pertenecer a ninguna de estas dos categorías, y gracias a su propio esfuerzo, perfeccionó sus estudios en Roma, como no pudieron hacerlo sus émulos: los Lleras, Echandía, Gabriel Turbay, Antonio Rocha, Alejandro Galvis Galvis, Germán Arciniegas, José Joaquín Caicedo Castilla, Jorge Soto del Corral y tantos otros a quienes la vida aparentemente había dotado de comparables facultades intelectuales y de superiores entronques familiares y económicos, que, sin embargo, no les permitieron una tan precoz familiaridad con medios universitarios distintos de los de Bogotá, Medellín y Popayán.
Lo ostensible y palpable era que todo el mundo tenía que trabajar para sobrevivir, salvo una ínfima minoría, y que la agricultura de sustentación o de exportación, como en el caso del café, se explotaba en minifundios en donde laboraban por igual el padre, la mujer y los hijos menores, sin recurrir a la mano de obra extraña. En el altiplano y en los valles de los ríos estaba presente el peón, pero, por ser espacios unas veces reducidos y otras inhóspitos, la fuerza laboral era mucho menor que en otras latitudes. En un siglo se registró solamente un gran movimiento de masas alrededor de una compañía extranjera, como fue la huelga de la zona bananera de Santa Marta, episodio que sirvió de plataforma de lanzamiento a la carrera política de Gaitán, convirtiéndolo en figura nacional. Era el despertar de la nación a la riqueza, con la indemnización norteamericana por la pérdida del istmo de Panamá y el producido de los empréstitos americanos de los años veinte. También se presentaron por la misma época incidentes aislados alrededor de la tenencia de la tierra, particularmente en Cundinamarca; pero nunca nada semejante al huracán de inconformidad campesina que asoló por tantos años a la nación mexicana, con la presencia de verdaderos caudillos rurales del temple de un Emiliano Zapata o un Pancho Villa. Predicar contra la injusticia social en medio de una pobreza generalizada explica la ausencia de dirigentes de calado social ajenos a todo sectarismo partidista, y justifica, en cierto modo, las salidas y regresos de Gaitán al solar liberal. Era un socialista, como lo demostró con su tesis de grado, que periódicamente llegaba a la conclusión de que era más viable socializar al país al amparo de las lealtades liberales, como ya lo habían hecho los prohombres del siglo anterior, que fundar un partido nuevo que no llegaba al corazón de las multitudes, porque su denuncia tropezaba con una masa inerte aferrada a los prejuicios partidistas. Imperaba la idea decimonónica del progreso, de una humanidad constantemente en ascenso. El socialismo se concebía, como ocurre todavía en los países de Europa occidental, como la culminación de sucesivas conquistas obreras, que, semejantes a las catedrales góticas, resultan de la labor de millares de manos en un dilatado espacio de tiempo.
Es en este punto donde Gaitán comienza a aparecer en el escenario nacional como una figura distinta, como una voz diferente a todo su entorno. Lejos de ser el demagogo barato que la tradición ha recogido, Gaitán era un hombre de disciplinas universitarias, de formación académica, que hubiera podido regentar su cátedra de derecho penal con singular brillo en cualquier universidad. Pocas artes, contrariamente a lo que piensa el vulgo, son tan esquivas como la demagogia. Se piensa generalmente que para ponerla en práctica basta prometer alocadamente ríos de leche y miel. Sucede, por el contrario, que, para conmover las muchedumbres y subyugarlas con la palabra, se requiere muchas veces un don especial, una compenetración con el auditorio, una capacidad de reducir los más intrincados problemas al nivel de la audiencia más modesta, y todos estos atributos los poseía Jorge Eliécer Gaitán en grado eminente. Pero, para entregarle el mensaje a los oyentes, así pareciera fruto de la improvisación cuanto brotaba de sus labios, era necesario tener una familiaridad con las más disímiles disciplinas y una formación académica como evidentemente la tenía el tribuno. El transcurso de los años y su propia leyenda han transmitido de generación en generación la famosa imprecación “mamola”, de uno de sus discursos, para representárnoslo como un perorador desbocado, sin rigor idiomático, cuando, por el contrario, era un recurso oratorio deliberadamente rebuscado para alcanzar un determinado efecto.
Su obra, de adolescente, sobre las ideas socialistas, es un testimonio vivo de su curiosidad intelectual y de su mente disciplinada, que ponía al servicio de sus concepciones una considerable suma de erudición. Pero en donde aparece con mayor claridad y precisión su capacidad de análisis es en los debates sobre la huelga de las bananeras, en 1928. ¡Qué lejos están de cualquier argumentación barata aquellos párrafos destinados a comprobar, con toda la técnica jurídica de la prueba, el servilismo del gobierno frente a la United Fruit Company! El más extraordinario despliegue de técnica forense ocupó, sesión tras sesión, la tribuna de la Cámara de Representantes. Al decantar, con el transcurso de los años, el sangriento episodio, no faltan historiadores que demuestren, con datos sacados de las estadísticas, cuánto se exageró en su tiempo la magnitud de la hecatombe, hasta el punto de que la leyenda, el mito, hace llegar a centenares los muertos en la trágica noche de Ciénaga. Los hilos invisibles, la urdimbre que hace brotar la indignación nacionalista, está contenida en la denuncia de Gaitán, fruto de innúmeras pesquisas, de conversaciones con los directamente afectados, de pruebas irrecusables sobre la alevosía de la ocurrencia.
Vienen, más tarde, los conflictos agrarios en la región de Fusagasugá, en la hacienda “El Chocho”, y Gaitán se perfila como el caudillo de izquierda capaz de sacudir el andamiaje feudal de la república. ¿Por qué no culminó semejante expectativa de la gleba ni siguió inmediatamente a aquellos episodios una carrera pública meteórica? La explicación más generalizada y quizá más aceptable es la de que “la revolución en marcha”, ejecutada desde el gobierno, le arrebató sus banderas. Yo pienso que había algo más profundo y digno de ser estudiado prolijamente por quienes se ocupen de esta etapa de la vida colombiana. Gaitán, a diferencia de la casi totalidad de sus contemporáneos, era un socialista de convicciones y mal podía hacer una carrera a la sombra de López Pumarejo, como la hicieran tantos otros. Ya había recorrido tanto camino y tenía tan arraigada su rebeldía que, frente a los jefes liberales, no se presentaba como un discípulo sino como un émulo.
La tragedia de Gaitán, en la mitad de su carrera pública, fue no ya la incomprensión de aquellos a quienes combatía, sino de sus seguidores, que no querían acompañarlo a la tierra prometida que él tenía imaginada, sino a la que ellos concebían. Fundó el “unirismo” y regresó a las toldas liberales. Intentó con el doctor Arango Vélez la fundación de una corriente semejante al radicalsocialismo francés, que apenas duró unas semanas, y finalmente optó por su posición de disidente liberal, que lo llevó a disputarle la Presidencia de la República a Gabriel Turbay, en histórico duelo, funesto para su partido y para Colombia. La división liberal permitió el ascenso al poder del doctor Mariano Ospina Pérez, quizá el más moderado de los dirigentes conservadores, en cuanto al estilo de lucha política, pero sometido a presiones e influencias que bien pronto lo hicieron derivar hacia un tipo de gobierno autoritario y excluyente. El eclipse de las libertades, después de su muerte, salvo en breves intervalos, se prosigue hasta nuestros días. El “Bogotazo”, que produjo una toma de conciencia en la derecha y en la izquierda colombianas como no se había conocido antes, despertó, con sus excesos, una explicable reacción defensiva en las filas de la burguesía. El ser o no ser parte del “establecimiento”, que, como lo he explicado, permitía en vida de Gaitán el desacuerdo con el sistema y la colaboración ministerial, desapareció, primero, bajo las dictaduras, y luego, bajo el régimen del Frente Nacional. La identificación entre el liberalismo y el comunismo, fabricada por el doctor Laureano Gómez como arma política con la célebre teoría del “basilisco”, legitimó la persecución de los liberales, asimilados a sediciosos, rebeldes y anarquistas, enemigos del orden social. Más sutilmente, el Frente Nacional, a pretexto de no reconocer en el panorama nacional fuerzas distintas del liberalismo y el conservatismo, trató de proscribir disimuladamente de la vida pública a quienes, por lo menos en apariencia, escudándose con los nombres de liberales o conservadores, no estuvieron matriculados en sus filas. La paz se entendió como la tregua entre los dos partidos de la coalición, sin perjuicio de proseguir la pugna con quienes no militaran en los ejércitos tradicionales, cualquiera que fuera su filiación, de derecha o de izquierda. La abolición del cuociente, en aquellos departamentos en donde se elegían sólo dos personas, privó a los partidos minoritarios de representación en los llamados “feudos podridos”, en donde, con un solo voto de mayoría, cualquiera de los partidos de coalición podía adueñarse de la totalidad de las curules. Con el éxito de la revolución cubana y el pánico de la burguesía, la reacción se hizo más y más audaz en el camino de no extender a fuerzas nuevas las libertades ni el disfrute de los empleos públicos, sino conservarlo como monopolio de los dos partidos. Por años se negó el uso de la televisión oficial a quienes representaran puntos de vista distintos de los de la coalición gobernante. Por años, el Ministerio de Trabajo se abstuvo de resolver acerca de la personería de dos centrales obreras que no llevaban el imprimátur del “establecimiento”. Por años, se mantuvo a Colombia aislada del mundo socialista. Se conservó la libertad de prensa formal pero, con la creación de la llamada “mano negra”, se asfixió a la prensa independiente, por el aspecto económico, mientras el propio gobierno fomentaba las contribuciones en dinero de las sociedades anónimas, para campañas políticas a favor de los partidos de coalición… Era la libertad para los que compartían el sistema. La paridad y la alternación para los miembros de la coalición histórica. El abismo había quedado cavado, desde el momento mismo de la muerte de Gaitán, entre quienes querían cambiar el orden y quienes querían preservarlo generándose el fenómeno, no suficientemente analizado, de las guerrillas partidistas convertidas en guerrilla social, que dura hasta nuestros días. Todos hemos tenido distintos ángulos de apreciación, según las posiciones que hemos ocupado, en la oposición y en el gobierno, pero nada tan singular como la actitud de los desplazados del poder bajo el gobierno de Julio César Turbay, reclamando por las libertades, las torturas y los muertos, que nada les significaron, cuando ellos eran ministros, gobernadores o alcaldes, en contra de los militantes del MRL y de la Anapo.
Cuando se habla de desigualdad, se está hablando de propiedad. Cuando se habla de oligarquía se está hablando de quienes controlan el ejercicio del derecho de propiedad. Cuando se habla de democracia, en la acepción occidental, se habla del derecho de propiedad privada, como piedra angular de la organización social. Gaitán lo sabía, como ninguno, y veía, al mismo tiempo, el espectáculo de la inmadurez nacional para oír hablar de un cambio radical en la institución de la propiedad. Había vivido en Roma, frecuentando, como los pocos colombianos que estudiaban entonces, al ex presidente doctor José Vicente Concha, de quien escribió Juan Lozano y Lozano: “No fue Concha de esos espíritus acomodaticios que, por no despertar resquemores ni rencores, parece tener aquiescencia unánime para sus actuaciones desteñidas”. Tampoco era Gaitán hombre de medias tintas, sino afirmativo y polémico; pero prosperó el equívoco entre aquellos que lo consideraban como un liberal respetuoso de la propiedad privada, “un burgués progresista”, con sensibilidad social, y quienes lo creían un líder socialista, cuyo arribo al poder señalaría, como ocurrió después en Cuba, la aparición del primer Estado socialista en América Latina.
Conservo fresca en la memoria la campaña presidencial que, en el curso de pocos meses, adelantó contra Gabriel Turbay y contra el “establecimiento” liberal, cabalgando sobre las dos imágenes, según sus auditorios. Fue una campaña política relámpago. En las elecciones intermedias, que precedieron a la elección presidencial, la votación de Gaitán no tuvo mayor volumen frente a la controversia de Turbay y Echandía, que ganó primero. Fue solamente, al ir esfumándose la resistencia de los amigos de Echandía contra Turbay, al retirar el “maestro” el nombre, cuando comenzó a brillar la estrella de Gaitán, y se aglutinaron a su alrededor figuras tan consagradas de la provincia colombiana como el doctor Vargas Vélez, de Cartagena; el doctor Francisco José Chaux, del Cauca; el doctor Armando Solano, de Boyacá, y otros de igual significación. Ya a nadie le cupo duda de que el candidato oficial, Turbay, a pesar de haber sido proclamado por una convención en regla, no contaba con suficiente respaldo electoral dentro del partido para derrotar al candidato conservador y a Gaitán. Así tuvo el valor de denunciarlo el doctor Jorge Soto del Corral, uno de sus más fervorosos adherentes, en el seno de una convención convocada para analizar las perspectivas de triunfo.
La contienda electoral de 1946 merece un estudio aparte. Turbay, que fue siempre un combatiente aguerrido y tenaz, a medida que avanzaba la campaña parecía amilanado y, a la vez, olímpico. Demostró, fiel a la escuela santandereana, en la que se inició en la política, un gran valor personal y civil frente a una agresividad inaudita, que no pocos de sus malquerientes celebraban. En los dos campos se recurrió a todas las armas, apelando a los más vulgares prejuicios, como era descalificar a Turbay por su origen libanés, en los términos más descomedidos. Cada reunión, a medida que avanzaba la campaña, se convertía en una escaramuza campal entre turbayistas y gaitanistas, más preocupados ambos de su querella intestina que de la suerte del partido. El fenómeno Gaitán, que bien merece tal calificativo, fue adquiriendo proporciones gigantescas. Gentes como los famosos “cafuches”, de Bogotá, contrabandistas de aguardiente que vivían en los cerros aledaños a la capital, descendieron, por primera vez, al campo político, empuñando antorchas y destacando con su presencia el carácter eminentemente popular del candidato. En una de aquellas últimas semanas de la campaña me encontraba yo en la población de Los Venados, en jurisdicción del actual departamento del Cesar, enclavada en las sabanas de Camperucho, a donde yo había ido de cacería, y me sorprendió el fervor con que los campesinos de la aldea, perdidos en aquella inmensidad, escuchaban, agolpados en la única casa en donde había un radio de onda corta, las palabras del caudillo, en una manifestación en Bogotá. El entusiasmo y las exclamaciones de regocijo eran tales que, a la mañana siguiente, le envié un cable a mi padre, transmitiéndole mi convencimiento de que el partido se dividiría por iguales partes entre los dos contendores. Mas no sucedió así, porque Turbay aventajó a Gaitán por un margen considerable, si se tienen en cuenta los guarismos de entonces, cuando no votaba la mujer.
Cuando Gaitán hablaba de la “oligarquía” en la Plaza de Cisneros de Medellín, no se refería con nombre propio a la plutocracia antioqueña, enriquecida al amparo de la protección aduanera y la sustitución de importaciones. Si a alguien mencionaba era a Alberto Jaramillo Sánchez, el jefe turbayista del lugar. Cuando arremetía contra la oligarquía de Cali, en la Plaza de Caicedo, no sindicaba concretamente a los detentadores de la tierra del Valle del Cauca sino a Absalón Fernández de Soto o a Carlos Navia Belalcázar, pilares del oficialismo liberal.
Las consejas prosperan con mucha mayor rapidez en una atmósfera tensa, bajo el signo de la inconformidad con lo existente, que cuando el discurrir de la sociedad se cumple en forma serena, sin enfrentamientos sociales y económicos agudizados por el factor monetario. Gaitán aprovechó una coyuntura semejante para capitalizar el descontento, a nombre de la moral, constituyéndose en vocero del anhelo colectivo de estabilidad económica, que se atribuía confusamente a factores humanos, cuando la cuestión moral surgía de la cuestión social y no inversamente.
Nunca fui amigo personal de Gaitán, dada la diferencia de edades entre los dos, pero nuestras relaciones siempre fueron cordiales y respetuosas. Éramos colegas de la Universidad Nacional, cuando yo ingresé como profesor de derecho constitucional, a los 24 años. Gaitán tenía una gran curiosidad intelectual por nuestra generación y muchas veces pasamos largas veladas en el Palace de la calle 26, que era su cuartel general, conversando horas enteras. Lo había conocido, siendo yo adolescente, por mi tío, Luis Michelsen, un hermano de mi madre que, desde sus años de estudiante en Europa, cuando habían convivido, había llegado a ser uno de sus amigos más íntimos, al punto de que, cuando se casó el doctor Gaitán, la relación se extendió a su hogar, en donde era considerado prácticamente como un miembro de la familia. Fuimos también colegas en el Concejo Municipal de Bogotá, cuando yo me iniciaba en la política, combatiendo juntos un contrato de teléfonos, por medio del cual se adquiría la vieja planta, de propiedad de una compañía norteamericana, The Bogota Telephone Company.
Semanas antes de su muerte, en la ciudad de Barranquilla, puse de presente, en declaraciones para un diario local, la contradicción que existía entre Gaitán, profesor de derecho penal, divulgando las ideas de la escuela positivista, y Gaitán, en la plaza pública, tocando la fibra ético-religiosa del pueblo colombiano, convocando al pueblo para una restauración moral. Era la eterna ambigüedad entre el pensador y el político. El pensador sabía que la descomposición moral era hija del desbarajuste económico, causado por la guerra, pero el político tenía que buscar demonios de carne y hueso a quienes atribuirle la responsabilidad de la situación, y ningún mensaje tan elemental para comunicarle a su auditorio, como que la situación de escasez y de alza de precios era culpa de los malos hijos de Colombia, que no respetaban los Diez Mandamientos.
La verdad es que Gaitán despertó el sentimiento de un partido que parecía aletargado, y súbitamente, como su jefe único, se vio el caudillo elevado a las mayores preeminencias, encargado exclusivamente de la dirección de una colectividad mayoritaria y unificada, para la cual él era un ídolo y un dominador sólo comparable a un Hitler o un Perón democrático, que con el uso de la palabra podía conducir a las muchedumbres arrebatadas a cualquier parte, inclusive a una guerra civil, si así lo hubiera querido. Con justicia puede afirmarse que Gaitán fue el precursor de Fidel Castro, como seductor de multitudes, simplificando los problemas e invocando toda clase de sentimientos latentes, hasta identificarse por completo con su pueblo. A este respecto, nada tan significativo como la célebre manifestación del silencio, pocos días antes de su trágica muerte. Una manifestación pública, como nunca antes había contemplado la ciudad, desfiló silenciosamente, enarbolando pañuelos blancos, y escuchó circunspecta la más bella plegaria por la paz que hasta entonces hubieran oído los colombianos. Pero el mismo silencio, la emoción reprimida, el tono, iba preñado de amenazas y conminaciones recónditas que sirven todavía para darse una idea de la temperatura a que se había llegado en el enfrentamiento entre el gobierno todopoderoso y los liberales inermes que, día a día, eran sacrificados en los cuatro puntos cardinales de la patria.
Murió asesinado en circunstancias misteriosas, en lo que parece ser un magnicidio de larga gestación en el cerebro de un loco, despechado por los desdenes de una amante, a quien le prometió cobrar inolvidable estatura ante la historia. Roa Sierra, tal parece ser su nombre, fue el autor material del delito, al que jamás se le han podido establecer autores intelectuales. Dentro de la gran aldea que era Bogotá, transformada súbitamente en ciudad huésped de una conferencia continental, se cumplió el holocausto, que partió en dos la historia de Colombia. Habíamos sido demasiado pobres, tradicionalmente, para asistir sin traumatismos a un despliegue de obras suntuarias, casi todas ellas útiles por otros aspectos, que se fueron realizando en la ciudad timorata y avara, en un ambiente comparable al que describe García Márquez en sus novelas, cuando va a ocurrir algún gran suceso. Durante cinco días y cinco noches la ciudad fue saqueada y semidestruida en un acto de protesta colectiva comparable, proporciones guardadas, a la Comuna de París, cuando fue necesario recurrir a las tropas de Versalles para reducir a sangre y fuego al proletariado parisiense.