- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
El mundo de García Márquez
El río. / En enero de 1824, el comodoro Juan Bernardo Elbers, fundador de la navegación fluvial, había abanderado el primer buque de vapor que surcó el río de La Magdalena, un trasto primitivo de cuarenta caballos de fuerza que se llamaba Fidelidad. Más de un siglo después, un 7 de julio a las seis de la tarde, el doctor Urbino Daza y su esposa acompañaron a Fermina Daza a tomar el buque que había de llevarla en su primer viaje por el río. Era el primero construido en los astilleros locales, que Florentino Ariza había bautizado en memoria de su antecesor glorioso Nueva Fidelidad. Fermina Daza no pudo creer nunca que aquel nombre tan significativo para ellos fuera de veras una casualidad histórica, y no una gracia más del romanticismo crónico de Florentino Ariza. / El amor en los tiempos del Cólera Hannes Wallrafen.
La reunión. / Nunca volvimos a oírle aquella frase hasta después del ciclón cuando proclamó una nueva amnistía para los presos políticos y autorizó el regreso de todos los desterrados salvo los hombres de letras, por supuesto, ésos nunca, dijo, tienen fiebre en los cañones como los gallos finos cuando están emplumando de modo que no sirven para nada sino cuando sirven para algo, dijo, son peores que los políticos, peores que los curas, imagínense, pero que vengan los demás sin distinción de color para que la reconstrucción de la patria sea una empresa de todos. / El otoño del patriarca Hannes Wallrafen.
Los vaqueros. / La muerte de su esposa se había impuesto el propósito único de hacer de la hija una gran dama. El camino era largo e incierto para un traficante de mulas que no sabía leer ni escribir, y cuya reputación de cuatrero no estaba tan probada como bien difundida en la provincia de San Juan de la Ciénaga. Encendió un tabaco de arriero, y se lamentó Lo único peor que la mala salud es la mala fama. / El amor en los tiempos del Cólera Hannes Wallrafen.
Bar El Paraíso. / Muchas exhibían en sus desnudeces las huellas del pasado cicatrices de puñaladas en el vientre, estrellas de balazos, surcos de cuchilladas de amor, costuras de cesáreas de carniceros. Algunas se hacían llevar durante el día a sus hijos menores, frutos infortunados de despechos o descuidos juveniles, y les quitaban las ropas tan pronto como entraban para que no se sintieran distintos en el paraíso de la desnudez. / El amor en los tiempos del Cólera Hannes Wallrafen.
La primera comunión. / ... y tú, Juan Prieto, me dijo, cómo está tu toro de siembra que él mismo había tratado con oraciones de peste para que se le cayeran los gusanos de las orejas, y tú Matilde Peralta, a ver qué me das por devolverte entero al prFugo de tu marido, ahí lo tienes, arrastrado por el pescuezo con una cabuya y advertido por él en persona de que se iba a pudrir en el cepo chino la próxima vez que tratara de abandonar a la esposa legítima, y con el mismo sentido del gobierno inmediato había ordenado a un matarife que le cortara las manos en espectáculo público a un tesorero pródigo, y arrancaba los tomates de un huerto privado y se los comía con ínfulas de buen conocedor en presencia de sus agrNomos diciendo que a esta tierra le falta mucho cagajón de burro macho. / El otoño del patriarca Hannes Wallrafen.
El dormitorio. / No volvió a recobrar la razN. Cuando entraba al dormitorio, encontraba allí a Petronila Iguarán, con el estorboso miriñaque y el saquito de mostacilla que se ponía para las visitas de compromiso, y encontraba a Tranquilina María Miniata Alacoque Buendía, su abuela, abanicándose con una pluma de pavorreal en su mecedor de tullida, y a su bisabuelo Aureliano Arcadio Buendía con su falso dormán de las guardias virreinales, y a Aureliano Iguarán, su padre, que había inventado una oración para que se achicharraran y se cayeran los gusanos de las vacas, y a la timorata de su madre, y al primo con la cola de cerdo, y a José Arcadio Buendía y a sus hijos muertos, todos sentados en sillas que habían sido recostadas contra la pared como si no estuvieran en una visita, sino en un velorio. / Cien años de soledad Hannes Wallrafen.
Villa Román de Zurec. / ... y se refería a nadie menos que a ella, la ahijada del Duque de Alba, una dama con tanta alcurnia que le revolvía el hígado a las esposas de los presidentes, una fijodalga de sangre como ella que tenía derecho a firmar con once apellidos peninsulares, y que era el único mortal en ese pueblo de bastardos que no se sentía emberenjenado frente a dieciséis cubiertos para que luego el adúltero de su marido dijera muerto de risa que tantas cucharas y tenedores, y tantos cuchillos y cucharitas no era cosa de cristianos, sino de ciempiés, y la única que podía determinar a ojos cerrados cuándo se servía el vino blanco, y de qué lado y en qué copa, y cuándo se servía el vino rojo, y de qué lado y en qué copa. / Cien años de soledad. Hannes Wallrafen.
La boda. / El fue el primer hombre al que Fermina Daza oyó orinar. Lo oyó la noche de bodas en el camarote del barco que los llevaba a Francia, mientras estaba postrada por el mareo, y el ruido de su manantial de caballo le pareció tan potente e investido de tanta autoridad, que aumentó su terror por los estragos que temía. Aquel recuerdo volvía con frecuencia a su memoria, a medida que los años iban debilitando el manantial, porque nunca pudo resignarse a que él dejara mojado el borde de la taza cada vez que la usaba. / El amor en los tiempos del cólera Hannes Wallrafen.
El candidato a presidente. / ...no había otra patria que la hecha por él a su imagen y semejanza con el espacio cambiado y el tiempo corregido por los designios de su voluntad absoluta. / El otoño del patriarca Hannes Wallrafen.
El gallo de pelea. / Ellos dicen que es el mejor del Departamento, replicó el coronel. Vale como cincuenta pesos. Tuvo la certeza de que ese argumento justificaba su determinación de conservar el gallo, herencia del hijo acribillado nueve meses antes en la gallera, por distribuir información clandestina. Es una ilusión que cuesta caro, dijo la mujer. Cuando se acabe el maíz tendremos que alimentarlo con nuestros hígados. / El coronel no tiene quien le escriba Hannes Wallrafen.
El enmarcador. / Viéndolo montar picaportes y desconectar relojes, Fernanda se preguntó si no estaría incurriendo también en el vicio de hacer para deshacer, como el coronel Aureliano Buendía con los pescaditos de oro, Amaranta con los botones y la mortaja, José Arcadio Segundo con los pergaminos y úrsula con los recuerdos. / Cien años de soledad. Hannes Wallrafen.
La ciencia. / Era Pilar Ternera. Desde que ésta la vio entrar, conoció los recNditos motivos de Meme. Siéntate, le dijo. No necesito de barajas para averiguar el porvenir de un Buendía. Meme ignoraba, y lo ignoró siempre, que aquella pitonisa centenaria era su bisabuela. Tampoco lo hubiera creído después del agresivo realismo con que ella le reveló que la ansiedad del enamoramiento no encontraba reposo sino en la cama. / Cien años de soledad Hannes Wallrafen.
El tiempo. / Si el tiempo de adentro tuviera el mismo ritmo del de afuera, ahora estaríamos a pleno sol, con el ataúd en la mitad de la calle. Afuera sería más tarde sería de noche. Sería una pesada noche de septiembre con luna y mujeres sentadas en los patios, conversando bajo la claridad verde; y en la calle, nosotros, los tres renegados, a pleno sol de este septiembre sediento. / La hojarasca Hannes Wallrafen.
El general en su laberinto. / Era el fin. El general Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios se iba para siempre. Había arrebatado al dominio español un imperio cinco veces más vasto que las Europas, había dirigido veinte años de guerras para mantenerlo libre y unido, y lo había gobernado con pulso firme hasta la semana anterior, pero a la hora de irse no se llevaba ni siquiera el consuelo de que se lo creyeran. / El general en su laberinto Hannes Wallrafen.
El dentista. / Desde entonces tuvo copias de dientes en todas partes, en distintos lugares de la casa, en la gaveta del escritorio, y una en cada uno de los tres buques de la empresa. Además, cuando comía fuera de casa solía llevar otra de repuesto en el bolsillo dentro de una cajita de pastillas para la tos, porque una se le había quebrado tratando de comerse un chicharrón en un almuerzo campestre. Temiendo que el sobrino fuera víctima de sobresaltos similares, el tío León XII le ordenó al doctor Adonay que le hiciera de una vez dos dentaduras una de materiales baratos, para uso diario en la oficina, y otra para los domingos y días feriados, con una chispa de oro en la muela de la sonrisa, que le imprimiera un toque adicional de verdad. / El amor en los tiempos del cólera Hannes Wallrafen.
El jugador de billar. / Se me ha ocurrido el mejor negocio del mundo dijo. Ana comprendió que él había molido un mismo pensamiento desde el atardecer.
Me voy de pueblo en pueblo continuó Dámaso.
Me robo las bolas de billar en uno y las vendo en el otro. En todos los pueblos hay un salón de billar. Hasta que te peguen un tiro.
Qué tiro ni qué tiro dijo él. Eso no se ve sino en las películas. / En este pueblo no hay ladrones Hannes Wallrafen.
El carnaval. /... pues aquello no parecía entonces una casa presidencial sino un mercado donde había que abrirse paso por entre ordenanzas descalzos que descargaban burros de hortalizas y huacales de gallinas en los corredores, saltando por encima de comadres con ahijados famélicos que dormían apelotonadas en las escaleras para esperar el milagro de la caridad oficial, había que eludir las corrientes de agua sucia de las concubinas deslenguadas que cambiaban por flores nuevas las flores nocturnas de los floreros y trapeaban los pisos y cantaban canciones de amores ilusorios al compás de las ramas secas con que venteaban las alfombras en los balcones, y todo aquello entre el escándalo de los funcionarios vitalicios que encontraban gallinas poniendo en las gavetas de los escritorios, y tráficos de putas y soldados en los retretes, y alborotos de pájaros, y peleas de perros callejeros en medio de las audiencias, porque nadie sabía quién era quién ni de parte de quién en aquel palacio de puertas abiertas dentro de cuyo desorden descomunal era imposible establecer dónde estaba el gobierno. / El otoño del patriarca Hannes Wallrafen.
Los indios Wayuú. / Por la mañana habían llegado los furgones de la farándula. Después llegaron los camiones con los indios de alquiler que llevaban por los pueblos para completar las multitudes de los actos públicos. Poco antes de las once, con la música y los cohetes y los camperos de la comitiva, llegó el automóvil ministerial del color del refresco de fresa. / Muerte constante mas allá del amor Hannes Wallrafen.
La sopa de tortuga. / Desde su fresco ámbito personal la mujer le preguntó si quería almorzar. él destapó la olla. Una tortuga entera flotaba patas arriba en el agua hirviendo. Por primera vez no se estremeció con la idea de que el animal había sido echado vivo en la olla, y de que su corazón seguiría latiendo cuando lo llevaran descuartizado a la mesa. / La mala hora Hannes Wallrafen.
El hielo. / Al ser destapado por el gigante, el cofre dejó escapar un aliento glacial. Dentro sólo había un enorme bloque transparente, con infinitas agujas internas en las cuales se despedazaba en estrellas de colores la claridad del crepúsculo. Desconcertado, sabiendo que los niños esperaban una explicación inmediata, José Arcadio Buendía se atrevió a murmurar
Es el diamante más grande del mundo.
No corrigió el gitano. Es hielo. / Cien años de soledad. Hannes Wallrafen.
El desayuno. / El coronel no leyó los titulares. Hizo un esfuerzo para reaccionar contra su estómago. Desde que hay censura los periódicos no hablan sino de Europa, dijo. Lo mejor será que los europeos se vengan para acá y que nosotros nos vayamos para Europa. Así sabrá todo el mundo lo que pasa en su respectivo país.
Para los europeos América del Sur es un hombre de bigotes, con una guitarra y un revólver, dijo el médico, riendo sobre el periódico. No entienden el problema. / El coronel no tiene quien le escriba Hannes Wallrafen.
El portal. / En la fachada conservó la puerta principal y le hizo dos ventanas de cuerpo entero con bolillos torneados. Conservó también la puerta posterior, sólo que un poco más alzada para pasar a caballo, y mantuvo en servicio una parte del antiguo muelle. Esa fue siempre la puerta de más uso, no sólo porque fuera el acceso natural a las pesebreras y la cocina, sino porque daba a la calle del puerto nuevo sin pasar por la plaza. / Crónica de una muerte anunciada. Hannes Wallrafen.
La asamblea electoral. / Resuelto a disipar hasta el rescoldo de las inquietudes que Patricio Aragonés había sembrado en su corazón, decidió que aquellas torturas fueran las últimas de su régimen, mataron a los caimanes, desmantelaron las cámaras de suplicio donde era posible triturar hueso por hueso hasta todos los huesos sin matar, proclamó la amnistía general, se anticipó al futuro con la ocurrencia mágica de que la vaina de este país es que a la gente le sobra demasiado tiempo para pensar, y buscando la manera de mantenerla ocupada restauró los juegos florales de marzo y los concursos anuales de reinas de la belleza, construyó el estadio de pelota más grande del Caribe e impartió a nuestro equipo la consigna de victoria o muerte. / El otoño del patriarca. Hannes Wallrafen.
La plantación de banano. / Debían de haber pasado varias horas después de la masacre, porque los cadáveres tenían la misma temperatura del yeso en otoño, y su misma consistencia de espuma petrificada, y quienes los habían puesto en el vagón tuvieron tiempo de arrumarlos en el orden y el sentido en que se transportaban los racimos de banano. Tratando de fugarse de la pesadilla, José Arcadio Segundo se arrastró de un vagón a otro, en la dirección en que avanzaba el tren, y en los relámpagos que estallaban por entre los listones de madera al pasar por los pueblos dormidos veía los muertos hombres, los muertos mujeres, los muertos niños, que iban a ser arrojados al mar como el banano de rechazo. / Cien años de soledad Hannes Wallrafen.
El manglar. / A todas partes llevaron su extravagante y engorroso cargamento; los baúles llenos con la ropa de los muertos anteriores al nacimiento de ellos mismos, de los antepasados que no podrían encontrarse a veinte brazas bajo la tierra; cajas llenas con los útiles de cocina que se dejaron de usar desde mucho tiempo atrás y que habían pertenecido a los más remotos parientes de mis padres (eran primos hermanos entre sí) y hasta un baúl lleno de santos con los que reconstruían el altar doméstico en cada lugar que visitaban. / La hojarasca. Hannes Wallrafen.
La playa. / ... y entonces se hizo la luz, y ya no fue más la madrugada de marzo sino el mediodía de un miércoles radiante, y él pudo darse el gusto de ver a los incrédulos contemplando con la boca abierta el trasatlántico más grande de este mundo y del otro encallado frente a la iglesia, más blanco que todo, veinte veces más alto que la torre, como noventa y siete veces más largo que el pueblo, con el nombre grabado en letras de hierro, halalcsillag, y todavía chorreando por sus flancos las aguas antiguas y lánguidas de los mares de la muerte. / El último viaje del buque fantasma. Hannes Wallrafen.
Los pescadores de Ciénaga. / Todas las aves del cielo se habían alborotado con la matanza, y los pescadores tenían que espantarlas con los remos para que no les disputaran los frutos de aquel milagro prohibido. El uso del barbasco, que sólo adormecía a los peces, estaba sancionado por la ley desde los tiempos de la Colonia, pero siguió siendo una práctica común a pleno día entre los pescadores del Caribe, hasta que fue sustituido por la dinamita. / El amor en los tiempos del cólera. Hannes Wallrafen.
El ritual. / Se sometió en silencio al tormento de la cama en los charcos de salitre, en el sopor de los pueblos lacustres, en el cráter lunar de las minas de talco, mientras la abuela le cantaba la visión del futuro como si la estuviera descifrando en las barajas. / La increíble y triste historia de la Cándida Eréndira y de su abuela desalmada. Hannes Wallrafen.
Los conejos. / En una mañana como esa, el doctor Giraldo había comprendido el mecanismo interior del suicidio. Lloviznaba sin ruidos, en la casa contigua silbaba el turpial y su mujer hablaba mientras él se lavaba los dientes.
Los domingos son raros dijo ella, poniendo la mesa para el desayuno. Es como si los colgaran descuartizados huelen a animal crudo. / La mala hora. Hannes Wallrafen.
Las cabezas. / Para estar segura de no perderlo en las tinieblas, ella le había asignado un rincón del dormitorio, el único donde podría estar a salvo de los muertos que deambulaban por la casa desde el atardecer. Cualquier cosa mala que hagas le decía úrsula me la dirán los santos. Las noches pávidas de su infancia se redujeron a ese rincón, donde permanecía inmóvil hasta la hora de acostarse, sudando de miedo en un taburete, bajo la mirada vigilante y glacial de los santos acusetas. / Cien años de soledad. Hannes Wallrafen.
La ventana / Luego, en otro tono, añadió Por lo pronto, no quiero llegar a viejo al frente de ninguna parroquia. No quiero que me pase lo que al manso Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar Castañeda y Montero, quien informó al Obispo que en su parroquia estaba cayendo una lluvia de pájaros muertos. El investigador enviado por el Obispo lo encontró en la plaza del pueblo, jugando con los niños a bandidos y policías.
Las damas expresaron su perplejidad.
¿Quién era
El párroco que me sucedió en Macondo dijo el padre ángel . Tenía cien años. / La mala hora Hannes Wallrafen.
El banquete. / Ursula, por su parte, le agradecía a Dios que hubiera premiado a la familia con una criatura de una pureza excepcional, pero al mismo tiempo la conturbaba su hermosura, porque le parecía una virtud contradictoria, una trampa diabólica en el centro de la candidez. Fue por eso que decidió apartarla del mundo, preservarla de toda tentación terrenal, sin saber que Remedios, la bella, ya desde el vientre de su madre, estaba a salvo de cualquier contagio. / Cien años de soledad Hannes Wallrafen.
La Cumbia. / María Alejandrina Cervantes, de quien decíamos que sólo había de dormir una vez para morir, fue la mujer más elegante y la más tierna que conocí jamás, y la más servicial en la cama, pero también la más severa. Había nacido y crecido aquí, y aquí vivía, en una casa de puertas abiertas con varios cuartos de alquiler y un enorme patio de baile con calabazos de luz comprados en los bazares chinos de Paramaribo. Fue ella quien arrasó con la virginidad de mi generación. Nos enseñó mucho más de lo que debíamos aprender, pero nos enseñó sobre todo que ningún lugar de la vida es más triste que una cama vacía. / Crónica de una muerte anunciada Hannes Wallrafen.
El archivo. / Macondo era ya un pavoroso remolino de polvo y escombros centrifugado por la cólera del huracán bíblico, cuando Aureliano saltó once páginas para no perder el tiempo en hechos demasiado conocidos, y empezó a descifrar el instante que estaba viviendo, descifrándolo a medida que lo vivía, profetizándose a sí mismo en el acto de descifrar la última página de los pergaminos, como si se estuviera viendo en un espejo hablado. / Cien años de soledad Hannes Wallrafen.
La estación. / Entonces veía el pueblo al otro lado de la línea ya encendidas las luces y le parecía que, con sólo verlo pasar, el tren lo había llevado a otro pueblo. Tal vez de ahí vino su costumbre de asistir todos los días a la estación, incluso después de que ametrallaron a los trabajadores y se acabaron las plantaciones de bananos y con ellas los trenes de ciento cuarenta vagones, y quedó apenas ese tren amarillo y polvoriento que no traía ni se llevaba a nadie. / Un día del sábado. Hannes Wallrafen.
El río
En enero de 1824, el comodoro Juan Bernardo Elbers, fundador de la navegación fluvial, había abanderado el primer buque de vapor que surcó el río de La Magdalena, un trasto primitivo de cuarenta caballos de fuerza que se llamaba Fidelidad. Más de un siglo después, un 7 de julio a las seis de la tarde, el doctor Urbino Daza y su esposa acompañaron a Fermina Daza a tomar el buque que había de llevarla en su primer viaje por el río. Era el primero construido en los astilleros locales, que Florentino Ariza había bautizado en memoria de su antecesor glorioso: Nueva Fidelidad. Fermina Daza no pudo creer nunca que aquel nombre tan significativo para ellos fuera de veras una casualidad histórica, y no una gracia más del romanticismo crónico de Florentino Ariza.
El amor en los tiempos del Cólera
La reunión
Nunca volvimos a oírle aquella frase hasta después del ciclón cuando proclamó una nueva amnistía para los presos políticos y autorizó el regreso de todos los desterrados salvo los hombres de letras, por supuesto, ésos nunca, dijo, tienen fiebre en los cañones como los gallos finos cuando están emplumando de modo que no sirven para nada sino cuando sirven para algo, dijo, son peores que los políticos, peores que los curas, imagínense, pero que vengan los demás sin distinción de color para que la reconstrucción de la patria sea una empresa de todos.
El otoño del patriarca
Los vaqueros
A la muerte de su esposa se había impuesto el propósito único de hacer de la hija una gran dama. El camino era largo e incierto para un traficante de mulas que no sabía leer ni escribir, y cuya reputación de cuatrero no estaba tan probada como bien difundida en la provincia de San Juan de la Ciénaga. Encendió un tabaco de arriero, y se lamentó: “Lo único peor que la mala salud es la mala fama”.
El amor en los tiempos del Cólera
Bar El Paraíso
Muchas exhibían en sus desnudeces las huellas del pasado: cicatrices de puñaladas en el vientre, estrellas de balazos, surcos de cuchilladas de amor, costuras de cesáreas de carniceros. Algunas se hacían llevar durante el día a sus hijos menores, frutos infortunados de despechos o descuidos juveniles, y les quitaban las ropas tan pronto como entraban para que no se sintieran distintos en el paraíso de la desnudez.
El amor en los tiempos del Cólera
La primera comunión
... y tú, Juan Prieto, me dijo, cómo está tu toro de siembra que él mismo había tratado con oraciones de peste para que se le cayeran los gusanos de las orejas, y tú Matilde Peralta, a ver qué me das por devolverte entero al prófugo de tu marido, ahí lo tienes, arrastrado por el pescuezo con una cabuya y advertido por él en persona de que se iba a pudrir en el cepo chino la próxima vez que tratara de abandonar a la esposa legítima, y con el mismo sentido del gobierno inmediato había ordenado a un matarife que le cortara las manos en espectáculo público a un tesorero pródigo, y arrancaba los tomates de un huerto privado y se los comía con ínfulas de buen conocedor en presencia de sus agrónomos diciendo que a esta tierra le falta mucho cagajón de burro macho.
El otoño del patriarca
El dormitorio
No volvió a recobrar la razón. Cuando entraba al dormitorio, encontraba allí a Petronila Iguarán, con el estorboso miriñaque y el saquito de mostacilla que se ponía para las visitas de compromiso, y encontraba a Tranquilina María Miniata Alacoque Buendía, su abuela, abanicándose con una pluma de pavorreal en su mecedor de tullida, y a su bisabuelo Aureliano Arcadio Buendía con su falso dormán de las guardias virreinales, y a Aureliano Iguarán, su padre, que había inventado una oración para que se achicharraran y se cayeran los gusanos de las vacas, y a la timorata de su madre, y al primo con la cola de cerdo, y a José Arcadio Buendía y a sus hijos muertos, todos sentados en sillas que habían sido recostadas contra la pared como si no estuvieran en una visita, sino en un velorio.
Cien años de soledad
Villa Román de Zurec
... y se refería a nadie menos que a ella, la ahijada del Duque de Alba, una dama con tanta alcurnia que le revolvía el hígado a las esposas de los presidentes, una fijodalga de sangre como ella que tenía derecho a firmar con once apellidos peninsulares, y que era el único mortal en ese pueblo de bastardos que no se sentía emberenjenado frente a dieciséis cubiertos para que luego el adúltero de su marido dijera muerto de risa que tantas cucharas y tenedores, y tantos cuchillos y cucharitas no era cosa de cristianos, sino de ciempiés, y la única que podía determinar a ojos cerrados cuándo se servía el vino blanco, y de qué lado y en qué copa, y cuándo se servía el vino rojo, y de qué lado y en qué copa.
Cien años de soledad
La boda
El fue el primer hombre al que Fermina Daza oyó orinar. Lo oyó la noche de bodas en el camarote del barco que los llevaba a Francia, mientras estaba postrada por el mareo, y el ruido de su manantial de caballo le pareció tan potente e investido de tanta autoridad, que aumentó su terror por los estragos que temía. Aquel recuerdo volvía con frecuencia a su memoria, a medida que los años iban debilitando el manantial, porque nunca pudo resignarse a que él dejara mojado el borde de la taza cada vez que la usaba.
El amor en los tiempos del Cólera
El candidato a presidente
... no había otra patria que la hecha por él a su imagen y semejanza con el espacio cambiado y el tiempo corregido por los designios de su voluntad absoluta.
El otoño del patriarca
El gallo de pelea
Ellos dicen que es el mejor del Departamento, replicó el coronel. –Vale como cincuenta pesos.
Tuvo la certeza de que ese argumento justificaba su determinación de conservar el gallo, herencia del hijo acribillado nueve meses antes en la gallera, por distribuir información clandestina. “Es una ilusión que cuesta caro”, dijo la mujer. “Cuando se acabe el maíz tendremos que alimentarlo con nuestros hígados”.
El coronel no tiene quien le escriba
El enmarcador
Viéndolo montar picaportes y desconectar relojes, Fernanda se preguntó si no estaría incurriendo también en el vicio de hacer para deshacer, como el coronel Aureliano Buendía con los pescaditos de oro, Amaranta con los botones y la mortaja, José Arcadio Segundo con los pergaminos y Úrsula con los recuerdos.
Cien años de soledad
La ciencia
Para Pilar Ternera. Desde que ésta la vio entrar, conoció los recónditos motivos de Meme. “Siéntate”, le dijo. “No necesito de barajas para averiguar el porvenir de un Buendía”. Meme ignoraba, y lo ignoró siempre, que aquella pitonisa centenaria era su bisabuela. Tampoco lo hubiera creído después del agresivo realismo con que ella le reveló que la ansiedad del enamoramiento no encontraba reposo sino en la cama.
Cien años de soledad
El tiempo
Si el tiempo de adentro tuviera el mismo ritmo del de afuera, ahora estaríamos a pleno sol, con el ataúd en la mitad de la calle. Afuera sería más tarde: sería de noche. Sería una pesada noche de septiembre con luna y mujeres sentadas en los patios, conversando bajo la claridad verde; y en la calle, nosotros, los tres renegados, a pleno sol de este septiembre sediento.
La hojarasca
Hotel Núñez
Era el fin. El general Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios se iba para siempre. Había arrebatado al dominio español un imperio cinco veces más vasto que las Europas, había dirigido veinte años de guerras para mantenerlo libre y unido, y lo había gobernado con pulso firme hasta la semana anterior, pero a la hora de irse no se llevaba ni siquiera el consuelo de que se lo creyeran.
El general en su laberinto
El dentista
Desde entonces tuvo copias de dientes en todas partes, en distintos lugares de la casa, en la gaveta del escritorio, y una en cada uno de los tres buques de la empresa. Además, cuando comía fuera de casa solía llevar otra de repuesto en el bolsillo dentro de una cajita de pastillas para la tos, porque una se le había quebrado tratando de comerse un chicharrón en un almuerzo campestre. Temiendo que el sobrino fuera víctima de sobresaltos similares, el tío León XII le ordenó al doctor Adonay que le hiciera de una vez dos dentaduras: una de materiales baratos, para uso diario en la oficina, y otra para los domingos y días feriados, con una chispa de oro en la muela de la sonrisa, que le imprimiera un toque adicional de verdad.
El amor en los tiempos del Cólera
El jugador de billar
Se me ha ocurrido el mejor negocio del mundo –dijo. Ana comprendió que él había molido un mismo pensamiento desde el atardecer.
–Me voy de pueblo en pueblo –continuó Dámaso–. Me robo las bolas de billar en uno y las vendo en el otro. En todos los pueblos hay un salón de billar.
–Hasta que te peguen un tiro.
–Qué tiro ni qué tiro –dijo él–. Eso no se ve sino en las películas.
En este pueblo no hay ladrones
El carnaval
... pues aquello no parecía entonces una casa presidencial sino un mercado donde había que abrirse paso por entre ordenanzas descalzos que descargaban burros de hortalizas y huacales de gallinas en los corredores, saltando por encima de comadres con ahijados famélicos que dormían apelotonadas en las escaleras para esperar el milagro de la caridad oficial, había que eludir las corrientes de agua sucia de las concubinas deslenguadas que cambiaban por flores nuevas las flores nocturnas de los floreros y trapeaban los pisos y cantaban canciones de amores ilusorios al compás de las ramas secas con que venteaban las alfombras en los balcones, y todo aquello entre el escándalo de los funcionarios vitalicios que encontraban gallinas poniendo en las gavetas de los escritorios, y tráficos de putas y soldados en los retretes, y alborotos de pájaros, y peleas de perros callejeros en medio de las audiencias, porque nadie sabía quién era quién ni de parte de quién en aquel palacio de puertas abiertas dentro de cuyo desorden descomunal era imposible establecer dónde estaba el gobierno.
**El otoño del patriarca*
Los indios Wayú
Por la mañana habían llegado los furgones de la farándula. Después llegaron los camiones con los indios de alquiler que llevaban por los pueblos para completar las multitudes de los actos públicos. Poco antes de las once, con la música y los cohetes y los camperos de la comitiva, llegó el automóvil ministerial del color del refresco de fresa.
Muerte constante mas allá del amor
La sopa de tortuga
Desde su fresco ámbito personal la mujer le preguntó si quería almorzar. Él destapó la olla. Una tortuga entera flotaba patas arriba en el agua hirviendo. Por primera vez no se estremeció con la idea de que el animal había sido echado vivo en la olla, y de que su corazón seguiría latiendo cuando lo llevaran descuartizado a la mesa.
La mala hora
El hielo
El ser destapado por el gigante, el cofre dejó escapar un aliento glacial. Dentro sólo había un enorme bloque transparente, con infinitas agujas internas en las cuales se despedazaba en estrellas de colores la claridad del crepúsculo. Desconcertado, sabiendo que los niños esperaban una explicación inmediata, José Arcadio Buendía se atrevió a murmurar:
–Es el diamante más grande del mundo.
–No –corrigió el gitano–. Es hielo.
Cien años de soledad
El desayuno
El coronel no leyó los titulares. Hizo un esfuerzo para reaccionar contra su estómago. “Desde que hay censura los periódicos no hablan sino de Europa”, dijo. “Lo mejor será que los europeos se vengan para acá y que nosotros nos vayamos para Europa. Así sabrá todo el mundo lo que pasa en su respectivo país”.
–Para los europeos América del Sur es un hombre de bigotes, con una guitarra y un revólver, dijo el médico, riendo sobre el periódico. –No entienden el problema.
El coronel no tiene quien le escriba
El portal
En la fachada conservó la puerta principal y le hizo dos ventanas de cuerpo entero con bolillos torneados. Conservó también la puerta posterior, sólo que un poco más alzada para pasar a caballo, y mantuvo en servicio una parte del antiguo muelle. Esa fue siempre la puerta de más uso, no sólo porque fuera el acceso natural a las pesebreras y la cocina, sino porque daba a la calle del puerto nuevo sin pasar por la plaza.
Crónica de una muerte anunciada
La asamblea electoral
Resuelto a disipar hasta el rescoldo de las inquietudes que Patricio Aragonés había sembrado en su corazón, decidió que aquellas torturas fueran las últimas de su régimen, mataron a los caimanes, desmantelaron las cámaras de suplicio donde era posible triturar hueso por hueso hasta todos los huesos sin matar, proclamó la amnistía general, se anticipó al futuro con la ocurrencia mágica de que la vaina de este país es que a la gente le sobra demasiado tiempo para pensar, y buscando la manera de mantenerla ocupada restauró los juegos florales de marzo y los concursos anuales de reinas de la belleza, construyó el estadio de pelota más grande del Caribe e impartió a nuestro equipo la consigna de victoria o muerte.
El otoño del patriarca
La plantación de banana
Debían de haber pasado varias horas después de la masacre, porque los cadáveres tenían la misma temperatura del yeso en otoño, y su misma consistencia de espuma petrificada, y quienes los habían puesto en el vagón tuvieron tiempo de arrumarlos en el orden y el sentido en que se transportaban los racimos de banano. Tratando de fugarse de la pesadilla, José Arcadio Segundo se arrastró de un vagón a otro, en la dirección en que avanzaba el tren, y en los relámpagos que estallaban por entre los listones de madera al pasar por los pueblos dormidos veía los muertos hombres, los muertos mujeres, los muertos niños, que iban a ser arrojados al mar como el banano de rechazo.
Cien años de soledad
El manglar
Por todas partes llevaron su extravagante y engorroso cargamento; los baúles llenos con la ropa de los muertos anteriores al nacimiento de ellos mismos, de los antepasados que no podrían encontrarse a veinte brazas bajo la tierra; cajas llenas con los útiles de cocina que se dejaron de usar desde mucho tiempo atrás y que habían pertenecido a los más remotos parientes de mis padres (eran primos hermanos entre sí) y hasta un baúl lleno de santos con los que reconstruían el altar doméstico en cada lugar que visitaban.
La hojarasca
La playa
... y entonces se hizo la luz, y ya no fue más la madrugada de marzo sino el mediodía de un miércoles radiante, y él pudo darse el gusto de ver a los incrédulos contemplando con la boca abierta el trasatlántico más grande de este mundo y del otro encallado frente a la iglesia, más blanco que todo, veinte veces más alto que la torre, como noventa y siete veces más largo que el pueblo, con el nombre grabado en letras de hierro, halalcsillag, y todavía chorreando por sus flancos las aguas antiguas y lánguidas de los mares de la muerte.
El último viaje del buque fantasma
Los pescadores de Ciénaga
Todas las aves del cielo se habían alborotado con la matanza, y los pescadores tenían que espantarlas con los remos para que no les disputaran los frutos de aquel milagro prohibido. El uso del barbasco, que sólo adormecía a los peces, estaba sancionado por la ley desde los tiempos de la Colonia, pero siguió siendo una práctica común a pleno día entre los pescadores del Caribe, hasta que fue sustituido por la dinamita.
El amor en los tiempos del Cólera
El ritual
Se sometió en silencio al tormento de la cama en los charcos de salitre, en el sopor de los pueblos lacustres, en el cráter lunar de las minas de talco, mientras la abuela le cantaba la visión del futuro como si la estuviera descifrando en las barajas.
La increíble y triste historia de la cándira Erendira y de su abuela desalmada.
Los conejos
En una mañana como esa, el doctor Giraldo había comprendido el mecanismo interior del suicidio. Lloviznaba sin ruidos, en la casa contigua silbaba el turpial y su mujer hablaba mientras él se lavaba los dientes.
Los domingos son raros –dijo ella, poniendo la mesa para el desayuno–. Es como si los colgaran descuartizados: huelen a animal crudo.
La mala hora
Las cabezas
Para estar segura de no perderlo en las tinieblas, ella le había asignado un rincón del dormitorio, el único donde podría estar a salvo de los muertos que deambulaban por la casa desde el atardecer. “Cualquier cosa mala que hagas –le decía Úrsula– me la dirán los santos”. Las noches pávidas de su infancia se redujeron a ese rincón, donde permanecía inmóvil hasta la hora de acostarse, sudando de miedo en un taburete, bajo la mirada vigilante y glacial de los santos acusetas.
Cien años de soledad
La ventana
Luego, en otro tono, añadió: “Por lo pronto, no quiero llegar a viejo al frente de ninguna parroquia. No quiero que me pase lo que al manso Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar Castañeda y Montero, quien informó al Obispo que en su parroquia estaba cayendo una lluvia de pájaros muertos. El investigador enviado por el Obispo lo encontró en la plaza del pueblo, jugando con los niños a bandidos y policías”.
Las damas expresaron su perplejidad.
–¿Quién era?
–El párroco que me sucedió en Macondo –dijo el padre Ángel– . Tenía cien años.
La mala hora
El banquete
Úrsula, por su parte, le agradecía a Dios que hubiera premiado a la familia con una criatura de una pureza excepcional, pero al mismo tiempo la conturbaba su hermosura, porque le parecía una virtud contradictoria, una trampa diabólica en el centro de la candidez. Fue por eso que decidió apartarla del mundo, preservarla de toda tentación terrenal, sin saber que Remedios, la bella, ya desde el vientre de su madre, estaba a salvo de cualquier contagio.
Cien años de soledad
La cumbia
María Alejandrina Cervantes, de quien decíamos que sólo había de dormir una vez para morir, fue la mujer más elegante y la más tierna que conocí jamás, y la más servicial en la cama, pero también la más severa. Había nacido y crecido aquí, y aquí vivía, en una casa de puertas abiertas con varios cuartos de alquiler y un enorme patio de baile con calabazos de luz comprados en los bazares chinos de Paramaribo. Fue ella quien arrasó con la virginidad de mi generación. Nos enseñó mucho más de lo que debíamos aprender, pero nos enseñó sobre todo que ningún lugar de la vida es más triste que una cama vacía.
Crónica de una muerte anunciada
El archivo
Macondo era ya un pavoroso remolino de polvo y escombros centrifugado por la cólera del huracán bíblico, cuando Aureliano saltó once páginas para no perder el tiempo en hechos demasiado conocidos, y empezó a descifrar el instante que estaba viviendo, descifrándolo a medida que lo vivía, profetizándose a sí mismo en el acto de descifrar la última página de los pergaminos, como si se estuviera viendo en un espejo hablado.
Cien años de soledad
La estación
Entonces veía el pueblo al otro lado de la línea –ya encendidas las luces– y le parecía que, con sólo verlo pasar, el tren lo había llevado a otro pueblo. Tal vez de ahí vino su costumbre de asistir todos los días a la estación, incluso después de que ametrallaron a los trabajadores y se acabaron las plantaciones de bananos y con ellas los trenes de ciento cuarenta vagones, y quedó apenas ese tren amarillo y polvoriento que no traía ni se llevaba a nadie.
Cien años de soledad
#AmorPorColombia
El mundo de García Márquez
El río. / En enero de 1824, el comodoro Juan Bernardo Elbers, fundador de la navegación fluvial, había abanderado el primer buque de vapor que surcó el río de La Magdalena, un trasto primitivo de cuarenta caballos de fuerza que se llamaba Fidelidad. Más de un siglo después, un 7 de julio a las seis de la tarde, el doctor Urbino Daza y su esposa acompañaron a Fermina Daza a tomar el buque que había de llevarla en su primer viaje por el río. Era el primero construido en los astilleros locales, que Florentino Ariza había bautizado en memoria de su antecesor glorioso Nueva Fidelidad. Fermina Daza no pudo creer nunca que aquel nombre tan significativo para ellos fuera de veras una casualidad histórica, y no una gracia más del romanticismo crónico de Florentino Ariza. / El amor en los tiempos del Cólera Hannes Wallrafen.
La reunión. / Nunca volvimos a oírle aquella frase hasta después del ciclón cuando proclamó una nueva amnistía para los presos políticos y autorizó el regreso de todos los desterrados salvo los hombres de letras, por supuesto, ésos nunca, dijo, tienen fiebre en los cañones como los gallos finos cuando están emplumando de modo que no sirven para nada sino cuando sirven para algo, dijo, son peores que los políticos, peores que los curas, imagínense, pero que vengan los demás sin distinción de color para que la reconstrucción de la patria sea una empresa de todos. / El otoño del patriarca Hannes Wallrafen.
Los vaqueros. / La muerte de su esposa se había impuesto el propósito único de hacer de la hija una gran dama. El camino era largo e incierto para un traficante de mulas que no sabía leer ni escribir, y cuya reputación de cuatrero no estaba tan probada como bien difundida en la provincia de San Juan de la Ciénaga. Encendió un tabaco de arriero, y se lamentó Lo único peor que la mala salud es la mala fama. / El amor en los tiempos del Cólera Hannes Wallrafen.
Bar El Paraíso. / Muchas exhibían en sus desnudeces las huellas del pasado cicatrices de puñaladas en el vientre, estrellas de balazos, surcos de cuchilladas de amor, costuras de cesáreas de carniceros. Algunas se hacían llevar durante el día a sus hijos menores, frutos infortunados de despechos o descuidos juveniles, y les quitaban las ropas tan pronto como entraban para que no se sintieran distintos en el paraíso de la desnudez. / El amor en los tiempos del Cólera Hannes Wallrafen.
La primera comunión. / ... y tú, Juan Prieto, me dijo, cómo está tu toro de siembra que él mismo había tratado con oraciones de peste para que se le cayeran los gusanos de las orejas, y tú Matilde Peralta, a ver qué me das por devolverte entero al prFugo de tu marido, ahí lo tienes, arrastrado por el pescuezo con una cabuya y advertido por él en persona de que se iba a pudrir en el cepo chino la próxima vez que tratara de abandonar a la esposa legítima, y con el mismo sentido del gobierno inmediato había ordenado a un matarife que le cortara las manos en espectáculo público a un tesorero pródigo, y arrancaba los tomates de un huerto privado y se los comía con ínfulas de buen conocedor en presencia de sus agrNomos diciendo que a esta tierra le falta mucho cagajón de burro macho. / El otoño del patriarca Hannes Wallrafen.
El dormitorio. / No volvió a recobrar la razN. Cuando entraba al dormitorio, encontraba allí a Petronila Iguarán, con el estorboso miriñaque y el saquito de mostacilla que se ponía para las visitas de compromiso, y encontraba a Tranquilina María Miniata Alacoque Buendía, su abuela, abanicándose con una pluma de pavorreal en su mecedor de tullida, y a su bisabuelo Aureliano Arcadio Buendía con su falso dormán de las guardias virreinales, y a Aureliano Iguarán, su padre, que había inventado una oración para que se achicharraran y se cayeran los gusanos de las vacas, y a la timorata de su madre, y al primo con la cola de cerdo, y a José Arcadio Buendía y a sus hijos muertos, todos sentados en sillas que habían sido recostadas contra la pared como si no estuvieran en una visita, sino en un velorio. / Cien años de soledad Hannes Wallrafen.
Villa Román de Zurec. / ... y se refería a nadie menos que a ella, la ahijada del Duque de Alba, una dama con tanta alcurnia que le revolvía el hígado a las esposas de los presidentes, una fijodalga de sangre como ella que tenía derecho a firmar con once apellidos peninsulares, y que era el único mortal en ese pueblo de bastardos que no se sentía emberenjenado frente a dieciséis cubiertos para que luego el adúltero de su marido dijera muerto de risa que tantas cucharas y tenedores, y tantos cuchillos y cucharitas no era cosa de cristianos, sino de ciempiés, y la única que podía determinar a ojos cerrados cuándo se servía el vino blanco, y de qué lado y en qué copa, y cuándo se servía el vino rojo, y de qué lado y en qué copa. / Cien años de soledad. Hannes Wallrafen.
La boda. / El fue el primer hombre al que Fermina Daza oyó orinar. Lo oyó la noche de bodas en el camarote del barco que los llevaba a Francia, mientras estaba postrada por el mareo, y el ruido de su manantial de caballo le pareció tan potente e investido de tanta autoridad, que aumentó su terror por los estragos que temía. Aquel recuerdo volvía con frecuencia a su memoria, a medida que los años iban debilitando el manantial, porque nunca pudo resignarse a que él dejara mojado el borde de la taza cada vez que la usaba. / El amor en los tiempos del cólera Hannes Wallrafen.
El candidato a presidente. / ...no había otra patria que la hecha por él a su imagen y semejanza con el espacio cambiado y el tiempo corregido por los designios de su voluntad absoluta. / El otoño del patriarca Hannes Wallrafen.
El gallo de pelea. / Ellos dicen que es el mejor del Departamento, replicó el coronel. Vale como cincuenta pesos. Tuvo la certeza de que ese argumento justificaba su determinación de conservar el gallo, herencia del hijo acribillado nueve meses antes en la gallera, por distribuir información clandestina. Es una ilusión que cuesta caro, dijo la mujer. Cuando se acabe el maíz tendremos que alimentarlo con nuestros hígados. / El coronel no tiene quien le escriba Hannes Wallrafen.
El enmarcador. / Viéndolo montar picaportes y desconectar relojes, Fernanda se preguntó si no estaría incurriendo también en el vicio de hacer para deshacer, como el coronel Aureliano Buendía con los pescaditos de oro, Amaranta con los botones y la mortaja, José Arcadio Segundo con los pergaminos y úrsula con los recuerdos. / Cien años de soledad. Hannes Wallrafen.
La ciencia. / Era Pilar Ternera. Desde que ésta la vio entrar, conoció los recNditos motivos de Meme. Siéntate, le dijo. No necesito de barajas para averiguar el porvenir de un Buendía. Meme ignoraba, y lo ignoró siempre, que aquella pitonisa centenaria era su bisabuela. Tampoco lo hubiera creído después del agresivo realismo con que ella le reveló que la ansiedad del enamoramiento no encontraba reposo sino en la cama. / Cien años de soledad Hannes Wallrafen.
El tiempo. / Si el tiempo de adentro tuviera el mismo ritmo del de afuera, ahora estaríamos a pleno sol, con el ataúd en la mitad de la calle. Afuera sería más tarde sería de noche. Sería una pesada noche de septiembre con luna y mujeres sentadas en los patios, conversando bajo la claridad verde; y en la calle, nosotros, los tres renegados, a pleno sol de este septiembre sediento. / La hojarasca Hannes Wallrafen.
El general en su laberinto. / Era el fin. El general Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios se iba para siempre. Había arrebatado al dominio español un imperio cinco veces más vasto que las Europas, había dirigido veinte años de guerras para mantenerlo libre y unido, y lo había gobernado con pulso firme hasta la semana anterior, pero a la hora de irse no se llevaba ni siquiera el consuelo de que se lo creyeran. / El general en su laberinto Hannes Wallrafen.
El dentista. / Desde entonces tuvo copias de dientes en todas partes, en distintos lugares de la casa, en la gaveta del escritorio, y una en cada uno de los tres buques de la empresa. Además, cuando comía fuera de casa solía llevar otra de repuesto en el bolsillo dentro de una cajita de pastillas para la tos, porque una se le había quebrado tratando de comerse un chicharrón en un almuerzo campestre. Temiendo que el sobrino fuera víctima de sobresaltos similares, el tío León XII le ordenó al doctor Adonay que le hiciera de una vez dos dentaduras una de materiales baratos, para uso diario en la oficina, y otra para los domingos y días feriados, con una chispa de oro en la muela de la sonrisa, que le imprimiera un toque adicional de verdad. / El amor en los tiempos del cólera Hannes Wallrafen.
El jugador de billar. / Se me ha ocurrido el mejor negocio del mundo dijo. Ana comprendió que él había molido un mismo pensamiento desde el atardecer.
Me voy de pueblo en pueblo continuó Dámaso.
Me robo las bolas de billar en uno y las vendo en el otro. En todos los pueblos hay un salón de billar. Hasta que te peguen un tiro.
Qué tiro ni qué tiro dijo él. Eso no se ve sino en las películas. / En este pueblo no hay ladrones Hannes Wallrafen.
El carnaval. /... pues aquello no parecía entonces una casa presidencial sino un mercado donde había que abrirse paso por entre ordenanzas descalzos que descargaban burros de hortalizas y huacales de gallinas en los corredores, saltando por encima de comadres con ahijados famélicos que dormían apelotonadas en las escaleras para esperar el milagro de la caridad oficial, había que eludir las corrientes de agua sucia de las concubinas deslenguadas que cambiaban por flores nuevas las flores nocturnas de los floreros y trapeaban los pisos y cantaban canciones de amores ilusorios al compás de las ramas secas con que venteaban las alfombras en los balcones, y todo aquello entre el escándalo de los funcionarios vitalicios que encontraban gallinas poniendo en las gavetas de los escritorios, y tráficos de putas y soldados en los retretes, y alborotos de pájaros, y peleas de perros callejeros en medio de las audiencias, porque nadie sabía quién era quién ni de parte de quién en aquel palacio de puertas abiertas dentro de cuyo desorden descomunal era imposible establecer dónde estaba el gobierno. / El otoño del patriarca Hannes Wallrafen.
Los indios Wayuú. / Por la mañana habían llegado los furgones de la farándula. Después llegaron los camiones con los indios de alquiler que llevaban por los pueblos para completar las multitudes de los actos públicos. Poco antes de las once, con la música y los cohetes y los camperos de la comitiva, llegó el automóvil ministerial del color del refresco de fresa. / Muerte constante mas allá del amor Hannes Wallrafen.
La sopa de tortuga. / Desde su fresco ámbito personal la mujer le preguntó si quería almorzar. él destapó la olla. Una tortuga entera flotaba patas arriba en el agua hirviendo. Por primera vez no se estremeció con la idea de que el animal había sido echado vivo en la olla, y de que su corazón seguiría latiendo cuando lo llevaran descuartizado a la mesa. / La mala hora Hannes Wallrafen.
El hielo. / Al ser destapado por el gigante, el cofre dejó escapar un aliento glacial. Dentro sólo había un enorme bloque transparente, con infinitas agujas internas en las cuales se despedazaba en estrellas de colores la claridad del crepúsculo. Desconcertado, sabiendo que los niños esperaban una explicación inmediata, José Arcadio Buendía se atrevió a murmurar
Es el diamante más grande del mundo.
No corrigió el gitano. Es hielo. / Cien años de soledad. Hannes Wallrafen.
El desayuno. / El coronel no leyó los titulares. Hizo un esfuerzo para reaccionar contra su estómago. Desde que hay censura los periódicos no hablan sino de Europa, dijo. Lo mejor será que los europeos se vengan para acá y que nosotros nos vayamos para Europa. Así sabrá todo el mundo lo que pasa en su respectivo país.
Para los europeos América del Sur es un hombre de bigotes, con una guitarra y un revólver, dijo el médico, riendo sobre el periódico. No entienden el problema. / El coronel no tiene quien le escriba Hannes Wallrafen.
El portal. / En la fachada conservó la puerta principal y le hizo dos ventanas de cuerpo entero con bolillos torneados. Conservó también la puerta posterior, sólo que un poco más alzada para pasar a caballo, y mantuvo en servicio una parte del antiguo muelle. Esa fue siempre la puerta de más uso, no sólo porque fuera el acceso natural a las pesebreras y la cocina, sino porque daba a la calle del puerto nuevo sin pasar por la plaza. / Crónica de una muerte anunciada. Hannes Wallrafen.
La asamblea electoral. / Resuelto a disipar hasta el rescoldo de las inquietudes que Patricio Aragonés había sembrado en su corazón, decidió que aquellas torturas fueran las últimas de su régimen, mataron a los caimanes, desmantelaron las cámaras de suplicio donde era posible triturar hueso por hueso hasta todos los huesos sin matar, proclamó la amnistía general, se anticipó al futuro con la ocurrencia mágica de que la vaina de este país es que a la gente le sobra demasiado tiempo para pensar, y buscando la manera de mantenerla ocupada restauró los juegos florales de marzo y los concursos anuales de reinas de la belleza, construyó el estadio de pelota más grande del Caribe e impartió a nuestro equipo la consigna de victoria o muerte. / El otoño del patriarca. Hannes Wallrafen.
La plantación de banano. / Debían de haber pasado varias horas después de la masacre, porque los cadáveres tenían la misma temperatura del yeso en otoño, y su misma consistencia de espuma petrificada, y quienes los habían puesto en el vagón tuvieron tiempo de arrumarlos en el orden y el sentido en que se transportaban los racimos de banano. Tratando de fugarse de la pesadilla, José Arcadio Segundo se arrastró de un vagón a otro, en la dirección en que avanzaba el tren, y en los relámpagos que estallaban por entre los listones de madera al pasar por los pueblos dormidos veía los muertos hombres, los muertos mujeres, los muertos niños, que iban a ser arrojados al mar como el banano de rechazo. / Cien años de soledad Hannes Wallrafen.
El manglar. / A todas partes llevaron su extravagante y engorroso cargamento; los baúles llenos con la ropa de los muertos anteriores al nacimiento de ellos mismos, de los antepasados que no podrían encontrarse a veinte brazas bajo la tierra; cajas llenas con los útiles de cocina que se dejaron de usar desde mucho tiempo atrás y que habían pertenecido a los más remotos parientes de mis padres (eran primos hermanos entre sí) y hasta un baúl lleno de santos con los que reconstruían el altar doméstico en cada lugar que visitaban. / La hojarasca. Hannes Wallrafen.
La playa. / ... y entonces se hizo la luz, y ya no fue más la madrugada de marzo sino el mediodía de un miércoles radiante, y él pudo darse el gusto de ver a los incrédulos contemplando con la boca abierta el trasatlántico más grande de este mundo y del otro encallado frente a la iglesia, más blanco que todo, veinte veces más alto que la torre, como noventa y siete veces más largo que el pueblo, con el nombre grabado en letras de hierro, halalcsillag, y todavía chorreando por sus flancos las aguas antiguas y lánguidas de los mares de la muerte. / El último viaje del buque fantasma. Hannes Wallrafen.
Los pescadores de Ciénaga. / Todas las aves del cielo se habían alborotado con la matanza, y los pescadores tenían que espantarlas con los remos para que no les disputaran los frutos de aquel milagro prohibido. El uso del barbasco, que sólo adormecía a los peces, estaba sancionado por la ley desde los tiempos de la Colonia, pero siguió siendo una práctica común a pleno día entre los pescadores del Caribe, hasta que fue sustituido por la dinamita. / El amor en los tiempos del cólera. Hannes Wallrafen.
El ritual. / Se sometió en silencio al tormento de la cama en los charcos de salitre, en el sopor de los pueblos lacustres, en el cráter lunar de las minas de talco, mientras la abuela le cantaba la visión del futuro como si la estuviera descifrando en las barajas. / La increíble y triste historia de la Cándida Eréndira y de su abuela desalmada. Hannes Wallrafen.
Los conejos. / En una mañana como esa, el doctor Giraldo había comprendido el mecanismo interior del suicidio. Lloviznaba sin ruidos, en la casa contigua silbaba el turpial y su mujer hablaba mientras él se lavaba los dientes.
Los domingos son raros dijo ella, poniendo la mesa para el desayuno. Es como si los colgaran descuartizados huelen a animal crudo. / La mala hora. Hannes Wallrafen.
Las cabezas. / Para estar segura de no perderlo en las tinieblas, ella le había asignado un rincón del dormitorio, el único donde podría estar a salvo de los muertos que deambulaban por la casa desde el atardecer. Cualquier cosa mala que hagas le decía úrsula me la dirán los santos. Las noches pávidas de su infancia se redujeron a ese rincón, donde permanecía inmóvil hasta la hora de acostarse, sudando de miedo en un taburete, bajo la mirada vigilante y glacial de los santos acusetas. / Cien años de soledad. Hannes Wallrafen.
La ventana / Luego, en otro tono, añadió Por lo pronto, no quiero llegar a viejo al frente de ninguna parroquia. No quiero que me pase lo que al manso Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar Castañeda y Montero, quien informó al Obispo que en su parroquia estaba cayendo una lluvia de pájaros muertos. El investigador enviado por el Obispo lo encontró en la plaza del pueblo, jugando con los niños a bandidos y policías.
Las damas expresaron su perplejidad.
¿Quién era
El párroco que me sucedió en Macondo dijo el padre ángel . Tenía cien años. / La mala hora Hannes Wallrafen.
El banquete. / Ursula, por su parte, le agradecía a Dios que hubiera premiado a la familia con una criatura de una pureza excepcional, pero al mismo tiempo la conturbaba su hermosura, porque le parecía una virtud contradictoria, una trampa diabólica en el centro de la candidez. Fue por eso que decidió apartarla del mundo, preservarla de toda tentación terrenal, sin saber que Remedios, la bella, ya desde el vientre de su madre, estaba a salvo de cualquier contagio. / Cien años de soledad Hannes Wallrafen.
La Cumbia. / María Alejandrina Cervantes, de quien decíamos que sólo había de dormir una vez para morir, fue la mujer más elegante y la más tierna que conocí jamás, y la más servicial en la cama, pero también la más severa. Había nacido y crecido aquí, y aquí vivía, en una casa de puertas abiertas con varios cuartos de alquiler y un enorme patio de baile con calabazos de luz comprados en los bazares chinos de Paramaribo. Fue ella quien arrasó con la virginidad de mi generación. Nos enseñó mucho más de lo que debíamos aprender, pero nos enseñó sobre todo que ningún lugar de la vida es más triste que una cama vacía. / Crónica de una muerte anunciada Hannes Wallrafen.
El archivo. / Macondo era ya un pavoroso remolino de polvo y escombros centrifugado por la cólera del huracán bíblico, cuando Aureliano saltó once páginas para no perder el tiempo en hechos demasiado conocidos, y empezó a descifrar el instante que estaba viviendo, descifrándolo a medida que lo vivía, profetizándose a sí mismo en el acto de descifrar la última página de los pergaminos, como si se estuviera viendo en un espejo hablado. / Cien años de soledad Hannes Wallrafen.
La estación. / Entonces veía el pueblo al otro lado de la línea ya encendidas las luces y le parecía que, con sólo verlo pasar, el tren lo había llevado a otro pueblo. Tal vez de ahí vino su costumbre de asistir todos los días a la estación, incluso después de que ametrallaron a los trabajadores y se acabaron las plantaciones de bananos y con ellas los trenes de ciento cuarenta vagones, y quedó apenas ese tren amarillo y polvoriento que no traía ni se llevaba a nadie. / Un día del sábado. Hannes Wallrafen.
El río
En enero de 1824, el comodoro Juan Bernardo Elbers, fundador de la navegación fluvial, había abanderado el primer buque de vapor que surcó el río de La Magdalena, un trasto primitivo de cuarenta caballos de fuerza que se llamaba Fidelidad. Más de un siglo después, un 7 de julio a las seis de la tarde, el doctor Urbino Daza y su esposa acompañaron a Fermina Daza a tomar el buque que había de llevarla en su primer viaje por el río. Era el primero construido en los astilleros locales, que Florentino Ariza había bautizado en memoria de su antecesor glorioso: Nueva Fidelidad. Fermina Daza no pudo creer nunca que aquel nombre tan significativo para ellos fuera de veras una casualidad histórica, y no una gracia más del romanticismo crónico de Florentino Ariza.
El amor en los tiempos del Cólera
La reunión
Nunca volvimos a oírle aquella frase hasta después del ciclón cuando proclamó una nueva amnistía para los presos políticos y autorizó el regreso de todos los desterrados salvo los hombres de letras, por supuesto, ésos nunca, dijo, tienen fiebre en los cañones como los gallos finos cuando están emplumando de modo que no sirven para nada sino cuando sirven para algo, dijo, son peores que los políticos, peores que los curas, imagínense, pero que vengan los demás sin distinción de color para que la reconstrucción de la patria sea una empresa de todos.
El otoño del patriarca
Los vaqueros
A la muerte de su esposa se había impuesto el propósito único de hacer de la hija una gran dama. El camino era largo e incierto para un traficante de mulas que no sabía leer ni escribir, y cuya reputación de cuatrero no estaba tan probada como bien difundida en la provincia de San Juan de la Ciénaga. Encendió un tabaco de arriero, y se lamentó: “Lo único peor que la mala salud es la mala fama”.
El amor en los tiempos del Cólera
Bar El Paraíso
Muchas exhibían en sus desnudeces las huellas del pasado: cicatrices de puñaladas en el vientre, estrellas de balazos, surcos de cuchilladas de amor, costuras de cesáreas de carniceros. Algunas se hacían llevar durante el día a sus hijos menores, frutos infortunados de despechos o descuidos juveniles, y les quitaban las ropas tan pronto como entraban para que no se sintieran distintos en el paraíso de la desnudez.
El amor en los tiempos del Cólera
La primera comunión
... y tú, Juan Prieto, me dijo, cómo está tu toro de siembra que él mismo había tratado con oraciones de peste para que se le cayeran los gusanos de las orejas, y tú Matilde Peralta, a ver qué me das por devolverte entero al prófugo de tu marido, ahí lo tienes, arrastrado por el pescuezo con una cabuya y advertido por él en persona de que se iba a pudrir en el cepo chino la próxima vez que tratara de abandonar a la esposa legítima, y con el mismo sentido del gobierno inmediato había ordenado a un matarife que le cortara las manos en espectáculo público a un tesorero pródigo, y arrancaba los tomates de un huerto privado y se los comía con ínfulas de buen conocedor en presencia de sus agrónomos diciendo que a esta tierra le falta mucho cagajón de burro macho.
El otoño del patriarca
El dormitorio
No volvió a recobrar la razón. Cuando entraba al dormitorio, encontraba allí a Petronila Iguarán, con el estorboso miriñaque y el saquito de mostacilla que se ponía para las visitas de compromiso, y encontraba a Tranquilina María Miniata Alacoque Buendía, su abuela, abanicándose con una pluma de pavorreal en su mecedor de tullida, y a su bisabuelo Aureliano Arcadio Buendía con su falso dormán de las guardias virreinales, y a Aureliano Iguarán, su padre, que había inventado una oración para que se achicharraran y se cayeran los gusanos de las vacas, y a la timorata de su madre, y al primo con la cola de cerdo, y a José Arcadio Buendía y a sus hijos muertos, todos sentados en sillas que habían sido recostadas contra la pared como si no estuvieran en una visita, sino en un velorio.
Cien años de soledad
Villa Román de Zurec
... y se refería a nadie menos que a ella, la ahijada del Duque de Alba, una dama con tanta alcurnia que le revolvía el hígado a las esposas de los presidentes, una fijodalga de sangre como ella que tenía derecho a firmar con once apellidos peninsulares, y que era el único mortal en ese pueblo de bastardos que no se sentía emberenjenado frente a dieciséis cubiertos para que luego el adúltero de su marido dijera muerto de risa que tantas cucharas y tenedores, y tantos cuchillos y cucharitas no era cosa de cristianos, sino de ciempiés, y la única que podía determinar a ojos cerrados cuándo se servía el vino blanco, y de qué lado y en qué copa, y cuándo se servía el vino rojo, y de qué lado y en qué copa.
Cien años de soledad
La boda
El fue el primer hombre al que Fermina Daza oyó orinar. Lo oyó la noche de bodas en el camarote del barco que los llevaba a Francia, mientras estaba postrada por el mareo, y el ruido de su manantial de caballo le pareció tan potente e investido de tanta autoridad, que aumentó su terror por los estragos que temía. Aquel recuerdo volvía con frecuencia a su memoria, a medida que los años iban debilitando el manantial, porque nunca pudo resignarse a que él dejara mojado el borde de la taza cada vez que la usaba.
El amor en los tiempos del Cólera
El candidato a presidente
... no había otra patria que la hecha por él a su imagen y semejanza con el espacio cambiado y el tiempo corregido por los designios de su voluntad absoluta.
El otoño del patriarca
El gallo de pelea
Ellos dicen que es el mejor del Departamento, replicó el coronel. –Vale como cincuenta pesos.
Tuvo la certeza de que ese argumento justificaba su determinación de conservar el gallo, herencia del hijo acribillado nueve meses antes en la gallera, por distribuir información clandestina. “Es una ilusión que cuesta caro”, dijo la mujer. “Cuando se acabe el maíz tendremos que alimentarlo con nuestros hígados”.
El coronel no tiene quien le escriba
El enmarcador
Viéndolo montar picaportes y desconectar relojes, Fernanda se preguntó si no estaría incurriendo también en el vicio de hacer para deshacer, como el coronel Aureliano Buendía con los pescaditos de oro, Amaranta con los botones y la mortaja, José Arcadio Segundo con los pergaminos y Úrsula con los recuerdos.
Cien años de soledad
La ciencia
Para Pilar Ternera. Desde que ésta la vio entrar, conoció los recónditos motivos de Meme. “Siéntate”, le dijo. “No necesito de barajas para averiguar el porvenir de un Buendía”. Meme ignoraba, y lo ignoró siempre, que aquella pitonisa centenaria era su bisabuela. Tampoco lo hubiera creído después del agresivo realismo con que ella le reveló que la ansiedad del enamoramiento no encontraba reposo sino en la cama.
Cien años de soledad
El tiempo
Si el tiempo de adentro tuviera el mismo ritmo del de afuera, ahora estaríamos a pleno sol, con el ataúd en la mitad de la calle. Afuera sería más tarde: sería de noche. Sería una pesada noche de septiembre con luna y mujeres sentadas en los patios, conversando bajo la claridad verde; y en la calle, nosotros, los tres renegados, a pleno sol de este septiembre sediento.
La hojarasca
Hotel Núñez
Era el fin. El general Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios se iba para siempre. Había arrebatado al dominio español un imperio cinco veces más vasto que las Europas, había dirigido veinte años de guerras para mantenerlo libre y unido, y lo había gobernado con pulso firme hasta la semana anterior, pero a la hora de irse no se llevaba ni siquiera el consuelo de que se lo creyeran.
El general en su laberinto
El dentista
Desde entonces tuvo copias de dientes en todas partes, en distintos lugares de la casa, en la gaveta del escritorio, y una en cada uno de los tres buques de la empresa. Además, cuando comía fuera de casa solía llevar otra de repuesto en el bolsillo dentro de una cajita de pastillas para la tos, porque una se le había quebrado tratando de comerse un chicharrón en un almuerzo campestre. Temiendo que el sobrino fuera víctima de sobresaltos similares, el tío León XII le ordenó al doctor Adonay que le hiciera de una vez dos dentaduras: una de materiales baratos, para uso diario en la oficina, y otra para los domingos y días feriados, con una chispa de oro en la muela de la sonrisa, que le imprimiera un toque adicional de verdad.
El amor en los tiempos del Cólera
El jugador de billar
Se me ha ocurrido el mejor negocio del mundo –dijo. Ana comprendió que él había molido un mismo pensamiento desde el atardecer.
–Me voy de pueblo en pueblo –continuó Dámaso–. Me robo las bolas de billar en uno y las vendo en el otro. En todos los pueblos hay un salón de billar.
–Hasta que te peguen un tiro.
–Qué tiro ni qué tiro –dijo él–. Eso no se ve sino en las películas.
En este pueblo no hay ladrones
El carnaval
... pues aquello no parecía entonces una casa presidencial sino un mercado donde había que abrirse paso por entre ordenanzas descalzos que descargaban burros de hortalizas y huacales de gallinas en los corredores, saltando por encima de comadres con ahijados famélicos que dormían apelotonadas en las escaleras para esperar el milagro de la caridad oficial, había que eludir las corrientes de agua sucia de las concubinas deslenguadas que cambiaban por flores nuevas las flores nocturnas de los floreros y trapeaban los pisos y cantaban canciones de amores ilusorios al compás de las ramas secas con que venteaban las alfombras en los balcones, y todo aquello entre el escándalo de los funcionarios vitalicios que encontraban gallinas poniendo en las gavetas de los escritorios, y tráficos de putas y soldados en los retretes, y alborotos de pájaros, y peleas de perros callejeros en medio de las audiencias, porque nadie sabía quién era quién ni de parte de quién en aquel palacio de puertas abiertas dentro de cuyo desorden descomunal era imposible establecer dónde estaba el gobierno.
**El otoño del patriarca*
Los indios Wayú
Por la mañana habían llegado los furgones de la farándula. Después llegaron los camiones con los indios de alquiler que llevaban por los pueblos para completar las multitudes de los actos públicos. Poco antes de las once, con la música y los cohetes y los camperos de la comitiva, llegó el automóvil ministerial del color del refresco de fresa.
Muerte constante mas allá del amor
La sopa de tortuga
Desde su fresco ámbito personal la mujer le preguntó si quería almorzar. Él destapó la olla. Una tortuga entera flotaba patas arriba en el agua hirviendo. Por primera vez no se estremeció con la idea de que el animal había sido echado vivo en la olla, y de que su corazón seguiría latiendo cuando lo llevaran descuartizado a la mesa.
La mala hora
El hielo
El ser destapado por el gigante, el cofre dejó escapar un aliento glacial. Dentro sólo había un enorme bloque transparente, con infinitas agujas internas en las cuales se despedazaba en estrellas de colores la claridad del crepúsculo. Desconcertado, sabiendo que los niños esperaban una explicación inmediata, José Arcadio Buendía se atrevió a murmurar:
–Es el diamante más grande del mundo.
–No –corrigió el gitano–. Es hielo.
Cien años de soledad
El desayuno
El coronel no leyó los titulares. Hizo un esfuerzo para reaccionar contra su estómago. “Desde que hay censura los periódicos no hablan sino de Europa”, dijo. “Lo mejor será que los europeos se vengan para acá y que nosotros nos vayamos para Europa. Así sabrá todo el mundo lo que pasa en su respectivo país”.
–Para los europeos América del Sur es un hombre de bigotes, con una guitarra y un revólver, dijo el médico, riendo sobre el periódico. –No entienden el problema.
El coronel no tiene quien le escriba
El portal
En la fachada conservó la puerta principal y le hizo dos ventanas de cuerpo entero con bolillos torneados. Conservó también la puerta posterior, sólo que un poco más alzada para pasar a caballo, y mantuvo en servicio una parte del antiguo muelle. Esa fue siempre la puerta de más uso, no sólo porque fuera el acceso natural a las pesebreras y la cocina, sino porque daba a la calle del puerto nuevo sin pasar por la plaza.
Crónica de una muerte anunciada
La asamblea electoral
Resuelto a disipar hasta el rescoldo de las inquietudes que Patricio Aragonés había sembrado en su corazón, decidió que aquellas torturas fueran las últimas de su régimen, mataron a los caimanes, desmantelaron las cámaras de suplicio donde era posible triturar hueso por hueso hasta todos los huesos sin matar, proclamó la amnistía general, se anticipó al futuro con la ocurrencia mágica de que la vaina de este país es que a la gente le sobra demasiado tiempo para pensar, y buscando la manera de mantenerla ocupada restauró los juegos florales de marzo y los concursos anuales de reinas de la belleza, construyó el estadio de pelota más grande del Caribe e impartió a nuestro equipo la consigna de victoria o muerte.
El otoño del patriarca
La plantación de banana
Debían de haber pasado varias horas después de la masacre, porque los cadáveres tenían la misma temperatura del yeso en otoño, y su misma consistencia de espuma petrificada, y quienes los habían puesto en el vagón tuvieron tiempo de arrumarlos en el orden y el sentido en que se transportaban los racimos de banano. Tratando de fugarse de la pesadilla, José Arcadio Segundo se arrastró de un vagón a otro, en la dirección en que avanzaba el tren, y en los relámpagos que estallaban por entre los listones de madera al pasar por los pueblos dormidos veía los muertos hombres, los muertos mujeres, los muertos niños, que iban a ser arrojados al mar como el banano de rechazo.
Cien años de soledad
El manglar
Por todas partes llevaron su extravagante y engorroso cargamento; los baúles llenos con la ropa de los muertos anteriores al nacimiento de ellos mismos, de los antepasados que no podrían encontrarse a veinte brazas bajo la tierra; cajas llenas con los útiles de cocina que se dejaron de usar desde mucho tiempo atrás y que habían pertenecido a los más remotos parientes de mis padres (eran primos hermanos entre sí) y hasta un baúl lleno de santos con los que reconstruían el altar doméstico en cada lugar que visitaban.
La hojarasca
La playa
... y entonces se hizo la luz, y ya no fue más la madrugada de marzo sino el mediodía de un miércoles radiante, y él pudo darse el gusto de ver a los incrédulos contemplando con la boca abierta el trasatlántico más grande de este mundo y del otro encallado frente a la iglesia, más blanco que todo, veinte veces más alto que la torre, como noventa y siete veces más largo que el pueblo, con el nombre grabado en letras de hierro, halalcsillag, y todavía chorreando por sus flancos las aguas antiguas y lánguidas de los mares de la muerte.
El último viaje del buque fantasma
Los pescadores de Ciénaga
Todas las aves del cielo se habían alborotado con la matanza, y los pescadores tenían que espantarlas con los remos para que no les disputaran los frutos de aquel milagro prohibido. El uso del barbasco, que sólo adormecía a los peces, estaba sancionado por la ley desde los tiempos de la Colonia, pero siguió siendo una práctica común a pleno día entre los pescadores del Caribe, hasta que fue sustituido por la dinamita.
El amor en los tiempos del Cólera
El ritual
Se sometió en silencio al tormento de la cama en los charcos de salitre, en el sopor de los pueblos lacustres, en el cráter lunar de las minas de talco, mientras la abuela le cantaba la visión del futuro como si la estuviera descifrando en las barajas.
La increíble y triste historia de la cándira Erendira y de su abuela desalmada.
Los conejos
En una mañana como esa, el doctor Giraldo había comprendido el mecanismo interior del suicidio. Lloviznaba sin ruidos, en la casa contigua silbaba el turpial y su mujer hablaba mientras él se lavaba los dientes.
Los domingos son raros –dijo ella, poniendo la mesa para el desayuno–. Es como si los colgaran descuartizados: huelen a animal crudo.
La mala hora
Las cabezas
Para estar segura de no perderlo en las tinieblas, ella le había asignado un rincón del dormitorio, el único donde podría estar a salvo de los muertos que deambulaban por la casa desde el atardecer. “Cualquier cosa mala que hagas –le decía Úrsula– me la dirán los santos”. Las noches pávidas de su infancia se redujeron a ese rincón, donde permanecía inmóvil hasta la hora de acostarse, sudando de miedo en un taburete, bajo la mirada vigilante y glacial de los santos acusetas.
Cien años de soledad
La ventana
Luego, en otro tono, añadió: “Por lo pronto, no quiero llegar a viejo al frente de ninguna parroquia. No quiero que me pase lo que al manso Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar Castañeda y Montero, quien informó al Obispo que en su parroquia estaba cayendo una lluvia de pájaros muertos. El investigador enviado por el Obispo lo encontró en la plaza del pueblo, jugando con los niños a bandidos y policías”.
Las damas expresaron su perplejidad.
–¿Quién era?
–El párroco que me sucedió en Macondo –dijo el padre Ángel– . Tenía cien años.
La mala hora
El banquete
Úrsula, por su parte, le agradecía a Dios que hubiera premiado a la familia con una criatura de una pureza excepcional, pero al mismo tiempo la conturbaba su hermosura, porque le parecía una virtud contradictoria, una trampa diabólica en el centro de la candidez. Fue por eso que decidió apartarla del mundo, preservarla de toda tentación terrenal, sin saber que Remedios, la bella, ya desde el vientre de su madre, estaba a salvo de cualquier contagio.
Cien años de soledad
La cumbia
María Alejandrina Cervantes, de quien decíamos que sólo había de dormir una vez para morir, fue la mujer más elegante y la más tierna que conocí jamás, y la más servicial en la cama, pero también la más severa. Había nacido y crecido aquí, y aquí vivía, en una casa de puertas abiertas con varios cuartos de alquiler y un enorme patio de baile con calabazos de luz comprados en los bazares chinos de Paramaribo. Fue ella quien arrasó con la virginidad de mi generación. Nos enseñó mucho más de lo que debíamos aprender, pero nos enseñó sobre todo que ningún lugar de la vida es más triste que una cama vacía.
Crónica de una muerte anunciada
El archivo
Macondo era ya un pavoroso remolino de polvo y escombros centrifugado por la cólera del huracán bíblico, cuando Aureliano saltó once páginas para no perder el tiempo en hechos demasiado conocidos, y empezó a descifrar el instante que estaba viviendo, descifrándolo a medida que lo vivía, profetizándose a sí mismo en el acto de descifrar la última página de los pergaminos, como si se estuviera viendo en un espejo hablado.
Cien años de soledad
La estación
Entonces veía el pueblo al otro lado de la línea –ya encendidas las luces– y le parecía que, con sólo verlo pasar, el tren lo había llevado a otro pueblo. Tal vez de ahí vino su costumbre de asistir todos los días a la estación, incluso después de que ametrallaron a los trabajadores y se acabaron las plantaciones de bananos y con ellas los trenes de ciento cuarenta vagones, y quedó apenas ese tren amarillo y polvoriento que no traía ni se llevaba a nadie.
Cien años de soledad