- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario350 años / El arte en el Colegio Mayor del Rosario |
El arte en el Colegio Mayor del Rosario
Corredor, segunda planta.
Corredor, patio central del Colegio.
Corredor, segunda planta.
Corredor, segunda planta.
Techos y cielo raso, segunda planta.
Vitrales del archivo histórico.
Calvario. Óleo sobre tela, 156 x121 cm, siglo xvii. Atribuído a Juan Bautista Vásquez Ceballos (H. 1630-1677)
San Francisco de Asís. Óleo sobre tela, 74 x 55 cm, siglo xvii. Autor desconocido
San Jerónimo penitente. Óleo sobre tela, 167 x 117 cm, siglo xvii. Autor desconocido
Virgen del Rosario, advocación de la Bordadita. Óleo sobre tela; bordado en seda y plata, 87 x 62 cm, mediados del siglo xvii
Rector Andrés Rosillo y Meruelo. (1803-1806). Óleo sobre tela, 89,2 x 73 cm, comienzos del siglo xix. Atribuído a José Celestino Figueroa († 1870)
Manuel Rodríguez Torices. Óleo sobre tela, 81 x 64,3 cm, 1837. Luis García Hevia (1816-1887)
Francisco Javier de Vergara Azcárate y Caycedo. Óleo sobre tela, 70 x 50 cm, siglo xix. Autor desconocido
Felipe de Vergara Azcárate y Caycedo. Óleo sobre tela, 72 x 59 cm, mediados del siglo xix. Autor desconocido
Rector José María del Castillo y Rada. (1832-1835). Óleo sobre tela, 63,6 x 47,8 cm, primera mitad del siglo xix. Taller de los Figueroa (siglo xix)
Rafael Rivas Mejía. Óleo sobre tela, 88 x 71,8 cm, mediados del siglo xix. Autor desconocido
Rector Manuel Ancízar. (1882). Óleo sobre tela, 81,5 x 64,4 cm, 1885. Autor desconocido
Camilo Torres. Óleo sobre tela, 74,4 x 63,5 cm, mediados del siglo xix. Autor desconocido
José María Portocarrero. Óleo sobre tela, 69 x 52,3 cm, primera mitad del siglo xix. Autor desconocido
Atanasio Girardot. Óleo sobre tela, 70,4 x 63,5 cm, mediados del siglo xix. Autor desconocido
Ignacio de Herrera. Óleo sobre tela, 77 x 63,2 cm, 1841. José Celestino Figueroa († 1870)
Francisco José de Caldas. Óleo sobre tela, 80,7 x 60,7 cm, 1837. Autor desconocido
Miguel de Isla. Óleo sobre tela, 80,6 x 63 cm, primera mitad del siglo xix. Taller de los Figueroa (siglo xix)
José María García de Toledo. Óleo sobre tela, 80,8 x 64,3 cm, mediados del siglo xix. Autor desconocido
José María Mosquera. Óleo sobre tela, 78,7 x 64,2 cm, primera mitad del siglo xix. Autor desconocido.
Joaquín Mosquera. Óleo sobre tela, 75,5 x 60,7 cm, primera mitad del siglo xix. Autor desconocido
Domingo Caicedo Sanz de Santamaría. Óleo sobre tela, 79 x 62,3 cm, primera mitad del siglo xix. Atribuido a Luis García Hevia
José María Cabal. Óleo sobre tela, 73 x 62 cm, mediados del siglo xix. Autor desconocido
Antonio Villavicencio. Óleo sobre tela, 60 x 47,6 cm, primera mitad del siglo xix. Autor desconocido
José Fernández Madrid. Óleo sobre tela, 81 x 64 cm, 1837. Autor desconocido
Hermójenes Maza. Óleo sobre tela, 75,3 x 70,5 cm, mediados del siglo xix. Autor desconocido
Joaquín Caicedo y Cuero. Óleo sobre tela, 81 x 63 cm, mediados del siglo xix. Narciso Gómez (siglo xix)
Miguel Díaz Granados. Óleo sobre tela, 80,6 x 64,2 cm, primera mitad del siglo xix. Autor desconocido
Andrés Auza. Óleo sobre tela, 76 x 63,5 cm, mediados del siglo xix. Autor desconocido
José Joaquín Camacho. Óleo sobre tela, 80,5 x 64,7 cm, mediados del siglo xix. Autor desconocido
Manuel Benito Rebollo. Óleo sobre tela, 80,4 x 64,6 cm, primera mitad del siglo xix. Autor desconocido
Rector Antonio de Paniagua y Fajardo. (1782-1783). Óleo sobre tela, 84,5 x 66 cm, primera mitad del siglo xix. Círculo de García Hevia
Rector Manuel Cañarete. (1835, 1837-1840, 1851-1852). Óleo sobre tela, 81 x 63 cm, primera mitad del siglo xix. Círculo de García Hevia
Rector Fernando Caycedo y Flórez. (1793-1796, 1799-1802). Óleo sobre tela, 196,5 x 97,5 cm, 1928. Ricardo Acevedo Bernal (1867-1930)
Arzobispo Manuel José Mosquera. Óleo sobre tela, 60,5 x 50 cm, mediados del siglo xix. Autor desconocido
Rector Juan Nepomuceno Núñez Conto. (1852-1858). Óleo sobre tela, 194,5 x 93 cm, hacia 1930. Ricardo Acevedo Bernal (1867-1930)
Rector Juan Agustín Uricoechea. (1864-1866). Óleo sobre tela, 83,5 x 65,5 cm, hacia 1910. Silvano A. Cuéllar (1873-1938)
Rector Francisco Eustaquio Álvarez. (1866-1870, 1872-1874). Óleo sobre tela, 86,8 x 75 cm, hacia 1885. Autor desconocido
Rector Nicolás Esguerra. (1871). Óleo sobre tela, 196 x 95 cm, hacia 1928. Ricardo Acevedo Bernal (1867-1930)
Rector Carlos Martínez Silva. (1886-1887). Óleo sobre tela, 69,1 x 54,5 cm, 1891. J. Eugenio Montoya (siglo xix)
Rector José Manuel Marroquín. (1887-1890). Óleo sobre tela, 70,1 x 52,5 cm, 1889. J. Eugenio Montoya (siglo xix)
Rector Rafael María Carrasquilla. (1890-1930). Óleo sobre tela, 223 x 113 cm, 1904. Andrés de Santa María (1860-1945)
Rector José Vicente Castro Silva. (1930-1968). Óleo sobre tela, 209 x 114,5 cm, 1955. Ricardo Gómez Campuzano (1893-1981)
Rector Antonio Rocha. (1968-1973). Óleo sobre tela, 75 x 55 cm, 1979. Héctor Osuma (1938)
Rector Carlos Holguín Holguín. (1973-1978). Óleo sobre tela, 84 x 66 cm, 1978. Justiniano Durán
Rector Álvaro Tafur Galvis. (1978-1986). Óleo sobre tela, 84 x 66 cm, 1986. Justiniano Durán
Rector Roberto Arias Pérez. (1986-1990). Óleo sobre tela, 84 x 66 cm, 1990. Justiniano Durán
Rector Gustavo de Greiff Restrepo. (1990-1991). Óleo sobre tela, 84 x 66 cm, 1992. Justiniano Durán
Rector Mario Suárez Melo. (1991-1997). Óleo sobre tela, 84 x 66 cm, 1997. Justiniano Durán
Muestras de orfebrería litúrgica.
Muestras de orfebrería litúrgica.
Muestras de orfebrería litúrgica.
Muestras de orfebrería litúrgica.
Muestras de orfebrería litúrgica.
Muestras de orfebrería litúrgica.
Ofrenda del colegial Pedro Pradilla. Óleo sobre tela, 108 x 80 cm, 1782. Autor desconocido. Círculo de Joaquín Gutiérrez
Muestras de orfebrería litúrgica.
Muestras de orfebrería litúrgica.
Muestras de orfebrería litúrgica.
San Emigdio. Óleo sobre tela, 98,5 x 69,8 cm, finales del siglo xviii. Atribuido a Joaquín Gutiérrez
Rector Cristóbal de Torres Bravo. (1683-1684, 1698-1701). Óleo sobre tela, 200 x 91 cm, comienzos del siglo xix. Autor desconocido
Rector Juan Fernández de Sotomayor y Picón. (1823-1832). Óleo sobre tela, 76,5 x 75,5 cm, 1822. José Antonio Porras (siglo xix)
Rector Fernando Antonio Camacho de Guzmán. (1711-1714, 1728-1733). Óleo sobre tela, 200,3 x 104,5 cm, hacia 1715-1720. Autor desconocido
Rector José Gabriel Pérez Manrique de Lara y Ospina. (1744). Óleo sobre tela, 200 x 118,5 cm, primera mitad del siglo xviii. Autor desconocido
Rector Sebastián Carlos Prettel y Cid Cuadrado. (1697). Óleo sobre tela, 198,5 x 100,5 cm, finales del siglo xvii. Autor desconocido
Rector Francisco Lucas Pérez Manrique de Lara. (1733-1736). Óleo sobre tela, 200 x 118, 5 cm, primera mitad del siglo xviii. Autor desconocido
Rector Cristóbal de Araque Ponce de León. Óleo sobre tela, 86,5 x 74 cm, 1782. Taller de los Figueroa
Rector Juan de Mosquera Nuguerol. (1666-1667, 1673-1676). Óleo sobre tela, 193,3 x 108 cm, segunda mitad del siglo xvii. Taller de los Figueroa
Fray Cristóbal de Torres. Óleo sobre tela, 202,5 x 108 cm, 1643. Gaspar de Figueroa († 1658)
Rector Miguel José Masústegui y Calzada. (1745, 1763-1666, 1769-1773, 1778-1780). Óleo sobre tela, 200 x 109,5 cm, segunda mitad del siglo xviii. Joaquín Gutiérrez (siglo xviii)
Rector José Joaquín de León y Herrera. (1759-1763). Óleo sobre tela, 203 x 101, 5 cm, finales del siglo xviii. Joaquín Gutiérrez (siglo xviii)
Rector Nicolás Flores de Acuña. (1677, 1687). Óleo sobre tela 202 x 109,5 cm, segunda mitad del siglo xvii. Atribuído a Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos (1638-1711)
Rector Agustín Manuel de Alarcón y Castro. (1780-1782, 1783-1790). Óleo sobre tela, 200,6 x 107,8 cm, finales del siglo xviii. Autor desconocido
Mutis, profesor de matemáticas. Óleo sobre tela, 198 x 134,5 cm, 1801. Pablo Antonio García del Campo (1744-1814)
Vitral y cuadro del Calvario en el interior de la capilla de la Bordadita.
Escalera principal, segunda planta.
Muestra de orfebrería litúrgica.
Alegoría del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. Óleo sobre lienzo, hacia 1919. Ricardo Acevedo Bernal (1868-1930)
Púlpito en madera tallada y dorada, capilla de la Bordadita (siglo xvii).
Cúpula, capilla de la Bordadita.
Fachada del Colegio a finales del siglo xix.
Patio del Colegio a finales del siglo xix.
Magdalena penitente. Óleo sobre tela, 175 x 122 cm, siglo xvii. Autor desconocido, escuela veneciana
La Virgen niña con san Joaquín y santa Ana. Óleo sobre tela, 188 x 160 cm, segunda mitad del siglo xvii. Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos (1638-1711)
Santo Tomás de Aquino. Óleo sobre tela, 97 x 81,5 cm, segunda mitad del siglo xviii. Atribuido a Joaquín Gutiérrez
La cena en casa de Emaús. Óleo sobre tela, 127 x 199 cm, 1919. Ricardo Acevedo Bernal (1868-1930)
El beso de Judas. Óleo sobre tela, siglo xvii. Baltasar de Figueroa († 1667)
San Faustino, obispo de Padua, y santo Tomás (disputa sobre la Inmaculada). Óleo sobre tela, 200 x 144 cm, segunda mitad del siglo xvii
La Virgen de Loreto con caballero orante. Óleo sobre tela, 250 x 166 cm, mediados del siglo xvii. Autor desconocido
La coronación de la Virgen. Óleo sobre tela, 221 x 154 cm, mediados del siglo xvii. Baltasar de Figueroa († 1677).
Texto de: Javier Gil Marín
El Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario dispone de una importante cantidad de obras de arte. Prácticamente todos los géneros se encuentran representados en los diversos espacios del Colegio.
Arquitectura, escultura, orfebrería y, sobre todo, pintura, se constituyen en valiosos testimonios tanto de la historia del país como de la misma evolución de las artes plásticas nacionales en un periodo que se extiende del xvii al siglo xx. En su colección de pintura encontramos importantes manifestaciones de arte colonial, incluidas obras de Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos y de Baltasar de Figueroa; de arte virreinal, representado por el particular estilo de Joaquín Gutiérrez; de arte republicano con una significativa cantidad de retratos de gestores de la Independencia y de la nueva república; y, finalmente, de pintores que abren la modernidad, como Ricardo Acevedo Bernal o Andrés de Santa María.
Es nuestra intención ofrecer una mirada al conjunto de las expresiones plásticas visuales tratando de no ceñirnos exclusivamente a una apreciación de sus valores formales. No se trata de ignorar esa perspectiva, pero sí de advertir su insuficiencia para comprender un tipo de arte condicionado explícita e implícitamente por regulaciones de tipo religioso y político. Esa condición implica un tipo de aproximación, de corte más iconológico, que permita advertir tanto los valores estéticos como los contextos que interpelan y dan sentido a las propias expresiones artísticas. Al mismo tiempo las obras, como testimonio de su tiempo, facilitan acceder a esos campos discursivos, sean religiosos, estéticos o políticos. Allí reside su valor histórico y documental. Por ello nuestra opción viaja cruzando las formas artísticas con su trasfondo histórico. Arte e historia reflejándose e inquietándose mutuamente como en un juego de espejos.
Pero si una perspectiva netamente formalista es limitada para apreciar el valor histórico de las obras del Colegio Mayor, también lo es para captar el valor de ciertas expresiones con escasa riqueza formal pero llenas de alma, gracia y vida. En la colección de pinturas del Colegio Mayor encontramos cuadros distanciados de los delineamientos estéticos oficiales, cuadros ingenuos, hasta candorosos, pero de indudable originalidad. La misma historia del arte ha considerado que los valores formales ideales impiden ver otras manifestaciones provistas de una expresión poética profunda y sincera, por ello ha puesto en discusión categorías estéticas absolutas y eternas. El concepto de lo bello se ha redefinido desde otros conceptos como lo absurdo, lo extravagante, lo terrible, lo siniestro y hasta lo feo.
El texto recorre los diversos géneros artísticos, arquitectura, pintura, obra escultórica y tridimensional, puntualizando sus valores plásticos y situándolos, en lo posible, en campos discursivos más amplios que los hagan comprensibles. Se le otorga una mayor importancia a la pintura, fundamentalmente religiosa y retratística, por contar con una representación generosa tanto en cantidad como en calidad.
La iglesia de la Bordadita
La capilla de la Bordadita fue inaugurada en 1653, desde esa fecha ha sufrido muchos cambios y restauraciones reflejados en la diversidad de estilos artísticos que en ella se reúnen. En 1785 la torre experimentó su primera destrucción, en 1920, tras el terremoto de 1918, se remodeló gracias al impulso de monseñor Carrasquilla. En 1953 el pintor Luis Alberto Acuña puso en marcha una serie de modificaciones en el frontón, techo y retablo. En 1971 fue restaurada por el arquitecto Germán Téllez quien –entre otras cosas– construyó el nuevo altar separado del retablo, reparó la puerta y su claveteado y dejó al descubierto el balcón del coro, oculto desde principios de siglo.
La fachada de la capilla es uno de los tesoros artísticos más sobresalientes del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. En particular se destaca el tímpano del frontón con cinco figuras, en barro cocido y estucado. En la parte superior la Virgen con el Niño, a su derecha santo Domingo de Guzmán, fundador de la orden de los predicadores y a quien la Virgen entrega el rosario. En los dominicos la figura de Santo Domingo está muy ligada al tema mariano, aparece ocasionalmente cediendo el hábito a la Virgen, pero sobre todo son frecuentes las imágenes en las que ella ofrece el rosario a santo Domingo. No en vano a la orden dominica se le atribuye la difusión del rosario en América.
A la izquierda de la Virgen se ubica santa Catalina de Siena, valorada santa dominica del siglo xiv y muchas veces representada en éxtasis ante la visión de Cristo. Estas tres figuras se levantan sobre una peana de ángeles. Abajo de esta tríada encontramos a santo Tomás de Aquino, en la esquina derecha, y a fray Cristóbal de Torres, en el costado izquierdo. Todos ellos configuran un semicírculo, habitualmente los frontones de los templos se rematan con un medio círculo, símbolo de lo espiritual. Esa forma se levanta sobre la dimensión terrestre, representada por el cuadrado constituido por las columnas y el portón.
Lamentablemente la estrechez de la calle impide un mejor punto de vista de las figuras, no obstante se puede afirmar que son un conjunto de gran riqueza plástica. Responden al espíritu renacentista en lo tocante a una ajustada síntesis de sensualismo e idealismo. Todo el conjunto está dotado de una notable expresión, las túnicas y vestidos alcanzan una sobresaliente perfección en el tratamiento de sus pliegues, un gesto de profunda devoción se perfila en los rostros y manos de las figuras. El arco que recoge el conjunto escultórico está encuadrado por dos pares de columnas estriadas y rematadas en capiteles corintios. La parte inferior del fuste se decora con motivos vegetales, ornamentación muy frecuente en el arte colonial hispanoamericano.
El portón, de medio punto, con claveteado en bronce, es particularmente imponente. Es renacentista original, sólido, monumental y lleno de tiempo. El interior de la capilla es bastante ecléctico, se destaca la belleza del coro y del púlpito, verdaderas obras de arte barroco colonial. El coro conserva su estructura original de madera tallada policromada y dorada. Durante un período de tiempo las vigas, cielo raso y canes del sotocoro, estuvieron cubiertas. A partir de la renovación de 1971, realizada por el arquitecto Germán Téllez, recuperaron la visibilidad. El púlpito, una talla del siglo xvii, estuvo inicialmente en la catedral y posteriormente se trasladó a llenar de brillo y luz la iglesia de la Bordadita.
El decorado de la techumbre se estructuró sobre la base de casetones octogonales con florones dorados, esa estructura procede de Serlio, quien a su vez lo tomó de edificios de la Roma imperial. La nave es de bóveda de cañón y testero plano. El retablo no es de gran importancia, ha sido modificado en varias ocasiones. En 1953 fue rediseñado algo caprichosamente por el pintor Acuña quien incluyó zonas blancas que no corresponden con el espíritu barroco.
El claustro de Nuestra Señora del Rosario
La fachada del claustro ha conservado el carácter claro, austero y severo de la construcción del siglo xvii. Su actual fisonomía no es original, fue parcialmente reconstruida en 1918, pese a ello mantiene la norma de los colegios de la época. El patio claustrado, de planta cuadrada, presenta ciertas mezclas arquitectónicas producto de las sucesivas restauraciones. Dispone de dos galerías, la baja se configura con una sucesión de arcos de medio punto, la galería alta se sostiene con columnas rematadas de ménsulas renacentistas. La baranda, originalmente de madera, fue sustituida por una moderna en cemento. En el centro del patio se erige la estatua de fray Cristóbal de Torres.
Otros lugares de valor artístico e histórico son la rectoría, el salón del archivo histórico y el aula máxima. Esta última es un recinto de estimable valor simbólico no sólo por los retratos que lo visten sino por los eventos que allí han tenido lugar.
Construido en 1916 presenta un trabajo de relieves en yesería propio del eclecticismo del siglo xix, obra de la familia Ramelli a quienes también se debe la decoración de la Gobernación de Cundinamarca y del Salón Elíptico del Capitolio. En la yesería sobresalen los medallones con la cruz de Calatrava, escudo del Colegio. En las paredes del aula se encuentran los retratos de los distintos rectores y personalidades académicas vinculadas al Colegio, unos mejor logrados que otros, sin embargo todo el conjunto presenta un importante valor histórico.
Pintura religiosa
Periodo colonial. Siglo xvii y xviii.
Todas las manifestaciones poéticas y artísticas en esta época tenían un objetivo misional, se destinaban a la propagación de la fe católica. Con la Contrarreforma, y en particular con el Concilio de Trento (1545-1563), a las obras de arte se les encomendó la función de persuadir por medio de su intensidad expresiva.
Las figuraciones plásticas podían ser más persuasivas y penetrantes al incidir en lo emocional y afectivo del creyente, no hay duda que un Cristo en la cruz tenía más pathos que una simple formulación lingüística. Las imágenes con esa intencionalidad operaban como densos campos visuales plenos de escenas alusivas a relatos bíblicos y a conceptos filosóficos o teológicos. Esa actitud, española en extremo, va a encontrar en el barroco una voluntad formalizadora muy apropiada. Adicionalmente se acoplaba perfectamente con el objetivo de cristianizar al continente americano.
Lo exaltado, lo místico, lo erótico, la expresividad emocional, se ajustaba perfectamente a una estética caracterizada por las curvas, el flujo continuo, la tensión, el dinamismo, el juego de luces y sombras y el asombroso despliegue espacial. Es decir un arte que privilegiaba las fuerzas emocionales sobre las formas. Sin embargo, y pese a corresponder al barroco en España, las obras que se produjeron en el Nuevo Reino de Granada, como en toda América española, eran un híbrido de tendencias renacentistas, manieristas y barrocas. Quizás por ello no resulta afortunado denominar el arte colonial como “barroco”. Al parecer no estaban dadas las condiciones, sociales, económicas, culturales, religiosas y aún estéticas, para configurar un estilo netamente barroco. Más aún si consideramos, como se infiere de lo anterior, que lo barroco no es simplemente un juego decorativo, es una forma de ver, de comprender y de relacionarse con el mundo.
A la Nueva Granada llegaron diversos estilos sin una coherente continuidad histórica y –evidentemente– sin los contextos que los originaron, ni las fuerzas socioculturales que los hicieron posible. Se tomaban elementos formales de sus lugares de procedencia sin mayor elaboración o coherencia, por eso se fusionaba con facilidad una composición renacentista con ciertas señas medievales y con elementos de color barrocos. Buena parte de los cuadros que llegaron durante el siglo xvi y xvii eran renacentistas en su serena composición pero todavía con asomos medievales en su contenido y emoción. Esa mezcla formal, además, se inspiraba en obras y estampas de grabados con reproducciones de grandes maestros como Rubens o Murillo quienes influyeron notablemente en pintores como los Figueroa y Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos.
Los criollos queriendo imitar las fuentes europeas difícilmente introducían algún toque local, a veces insertaron elementos de flora y fauna, pero incluso esas leves inserciones se hacían en un contexto y una estructura muy obediente a los modelos europeos. La permisibilidad para introducir elementos locales fue mayor en labores consideradas menores como el artesanado o las artes decorativas y ornamentales. Ese fenómeno es explicable si se considera que de España llegaron dos influencias estéticas: la grecolatina, más oficial, clásica y renacentista; y una más popular de corte más barroco. Naturalmente esta última entró en mayor contacto con tallistas y orfebres que colaboraban en labores artesanales.
El espíritu barroco era afín con la ornamentación geométrica desarrollada en las culturas prehispánicas aunque con motivaciones distintas. Para unos, los españoles, los detalles decorativos inspirados en la naturaleza tenían una clara motivación religiosa, y no netamente naturalista. La belleza natural demostraba la grandeza divina. Para los otros, los artesanos locales, el sentido geometrizante y el ímpetu ornamental procedía de una mítica entroncada en los ritmos y formas de la naturaleza. Así se estableció una afortunada conjunción de lo barroco español con la geometría floral derivada del mundo indígena, así fuera en los marcos de los cuadros y en lo ornamental. De hecho, la ornamentación geométrica en el período prehispánico no estaba encerrada en los estrechos límites que supone el concepto de “cuadro”.
Obras de arte religioso colonial
La Virgen de la Bordadita
En América se desarrolló con particular intensidad la iconografía mariana. Muchas obras de arte colonial narraron episodios de la vida de la Virgen y muchos otras plasmaron las escenas de la Anunciación, la Asunción o la Epifanía.
La Virgen María gozó de una gran devoción en las diversas órdenes religiosas, en particular en los dominicos. La advocación de la Virgen del Rosario originó muchas capillas e iglesias, entre ellas la de la Bordadita. Si la figura de Cristo se asoció en algunas oportunidades a lo solar, la Virgen se vinculó a lo lunar, incluso a lo acuático (representado en el manto azul). En América, incluso, en una gran condensación iconográfica de cosmovisiones, se la asimiló a la madre tierra, a la montaña sagrada, al tabernáculo o vientre donde se gesta la luz de Cristo.
Su riqueza iconográfica tuvo una de sus fuentes en Apocalipsis 12. Allí san Juan dice: “Apareció en el cielo una señal grande: una mujer envuelta en el sol, con la luna debajo de sus pies y sobre la cabeza una corona de estrellas”. Las representaciones inspiradas en este pasaje se desarrollaron con generosidad en la América hispánica. También se dio enorme cabida a la imagen de la Inmaculada con toda la riqueza de símbolos que la acompañan en sus diversas representaciones desde el siglo xv: serpiente bajo la figura de la Tota Pulchra, luna, espejo, estrella, rosal, fuente, jardín cerrado, lirio, palma. En la sacristía del Colegio se encuentra una Inmaculada de autor anónimo y de discreta calidad. Es una obra del siglo xix derivada del pintor español Murillo.
Ese contexto iconográfico se pone de manifiesto en la Virgen del Rosario, advocación de la Bordadita, obra del siglo xvii que preside y da origen a la capilla del mismo nombre en el Colegio Mayor. Ciertamente no es una gran obra desde el punto de vista artístico, pero resulta dotada de una gracia particular, aparte de su significación simbólica. Es llamativo el trazo de la cortina el cual deja ver la aparición de la Virgen en las alturas celestes. No menos llamativa es la forma tan delineada como se perfila el manto, ese tratamiento le imprime un señalamiento visual que no es de extrañar si recordamos que en las representaciones del siglo xv la humanidad aparece acogida en el manto de una Virgen del Rosario rodeada de una corona de rosas o de un rosario. Se tenía fe en su manto protector como sanador de los males del alma y del cuerpo. Su minucioso bordado también invita a establecer asociaciones con el mundo natural relativas al vientre o a la montaña fértil y sagrada.
La Virgen niña con san Joaquín y santa Ana
Obra de Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos del siglo xvii. Esta pintura, disponible en la capilla, es un fiel reflejo de la estética de su autor. Se trata de una obra serena, aquietada, sin tensión interna, de composición equilibrada, con un eje central de simetría. Gregorio Vásquez tiene poco de barroco, su universo rechaza los excesos emocionales y, por tanto, las figuras no se agitan, ni se presentan movimientos que descentren la atención. Tampoco crea mundos ilusorios, más bien responde a las convenciones renacentistas de tratamiento espacial como se puede apreciar en esta obra. Tiende a lo suave, armónico y mesurado, los juegos de luces y sombras se orquestan con esos propósitos y se desarrollan como un claroscuro esfumado. Todo ello, junto con su indiscutible calidad de dibujante, se transparenta en La Virgen niña con san Joaquín y santa Ana. La pintura hace gala de una línea sintética y segura, así como de su habitual manejo del color basado en una paleta de colores tierra.
La Virgen de Loreto con caballero orante
Esta bella obra del siglo xvii se encuentra en la escalera principal. A pesar de ajustarse fielmente a la leyenda de la Virgen de Loreto no deja de ser una imagen sorprendente. Se cuenta que los cruzados perdían el control sobre las tierras santas cuando se dio la orden divina de trasladar la casa de María, donde tuvo lugar la Anunciación de san Gabriel, a un lugar seguro. Fue transportada por ángeles, aproximadamente hacia 1291, a Loreto, Italia. Un grupo de pastores la vieron volando, con la Virgen y el Niño Jesús sentado sobre ella y sostenida por ángeles.
A partir de ese relato, la Virgen de Loreto se consideró la patrona de los aviadores. Más allá de la leyenda la obra es notable, no sólo por sus calidades pictóricas sino por la extrañeza de la imagen, casi de orden surrealista. Esa condición la llena de posibilidades para una lectura de corte más alegórico. Los temas de la Anunciación o Asunción de la Virgen son susceptibles de emparentarse con la elevación de la casa, si a esta la consideramos como metáfora del cuerpo y de la materia y si tenemos en cuenta que el mensaje de san Gabriel era un mensaje de fecundidad y –por tanto– de sublimación de la materia por medio de la “elevación” espiritual.
Magdalena penitente
Obra anónima del siglo xvii, ubicada en la Capilla. Desde el Concilio de Trento la cultura recuperó su carácter marcadamente visual, el éxtasis de los santos tenía por objeto impresionar al espectador y subrayar la diferencia entre santos y mortales. Muchos de ellos están en trance místico y formalmente los pliegues de los vestidos se estremecen para sugerirlo, basta pensar en la Santa Teresa en extasis de Bernini. Esta imagen, situada a mitad de camino entre lo renacentista y lo barroco, exhibe algo de esas cualidades.
Alude a Magdalena penitente, es de anotar que a partir del mencionado concilio proliferaron las imágenes representando a María Magdalena derramando lágrimas de arrepentimiento, respuesta visual a los ataques de los protestantes contra la confesión. A finales de la Edad Media se produjó una preocupación especial por el dolor y se magnificó el culto a la Pasión. El Cristo sufriente y patético sustituyó la imagen serena y digna de épocas precedentes. El periodo barroco, tan caracterizado por presentar una reacción pasional en todos los órdenes de la vida, se reflejó en la cargada emocionalidad de sus obras de arte. Desde el punto de vista iconológico este tipo de imágenes pueden utilizarse como documentos para una historia de las emociones.
El cuadro deja ver esas intensidades, no sólo por el tratamiento del vestido sino por la luz diagonal que colabora para producir la sensación de un trance senso-espiritual. En la penumbra, y no en vano casi carentes de luz, están las riqueza y banalidades a las que ha renunciado María Magdalena. Una mano las señala junto a una calavera asociándolas a la fugacidad que les impone la muerte. Se refieren, quizás, a los siete demonios de los que fue liberada según relatan los textos evangélicos.
La coronacion de la Vírgen
Óleo de Baltasar de Figueroa (siglo xvii). Ubicado en el muro occidental de las escaleras del claustro. El tema de la Virgen coronada por la Santísima Trinidad es derivado, como muchas de las obras coloniales, de grabados y cuadros de maestros europeos. Este procede de una obra de Rubens. Las figuras se suspenden en espacios abiertos, con colores de parecida saturación pero estableciendo contrastes entre rojos y fríos. Una serie de ejes orientan los trayectos del ojo, hasta casi imaginariamente trazar un largo eje vertical, un eje horizontal y diversos triángulos. Esa geometría implícita, aparte de sus contenidos simbólicos, le imprime ritmo y equilibrio dinámico al conjunto de la obra.
En ella se integran elementos renacentistas y barrocos, una cierta tendencia al movimiento se orquesta con una estructura de fondo ordenada y equilibrada; un velado rigor geométrico idealizante, marcado por los rostros dulces y suaves típicos del Renacimiento, se mezcla con una pequeña dosis de teatralidad barroca. La apertura al espíritu barroco hizo de Baltasar de Figueroa el más suelto y dinámico de los Figueroa, esa condición le permitió pintar grandes escenas con perspectivas y composiciones complejas.
San Faustino, obispo de Padua, y santo Tomás (disputa sobre la Inmaculada)
Obra del siglo xvii, situada en la capilla. De autor desconocido, pero una muy semejante de Baltasar Vargas de Figueroa en la iglesia de Santa Clara permite pensar en su autoría. En ella se aprecia toda una síntesis visual de una disputa teológica. San Faustino había leído los textos de santos Tomás y consideró que no defendían el dogma de la Inmaculada Concepción. Una noche le apareció el mismo santo Tomás en sueños para hacerle ver la incomprensión de sus libros, habida cuenta que en ellos sí se defendía el dogma. Al tiempo lo exhortó a celebrar la fiesta de la Inmaculada en su iglesia. San Faustino, convencido y emocionado, organizó una gran fiesta a la Virgen.
La escala espacial es iconográficamente significativa, la disposición desde lo terrestre a lo aéreo se correlaciona con la estructura de un relato próximo a lo onírico. El ojo viaja por la superficie pictórica guiado por las miradas y manos de los personajes hasta relacionarlos entre sí en sentido vertical y desde lo externo a lo más interno del cuadro.
Los elementos iconográficos, libro, casa (símbolo de la condición de fundador de santo Tomás) son igualmente pertinentes, así como las relaciones entre texto e imagen. Se destacan las palabras que se desprenden de santo Tomás, disposición de los textos posiblemente heredada del arte gótico y ocasionalmente utilizada en el arte colonial. La frase, escrita al revés, posee enorme gracia visual y gran sentido en el interior del relato. Afirma en latín: “María sin mancha original, concebida”. El texto en el costado inferior derecho alude a la aprobación del dogma de la Inmaculada Concepción por diversas personalidades, incluido el Sagrado Tribunal de la Suprema Inquisición.
El beso de Judas
Obra de Baltasar de Figueroa, situada en la capilla. Siglo xvii. Buen ejemplo de algunos rasgos que diferencian la pintura de su autor con respecto a otros miembros de su familia. En ella fondo y forma se aproximan, las figuras no se recortan del espacio de manera tan marcada. En esta pintura se presentan asomos de la técnica tenebrista importada de Italia por los sevillanos. Presenta contrastes entre las zonas alrededor de la figura de Cristo, algo convulsas, oscuras e inquietas, y el mismo rostro de Jesús, plácido, sereno e irradiando luz. En general, evidencia algo propio de las obras de Baltasar de Figueroa: la intersección de la belleza idealizada del Renacimiento con cierta exaltación barroca menos ideal y más dramática.
Santo Tomás de Aquino
Obra atribuida a Joaquín Gutiérrez. Siglo xviii. En el mundo americano el dominico italiano santo Tomás de Aquino, uno de los máximos teólogos medievales, no falta en ninguna iglesia dominica. Se solía pintarlo en su estudio, recibiendo la iluminación, listo a escribir y exhibiendo en su pecho la imagen del sol, como símbolo de sabiduría e iluminación. Otras representaciones lo muestran en los estantes de su biblioteca con tomos de la Summa Theologica, también como defensor de la eucaristía frente a los herejes. Esta pintura del siglo xviii recoge esas tradiciones iconográficas y las enmarca dentro de un lenguaje plástico propio del círculo del pintor Joaquín Gutiérrez. Pintura algo plana, de cierto aire popular y tocada por un aire de retratismo detallado y decorado.
San Emigdio
Obra del siglo xviii, atribuida al taller de Joaquín Gutiérrez. Pintura alusiva a san Emigdio, patrón de los terremotos. La imagen es suficientemente esclarecedora al respecto. En la parte inferior una ciudad padece la devastación ocasionada por un terremoto, un barco es removido por un maremoto, al costado derecho una oración a san Emigdio; quien desde lo alto concede una bendición. La imagen, de plácida candidez, no exhibe un tratamiento trascendente o espiritualizado, su mérito radica en la proximidad a lenguajes contemporáneos más ceñidos a lo popular y lo masivo. Esa condición no descalifica la obra, por el contrario, termina por otorgarle una inesperada actualidad.
Pinturas religiosas en el siglo xx
Son dos las pinturas religiosas de gran interés con que cuenta el Colegio Mayor. Ambas de Ricardo Acevedo Bernal; una y otra nos muestran la transformación que experimentó la pintura a partir de finales del siglo xix. En ese momento, como producto del espíritu de la Ilustración, la academia se impuso y con ella la representación realista se convirtió en la suprema aspiración de las artes plásticas. Ese paso del taller a la academia trajo consigo nuevos conceptos y el aprendizaje profesional del oficio y las técnicas pictóricas.
Las obras de Acevedo Bernal se sitúan en ese contexto. La de mayor trascendencia adorna, a la manera de los palacios italianos del Renacimiento, el plafón de la escalera principal del Colegio. Es la Alegoría del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario (1918). Es una pintura en la que se pone de manifiesto un tratamiento de la perspectiva mucho más correcto que el arte precedente. Sobresale el equlibrio de la composición y las relaciones de luz y color, características de toda la pintura de Acevedo Bernal.
La alegoría es sencilla, en el plano superior la Virgen y el Niño Jesús extienden sus manos hacia Santo Tomás de Aquino, quien en su gesto se dirige hacia ellos. En la zona inferior el arzobispo Cristóbal de Torres presenta los estatutos a la Virgen. A su lado un ángel eleva los libros y el escudo del Colegio mediante un fuego purificador. La disposición en el espacio y el tratamiento de la perspectiva abren una lectura en diversos planos: hacia lo alto, hacia lo profundo, e incluso trazando un círculo que conecte los cuatro puntos focales donde se establecen las figuras.
La cena en casa de Emaús
Óleo de 1919 ubicado en el coro de la capilla. Es una pintura cuyo mayor valor reside en el flujo luminoso que entra por la ventana bañando el rostro de Cristo. Los personajes están perplejos al apreciar la tibia luz que lo ilumina. La actitud de todos ellos otorga a la pintura una especie de atemporalidad, pese a referirse a un momento particular. Alude a un episodio narrado en Lucas 24, en concreto al instante en el que los discípulos, súbitamente, descubren que el desconocido con quien cenan es el mismo Jesús ya resucitado.
La pintura de retrato en el Colegio Mayor del Rosario
Es el retrato el género artístico con mayor representación en la pinacoteca del Colegio. Se puede ubicar tentativamente el origen del género con los bustos romanos, construidos como documento de identidad o conmemorativo. El mérito del retratista no radicaba en la libertad expresiva, propia del arte posterior, sino en la fidelidad al modelo. Esta no se refiere exclusivamente al semblante físico, se extiende a las dimensiones sicológicas del retratado. En el retrato pesa más el alma que el cuerpo, sostenía Leonardo.
Se puede realizar un seguimiento a la historia del país a partir de los retratos leídos como documento histórico. En los últimos años los historiadores han extendido sus fuentes a la historia de las mentalidades, de la vida cotidiana y del cuerpo.
En ese orden de ideas, la obra artística en la actualidad empieza a adquirir un valor que desborda lo estético. Es oportuno recordar que solamente a partir del siglo xviii la imagen empezó a privilegiar la función estética o poética lo que precipitó la autonomía del arte y el alejamiento de cualquier intención representacional. En épocas precedentes estuvo regulada por el cumplimiento de funciones de orden religioso y testimonial. Por ello las obras de arte del pasado cobran un indudable valor antropológico, cultural e histórico.
El valor documental de las imágenes se ha descalificado en algunas oportunidades aduciendo que sólo revelan las convenciones de representación de una cultura, pero esas convenciones de suyo son reveladoras, muestran las maneras de construir mundo y de darse sentido de los diversos grupos sociales. Otros la desvirtúan argumentando que distorsionan la realidad de acuerdo con el filtro ideológico de pintores o fotógrafos, pero la misma distorsión es también reveladora de mentalidades y valores. El estilo y la iconografía caracterizan el espíritu, las visiones y valores de una época. La intensificación del género retrato –por ejemplo– podría interpretarse como síntoma de la formación del individualismo.
Las imágenes artísticas exhiben un punto de vista, una cierta mirada, hablan de lo decible y lo indecible, hablan consciente e inconscientemente. En ciertos detalles se pueden filtrar elementos significativos y fuerzas, pulsiones del sujeto, que desean decirse aún a expensas del autor, es decir aspectos que escapan a las convenciones culturales y del género. La imagen deviene objeto de observación y análisis para leer todos los códigos inscritos en ella. En tal virtud son significativos muchos elementos: tratamiento del color, composición y tipología espacial, esquemas visuales y códigos perceptivos, la gramática de los elementos representados, la relación entre las diversas partes del cuadro, los artefactos y objetos y su distribución en el espacio.
Al intentar construir un programa iconográfico también portan sentido los textos, desde el título hasta aquellos que se yuxtaponen a la imagen, o los que operan en su interior como cartelas o inscripciones. Incluso cobra valor lo no dicho y los detalles secundarios, ofrecen pistas adicionales sobre las visiones y prejuicios que se dicen sin decirse.
La iconología es una estrategia de lectura destinada a mostrar lo invisible a través de lo visible, el simbolismo oculto detrás de lo evidente, sobre todo cuando las imágenes no significan lo que representan. Considera que toda imagen figurativa es atravesada por discursos, por tanto está para ser contemplada y para ser leída, por ello la iconología es un método que supera los aspectos simplemente descriptivos de la iconografía. Un análisis iconológico puede llegar, como lo hizó el propio Panofsky, a determinar analogías entre sistemas filosóficos y sistemas arquitectónicos o artísticos.
Ciertamente hay imágenes, épocas y culturas que exigen un acercamiento más iconólogico, pero todas son susceptibles de ese tipo de lectura. El retrato, en particular, precisa de un acercamiento diferente al meramente estético. Sería deseable leerlo con rigor iconológico para fundamentar mejor su condición de documento histórico. Es una tarea por realizar; por ahora nos conformamos con una aproximación en esa dirección. Nos detendremos en retratos de cuatro momentos diferentes, advirtiendo posibles diferencias tanto de corte estético como histórico.
A pesar de la homogeneidad del género resultan elocuentes los cambios, cada momento enfatiza poses, escenarios y objetos que rodean al sujeto. Esto se ejemplifica si percibimos el retrato político contemporáneo, la imagen del mandatario obedece a regulaciones dictadas por los “asesores de imagen”, es frecuente encontrar retratos que incluyen a la familia o a la esposa para connotar otros valores. Esa aspiración a nuevos sentidos condujo a retratistas de otros tiempos a tomar elementos prestados de otro género, es el caso de David quien en su retrato de Marat utilizó la pose de mártir o de Cristo descendido de la cruz.
En un primer vistazo las diferencias entre los retratos no parecen sustanciales, más aún si tenemos en cuenta que es un género configurado con arreglo a un sistema de convenciones que experimentan muy leves cambios en el tiempo. Los códigos apuntan a presentar el modelo de una forma determinada, o mejor, predeterminada. Se presenta idealizadamente, respondiendo a un ideal. El ojo del pintor es el representante de la colectividad y ante esa mirada –y de paso ante toda la colectividad– se pretende ofrecer una imagen que encarne ciertos valores. Los modelos posan frontalmente, o ligeramente inclinados a un costado, eventualmente se acompañan de objetos y emblemas, exhibidos para representar ciertas cualidades del sujeto, el vestuario elegido es coherente con esos propósitos. No obstante, hablan no sólo las normativas explícitas del género en una época determinada, también lo hacen los contextos y sus valores, los cuales se plasman intencional o inintencionalmente. Por todo ello la imagen puede entregar testimonio de algunos aspectos ignorados por los textos escritos, ocasionalmente lo visual dice algo no decible por el lenguaje escrito.
El retrato colonial y virreinal
El retrato no fue el género de mayor importancia en las primeras etapas de la colonización española. La preponderancia la tenían las imágenes religiosas, sin embargo son notables varios de los retratos que se realizaron de los rectores del Colegio, todos ellos muy codificados en su gramática visual: pose frontal, mano sobre libros generalmente referidos a las cátedras que ejercían, la cartela con las referencias biográficas y méritos del retratado, la blanca banda de la beca con la cruz de Calatrava, emblema de la orden de los predicadores, escudo nobiliario, libros religiosos que inspiraron la labor educativa, la cortina de fondo, y ocasionalmente alguna imagen religiosa o algún objeto alusivo a la condición jerárquica del retratado como el bonete o la mitra clerical.
A principios del siglo xviii los virreinatos, bajo el dominio de los Borbones, empezaron a distanciarse de la mirada religiosa debido a la influencia de los postulados iluministas. Se abrió paso un imaginario de progreso agenciado por el control y el dominio racional sobre el mundo y la naturaleza. La ciencia se legitimó como base del progreso, se generalizaron sus métodos de observación y análisis, traducidos en la rotulación, clasificación y denominación como actos de posesión de los objetos de estudio. En Europa ganaba terreno el método científico para determinar las leyes que gobiernan el mundo físico. Simultáneamente la información que se gestaba en las colonias americanas atraía la atención como posibilidad para poseer y comerciar la riqueza. Ese juego de variables puso en marcha las expediciones científicas, y con ellas las prácticas artísticas experimentaron un giro al ser empleadas a fin de levantar registros objetivos de costumbres, geografías, flora y fauna.
La exploración científica, en consecuencia, se produjo en el interior de un programa de colonización. En buena parte la prosperidad dependía de una explotación más eficiente de la riqueza natural para habilitar posibles usos medicinales y comerciales de la vegetación. En ese sentido las relaciones entre saber y poder eran claras, la adquisición y aplicación de conocimientos científicos contribuía a solidificar el poder político y económico.
En la minoría ilustrada neogranadina de finales de siglo se presentaban las mismas contradicciones y tensiones de los pensadores españoles, todas relativas a cómo conciliar el espíritu científico con la creencia religiosa. José Celestino Mutis se constituyó en un caso paradigmático en ese sentido, por un lado defensor del sistema copernicano y de la física de Newton, y por otra parte, creyente cristiano. Superó la contradicción –a juicio de Jaime Jaramillo Uribe1– considerando que allí no había contradicción. La ciencia podía acercar los hombres a lo divino, la perfección de la naturaleza probaba su grandeza. Así lo señaló en el Discurso en defensa del sistema copernicano (1774): “Porque ¿qué otra cosa es estudiar en el libro de la naturaleza, sino buscar los medios de conocer aquel soberano Creador?”.
El retrato no podía sustraerse a las nuevas concepciones, de suyo al operar como documento de identidad se ajustaba bien a esa necesidad de observar minuciosamente para reconocer y representar objetivamente al retratado. El gran retrato que recoge todas estas inquietudes se debe a Pablo Antonio García del Campo, primer pintor instruido por Mutis en las técnicas del dibujo y a quien se le encargó la primera lámina de plantas que anteceden a la Real Expedición Botánica (1733-1816). Su dibujo de plantas fue admirado por Humboldt, también colaboró con ilustraciones para Linneo. Hizo el retrato de Mutis en varias ocasiones pero este cobra particular valía. Se trata de Mutis, profesor de matemáticas, obra de 1801 y localizada en el aula máxima.
El retrato alude a toda la nueva cosmovisión de orden científico, asimismo muestra la nueva relación que establece el arte con la ciencia derivada de la representación fiel y minuciosa de las plantas. Este retrato, lleno de detalles y observaciones, parece realizado con el mismo espíritu analítico que perseguía la Ilustración. Esa condición, en consecuencia, hace que la obra represente un cambio sustancial en el concepto de retrato, lo retratado es algo más que el físico o la sicología de Mutis, es su vocación científica y su perfil intelectual.
Al respecto hay que mencionar el no menos minucioso análisis del cuadro propuesto por José Antonio Amaya en el Catálogo de la exposición El regreso de Humboldt, celebrada en el Museo Nacional, en el 20012. El profesor Amaya sostiene que el cuadro es todo un programa iconográfico dictado por el propio Mutis y ajustado a la biografía escrita en la cartela, igualmente elaborada por Mutis. El retrato es significativo desde el título, la adjetivación del personaje pretende simbolizar el surgimiento de la ciencia como un naciente poder en la universidad, a partir de ese dato el espacio pictórico exhibe una constelación de íconos de carácter científico, aunque también de carácter filosófico y teológico, como intentando sortear una potencial contradicción entre saber ilustrado y religiosidad, entre razón y fe.
Mutis detiene por un momento sus observaciones y escritos para dirigirse al pintor y al observador, al hacerlo nos introduce, de paso, en todos los elementos que lo acompañan: un telescopio de mesa, símbolo de la nueva mirada desde el lente de la ciencia; la beca del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario desprendiéndose de un libro científico para descender a los globos terrestre y celeste; un termómetro y un barómetro, en los estantes de la biblioteca. La escenografía del cuadro completa su programa iconográfico con la biblioteca, la cual aparece tras el develamiento de las cortinas, en ella aparecen libros sacros (la Biblia y santo Tomás) entreverados con libros científicos (Newton, Linneo y otros). Además se presenta un gesto escritural agenciado tanto por la acción de Mutis como por los elementos que reposan sobre la mesa. Bien es sabido que lo escritural, el nombrar como un acto de posesión y conocimiento, estaba ligado estrechamente a la modernidad ilustrada.
La intención del retrato no deja dudas, la figura de Mutis aparece al costado izquierdo mientras que en la zona derecha se levanta, con el mismo peso visual, toda una estructura vertical de objetos y artefactos. Esta se desprende de los globos terrestres, se articula con los libros e implementos de escritura ubicados en la mesa gracias a la beca y, finalmente, se eleva hasta los tratados religiosos y científicos y demás aparatos de medición que se develan tras la cortina.
En Europa, entre tanto, el retrato gozaba de un gran reconocimiento, la clase emergente hacía valer sus gustos en lo concerniente a costumbres, vestuario y ornamentación algo afrancesada. En términos estéticos suposo el paso del barroco al rococó, y de paso el auge de la platería, el mobiliario y el decorado recargado, sinuoso y detallado. Esta nueva dinámica del gusto se proyectó en la inclinación hacia los retratos no menos recargados.
En España la nueva dinastía borbónica se alineaba en esa dirección. El retrato civil y eclesiástico invadió los centros de gobierno; autoridades y notables emplearon la pintura como documento conmemorativo e idealizante. Los retratos los representaban ricamente decorados y vestidos, con una cartela que resumía su vida la cual se llenaba una vez muerto el retratado.
Los restantes retratos que encontramos en el Colegio, en este período, reflejan parcialmente estas inquietudes. El gran retratista de la época es Joaquín Gutiérrez. Su pintura es una afortunada combinación de una mirada primitiva con las sofisticadas vocaciones de moda. Las pretensiones aristocráticas no le restan lo humano, amable, candoroso. Si bien sus recursos icónicos son tributarios del retratismo a la francesa no es menos cierto que tienen una inocultable, sincera y deliciosa, veta popular. Una buena porción de alma fisura la rigurosa codificación de sus cuadros.
Sus modos son modernos en tanto privilegia cierto racionalismo sustentado más en el dibujo que en el color. La pintura es lisa, con una gran economía de medios, sin matices, cortada con el dibujo. El color plano y precario, apenas empleado para llenar las siluetas del dibujo. Pero esa simplicidad no le impide transformar las figuras en una especie de íconos abstractos y atemporales. Esa extraña condición seguramente favoreció el gusto de los virreyes, pues encontraron en su pintura el medio adecuado para teñirse de cierta inmortalidad. Los retratados alcanzan cierto hieratismo, posan inmóvil y acartonadamente, con ademanes delicados y generalmente junto a algún objeto rococó. Extraña fusión de algo atemporal con algo mundano.
Joaquín Gutiérrez prácticamente ejercía la orfebrería al representar detallada y gozosamente encajes y adornos, juegos florales y arabescos. Todo ello complementado con escudos y cartelas imitando la aristocracia borbónica. Esta corriente del retrato se prolongó en los primitivos pintores de la época independiente.
En los retratos del Colegio se observan muchos de estos rasgos, no obstante en ellos debió prescindir del abarrocamiento ornamental al no ser pertinente para representar un rector del Colegio Mayor. Los retratados se presentan acartonados, sin mucha expresividad, rostros lisos, casi de porcelana, con deficiencias de perspectiva, volumen y color. Son retratos carentes de oficio pictórico, pero provistos de esa amable ingenuidad que lo definía.
Ese estilo personal se refleja en los retratos de su autoría disponibles en el Colegio: Retrato de Nicolás José María Ricaurte y Torrijos (Siglo xviii), Rector Miguel José Masústegui y Calzada (siglo xviii) y Rector José Joaquín de León y Herrera (siglo xviii). Estos retratos junto al Retrato de Felipe Romana, de autor desconocido, y de unos pocos más, configuran una buena muestra de retratos del período virreinal.
Para cerrar este apartado no se puede dejar de mencionar una pequeña obra que ofrece una mirada distinta en este panorama del retrato. Es la Ofrenda del colegial Pedro Pradilla . Esta original obra, de 1782, y de autor desconocido, es representativa tanto de las ofrendas como de una especie de concepto ampliado del retrato. La ofrenda, con textos, alegorías y emblemas, gozó de gran fuerza en el siglo xviii, muchas fueron encargadas como recordatorio de las tesis de grado; justamente esa motivación las llevó a establecer una estrecha relación entre texto e imagen.
Son trabajos que, en el contexto que nos ocupa, bien pueden pasar como una expresión ampliada del género del retrato. En la Ofrenda aparece el colegial, el rector Masústegui y las instalaciones físicas del claustro. Por esa razón se constituye en un interesante testimonio visual del espacio físico. A nivel plástico la obra se permite ciertas licencias que resultan tan contradictorias como exquisitas, junto al tratamiento ingenuo y sinceramente popular de las figuras aparecen las cartelas rodeadas de pomposos y pretensiosos marcos. La obra en su conjunto resulta encantadora, ofrece una concepción del espacio pictórico bastante sugestiva y sólo posible por el feliz encuentro de la candidez del pintor con la naturaleza del trabajo encargado.
El retrato en la época republicana
El movimiento independentista generó nuevas naciones, nuevos órdenes políticos, importantes debates sobre la identidad, pero el mundo de las artes no experimentó aparentemente cambios esenciales. Al sobrevenir la Independencia la imaginería religiosa ya había cedido en buena parte su lugar al retrato virreinal y a las pinturas de la flora bajo la atmósfera intelectual de la Ilustración. Un género que empezó a desarrollarse en el país fue el arte de la miniatura, posiblemente motivado por la influencia de la técnica dibujística y la minuciosidad cultivada por los pintores de la Expedición Botánica.
Pasada la Expedición Botánica la mayoría de los artistas no emplearon el arte para servir a la independencia, ni se produjo una transformación estética, lo cual no es de extrañar pues generalmente las revoluciones artísticas no se suceden mecánicamente tras un cambio político. Una vez la república se asentó, aparecieron muchas pinturas de retratos de héroes y cuadros sobre acontecimientos de la gesta libertadora. En general las artes sólo cambiaron los referentes, pero el manejo del lenguaje plástico se mantuvo en buena parte inmodificable. Podríamos hablar de un rechazo y de una continuidad de las tradiciones coloniales españolas.
La ideología de la Independencia era la de la Ilustración, pero las artes se mantuvieron herederas del gusto rococó y neoclásico que imperaba básicamente en Francia. El retrato permaneció siendo el género dominante en la pintura del siglo xix. Fue utilizado para enaltecer los héroes que fundaron la República, posiblemente convencidos de que la construcción de la identidad nacional pasaba por la exaltación de aquellos que la hicieron posible.
Los cambios, no obstante, se presentan casi que imperceptiblemente. Es importante considerar que en Francia a partir de la Revolución, se intentó dar forma visual a los ideales de libertad, igualdad y fraternidad. Aparecieron pinturas representando la libertad con el gorro rojo, o grabados asociando la igualdad con la mujer y la balanza. En lugar de los retratos de monarcas y reyes, con sofisticados vestuarios, posturas y riquezas, surgió el individuo encarnando valores abstractos. Los seres ideales e idealizados cedieron su condición semidivina a personajes que encarnaban las nuevas ideologías del progreso, modernidad, libertad, razón. El nuevo aspecto del poder tenía sus efectos sobre los retratos, era adecuado representar al gobernante lo más objetivamente posible, buscando una representación fiel a la realidad, preferiblemente trabajando en su escritorio. Otro aspecto, asociado a las libertades, fue la defensa del individualismo; en los retratos esa característica se reflejó en la representación del sujeto, enfatizando el rostro y casi prescindiendo de cualquier objeto o adorno.
Esos rasgos del retrato en Europa de alguna manera se transfirieron a Colombia. Son retratos concentrados en el rostro, intentando ser fieles del natural, pero con cierto aire retórico. Al focalizar los rostros redujeron su formato; en muchas ocasiones desaparecieron las cartelas bajo una franja de papel o de pintura. Los textos biográficos muchas veces invaden el espacio de distintas formas a su habitual encierro en la cartela. Son retratos neoclásicos en lo concerniente a la exaltación sobria y poco emocional del personaje; en ellos prima el dibujo, siempre vinculado a un ejercicio más racional del arte en oposición al tono emocional del color. Sin embargo son dibujos simples, prácticamente se reducen a una forma recortada sobre el fondo. El trazo es esquemático, rudo, sin matices ni gradaciones de color, de un sorprendente antiacademicismo. Las siluetas de los próceres son planas, sin atmósfera exterior.
Primarios en su concepción, sin embargo con personalidad, valor documental, y con una cierta sensación de permanencia justo porque se sienten como sustraídos de la vida. Son masas inertes, sin movimiento, casi se podría afirmar que hacían pintura pero queriendo construir un busto escultórico.
El espacio pictórico del retrato republicano es neutro, sin objetos que le sumen connotaciones y atribuciones, como sí ocurría con el retrato colonial y virreinal cuya disposición espacial y gramática visual contribuía a cargar de sentidos intelectuales y religiosos al retratado. En ese sentido renunciaron a esa distribución vertical tendiente a articular una serie de valores en una escala ascencional.
Para algunos autores no revelan ninguna ruptura plástica, sólo cambiaron los protagonistas, pero hay que recalcar las transformaciones arriba señaladas aparte de la inesperada originalidad que contienen al distanciarse de la pintura académica producida en Europa por ese entonces. Todos estos retratos fueron ejecutados por pintores en su mayoría carentes de oficio; esa condición les permitió una extraña originalidad de la que carece buena parte de la tradición pictórica colonial religiosa.
El divorcio con el buen gusto de la época, tributario de los valores europeos, hizo que estas manifestaciones plásticas no fueran estimadas. Ni siquiera fueron susceptibles de valoración en lo relativo a la idealización de los próceres porque la mayoría de los retratos resultan bastante desidealizantes. Su valor es de otro orden. Es el arte que asoma paradójicamente donde no hay arte, “la originalidad de la incompetencia”, como la llamara Eugenio Barney Cabrera.
Algunos de ellos se formaron en el taller de los Figueroa, encabezado por Pedro José Figueroa, autor de varios retratos de Bolívar y de algunas obras de interés como La muerte de Sucre, pintura de un llamativo valor narrativo. Él, como sus hijos José Celestino y José Miguel y otros retratistas de la república, trabajaron generalmente de memoria y muy ceñidos al estilo de Joaquín Gutiérrez.
El Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario cuenta con una enorme cantidad de retratos de esta época. En el aaula máxima se encuentran tres retratos del taller de los Figueroa, enmarcados dentro del perfil arriba señalado. Uno de ellos, el Rector Andrés Rosillo y Meruelo (atribuido a José Celestino Figueroa), presenta, además de las variaciones anteriormente señaladas, leves cambios con respecto a los anteriores retratos de rectores. Conserva la beca, una imagen de la Inamaculada, pero en su mano izquierda lleva una lupa, rasgo particular de la naciente etapa científica. En su mano derecha porta un libro con el nombre del rector.
Otros retratos del taller de los Figueroa son los retratos del rector José María Castillo y Rada y del rector Juan Fernández de Sotomayor; el primero caracterizado por otra disposición de los textos, el segundo por la cartela de papel añadida al original.
En la sala de juntas de la rectoría se encuentra el grueso de los retratos republicanos. Allí es posible encontrar los retratos de Camilo Torres, José María Portocarrero, Atanasio Girardot, Ignacio de Herrera, Joaquín Caicedo y Cuero, Francisco José de Caldas, José María García de Toledo y Manuel Rodríguez Torices, entre los más destacados. Es de subrayar la mayor precisión académica en el retrato de José María García de Toledo y la sobriedad y el foco visual alterno al rostro que produce el artefacto científico que tiene en sus manos el Sabio Caldas, posiblemente referente a su conocido estudio Del influjo del clima sobre los seres organizados.Un retrato particularmente llamativo es el Manuel Rodríguez Torices, obra de Luis García Hevia, de 1837. El pintor, alumno de Pedro José Figueroa, marcó una etapa de transición hacia un retrato más académico al romper parcialmente el acartonamiento y la brusca frontalidad de los Figueroa. García Hevia fue retratista, miniaturista y costumbrista, su retrato hace gala de una mayor soltura. Su particular estilo no sólo supuso una mayor libertad en el tratamiento plástico, también lo define una mayor unidad entre imagen y palabra, a veces agregaba a sus obras pasajes poéticos escritos por él mismo. En este caso el texto, aparte de su atractivo visual, invade el fondo del retrato haciendo una generosa referencia a las acciones del personaje.
Otros retratos de la época y repartidos en otras instalaciones de la institución son el óleo de doña Margarita de Austria, esposa de Felipe III y reina de España, obra del español Enrique Recio y Gil y el retrato de Pedro Acevedo Tejada.
El retrato a finales del siglo xix e inicios del siglo xx
En la segunda parte del siglo xix el retrato, como todo el arte del país, experimentó una inclinación hacia el academicismo. La figura del taller definitivamente fue desplazada por la figura de la academia. Artistas como José María Espinosa, Ramón Torres Méndez y el propio Luis García Hevia representaron ese cambio.
Se nutrieron de un mayor oficio para plasmar con mayor objetividad al personaje retratado o la escena costumbrista. La presencia de la fotografía trajo consigo la intensificación del valor de la similitud, y la representación fiel de la realidad se constituyó en la mayor pretensión del artista, sin embargo no desplazó el retrato al óleo sino que lo inquietó llevándolo a mejores niveles de perfección técnica con los pintores académicos de final de siglo.
Las motivaciones implícitas en la fotografía: darse identidad, perpetuarse trascendiendo el tiempo, además del uso social de proporcionar a las generaciones posteriores modelos ejemplarizantes a ser evocados por mediación de sus retratos, estaban presentes en el retrato pictórico. Todas esas funciones se perfeccionaron con los altos niveles técnicos que traía la academia de fin de siglo.
El siglo, entonces, culminó con pintores de mayor habilidad técnica y un marcado realismo académico como Epifanio Garay o Ricardo Acevedo Bernal. Ambos, los máximos retratistas de finales del siglo xix, llevaron el género a un ejercicio de máximo oficio y de gran calidad académica.
La colección del Colegio cuenta con algunos retratos de Ricardo Acevedo Bernal. El Rector Fernando Caycedo y Flórez (1928), en la pared principal del aula maxima, y los retratos de los rectores Juan Nepomuceno Núñez (hacia 1930) y Nicolás Esguerra (hacia 1928). El primero, uno de los grandes rectores y primer arzobispo de la Colombia independentista, es una pintura de color delicado, con matices y variaciones para obtener efectos de luz. Quizás lo más destacado sea el tratamiento de los pliegues del vestido y la sobria pose con que plasmó al rector. Las habilidades técnicas del pintor en lo concerniente a la suavidad del trazo, la diversidad de la iluminación y el manejo contenido del color se observan también en los otros dos retratos. El óleo del rector Juan Nepomuceno Núñez exhibe una gran oficio técnico, focalizado en la fuerza y agudeza del rostro. Obra de inocultable penetración en el alma del retratado.
El Rector Rafael María Carrasquilla (1904) es quizás el retrato más audaz en términos de un lenguaje pictórico contemporáneo. Óleo de Andrés de Santa María quien, por ese entonces, se movía en dos direcciones. Por un lado trabajaba obras centradas en investigaciones sobre las relaciones del tiempo y la luz, y por esta razón atentas al despliegue cromático a fin de hacer visibles las impresiones lumínicas. Sus temas eran marinas con desnudos femeninos, muy matéricas, vigorosas, y en buena parte trabajadas con espátula. Por otra parte, pintó retratos con fondos indeterminados, muy particulares dentro del género. En ellos tiende a fusionar en una estrecha unidad las atmósferas y formas, las figuras acortan la distancia con los fondos, efecto dimensionado por el manejo de la luz, la cual no se origina de ningún foco y emana estructuralmente de todo el espacio pictórico por mediación del color.
El retrato del rector Carrasquilla expresa algunas de estas características, el personaje parece desprenderse de un fondo brumoso y vacío. Ese énfasis en un espacio sin elementos decorativos o representativos le otorga un peso casi mayor a lo puramente pictórico en detrimento del mismo retratado, rasgo singular dentro de las obras de la colección. El espectador termina por admirar la autonomía de la pintura por encima de los valores representativos del retrato. De color directo, casi monocromo, profundo y frío; pincelada algo impresionista, suelta y fluida, con tendencia a liberarse de su encierro en las formas. Pese a que la naturaleza de la obra le contiene su anhelo expresivo, en ella anuncia ciertas libertades propias de la radicalización que asumió su lenguaje en años posteriores en lo tocante a la pincelada, gestualidad y presencia matérica.
El Rector José Vicente Castro Silva (1955), de Ricardo Gómez Campuzano, cierra el grupo de grandes retratos de este periodo. Ubicado en la pared principal del aula máxima es una obra muy propia de su autor, quien se distinguió por los paisajes y cuadros costumbristas plenos de luz y colorido. De su estadía en España proceden ciertos elementos de su pintura, al parecer muy influenciada por maestros como Sorolla o Julio Romero de Torres. Al regresar ejerció el retratismo articulando el realismo académico con alguna influencia impresionista. Son retratos suaves y plácidos, con fondos imprecisos a base de manchas que sugieren paisajes. En otros casos, los fondos son oscuros y nocturnos con a fin de resaltar al personaje. El óleo del rector José Vicente Castro Silva suma estas cualidades a otro rasgo propio del estilo de Gómez Campuzano como es la pericia en el tratamiento de los ropajes, telas y vestuario.
OBRA ESCULTÓRICA Y TRIDIMENSIONAL
++++Obra escultórica
No es abundante la obra escultórica en el Colegio Mayor. Básicamente se concentra en la escultura Fray Cristóbal de Torres (1909). Es un trabajo monumental situado en el centro del patio principal del Colegio y realizado por el español Dionisio Renart en Barcelona. Resulta curioso el dato considerando que el escultor logró una obra sólida y expresiva pese a ser realizada mediante fotografías de retratos del arzobispo fray Cristóbal. La obra de inmediato produce la sensación de rotunda fuerza vertical, de potencia ascensional, conseguida en buena parte por los efectos de los pliegues del vestido. Esa sensación se incrementa con la firmeza de carácter plasmada en el rostro. Esos valores fuertes se matizan con el gesto dulce y sereno de la mano derecha. La escultura fusiona en una perfecta unidad elementos recios y suaves, así como conjuga la insinuación de un movimiento hacia adelante con una férrea quietud.
Es de anotar que el escultor Renart, como él mismo lo reveló en cartas incluidas en las revistas del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario4, trabajó con especial esmero el rostro con el ánimo de dar cuenta de la penetrante personalidad e inteligencia de fray Cristóbal. Para tal fin desarrolló un estudio minucioso focalizado en la cabeza, en la espacialidad frontal y en los arcos superciliares de la figura. Consideró importante imprimir a la obra un carácter sobrio y sereno, distante de cualquier afán de teatralidad o grandilocuencia. El pedestal, junto a la enérgica y firme disposición del vestuario de la figura, contribuyen al propósito de ofrecer esa impresión de enorme sobriedad ajustada al carácter de fray Cristóbal.
La investigación de Dionisio Renart también abordó aspectos históricos relacionados con el vestuario y el formato del libro de las Constituciones que sostiene la figura en su mano izquierda. Las proporciones del cuerpo las estableció de acuerdo con los clásicos cánones griegos.
Monumentos funerarios
En la capilla de la Bordadita se encuentran varios monumentos funerarios, todos ellos de valor histórico, algunos de significación artística. Dentro de estos últimos cabe mencionar el Monumento a José María Castillo y Rada (1850), obra de estilo neoclásico de Pietro Tenerani, autor de varios monumentos a Bolívar, entre otros el ubicado en la Plaza de Bolívar, en Bogotá. El monumento está ornado con un bello bajorrelieve en mármol alusivo a Clío, musa de la historia y de la poesía épica.
El Monumento funerario a José Celestino Mutis de Giulio Corsini, en mármol oscuro, es otra pieza interesante. En el medallón central aparece la figura de Mutis, en el bajorrelieve se muestra al sabio en labores docentes y botánicas. En la parte inferior aparece la “Mutisia”, planta denominado así por Linneo en homenaje a José Celestino Mutis.
El Monumento funerario a fray Cristóbal de Torres contiene las cenizas del fundador del Colegio. La estatua, en yeso policromado, data del siglo xvii, antes de la construcción del monumento ocupaba un sitio en el retablo de la Iglesia. El Monumento funerario a monseñor Carrasquilla, hecho en vida de Monseñor, es un busto de Silvano Cuéllar, en mármol, aparece enmarcado por un diseño arquitectónico de Luis Alberto Acuña. En la capilla también se encuentran el Monumento funerario de Monseñor Castro Silva.
Mobiliario
El bargueño, ubicado en la rectoría, mueble del siglo xvii, es la gran obra de mobiliario con que cuenta el Colegio. Es una pieza hermosa de estilo renacentista, de madera pintada y con herrajes. Se levanta sobre un pedestal de cuatro patas unidas por un travesaño tallado con formas de arcos semicirculares sobre columnas. Al abrirse el tablero frontal pone al descubierto las gavetas y a la vez sirve como mesa de escritura. Es un bargueño de los denominados Pie de Puente.
Como todo bargueño es una celebración del detalle, encierra todo un micromundo en su interior. Se puede afirmar que posee una “inteligencia de escondite” debida a los múltiples cajoncillos o gavetas, dispuestos para encerrar colecciones, documentos y objetos diversos. Algunos cajones poseen una especie de voluntad de secreto, precisan de diversas estrategias para acceder a su contenido.
El Colegio dispone de una serie de piezas en plata labrada de mediados del siglo xviii. Se trata de diversos objetos litúrgicos, dos atriles y un juego de sacras legados por el rector Masústegui. Los atriles son de Cayetano de Esguerra. Son obras ajustadas a las estructuras formales de toda la platería de ese siglo, hacen gala de un juego ornamental barroco caracterizado por ser inspirado en los ritmos de la naturaleza. Más allá de su belleza y valor plástico estas piezas revelan un elemento importante de la orfebrería colonial: son un espacio de fusión de diversas cosmovisiones.
Los objetos, frontales de altares y custodias, fueron permeables a lo americano en lo concerniente a su evocación constante a la naturaleza. La alusión a formas y ritmos naturales se leyó como la esplendorosa expresión de lo divino, como lenguaje secreto de Dios; en tal virtud la excesiva decoración del barroco no se puede definir como simple ornamento. Tanto en las grandes piezas, como custodias o frontales de altar, como en objetos de tamaño menor, se puede apreciar el encuentro de las raíces del período prehispánico con la voluntad de forma barroca. De ese afortunado encuentro derivó una gran cultura de orfebrería. En general la labor de orfebrería de la etapa colonial toleró un encuentro cultural difícilmente perceptible en otras manifestaciones plásticas.
Volviendo a las piezas que nos ocupan, apreciamos en el centro del atril una venera y a sus lados un juego de hojarascas y flores. La venera es una concha que debe su nombre a la diosa Venus. Esta se representó con diversas modalidades desde la Grecia clásica; una de ellas fue el arquetipo Anadiomene, que podría traducirse como “emergiendo después de sumergida”, que se refiere al surgimiento del principio venusino desde las profundidades oceánicas, de allí su nacimiento de una concha. Esta representación fue inmortalizada por Botticelli en su famosa obra El nacimiento de Venus. La diosa, al ser recibida por Las Horas, emerge de las aguas y cobra forma en el tiempo. Por otra parte, a la misma Venus se le atribuía la fecundidad de la naturaleza, eso explica su constante asociación a lo primaveral y a la exuberancia de la naturaleza. Lo venusino, la fecundidad, el tema acuático, las ricas formas naturales, todo ello se da cita acopladamente en los atriles de la sacristía.
En el Banco de la República se guarda una custodia de propiedad del Colegio. Una pieza del siglo xix, tipo sol, con 76 esmeraldas y 47 amatistas distribuidas en el aro, los radios y el pedestal. Las custodias tipo sol son de estructura sencilla: el mástil, la base o pedestal y el sol irradiando luz. En el interior se encuentra el viril, donde se guarda la hostia sagrada. Todas de estilo muy rococó para significar esplendor y abundancia. La custodia del Colegio tiene toda una historia, que se inició a partir del 9 de abril. Desde ese momento, emprendió un continuo desplazamiento no exento de extravíos curiosos, hasta llegar al sitio donde se encuentra hoy día.
En ésta, como en las restantes custodias, su importancia radica no sólo en su visible opulencia, también en ellas se puede leer el mismo fenómeno indicado anteriormente con respecto al trabajo de orfebrería colonial. Presentan un interesante diálogo cultural entre la religiosidad europea y la simbología del mundo mundo mítico indígena. Ese cruce puede ayudar a explicar la relativamente fácil adaptación del poblador nativo a ciertos valores cristianos. Si bien es cierto las custodias están destinadas a guardar el símbolo de la resurrección de Cristo, sus formas solares podían ser recibidas sin mucha resistencia por el indígena pues en el interior de sus estructuras míticas lo solar era símbolo de un poder divino, dador de vida y regenerador.
Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario |
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Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario 350 años / El arte en el Colegio Mayor del Rosario
El arte en el Colegio Mayor del Rosario
Corredor, segunda planta.
Corredor, patio central del Colegio.
Corredor, segunda planta.
Corredor, segunda planta.
Techos y cielo raso, segunda planta.
Vitrales del archivo histórico.
Calvario. Óleo sobre tela, 156 x121 cm, siglo xvii. Atribuído a Juan Bautista Vásquez Ceballos (H. 1630-1677)
San Francisco de Asís. Óleo sobre tela, 74 x 55 cm, siglo xvii. Autor desconocido
San Jerónimo penitente. Óleo sobre tela, 167 x 117 cm, siglo xvii. Autor desconocido
Virgen del Rosario, advocación de la Bordadita. Óleo sobre tela; bordado en seda y plata, 87 x 62 cm, mediados del siglo xvii
Rector Andrés Rosillo y Meruelo. (1803-1806). Óleo sobre tela, 89,2 x 73 cm, comienzos del siglo xix. Atribuído a José Celestino Figueroa († 1870)
Manuel Rodríguez Torices. Óleo sobre tela, 81 x 64,3 cm, 1837. Luis García Hevia (1816-1887)
Francisco Javier de Vergara Azcárate y Caycedo. Óleo sobre tela, 70 x 50 cm, siglo xix. Autor desconocido
Felipe de Vergara Azcárate y Caycedo. Óleo sobre tela, 72 x 59 cm, mediados del siglo xix. Autor desconocido
Rector José María del Castillo y Rada. (1832-1835). Óleo sobre tela, 63,6 x 47,8 cm, primera mitad del siglo xix. Taller de los Figueroa (siglo xix)
Rafael Rivas Mejía. Óleo sobre tela, 88 x 71,8 cm, mediados del siglo xix. Autor desconocido
Rector Manuel Ancízar. (1882). Óleo sobre tela, 81,5 x 64,4 cm, 1885. Autor desconocido
Camilo Torres. Óleo sobre tela, 74,4 x 63,5 cm, mediados del siglo xix. Autor desconocido
José María Portocarrero. Óleo sobre tela, 69 x 52,3 cm, primera mitad del siglo xix. Autor desconocido
Atanasio Girardot. Óleo sobre tela, 70,4 x 63,5 cm, mediados del siglo xix. Autor desconocido
Ignacio de Herrera. Óleo sobre tela, 77 x 63,2 cm, 1841. José Celestino Figueroa († 1870)
Francisco José de Caldas. Óleo sobre tela, 80,7 x 60,7 cm, 1837. Autor desconocido
Miguel de Isla. Óleo sobre tela, 80,6 x 63 cm, primera mitad del siglo xix. Taller de los Figueroa (siglo xix)
José María García de Toledo. Óleo sobre tela, 80,8 x 64,3 cm, mediados del siglo xix. Autor desconocido
José María Mosquera. Óleo sobre tela, 78,7 x 64,2 cm, primera mitad del siglo xix. Autor desconocido.
Joaquín Mosquera. Óleo sobre tela, 75,5 x 60,7 cm, primera mitad del siglo xix. Autor desconocido
Domingo Caicedo Sanz de Santamaría. Óleo sobre tela, 79 x 62,3 cm, primera mitad del siglo xix. Atribuido a Luis García Hevia
José María Cabal. Óleo sobre tela, 73 x 62 cm, mediados del siglo xix. Autor desconocido
Antonio Villavicencio. Óleo sobre tela, 60 x 47,6 cm, primera mitad del siglo xix. Autor desconocido
José Fernández Madrid. Óleo sobre tela, 81 x 64 cm, 1837. Autor desconocido
Hermójenes Maza. Óleo sobre tela, 75,3 x 70,5 cm, mediados del siglo xix. Autor desconocido
Joaquín Caicedo y Cuero. Óleo sobre tela, 81 x 63 cm, mediados del siglo xix. Narciso Gómez (siglo xix)
Miguel Díaz Granados. Óleo sobre tela, 80,6 x 64,2 cm, primera mitad del siglo xix. Autor desconocido
Andrés Auza. Óleo sobre tela, 76 x 63,5 cm, mediados del siglo xix. Autor desconocido
José Joaquín Camacho. Óleo sobre tela, 80,5 x 64,7 cm, mediados del siglo xix. Autor desconocido
Manuel Benito Rebollo. Óleo sobre tela, 80,4 x 64,6 cm, primera mitad del siglo xix. Autor desconocido
Rector Antonio de Paniagua y Fajardo. (1782-1783). Óleo sobre tela, 84,5 x 66 cm, primera mitad del siglo xix. Círculo de García Hevia
Rector Manuel Cañarete. (1835, 1837-1840, 1851-1852). Óleo sobre tela, 81 x 63 cm, primera mitad del siglo xix. Círculo de García Hevia
Rector Fernando Caycedo y Flórez. (1793-1796, 1799-1802). Óleo sobre tela, 196,5 x 97,5 cm, 1928. Ricardo Acevedo Bernal (1867-1930)
Arzobispo Manuel José Mosquera. Óleo sobre tela, 60,5 x 50 cm, mediados del siglo xix. Autor desconocido
Rector Juan Nepomuceno Núñez Conto. (1852-1858). Óleo sobre tela, 194,5 x 93 cm, hacia 1930. Ricardo Acevedo Bernal (1867-1930)
Rector Juan Agustín Uricoechea. (1864-1866). Óleo sobre tela, 83,5 x 65,5 cm, hacia 1910. Silvano A. Cuéllar (1873-1938)
Rector Francisco Eustaquio Álvarez. (1866-1870, 1872-1874). Óleo sobre tela, 86,8 x 75 cm, hacia 1885. Autor desconocido
Rector Nicolás Esguerra. (1871). Óleo sobre tela, 196 x 95 cm, hacia 1928. Ricardo Acevedo Bernal (1867-1930)
Rector Carlos Martínez Silva. (1886-1887). Óleo sobre tela, 69,1 x 54,5 cm, 1891. J. Eugenio Montoya (siglo xix)
Rector José Manuel Marroquín. (1887-1890). Óleo sobre tela, 70,1 x 52,5 cm, 1889. J. Eugenio Montoya (siglo xix)
Rector Rafael María Carrasquilla. (1890-1930). Óleo sobre tela, 223 x 113 cm, 1904. Andrés de Santa María (1860-1945)
Rector José Vicente Castro Silva. (1930-1968). Óleo sobre tela, 209 x 114,5 cm, 1955. Ricardo Gómez Campuzano (1893-1981)
Rector Antonio Rocha. (1968-1973). Óleo sobre tela, 75 x 55 cm, 1979. Héctor Osuma (1938)
Rector Carlos Holguín Holguín. (1973-1978). Óleo sobre tela, 84 x 66 cm, 1978. Justiniano Durán
Rector Álvaro Tafur Galvis. (1978-1986). Óleo sobre tela, 84 x 66 cm, 1986. Justiniano Durán
Rector Roberto Arias Pérez. (1986-1990). Óleo sobre tela, 84 x 66 cm, 1990. Justiniano Durán
Rector Gustavo de Greiff Restrepo. (1990-1991). Óleo sobre tela, 84 x 66 cm, 1992. Justiniano Durán
Rector Mario Suárez Melo. (1991-1997). Óleo sobre tela, 84 x 66 cm, 1997. Justiniano Durán
Muestras de orfebrería litúrgica.
Muestras de orfebrería litúrgica.
Muestras de orfebrería litúrgica.
Muestras de orfebrería litúrgica.
Muestras de orfebrería litúrgica.
Muestras de orfebrería litúrgica.
Ofrenda del colegial Pedro Pradilla. Óleo sobre tela, 108 x 80 cm, 1782. Autor desconocido. Círculo de Joaquín Gutiérrez
Muestras de orfebrería litúrgica.
Muestras de orfebrería litúrgica.
Muestras de orfebrería litúrgica.
San Emigdio. Óleo sobre tela, 98,5 x 69,8 cm, finales del siglo xviii. Atribuido a Joaquín Gutiérrez
Rector Cristóbal de Torres Bravo. (1683-1684, 1698-1701). Óleo sobre tela, 200 x 91 cm, comienzos del siglo xix. Autor desconocido
Rector Juan Fernández de Sotomayor y Picón. (1823-1832). Óleo sobre tela, 76,5 x 75,5 cm, 1822. José Antonio Porras (siglo xix)
Rector Fernando Antonio Camacho de Guzmán. (1711-1714, 1728-1733). Óleo sobre tela, 200,3 x 104,5 cm, hacia 1715-1720. Autor desconocido
Rector José Gabriel Pérez Manrique de Lara y Ospina. (1744). Óleo sobre tela, 200 x 118,5 cm, primera mitad del siglo xviii. Autor desconocido
Rector Sebastián Carlos Prettel y Cid Cuadrado. (1697). Óleo sobre tela, 198,5 x 100,5 cm, finales del siglo xvii. Autor desconocido
Rector Francisco Lucas Pérez Manrique de Lara. (1733-1736). Óleo sobre tela, 200 x 118, 5 cm, primera mitad del siglo xviii. Autor desconocido
Rector Cristóbal de Araque Ponce de León. Óleo sobre tela, 86,5 x 74 cm, 1782. Taller de los Figueroa
Rector Juan de Mosquera Nuguerol. (1666-1667, 1673-1676). Óleo sobre tela, 193,3 x 108 cm, segunda mitad del siglo xvii. Taller de los Figueroa
Fray Cristóbal de Torres. Óleo sobre tela, 202,5 x 108 cm, 1643. Gaspar de Figueroa († 1658)
Rector Miguel José Masústegui y Calzada. (1745, 1763-1666, 1769-1773, 1778-1780). Óleo sobre tela, 200 x 109,5 cm, segunda mitad del siglo xviii. Joaquín Gutiérrez (siglo xviii)
Rector José Joaquín de León y Herrera. (1759-1763). Óleo sobre tela, 203 x 101, 5 cm, finales del siglo xviii. Joaquín Gutiérrez (siglo xviii)
Rector Nicolás Flores de Acuña. (1677, 1687). Óleo sobre tela 202 x 109,5 cm, segunda mitad del siglo xvii. Atribuído a Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos (1638-1711)
Rector Agustín Manuel de Alarcón y Castro. (1780-1782, 1783-1790). Óleo sobre tela, 200,6 x 107,8 cm, finales del siglo xviii. Autor desconocido
Mutis, profesor de matemáticas. Óleo sobre tela, 198 x 134,5 cm, 1801. Pablo Antonio García del Campo (1744-1814)
Vitral y cuadro del Calvario en el interior de la capilla de la Bordadita.
Escalera principal, segunda planta.
Muestra de orfebrería litúrgica.
Alegoría del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. Óleo sobre lienzo, hacia 1919. Ricardo Acevedo Bernal (1868-1930)
Púlpito en madera tallada y dorada, capilla de la Bordadita (siglo xvii).
Cúpula, capilla de la Bordadita.
Fachada del Colegio a finales del siglo xix.
Patio del Colegio a finales del siglo xix.
Magdalena penitente. Óleo sobre tela, 175 x 122 cm, siglo xvii. Autor desconocido, escuela veneciana
La Virgen niña con san Joaquín y santa Ana. Óleo sobre tela, 188 x 160 cm, segunda mitad del siglo xvii. Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos (1638-1711)
Santo Tomás de Aquino. Óleo sobre tela, 97 x 81,5 cm, segunda mitad del siglo xviii. Atribuido a Joaquín Gutiérrez
La cena en casa de Emaús. Óleo sobre tela, 127 x 199 cm, 1919. Ricardo Acevedo Bernal (1868-1930)
El beso de Judas. Óleo sobre tela, siglo xvii. Baltasar de Figueroa († 1667)
San Faustino, obispo de Padua, y santo Tomás (disputa sobre la Inmaculada). Óleo sobre tela, 200 x 144 cm, segunda mitad del siglo xvii
La Virgen de Loreto con caballero orante. Óleo sobre tela, 250 x 166 cm, mediados del siglo xvii. Autor desconocido
La coronación de la Virgen. Óleo sobre tela, 221 x 154 cm, mediados del siglo xvii. Baltasar de Figueroa († 1677).
Texto de: Javier Gil Marín
El Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario dispone de una importante cantidad de obras de arte. Prácticamente todos los géneros se encuentran representados en los diversos espacios del Colegio.
Arquitectura, escultura, orfebrería y, sobre todo, pintura, se constituyen en valiosos testimonios tanto de la historia del país como de la misma evolución de las artes plásticas nacionales en un periodo que se extiende del xvii al siglo xx. En su colección de pintura encontramos importantes manifestaciones de arte colonial, incluidas obras de Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos y de Baltasar de Figueroa; de arte virreinal, representado por el particular estilo de Joaquín Gutiérrez; de arte republicano con una significativa cantidad de retratos de gestores de la Independencia y de la nueva república; y, finalmente, de pintores que abren la modernidad, como Ricardo Acevedo Bernal o Andrés de Santa María.
Es nuestra intención ofrecer una mirada al conjunto de las expresiones plásticas visuales tratando de no ceñirnos exclusivamente a una apreciación de sus valores formales. No se trata de ignorar esa perspectiva, pero sí de advertir su insuficiencia para comprender un tipo de arte condicionado explícita e implícitamente por regulaciones de tipo religioso y político. Esa condición implica un tipo de aproximación, de corte más iconológico, que permita advertir tanto los valores estéticos como los contextos que interpelan y dan sentido a las propias expresiones artísticas. Al mismo tiempo las obras, como testimonio de su tiempo, facilitan acceder a esos campos discursivos, sean religiosos, estéticos o políticos. Allí reside su valor histórico y documental. Por ello nuestra opción viaja cruzando las formas artísticas con su trasfondo histórico. Arte e historia reflejándose e inquietándose mutuamente como en un juego de espejos.
Pero si una perspectiva netamente formalista es limitada para apreciar el valor histórico de las obras del Colegio Mayor, también lo es para captar el valor de ciertas expresiones con escasa riqueza formal pero llenas de alma, gracia y vida. En la colección de pinturas del Colegio Mayor encontramos cuadros distanciados de los delineamientos estéticos oficiales, cuadros ingenuos, hasta candorosos, pero de indudable originalidad. La misma historia del arte ha considerado que los valores formales ideales impiden ver otras manifestaciones provistas de una expresión poética profunda y sincera, por ello ha puesto en discusión categorías estéticas absolutas y eternas. El concepto de lo bello se ha redefinido desde otros conceptos como lo absurdo, lo extravagante, lo terrible, lo siniestro y hasta lo feo.
El texto recorre los diversos géneros artísticos, arquitectura, pintura, obra escultórica y tridimensional, puntualizando sus valores plásticos y situándolos, en lo posible, en campos discursivos más amplios que los hagan comprensibles. Se le otorga una mayor importancia a la pintura, fundamentalmente religiosa y retratística, por contar con una representación generosa tanto en cantidad como en calidad.
La iglesia de la Bordadita
La capilla de la Bordadita fue inaugurada en 1653, desde esa fecha ha sufrido muchos cambios y restauraciones reflejados en la diversidad de estilos artísticos que en ella se reúnen. En 1785 la torre experimentó su primera destrucción, en 1920, tras el terremoto de 1918, se remodeló gracias al impulso de monseñor Carrasquilla. En 1953 el pintor Luis Alberto Acuña puso en marcha una serie de modificaciones en el frontón, techo y retablo. En 1971 fue restaurada por el arquitecto Germán Téllez quien –entre otras cosas– construyó el nuevo altar separado del retablo, reparó la puerta y su claveteado y dejó al descubierto el balcón del coro, oculto desde principios de siglo.
La fachada de la capilla es uno de los tesoros artísticos más sobresalientes del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. En particular se destaca el tímpano del frontón con cinco figuras, en barro cocido y estucado. En la parte superior la Virgen con el Niño, a su derecha santo Domingo de Guzmán, fundador de la orden de los predicadores y a quien la Virgen entrega el rosario. En los dominicos la figura de Santo Domingo está muy ligada al tema mariano, aparece ocasionalmente cediendo el hábito a la Virgen, pero sobre todo son frecuentes las imágenes en las que ella ofrece el rosario a santo Domingo. No en vano a la orden dominica se le atribuye la difusión del rosario en América.
A la izquierda de la Virgen se ubica santa Catalina de Siena, valorada santa dominica del siglo xiv y muchas veces representada en éxtasis ante la visión de Cristo. Estas tres figuras se levantan sobre una peana de ángeles. Abajo de esta tríada encontramos a santo Tomás de Aquino, en la esquina derecha, y a fray Cristóbal de Torres, en el costado izquierdo. Todos ellos configuran un semicírculo, habitualmente los frontones de los templos se rematan con un medio círculo, símbolo de lo espiritual. Esa forma se levanta sobre la dimensión terrestre, representada por el cuadrado constituido por las columnas y el portón.
Lamentablemente la estrechez de la calle impide un mejor punto de vista de las figuras, no obstante se puede afirmar que son un conjunto de gran riqueza plástica. Responden al espíritu renacentista en lo tocante a una ajustada síntesis de sensualismo e idealismo. Todo el conjunto está dotado de una notable expresión, las túnicas y vestidos alcanzan una sobresaliente perfección en el tratamiento de sus pliegues, un gesto de profunda devoción se perfila en los rostros y manos de las figuras. El arco que recoge el conjunto escultórico está encuadrado por dos pares de columnas estriadas y rematadas en capiteles corintios. La parte inferior del fuste se decora con motivos vegetales, ornamentación muy frecuente en el arte colonial hispanoamericano.
El portón, de medio punto, con claveteado en bronce, es particularmente imponente. Es renacentista original, sólido, monumental y lleno de tiempo. El interior de la capilla es bastante ecléctico, se destaca la belleza del coro y del púlpito, verdaderas obras de arte barroco colonial. El coro conserva su estructura original de madera tallada policromada y dorada. Durante un período de tiempo las vigas, cielo raso y canes del sotocoro, estuvieron cubiertas. A partir de la renovación de 1971, realizada por el arquitecto Germán Téllez, recuperaron la visibilidad. El púlpito, una talla del siglo xvii, estuvo inicialmente en la catedral y posteriormente se trasladó a llenar de brillo y luz la iglesia de la Bordadita.
El decorado de la techumbre se estructuró sobre la base de casetones octogonales con florones dorados, esa estructura procede de Serlio, quien a su vez lo tomó de edificios de la Roma imperial. La nave es de bóveda de cañón y testero plano. El retablo no es de gran importancia, ha sido modificado en varias ocasiones. En 1953 fue rediseñado algo caprichosamente por el pintor Acuña quien incluyó zonas blancas que no corresponden con el espíritu barroco.
El claustro de Nuestra Señora del Rosario
La fachada del claustro ha conservado el carácter claro, austero y severo de la construcción del siglo xvii. Su actual fisonomía no es original, fue parcialmente reconstruida en 1918, pese a ello mantiene la norma de los colegios de la época. El patio claustrado, de planta cuadrada, presenta ciertas mezclas arquitectónicas producto de las sucesivas restauraciones. Dispone de dos galerías, la baja se configura con una sucesión de arcos de medio punto, la galería alta se sostiene con columnas rematadas de ménsulas renacentistas. La baranda, originalmente de madera, fue sustituida por una moderna en cemento. En el centro del patio se erige la estatua de fray Cristóbal de Torres.
Otros lugares de valor artístico e histórico son la rectoría, el salón del archivo histórico y el aula máxima. Esta última es un recinto de estimable valor simbólico no sólo por los retratos que lo visten sino por los eventos que allí han tenido lugar.
Construido en 1916 presenta un trabajo de relieves en yesería propio del eclecticismo del siglo xix, obra de la familia Ramelli a quienes también se debe la decoración de la Gobernación de Cundinamarca y del Salón Elíptico del Capitolio. En la yesería sobresalen los medallones con la cruz de Calatrava, escudo del Colegio. En las paredes del aula se encuentran los retratos de los distintos rectores y personalidades académicas vinculadas al Colegio, unos mejor logrados que otros, sin embargo todo el conjunto presenta un importante valor histórico.
Pintura religiosa
Periodo colonial. Siglo xvii y xviii.
Todas las manifestaciones poéticas y artísticas en esta época tenían un objetivo misional, se destinaban a la propagación de la fe católica. Con la Contrarreforma, y en particular con el Concilio de Trento (1545-1563), a las obras de arte se les encomendó la función de persuadir por medio de su intensidad expresiva.
Las figuraciones plásticas podían ser más persuasivas y penetrantes al incidir en lo emocional y afectivo del creyente, no hay duda que un Cristo en la cruz tenía más pathos que una simple formulación lingüística. Las imágenes con esa intencionalidad operaban como densos campos visuales plenos de escenas alusivas a relatos bíblicos y a conceptos filosóficos o teológicos. Esa actitud, española en extremo, va a encontrar en el barroco una voluntad formalizadora muy apropiada. Adicionalmente se acoplaba perfectamente con el objetivo de cristianizar al continente americano.
Lo exaltado, lo místico, lo erótico, la expresividad emocional, se ajustaba perfectamente a una estética caracterizada por las curvas, el flujo continuo, la tensión, el dinamismo, el juego de luces y sombras y el asombroso despliegue espacial. Es decir un arte que privilegiaba las fuerzas emocionales sobre las formas. Sin embargo, y pese a corresponder al barroco en España, las obras que se produjeron en el Nuevo Reino de Granada, como en toda América española, eran un híbrido de tendencias renacentistas, manieristas y barrocas. Quizás por ello no resulta afortunado denominar el arte colonial como “barroco”. Al parecer no estaban dadas las condiciones, sociales, económicas, culturales, religiosas y aún estéticas, para configurar un estilo netamente barroco. Más aún si consideramos, como se infiere de lo anterior, que lo barroco no es simplemente un juego decorativo, es una forma de ver, de comprender y de relacionarse con el mundo.
A la Nueva Granada llegaron diversos estilos sin una coherente continuidad histórica y –evidentemente– sin los contextos que los originaron, ni las fuerzas socioculturales que los hicieron posible. Se tomaban elementos formales de sus lugares de procedencia sin mayor elaboración o coherencia, por eso se fusionaba con facilidad una composición renacentista con ciertas señas medievales y con elementos de color barrocos. Buena parte de los cuadros que llegaron durante el siglo xvi y xvii eran renacentistas en su serena composición pero todavía con asomos medievales en su contenido y emoción. Esa mezcla formal, además, se inspiraba en obras y estampas de grabados con reproducciones de grandes maestros como Rubens o Murillo quienes influyeron notablemente en pintores como los Figueroa y Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos.
Los criollos queriendo imitar las fuentes europeas difícilmente introducían algún toque local, a veces insertaron elementos de flora y fauna, pero incluso esas leves inserciones se hacían en un contexto y una estructura muy obediente a los modelos europeos. La permisibilidad para introducir elementos locales fue mayor en labores consideradas menores como el artesanado o las artes decorativas y ornamentales. Ese fenómeno es explicable si se considera que de España llegaron dos influencias estéticas: la grecolatina, más oficial, clásica y renacentista; y una más popular de corte más barroco. Naturalmente esta última entró en mayor contacto con tallistas y orfebres que colaboraban en labores artesanales.
El espíritu barroco era afín con la ornamentación geométrica desarrollada en las culturas prehispánicas aunque con motivaciones distintas. Para unos, los españoles, los detalles decorativos inspirados en la naturaleza tenían una clara motivación religiosa, y no netamente naturalista. La belleza natural demostraba la grandeza divina. Para los otros, los artesanos locales, el sentido geometrizante y el ímpetu ornamental procedía de una mítica entroncada en los ritmos y formas de la naturaleza. Así se estableció una afortunada conjunción de lo barroco español con la geometría floral derivada del mundo indígena, así fuera en los marcos de los cuadros y en lo ornamental. De hecho, la ornamentación geométrica en el período prehispánico no estaba encerrada en los estrechos límites que supone el concepto de “cuadro”.
Obras de arte religioso colonial
La Virgen de la Bordadita
En América se desarrolló con particular intensidad la iconografía mariana. Muchas obras de arte colonial narraron episodios de la vida de la Virgen y muchos otras plasmaron las escenas de la Anunciación, la Asunción o la Epifanía.
La Virgen María gozó de una gran devoción en las diversas órdenes religiosas, en particular en los dominicos. La advocación de la Virgen del Rosario originó muchas capillas e iglesias, entre ellas la de la Bordadita. Si la figura de Cristo se asoció en algunas oportunidades a lo solar, la Virgen se vinculó a lo lunar, incluso a lo acuático (representado en el manto azul). En América, incluso, en una gran condensación iconográfica de cosmovisiones, se la asimiló a la madre tierra, a la montaña sagrada, al tabernáculo o vientre donde se gesta la luz de Cristo.
Su riqueza iconográfica tuvo una de sus fuentes en Apocalipsis 12. Allí san Juan dice: “Apareció en el cielo una señal grande: una mujer envuelta en el sol, con la luna debajo de sus pies y sobre la cabeza una corona de estrellas”. Las representaciones inspiradas en este pasaje se desarrollaron con generosidad en la América hispánica. También se dio enorme cabida a la imagen de la Inmaculada con toda la riqueza de símbolos que la acompañan en sus diversas representaciones desde el siglo xv: serpiente bajo la figura de la Tota Pulchra, luna, espejo, estrella, rosal, fuente, jardín cerrado, lirio, palma. En la sacristía del Colegio se encuentra una Inmaculada de autor anónimo y de discreta calidad. Es una obra del siglo xix derivada del pintor español Murillo.
Ese contexto iconográfico se pone de manifiesto en la Virgen del Rosario, advocación de la Bordadita, obra del siglo xvii que preside y da origen a la capilla del mismo nombre en el Colegio Mayor. Ciertamente no es una gran obra desde el punto de vista artístico, pero resulta dotada de una gracia particular, aparte de su significación simbólica. Es llamativo el trazo de la cortina el cual deja ver la aparición de la Virgen en las alturas celestes. No menos llamativa es la forma tan delineada como se perfila el manto, ese tratamiento le imprime un señalamiento visual que no es de extrañar si recordamos que en las representaciones del siglo xv la humanidad aparece acogida en el manto de una Virgen del Rosario rodeada de una corona de rosas o de un rosario. Se tenía fe en su manto protector como sanador de los males del alma y del cuerpo. Su minucioso bordado también invita a establecer asociaciones con el mundo natural relativas al vientre o a la montaña fértil y sagrada.
La Virgen niña con san Joaquín y santa Ana
Obra de Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos del siglo xvii. Esta pintura, disponible en la capilla, es un fiel reflejo de la estética de su autor. Se trata de una obra serena, aquietada, sin tensión interna, de composición equilibrada, con un eje central de simetría. Gregorio Vásquez tiene poco de barroco, su universo rechaza los excesos emocionales y, por tanto, las figuras no se agitan, ni se presentan movimientos que descentren la atención. Tampoco crea mundos ilusorios, más bien responde a las convenciones renacentistas de tratamiento espacial como se puede apreciar en esta obra. Tiende a lo suave, armónico y mesurado, los juegos de luces y sombras se orquestan con esos propósitos y se desarrollan como un claroscuro esfumado. Todo ello, junto con su indiscutible calidad de dibujante, se transparenta en La Virgen niña con san Joaquín y santa Ana. La pintura hace gala de una línea sintética y segura, así como de su habitual manejo del color basado en una paleta de colores tierra.
La Virgen de Loreto con caballero orante
Esta bella obra del siglo xvii se encuentra en la escalera principal. A pesar de ajustarse fielmente a la leyenda de la Virgen de Loreto no deja de ser una imagen sorprendente. Se cuenta que los cruzados perdían el control sobre las tierras santas cuando se dio la orden divina de trasladar la casa de María, donde tuvo lugar la Anunciación de san Gabriel, a un lugar seguro. Fue transportada por ángeles, aproximadamente hacia 1291, a Loreto, Italia. Un grupo de pastores la vieron volando, con la Virgen y el Niño Jesús sentado sobre ella y sostenida por ángeles.
A partir de ese relato, la Virgen de Loreto se consideró la patrona de los aviadores. Más allá de la leyenda la obra es notable, no sólo por sus calidades pictóricas sino por la extrañeza de la imagen, casi de orden surrealista. Esa condición la llena de posibilidades para una lectura de corte más alegórico. Los temas de la Anunciación o Asunción de la Virgen son susceptibles de emparentarse con la elevación de la casa, si a esta la consideramos como metáfora del cuerpo y de la materia y si tenemos en cuenta que el mensaje de san Gabriel era un mensaje de fecundidad y –por tanto– de sublimación de la materia por medio de la “elevación” espiritual.
Magdalena penitente
Obra anónima del siglo xvii, ubicada en la Capilla. Desde el Concilio de Trento la cultura recuperó su carácter marcadamente visual, el éxtasis de los santos tenía por objeto impresionar al espectador y subrayar la diferencia entre santos y mortales. Muchos de ellos están en trance místico y formalmente los pliegues de los vestidos se estremecen para sugerirlo, basta pensar en la Santa Teresa en extasis de Bernini. Esta imagen, situada a mitad de camino entre lo renacentista y lo barroco, exhibe algo de esas cualidades.
Alude a Magdalena penitente, es de anotar que a partir del mencionado concilio proliferaron las imágenes representando a María Magdalena derramando lágrimas de arrepentimiento, respuesta visual a los ataques de los protestantes contra la confesión. A finales de la Edad Media se produjó una preocupación especial por el dolor y se magnificó el culto a la Pasión. El Cristo sufriente y patético sustituyó la imagen serena y digna de épocas precedentes. El periodo barroco, tan caracterizado por presentar una reacción pasional en todos los órdenes de la vida, se reflejó en la cargada emocionalidad de sus obras de arte. Desde el punto de vista iconológico este tipo de imágenes pueden utilizarse como documentos para una historia de las emociones.
El cuadro deja ver esas intensidades, no sólo por el tratamiento del vestido sino por la luz diagonal que colabora para producir la sensación de un trance senso-espiritual. En la penumbra, y no en vano casi carentes de luz, están las riqueza y banalidades a las que ha renunciado María Magdalena. Una mano las señala junto a una calavera asociándolas a la fugacidad que les impone la muerte. Se refieren, quizás, a los siete demonios de los que fue liberada según relatan los textos evangélicos.
La coronacion de la Vírgen
Óleo de Baltasar de Figueroa (siglo xvii). Ubicado en el muro occidental de las escaleras del claustro. El tema de la Virgen coronada por la Santísima Trinidad es derivado, como muchas de las obras coloniales, de grabados y cuadros de maestros europeos. Este procede de una obra de Rubens. Las figuras se suspenden en espacios abiertos, con colores de parecida saturación pero estableciendo contrastes entre rojos y fríos. Una serie de ejes orientan los trayectos del ojo, hasta casi imaginariamente trazar un largo eje vertical, un eje horizontal y diversos triángulos. Esa geometría implícita, aparte de sus contenidos simbólicos, le imprime ritmo y equilibrio dinámico al conjunto de la obra.
En ella se integran elementos renacentistas y barrocos, una cierta tendencia al movimiento se orquesta con una estructura de fondo ordenada y equilibrada; un velado rigor geométrico idealizante, marcado por los rostros dulces y suaves típicos del Renacimiento, se mezcla con una pequeña dosis de teatralidad barroca. La apertura al espíritu barroco hizo de Baltasar de Figueroa el más suelto y dinámico de los Figueroa, esa condición le permitió pintar grandes escenas con perspectivas y composiciones complejas.
San Faustino, obispo de Padua, y santo Tomás (disputa sobre la Inmaculada)
Obra del siglo xvii, situada en la capilla. De autor desconocido, pero una muy semejante de Baltasar Vargas de Figueroa en la iglesia de Santa Clara permite pensar en su autoría. En ella se aprecia toda una síntesis visual de una disputa teológica. San Faustino había leído los textos de santos Tomás y consideró que no defendían el dogma de la Inmaculada Concepción. Una noche le apareció el mismo santo Tomás en sueños para hacerle ver la incomprensión de sus libros, habida cuenta que en ellos sí se defendía el dogma. Al tiempo lo exhortó a celebrar la fiesta de la Inmaculada en su iglesia. San Faustino, convencido y emocionado, organizó una gran fiesta a la Virgen.
La escala espacial es iconográficamente significativa, la disposición desde lo terrestre a lo aéreo se correlaciona con la estructura de un relato próximo a lo onírico. El ojo viaja por la superficie pictórica guiado por las miradas y manos de los personajes hasta relacionarlos entre sí en sentido vertical y desde lo externo a lo más interno del cuadro.
Los elementos iconográficos, libro, casa (símbolo de la condición de fundador de santo Tomás) son igualmente pertinentes, así como las relaciones entre texto e imagen. Se destacan las palabras que se desprenden de santo Tomás, disposición de los textos posiblemente heredada del arte gótico y ocasionalmente utilizada en el arte colonial. La frase, escrita al revés, posee enorme gracia visual y gran sentido en el interior del relato. Afirma en latín: “María sin mancha original, concebida”. El texto en el costado inferior derecho alude a la aprobación del dogma de la Inmaculada Concepción por diversas personalidades, incluido el Sagrado Tribunal de la Suprema Inquisición.
El beso de Judas
Obra de Baltasar de Figueroa, situada en la capilla. Siglo xvii. Buen ejemplo de algunos rasgos que diferencian la pintura de su autor con respecto a otros miembros de su familia. En ella fondo y forma se aproximan, las figuras no se recortan del espacio de manera tan marcada. En esta pintura se presentan asomos de la técnica tenebrista importada de Italia por los sevillanos. Presenta contrastes entre las zonas alrededor de la figura de Cristo, algo convulsas, oscuras e inquietas, y el mismo rostro de Jesús, plácido, sereno e irradiando luz. En general, evidencia algo propio de las obras de Baltasar de Figueroa: la intersección de la belleza idealizada del Renacimiento con cierta exaltación barroca menos ideal y más dramática.
Santo Tomás de Aquino
Obra atribuida a Joaquín Gutiérrez. Siglo xviii. En el mundo americano el dominico italiano santo Tomás de Aquino, uno de los máximos teólogos medievales, no falta en ninguna iglesia dominica. Se solía pintarlo en su estudio, recibiendo la iluminación, listo a escribir y exhibiendo en su pecho la imagen del sol, como símbolo de sabiduría e iluminación. Otras representaciones lo muestran en los estantes de su biblioteca con tomos de la Summa Theologica, también como defensor de la eucaristía frente a los herejes. Esta pintura del siglo xviii recoge esas tradiciones iconográficas y las enmarca dentro de un lenguaje plástico propio del círculo del pintor Joaquín Gutiérrez. Pintura algo plana, de cierto aire popular y tocada por un aire de retratismo detallado y decorado.
San Emigdio
Obra del siglo xviii, atribuida al taller de Joaquín Gutiérrez. Pintura alusiva a san Emigdio, patrón de los terremotos. La imagen es suficientemente esclarecedora al respecto. En la parte inferior una ciudad padece la devastación ocasionada por un terremoto, un barco es removido por un maremoto, al costado derecho una oración a san Emigdio; quien desde lo alto concede una bendición. La imagen, de plácida candidez, no exhibe un tratamiento trascendente o espiritualizado, su mérito radica en la proximidad a lenguajes contemporáneos más ceñidos a lo popular y lo masivo. Esa condición no descalifica la obra, por el contrario, termina por otorgarle una inesperada actualidad.
Pinturas religiosas en el siglo xx
Son dos las pinturas religiosas de gran interés con que cuenta el Colegio Mayor. Ambas de Ricardo Acevedo Bernal; una y otra nos muestran la transformación que experimentó la pintura a partir de finales del siglo xix. En ese momento, como producto del espíritu de la Ilustración, la academia se impuso y con ella la representación realista se convirtió en la suprema aspiración de las artes plásticas. Ese paso del taller a la academia trajo consigo nuevos conceptos y el aprendizaje profesional del oficio y las técnicas pictóricas.
Las obras de Acevedo Bernal se sitúan en ese contexto. La de mayor trascendencia adorna, a la manera de los palacios italianos del Renacimiento, el plafón de la escalera principal del Colegio. Es la Alegoría del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario (1918). Es una pintura en la que se pone de manifiesto un tratamiento de la perspectiva mucho más correcto que el arte precedente. Sobresale el equlibrio de la composición y las relaciones de luz y color, características de toda la pintura de Acevedo Bernal.
La alegoría es sencilla, en el plano superior la Virgen y el Niño Jesús extienden sus manos hacia Santo Tomás de Aquino, quien en su gesto se dirige hacia ellos. En la zona inferior el arzobispo Cristóbal de Torres presenta los estatutos a la Virgen. A su lado un ángel eleva los libros y el escudo del Colegio mediante un fuego purificador. La disposición en el espacio y el tratamiento de la perspectiva abren una lectura en diversos planos: hacia lo alto, hacia lo profundo, e incluso trazando un círculo que conecte los cuatro puntos focales donde se establecen las figuras.
La cena en casa de Emaús
Óleo de 1919 ubicado en el coro de la capilla. Es una pintura cuyo mayor valor reside en el flujo luminoso que entra por la ventana bañando el rostro de Cristo. Los personajes están perplejos al apreciar la tibia luz que lo ilumina. La actitud de todos ellos otorga a la pintura una especie de atemporalidad, pese a referirse a un momento particular. Alude a un episodio narrado en Lucas 24, en concreto al instante en el que los discípulos, súbitamente, descubren que el desconocido con quien cenan es el mismo Jesús ya resucitado.
La pintura de retrato en el Colegio Mayor del Rosario
Es el retrato el género artístico con mayor representación en la pinacoteca del Colegio. Se puede ubicar tentativamente el origen del género con los bustos romanos, construidos como documento de identidad o conmemorativo. El mérito del retratista no radicaba en la libertad expresiva, propia del arte posterior, sino en la fidelidad al modelo. Esta no se refiere exclusivamente al semblante físico, se extiende a las dimensiones sicológicas del retratado. En el retrato pesa más el alma que el cuerpo, sostenía Leonardo.
Se puede realizar un seguimiento a la historia del país a partir de los retratos leídos como documento histórico. En los últimos años los historiadores han extendido sus fuentes a la historia de las mentalidades, de la vida cotidiana y del cuerpo.
En ese orden de ideas, la obra artística en la actualidad empieza a adquirir un valor que desborda lo estético. Es oportuno recordar que solamente a partir del siglo xviii la imagen empezó a privilegiar la función estética o poética lo que precipitó la autonomía del arte y el alejamiento de cualquier intención representacional. En épocas precedentes estuvo regulada por el cumplimiento de funciones de orden religioso y testimonial. Por ello las obras de arte del pasado cobran un indudable valor antropológico, cultural e histórico.
El valor documental de las imágenes se ha descalificado en algunas oportunidades aduciendo que sólo revelan las convenciones de representación de una cultura, pero esas convenciones de suyo son reveladoras, muestran las maneras de construir mundo y de darse sentido de los diversos grupos sociales. Otros la desvirtúan argumentando que distorsionan la realidad de acuerdo con el filtro ideológico de pintores o fotógrafos, pero la misma distorsión es también reveladora de mentalidades y valores. El estilo y la iconografía caracterizan el espíritu, las visiones y valores de una época. La intensificación del género retrato –por ejemplo– podría interpretarse como síntoma de la formación del individualismo.
Las imágenes artísticas exhiben un punto de vista, una cierta mirada, hablan de lo decible y lo indecible, hablan consciente e inconscientemente. En ciertos detalles se pueden filtrar elementos significativos y fuerzas, pulsiones del sujeto, que desean decirse aún a expensas del autor, es decir aspectos que escapan a las convenciones culturales y del género. La imagen deviene objeto de observación y análisis para leer todos los códigos inscritos en ella. En tal virtud son significativos muchos elementos: tratamiento del color, composición y tipología espacial, esquemas visuales y códigos perceptivos, la gramática de los elementos representados, la relación entre las diversas partes del cuadro, los artefactos y objetos y su distribución en el espacio.
Al intentar construir un programa iconográfico también portan sentido los textos, desde el título hasta aquellos que se yuxtaponen a la imagen, o los que operan en su interior como cartelas o inscripciones. Incluso cobra valor lo no dicho y los detalles secundarios, ofrecen pistas adicionales sobre las visiones y prejuicios que se dicen sin decirse.
La iconología es una estrategia de lectura destinada a mostrar lo invisible a través de lo visible, el simbolismo oculto detrás de lo evidente, sobre todo cuando las imágenes no significan lo que representan. Considera que toda imagen figurativa es atravesada por discursos, por tanto está para ser contemplada y para ser leída, por ello la iconología es un método que supera los aspectos simplemente descriptivos de la iconografía. Un análisis iconológico puede llegar, como lo hizó el propio Panofsky, a determinar analogías entre sistemas filosóficos y sistemas arquitectónicos o artísticos.
Ciertamente hay imágenes, épocas y culturas que exigen un acercamiento más iconólogico, pero todas son susceptibles de ese tipo de lectura. El retrato, en particular, precisa de un acercamiento diferente al meramente estético. Sería deseable leerlo con rigor iconológico para fundamentar mejor su condición de documento histórico. Es una tarea por realizar; por ahora nos conformamos con una aproximación en esa dirección. Nos detendremos en retratos de cuatro momentos diferentes, advirtiendo posibles diferencias tanto de corte estético como histórico.
A pesar de la homogeneidad del género resultan elocuentes los cambios, cada momento enfatiza poses, escenarios y objetos que rodean al sujeto. Esto se ejemplifica si percibimos el retrato político contemporáneo, la imagen del mandatario obedece a regulaciones dictadas por los “asesores de imagen”, es frecuente encontrar retratos que incluyen a la familia o a la esposa para connotar otros valores. Esa aspiración a nuevos sentidos condujo a retratistas de otros tiempos a tomar elementos prestados de otro género, es el caso de David quien en su retrato de Marat utilizó la pose de mártir o de Cristo descendido de la cruz.
En un primer vistazo las diferencias entre los retratos no parecen sustanciales, más aún si tenemos en cuenta que es un género configurado con arreglo a un sistema de convenciones que experimentan muy leves cambios en el tiempo. Los códigos apuntan a presentar el modelo de una forma determinada, o mejor, predeterminada. Se presenta idealizadamente, respondiendo a un ideal. El ojo del pintor es el representante de la colectividad y ante esa mirada –y de paso ante toda la colectividad– se pretende ofrecer una imagen que encarne ciertos valores. Los modelos posan frontalmente, o ligeramente inclinados a un costado, eventualmente se acompañan de objetos y emblemas, exhibidos para representar ciertas cualidades del sujeto, el vestuario elegido es coherente con esos propósitos. No obstante, hablan no sólo las normativas explícitas del género en una época determinada, también lo hacen los contextos y sus valores, los cuales se plasman intencional o inintencionalmente. Por todo ello la imagen puede entregar testimonio de algunos aspectos ignorados por los textos escritos, ocasionalmente lo visual dice algo no decible por el lenguaje escrito.
El retrato colonial y virreinal
El retrato no fue el género de mayor importancia en las primeras etapas de la colonización española. La preponderancia la tenían las imágenes religiosas, sin embargo son notables varios de los retratos que se realizaron de los rectores del Colegio, todos ellos muy codificados en su gramática visual: pose frontal, mano sobre libros generalmente referidos a las cátedras que ejercían, la cartela con las referencias biográficas y méritos del retratado, la blanca banda de la beca con la cruz de Calatrava, emblema de la orden de los predicadores, escudo nobiliario, libros religiosos que inspiraron la labor educativa, la cortina de fondo, y ocasionalmente alguna imagen religiosa o algún objeto alusivo a la condición jerárquica del retratado como el bonete o la mitra clerical.
A principios del siglo xviii los virreinatos, bajo el dominio de los Borbones, empezaron a distanciarse de la mirada religiosa debido a la influencia de los postulados iluministas. Se abrió paso un imaginario de progreso agenciado por el control y el dominio racional sobre el mundo y la naturaleza. La ciencia se legitimó como base del progreso, se generalizaron sus métodos de observación y análisis, traducidos en la rotulación, clasificación y denominación como actos de posesión de los objetos de estudio. En Europa ganaba terreno el método científico para determinar las leyes que gobiernan el mundo físico. Simultáneamente la información que se gestaba en las colonias americanas atraía la atención como posibilidad para poseer y comerciar la riqueza. Ese juego de variables puso en marcha las expediciones científicas, y con ellas las prácticas artísticas experimentaron un giro al ser empleadas a fin de levantar registros objetivos de costumbres, geografías, flora y fauna.
La exploración científica, en consecuencia, se produjo en el interior de un programa de colonización. En buena parte la prosperidad dependía de una explotación más eficiente de la riqueza natural para habilitar posibles usos medicinales y comerciales de la vegetación. En ese sentido las relaciones entre saber y poder eran claras, la adquisición y aplicación de conocimientos científicos contribuía a solidificar el poder político y económico.
En la minoría ilustrada neogranadina de finales de siglo se presentaban las mismas contradicciones y tensiones de los pensadores españoles, todas relativas a cómo conciliar el espíritu científico con la creencia religiosa. José Celestino Mutis se constituyó en un caso paradigmático en ese sentido, por un lado defensor del sistema copernicano y de la física de Newton, y por otra parte, creyente cristiano. Superó la contradicción –a juicio de Jaime Jaramillo Uribe1– considerando que allí no había contradicción. La ciencia podía acercar los hombres a lo divino, la perfección de la naturaleza probaba su grandeza. Así lo señaló en el Discurso en defensa del sistema copernicano (1774): “Porque ¿qué otra cosa es estudiar en el libro de la naturaleza, sino buscar los medios de conocer aquel soberano Creador?”.
El retrato no podía sustraerse a las nuevas concepciones, de suyo al operar como documento de identidad se ajustaba bien a esa necesidad de observar minuciosamente para reconocer y representar objetivamente al retratado. El gran retrato que recoge todas estas inquietudes se debe a Pablo Antonio García del Campo, primer pintor instruido por Mutis en las técnicas del dibujo y a quien se le encargó la primera lámina de plantas que anteceden a la Real Expedición Botánica (1733-1816). Su dibujo de plantas fue admirado por Humboldt, también colaboró con ilustraciones para Linneo. Hizo el retrato de Mutis en varias ocasiones pero este cobra particular valía. Se trata de Mutis, profesor de matemáticas, obra de 1801 y localizada en el aula máxima.
El retrato alude a toda la nueva cosmovisión de orden científico, asimismo muestra la nueva relación que establece el arte con la ciencia derivada de la representación fiel y minuciosa de las plantas. Este retrato, lleno de detalles y observaciones, parece realizado con el mismo espíritu analítico que perseguía la Ilustración. Esa condición, en consecuencia, hace que la obra represente un cambio sustancial en el concepto de retrato, lo retratado es algo más que el físico o la sicología de Mutis, es su vocación científica y su perfil intelectual.
Al respecto hay que mencionar el no menos minucioso análisis del cuadro propuesto por José Antonio Amaya en el Catálogo de la exposición El regreso de Humboldt, celebrada en el Museo Nacional, en el 20012. El profesor Amaya sostiene que el cuadro es todo un programa iconográfico dictado por el propio Mutis y ajustado a la biografía escrita en la cartela, igualmente elaborada por Mutis. El retrato es significativo desde el título, la adjetivación del personaje pretende simbolizar el surgimiento de la ciencia como un naciente poder en la universidad, a partir de ese dato el espacio pictórico exhibe una constelación de íconos de carácter científico, aunque también de carácter filosófico y teológico, como intentando sortear una potencial contradicción entre saber ilustrado y religiosidad, entre razón y fe.
Mutis detiene por un momento sus observaciones y escritos para dirigirse al pintor y al observador, al hacerlo nos introduce, de paso, en todos los elementos que lo acompañan: un telescopio de mesa, símbolo de la nueva mirada desde el lente de la ciencia; la beca del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario desprendiéndose de un libro científico para descender a los globos terrestre y celeste; un termómetro y un barómetro, en los estantes de la biblioteca. La escenografía del cuadro completa su programa iconográfico con la biblioteca, la cual aparece tras el develamiento de las cortinas, en ella aparecen libros sacros (la Biblia y santo Tomás) entreverados con libros científicos (Newton, Linneo y otros). Además se presenta un gesto escritural agenciado tanto por la acción de Mutis como por los elementos que reposan sobre la mesa. Bien es sabido que lo escritural, el nombrar como un acto de posesión y conocimiento, estaba ligado estrechamente a la modernidad ilustrada.
La intención del retrato no deja dudas, la figura de Mutis aparece al costado izquierdo mientras que en la zona derecha se levanta, con el mismo peso visual, toda una estructura vertical de objetos y artefactos. Esta se desprende de los globos terrestres, se articula con los libros e implementos de escritura ubicados en la mesa gracias a la beca y, finalmente, se eleva hasta los tratados religiosos y científicos y demás aparatos de medición que se develan tras la cortina.
En Europa, entre tanto, el retrato gozaba de un gran reconocimiento, la clase emergente hacía valer sus gustos en lo concerniente a costumbres, vestuario y ornamentación algo afrancesada. En términos estéticos suposo el paso del barroco al rococó, y de paso el auge de la platería, el mobiliario y el decorado recargado, sinuoso y detallado. Esta nueva dinámica del gusto se proyectó en la inclinación hacia los retratos no menos recargados.
En España la nueva dinastía borbónica se alineaba en esa dirección. El retrato civil y eclesiástico invadió los centros de gobierno; autoridades y notables emplearon la pintura como documento conmemorativo e idealizante. Los retratos los representaban ricamente decorados y vestidos, con una cartela que resumía su vida la cual se llenaba una vez muerto el retratado.
Los restantes retratos que encontramos en el Colegio, en este período, reflejan parcialmente estas inquietudes. El gran retratista de la época es Joaquín Gutiérrez. Su pintura es una afortunada combinación de una mirada primitiva con las sofisticadas vocaciones de moda. Las pretensiones aristocráticas no le restan lo humano, amable, candoroso. Si bien sus recursos icónicos son tributarios del retratismo a la francesa no es menos cierto que tienen una inocultable, sincera y deliciosa, veta popular. Una buena porción de alma fisura la rigurosa codificación de sus cuadros.
Sus modos son modernos en tanto privilegia cierto racionalismo sustentado más en el dibujo que en el color. La pintura es lisa, con una gran economía de medios, sin matices, cortada con el dibujo. El color plano y precario, apenas empleado para llenar las siluetas del dibujo. Pero esa simplicidad no le impide transformar las figuras en una especie de íconos abstractos y atemporales. Esa extraña condición seguramente favoreció el gusto de los virreyes, pues encontraron en su pintura el medio adecuado para teñirse de cierta inmortalidad. Los retratados alcanzan cierto hieratismo, posan inmóvil y acartonadamente, con ademanes delicados y generalmente junto a algún objeto rococó. Extraña fusión de algo atemporal con algo mundano.
Joaquín Gutiérrez prácticamente ejercía la orfebrería al representar detallada y gozosamente encajes y adornos, juegos florales y arabescos. Todo ello complementado con escudos y cartelas imitando la aristocracia borbónica. Esta corriente del retrato se prolongó en los primitivos pintores de la época independiente.
En los retratos del Colegio se observan muchos de estos rasgos, no obstante en ellos debió prescindir del abarrocamiento ornamental al no ser pertinente para representar un rector del Colegio Mayor. Los retratados se presentan acartonados, sin mucha expresividad, rostros lisos, casi de porcelana, con deficiencias de perspectiva, volumen y color. Son retratos carentes de oficio pictórico, pero provistos de esa amable ingenuidad que lo definía.
Ese estilo personal se refleja en los retratos de su autoría disponibles en el Colegio: Retrato de Nicolás José María Ricaurte y Torrijos (Siglo xviii), Rector Miguel José Masústegui y Calzada (siglo xviii) y Rector José Joaquín de León y Herrera (siglo xviii). Estos retratos junto al Retrato de Felipe Romana, de autor desconocido, y de unos pocos más, configuran una buena muestra de retratos del período virreinal.
Para cerrar este apartado no se puede dejar de mencionar una pequeña obra que ofrece una mirada distinta en este panorama del retrato. Es la Ofrenda del colegial Pedro Pradilla . Esta original obra, de 1782, y de autor desconocido, es representativa tanto de las ofrendas como de una especie de concepto ampliado del retrato. La ofrenda, con textos, alegorías y emblemas, gozó de gran fuerza en el siglo xviii, muchas fueron encargadas como recordatorio de las tesis de grado; justamente esa motivación las llevó a establecer una estrecha relación entre texto e imagen.
Son trabajos que, en el contexto que nos ocupa, bien pueden pasar como una expresión ampliada del género del retrato. En la Ofrenda aparece el colegial, el rector Masústegui y las instalaciones físicas del claustro. Por esa razón se constituye en un interesante testimonio visual del espacio físico. A nivel plástico la obra se permite ciertas licencias que resultan tan contradictorias como exquisitas, junto al tratamiento ingenuo y sinceramente popular de las figuras aparecen las cartelas rodeadas de pomposos y pretensiosos marcos. La obra en su conjunto resulta encantadora, ofrece una concepción del espacio pictórico bastante sugestiva y sólo posible por el feliz encuentro de la candidez del pintor con la naturaleza del trabajo encargado.
El retrato en la época republicana
El movimiento independentista generó nuevas naciones, nuevos órdenes políticos, importantes debates sobre la identidad, pero el mundo de las artes no experimentó aparentemente cambios esenciales. Al sobrevenir la Independencia la imaginería religiosa ya había cedido en buena parte su lugar al retrato virreinal y a las pinturas de la flora bajo la atmósfera intelectual de la Ilustración. Un género que empezó a desarrollarse en el país fue el arte de la miniatura, posiblemente motivado por la influencia de la técnica dibujística y la minuciosidad cultivada por los pintores de la Expedición Botánica.
Pasada la Expedición Botánica la mayoría de los artistas no emplearon el arte para servir a la independencia, ni se produjo una transformación estética, lo cual no es de extrañar pues generalmente las revoluciones artísticas no se suceden mecánicamente tras un cambio político. Una vez la república se asentó, aparecieron muchas pinturas de retratos de héroes y cuadros sobre acontecimientos de la gesta libertadora. En general las artes sólo cambiaron los referentes, pero el manejo del lenguaje plástico se mantuvo en buena parte inmodificable. Podríamos hablar de un rechazo y de una continuidad de las tradiciones coloniales españolas.
La ideología de la Independencia era la de la Ilustración, pero las artes se mantuvieron herederas del gusto rococó y neoclásico que imperaba básicamente en Francia. El retrato permaneció siendo el género dominante en la pintura del siglo xix. Fue utilizado para enaltecer los héroes que fundaron la República, posiblemente convencidos de que la construcción de la identidad nacional pasaba por la exaltación de aquellos que la hicieron posible.
Los cambios, no obstante, se presentan casi que imperceptiblemente. Es importante considerar que en Francia a partir de la Revolución, se intentó dar forma visual a los ideales de libertad, igualdad y fraternidad. Aparecieron pinturas representando la libertad con el gorro rojo, o grabados asociando la igualdad con la mujer y la balanza. En lugar de los retratos de monarcas y reyes, con sofisticados vestuarios, posturas y riquezas, surgió el individuo encarnando valores abstractos. Los seres ideales e idealizados cedieron su condición semidivina a personajes que encarnaban las nuevas ideologías del progreso, modernidad, libertad, razón. El nuevo aspecto del poder tenía sus efectos sobre los retratos, era adecuado representar al gobernante lo más objetivamente posible, buscando una representación fiel a la realidad, preferiblemente trabajando en su escritorio. Otro aspecto, asociado a las libertades, fue la defensa del individualismo; en los retratos esa característica se reflejó en la representación del sujeto, enfatizando el rostro y casi prescindiendo de cualquier objeto o adorno.
Esos rasgos del retrato en Europa de alguna manera se transfirieron a Colombia. Son retratos concentrados en el rostro, intentando ser fieles del natural, pero con cierto aire retórico. Al focalizar los rostros redujeron su formato; en muchas ocasiones desaparecieron las cartelas bajo una franja de papel o de pintura. Los textos biográficos muchas veces invaden el espacio de distintas formas a su habitual encierro en la cartela. Son retratos neoclásicos en lo concerniente a la exaltación sobria y poco emocional del personaje; en ellos prima el dibujo, siempre vinculado a un ejercicio más racional del arte en oposición al tono emocional del color. Sin embargo son dibujos simples, prácticamente se reducen a una forma recortada sobre el fondo. El trazo es esquemático, rudo, sin matices ni gradaciones de color, de un sorprendente antiacademicismo. Las siluetas de los próceres son planas, sin atmósfera exterior.
Primarios en su concepción, sin embargo con personalidad, valor documental, y con una cierta sensación de permanencia justo porque se sienten como sustraídos de la vida. Son masas inertes, sin movimiento, casi se podría afirmar que hacían pintura pero queriendo construir un busto escultórico.
El espacio pictórico del retrato republicano es neutro, sin objetos que le sumen connotaciones y atribuciones, como sí ocurría con el retrato colonial y virreinal cuya disposición espacial y gramática visual contribuía a cargar de sentidos intelectuales y religiosos al retratado. En ese sentido renunciaron a esa distribución vertical tendiente a articular una serie de valores en una escala ascencional.
Para algunos autores no revelan ninguna ruptura plástica, sólo cambiaron los protagonistas, pero hay que recalcar las transformaciones arriba señaladas aparte de la inesperada originalidad que contienen al distanciarse de la pintura académica producida en Europa por ese entonces. Todos estos retratos fueron ejecutados por pintores en su mayoría carentes de oficio; esa condición les permitió una extraña originalidad de la que carece buena parte de la tradición pictórica colonial religiosa.
El divorcio con el buen gusto de la época, tributario de los valores europeos, hizo que estas manifestaciones plásticas no fueran estimadas. Ni siquiera fueron susceptibles de valoración en lo relativo a la idealización de los próceres porque la mayoría de los retratos resultan bastante desidealizantes. Su valor es de otro orden. Es el arte que asoma paradójicamente donde no hay arte, “la originalidad de la incompetencia”, como la llamara Eugenio Barney Cabrera.
Algunos de ellos se formaron en el taller de los Figueroa, encabezado por Pedro José Figueroa, autor de varios retratos de Bolívar y de algunas obras de interés como La muerte de Sucre, pintura de un llamativo valor narrativo. Él, como sus hijos José Celestino y José Miguel y otros retratistas de la república, trabajaron generalmente de memoria y muy ceñidos al estilo de Joaquín Gutiérrez.
El Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario cuenta con una enorme cantidad de retratos de esta época. En el aaula máxima se encuentran tres retratos del taller de los Figueroa, enmarcados dentro del perfil arriba señalado. Uno de ellos, el Rector Andrés Rosillo y Meruelo (atribuido a José Celestino Figueroa), presenta, además de las variaciones anteriormente señaladas, leves cambios con respecto a los anteriores retratos de rectores. Conserva la beca, una imagen de la Inamaculada, pero en su mano izquierda lleva una lupa, rasgo particular de la naciente etapa científica. En su mano derecha porta un libro con el nombre del rector.
Otros retratos del taller de los Figueroa son los retratos del rector José María Castillo y Rada y del rector Juan Fernández de Sotomayor; el primero caracterizado por otra disposición de los textos, el segundo por la cartela de papel añadida al original.
En la sala de juntas de la rectoría se encuentra el grueso de los retratos republicanos. Allí es posible encontrar los retratos de Camilo Torres, José María Portocarrero, Atanasio Girardot, Ignacio de Herrera, Joaquín Caicedo y Cuero, Francisco José de Caldas, José María García de Toledo y Manuel Rodríguez Torices, entre los más destacados. Es de subrayar la mayor precisión académica en el retrato de José María García de Toledo y la sobriedad y el foco visual alterno al rostro que produce el artefacto científico que tiene en sus manos el Sabio Caldas, posiblemente referente a su conocido estudio Del influjo del clima sobre los seres organizados.Un retrato particularmente llamativo es el Manuel Rodríguez Torices, obra de Luis García Hevia, de 1837. El pintor, alumno de Pedro José Figueroa, marcó una etapa de transición hacia un retrato más académico al romper parcialmente el acartonamiento y la brusca frontalidad de los Figueroa. García Hevia fue retratista, miniaturista y costumbrista, su retrato hace gala de una mayor soltura. Su particular estilo no sólo supuso una mayor libertad en el tratamiento plástico, también lo define una mayor unidad entre imagen y palabra, a veces agregaba a sus obras pasajes poéticos escritos por él mismo. En este caso el texto, aparte de su atractivo visual, invade el fondo del retrato haciendo una generosa referencia a las acciones del personaje.
Otros retratos de la época y repartidos en otras instalaciones de la institución son el óleo de doña Margarita de Austria, esposa de Felipe III y reina de España, obra del español Enrique Recio y Gil y el retrato de Pedro Acevedo Tejada.
El retrato a finales del siglo xix e inicios del siglo xx
En la segunda parte del siglo xix el retrato, como todo el arte del país, experimentó una inclinación hacia el academicismo. La figura del taller definitivamente fue desplazada por la figura de la academia. Artistas como José María Espinosa, Ramón Torres Méndez y el propio Luis García Hevia representaron ese cambio.
Se nutrieron de un mayor oficio para plasmar con mayor objetividad al personaje retratado o la escena costumbrista. La presencia de la fotografía trajo consigo la intensificación del valor de la similitud, y la representación fiel de la realidad se constituyó en la mayor pretensión del artista, sin embargo no desplazó el retrato al óleo sino que lo inquietó llevándolo a mejores niveles de perfección técnica con los pintores académicos de final de siglo.
Las motivaciones implícitas en la fotografía: darse identidad, perpetuarse trascendiendo el tiempo, además del uso social de proporcionar a las generaciones posteriores modelos ejemplarizantes a ser evocados por mediación de sus retratos, estaban presentes en el retrato pictórico. Todas esas funciones se perfeccionaron con los altos niveles técnicos que traía la academia de fin de siglo.
El siglo, entonces, culminó con pintores de mayor habilidad técnica y un marcado realismo académico como Epifanio Garay o Ricardo Acevedo Bernal. Ambos, los máximos retratistas de finales del siglo xix, llevaron el género a un ejercicio de máximo oficio y de gran calidad académica.
La colección del Colegio cuenta con algunos retratos de Ricardo Acevedo Bernal. El Rector Fernando Caycedo y Flórez (1928), en la pared principal del aula maxima, y los retratos de los rectores Juan Nepomuceno Núñez (hacia 1930) y Nicolás Esguerra (hacia 1928). El primero, uno de los grandes rectores y primer arzobispo de la Colombia independentista, es una pintura de color delicado, con matices y variaciones para obtener efectos de luz. Quizás lo más destacado sea el tratamiento de los pliegues del vestido y la sobria pose con que plasmó al rector. Las habilidades técnicas del pintor en lo concerniente a la suavidad del trazo, la diversidad de la iluminación y el manejo contenido del color se observan también en los otros dos retratos. El óleo del rector Juan Nepomuceno Núñez exhibe una gran oficio técnico, focalizado en la fuerza y agudeza del rostro. Obra de inocultable penetración en el alma del retratado.
El Rector Rafael María Carrasquilla (1904) es quizás el retrato más audaz en términos de un lenguaje pictórico contemporáneo. Óleo de Andrés de Santa María quien, por ese entonces, se movía en dos direcciones. Por un lado trabajaba obras centradas en investigaciones sobre las relaciones del tiempo y la luz, y por esta razón atentas al despliegue cromático a fin de hacer visibles las impresiones lumínicas. Sus temas eran marinas con desnudos femeninos, muy matéricas, vigorosas, y en buena parte trabajadas con espátula. Por otra parte, pintó retratos con fondos indeterminados, muy particulares dentro del género. En ellos tiende a fusionar en una estrecha unidad las atmósferas y formas, las figuras acortan la distancia con los fondos, efecto dimensionado por el manejo de la luz, la cual no se origina de ningún foco y emana estructuralmente de todo el espacio pictórico por mediación del color.
El retrato del rector Carrasquilla expresa algunas de estas características, el personaje parece desprenderse de un fondo brumoso y vacío. Ese énfasis en un espacio sin elementos decorativos o representativos le otorga un peso casi mayor a lo puramente pictórico en detrimento del mismo retratado, rasgo singular dentro de las obras de la colección. El espectador termina por admirar la autonomía de la pintura por encima de los valores representativos del retrato. De color directo, casi monocromo, profundo y frío; pincelada algo impresionista, suelta y fluida, con tendencia a liberarse de su encierro en las formas. Pese a que la naturaleza de la obra le contiene su anhelo expresivo, en ella anuncia ciertas libertades propias de la radicalización que asumió su lenguaje en años posteriores en lo tocante a la pincelada, gestualidad y presencia matérica.
El Rector José Vicente Castro Silva (1955), de Ricardo Gómez Campuzano, cierra el grupo de grandes retratos de este periodo. Ubicado en la pared principal del aula máxima es una obra muy propia de su autor, quien se distinguió por los paisajes y cuadros costumbristas plenos de luz y colorido. De su estadía en España proceden ciertos elementos de su pintura, al parecer muy influenciada por maestros como Sorolla o Julio Romero de Torres. Al regresar ejerció el retratismo articulando el realismo académico con alguna influencia impresionista. Son retratos suaves y plácidos, con fondos imprecisos a base de manchas que sugieren paisajes. En otros casos, los fondos son oscuros y nocturnos con a fin de resaltar al personaje. El óleo del rector José Vicente Castro Silva suma estas cualidades a otro rasgo propio del estilo de Gómez Campuzano como es la pericia en el tratamiento de los ropajes, telas y vestuario.
OBRA ESCULTÓRICA Y TRIDIMENSIONAL
++++Obra escultórica
No es abundante la obra escultórica en el Colegio Mayor. Básicamente se concentra en la escultura Fray Cristóbal de Torres (1909). Es un trabajo monumental situado en el centro del patio principal del Colegio y realizado por el español Dionisio Renart en Barcelona. Resulta curioso el dato considerando que el escultor logró una obra sólida y expresiva pese a ser realizada mediante fotografías de retratos del arzobispo fray Cristóbal. La obra de inmediato produce la sensación de rotunda fuerza vertical, de potencia ascensional, conseguida en buena parte por los efectos de los pliegues del vestido. Esa sensación se incrementa con la firmeza de carácter plasmada en el rostro. Esos valores fuertes se matizan con el gesto dulce y sereno de la mano derecha. La escultura fusiona en una perfecta unidad elementos recios y suaves, así como conjuga la insinuación de un movimiento hacia adelante con una férrea quietud.
Es de anotar que el escultor Renart, como él mismo lo reveló en cartas incluidas en las revistas del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario4, trabajó con especial esmero el rostro con el ánimo de dar cuenta de la penetrante personalidad e inteligencia de fray Cristóbal. Para tal fin desarrolló un estudio minucioso focalizado en la cabeza, en la espacialidad frontal y en los arcos superciliares de la figura. Consideró importante imprimir a la obra un carácter sobrio y sereno, distante de cualquier afán de teatralidad o grandilocuencia. El pedestal, junto a la enérgica y firme disposición del vestuario de la figura, contribuyen al propósito de ofrecer esa impresión de enorme sobriedad ajustada al carácter de fray Cristóbal.
La investigación de Dionisio Renart también abordó aspectos históricos relacionados con el vestuario y el formato del libro de las Constituciones que sostiene la figura en su mano izquierda. Las proporciones del cuerpo las estableció de acuerdo con los clásicos cánones griegos.
Monumentos funerarios
En la capilla de la Bordadita se encuentran varios monumentos funerarios, todos ellos de valor histórico, algunos de significación artística. Dentro de estos últimos cabe mencionar el Monumento a José María Castillo y Rada (1850), obra de estilo neoclásico de Pietro Tenerani, autor de varios monumentos a Bolívar, entre otros el ubicado en la Plaza de Bolívar, en Bogotá. El monumento está ornado con un bello bajorrelieve en mármol alusivo a Clío, musa de la historia y de la poesía épica.
El Monumento funerario a José Celestino Mutis de Giulio Corsini, en mármol oscuro, es otra pieza interesante. En el medallón central aparece la figura de Mutis, en el bajorrelieve se muestra al sabio en labores docentes y botánicas. En la parte inferior aparece la “Mutisia”, planta denominado así por Linneo en homenaje a José Celestino Mutis.
El Monumento funerario a fray Cristóbal de Torres contiene las cenizas del fundador del Colegio. La estatua, en yeso policromado, data del siglo xvii, antes de la construcción del monumento ocupaba un sitio en el retablo de la Iglesia. El Monumento funerario a monseñor Carrasquilla, hecho en vida de Monseñor, es un busto de Silvano Cuéllar, en mármol, aparece enmarcado por un diseño arquitectónico de Luis Alberto Acuña. En la capilla también se encuentran el Monumento funerario de Monseñor Castro Silva.
Mobiliario
El bargueño, ubicado en la rectoría, mueble del siglo xvii, es la gran obra de mobiliario con que cuenta el Colegio. Es una pieza hermosa de estilo renacentista, de madera pintada y con herrajes. Se levanta sobre un pedestal de cuatro patas unidas por un travesaño tallado con formas de arcos semicirculares sobre columnas. Al abrirse el tablero frontal pone al descubierto las gavetas y a la vez sirve como mesa de escritura. Es un bargueño de los denominados Pie de Puente.
Como todo bargueño es una celebración del detalle, encierra todo un micromundo en su interior. Se puede afirmar que posee una “inteligencia de escondite” debida a los múltiples cajoncillos o gavetas, dispuestos para encerrar colecciones, documentos y objetos diversos. Algunos cajones poseen una especie de voluntad de secreto, precisan de diversas estrategias para acceder a su contenido.
El Colegio dispone de una serie de piezas en plata labrada de mediados del siglo xviii. Se trata de diversos objetos litúrgicos, dos atriles y un juego de sacras legados por el rector Masústegui. Los atriles son de Cayetano de Esguerra. Son obras ajustadas a las estructuras formales de toda la platería de ese siglo, hacen gala de un juego ornamental barroco caracterizado por ser inspirado en los ritmos de la naturaleza. Más allá de su belleza y valor plástico estas piezas revelan un elemento importante de la orfebrería colonial: son un espacio de fusión de diversas cosmovisiones.
Los objetos, frontales de altares y custodias, fueron permeables a lo americano en lo concerniente a su evocación constante a la naturaleza. La alusión a formas y ritmos naturales se leyó como la esplendorosa expresión de lo divino, como lenguaje secreto de Dios; en tal virtud la excesiva decoración del barroco no se puede definir como simple ornamento. Tanto en las grandes piezas, como custodias o frontales de altar, como en objetos de tamaño menor, se puede apreciar el encuentro de las raíces del período prehispánico con la voluntad de forma barroca. De ese afortunado encuentro derivó una gran cultura de orfebrería. En general la labor de orfebrería de la etapa colonial toleró un encuentro cultural difícilmente perceptible en otras manifestaciones plásticas.
Volviendo a las piezas que nos ocupan, apreciamos en el centro del atril una venera y a sus lados un juego de hojarascas y flores. La venera es una concha que debe su nombre a la diosa Venus. Esta se representó con diversas modalidades desde la Grecia clásica; una de ellas fue el arquetipo Anadiomene, que podría traducirse como “emergiendo después de sumergida”, que se refiere al surgimiento del principio venusino desde las profundidades oceánicas, de allí su nacimiento de una concha. Esta representación fue inmortalizada por Botticelli en su famosa obra El nacimiento de Venus. La diosa, al ser recibida por Las Horas, emerge de las aguas y cobra forma en el tiempo. Por otra parte, a la misma Venus se le atribuía la fecundidad de la naturaleza, eso explica su constante asociación a lo primaveral y a la exuberancia de la naturaleza. Lo venusino, la fecundidad, el tema acuático, las ricas formas naturales, todo ello se da cita acopladamente en los atriles de la sacristía.
En el Banco de la República se guarda una custodia de propiedad del Colegio. Una pieza del siglo xix, tipo sol, con 76 esmeraldas y 47 amatistas distribuidas en el aro, los radios y el pedestal. Las custodias tipo sol son de estructura sencilla: el mástil, la base o pedestal y el sol irradiando luz. En el interior se encuentra el viril, donde se guarda la hostia sagrada. Todas de estilo muy rococó para significar esplendor y abundancia. La custodia del Colegio tiene toda una historia, que se inició a partir del 9 de abril. Desde ese momento, emprendió un continuo desplazamiento no exento de extravíos curiosos, hasta llegar al sitio donde se encuentra hoy día.
En ésta, como en las restantes custodias, su importancia radica no sólo en su visible opulencia, también en ellas se puede leer el mismo fenómeno indicado anteriormente con respecto al trabajo de orfebrería colonial. Presentan un interesante diálogo cultural entre la religiosidad europea y la simbología del mundo mundo mítico indígena. Ese cruce puede ayudar a explicar la relativamente fácil adaptación del poblador nativo a ciertos valores cristianos. Si bien es cierto las custodias están destinadas a guardar el símbolo de la resurrección de Cristo, sus formas solares podían ser recibidas sin mucha resistencia por el indígena pues en el interior de sus estructuras míticas lo solar era símbolo de un poder divino, dador de vida y regenerador.