- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Omar Rayo
Texto de: William Ospina
“Por el álgebra, palacio de precisos cristales”
- Jorge Luis Borges
En las mitologías del Indostán, el mundo es fruto de la interacción de una tríada más compleja que la trinidad cristiana: un poder que crea al mundo, un poder que sin fin lo sostiene y lo nutre, y un poder que lo destruye cíclicamente, que produce finales y nuevos comienzos, poder destructor que es también el poderoso regenerador de todas las cosas. No es difícil advertir en ese dinamismo un sentido musical. También en una de sus mejores obras, el Silmarilión, el duende británico Tolkien propone una realidad que es creada a través de la música. Al poner en escena la creación del mundo, volvió a una idea que muchos filósofos han sugerido pero que tal vez nadie ha expuesto con tanta plasticidad: la noción de que el bien crea los mundos pero es el mal el que los enriquece. Ese pensamiento, rebelde a la moral tradicional de Occidente también está en el “Esbozo de una serpiente” de Paul Valéry. En ese poema la serpiente bíblica, la tentadora del jardín, que es a la vez la serpiente griega, imagen de la sabiduría, se define a sí misma diciendo: Je suis celui qui modifie (Yo soy aquel que modifica).
En el relato de Tolkien los creadores del mundo, mediante una melodía original crean, por ejemplo, el agua, pero son los poderes rebeldes, los diábolos de la modificación y de la perturbación, los que incorporan enseguida esas disonancias que la convierten en cascada y vapor, en granizo y en nieve, en lluvia, en hielo, en torrente, en avalancha y en tromba. Si no fuera por aquel que modifica, el mundo sería uniforme, apacible y tedioso: ese poder perturbador hace surgir la posibilidad del accidente, pero también de la sorpresa, de la contradicción, del contraste y de la mutación.
No hay elemento en la naturaleza más capaz de provocar cambios que el ser humano. En el poema “El cementerio marino”, Valéry vuelve los ojos al cielo inmutable y le dice, casi como un desafío: Mírame a mí, que cambio, bello cielo. Mis arrepentimientos, mis dudas, mis temores, son el defecto de tu gran diamante. Y después añade, con una mezcla de pena y de orgullo: Je suis en toi le secret changement (Yo soy en ti la secreta mudanza). Esta postulación de un orden cósmico, y de nuestras labores y sentimientos como las modificaciones de ese gran diamante, el desvelo y el dolor humanos como las vibraciones que enriquecen e irisan esa superficie, es la formulación de una estética.
Otros piensan que el ser humano ha perdido su lugar en el orden cósmico, que la caída es esa ruptura con la armonía universal. Y Baudelaire grita: ¿No soy acaso un falso acorde / de la divina sinfonía? Nuestra razón, nuestro conocimiento, nuestras perturbaciones de los ritmos del mundo serían la evidencia de ese extravío, y la búsqueda del equilibrio, del ritmo y del orden sería el modo como intentamos, como interminablemente anhelamos volver a integrarnos en su armonía.
Walter Pater afirmó que todas las artes tienden a la condición de la música, y pocas obras como la de Omar Rayo sugieren y soportan esa analogía. Al comienzo, Rayo podía pintar oyendo música. Ahora no. Siente como si combatieran dos músicas distintas, porque su obra es básicamente un ejercicio musical. Hay movimiento en su quietud, hay tensión en su equilibrio, hay lógicas internas que no son evidentes, hay temas y armonías y disonancias, y a veces, como siempre en la música, es grato advertir el diálogo entre las notas largas de resonancia profunda y las súbitas crispaciones, los arpegios, el estremecimiento de las notas rápidas que producen de pronto un temblor en la tela, semejante a los sacudimientos que una piedra produce en la superficie del agua.
Las líneas se cruzan, se pliegan, zigzaguean, se escalonan, se estrechan, los colores se van y regresan, la geometría abandona de pronto su esbeltez, su rigidez y se oxigena, como dijo un crítico alemán, parece inflarse a nuestros ojos. Los niños, a los que Rayo considera sus mejores críticos, se acercan recelosos a esos cuadros planos donde sin embargo hay algo que parece llenarse, hincharse, llenarse de concavidades y de volúmenes, y furtivamente, cuando creen que nadie los mira, tratan de ver las obras de perfil para sorprender esos volúmenes esquivos que están sólo en la virtualidad de la tela. Alguno de esos niños, en el propio Museo Rayo de Roldanillo, intentó pinchar el cuadro con un alfiler para ponerlo a prueba.
Estas obras tienen de las flores la delicadeza, de los cristales la simetría, de las arquitecturas la hospitalidad, de los tejidos la tendencia a hacer sentir por igual la textura del conjunto y la fuerza de cada trazo. Nosotros podemos hablar de cada diamante y de cada rosa, pero es sobre todo la existencia de las rosas, la existencia de los diamantes, lo que nos asombra. Es ese manantial inagotable de posibilidades, de formas, de brillos, de destellos, de combinaciones, lo que nos deslumbra y nos embruja. Lo mismo puede decirse de la obra de Rayo. Todo lo que ha producido en tantos años nos asombra, pero también nos despierta la inquietud de que el artista haya agotado las combinaciones posibles. Y por eso cada obra nueva vuelve a sorprendernos como la primera, porque el fenómeno creador vuelve a ocurrir con la misma inspiración y, se diría, con la misma inocencia.
Quisiéramos estar allí, junto al manantial, en el momento en que va a surgir una nueva obra, para sentir el asombro de ver por primera vez lo que nadie había visto, lo que nadie podría presentir aunque cientos de obras anteriores lo hayan preparado y anunciado. Como si cada día estuviera presente en la creación, dice un verso de John Peale Bishop, algo está naciendo a cada instante, y ya sabemos que cada criatura nueva tiene un aire de familia y al mismo tiempo un rostro único.
Todo artista ve en el mundo algo que nadie más había visto. Acaso eso podría decirse de todo ser humano, pero el artista puede transformar esa percepción personal en la sensibilidad de una sociedad o de una época, en algo que se añade a la memoria compartida de una comunidad o de la especie. El arte es quizá lo más específicamente humano, así como el lenguaje articulado es acaso el ejercicio más artístico de la humanidad, pues crece en diálogo con todos los manantiales de la percepción, con todas las otras artes.
He visto los hermosos, simples, mágicos dibujos que hace con su pie sobre la arena, durante los trances místicos, el chamán amazónico, y no los creo muy lejanos de las serenas estructuras de Mondrian, de las inocentes abstracciones de Klee, de los inagotables tejidos de Omar Rayo. Las comunidades nativas de las distintas regiones del mundo, donde aún existen ligaduras mágicas y místicas entre los individuos, mitos cohesionadores, percepciones compartidas, no ven el arte como un asunto individual, sino como expresión de un sueño colectivo. Las comunidades atomizadas en individuos, como la llamada cultura occidental, donde cada aventura de la percepción emprende un vuelo solitario, ven en el arte el espacio donde esas exploraciones se comparten y forman el trasfondo de una nunca completa conciencia colectiva.
Alguna vez Estanislao Zuleta dijo: “Si sólo una persona ve o cree una cosa, ello puede ser una locura; si un millón de personas la ven o la creen, es una cultura”. Es en ese sentido que la poesía instaura las religiones y las mitologías, y también las modifica o las reemplaza por otras. En la construcción de una cultura tan rica y tan compleja como la que tejió la Europa cristiana, se enlazaron poemas y relatos, aforismos y novelas, pinturas y esculturas, arquitecturas y músicas, para construir esa catedral ahora casi deshabitada de dioses, transformada una parte en palacio de diversiones, otra en centro comercial, otra en división administrativa y otra en sala de espectáculos.
Alguien dijo que Omar Rayo es el curioso ejemplo de un artista individual que parece producir el arte de un mundo. Como si él solo fuera una comunidad o un planeta. La obra de Rayo es un ejercicio místico de curioso sabor oriental. Todo en ella es a la vez rigor y juego, pensamiento y ritmo, austeridad y deleite sensorial. Cada cuadro está solo, pero hay un placer singular en ver el conjunto, la asombrosa sinfonía de imágenes que han brotado de la cabeza y del corazón de este hombre misterioso, inspirado, tan aplicado a su oficio como un científico o como un monje medieval; ejemplo de voluntad, de persistencia y de paciencia casi mitológicas.
Nuestra época nos aturde y nos halaga con la obsesión de la diversidad. Nos asedia con todas las imágenes, con todos los colores, con todas las formas, con la expresión de todas las culturas. Por esos archipiélagos navegan millones de jóvenes artistas a la caza de algo que hiera hondo su sensibilidad y les despierte acordes llamativos. Omar Rayo es un artista de otro género, tal vez de otra época. Encontró muy temprano su camino y desde entonces se ha aplicado a él sin vacilación y sin extravío, poniendo en las obras a los 78 años la misma energía, la misma curiosidad y la misma travesura que ponía a los treinta.
“En la China descubrí que el amarillo es algo sólido”, me dice. Y es que para Rayo los colores son personajes, con su carácter, con sus promesas y sus amenazas. “Le he tenido siempre miedo al color”, añade pensativo. Y siento que el artista en su gabinete, cuando utiliza colores y formas en realidad está trabajando con las primitivas impresiones de esos elementos en su conciencia. Formas que son la audacia, el equilibrio, la curiosidad, el vacío. Colores que son la alegría, la confianza, la desesperación, el miedo. Tal vez por eso a Rayo no le interesa tanto lo expresivo de un color cuanto su equilibrio con otros.
“Hay colores que no usaría nunca. El color es para mí –y sin duda para muchos artistas– un estado de ánimo”. Se queda de pronto pensativo y agrega: “Es que el color es intemporal, no es histórico”. Creo que quiere decir que estamos en el reino de la naturaleza. La obra de Rayo no se propone contar anécdotas del mundo humano, tejer variaciones sobre la historia o sobre el mito. Quiere arraigar en lo intemporal, pero esto no significa algo lejano sino algo eternamente presente. El color, el tejido, las formas geométricas son la naturaleza apenas condensada por la percepción, no emancipada en relatos ni en pensamientos.
Le pregunté si cree que en su obra haya una influencia indígena, y me contestó que no, pero su camino bien puede ser el mismo que siguieron los tayrona para llegar a sus diseños en blanco y negro tan serenos y diversos, los cuna, los embera. Él mismo afirma con énfasis que los indígenas americanos “para llegar a esa geometría fueron primero figurativos”. Que la conquista de la geometría fue también en ellos un proceso de depuración. Aunque no haya filiación con respecto al arte de los pueblos indígenas, no es casual que obras tan afines nazcan de un mismo mundo.
Esa depuración es un elemento central en el trabajo de Omar Rayo. Si llamamos barroquismo a la abundancia de formas y de recursos, a una carga extrema de figuras y de emociones, él va por otro camino, pues prefiere más bien la austeridad absoluta. Pero allí surge otra paradoja, porque si cada cuadro de Rayo es un mundo de concentración, de austeridad y rigor, el conjunto ofrece una diversidad y una abundancia que más de un crítico se atrevería a calificar de barroquismo.
Y bien, un hacedor de haikus en Japón puede poner en cada poema sólo una hoja, un arroyo, una piedra, pero cuando leemos el conjunto nos encontramos con algo tan rico y tan variado como el universo. Siguiendo esa austeridad que fácilmente identificamos con el arte oriental, Rayo suele encontrar en sólo el blanco y el negro, y el gris travieso que engaña la pupila, la materia óptima de sus composiciones. Y derivar su riqueza, su fruición, de la renuncia, de la capacidad de prescindir. Como el blanco de Emily Dickinson, como el negro de Víctor Hugo, un affreux soleil noir d’où rayonne la nuit (un horrible sol negro del que irradia la noche), como ese haiku donde las cosas están separadas por sus formas, unidas por su color que casi las confunde, y al final, exquisitamente, sólo se diferencian por su contorno: Narciso y biombo/ uno al otro ilumina/ blanco en lo blanco.
Y en este punto es preciso mencionar un conjunto de obras de Rayo que representan su llegada a un centro de equilibrio, de austeridad y de audacia en la experimentación. A comienzos de los años sesenta el artista llegó un día a su taller y descubrió que no tenía consigo sus instrumentos, los pinceles y los óleos acostumbrados. Decidido a trabajar, pero privado de sus recursos corrientes, se dedicó a presionar el papel sobre objetos casuales y vio formarse en el papel la huella de aquellos objetos, su representación y su abstracción al mismo tiempo. Así comenzó la serie de los intaglios. Tijeras, papel doblado, fósforos de papel, “nodrizas” de metal, trampas para ratones, platos y cubiertos, guantes, mandolinas, pantalones doblados, ganchos de ropero, sobres de carta, infinidad de objetos cotidianos empezaron a aparecer en sus papeles repujados ofreciendo a un tiempo su nitidez, su volumen y esa condición ilusoria que sólo el arte brinda plenamente. Muchos piensan que son lo mejor de su obra, pero Rayo sólo los ve como un momento de la búsqueda, que no sólo logró sus propias conquistas sino que enriqueció el conjunto de su pintura.
Es verdad, hasta entonces los tejidos de Rayo se desplegaban serenamente sobre el plano, desde entonces empezaron a buscar el volumen. Uno de los más exquisitos y austeros, el gancho de metal al que el artista llamó “Little machine”, fue un ícono del Museo de Arte Moderno de Nueva York durante la década de los sesenta, y millares de reproducciones fueron vendidas en sus tiendas.
?De modo que los intaglios que durante una época ocuparon su trabajo, esas finas impresiones de figuras blancas sobre fondo blanco, en cuya frontera no había más gris que la sombra de los repujados, no desaparecieron de la labor de Rayo sino que se integraron a sus búsquedas pictóricas y le dieron más fuerza y profundidad a sus ricos ejercicios de mutación y de equilibrio.
Cada obra suya no es un juego de variaciones, precisamente porque en las variaciones cada obra parece ser apenas el apéndice de una obra anterior, no existir por sí misma, en tanto que cada una de estas piezas quiere bastarse a sí misma, y no se ve jamás reflejada en el espejo de otra.
Pensemos en un soñador que recorriera un sueño poblado por las obras de Rayo: muy seguramente volvería con la impresión de haber visitado un planeta desconocido. Pero en sus álgebras de orden y de simetría es mucho más posible advertir el papel perturbador de las disonancias, de los incidentes. Hay quienes censuran su aparente elementalidad: no saben detenerse en el delicado arte creador de cada obra, en sus paradojas, sus ficciones y en el sutil sentido del humor que maneja.
Imaginemos una superficie blanca que fuera un tejido sensible y sobre la cual cada pliegue, cada color, cada torsión representara un espasmo de placer o de dolor, una manifestación de vida. Veríamos en esta galería de cuadros de Omar Rayo una representación de la variedad y la tragedia del mundo no menos huracanada que la obra de Dante o de Shakespeare. Basta inventar el juego de ponerles nombres shakesperianos a las obras de Rayo, y estoy seguro de que cualquiera podría encontrar en ellas a Hamlet el tortuoso y a Macbeth el siniestro, a Romeo el impaciente y a Otelo el inseguro, a Lear el vanidoso y a Yago el envidioso, a Shylock el resentido y a Coriolano el desengañado. Podremos ver las vacilaciones sombrías del rencoroso y los laberintos sangrientos del ambicioso, los arrebatos del muchacho impetuoso y las crispaciones indecisas del hombre corroído por los celos, las vacilaciones del viejo desairado y las certeras patrañas del intrigante.
Nada de eso está en las telas pero todo podría estar, porque la abstracción no es la falta de sentido sino una más amplia y libre capacidad de sentido, y abarca lo físico y lo anímico, lo psicológico, lo político. ¿No dijo Thomas Mann que toda música es políticamente sospechosa? Sospechosa de sugerir cosas encubiertas y también sospechosa de alzarse de hombros frente al mundo, sospechosa de no comprometerse y sospechosa de estar más hondamente comprometida que los mensajes de la evidencia.
La primera vez que me pidieron una reflexión sobre su obra escribí: en Omar Rayo el arte asume toda la seriedad y toda la pureza de un juego. Se dice que sólo con la conquista del estatuto de la geometría la ciencia griega descubrió la clave para descifrar el mundo. Esa conquista de finas abstracciones y de delicados olvidos despejó el camino de la lógica, de la argumentación y del pensamiento. Y lo más probable es que todo ese proceso se haya vivido inicialmente bajo la especie de un juego. Un juego grave, serio, como decía Chesterton que son los juegos de los niños. Omar Rayo lleva la vida entera haciendo de esa curiosidad y de ese juego un sobrio y elegante ejercicio de reflexión sobre el mundo y un surtidor de cosas bellas. Planos que siempre nos fingen una profundidad, formas en blanco y negro concebidas para que el contraste sea más verdadero, más poderoso y más contundente en su pureza, objetos que no engañan y que no adulan, y que producen un efecto vitalizador. Algo en las obras de Omar Rayo siempre nos despierta en otra dirección, a otro costado de lo real, tal vez porque el mundo físico nos abruma continuamente con su alegre desorden, con su profuso caos, con su interminable inquietud. Estos sueños de lo ordenado, de lo sereno y de lo inmóvil, estas demostraciones inspiradas y laboriosas de que es posible el equilibrio, parecen contrariar nuestra experiencia e inaugurar posibilidades nuevas en nosotros. Wallace Stevens escribió: Un vestido rojo de la región de Lhasa, es un elemento invisible de la región de Lhasa vuelto visible. Nos preguntamos entonces qué orden invisible del mundo y de nuestros espíritus, qué equilibrio posible de la realidad, qué armonía, se han hecho visibles aquí, qué inverosímil milagro nos ha sido demostrado sin patetismo y sin énfasis.
Omar Rayo sonríe. Cada día en el ápice de su labor creadora, seguro de su camino, no tiene tiempo para escuchar a quienes desdeñan su arte porque les parece demasiado alejado del mundo y de la sociedad, o rígido, o esquemático, o repetitivo. Parece haber leído temprano a Dante: Segui il tuo corso e lascia dir la genti (sigue tu camino, y deja que la gente hable) y puede ver hoy en perspectiva su trabajo como un ejemplo rico y abrumador de eso que Borges llamaba, hablando de Valéry, “los lúcidos placeres del pensamiento y las secretas aventuras del orden”. Puede ver la magia de cada obra y la magia del conjunto. Esas máquinas de rezar, esas mandalas, esos objetos místicos, esas músicas detenidas, esos seres de equilibrio y misterio, esos espectros, esos tapices, ese ajedrez de nunca acabar, esas rosas de la mente, esos nudos del arco iris, esos fragmentos de la trama mental, esos trémolos, esas cascadas, esos jardines que se bifurcan, esas nubes articuladas, esos ensambles ópticos, esos repliegues, esos fantasmas eléctricos, esos segmentos del rayo universal sorprendidos en un espasmo, esas corrientes extasiadas, esos vértigos detenidos, esas crispaciones, esos estados alterados, esos prismas plegados, esas tormentas inmóviles, esas centellas abisales, ese palacio de precisos cristales.
#AmorPorColombia
Omar Rayo
Texto de: William Ospina
“Por el álgebra, palacio de precisos cristales”
- Jorge Luis Borges
En las mitologías del Indostán, el mundo es fruto de la interacción de una tríada más compleja que la trinidad cristiana: un poder que crea al mundo, un poder que sin fin lo sostiene y lo nutre, y un poder que lo destruye cíclicamente, que produce finales y nuevos comienzos, poder destructor que es también el poderoso regenerador de todas las cosas. No es difícil advertir en ese dinamismo un sentido musical. También en una de sus mejores obras, el Silmarilión, el duende británico Tolkien propone una realidad que es creada a través de la música. Al poner en escena la creación del mundo, volvió a una idea que muchos filósofos han sugerido pero que tal vez nadie ha expuesto con tanta plasticidad: la noción de que el bien crea los mundos pero es el mal el que los enriquece. Ese pensamiento, rebelde a la moral tradicional de Occidente también está en el “Esbozo de una serpiente” de Paul Valéry. En ese poema la serpiente bíblica, la tentadora del jardín, que es a la vez la serpiente griega, imagen de la sabiduría, se define a sí misma diciendo: Je suis celui qui modifie (Yo soy aquel que modifica).
En el relato de Tolkien los creadores del mundo, mediante una melodía original crean, por ejemplo, el agua, pero son los poderes rebeldes, los diábolos de la modificación y de la perturbación, los que incorporan enseguida esas disonancias que la convierten en cascada y vapor, en granizo y en nieve, en lluvia, en hielo, en torrente, en avalancha y en tromba. Si no fuera por aquel que modifica, el mundo sería uniforme, apacible y tedioso: ese poder perturbador hace surgir la posibilidad del accidente, pero también de la sorpresa, de la contradicción, del contraste y de la mutación.
No hay elemento en la naturaleza más capaz de provocar cambios que el ser humano. En el poema “El cementerio marino”, Valéry vuelve los ojos al cielo inmutable y le dice, casi como un desafío: Mírame a mí, que cambio, bello cielo. Mis arrepentimientos, mis dudas, mis temores, son el defecto de tu gran diamante. Y después añade, con una mezcla de pena y de orgullo: Je suis en toi le secret changement (Yo soy en ti la secreta mudanza). Esta postulación de un orden cósmico, y de nuestras labores y sentimientos como las modificaciones de ese gran diamante, el desvelo y el dolor humanos como las vibraciones que enriquecen e irisan esa superficie, es la formulación de una estética.
Otros piensan que el ser humano ha perdido su lugar en el orden cósmico, que la caída es esa ruptura con la armonía universal. Y Baudelaire grita: ¿No soy acaso un falso acorde / de la divina sinfonía? Nuestra razón, nuestro conocimiento, nuestras perturbaciones de los ritmos del mundo serían la evidencia de ese extravío, y la búsqueda del equilibrio, del ritmo y del orden sería el modo como intentamos, como interminablemente anhelamos volver a integrarnos en su armonía.
Walter Pater afirmó que todas las artes tienden a la condición de la música, y pocas obras como la de Omar Rayo sugieren y soportan esa analogía. Al comienzo, Rayo podía pintar oyendo música. Ahora no. Siente como si combatieran dos músicas distintas, porque su obra es básicamente un ejercicio musical. Hay movimiento en su quietud, hay tensión en su equilibrio, hay lógicas internas que no son evidentes, hay temas y armonías y disonancias, y a veces, como siempre en la música, es grato advertir el diálogo entre las notas largas de resonancia profunda y las súbitas crispaciones, los arpegios, el estremecimiento de las notas rápidas que producen de pronto un temblor en la tela, semejante a los sacudimientos que una piedra produce en la superficie del agua.
Las líneas se cruzan, se pliegan, zigzaguean, se escalonan, se estrechan, los colores se van y regresan, la geometría abandona de pronto su esbeltez, su rigidez y se oxigena, como dijo un crítico alemán, parece inflarse a nuestros ojos. Los niños, a los que Rayo considera sus mejores críticos, se acercan recelosos a esos cuadros planos donde sin embargo hay algo que parece llenarse, hincharse, llenarse de concavidades y de volúmenes, y furtivamente, cuando creen que nadie los mira, tratan de ver las obras de perfil para sorprender esos volúmenes esquivos que están sólo en la virtualidad de la tela. Alguno de esos niños, en el propio Museo Rayo de Roldanillo, intentó pinchar el cuadro con un alfiler para ponerlo a prueba.
Estas obras tienen de las flores la delicadeza, de los cristales la simetría, de las arquitecturas la hospitalidad, de los tejidos la tendencia a hacer sentir por igual la textura del conjunto y la fuerza de cada trazo. Nosotros podemos hablar de cada diamante y de cada rosa, pero es sobre todo la existencia de las rosas, la existencia de los diamantes, lo que nos asombra. Es ese manantial inagotable de posibilidades, de formas, de brillos, de destellos, de combinaciones, lo que nos deslumbra y nos embruja. Lo mismo puede decirse de la obra de Rayo. Todo lo que ha producido en tantos años nos asombra, pero también nos despierta la inquietud de que el artista haya agotado las combinaciones posibles. Y por eso cada obra nueva vuelve a sorprendernos como la primera, porque el fenómeno creador vuelve a ocurrir con la misma inspiración y, se diría, con la misma inocencia.
Quisiéramos estar allí, junto al manantial, en el momento en que va a surgir una nueva obra, para sentir el asombro de ver por primera vez lo que nadie había visto, lo que nadie podría presentir aunque cientos de obras anteriores lo hayan preparado y anunciado. Como si cada día estuviera presente en la creación, dice un verso de John Peale Bishop, algo está naciendo a cada instante, y ya sabemos que cada criatura nueva tiene un aire de familia y al mismo tiempo un rostro único.
Todo artista ve en el mundo algo que nadie más había visto. Acaso eso podría decirse de todo ser humano, pero el artista puede transformar esa percepción personal en la sensibilidad de una sociedad o de una época, en algo que se añade a la memoria compartida de una comunidad o de la especie. El arte es quizá lo más específicamente humano, así como el lenguaje articulado es acaso el ejercicio más artístico de la humanidad, pues crece en diálogo con todos los manantiales de la percepción, con todas las otras artes.
He visto los hermosos, simples, mágicos dibujos que hace con su pie sobre la arena, durante los trances místicos, el chamán amazónico, y no los creo muy lejanos de las serenas estructuras de Mondrian, de las inocentes abstracciones de Klee, de los inagotables tejidos de Omar Rayo. Las comunidades nativas de las distintas regiones del mundo, donde aún existen ligaduras mágicas y místicas entre los individuos, mitos cohesionadores, percepciones compartidas, no ven el arte como un asunto individual, sino como expresión de un sueño colectivo. Las comunidades atomizadas en individuos, como la llamada cultura occidental, donde cada aventura de la percepción emprende un vuelo solitario, ven en el arte el espacio donde esas exploraciones se comparten y forman el trasfondo de una nunca completa conciencia colectiva.
Alguna vez Estanislao Zuleta dijo: “Si sólo una persona ve o cree una cosa, ello puede ser una locura; si un millón de personas la ven o la creen, es una cultura”. Es en ese sentido que la poesía instaura las religiones y las mitologías, y también las modifica o las reemplaza por otras. En la construcción de una cultura tan rica y tan compleja como la que tejió la Europa cristiana, se enlazaron poemas y relatos, aforismos y novelas, pinturas y esculturas, arquitecturas y músicas, para construir esa catedral ahora casi deshabitada de dioses, transformada una parte en palacio de diversiones, otra en centro comercial, otra en división administrativa y otra en sala de espectáculos.
Alguien dijo que Omar Rayo es el curioso ejemplo de un artista individual que parece producir el arte de un mundo. Como si él solo fuera una comunidad o un planeta. La obra de Rayo es un ejercicio místico de curioso sabor oriental. Todo en ella es a la vez rigor y juego, pensamiento y ritmo, austeridad y deleite sensorial. Cada cuadro está solo, pero hay un placer singular en ver el conjunto, la asombrosa sinfonía de imágenes que han brotado de la cabeza y del corazón de este hombre misterioso, inspirado, tan aplicado a su oficio como un científico o como un monje medieval; ejemplo de voluntad, de persistencia y de paciencia casi mitológicas.
Nuestra época nos aturde y nos halaga con la obsesión de la diversidad. Nos asedia con todas las imágenes, con todos los colores, con todas las formas, con la expresión de todas las culturas. Por esos archipiélagos navegan millones de jóvenes artistas a la caza de algo que hiera hondo su sensibilidad y les despierte acordes llamativos. Omar Rayo es un artista de otro género, tal vez de otra época. Encontró muy temprano su camino y desde entonces se ha aplicado a él sin vacilación y sin extravío, poniendo en las obras a los 78 años la misma energía, la misma curiosidad y la misma travesura que ponía a los treinta.
“En la China descubrí que el amarillo es algo sólido”, me dice. Y es que para Rayo los colores son personajes, con su carácter, con sus promesas y sus amenazas. “Le he tenido siempre miedo al color”, añade pensativo. Y siento que el artista en su gabinete, cuando utiliza colores y formas en realidad está trabajando con las primitivas impresiones de esos elementos en su conciencia. Formas que son la audacia, el equilibrio, la curiosidad, el vacío. Colores que son la alegría, la confianza, la desesperación, el miedo. Tal vez por eso a Rayo no le interesa tanto lo expresivo de un color cuanto su equilibrio con otros.
“Hay colores que no usaría nunca. El color es para mí –y sin duda para muchos artistas– un estado de ánimo”. Se queda de pronto pensativo y agrega: “Es que el color es intemporal, no es histórico”. Creo que quiere decir que estamos en el reino de la naturaleza. La obra de Rayo no se propone contar anécdotas del mundo humano, tejer variaciones sobre la historia o sobre el mito. Quiere arraigar en lo intemporal, pero esto no significa algo lejano sino algo eternamente presente. El color, el tejido, las formas geométricas son la naturaleza apenas condensada por la percepción, no emancipada en relatos ni en pensamientos.
Le pregunté si cree que en su obra haya una influencia indígena, y me contestó que no, pero su camino bien puede ser el mismo que siguieron los tayrona para llegar a sus diseños en blanco y negro tan serenos y diversos, los cuna, los embera. Él mismo afirma con énfasis que los indígenas americanos “para llegar a esa geometría fueron primero figurativos”. Que la conquista de la geometría fue también en ellos un proceso de depuración. Aunque no haya filiación con respecto al arte de los pueblos indígenas, no es casual que obras tan afines nazcan de un mismo mundo.
Esa depuración es un elemento central en el trabajo de Omar Rayo. Si llamamos barroquismo a la abundancia de formas y de recursos, a una carga extrema de figuras y de emociones, él va por otro camino, pues prefiere más bien la austeridad absoluta. Pero allí surge otra paradoja, porque si cada cuadro de Rayo es un mundo de concentración, de austeridad y rigor, el conjunto ofrece una diversidad y una abundancia que más de un crítico se atrevería a calificar de barroquismo.
Y bien, un hacedor de haikus en Japón puede poner en cada poema sólo una hoja, un arroyo, una piedra, pero cuando leemos el conjunto nos encontramos con algo tan rico y tan variado como el universo. Siguiendo esa austeridad que fácilmente identificamos con el arte oriental, Rayo suele encontrar en sólo el blanco y el negro, y el gris travieso que engaña la pupila, la materia óptima de sus composiciones. Y derivar su riqueza, su fruición, de la renuncia, de la capacidad de prescindir. Como el blanco de Emily Dickinson, como el negro de Víctor Hugo, un affreux soleil noir d’où rayonne la nuit (un horrible sol negro del que irradia la noche), como ese haiku donde las cosas están separadas por sus formas, unidas por su color que casi las confunde, y al final, exquisitamente, sólo se diferencian por su contorno: Narciso y biombo/ uno al otro ilumina/ blanco en lo blanco.
Y en este punto es preciso mencionar un conjunto de obras de Rayo que representan su llegada a un centro de equilibrio, de austeridad y de audacia en la experimentación. A comienzos de los años sesenta el artista llegó un día a su taller y descubrió que no tenía consigo sus instrumentos, los pinceles y los óleos acostumbrados. Decidido a trabajar, pero privado de sus recursos corrientes, se dedicó a presionar el papel sobre objetos casuales y vio formarse en el papel la huella de aquellos objetos, su representación y su abstracción al mismo tiempo. Así comenzó la serie de los intaglios. Tijeras, papel doblado, fósforos de papel, “nodrizas” de metal, trampas para ratones, platos y cubiertos, guantes, mandolinas, pantalones doblados, ganchos de ropero, sobres de carta, infinidad de objetos cotidianos empezaron a aparecer en sus papeles repujados ofreciendo a un tiempo su nitidez, su volumen y esa condición ilusoria que sólo el arte brinda plenamente. Muchos piensan que son lo mejor de su obra, pero Rayo sólo los ve como un momento de la búsqueda, que no sólo logró sus propias conquistas sino que enriqueció el conjunto de su pintura.
Es verdad, hasta entonces los tejidos de Rayo se desplegaban serenamente sobre el plano, desde entonces empezaron a buscar el volumen. Uno de los más exquisitos y austeros, el gancho de metal al que el artista llamó “Little machine”, fue un ícono del Museo de Arte Moderno de Nueva York durante la década de los sesenta, y millares de reproducciones fueron vendidas en sus tiendas.
?De modo que los intaglios que durante una época ocuparon su trabajo, esas finas impresiones de figuras blancas sobre fondo blanco, en cuya frontera no había más gris que la sombra de los repujados, no desaparecieron de la labor de Rayo sino que se integraron a sus búsquedas pictóricas y le dieron más fuerza y profundidad a sus ricos ejercicios de mutación y de equilibrio.
Cada obra suya no es un juego de variaciones, precisamente porque en las variaciones cada obra parece ser apenas el apéndice de una obra anterior, no existir por sí misma, en tanto que cada una de estas piezas quiere bastarse a sí misma, y no se ve jamás reflejada en el espejo de otra.
Pensemos en un soñador que recorriera un sueño poblado por las obras de Rayo: muy seguramente volvería con la impresión de haber visitado un planeta desconocido. Pero en sus álgebras de orden y de simetría es mucho más posible advertir el papel perturbador de las disonancias, de los incidentes. Hay quienes censuran su aparente elementalidad: no saben detenerse en el delicado arte creador de cada obra, en sus paradojas, sus ficciones y en el sutil sentido del humor que maneja.
Imaginemos una superficie blanca que fuera un tejido sensible y sobre la cual cada pliegue, cada color, cada torsión representara un espasmo de placer o de dolor, una manifestación de vida. Veríamos en esta galería de cuadros de Omar Rayo una representación de la variedad y la tragedia del mundo no menos huracanada que la obra de Dante o de Shakespeare. Basta inventar el juego de ponerles nombres shakesperianos a las obras de Rayo, y estoy seguro de que cualquiera podría encontrar en ellas a Hamlet el tortuoso y a Macbeth el siniestro, a Romeo el impaciente y a Otelo el inseguro, a Lear el vanidoso y a Yago el envidioso, a Shylock el resentido y a Coriolano el desengañado. Podremos ver las vacilaciones sombrías del rencoroso y los laberintos sangrientos del ambicioso, los arrebatos del muchacho impetuoso y las crispaciones indecisas del hombre corroído por los celos, las vacilaciones del viejo desairado y las certeras patrañas del intrigante.
Nada de eso está en las telas pero todo podría estar, porque la abstracción no es la falta de sentido sino una más amplia y libre capacidad de sentido, y abarca lo físico y lo anímico, lo psicológico, lo político. ¿No dijo Thomas Mann que toda música es políticamente sospechosa? Sospechosa de sugerir cosas encubiertas y también sospechosa de alzarse de hombros frente al mundo, sospechosa de no comprometerse y sospechosa de estar más hondamente comprometida que los mensajes de la evidencia.
La primera vez que me pidieron una reflexión sobre su obra escribí: en Omar Rayo el arte asume toda la seriedad y toda la pureza de un juego. Se dice que sólo con la conquista del estatuto de la geometría la ciencia griega descubrió la clave para descifrar el mundo. Esa conquista de finas abstracciones y de delicados olvidos despejó el camino de la lógica, de la argumentación y del pensamiento. Y lo más probable es que todo ese proceso se haya vivido inicialmente bajo la especie de un juego. Un juego grave, serio, como decía Chesterton que son los juegos de los niños. Omar Rayo lleva la vida entera haciendo de esa curiosidad y de ese juego un sobrio y elegante ejercicio de reflexión sobre el mundo y un surtidor de cosas bellas. Planos que siempre nos fingen una profundidad, formas en blanco y negro concebidas para que el contraste sea más verdadero, más poderoso y más contundente en su pureza, objetos que no engañan y que no adulan, y que producen un efecto vitalizador. Algo en las obras de Omar Rayo siempre nos despierta en otra dirección, a otro costado de lo real, tal vez porque el mundo físico nos abruma continuamente con su alegre desorden, con su profuso caos, con su interminable inquietud. Estos sueños de lo ordenado, de lo sereno y de lo inmóvil, estas demostraciones inspiradas y laboriosas de que es posible el equilibrio, parecen contrariar nuestra experiencia e inaugurar posibilidades nuevas en nosotros. Wallace Stevens escribió: Un vestido rojo de la región de Lhasa, es un elemento invisible de la región de Lhasa vuelto visible. Nos preguntamos entonces qué orden invisible del mundo y de nuestros espíritus, qué equilibrio posible de la realidad, qué armonía, se han hecho visibles aquí, qué inverosímil milagro nos ha sido demostrado sin patetismo y sin énfasis.
Omar Rayo sonríe. Cada día en el ápice de su labor creadora, seguro de su camino, no tiene tiempo para escuchar a quienes desdeñan su arte porque les parece demasiado alejado del mundo y de la sociedad, o rígido, o esquemático, o repetitivo. Parece haber leído temprano a Dante: Segui il tuo corso e lascia dir la genti (sigue tu camino, y deja que la gente hable) y puede ver hoy en perspectiva su trabajo como un ejemplo rico y abrumador de eso que Borges llamaba, hablando de Valéry, “los lúcidos placeres del pensamiento y las secretas aventuras del orden”. Puede ver la magia de cada obra y la magia del conjunto. Esas máquinas de rezar, esas mandalas, esos objetos místicos, esas músicas detenidas, esos seres de equilibrio y misterio, esos espectros, esos tapices, ese ajedrez de nunca acabar, esas rosas de la mente, esos nudos del arco iris, esos fragmentos de la trama mental, esos trémolos, esas cascadas, esos jardines que se bifurcan, esas nubes articuladas, esos ensambles ópticos, esos repliegues, esos fantasmas eléctricos, esos segmentos del rayo universal sorprendidos en un espasmo, esas corrientes extasiadas, esos vértigos detenidos, esas crispaciones, esos estados alterados, esos prismas plegados, esas tormentas inmóviles, esas centellas abisales, ese palacio de precisos cristales.