- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Un museo indispensable

Fanny Sanín / Acrílico n.° 1 / 1988 / Óleo sobre lienzo / 133 x 169 cm Óscar Monsalve.

Cecilia Porras / Cartagena de noche / s.f / Témpera sobre papel / 52 x 48 cm Óscar Monsalve.

Miguel Ángel Rojas / Sin título / 1999 / Acrílico sobre lienzo / 170 x 276 cm Óscar Monsalve.

Eduardo Ramírez Villamizar / Sin título / s.f / Hierro oxidado / 50 x 48 x 30 cm Óscar Monsalve.

Ofelia Rodríguez / Sueño amarillo luminoso de una montaña al vivo / 1992 / Mixta sobre lienzo / 128 X 107 cm Óscar Monsalve.

Félix Ángel / Paisaje y estructura / 1991 / Acrílico sobre lienzo / 135 x 152 cm Óscar Monsalve.

Gustavo Zalamea / Sin título / s.f / Acrílico sobre lienzo / 210 x 182 cm Óscar Monsalve.

Delcy Morelos / Interior / 1990 / Acrílico sobre papel / 152 x 160 cm Óscar Monsalve.

Manuel Hernández / Signo pardo rosa / 1998 / Acrílico sobre lienzo / 142 x 142 cm Óscar Monsalve.
Texto de: Fernando Toledo
Un museo indispensable
Amén del repertorio de obras de numerosos artistas colombianos, latinoamericanos, caribes y sobre todo cartageneros o vinculados de facto o de manera emocional con la ciudad, el Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias posee una evidente vocación de símbolo y una colección ineludible.
La institución hace parte, de manera por demás armónica, de un entorno que, a pesar de una antigüedad irrebatible y aun de opiniones tan entrañables como la de Luis Carlos López en su poema a los zapatos viejos, tiene algo de intemporal por el carácter de los habitantes que lo han ido forjando, por el estilo de vida que ha favorecido y, desde luego, por el significado estético que tiene. En Cartagena, el arte y esa forma indefinible de espíritu a la que suele llamársele el duende, se conjugan en una dimensión única y peculiar que, aunque parezca una paradoja con lo que se advierte a simple vista, parte de una flagrante modernidad. Sin importar que haya transcurrido casi medio milenio desde la fundación de la ciudad, a medida que se penetra en la esencia la vetustez se va exorcizando y se convierte en vigencia. Es el corolario de una simbiosis que, a lo largo del tiempo, se ha establecido entre el presente de cada época y la prosapia que marca el alma de la población y que, a su turno, es el testimonio de un pasado lleno de bizarría.
Nada más coherente con el espíritu de un museo de arte moderno que la enriquecedora convivencia con los años y con los matices que, en Cartagena de Indias, han caracterizado cada período. No en vano, el caserío que se aferra como un cangrejo a la tierra firme y a una sucesión de islas que cierran una de las bahías más esplendorosas del continente, fue la principal y la más antigua puerta de ingreso de todo cuanto le representó mutación y regateo, y por ende novedad y primicia, a este pedazo de América que solía llamarse Nueva Granada y que hoy se denomina, como secuela de una constitución impulsada por un cartagenero, República de Colombia.
En efecto, desde la época del descubrimiento, acaso por los azares de la conquista, la vieja Kalamarí personificó el contacto con lo nuevo y con lo desconocido. Una relación que a veces fue desgarradora y, muy a menudo, pródiga, y que señaló la evolución o, mejor aun, el nacimiento de una cultura nueva, que se fraguó, en todo caso, a partir de la combinación de sapiencias con la amalgama de caracteres, de formas de pensar y de hacer, y hasta con el color de los pellejos. Si las ciudades de destino, como las calificaba el historiador Arnold Toynbee, se identifican con una idea, como París con la libertad, Roma con la creencia o Venecia con la aproximación entre oriente y occidente, Cartagena encarna, como ningún otro sitio de la Tierra, el paradigma del imperio moderno con su esplendor, su ahínco, sus falencias, las contradicciones que supuso una conquista, la consiguiente colonización y las trasformaciones que patrocinó el sistema. Por eso es el testimonio urbano más característico de un ensamblaje social, político y cultural en cuyas inmensas prolongaciones no se ponía el sol; de un régimen que transformó el devenir de la humanidad y, para bien o para mal, cambió la historia. Ello equivale, desde luego, a haber poseído la condición de símbolo de un mundo nuevo, con una categoría tal como la que podría atribuírsele hoy en día, por ejemplo, al nombre de Cabo Cañaveral cuando se habla de la conquista del espacio. No obstante, La Heroica, saltarina con los ámbitos de la historia como pocos perímetros americanos, encarna también el umbral de las postrimerías del imperio que personificaba hasta cuando se inició el resquebrajamiento de un poderío casi sin límites, entre otras razones por la evolución de las ideologías y a causa del advenimiento de la Ilustración.
En un gesto de enorme audacia para su época, y por lo tanto de una modernidad insólita, el arrojo de los cartageneros no permitió que la ciudad se convirtiera apenas en el testimonio caduco de un pasado colonial más o menos brillante. Cuando los aires de la emancipación empezaban a despuntar en el continente, ésta fue una de las primeras villas americanas en luchar con ahínco, aun a costa de la inmolación, para mantener una jerarquía que era suya por derecho propio. El gesto, de una evidente contemporaneidad en su momento, la llevó a agregar a sus blasones la rúbrica de un sacrificio que contribuyó a robustecer la novedosa empresa de liberar un inmenso territorio. Claro está que la idea de independencia no fue de ninguna manera novedosa para los indómitos cartageneros: casi a la sombra del cerro de La Popa, a mediados del siglo xvi, en una asonada para ese entonces impensable, surgió el primer territorio en esencia libre de América, cuando el cimarrón Benkhos Biojó y cuantos lo siguieron en su aventura emancipadora implantaron la primera empalizada, o palenque de antiguos esclavizados africanos, para refugiarse de los asedios y, sobre todo, del yugo, a los cuales los tenían sometidos los representantes de la Corona de Castilla.
A partir de un concepto de libertad que anidó en la ciudad desde el siglo xvi, el arte en Cartagena y las manifestaciones de la estética, al igual que el talante y los estilos, se han desarrollado bajo la égida de un sello característico y de una autonomía que, a la postre, ha sido liberadora. En los edificios, de un barroco sui generis, todavía se advierte la misma frescura que debió tener en el siglo xviii la vieja cúpula de la iglesia de San Pedro Claver, ya desaparecida y reemplazada en pleno siglo xx por la que existe hoy en día. Tal parece que en este rincón del mundo se impregnaran de trópico los complejos modelos europeos, como lo pone de presente la arquitectura, de cierta manera minimalista, de las murallas o de la fábrica del Castillo de San Felipe de Barajas, cuyos costos impulsaron al rey de España a empinarse en su refugio escurialense con la esperanza de otear las edificaciones desde la lejanía castellana. Ambas construcciones, con sus aristas cortadas, con un aire a pirámides truncadas implícito en los muros de calicanto, con las arpilleras macizas y con las garitas que parecen flotar, sujetándose de lo imposible, no niegan su propósito defensivo pero afirman al unísono una audacia que debió hacerles pensar a quienes las observaron, recién construidas, que habían sido levantadas más para desafiar la voracidad del tiempo que para proteger una permanencia.
Quizá sea ese aroma a intemporalidad, que pareciera estar presente en todas las manifestaciones del arte en Cartagena, el que le otorga a la ciudad, a su patrimonio cultural y, sobre todo, a las expresiones plásticas que se dan en ella, un tono de abstracción y a la vez de síntesis. Dos cualidades que establecen una correlación innegable con el arte moderno y que se descubren tanto en los ajimeces y balcones, como en la imagen casi aguileña de las de mariamulatas que, a menudo, parecen abandonar los lienzos de Enrique Grau para juguetear, como un borrón de tinta negra, en los patios añejos convertidos en pura textura por los embates del aire salobre en las paredes y por la vegetación que los llena de poesía.
No hay duda de que el torrente de metáforas visuales que permite la ciudad ha sido el factor determinante de una estética peculiar y sin tiempo, en la cual cohabitan ideas tan contradictorias en apariencia como el profundo sentido de lo militar y, por ende de lo pétreo, con la suave turbulencia marina, el atrevimiento de la brisa, el barroquismo que impregna un ambiente de leyenda, la coquetería de una celosía de inspiración mudéjar, los alféizares desbordados por las flores de las veraneras y, desde luego, los trazos y las maculaturas de algunas de las obras que reposan en el Museo. Éstas ponen de presente que unos enunciados muy particulares subrayan la conexión ineludible que existe entre la institución y un alrededor que ha desafiado el tiempo y que, a partir de la vigencia de lo colonial, ha recorrido también, con garbo incontestable, un largo camino a través de los años de República. De este camino hay numerosas huellas, como el modernismo del barrio de Manga; el cementerio, que con un aire decimonónico se viste de nostalgia; el desafío de los edificios art déco del centro histórico, las pinceladas cincuenteras de la Matuna, y las torres espigadas de de cristal y de aluminio que, en Bocagrande, Marbella o Crespo, con arrogancia a veces excesiva, le dan la bienvenida al nuevo milenio.
La creación artística, y con ella sus artífices, han encontrado en el espacio siempre cambiante y atemporal de Cartagena, el espacio propicio para la reflexión que siempre acompaña el oficio de crear. Por supuesto, en dicha atmósfera intemporal, y por ello de una modernidad a toda prueba, el Museo de Arte Moderno, parte integral de ese ambiente que a partir de un pasado deslumbrante empieza a horadar el futuro, se ha ido convirtiendo en un testimonio ineludible y en un espacio tan entrañable como cada uno de los vestigios sin tiempo que han ido quedando a su alrededor.
La historia de una presencia institucional
José Gómez Sicre, matancero de nacimiento, tuvo honda repercusión en los ámbitos del modernismo pictórico latinoamericano. Poeta reconocido, fue ante todo museólogo y crítico de arte. Su trabajo en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, y el hecho de haber sido el fundador y el primer director del Museo de Arte Panamericano —hoy de las Américas— en la sede de la oea en Washington, lo convirtieron, desde el ángulo de la crítica y de esa especialidad que hoy en día se denomina curaduría, en uno de los ejes del quehacer artístico de América Latina. En lo que se refiere a la historiografía de la pintura y a la crítica de arte, publicó varias obras, entre ellas Spanish Master Drawings xv to xviii Centuries (1951) y José Luis Cuevas: Self-Portrait with Model (1983), mientras su trayectoria y sus columnas permanentes en la prensa y en revistas de circulación internacional, como el Diario de las Américas y Visión, entre otras publicaciones, lo consagraron como autoridad indiscutible en un panorama artístico cuya fuerza empezaba a convertirse en un sello.
El nombre de Gómez Sicre viene al caso porque a su gestión y a su generosidad se debe la primera semilla del Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias. Como tantos otros forasteros, el cubano, acaso por su condición de caribe y de hombre universal, fue un enamorado de la Ciudad Heroica e intuyó, a finales de la década de los cincuenta, la extraordinaria importancia que ésta llegaría a tener como uno de los principales polos de desarrollo turístico del continente y la relevancia que adquiriría en el mapa mundial de los destinos obligatorios. Aunque por ese entonces la ciudad aún estaba lejos de ser declarada patrimonio cultural de la humanidad, el embrujo que poseyó desde siempre, la mezcla de lo hispánico, lo africano y el trópico, y el casticismo ancestral que impregna los callejones, las plazuelas y las casonas, debieron de señalarle a ese árbitro de un panorama plástico la conveniencia de organizar en 1959 una exposición con obras de algunos de los principales artistas de la región.
La muestra se llevó a cabo en los salones del Palacio de la Inquisición con 34 lienzos de autores de gran relieve, entre los que figuraban los colombianos Ignacio Gómez Jaramillo, Enrique Grau y Alejandro Obregón. Estos dos últimos habrían de ser los ángeles tutelares del Museo de Arte Moderno de Cartagena, no sólo por la entrañable relación que tuvieron con la ciudad, sino por haber convertido el arte en una razón de ser y la difusión cultural en un propósito. Ambos estuvieron en la junta directiva. Grau fue su presidente vitalicio, mientras Obregón se ocupó de diseñar el bellísimo logotipo que sigue usándose, y que hace parte de un patrimonio entrañable.
En un hecho singular, al final de la exposición organizada por él, Gómez Sicre, como comisario de la exposición y, desde luego, en nombre de la oea, resolvió donarle la colección a Cartagena de Indias, con el objetivo de sembrar la primera semilla de lo que podría convertirse en un museo de arte moderno. Aunque habrían de pasar varios años antes de que esa idea fundacional cristalizara, es menester advertir en ese gesto visionario una de las primeras aproximaciones a la creación de un museo de arte moderno en el país. No obstante, también es preciso recordar que unos años antes Hernando Lemaitre, inolvidable por sus acuarelas de paisajes y panoramas cartageneros, consciente de la necesidad de dotar a Cartagena con una pinacoteca, había establecido un primer museo de pintura. Para tal efecto, la Gobernación del Departamento de Bolívar le cedió una casona en la Plaza de Santo Domingo que, más tarde, se convirtió en “La casa del maestro”.
Hacia 1970, Enrique Grau, cartagenero raizal y, sin duda, uno de los maestros capitales del arte moderno en Colombia, quien desde luego sabía de la donación que a través de Gómez Sicre había hecho la Organización de Estados Americanos, y ese cartagenero adoptivo con maneras renacentistas que fue Alejandro Obregón, se dieron a la tarea de localizar las obras con el propósito de crear el tan anhelado museo. Éste debía albergar, en primer término, el repertorio de grandes maestros latinoamericanos que ya había sido expuesto en la ciudad y que, tras el obsequio, hacía parte de su patrimonio. Se trataba, además, de abrir unos espacios indispensables para la vida cultural y, desde luego, de acoger otras donaciones de artistas tanto cartageneros como de otros lugares del país e incluso extranjeros que, por esos años, ya habían hecho de la ciudad un lugar de residencia permanente o temporal, y tenían con ella una relación de afinidad y cercanía.
Cuando Grau encontró los cuadros en un depósito, no los halló en las mejores condiciones y el artista no tuvo más remedio que ocuparse en restaurar lo restaurable. Se salvaron diecisiete obras de enorme importancia, que hoy hacen parte de la colección de grandes artistas que se exhibe de manera permanente, para solaz tanto del público cartagenero como de los visitantes nacionales e internacionales.
En esa época de la recuperación, en vista de que aún no se disponía de una sede propia, las obras restauradas fueron trasladadas a la Alcaldía y en particular a la sala principal de reuniones, en donde fueron colgadas. Como anécdota, valga mencionar que, dependiendo del gusto del alcalde de turno y de sus preferencias en lo concerniente al arte moderno, los cuadros solían ser descolgados y embodegados o, por el contrario, exhibidos como se merecían. En otras palabras, la existencia del Museo parecía depender de la sensibilidad de cada burgomaestre.
Desde los primeros años de vida del Museo, su directora ejecutiva ha sido Yolanda Pupo de Mogollón, quien desde su nombramiento se propuso conseguirle una sede definitiva. El objetivo se logró en la década de los ochenta cuando le asignaron una vetusta bodega, donde comenzaron a funcionar las primeras salas que se abrieron al público. La zona disponible se aumentó años después, cuando se le agregó un espacio colindante, que permitió expandir tanto las áreas de exhibición como las de oficinas y bodegas.
Sobra decir que el Museo ha sido uno de los ejes vitales de la vida cultural cartagenera desde su fundación y que allí se han llevado a cabo importantes exposiciones de grandes maestros de la plástica nacional. Valga recordar, entre las decenas de muestras, tanto individuales como colectivas, las de Eduardo Ramírez Villamizar y Débora Arango; las numerosas que realizaron Enrique Grau y Alejandro Obregón; las de Fernando Botero, Manuel Hernández, Norman Mejía, Gustavo Vejarano y Carlos Jacanamijoy; las de la brasileña María Teresa Negreiros, el cubano Manuel Mendive, el italiano Alberto Sartori, y el panameño Brooke Alfaro, entre otras. Por supuesto, existen para los próximos años planes ambiciosos de llevar a cabo muestras muy representativas de la contemporaneidad plástica tanto cartagenera como nacional, regional e internacional.
Los edificios del museo
Nada más indicado para un museo cartagenero, y para uno que con el transcurso del tiempo ha llegado a convertirse en otra insignia de la ciudad, que ocupar una construcción cuyos espacios monumentales evocan el deslumbrante pasado del que fuera el principal puerto español en América del Sur. La primera bodega que le fue otorgada a la institución como sede permanente, a principios de los ochenta, como ya se dijo, y que hoy día está ocupada por las salas de arte latinoamericano y colombiano en el primer piso, y por las de obra gráfica, acuarelas y proyectos en el segundo, es un bastimento colonial construido en la segunda mitad del siglo xvii por orden de la Corona, como parte de las dependencias de la primera aduana de Cartagena de Indias.
Se trata de un edificio abovedado que se destinó al almacenamiento de mástiles, velas y otros arreos propios de la navegación, con una altura de más de doce metros que le da un aspecto imponente visto tanto desde dentro como desde afuera. Si se traspasa la muralla, que lo cierra por la parte posterior, se está muy cerca del Muelle de Los Pegasos, donde solían atracar las carabelas de los convoyes que transportaban, en dirección a la península o a la isla de La Española, el oro de la sierra peruana, las esmeraldas de Muzo y la plata de las minas de Potosí. No deja de ser una singularidad, por el tufillo a presagio que tiene el tema, que un lugar donde solían almacenarse unos aparejos tan afines con una población marinera, hoy albergue las evidencias de un vigor artístico, muchas de ellas relacionadas con la propia ciudad, que tienen a su turno otra coherencia con el espíritu cartagenero.
La construcción, como si su origen colonial no bastara, se levanta al lado del imponente Baluarte de San Ignacio, que remata la muralla por el sudeste, a cuya terraza se tiene acceso por el segundo piso del Museo. La edificación, además, cierra por uno de los lados la irregular y afectuosa Plaza de San Pedro Claver, evocadora, si las hay, del máximo esplendor de la ciudad. En consecuencia, el edificio se halla a la sombra de las torres barrocas del templo, donde reposan los restos del protector de los esclavos, a quien le rinde tributo el imponente grupo escultórico de Enrique Grau que se encuentra en la plaza, entre una de las paredes del Museo y la fachada del convento adyacente a la iglesia que completa el conjunto monumental.
El Museo se funde con el corazón emocional de la ciudad y, por sus características, le permite a quienes lo visitan inmiscuirse en esa suerte de tripaje de un puerto, como son las viejas bodegas, y observar, además de la colección que resguardan unos muros centenarios, la mampostería tradicional cartagenera. Se trata, entonces, de una circunstancia única e insólita: la hermosa conjunción de ladrillo y argamasa evoca el pasado, mientras el arte moderno, que a veces parece fundirse con la pared como si las texturas se mezclaran en una asociación enigmática, nos habla de presente y de futuro. Otra manifestación de esa convivencia entre el pretérito y lo actual que resume la esencia de Cartagena de Indias.
El Museo, por fuerza, se ha ido convirtiendo en un itinerario a través del tiempo, como ocurre con el resto de la ciudad. Como la vieja bodega no era suficiente para albergar una colección que iba creciendo gracias a la generosidad de artistas y de fundaciones, la Dirección Ejecutiva, no mucho tiempo después de haberse establecido en el primer recinto, se empeñó en la búsqueda de otro espacio que permitiera la tan anhelada ampliación. Y lo encontró en la casa de al lado: otro almacén, pero éste construido a finales del siglo xix, también de amplias proporciones, que había sido utilizado por el Banco de la República para guardar sacos de sal provenientes de la cercana explotación de Galerazamba. En este nuevo espacio, si el calificativo de nuevo cabe al hablar de una fábrica que ya tiene más de un siglo, funcionan hoy los depósitos del Museo; las salas llamadas republicanas, donde se alojan las exposiciones temporales; la tienda y, en el segundo piso, el área que lleva el nombre del acuarelista Hernando Lemaitre.
Una colección imprescindible
Los grandes museos encuentran en sus colecciones una razón de ser y una manera de proyectar aquello que en el campo del arte, o de la historia, se relaciona con su entorno. No es de extrañar que la escuela española, desde los forjadores del románico catalán hasta los ejemplos de la pintura negra de Goya, brille con luz propia en los salones del Prado de Madrid; o que los pintores franceses, ya sean góticos, manieristas, impresionistas o modernos, conviertan en forzosos al Louvre, al D’Orsay y al Centro Georges Pompidou, mientras las obras de Turner, Gainsborough o Reynolds encuentran en las galerías Tate y Nacional de Londres su ubicación natural.
Sin olvidar la donación de la oea, que fue la semilla del Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias, y que permite una interesantísima mirada a las obras de juventud de algunos de los grandes maestros del modernismo latinoamericano, la primera revisión de la colección, incluso en el espléndido obsequio patrocinado por José Gómez Sicre, favorece el encuentro con una importante variedad de trabajos de los artífices cartageneros y, por supuesto, con las tendencias que en materia de artes plásticas han florecido en Cartagena. A su turno, el paisaje y la atmósfera de la ciudad también ocupan un lugar destacado en la colección que, desde luego, se complementa con un repertorio de artistas del Caribe tanto colombiano como internacional, así como de artífices del interior del país y de otras latitudes y, por supuesto, con una serie de esculturas de primer nivel y de obras gráficas muy representativas, que permiten completar una sustanciosa visión de lo que ha sido el arte en Colombia en la segunda mitad del siglo xx.
#AmorPorColombia
Un museo indispensable

Fanny Sanín / Acrílico n.° 1 / 1988 / Óleo sobre lienzo / 133 x 169 cm Óscar Monsalve.

Cecilia Porras / Cartagena de noche / s.f / Témpera sobre papel / 52 x 48 cm Óscar Monsalve.

Miguel Ángel Rojas / Sin título / 1999 / Acrílico sobre lienzo / 170 x 276 cm Óscar Monsalve.

Eduardo Ramírez Villamizar / Sin título / s.f / Hierro oxidado / 50 x 48 x 30 cm Óscar Monsalve.

Ofelia Rodríguez / Sueño amarillo luminoso de una montaña al vivo / 1992 / Mixta sobre lienzo / 128 X 107 cm Óscar Monsalve.

Félix Ángel / Paisaje y estructura / 1991 / Acrílico sobre lienzo / 135 x 152 cm Óscar Monsalve.

Gustavo Zalamea / Sin título / s.f / Acrílico sobre lienzo / 210 x 182 cm Óscar Monsalve.

Delcy Morelos / Interior / 1990 / Acrílico sobre papel / 152 x 160 cm Óscar Monsalve.

Manuel Hernández / Signo pardo rosa / 1998 / Acrílico sobre lienzo / 142 x 142 cm Óscar Monsalve.
Texto de: Fernando Toledo
Un museo indispensable
Amén del repertorio de obras de numerosos artistas colombianos, latinoamericanos, caribes y sobre todo cartageneros o vinculados de facto o de manera emocional con la ciudad, el Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias posee una evidente vocación de símbolo y una colección ineludible.
La institución hace parte, de manera por demás armónica, de un entorno que, a pesar de una antigüedad irrebatible y aun de opiniones tan entrañables como la de Luis Carlos López en su poema a los zapatos viejos, tiene algo de intemporal por el carácter de los habitantes que lo han ido forjando, por el estilo de vida que ha favorecido y, desde luego, por el significado estético que tiene. En Cartagena, el arte y esa forma indefinible de espíritu a la que suele llamársele el duende, se conjugan en una dimensión única y peculiar que, aunque parezca una paradoja con lo que se advierte a simple vista, parte de una flagrante modernidad. Sin importar que haya transcurrido casi medio milenio desde la fundación de la ciudad, a medida que se penetra en la esencia la vetustez se va exorcizando y se convierte en vigencia. Es el corolario de una simbiosis que, a lo largo del tiempo, se ha establecido entre el presente de cada época y la prosapia que marca el alma de la población y que, a su turno, es el testimonio de un pasado lleno de bizarría.
Nada más coherente con el espíritu de un museo de arte moderno que la enriquecedora convivencia con los años y con los matices que, en Cartagena de Indias, han caracterizado cada período. No en vano, el caserío que se aferra como un cangrejo a la tierra firme y a una sucesión de islas que cierran una de las bahías más esplendorosas del continente, fue la principal y la más antigua puerta de ingreso de todo cuanto le representó mutación y regateo, y por ende novedad y primicia, a este pedazo de América que solía llamarse Nueva Granada y que hoy se denomina, como secuela de una constitución impulsada por un cartagenero, República de Colombia.
En efecto, desde la época del descubrimiento, acaso por los azares de la conquista, la vieja Kalamarí personificó el contacto con lo nuevo y con lo desconocido. Una relación que a veces fue desgarradora y, muy a menudo, pródiga, y que señaló la evolución o, mejor aun, el nacimiento de una cultura nueva, que se fraguó, en todo caso, a partir de la combinación de sapiencias con la amalgama de caracteres, de formas de pensar y de hacer, y hasta con el color de los pellejos. Si las ciudades de destino, como las calificaba el historiador Arnold Toynbee, se identifican con una idea, como París con la libertad, Roma con la creencia o Venecia con la aproximación entre oriente y occidente, Cartagena encarna, como ningún otro sitio de la Tierra, el paradigma del imperio moderno con su esplendor, su ahínco, sus falencias, las contradicciones que supuso una conquista, la consiguiente colonización y las trasformaciones que patrocinó el sistema. Por eso es el testimonio urbano más característico de un ensamblaje social, político y cultural en cuyas inmensas prolongaciones no se ponía el sol; de un régimen que transformó el devenir de la humanidad y, para bien o para mal, cambió la historia. Ello equivale, desde luego, a haber poseído la condición de símbolo de un mundo nuevo, con una categoría tal como la que podría atribuírsele hoy en día, por ejemplo, al nombre de Cabo Cañaveral cuando se habla de la conquista del espacio. No obstante, La Heroica, saltarina con los ámbitos de la historia como pocos perímetros americanos, encarna también el umbral de las postrimerías del imperio que personificaba hasta cuando se inició el resquebrajamiento de un poderío casi sin límites, entre otras razones por la evolución de las ideologías y a causa del advenimiento de la Ilustración.
En un gesto de enorme audacia para su época, y por lo tanto de una modernidad insólita, el arrojo de los cartageneros no permitió que la ciudad se convirtiera apenas en el testimonio caduco de un pasado colonial más o menos brillante. Cuando los aires de la emancipación empezaban a despuntar en el continente, ésta fue una de las primeras villas americanas en luchar con ahínco, aun a costa de la inmolación, para mantener una jerarquía que era suya por derecho propio. El gesto, de una evidente contemporaneidad en su momento, la llevó a agregar a sus blasones la rúbrica de un sacrificio que contribuyó a robustecer la novedosa empresa de liberar un inmenso territorio. Claro está que la idea de independencia no fue de ninguna manera novedosa para los indómitos cartageneros: casi a la sombra del cerro de La Popa, a mediados del siglo xvi, en una asonada para ese entonces impensable, surgió el primer territorio en esencia libre de América, cuando el cimarrón Benkhos Biojó y cuantos lo siguieron en su aventura emancipadora implantaron la primera empalizada, o palenque de antiguos esclavizados africanos, para refugiarse de los asedios y, sobre todo, del yugo, a los cuales los tenían sometidos los representantes de la Corona de Castilla.
A partir de un concepto de libertad que anidó en la ciudad desde el siglo xvi, el arte en Cartagena y las manifestaciones de la estética, al igual que el talante y los estilos, se han desarrollado bajo la égida de un sello característico y de una autonomía que, a la postre, ha sido liberadora. En los edificios, de un barroco sui generis, todavía se advierte la misma frescura que debió tener en el siglo xviii la vieja cúpula de la iglesia de San Pedro Claver, ya desaparecida y reemplazada en pleno siglo xx por la que existe hoy en día. Tal parece que en este rincón del mundo se impregnaran de trópico los complejos modelos europeos, como lo pone de presente la arquitectura, de cierta manera minimalista, de las murallas o de la fábrica del Castillo de San Felipe de Barajas, cuyos costos impulsaron al rey de España a empinarse en su refugio escurialense con la esperanza de otear las edificaciones desde la lejanía castellana. Ambas construcciones, con sus aristas cortadas, con un aire a pirámides truncadas implícito en los muros de calicanto, con las arpilleras macizas y con las garitas que parecen flotar, sujetándose de lo imposible, no niegan su propósito defensivo pero afirman al unísono una audacia que debió hacerles pensar a quienes las observaron, recién construidas, que habían sido levantadas más para desafiar la voracidad del tiempo que para proteger una permanencia.
Quizá sea ese aroma a intemporalidad, que pareciera estar presente en todas las manifestaciones del arte en Cartagena, el que le otorga a la ciudad, a su patrimonio cultural y, sobre todo, a las expresiones plásticas que se dan en ella, un tono de abstracción y a la vez de síntesis. Dos cualidades que establecen una correlación innegable con el arte moderno y que se descubren tanto en los ajimeces y balcones, como en la imagen casi aguileña de las de mariamulatas que, a menudo, parecen abandonar los lienzos de Enrique Grau para juguetear, como un borrón de tinta negra, en los patios añejos convertidos en pura textura por los embates del aire salobre en las paredes y por la vegetación que los llena de poesía.
No hay duda de que el torrente de metáforas visuales que permite la ciudad ha sido el factor determinante de una estética peculiar y sin tiempo, en la cual cohabitan ideas tan contradictorias en apariencia como el profundo sentido de lo militar y, por ende de lo pétreo, con la suave turbulencia marina, el atrevimiento de la brisa, el barroquismo que impregna un ambiente de leyenda, la coquetería de una celosía de inspiración mudéjar, los alféizares desbordados por las flores de las veraneras y, desde luego, los trazos y las maculaturas de algunas de las obras que reposan en el Museo. Éstas ponen de presente que unos enunciados muy particulares subrayan la conexión ineludible que existe entre la institución y un alrededor que ha desafiado el tiempo y que, a partir de la vigencia de lo colonial, ha recorrido también, con garbo incontestable, un largo camino a través de los años de República. De este camino hay numerosas huellas, como el modernismo del barrio de Manga; el cementerio, que con un aire decimonónico se viste de nostalgia; el desafío de los edificios art déco del centro histórico, las pinceladas cincuenteras de la Matuna, y las torres espigadas de de cristal y de aluminio que, en Bocagrande, Marbella o Crespo, con arrogancia a veces excesiva, le dan la bienvenida al nuevo milenio.
La creación artística, y con ella sus artífices, han encontrado en el espacio siempre cambiante y atemporal de Cartagena, el espacio propicio para la reflexión que siempre acompaña el oficio de crear. Por supuesto, en dicha atmósfera intemporal, y por ello de una modernidad a toda prueba, el Museo de Arte Moderno, parte integral de ese ambiente que a partir de un pasado deslumbrante empieza a horadar el futuro, se ha ido convirtiendo en un testimonio ineludible y en un espacio tan entrañable como cada uno de los vestigios sin tiempo que han ido quedando a su alrededor.
La historia de una presencia institucional
José Gómez Sicre, matancero de nacimiento, tuvo honda repercusión en los ámbitos del modernismo pictórico latinoamericano. Poeta reconocido, fue ante todo museólogo y crítico de arte. Su trabajo en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, y el hecho de haber sido el fundador y el primer director del Museo de Arte Panamericano —hoy de las Américas— en la sede de la oea en Washington, lo convirtieron, desde el ángulo de la crítica y de esa especialidad que hoy en día se denomina curaduría, en uno de los ejes del quehacer artístico de América Latina. En lo que se refiere a la historiografía de la pintura y a la crítica de arte, publicó varias obras, entre ellas Spanish Master Drawings xv to xviii Centuries (1951) y José Luis Cuevas: Self-Portrait with Model (1983), mientras su trayectoria y sus columnas permanentes en la prensa y en revistas de circulación internacional, como el Diario de las Américas y Visión, entre otras publicaciones, lo consagraron como autoridad indiscutible en un panorama artístico cuya fuerza empezaba a convertirse en un sello.
El nombre de Gómez Sicre viene al caso porque a su gestión y a su generosidad se debe la primera semilla del Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias. Como tantos otros forasteros, el cubano, acaso por su condición de caribe y de hombre universal, fue un enamorado de la Ciudad Heroica e intuyó, a finales de la década de los cincuenta, la extraordinaria importancia que ésta llegaría a tener como uno de los principales polos de desarrollo turístico del continente y la relevancia que adquiriría en el mapa mundial de los destinos obligatorios. Aunque por ese entonces la ciudad aún estaba lejos de ser declarada patrimonio cultural de la humanidad, el embrujo que poseyó desde siempre, la mezcla de lo hispánico, lo africano y el trópico, y el casticismo ancestral que impregna los callejones, las plazuelas y las casonas, debieron de señalarle a ese árbitro de un panorama plástico la conveniencia de organizar en 1959 una exposición con obras de algunos de los principales artistas de la región.
La muestra se llevó a cabo en los salones del Palacio de la Inquisición con 34 lienzos de autores de gran relieve, entre los que figuraban los colombianos Ignacio Gómez Jaramillo, Enrique Grau y Alejandro Obregón. Estos dos últimos habrían de ser los ángeles tutelares del Museo de Arte Moderno de Cartagena, no sólo por la entrañable relación que tuvieron con la ciudad, sino por haber convertido el arte en una razón de ser y la difusión cultural en un propósito. Ambos estuvieron en la junta directiva. Grau fue su presidente vitalicio, mientras Obregón se ocupó de diseñar el bellísimo logotipo que sigue usándose, y que hace parte de un patrimonio entrañable.
En un hecho singular, al final de la exposición organizada por él, Gómez Sicre, como comisario de la exposición y, desde luego, en nombre de la oea, resolvió donarle la colección a Cartagena de Indias, con el objetivo de sembrar la primera semilla de lo que podría convertirse en un museo de arte moderno. Aunque habrían de pasar varios años antes de que esa idea fundacional cristalizara, es menester advertir en ese gesto visionario una de las primeras aproximaciones a la creación de un museo de arte moderno en el país. No obstante, también es preciso recordar que unos años antes Hernando Lemaitre, inolvidable por sus acuarelas de paisajes y panoramas cartageneros, consciente de la necesidad de dotar a Cartagena con una pinacoteca, había establecido un primer museo de pintura. Para tal efecto, la Gobernación del Departamento de Bolívar le cedió una casona en la Plaza de Santo Domingo que, más tarde, se convirtió en “La casa del maestro”.
Hacia 1970, Enrique Grau, cartagenero raizal y, sin duda, uno de los maestros capitales del arte moderno en Colombia, quien desde luego sabía de la donación que a través de Gómez Sicre había hecho la Organización de Estados Americanos, y ese cartagenero adoptivo con maneras renacentistas que fue Alejandro Obregón, se dieron a la tarea de localizar las obras con el propósito de crear el tan anhelado museo. Éste debía albergar, en primer término, el repertorio de grandes maestros latinoamericanos que ya había sido expuesto en la ciudad y que, tras el obsequio, hacía parte de su patrimonio. Se trataba, además, de abrir unos espacios indispensables para la vida cultural y, desde luego, de acoger otras donaciones de artistas tanto cartageneros como de otros lugares del país e incluso extranjeros que, por esos años, ya habían hecho de la ciudad un lugar de residencia permanente o temporal, y tenían con ella una relación de afinidad y cercanía.
Cuando Grau encontró los cuadros en un depósito, no los halló en las mejores condiciones y el artista no tuvo más remedio que ocuparse en restaurar lo restaurable. Se salvaron diecisiete obras de enorme importancia, que hoy hacen parte de la colección de grandes artistas que se exhibe de manera permanente, para solaz tanto del público cartagenero como de los visitantes nacionales e internacionales.
En esa época de la recuperación, en vista de que aún no se disponía de una sede propia, las obras restauradas fueron trasladadas a la Alcaldía y en particular a la sala principal de reuniones, en donde fueron colgadas. Como anécdota, valga mencionar que, dependiendo del gusto del alcalde de turno y de sus preferencias en lo concerniente al arte moderno, los cuadros solían ser descolgados y embodegados o, por el contrario, exhibidos como se merecían. En otras palabras, la existencia del Museo parecía depender de la sensibilidad de cada burgomaestre.
Desde los primeros años de vida del Museo, su directora ejecutiva ha sido Yolanda Pupo de Mogollón, quien desde su nombramiento se propuso conseguirle una sede definitiva. El objetivo se logró en la década de los ochenta cuando le asignaron una vetusta bodega, donde comenzaron a funcionar las primeras salas que se abrieron al público. La zona disponible se aumentó años después, cuando se le agregó un espacio colindante, que permitió expandir tanto las áreas de exhibición como las de oficinas y bodegas.
Sobra decir que el Museo ha sido uno de los ejes vitales de la vida cultural cartagenera desde su fundación y que allí se han llevado a cabo importantes exposiciones de grandes maestros de la plástica nacional. Valga recordar, entre las decenas de muestras, tanto individuales como colectivas, las de Eduardo Ramírez Villamizar y Débora Arango; las numerosas que realizaron Enrique Grau y Alejandro Obregón; las de Fernando Botero, Manuel Hernández, Norman Mejía, Gustavo Vejarano y Carlos Jacanamijoy; las de la brasileña María Teresa Negreiros, el cubano Manuel Mendive, el italiano Alberto Sartori, y el panameño Brooke Alfaro, entre otras. Por supuesto, existen para los próximos años planes ambiciosos de llevar a cabo muestras muy representativas de la contemporaneidad plástica tanto cartagenera como nacional, regional e internacional.
Los edificios del museo
Nada más indicado para un museo cartagenero, y para uno que con el transcurso del tiempo ha llegado a convertirse en otra insignia de la ciudad, que ocupar una construcción cuyos espacios monumentales evocan el deslumbrante pasado del que fuera el principal puerto español en América del Sur. La primera bodega que le fue otorgada a la institución como sede permanente, a principios de los ochenta, como ya se dijo, y que hoy día está ocupada por las salas de arte latinoamericano y colombiano en el primer piso, y por las de obra gráfica, acuarelas y proyectos en el segundo, es un bastimento colonial construido en la segunda mitad del siglo xvii por orden de la Corona, como parte de las dependencias de la primera aduana de Cartagena de Indias.
Se trata de un edificio abovedado que se destinó al almacenamiento de mástiles, velas y otros arreos propios de la navegación, con una altura de más de doce metros que le da un aspecto imponente visto tanto desde dentro como desde afuera. Si se traspasa la muralla, que lo cierra por la parte posterior, se está muy cerca del Muelle de Los Pegasos, donde solían atracar las carabelas de los convoyes que transportaban, en dirección a la península o a la isla de La Española, el oro de la sierra peruana, las esmeraldas de Muzo y la plata de las minas de Potosí. No deja de ser una singularidad, por el tufillo a presagio que tiene el tema, que un lugar donde solían almacenarse unos aparejos tan afines con una población marinera, hoy albergue las evidencias de un vigor artístico, muchas de ellas relacionadas con la propia ciudad, que tienen a su turno otra coherencia con el espíritu cartagenero.
La construcción, como si su origen colonial no bastara, se levanta al lado del imponente Baluarte de San Ignacio, que remata la muralla por el sudeste, a cuya terraza se tiene acceso por el segundo piso del Museo. La edificación, además, cierra por uno de los lados la irregular y afectuosa Plaza de San Pedro Claver, evocadora, si las hay, del máximo esplendor de la ciudad. En consecuencia, el edificio se halla a la sombra de las torres barrocas del templo, donde reposan los restos del protector de los esclavos, a quien le rinde tributo el imponente grupo escultórico de Enrique Grau que se encuentra en la plaza, entre una de las paredes del Museo y la fachada del convento adyacente a la iglesia que completa el conjunto monumental.
El Museo se funde con el corazón emocional de la ciudad y, por sus características, le permite a quienes lo visitan inmiscuirse en esa suerte de tripaje de un puerto, como son las viejas bodegas, y observar, además de la colección que resguardan unos muros centenarios, la mampostería tradicional cartagenera. Se trata, entonces, de una circunstancia única e insólita: la hermosa conjunción de ladrillo y argamasa evoca el pasado, mientras el arte moderno, que a veces parece fundirse con la pared como si las texturas se mezclaran en una asociación enigmática, nos habla de presente y de futuro. Otra manifestación de esa convivencia entre el pretérito y lo actual que resume la esencia de Cartagena de Indias.
El Museo, por fuerza, se ha ido convirtiendo en un itinerario a través del tiempo, como ocurre con el resto de la ciudad. Como la vieja bodega no era suficiente para albergar una colección que iba creciendo gracias a la generosidad de artistas y de fundaciones, la Dirección Ejecutiva, no mucho tiempo después de haberse establecido en el primer recinto, se empeñó en la búsqueda de otro espacio que permitiera la tan anhelada ampliación. Y lo encontró en la casa de al lado: otro almacén, pero éste construido a finales del siglo xix, también de amplias proporciones, que había sido utilizado por el Banco de la República para guardar sacos de sal provenientes de la cercana explotación de Galerazamba. En este nuevo espacio, si el calificativo de nuevo cabe al hablar de una fábrica que ya tiene más de un siglo, funcionan hoy los depósitos del Museo; las salas llamadas republicanas, donde se alojan las exposiciones temporales; la tienda y, en el segundo piso, el área que lleva el nombre del acuarelista Hernando Lemaitre.
Una colección imprescindible
Los grandes museos encuentran en sus colecciones una razón de ser y una manera de proyectar aquello que en el campo del arte, o de la historia, se relaciona con su entorno. No es de extrañar que la escuela española, desde los forjadores del románico catalán hasta los ejemplos de la pintura negra de Goya, brille con luz propia en los salones del Prado de Madrid; o que los pintores franceses, ya sean góticos, manieristas, impresionistas o modernos, conviertan en forzosos al Louvre, al D’Orsay y al Centro Georges Pompidou, mientras las obras de Turner, Gainsborough o Reynolds encuentran en las galerías Tate y Nacional de Londres su ubicación natural.
Sin olvidar la donación de la oea, que fue la semilla del Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias, y que permite una interesantísima mirada a las obras de juventud de algunos de los grandes maestros del modernismo latinoamericano, la primera revisión de la colección, incluso en el espléndido obsequio patrocinado por José Gómez Sicre, favorece el encuentro con una importante variedad de trabajos de los artífices cartageneros y, por supuesto, con las tendencias que en materia de artes plásticas han florecido en Cartagena. A su turno, el paisaje y la atmósfera de la ciudad también ocupan un lugar destacado en la colección que, desde luego, se complementa con un repertorio de artistas del Caribe tanto colombiano como internacional, así como de artífices del interior del país y de otras latitudes y, por supuesto, con una serie de esculturas de primer nivel y de obras gráficas muy representativas, que permiten completar una sustanciosa visión de lo que ha sido el arte en Colombia en la segunda mitad del siglo xx.