- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias / Aquí solo falta un payaso pintado detrás de la puerta |
Aquí solo falta un payaso pintado detrás de la puerta
Cecilia Porras / Flores amarillas / 1969 / Óleo sobre lienzo / 93 x 128 cm Óscar Monsalve.
Eduardo Ramírez Villamizar / Sin título / 1998 / Hierro oxidado / 60 x 60 x 35 cm Óscar Monsalve.
Enrique Grau / Autorretrato con peluca en New York / 1984 / Mixta / 146 x 116 cm Óscar Monsalve.
Olivia Miranda / Jardín de los rosales / s.f / Mixta sobre tela / 120 x 80 cm Óscar Monsalve.
Texto de: Gabriel García Márquez
Hace más de 30 años, la pintora Cecilia Porras pintó un payaso de tamaño natural en el revés de la puerta de una cantina del barrio de Getsemaní, muy cerca de la calle tormentosa de la Media Luna. Lo pintó con la brocha gorda y los sapolines de colores de los albañiles que estaban reparando la casa, y al final hizo algo que pocas veces hacía con sus cuadros: firmó.
Desde entonces la casa donde estaba la cantina ha cambiado muchas veces: la he visto convertida en pensión de estudiantes, con sus oscuros aposentos divididos con tabiques de cartón, la he visto convertida en fonda de chinos, en salón de belleza, en depósito de víveres, en oficina de una empresa de autobuses, y por último en agencia funeraria. Sin embargo, desde la primera vez en que volví a Cartagena al cabo de casi 10 años, la puerta había sido sustituida. La busqué en cada viaje, a sabiendas de que las puertas de esta ciudad misteriosa no se acaban nunca sino que cambian de lugar, hace poco la volví a encontrar instalada como en su propia casa en un burdel de pobres del barrio Torices, donde fui con varios de mis hermanos a rescatar nuestras nostalgias de los malos tiempos. En el revés de la puerta estaba el payaso pintado. Como era apenas natural, la compramos como si fuera un puro capricho de borracho, la desmontamos del quicio y la mandamos a casa de nuestros padres en una camioneta de alquiler que nunca llegó. Pero no me preocupé demasiado. Sé que la puerta intacta está por ahí, empotrada en algún quicio ocasional, y que el día menos pensado volveré a encontrarla. Y otra vez a comprarla.
Eso es lo que más me ha fascinado siempre de Cartagena: el raro destino de sus casas y de sus cosas. Todas parecen tener vida propia, tanto más cuanto más muertas parecen, y van cambiando de forma y de utilidad en el tiempo, mudándose de sitio y de oficio mientras sus dueños pasan de largo por la vida, sin demasiado ruido.
Es una magia de origen. Nadie se ha sorprendido nunca de que la casa más bella de la ciudad haya sido el tremendo palacio de tortura de la Inquisición, y que las cárceles tenebrosas de la colonia, estén convertidas en alegres bazares de artesanías y que haya un restaurante de pescado en la que fuera la mansión del Marqués de Valdehoyos. De modo que hay que considerar como la cosa más natural del mundo que el Museo de Arte Moderno —al cabo de innumerables peripecias de la casa y de los cuadros— haya encontrado por fin su sitio en las antiguas bodegas coloniales del puerto.
Por la época en que Cecilia Porras pintó el payaso detrás de la puerta, tuve una relación de casualidad, pero muy asidua y grata, con ese edificio en abandono. Yo daba mis primeros pasos de periodista en El Universal, que acababa de fundarse a muy pocas cuadras de allí, y lo primero que aprendí del oficio fue la mala costumbre de vivir al revés: durmiendo de día y trabajando de noche. En la madrugada, cuando se paraba el rumor de llovizna de los teletipos, me iba con los linotipistas a la bodega del puerto, cuyo celador insomne era el único amigo dispuesto a recibirnos a esa hora. Allí permanecíamos hasta el amanecer, tomando aquel ron de caña que parecía de fósforo vivo, y escuchando las historias fantásticas del celador.
Desde el lugar en que nos sentábamos a conversar veíamos el muelle de los Pegasos con sus veleros de mala muerte, que iban resucitando a medida que aumentaba la madrugada. Uno a uno los veíamos zarpar en silencio, cargados de jaulas de micos y huacales de guineos verdes y de remesas de putitas nuevas para los hoteles de vidrio de Curazao. Nunca podré olvidar en el resto de mi vida aquellos amaneceres irreales de mi juventud. Siempre recordaré el loro que adivinaba el porvenir en la casa de camas alquiladas de Matilde Arenales, las jaibas que se salían caminando de los platos de sopa que servían en las fondas de maricas del mercado, el viento de tiburones, los tambores remotos, la luz amarga de los primeros días de abril, mientras el celador nos contaba sin cansancio la historia de la casa.
Pues ese era su tema único: la historia de la casa. Golpeando las paredes con el puño detectaba puertas tapiadas, arcados con columnas y capiteles escondidos, como si aquella no fuera una sola casa sino un sistema de muchas casas superpuestas a través de los años. Más tarde había de darme cuenta de que eran historias falsas, pero no me sentí defraudado, sino todo lo contrario, porque sus fábulas eran mejores que la realidad. Fue él quien me habló de una esclava perturbadora por la cual un rico de la época había pagado su peso en oro, y había tenido que matarla para librarse del hechizo. “Está enterrada aquí”, decía, golpeando un vacío en el muro. Me contó que durante el sitio de Vernon, los habitantes de la ciudad habían capturado una patrulla de ingleses que trataban de infiltrarse por el lado de tierra, y fueron descuartizados, asados y devorados por los soldados de la plaza. Fue él quien me habló por primera vez de Blacamán, mitad mago mitad bandido, que fue llevado a Cartagena. Nadie supo de dónde para embalsamar a un virrey que murió ahogado en un aljibe mientras estaba de paso por la ciudad. Blacamán lo había embalsamado tan bien, que el virrey muerto siguió gobernando mejor que cuando estaba vivo, y así se pudo mantener el orden entre los esclavos alzados y los blancos codiciosos, hasta que llegó el nuevo virrey e impuso el orden de sangre y fuego.
Ya por esta época, algunos de los cuadros que habían de estar colgados en esos muros estaban a punto de ser pintados. Cecilia Porras, que no está representada en este álbum pero que para mí lo está y lo estará siempre en todas partes, pintaba en la terraza de su casa de Manga, mirando hacia un patio sombreado por palos de mango y matas de guineo, pero los cuadros que pintaba no estaban inspirados en el patio, sino en otros rincones de la ciudad con una luz distinta que ella misma inventaba.
Pocos años después conocí a Enrique Grau a la salida de un cine en Bogotá y durante mucho tiempo no hicimos otra cosa que contarnos los argumentos completos de la película que ya habíamos visto, hasta que descubrimos por casualidad que era él quien había ilustrado el primer cuento que yo publiqué en mi vida, y que ese era además el primer cuento que él había ilustrado en la suya. Grau vivía en un apartamento en cuyas ventanas posteriores se veía un cementerio, y donde hacíamos unas fiestas ruidosas, en cuyos silencios casuales escuchábamos el rumor de los muertos pudriéndose en el patio. Eduardo Ramírez Villamizar, en cambio, quien me hizo el gran favor de ilustrar un folleto de publicidad que yo había escrito para comer, vivía en una casa de la Perseverancia mucho antes de que vivir en la Perseverancia estuviera de moda, era una casa grande y desnuda sin más muebles que un catre de penitente y un caballete de pintar. Alejandro Obregón a quien yo había conocido antes en Barranquilla en el burdel poblado de tortugas y alcaravanes de Pilar Ternera, iba por esos días a Bogotá. Una tarde me dijo que iría a dormir en mi cuarto, y como el timbre estaba descompuesto, le dije que me despertara con una piedrecita en el vidrio de la ventana. Obregón tiró un ladrillo que encontró en una construcción vecina, y yo desperté cubierto por una granizada de vidrios. Pero él entró sin ningún comentario, me ayudó a sacar un colchón que guardaba debajo de mi cama para los peregrinos trasnochados y se tendió a dormir en el suelo sin más cobijas que la bufanda de seda italiana que llevaba en el cuello, y con los brazos cruzados sobre el pecho como las estatuas yacentes de las viejas catedrales. Se despertó muy temprano, y con sus intensos ojos de agua fijos en el cielo raso, dijo:
—Eritreno— ¿Qué significa Eritreno?
—No sé —le dije— Pero algún día lo usaré en algún cuento.
Necesité más de veinte años para encontrar un sitio donde colgar esa palabra enigmática en mi novela más reciente. Casi tanto tiempo como el que necesitaron los cuadros del Museo de Arte Moderno de Cartagena, para encontrar un muro donde quedar colgados para siempre.
Pues este es el caso con muy pocos precedentes de unos cuadros que han recorrido una ciudad entera en busca de unas paredes que no les fueran ajenas. En realidad, el Museo fue fundado en 1959 con el nombre de Museo Latinoamericano de Arte Moderno de Cartagena, pero sin sede propia. Primero estuvo en una casa enorme de la calle de Santo Domingo, pero la Secretaría de Educación lo sacó de allí, y convirtió la casa en colegio. Los cuadros, aunque parezca increíble, fueron llevados al Club de Pesca, porque no se encontró otro lugar donde ponerlos. Por los efectos del salitre por supuesto, hubo que repartirlos más tarde entre particulares, y en una época posterior se volvieron a juntar bajo el amparo de la Academia de Historia, en el Palacio de la Inquisición. Allí estuvieron hasta 1971, cuando la Alcaldía los colgó en sus salones de recepción, y allí estuvieron hasta hoy, cuando por fin han encontrado un refugio propio, en el cual solo falta una cosa: un payaso pintado detrás de la puerta.
Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias |
#AmorPorColombia
Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias / Aquí solo falta un payaso pintado detrás de la puerta
Aquí solo falta un payaso pintado detrás de la puerta
Cecilia Porras / Flores amarillas / 1969 / Óleo sobre lienzo / 93 x 128 cm Óscar Monsalve.
Eduardo Ramírez Villamizar / Sin título / 1998 / Hierro oxidado / 60 x 60 x 35 cm Óscar Monsalve.
Enrique Grau / Autorretrato con peluca en New York / 1984 / Mixta / 146 x 116 cm Óscar Monsalve.
Olivia Miranda / Jardín de los rosales / s.f / Mixta sobre tela / 120 x 80 cm Óscar Monsalve.
Texto de: Gabriel García Márquez
Hace más de 30 años, la pintora Cecilia Porras pintó un payaso de tamaño natural en el revés de la puerta de una cantina del barrio de Getsemaní, muy cerca de la calle tormentosa de la Media Luna. Lo pintó con la brocha gorda y los sapolines de colores de los albañiles que estaban reparando la casa, y al final hizo algo que pocas veces hacía con sus cuadros: firmó.
Desde entonces la casa donde estaba la cantina ha cambiado muchas veces: la he visto convertida en pensión de estudiantes, con sus oscuros aposentos divididos con tabiques de cartón, la he visto convertida en fonda de chinos, en salón de belleza, en depósito de víveres, en oficina de una empresa de autobuses, y por último en agencia funeraria. Sin embargo, desde la primera vez en que volví a Cartagena al cabo de casi 10 años, la puerta había sido sustituida. La busqué en cada viaje, a sabiendas de que las puertas de esta ciudad misteriosa no se acaban nunca sino que cambian de lugar, hace poco la volví a encontrar instalada como en su propia casa en un burdel de pobres del barrio Torices, donde fui con varios de mis hermanos a rescatar nuestras nostalgias de los malos tiempos. En el revés de la puerta estaba el payaso pintado. Como era apenas natural, la compramos como si fuera un puro capricho de borracho, la desmontamos del quicio y la mandamos a casa de nuestros padres en una camioneta de alquiler que nunca llegó. Pero no me preocupé demasiado. Sé que la puerta intacta está por ahí, empotrada en algún quicio ocasional, y que el día menos pensado volveré a encontrarla. Y otra vez a comprarla.
Eso es lo que más me ha fascinado siempre de Cartagena: el raro destino de sus casas y de sus cosas. Todas parecen tener vida propia, tanto más cuanto más muertas parecen, y van cambiando de forma y de utilidad en el tiempo, mudándose de sitio y de oficio mientras sus dueños pasan de largo por la vida, sin demasiado ruido.
Es una magia de origen. Nadie se ha sorprendido nunca de que la casa más bella de la ciudad haya sido el tremendo palacio de tortura de la Inquisición, y que las cárceles tenebrosas de la colonia, estén convertidas en alegres bazares de artesanías y que haya un restaurante de pescado en la que fuera la mansión del Marqués de Valdehoyos. De modo que hay que considerar como la cosa más natural del mundo que el Museo de Arte Moderno —al cabo de innumerables peripecias de la casa y de los cuadros— haya encontrado por fin su sitio en las antiguas bodegas coloniales del puerto.
Por la época en que Cecilia Porras pintó el payaso detrás de la puerta, tuve una relación de casualidad, pero muy asidua y grata, con ese edificio en abandono. Yo daba mis primeros pasos de periodista en El Universal, que acababa de fundarse a muy pocas cuadras de allí, y lo primero que aprendí del oficio fue la mala costumbre de vivir al revés: durmiendo de día y trabajando de noche. En la madrugada, cuando se paraba el rumor de llovizna de los teletipos, me iba con los linotipistas a la bodega del puerto, cuyo celador insomne era el único amigo dispuesto a recibirnos a esa hora. Allí permanecíamos hasta el amanecer, tomando aquel ron de caña que parecía de fósforo vivo, y escuchando las historias fantásticas del celador.
Desde el lugar en que nos sentábamos a conversar veíamos el muelle de los Pegasos con sus veleros de mala muerte, que iban resucitando a medida que aumentaba la madrugada. Uno a uno los veíamos zarpar en silencio, cargados de jaulas de micos y huacales de guineos verdes y de remesas de putitas nuevas para los hoteles de vidrio de Curazao. Nunca podré olvidar en el resto de mi vida aquellos amaneceres irreales de mi juventud. Siempre recordaré el loro que adivinaba el porvenir en la casa de camas alquiladas de Matilde Arenales, las jaibas que se salían caminando de los platos de sopa que servían en las fondas de maricas del mercado, el viento de tiburones, los tambores remotos, la luz amarga de los primeros días de abril, mientras el celador nos contaba sin cansancio la historia de la casa.
Pues ese era su tema único: la historia de la casa. Golpeando las paredes con el puño detectaba puertas tapiadas, arcados con columnas y capiteles escondidos, como si aquella no fuera una sola casa sino un sistema de muchas casas superpuestas a través de los años. Más tarde había de darme cuenta de que eran historias falsas, pero no me sentí defraudado, sino todo lo contrario, porque sus fábulas eran mejores que la realidad. Fue él quien me habló de una esclava perturbadora por la cual un rico de la época había pagado su peso en oro, y había tenido que matarla para librarse del hechizo. “Está enterrada aquí”, decía, golpeando un vacío en el muro. Me contó que durante el sitio de Vernon, los habitantes de la ciudad habían capturado una patrulla de ingleses que trataban de infiltrarse por el lado de tierra, y fueron descuartizados, asados y devorados por los soldados de la plaza. Fue él quien me habló por primera vez de Blacamán, mitad mago mitad bandido, que fue llevado a Cartagena. Nadie supo de dónde para embalsamar a un virrey que murió ahogado en un aljibe mientras estaba de paso por la ciudad. Blacamán lo había embalsamado tan bien, que el virrey muerto siguió gobernando mejor que cuando estaba vivo, y así se pudo mantener el orden entre los esclavos alzados y los blancos codiciosos, hasta que llegó el nuevo virrey e impuso el orden de sangre y fuego.
Ya por esta época, algunos de los cuadros que habían de estar colgados en esos muros estaban a punto de ser pintados. Cecilia Porras, que no está representada en este álbum pero que para mí lo está y lo estará siempre en todas partes, pintaba en la terraza de su casa de Manga, mirando hacia un patio sombreado por palos de mango y matas de guineo, pero los cuadros que pintaba no estaban inspirados en el patio, sino en otros rincones de la ciudad con una luz distinta que ella misma inventaba.
Pocos años después conocí a Enrique Grau a la salida de un cine en Bogotá y durante mucho tiempo no hicimos otra cosa que contarnos los argumentos completos de la película que ya habíamos visto, hasta que descubrimos por casualidad que era él quien había ilustrado el primer cuento que yo publiqué en mi vida, y que ese era además el primer cuento que él había ilustrado en la suya. Grau vivía en un apartamento en cuyas ventanas posteriores se veía un cementerio, y donde hacíamos unas fiestas ruidosas, en cuyos silencios casuales escuchábamos el rumor de los muertos pudriéndose en el patio. Eduardo Ramírez Villamizar, en cambio, quien me hizo el gran favor de ilustrar un folleto de publicidad que yo había escrito para comer, vivía en una casa de la Perseverancia mucho antes de que vivir en la Perseverancia estuviera de moda, era una casa grande y desnuda sin más muebles que un catre de penitente y un caballete de pintar. Alejandro Obregón a quien yo había conocido antes en Barranquilla en el burdel poblado de tortugas y alcaravanes de Pilar Ternera, iba por esos días a Bogotá. Una tarde me dijo que iría a dormir en mi cuarto, y como el timbre estaba descompuesto, le dije que me despertara con una piedrecita en el vidrio de la ventana. Obregón tiró un ladrillo que encontró en una construcción vecina, y yo desperté cubierto por una granizada de vidrios. Pero él entró sin ningún comentario, me ayudó a sacar un colchón que guardaba debajo de mi cama para los peregrinos trasnochados y se tendió a dormir en el suelo sin más cobijas que la bufanda de seda italiana que llevaba en el cuello, y con los brazos cruzados sobre el pecho como las estatuas yacentes de las viejas catedrales. Se despertó muy temprano, y con sus intensos ojos de agua fijos en el cielo raso, dijo:
—Eritreno— ¿Qué significa Eritreno?
—No sé —le dije— Pero algún día lo usaré en algún cuento.
Necesité más de veinte años para encontrar un sitio donde colgar esa palabra enigmática en mi novela más reciente. Casi tanto tiempo como el que necesitaron los cuadros del Museo de Arte Moderno de Cartagena, para encontrar un muro donde quedar colgados para siempre.
Pues este es el caso con muy pocos precedentes de unos cuadros que han recorrido una ciudad entera en busca de unas paredes que no les fueran ajenas. En realidad, el Museo fue fundado en 1959 con el nombre de Museo Latinoamericano de Arte Moderno de Cartagena, pero sin sede propia. Primero estuvo en una casa enorme de la calle de Santo Domingo, pero la Secretaría de Educación lo sacó de allí, y convirtió la casa en colegio. Los cuadros, aunque parezca increíble, fueron llevados al Club de Pesca, porque no se encontró otro lugar donde ponerlos. Por los efectos del salitre por supuesto, hubo que repartirlos más tarde entre particulares, y en una época posterior se volvieron a juntar bajo el amparo de la Academia de Historia, en el Palacio de la Inquisición. Allí estuvieron hasta 1971, cuando la Alcaldía los colgó en sus salones de recepción, y allí estuvieron hasta hoy, cuando por fin han encontrado un refugio propio, en el cual solo falta una cosa: un payaso pintado detrás de la puerta.