- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Manuel Hernández: La forma que sostiene al mundo
Signo amarillo / 1976 / Acrílico sobre tela / 60 x 60 cm (detalle)
Signo diálogo / 1978 / Acrílico sobre tela / 200 x 170 cm (detalle)
1978 / Acrílico sobre tela / 120 x 120 cm (detalle)
Signo pareja / 1979 / Acrílico sobre tela / 140 x 140 cm (detalle)
1992 / Acrílico sobre tela / 120 x 120 cm (detalle)
Signo trío / 2002 / Acrílico sobre tela / 120 x 150 cm (detalle)
Signo centro / 1976 / Acrílico sobre tela / 110 x 120 cm (detalle)
Secuencia alineada / 1983 / Acrílico sobre tela / 135 x 250 cm (detalle)
Signo secuencia / 1974 / Acrílico sobre tela / 200 x 170 cm (detalle)
Signo punto rojo / 1988 / Acrílico sobre tela / 250 x 135 cm (detalle)
Signo horizontal / 1979 / Acrílico sobre tela / 100 x 120 cm (detalle)
Texto de: Juan Gustavo Cobo Borda
En 2001 declaraba Manuel Hernández (1928):
“Producir a través de la pintura emoción comunicante, sin alusión anecdótica de la imagen, constituye la más significativa conquista del artista”.
Al dejar de lado la narrativa y la simple propuesta temática, el artista se acercaba “a lo desconocido, evidenciando la imagen de lo nuevo, la grandeza de lo oculto y la emoción de lo inesperado”.
Manuel Hernández es hoy, sin duda alguna, el artista colombiano de más intensa y reposada fidelidad a un mundo de signos propios. Donde el paulatino proceso de búsqueda y despojo hacia una abstracción sensible se ha convertido paradójicamente en un orbe rico y sugestivo, de opulentas realizaciones. Allí donde no sabemos qué admirar más, si su deleite en esas densas transparencias que forman el núcleo macizo de su obra, repasadas una y otra vez, o la interacción, el intercambio con las sutiles veladuras que nos muestran cómo la vibración del color nace y se acentúa en ese dúo de voces sabiamente acordadas.
La figura central, sólida, hierática, aunque se desplace por la tela, y el diálogo con esos bordes, en ocasiones nítidos, en otras nebulosos, que aislándola o acentuándola, no hacen más que volverla aun más presente, incluso cuanto más remota y oculta queda tras su inmersión en el mar del color mismo. Pero el color también puede desdoblarse en dos fases. Aquel que estaría marcado por la fuerza de lo terrenal, en ocres, sienas, marrones, arenas, amarillos quemado, y esa suerte de energía numinosa que emana de una bóveda celeste que late allí detrás, en sus morados, lilas, azules, negros luminosos, donde la noche de la creación puede anunciar el alba o sugerir el crepúsculo. Como lo señaló Eduardo Serrano al referirse a los antecedentes de su muestra de 1993 en el Museo de Arte Moderno de Bogota:
“Y gracias en parte a esta imprecisión de los bordes de las formas, los fondos habían alcanzado a su vez una profundidad infinita y radiante, como de firmamento”.
Tierra y cielo, raíz y vuelo, ascenso y caída, los que serían sus proverbiales signos —óvalo y rectángulo— ya combinaban sus inteligentes variaciones, su sagaz y sorpresivo intercambio de fuerzas en expansión y contrapesos de control. Un marco, un límite, para ceñir mejor esa descarga de lo emotivo en trazo libre sobre la tela virgen. Qué lección admirable entonces esa sobria búsqueda espiritual a través de una vocación artística sostenida sin desfallecimientos. Los largos años de cátedra, los viajes decisivos a Chile, Italia, Francia y Estados Unidos, la numerosa familia, parecen quedar subsumidos en esa opción restrictiva de una pintura modulándose a sí misma, a lo largo del tiempo. Lo que maestros suyos como Petorutti, Morandi y Rothko le inculcaron con esa inmersión única, obsesiva, recurrente e inagotable en la parcela visitada día tras día: la pintura.
Labrada con alivio y explorada con la más secreta y rigurosa de las cautelas. Con razón Germán Rubiano Caballero habló de por lo menos 3 000 dibujos que subyacen como cimiento de su pintura. Aquella que cifra toda la palpitación pululante del mundo en un signo inconfundible pero no por ello menos grávido de significados no dichos, de ecos soterrados acordes con los ciclos vitales y las transformaciones que la pintura misma propone. Giorgio Morandi, por ejemplo, mira cada día sus cacharros de cocina. Un día el silencio que los rodea ondula gracias al soplo ascensional de los dioses que quieren fugarse de esa materia en reposo. Otro día los mismos cacharros quedan consumidos, hasta la extinción y la ceniza, por el fuego calcinante que antes los elevó. Para realizarse a sí mismo, para ser como presencias absolutas ya destruidas por la mirada creativa. Así sucede con el trabajo de Manuel Hernández, lejos de cualquier referente realista, y capaz de titular un acrílico de 1991 como Signo tenso ceniza. Quizás él compartiría la filosofía de Josef Albers, el mago del cuadrado infinito, cuando afiliándose a la vertiente de Cézanne que no empleaba la palabra “expresión” sino el concepto de “quiero realizar”, añadió:
“Es con ese significado con el que me gustaría que se me considerara un realista. Quisiera realizarme a mí mismo. Para mí la abstracción es real, probablemente más real que la naturaleza. ¿Por qué? Mi contestación es esta. Todavía voy más lejos y digo que la abstracción está más cerca de mi corazón. Prefiero ver con los ojos cerrados”.
Quizás Manuel Hernández también cierra a veces los ojos para ver cómo las masas y las texturas, el color con sus luces y sombras, el espacio y la atmósfera, el dinamismo y los contrastes, se equilibran y depuran, se organizan dentro del rigor formal de su intuitiva disciplina. Él traza la ley inherente a cada cuadro y sueña la distancia que siempre existe entre el anhelo infinito y la forma bidimensional concretada en un óleo de tanto por tanto. Pero ese óleo, quién lo creyera, lo representa tanto a él como a su carácter, orígenes y peculiaridades. Lo dijo de modo certero en una entrevista con Camilo Calderón:
“Cuando los del altiplano bajamos a tierra caliente, es grato ver cómo hay un halo, una especie de vapor envolvente de toda la atmósfera.
”Los contornos desaparecen pero hay una sequedad interior hermosísima que nos conmueve. Esa parte envolvente en el paisaje y la atmósfera es lo nuestro”.
A los rasgos definitorios de rigor, fidelidad y profundización no sobra añadir esa dimensión colombiana de su obra tan impregnada de la metamorfosis de nuestros colores y la discreta elegancia de su sobrio ademán, ante las jadeantes algarabías del arte de hoy. Él viene de antes y va más lejos de lo que imaginábamos. Él sabe de la muy larga paciencia que conlleva toda gran pintura. No es sólo el decano de la abstracción en Colombia. Es un gran artista en sí mismo.
Hacia una Geometría líquida
El dibujo, en Manuel Hernández, plantea temas y figuras, tratamientos y enfoques. Nos revela, cómo en la exposición de 1998 en Corferias en razón del homenaje nacional que le rindió el Ministerio de Cultura, los sorprendentes orígenes —un árbol, una figura humana— de sus ulteriores y monumentales signos desligados de cualquier base realista. El dibujo los sitúa en el espacio, analiza su posición. Es señal, impronta, rasgo. Carnet de viaje, en donde la emoción de lo brusco no desdeña las virtudes del intelecto, largamente cultivado. Como los calígrafos japoneses, los poetas del haiku o el arquero zen, cuántos siglos de pintura para un único trazo donde lo instantáneo se hace eternidad sin perder la frescura y el destello de la puerta abriéndose sobre el milagro, cotidiano, ancestral, de la luz. Simetrías que se escalonan, se rompen, de tres en tres, de uno en uno; o tablero, donde las formas, aprisionadas entre verticales y horizontales, pugnan por escaparse u ondular, deslizándose flotantes más allá de su pequeña cuadrícula. Formas que con un leve toque de color —puntos rojos, franjas amarillas— proyectan ya su independencia, como en los dibujos de las páginas 58-59. Podemos intentar, por cierto, buscar el referente realista, en un válido juego de asociación imaginativa, en dibujos como los de las páginas 64 o 93: una silueta presidencial con banda o un escudo heráldico. Un puente o torre medieval. Pero lo que importa en definitiva es cómo desde la firmeza esquemática con que en 1954 y 1958 trazaba en lápiz o acuarela perfiles inconfundibles: Campesino, Retrato de dama elegante, Desnudo, pasó a convertirse en maestro del enigma silencioso, de la lenta meditación contemplativa, inteligente y a la vez libre frente a su objeto.
“En cada borde, en cada contorno, en cada direccional, en cada línea, en cada contraluz, busqué la posibilidad de ir conformando un lenguaje”, dice Hernández. Y ese lenguaje, tan suyo, ya nos habla a todos. Nos cuenta del ancestral combate entre lo abierto y lo cerrado. De la línea dura y el contorno preciso a la masa evanescente, a esa flotación de una mirada tan alerta como distraída; es decir, en viaje. Como en su acrílico y pastel de 1973 titulado Soporte y flotación. La base de cuatro manchas-columnas intercaladas de azul, se descomponen y alteran en la parte superior, donde ondulan a su arbitrio, sin control aparente, resaltadas apenas por un trazo rojo, en su contorsión caprichosa. Como si el orden arquitectónico de la base terrestre hubiese encontrado en el cielo un espejo risueño que todo lo altera. Un baile nuevo y gozoso: hasta donde podemos llegar en este desafío ilímite. Allí están entonces estas formas opuestas, esos ritmos y contrapuntos, esas estructuras que se superponen, esas secuencias progresivas —secuencia negro, azul, violeta, por ejemplo— que hacen contacto entre sí, se deforman o se disparan en búsqueda de un centro de estático equilibrio o de movimiento suspendido. Esos signos ascendentes que guían la mirada hacia el campo de fuerza de la tela donde la aparente neutralidad del fondo canta su alegría táctil. Donde el reposado equilibrio horizontal de una forma anclada en sí misma ordena y restituye el equilibrio armónico del universo plástico.
Como señaló el crítico venezolano Roberto Guevara:
“El dibujo, explorador, y por ello mismo osado, pero al mismo tiempo de ese carácter de escritura personal, íntima, de libro de notas y reflexiones donde una obra se registra”.
Y registra, no hay duda, tanto el riesgo, las improvisaciones y la caída, como el nuevo equilibrio. Los dibujos que anunciaron la ruptura del academicismo, con modelo humano delante, a la abstracción con modelo mental interior datan de 1960 y 1961 y anuncian el viaje a Roma en 1962, donde las 32 pinturas de Mark Rothko vistas en el Museo de Roma le señalarían el camino:
“Una enorme emoción ante un espacio silente”.
La carta que Rothko había firmado en 1943 tenía efecto, 20 años después, en un colombiano traspasado por su mensaje. “Es nuestra función como artista hacer que el espectador vea a nuestro modo, y no al suyo”. “Estamos a favor de las grandes dimensiones porque tienen el impacto de lo inequívoco. Estamos a favor de las formas planas porque destruyen la ilusión y revelan la verdad”.
Pero la pintura herida de Rothko, como la califica John Holding en su libro Caminos a lo absoluto, suscitaría en Manuel Hernández varios procedimientos: la siempre presente luminosidad del fondo a través de la rapidez de la acuarela o el gouache, y luego el óleo y el acrílico.
La caja segmentada o fragmentada de esos bloques cromáticos que se nos revelan, en definitiva, como una geometría líquida a pesar del rigor de sus variados estratos.
El roce, el frotamiento, de los bordes con el espacio que los circunscribe y que en definitiva los absorbe en la modulación osmótica de lo interno y lo externo. De esa frontera donde se disuelven y acoplan los límites.
Donde la meditación abstracta ya ha logrado su cometido: Ver lo máximo con lo mínimo.
El rigor de la emotividad
Se trata de un asceta creativo. De un formalista sensible. Con lo menos lo más. Con el silencio, la música. Estamos ante uno de los mayores artistas colombianos.
A veces, al mirar sus obras, imagino dos piernas, un torso, los muñones que dan origen a los brazos, el bulto de una cabeza. O, como en el Museo de los Niños, la ronda entrelazada de un juego de bailarines. Grupos, parejas, solitarios que se unen. Pero en realidad no hay nada de eso. Ninguna referencia. Ningún aval anecdótico. Sólo óvalos armónicos. Composiciones versátiles y equilibradas donde rectángulos y cuadrados se arman y descomponen y entablan, con la sensibilidad de su color, un diálogo de contrastes.
Esos fondos graves y apasionados, sobre los cuales despliega la más rigurosa de las indagaciones: la misma pregunta, el mismo jeroglífico, interrogado sin pausa y el resultado siempre sorpresivo.
Un espacio, que como en los casos de sus admirados Rufino Tamayo y Roberto Matta, nos remite a una electricidad ancestral: la de los cielos precolombinos, la de ígneo núcleo rojo donde se fusiona la materia en estado original. El fondo de la tela es una vibración que irradia constelaciones de signos. Una indudable, y nada obvia, visión americana, que de Chile a Estados Unidos, no olvidó nunca sus tierras de La Vega, Cundinamarca: ocres, pardos, verdes, mates.
Sí, ya había algo físico y táctil en esos negros ásperos, en esos blancos rugosos, en esas sutiles caligrafías que admiramos en su retrospectiva del Museo de la Universidad Nacional (2002). Pero sobre ese negro original, otro negro, sutil y traslúcido. Sobre ese blanco absoluto, otro blanco, más leve y sereno. Un aire para pensar. Un azul para evadirnos en la ensoñación. Rojos que emocionan. Un amarillo que conturba con pasión. Como las de Rothko, estas telas también pueden ser mandalas para callar, orar o meditar. Un bloque macizo que cierra el horizonte sólo para abrirnos mejor la mirada.
En São Paulo, en el Edificio del Parlamento Latinoamericano, invitado por el gran arquitecto brasileño Oscar Niemeyer, la fúnebre intensidad de esos violetas oscuros, de esos morados fúnebres, se rasga a sí misma para brindarnos un resquicio de su propia luz. Un asomo de vastedad expresiva. En la sombra, lo luminoso del color. En la luz, lo soterrado de una espiritualidad que fabrican los dedos. El pintor reflexiona con el tacto.
Así, este gran astrónomo del espacio no se pierde en la imprecisión de lo infinito. Siempre hay un signo, una forma, un contorno, un límite, que nos obliga a situarnos ante preguntas inquietantes: ¿Cómo se puede ser tan fiel, en una tierra tan propicia a la dispersión? ¿Cómo lograr que no se cristalice un estilo, renovándolo con la perpetua frescura de una duda pertinente?
Vuelve sobre lo mismo, al saber cada cosa inagotable: el árbol, la nube, la pared. Su abstracción, tan pura, tan rigurosa, experimenta el callado estremecimiento con el color, la rompe en relámpagos de poesía. Pero nada se diluye. Todo se ajusta, en envolventes delimitaciones, en leyes propias que determinan, por sí mismas, su conquista de la libertad. Pareciera presentir la geometría pero es lo humano, en definitiva, lo que sus telas terminan por traslucir. El más humano de los actos: el acto de crear. De ahí esa sorpresa jubilosa de sus últimas obras, en la Fundación Santillana (2003). Con oscuras cenizas, aglutinadas como fondo, la resurrección. Con el polvo, informe, volátil, escapándosenos entre los dedos, la fijeza estructural que le permite insertar sus signos ancestrales pero siempre nuevos. Su renovado goce ante la sorpresa del color, esos naranjas, esos rojos, esos grises, tan frescos y detonantes. Experimenta ahora con nuevos soportes, como la lona, y materiales insólitos como el carborundo empleado para la fabricación de lijas. En la arena desértica de nuestros días, brilla la valentía de semejante aventura.
A los 80 años, el maestro Manuel Hernández se abandona a un placer que no tiene parangón. Tiene derecho a todos los desbordes pero sólo se permite el juego inteligente de su insobornable fidelidad. Es fiel, cómo no, a “la emoción de lo inesperado”: A las nuevas tierras que efectivamente, conquista con su visión. ¿Cómo llegó hasta allí? Veamos en detalle tan intrigante proceso.
Esas construcciones rítmicas tienen tanto de arquitectura como de ondulación melódica de un paisaje, donde en muchos casos lo bidimensional suscita la perspectiva. El asombro contemplativo de un paisaje onírico, con profundas resonancias en nuestro ánimo. En nuestro pasado ancestral. Nos reconocemos y nos extrañamos (salimos de nosotros ) en ese deambular por una memoria más sensorial que reflexiva. Aun cuando el artista siempre se plantee su trabajo como una expresión “razonada y estructurada”, como la definió Elizabeth Lizarralde.
Esas cuñas, esos paralelogramos irregulares, con que Hernández, corta y fractura las secuencias, en tantos casos virtuosas en el despliegue sutil del color (por ejemplo, Horizontal sostenido de 1985, página 131), no buscan quebrar o detener la mirada. Sólo volverla más aguda y perceptiva. Más capaz de comprender el equilibrio y la ruptura, lo inestable y el cambio de ángulo, para retomar así el impulso que debe tanto a lo emotivo como al tamiz geométrico con que Hernández se sitúa ante el mundo.
Forma y contorno, Base y contacto, Signo levitante, Apoyo y Signo lateral: los títulos de sus obras de la década de los ochenta tenían algo de combate de entidades. De lluvia de salpicaduras y trazos sobre el siempre inmodificable cuadrado con cornisa ondulada, cubo que por más asedios en su interior de formas varias resistía incólume, nítido en sus límites, adquiriendo en ocasiones el volumen tridimensional de un cubo capaz de albergar todas las propuestas que la imaginación sugiere: Doble cruce, Tres formas superpuestas, Signo tenso ocre violeta (1988), Raya lateral, Tres diagonales.
Fiel siempre a esa abstracción indistintamente llamada lírica, emocional o simbólica, su paso por el tachismo o el expresionismo matérico, lo dejaría cada vez más expuesto a una sensibilidad que con el empleo de tonos pasteles sólo se puede denominar lírica —introspección del yo y creación a partir de los datos de una sensibilidad que busca dar forma a sus vivencias. Allí donde toda forma reclama su color. Esos fondos lisos, en la claridad o la sombra, y sobre ellos esta forma que se afianza o hinca en el equilibrio de sus dos apoyos (Signo levitante, 1984) o en la horizontalidad pétrea de su dilatada base oscura (Forma y contorno, 1986).
De ahí que Manuel Hernández haya mantenido siempre la geometría como cuadrícula subyacente de su trabajo creativo. Pero esa ciencia basada en la lógica de las figuras, al trasladarse a la pintura, no ofrece una garantía total. Por el contrario, esta obra que a largo plazo nos resulta tan coherente y orgánica no está exenta de peligros, como dice el propio artista en su charla con José Hernández:
“La obra es un permanente riesgo a la larga, incluso dentro de esa línea quieta y silenciosa como es la mía. Ha habido una evolución tremenda, llena de angustia. Cada borde martiriza, cada señalamiento inquieta, cada línea es una opción dramática”.
El trópico es dramático y como tal es blanco y negro
Cuando Manuel Hernández realizó la exposición itinerante “Papel y signos”, por varios museos de Asia —Seúl, Yakarta, Manila, Hong Kong, Nueva Delhi— en el año 2000-2001, no se sabía qué admirar más. Si la rugosidad de ese papel hecho a mano, de bordes irregulares, que nos incita a tocarlo o el signo dispuesto sobre él, ya sea en rosados o azules, que reclama de nuestra vista una atención contemplativa. Una respuesta interrogante acerca de cómo unas líneas o una mancha nos hablan de un espacio conquistado, una tensión conseguida, la suspensión del gesto en el momento preciso, una indefinición lograda, o el contacto entre formas que se desdoblan y mantienen un sutil equilibrio (masculino-femenino, signo y pareja) con su oponente complementario. Hay balance y hay equilibrio y hay también una armonía que se recobra desde el signo solo, indirecto homenaje al último Miró, hasta el signo par, doble o en pareja que se plantea como un problema a resolver, en ubicación y relaciones compositivas y de volumen, tan propias del trabajo de Hernández. Pero en ese orbe de sutilezas filosóficas y argumentos conceptuales, dos trabajos de 1999: Signo manta y Signo ruana?nos sumergen de nuevo en las raíces ancestrales de Hernández. El paisaje, las gentes y la cultura del mundo andino. Sus colores y objetos propios. Porque seguir la dilatada trayectoria de Hernández nos obliga a replantearnos en forma permanente sus postulados. Si su pintura apela a una dimensión estable, de larga compenetración con sus objetivos, el dibujo, por el contrario, brinda el jubiloso riesgo de lo emotivo, del trazo aparentemente despreocupado y lúdico entre el color y la línea.
“Del papel depende el espesor de la línea que se apoya en la emoción”. Si sus pinturas, para seguir otra vía, fueron logrando un ámbito cada vez más nocturno, en el difícil cromatismo de todos los negros, dándole la razón al crítico Juan Calzadilla cuando habla de una espiritualidad muy recóndita, que ahonda en las relaciones de signo y espacio y en las tensiones emergentes en las cuales se plasma una comprensión nostálgica pero agónica —como debía ser— del mundo contemporáneo, sus dibujos plantean una opción diferente.
Como lo refrenda su generosa donación a la Universidad Jorge Tadeo Lozano (2007) sus dibujos estallan en remolinos de color, en traviesas constelaciones de puntos y manchas eufóricos de errar por el papel en pos de su libérrima fuga como Signo Japón (1968). Humor, goce, ironía: el placer de crear.
Quiero pensar que la beca ganada para estudiar en Chile (1948-1951) y el contacto con una obra como la de Roberto Matta le dio una opción diferente a aquella que hubiera encontrado en Colombia en sus decisivos años de formación. El acento en lo social, la preocupación indigenista, tan marcada en profesores de bellas artes de entonces como Luis Alberto Acuña e Ignacio Gómez Jaramillo, formados bajo las directrices del muralismo mexicano, encontraron en la visión de un arquitecto como Matta un camino diferente. Su capacidad para razonar posturas iconoclastas y desmitificadoras que llevarían a Matta a ser reconocido tanto por Andre Breton y Marcel Duchamp como la estrella joven del surrealismo en su capacidad para fabular un eros cósmico. Un nuevo vértigo incantatorio en esos espacios en rotación que serían su aporte a un nuevo mundo desde el primer día de la creación, tan nutrido, por cierto, de esencias americanas.
Las relaciones signo y espacio, las atracciones y los rechazos que edifican o deforman, el contrapunto lleno-vacío, los contrastes y resonancias, las franjas direccionales, que nos guían la vista, en un sentido rítmico, esas elipsis, en rotación y ascenso, el óvalo abierto y el rectángulo cerrado: todo el proverbial alfabeto plástico de Hernández ya comenzaba a definirse al estudiar los bodegones cubistas de Petorutti, dorados por la luz atemporal de la pampa argentina. Y comenzar a proponer esas secuencias, en el tiempo, cuya razón de ser era negarse a la facilidad del impulso adquirido, el optar por una reducción al límite de formas y colores, reclamando siempre el negro sobre el blanco como escenario ideal.
“Siempre estoy tratando de encontrar un intercambio de superficies, una cierta fluidez. La misma gama de color, de contraste de oscuro para la flotación del claro, me da esa sensación vaporosa o de fluidez, pero al mismo tiempo de amarre, que me interesa que mi pintura ofrezca”. Una aseveración nada ajena a los planteamientos de Monet frente a una catedral o unas ninfeas.
Porque en definitiva “la pintura es un abono sobre ella misma: abona las fuentes para ser modificada”.
Así, en alguna forma, terminaría dándole la razón a Kandinsky cuando dijo: El contenido de la pintura es la pintura.
La aparente tautología no es más que la firme convicción de un arte que resiste la erosión de los días y se yergue sólido y a la vez emotivo, trayendo en esa evocación algo de lo que mueve al ser humano. Recuerdo de la soledad, reconocimiento de la libertad. Diálogo, con uno mismo, en la soledad del taller, que proyecta algo conmovedor y memorable para quien se detiene ( y esa acción es capital para acceder a su pintura) y vive lo humano en la accesis de ese trabajo sobre sí mismo que al ocultarlo lo hace por fin visible y palmario.
El silencio diciente
En 1986 el crítico venezolano Víctor Guédez hablaba de los “signos-formas” de Manuel Hernández, constituidos por “cuerpos estructurales” y “energías dinámicas”. Tenía razón, pero esos elementos básicos de su mundo pictórico, en tantos casos entrelazados por cintas o bandas donde sobresalían los azules y rosados, parecían cobrar en ocasiones una vida propia. Eran signos que aludían a la frontalidad e invertían su postura, como en el Signo levitante de 1980. O que en otras circunstancias parecían perder la fuerza de sus ejes y se desgonzaban unos sobre otros, como fichas de dominó en una suerte de caída rítmica.
Hernández los conocía tan bien y había trabajado tanto con ellos que podía permitirse todas las libertades. Cuando comenzaron a definirse mostraban una cierta yuxtaposición expresionista, de nudos en antagónica confrontación.
En irresolutas líneas de fuerza, reclamando cada una su vibración y su espacio. Había demasiados colores sugiriendo una escala piramidal dentro de lo que podría llamarse escudo plástico. Pero con los años una sobria atmósfera llegó incluso a oscurecer de tal modo el color que éste a duras penas se percibía como en el Dun Grey Sign, de 1999 o el Central Sign de 2004, en la muy acertada selección que presentó en la Embajada de Colombia en Washington en enero de 2007.
Del exceso elocuente al silencio diciente: tal podría ser una definición de sus propósitos. Y en ese silencio, como diría Guédez, se daba lo atávico, lo emotivo y lo cósmico. Y se mantenía una de las más firmes raíces de su obra, en palabras de Guédez: “El espacio equilibrado tributa sentido a la forma vibrante y ésta, a su vez, incentiva el sosiego del espacio”.
Vibración y reposo. Emotividad y lógica. Distorsión que termina por engendrar el renovado clasicismo, la siempre incitante proporción áurea.
“El vago azar o las precisas leyes / que rigen este sueño, el universo”, como dijo Borges, encierran en sí la posibilidad de una noche recurrente y cíclica que vuelve a engendrar el mismo sueño de pureza esencial, de eternidad que salva la obra de los hombres, pues esta obra ha logrado tocar la esfera de la música que nunca cesa.
Así lo sugería una de las primeras y sagaces notas sobre Hernández firmada por Casimiro Eiger en 1956:
“Manuel Hernández procede —no sabemos por qué caminos, en gran parte de su producción—, de la escuela expresionista, lo que se traduce en su caso, por la angulosidad de las formas, el gesto exagerado de los personajes, las actitudes literarias, el color desapacible y la multiplicidad de los planos. En realidad, lo que busca el pintor es la introducción de factores espirituales que deben imponerse a las formas e imprimirles su propio sentido”.
“Imponerse a las formas”: las formas podían tener mucho de cubismo como en su Piña cortada, o reminiscencias evidentes del trabajo de Vicente Rojo, como lo demuestran sus envíos al Salón Nacional de 1967, en el acrílico Formas superpuestas, o en el de 1969, con su acrílico Insignia.
Allí se daba el mismo gran espacio del entorno, el cuadrado central, y las rayas verticales de La gran marca, de 1966, de Vicente Rojo.
Pero ya era evidente que Hernández se acercaba cada vez más a sí mismo, cancelando definitivamente obras al óleo como Flores en blanco y rojo (página 225), que le valieron el Primer Premio en pintura del XIII Salón Nacional de 1961, con la figura humana alejándose, tras el saturado mosaico de manchas, signos y ganchos propios de la época y fiel a los colores del título en su acumulación vertical de espacios fragmentados.
Una década después, en 1974, Eduardo Serrano ya podía enumerar las metas expresivas que Hernández había alcanzado en esta larga y fecunda década:
“Óvalos, cintas, rectángulos, bandas y semicírculos, empiezan a distribuirse sobre el lienzo en pos de una composición simétrica y central. Pierden notoriedad y alcance las texturas. Pero el brillo parejo del acrílico, en azul, violeta, rojo, rosa, e inclusive en amarillo, define los fundamentos de su obra contra fondos oscuros pero igualmente relucientes, sin necesidad de recurrir a la sugestión táctil”.
De ahí una obra que apela cada día más a una introspección de largo aliento, concentrada en sus núcleos básicos —un signo, un espacio— y que extrae de allí no sólo sus razones para seguir indagando en la propia pintura sino para sorprenderse el artista y sorprendernos los espectadores con una determinación que es a la vez un placer siempre renovado. Por ello Ana María Escallón, ante este vocabulario tan deliberadamente restringido, pudo hablar de “la emoción de un presentimiento de la forma”. El sentir como adviene, en ese escenario vacío, una inminencia, una aparición que se concreta, que se convierte en presencia absoluta y trascendente.
Sí, algo que ha ido más allá de la refinada factura física de su creación y se ha implantado, con una fuerza determinante, entre los objetos que enriquecen al mundo.
El artista lo ha invocado, lo ha visto surgir, y el signo, ya indisoluble del espacio que lo circunda y lo prolonga, en las asociaciones de la memoria visual, ha adquirido razón y existencia propia, desligado tanto de quién lo produjo como de quién lo contempla. Ese bogotano que estudió en Tunja y quiso ser monje, ha visto crecer en su celda un orbe infinito. Donde cada signo plástico, cada ser, adquiere un halo digno de contemplarse y donde ese compromiso indeclinable con el arte nunca elude el riesgo diario. Por ello pudo, en el 2006, al recibir el título de Doctor Honoris Causa por la Universidad de Antioquia, formular su credo con serenidad lograda:
“He buscado que el negro sobre el negro obligue al nacimiento de la forma, que el sentido de lo plano palpite de extremo a extremo, he querido que el color inunde mi obra sin estridencias. He negado la perspectiva, las anécdotas y me he situado en lo abstracto, lo sereno, lo equidistante. Con óvalos, diagonales, equilibrios y desequilibrios sugiero atmósferas contenidas. Utilizo contrasentidos, dudas en el contorno, abandono lo preciso, quiero luz en los bordes, luz que aparece y desaparece, trabajo el signo como lenguaje plástico más que como vigencia histórica. Me interesa lo inesperado, lo sin tiempo, lo que nos toca y pasa, el ser y no ser, la contradicción, la interpretación abierta que despierta la sensibilidad y el encuentro”.
El encuentro que su pintura brinda a manos llenas.
Más el presentimiento que la razón
Uno de los últimos cuadros de Manuel Hernández (1928) es una blanca superficie sobre la cual ha puesto dos de sus inconfundibles signos en negro. Signos que casi siempre pueden describirse como un arco con dos sólidas columnas de apoyo y un rectángulo-franja que bien lo puede atravesar desde el borde hasta el centro mismo de su corazón arquitectónico o establecer un contrapunto independiente, desde un espacio exterior y propio.
Emanación o confrontación, que se superpone, dialoga o cruza la figura central. Formas que juegan en el centro de la tela y que parecen próximas a evaporarse en su ascética configuración. Pero mirándolo con más atención vemos cómo la levitación de los signos se da dentro de un casi imperceptible marco de materia pictórica, que surge del fondo y sugiere, más al tacto que a la vista misma, un recuadro perceptivo. Una ventana visual con ciertos leves matices rosa pálido provenientes de un tratamiento previo de la tela.
Su caligrafía, por decirlo así, no es espontánea, aunque lo parezca. Brota de una larga y meditativa ascesis. De otra parte, sus signos ya clásicos, el óvalo, el rectángulo, ese arco, tienen un muy definido contorno en negro que los configura y los hace resaltar sobre la neutralidad aparente del fondo. Pero un frontage, que parece surgir del límite negro, hace de la frontera entre negro y blanco, un incierto territorio de duda y perplejidad.
¿Se borrarán sus figuras? ¿El color se escapa, harto de sus restricciones?
Hay entonces una suerte de titubeante vacilación, como si todo el conjunto de esta abstracción, tan equilibrada y armónica dentro de su aparente improvisación gestual, dejará aflorar la incertidumbre.
Quien domina el espacio y controla las figuras allí dispuestas, quien regula el equilibrio de todas las fuerzas en tensión (blanco y negro, forma y atmósfera, deleite de lo conocido y riesgo de lo imprevisto) se expone a sí mismo en lo azaroso de esa espátula que sombrea una materia siempre abierta a lo ignoto, a la vacilación de un contorno tan inseguro y fluctuante como la vida misma.
Sus óleos y acrílicos nos traen el silencio con su dinámica peculiar de grandes masa-nubes, desplazándose en una atmósfera que finge apenas ser receptiva de su alfabeto visual, pero que en realidad lo potencia y determina al máximo. Este asceta de la escritura plástica, con sus signos y sus acentos, es un sensualista ávido de disfrutar todos los colores, del violeta al ocre, y de experimentar con la variedad inagotable de las texturas, de la tela al papel hecho a mano. Y que se halla atento también a las posibilidades exploratorias del formato.
Recorro así, con deleite, sus libretas de apuntes, desde los años cincuenta, siempre obsesivas con su repertorio en apariencia inmodificable, y siempre nuevas en las escalas de su búsqueda. El arco-puente-monolito será cuestionado en su linealidad por la curva-ondulación y la franja-bandera, o el acento como él mismo lo llama. Romperá lo contundente de esa suerte de mesa-templo esquemático con su disposición impensada o su color emotivo.
Lo contundente y lo rotundo de los óleos y acrílicos, en varios casos borroneados con la grisalla de sus afiebradas tachaduras, se descomponen mejor en el dibujo.
Allí, esa suerte de muralla se quiebra en puertas-paneles que dan a lo ignoto, como en los dibujos de Kafka, para romper así cualquier estructura establecida y compacta y lograr asomarse al otro lado. Sus figuras se imponen sobre nosotros, espectadores, pero él intenta sobrepasarlas con los matices poéticos de esos fondos que aluden a un horizonte de temblor y zozobra. De luces agonales.
Bien pueden ser escudos que protegen, o monumentos que debe reverenciar. En todo caso, Manuel Hernández, aparentemente seguro del reino conquistado, percibe la tentación de esa lejanía en perpetua fuga: la pintura misma. Una larga convivencia que bien podemos antologizar en tres hitos: su viaje a Chile (1948), su nombramiento como director de la Escuela de Bellas Artes de Ibagué (1959) y su viaje a Roma, en 1961. En Chile, su contacto con la pintura de Roberto Matta y Emilio Petorutti le deparará varias claves. Matta, cuya vibrante energía anima sus lienzos de exploración síquica y cósmica, cercana al surrealismo. Y Petorutti, el argentino que había logrado volver geométrico el sol de la pampa y cubistas sus bodegones de armónicos contrastes reflexivos. En Ibagué, el vivaz diálogo con sus alumnos, donde debía poner en palabra compartible sus intuiciones plásticas, y en Roma, quién lo creyera, la revelación fulgurante de Rothko. ¿Se puede, con el solo color, y sin argumento alguno, construir emociones? Se le abría entonces la posibilidad inagotable de sólo con líneas, balances, equilibrios, espacios y pausas comunicar sus visiones, a partir de la pintura misma. No el óleo sino el acrílico o la piroxilina despliegan sus anchas capas superpuestas, de planos silentes, donde fracturas en el color, bordes expresivos y contraluces determinantes, acababan por configurar, con elementos equidistantes, de franjas que ondulan en su contrapunto cromático, una suerte de gran tótem imperativo de fuerzas en tensión. Al principio quizás excesivas y abigarradas, pero poco a poco más reposadas y esenciales.
Este introspectivo buscaba la armonía y se refugiaba en lugar seguro: el círculo y el cuadrado. El óvalo y el rectángulo, como ya vimos. Pero incluso en ellos la forma se abría o se invertía, por voluntad propia, y la diagonal la escondía con su aguzado borde. Y ello porque siempre la naturaleza, origen y destino, dejaba traslucir su impronta. Nube que fluye o roca inmodificable. ¿O es más bien nube pétrea y roca que vibra? Su universo, a partir del adquirido lenguaje propio, se convertía en un mundo en expansión. No hay duda de que seguiremos admirando emocionados, ese caminar por lo desconocido, “apoyado más en el presentimiento que en la razón”.
Manuel Hernández
Juan Gustavo Cobo Borda, 2006
A los 77 años
los pies son lentos
pero la intuición se aguza.
Mira tierras pardas, ocres, vencidas
que ascienden de golpe
a rojo cálido, a verde estremecido.
Ya no lo intimida el riesgo
ni la previsible caída.
Flaquean quizá los huesos
no así el pulso
que en rectángulos asimétricos
modula una insospechada armonía.
Hay una forma que sostiene al mundo.
Lo configura.
Hay un negro límite
y el magma de un volcán que palpita.
Hay también un único signo
que oculta y a la vez despliega
su razón emotiva.
Lo podemos llamar pintura.
Explora un milenario y fresco origen.
Lo tortuoso
de unas muy entrelazadas raíces.
Cacharros únicos.
La eternidad
de esas rugosas abolladuras.
La luz seca
sobre la desportillada taza
del rito diario.
El fuego con que hierve
al comienzo del día.
El agua nocturna para lavar
la conquistada mugre.
Luminosa sombra
en contados centímetros.
Hablamos de Morandi.
Refregar y pulir
hierro, bronce y aluminio
para que perduren en la penumbra.
Todo nos seduce
con su aura irrepetible
—el árbol, la ventana,
el deslumbrante seno
de la muchacha que huye—
pero hay que tornar
a la condena feliz del estudio.
La cárcel de la libertad elegida.
A las cuatro de la mañana
como a las once del día
Manuel Hernández
rearma el mundo.
Ese escueto cosmos
que es la opulencia misma.
Entona sus reposados himnos
de aquiescencia y júbilo.
Ellos abarcan
lo fecundo de la monotonía
y el audaz relámpago de lo nunca visto.
La más radical de las rebeldías
se nutre de un terso rectángulo
de inteligente equilibrio.
Con ese don
él ha hecho posible
el milagro
de mirar con sus manos
todo cuanto existe.
Escalas
para llegar
a nosotros mismos.
#AmorPorColombia
Manuel Hernández: La forma que sostiene al mundo
Signo amarillo / 1976 / Acrílico sobre tela / 60 x 60 cm (detalle)
Signo diálogo / 1978 / Acrílico sobre tela / 200 x 170 cm (detalle)
1978 / Acrílico sobre tela / 120 x 120 cm (detalle)
Signo pareja / 1979 / Acrílico sobre tela / 140 x 140 cm (detalle)
1992 / Acrílico sobre tela / 120 x 120 cm (detalle)
Signo trío / 2002 / Acrílico sobre tela / 120 x 150 cm (detalle)
Signo centro / 1976 / Acrílico sobre tela / 110 x 120 cm (detalle)
Secuencia alineada / 1983 / Acrílico sobre tela / 135 x 250 cm (detalle)
Signo secuencia / 1974 / Acrílico sobre tela / 200 x 170 cm (detalle)
Signo punto rojo / 1988 / Acrílico sobre tela / 250 x 135 cm (detalle)
Signo horizontal / 1979 / Acrílico sobre tela / 100 x 120 cm (detalle)
Texto de: Juan Gustavo Cobo Borda
En 2001 declaraba Manuel Hernández (1928):
“Producir a través de la pintura emoción comunicante, sin alusión anecdótica de la imagen, constituye la más significativa conquista del artista”.
Al dejar de lado la narrativa y la simple propuesta temática, el artista se acercaba “a lo desconocido, evidenciando la imagen de lo nuevo, la grandeza de lo oculto y la emoción de lo inesperado”.
Manuel Hernández es hoy, sin duda alguna, el artista colombiano de más intensa y reposada fidelidad a un mundo de signos propios. Donde el paulatino proceso de búsqueda y despojo hacia una abstracción sensible se ha convertido paradójicamente en un orbe rico y sugestivo, de opulentas realizaciones. Allí donde no sabemos qué admirar más, si su deleite en esas densas transparencias que forman el núcleo macizo de su obra, repasadas una y otra vez, o la interacción, el intercambio con las sutiles veladuras que nos muestran cómo la vibración del color nace y se acentúa en ese dúo de voces sabiamente acordadas.
La figura central, sólida, hierática, aunque se desplace por la tela, y el diálogo con esos bordes, en ocasiones nítidos, en otras nebulosos, que aislándola o acentuándola, no hacen más que volverla aun más presente, incluso cuanto más remota y oculta queda tras su inmersión en el mar del color mismo. Pero el color también puede desdoblarse en dos fases. Aquel que estaría marcado por la fuerza de lo terrenal, en ocres, sienas, marrones, arenas, amarillos quemado, y esa suerte de energía numinosa que emana de una bóveda celeste que late allí detrás, en sus morados, lilas, azules, negros luminosos, donde la noche de la creación puede anunciar el alba o sugerir el crepúsculo. Como lo señaló Eduardo Serrano al referirse a los antecedentes de su muestra de 1993 en el Museo de Arte Moderno de Bogota:
“Y gracias en parte a esta imprecisión de los bordes de las formas, los fondos habían alcanzado a su vez una profundidad infinita y radiante, como de firmamento”.
Tierra y cielo, raíz y vuelo, ascenso y caída, los que serían sus proverbiales signos —óvalo y rectángulo— ya combinaban sus inteligentes variaciones, su sagaz y sorpresivo intercambio de fuerzas en expansión y contrapesos de control. Un marco, un límite, para ceñir mejor esa descarga de lo emotivo en trazo libre sobre la tela virgen. Qué lección admirable entonces esa sobria búsqueda espiritual a través de una vocación artística sostenida sin desfallecimientos. Los largos años de cátedra, los viajes decisivos a Chile, Italia, Francia y Estados Unidos, la numerosa familia, parecen quedar subsumidos en esa opción restrictiva de una pintura modulándose a sí misma, a lo largo del tiempo. Lo que maestros suyos como Petorutti, Morandi y Rothko le inculcaron con esa inmersión única, obsesiva, recurrente e inagotable en la parcela visitada día tras día: la pintura.
Labrada con alivio y explorada con la más secreta y rigurosa de las cautelas. Con razón Germán Rubiano Caballero habló de por lo menos 3 000 dibujos que subyacen como cimiento de su pintura. Aquella que cifra toda la palpitación pululante del mundo en un signo inconfundible pero no por ello menos grávido de significados no dichos, de ecos soterrados acordes con los ciclos vitales y las transformaciones que la pintura misma propone. Giorgio Morandi, por ejemplo, mira cada día sus cacharros de cocina. Un día el silencio que los rodea ondula gracias al soplo ascensional de los dioses que quieren fugarse de esa materia en reposo. Otro día los mismos cacharros quedan consumidos, hasta la extinción y la ceniza, por el fuego calcinante que antes los elevó. Para realizarse a sí mismo, para ser como presencias absolutas ya destruidas por la mirada creativa. Así sucede con el trabajo de Manuel Hernández, lejos de cualquier referente realista, y capaz de titular un acrílico de 1991 como Signo tenso ceniza. Quizás él compartiría la filosofía de Josef Albers, el mago del cuadrado infinito, cuando afiliándose a la vertiente de Cézanne que no empleaba la palabra “expresión” sino el concepto de “quiero realizar”, añadió:
“Es con ese significado con el que me gustaría que se me considerara un realista. Quisiera realizarme a mí mismo. Para mí la abstracción es real, probablemente más real que la naturaleza. ¿Por qué? Mi contestación es esta. Todavía voy más lejos y digo que la abstracción está más cerca de mi corazón. Prefiero ver con los ojos cerrados”.
Quizás Manuel Hernández también cierra a veces los ojos para ver cómo las masas y las texturas, el color con sus luces y sombras, el espacio y la atmósfera, el dinamismo y los contrastes, se equilibran y depuran, se organizan dentro del rigor formal de su intuitiva disciplina. Él traza la ley inherente a cada cuadro y sueña la distancia que siempre existe entre el anhelo infinito y la forma bidimensional concretada en un óleo de tanto por tanto. Pero ese óleo, quién lo creyera, lo representa tanto a él como a su carácter, orígenes y peculiaridades. Lo dijo de modo certero en una entrevista con Camilo Calderón:
“Cuando los del altiplano bajamos a tierra caliente, es grato ver cómo hay un halo, una especie de vapor envolvente de toda la atmósfera.
”Los contornos desaparecen pero hay una sequedad interior hermosísima que nos conmueve. Esa parte envolvente en el paisaje y la atmósfera es lo nuestro”.
A los rasgos definitorios de rigor, fidelidad y profundización no sobra añadir esa dimensión colombiana de su obra tan impregnada de la metamorfosis de nuestros colores y la discreta elegancia de su sobrio ademán, ante las jadeantes algarabías del arte de hoy. Él viene de antes y va más lejos de lo que imaginábamos. Él sabe de la muy larga paciencia que conlleva toda gran pintura. No es sólo el decano de la abstracción en Colombia. Es un gran artista en sí mismo.
Hacia una Geometría líquida
El dibujo, en Manuel Hernández, plantea temas y figuras, tratamientos y enfoques. Nos revela, cómo en la exposición de 1998 en Corferias en razón del homenaje nacional que le rindió el Ministerio de Cultura, los sorprendentes orígenes —un árbol, una figura humana— de sus ulteriores y monumentales signos desligados de cualquier base realista. El dibujo los sitúa en el espacio, analiza su posición. Es señal, impronta, rasgo. Carnet de viaje, en donde la emoción de lo brusco no desdeña las virtudes del intelecto, largamente cultivado. Como los calígrafos japoneses, los poetas del haiku o el arquero zen, cuántos siglos de pintura para un único trazo donde lo instantáneo se hace eternidad sin perder la frescura y el destello de la puerta abriéndose sobre el milagro, cotidiano, ancestral, de la luz. Simetrías que se escalonan, se rompen, de tres en tres, de uno en uno; o tablero, donde las formas, aprisionadas entre verticales y horizontales, pugnan por escaparse u ondular, deslizándose flotantes más allá de su pequeña cuadrícula. Formas que con un leve toque de color —puntos rojos, franjas amarillas— proyectan ya su independencia, como en los dibujos de las páginas 58-59. Podemos intentar, por cierto, buscar el referente realista, en un válido juego de asociación imaginativa, en dibujos como los de las páginas 64 o 93: una silueta presidencial con banda o un escudo heráldico. Un puente o torre medieval. Pero lo que importa en definitiva es cómo desde la firmeza esquemática con que en 1954 y 1958 trazaba en lápiz o acuarela perfiles inconfundibles: Campesino, Retrato de dama elegante, Desnudo, pasó a convertirse en maestro del enigma silencioso, de la lenta meditación contemplativa, inteligente y a la vez libre frente a su objeto.
“En cada borde, en cada contorno, en cada direccional, en cada línea, en cada contraluz, busqué la posibilidad de ir conformando un lenguaje”, dice Hernández. Y ese lenguaje, tan suyo, ya nos habla a todos. Nos cuenta del ancestral combate entre lo abierto y lo cerrado. De la línea dura y el contorno preciso a la masa evanescente, a esa flotación de una mirada tan alerta como distraída; es decir, en viaje. Como en su acrílico y pastel de 1973 titulado Soporte y flotación. La base de cuatro manchas-columnas intercaladas de azul, se descomponen y alteran en la parte superior, donde ondulan a su arbitrio, sin control aparente, resaltadas apenas por un trazo rojo, en su contorsión caprichosa. Como si el orden arquitectónico de la base terrestre hubiese encontrado en el cielo un espejo risueño que todo lo altera. Un baile nuevo y gozoso: hasta donde podemos llegar en este desafío ilímite. Allí están entonces estas formas opuestas, esos ritmos y contrapuntos, esas estructuras que se superponen, esas secuencias progresivas —secuencia negro, azul, violeta, por ejemplo— que hacen contacto entre sí, se deforman o se disparan en búsqueda de un centro de estático equilibrio o de movimiento suspendido. Esos signos ascendentes que guían la mirada hacia el campo de fuerza de la tela donde la aparente neutralidad del fondo canta su alegría táctil. Donde el reposado equilibrio horizontal de una forma anclada en sí misma ordena y restituye el equilibrio armónico del universo plástico.
Como señaló el crítico venezolano Roberto Guevara:
“El dibujo, explorador, y por ello mismo osado, pero al mismo tiempo de ese carácter de escritura personal, íntima, de libro de notas y reflexiones donde una obra se registra”.
Y registra, no hay duda, tanto el riesgo, las improvisaciones y la caída, como el nuevo equilibrio. Los dibujos que anunciaron la ruptura del academicismo, con modelo humano delante, a la abstracción con modelo mental interior datan de 1960 y 1961 y anuncian el viaje a Roma en 1962, donde las 32 pinturas de Mark Rothko vistas en el Museo de Roma le señalarían el camino:
“Una enorme emoción ante un espacio silente”.
La carta que Rothko había firmado en 1943 tenía efecto, 20 años después, en un colombiano traspasado por su mensaje. “Es nuestra función como artista hacer que el espectador vea a nuestro modo, y no al suyo”. “Estamos a favor de las grandes dimensiones porque tienen el impacto de lo inequívoco. Estamos a favor de las formas planas porque destruyen la ilusión y revelan la verdad”.
Pero la pintura herida de Rothko, como la califica John Holding en su libro Caminos a lo absoluto, suscitaría en Manuel Hernández varios procedimientos: la siempre presente luminosidad del fondo a través de la rapidez de la acuarela o el gouache, y luego el óleo y el acrílico.
La caja segmentada o fragmentada de esos bloques cromáticos que se nos revelan, en definitiva, como una geometría líquida a pesar del rigor de sus variados estratos.
El roce, el frotamiento, de los bordes con el espacio que los circunscribe y que en definitiva los absorbe en la modulación osmótica de lo interno y lo externo. De esa frontera donde se disuelven y acoplan los límites.
Donde la meditación abstracta ya ha logrado su cometido: Ver lo máximo con lo mínimo.
El rigor de la emotividad
Se trata de un asceta creativo. De un formalista sensible. Con lo menos lo más. Con el silencio, la música. Estamos ante uno de los mayores artistas colombianos.
A veces, al mirar sus obras, imagino dos piernas, un torso, los muñones que dan origen a los brazos, el bulto de una cabeza. O, como en el Museo de los Niños, la ronda entrelazada de un juego de bailarines. Grupos, parejas, solitarios que se unen. Pero en realidad no hay nada de eso. Ninguna referencia. Ningún aval anecdótico. Sólo óvalos armónicos. Composiciones versátiles y equilibradas donde rectángulos y cuadrados se arman y descomponen y entablan, con la sensibilidad de su color, un diálogo de contrastes.
Esos fondos graves y apasionados, sobre los cuales despliega la más rigurosa de las indagaciones: la misma pregunta, el mismo jeroglífico, interrogado sin pausa y el resultado siempre sorpresivo.
Un espacio, que como en los casos de sus admirados Rufino Tamayo y Roberto Matta, nos remite a una electricidad ancestral: la de los cielos precolombinos, la de ígneo núcleo rojo donde se fusiona la materia en estado original. El fondo de la tela es una vibración que irradia constelaciones de signos. Una indudable, y nada obvia, visión americana, que de Chile a Estados Unidos, no olvidó nunca sus tierras de La Vega, Cundinamarca: ocres, pardos, verdes, mates.
Sí, ya había algo físico y táctil en esos negros ásperos, en esos blancos rugosos, en esas sutiles caligrafías que admiramos en su retrospectiva del Museo de la Universidad Nacional (2002). Pero sobre ese negro original, otro negro, sutil y traslúcido. Sobre ese blanco absoluto, otro blanco, más leve y sereno. Un aire para pensar. Un azul para evadirnos en la ensoñación. Rojos que emocionan. Un amarillo que conturba con pasión. Como las de Rothko, estas telas también pueden ser mandalas para callar, orar o meditar. Un bloque macizo que cierra el horizonte sólo para abrirnos mejor la mirada.
En São Paulo, en el Edificio del Parlamento Latinoamericano, invitado por el gran arquitecto brasileño Oscar Niemeyer, la fúnebre intensidad de esos violetas oscuros, de esos morados fúnebres, se rasga a sí misma para brindarnos un resquicio de su propia luz. Un asomo de vastedad expresiva. En la sombra, lo luminoso del color. En la luz, lo soterrado de una espiritualidad que fabrican los dedos. El pintor reflexiona con el tacto.
Así, este gran astrónomo del espacio no se pierde en la imprecisión de lo infinito. Siempre hay un signo, una forma, un contorno, un límite, que nos obliga a situarnos ante preguntas inquietantes: ¿Cómo se puede ser tan fiel, en una tierra tan propicia a la dispersión? ¿Cómo lograr que no se cristalice un estilo, renovándolo con la perpetua frescura de una duda pertinente?
Vuelve sobre lo mismo, al saber cada cosa inagotable: el árbol, la nube, la pared. Su abstracción, tan pura, tan rigurosa, experimenta el callado estremecimiento con el color, la rompe en relámpagos de poesía. Pero nada se diluye. Todo se ajusta, en envolventes delimitaciones, en leyes propias que determinan, por sí mismas, su conquista de la libertad. Pareciera presentir la geometría pero es lo humano, en definitiva, lo que sus telas terminan por traslucir. El más humano de los actos: el acto de crear. De ahí esa sorpresa jubilosa de sus últimas obras, en la Fundación Santillana (2003). Con oscuras cenizas, aglutinadas como fondo, la resurrección. Con el polvo, informe, volátil, escapándosenos entre los dedos, la fijeza estructural que le permite insertar sus signos ancestrales pero siempre nuevos. Su renovado goce ante la sorpresa del color, esos naranjas, esos rojos, esos grises, tan frescos y detonantes. Experimenta ahora con nuevos soportes, como la lona, y materiales insólitos como el carborundo empleado para la fabricación de lijas. En la arena desértica de nuestros días, brilla la valentía de semejante aventura.
A los 80 años, el maestro Manuel Hernández se abandona a un placer que no tiene parangón. Tiene derecho a todos los desbordes pero sólo se permite el juego inteligente de su insobornable fidelidad. Es fiel, cómo no, a “la emoción de lo inesperado”: A las nuevas tierras que efectivamente, conquista con su visión. ¿Cómo llegó hasta allí? Veamos en detalle tan intrigante proceso.
Esas construcciones rítmicas tienen tanto de arquitectura como de ondulación melódica de un paisaje, donde en muchos casos lo bidimensional suscita la perspectiva. El asombro contemplativo de un paisaje onírico, con profundas resonancias en nuestro ánimo. En nuestro pasado ancestral. Nos reconocemos y nos extrañamos (salimos de nosotros ) en ese deambular por una memoria más sensorial que reflexiva. Aun cuando el artista siempre se plantee su trabajo como una expresión “razonada y estructurada”, como la definió Elizabeth Lizarralde.
Esas cuñas, esos paralelogramos irregulares, con que Hernández, corta y fractura las secuencias, en tantos casos virtuosas en el despliegue sutil del color (por ejemplo, Horizontal sostenido de 1985, página 131), no buscan quebrar o detener la mirada. Sólo volverla más aguda y perceptiva. Más capaz de comprender el equilibrio y la ruptura, lo inestable y el cambio de ángulo, para retomar así el impulso que debe tanto a lo emotivo como al tamiz geométrico con que Hernández se sitúa ante el mundo.
Forma y contorno, Base y contacto, Signo levitante, Apoyo y Signo lateral: los títulos de sus obras de la década de los ochenta tenían algo de combate de entidades. De lluvia de salpicaduras y trazos sobre el siempre inmodificable cuadrado con cornisa ondulada, cubo que por más asedios en su interior de formas varias resistía incólume, nítido en sus límites, adquiriendo en ocasiones el volumen tridimensional de un cubo capaz de albergar todas las propuestas que la imaginación sugiere: Doble cruce, Tres formas superpuestas, Signo tenso ocre violeta (1988), Raya lateral, Tres diagonales.
Fiel siempre a esa abstracción indistintamente llamada lírica, emocional o simbólica, su paso por el tachismo o el expresionismo matérico, lo dejaría cada vez más expuesto a una sensibilidad que con el empleo de tonos pasteles sólo se puede denominar lírica —introspección del yo y creación a partir de los datos de una sensibilidad que busca dar forma a sus vivencias. Allí donde toda forma reclama su color. Esos fondos lisos, en la claridad o la sombra, y sobre ellos esta forma que se afianza o hinca en el equilibrio de sus dos apoyos (Signo levitante, 1984) o en la horizontalidad pétrea de su dilatada base oscura (Forma y contorno, 1986).
De ahí que Manuel Hernández haya mantenido siempre la geometría como cuadrícula subyacente de su trabajo creativo. Pero esa ciencia basada en la lógica de las figuras, al trasladarse a la pintura, no ofrece una garantía total. Por el contrario, esta obra que a largo plazo nos resulta tan coherente y orgánica no está exenta de peligros, como dice el propio artista en su charla con José Hernández:
“La obra es un permanente riesgo a la larga, incluso dentro de esa línea quieta y silenciosa como es la mía. Ha habido una evolución tremenda, llena de angustia. Cada borde martiriza, cada señalamiento inquieta, cada línea es una opción dramática”.
El trópico es dramático y como tal es blanco y negro
Cuando Manuel Hernández realizó la exposición itinerante “Papel y signos”, por varios museos de Asia —Seúl, Yakarta, Manila, Hong Kong, Nueva Delhi— en el año 2000-2001, no se sabía qué admirar más. Si la rugosidad de ese papel hecho a mano, de bordes irregulares, que nos incita a tocarlo o el signo dispuesto sobre él, ya sea en rosados o azules, que reclama de nuestra vista una atención contemplativa. Una respuesta interrogante acerca de cómo unas líneas o una mancha nos hablan de un espacio conquistado, una tensión conseguida, la suspensión del gesto en el momento preciso, una indefinición lograda, o el contacto entre formas que se desdoblan y mantienen un sutil equilibrio (masculino-femenino, signo y pareja) con su oponente complementario. Hay balance y hay equilibrio y hay también una armonía que se recobra desde el signo solo, indirecto homenaje al último Miró, hasta el signo par, doble o en pareja que se plantea como un problema a resolver, en ubicación y relaciones compositivas y de volumen, tan propias del trabajo de Hernández. Pero en ese orbe de sutilezas filosóficas y argumentos conceptuales, dos trabajos de 1999: Signo manta y Signo ruana?nos sumergen de nuevo en las raíces ancestrales de Hernández. El paisaje, las gentes y la cultura del mundo andino. Sus colores y objetos propios. Porque seguir la dilatada trayectoria de Hernández nos obliga a replantearnos en forma permanente sus postulados. Si su pintura apela a una dimensión estable, de larga compenetración con sus objetivos, el dibujo, por el contrario, brinda el jubiloso riesgo de lo emotivo, del trazo aparentemente despreocupado y lúdico entre el color y la línea.
“Del papel depende el espesor de la línea que se apoya en la emoción”. Si sus pinturas, para seguir otra vía, fueron logrando un ámbito cada vez más nocturno, en el difícil cromatismo de todos los negros, dándole la razón al crítico Juan Calzadilla cuando habla de una espiritualidad muy recóndita, que ahonda en las relaciones de signo y espacio y en las tensiones emergentes en las cuales se plasma una comprensión nostálgica pero agónica —como debía ser— del mundo contemporáneo, sus dibujos plantean una opción diferente.
Como lo refrenda su generosa donación a la Universidad Jorge Tadeo Lozano (2007) sus dibujos estallan en remolinos de color, en traviesas constelaciones de puntos y manchas eufóricos de errar por el papel en pos de su libérrima fuga como Signo Japón (1968). Humor, goce, ironía: el placer de crear.
Quiero pensar que la beca ganada para estudiar en Chile (1948-1951) y el contacto con una obra como la de Roberto Matta le dio una opción diferente a aquella que hubiera encontrado en Colombia en sus decisivos años de formación. El acento en lo social, la preocupación indigenista, tan marcada en profesores de bellas artes de entonces como Luis Alberto Acuña e Ignacio Gómez Jaramillo, formados bajo las directrices del muralismo mexicano, encontraron en la visión de un arquitecto como Matta un camino diferente. Su capacidad para razonar posturas iconoclastas y desmitificadoras que llevarían a Matta a ser reconocido tanto por Andre Breton y Marcel Duchamp como la estrella joven del surrealismo en su capacidad para fabular un eros cósmico. Un nuevo vértigo incantatorio en esos espacios en rotación que serían su aporte a un nuevo mundo desde el primer día de la creación, tan nutrido, por cierto, de esencias americanas.
Las relaciones signo y espacio, las atracciones y los rechazos que edifican o deforman, el contrapunto lleno-vacío, los contrastes y resonancias, las franjas direccionales, que nos guían la vista, en un sentido rítmico, esas elipsis, en rotación y ascenso, el óvalo abierto y el rectángulo cerrado: todo el proverbial alfabeto plástico de Hernández ya comenzaba a definirse al estudiar los bodegones cubistas de Petorutti, dorados por la luz atemporal de la pampa argentina. Y comenzar a proponer esas secuencias, en el tiempo, cuya razón de ser era negarse a la facilidad del impulso adquirido, el optar por una reducción al límite de formas y colores, reclamando siempre el negro sobre el blanco como escenario ideal.
“Siempre estoy tratando de encontrar un intercambio de superficies, una cierta fluidez. La misma gama de color, de contraste de oscuro para la flotación del claro, me da esa sensación vaporosa o de fluidez, pero al mismo tiempo de amarre, que me interesa que mi pintura ofrezca”. Una aseveración nada ajena a los planteamientos de Monet frente a una catedral o unas ninfeas.
Porque en definitiva “la pintura es un abono sobre ella misma: abona las fuentes para ser modificada”.
Así, en alguna forma, terminaría dándole la razón a Kandinsky cuando dijo: El contenido de la pintura es la pintura.
La aparente tautología no es más que la firme convicción de un arte que resiste la erosión de los días y se yergue sólido y a la vez emotivo, trayendo en esa evocación algo de lo que mueve al ser humano. Recuerdo de la soledad, reconocimiento de la libertad. Diálogo, con uno mismo, en la soledad del taller, que proyecta algo conmovedor y memorable para quien se detiene ( y esa acción es capital para acceder a su pintura) y vive lo humano en la accesis de ese trabajo sobre sí mismo que al ocultarlo lo hace por fin visible y palmario.
El silencio diciente
En 1986 el crítico venezolano Víctor Guédez hablaba de los “signos-formas” de Manuel Hernández, constituidos por “cuerpos estructurales” y “energías dinámicas”. Tenía razón, pero esos elementos básicos de su mundo pictórico, en tantos casos entrelazados por cintas o bandas donde sobresalían los azules y rosados, parecían cobrar en ocasiones una vida propia. Eran signos que aludían a la frontalidad e invertían su postura, como en el Signo levitante de 1980. O que en otras circunstancias parecían perder la fuerza de sus ejes y se desgonzaban unos sobre otros, como fichas de dominó en una suerte de caída rítmica.
Hernández los conocía tan bien y había trabajado tanto con ellos que podía permitirse todas las libertades. Cuando comenzaron a definirse mostraban una cierta yuxtaposición expresionista, de nudos en antagónica confrontación.
En irresolutas líneas de fuerza, reclamando cada una su vibración y su espacio. Había demasiados colores sugiriendo una escala piramidal dentro de lo que podría llamarse escudo plástico. Pero con los años una sobria atmósfera llegó incluso a oscurecer de tal modo el color que éste a duras penas se percibía como en el Dun Grey Sign, de 1999 o el Central Sign de 2004, en la muy acertada selección que presentó en la Embajada de Colombia en Washington en enero de 2007.
Del exceso elocuente al silencio diciente: tal podría ser una definición de sus propósitos. Y en ese silencio, como diría Guédez, se daba lo atávico, lo emotivo y lo cósmico. Y se mantenía una de las más firmes raíces de su obra, en palabras de Guédez: “El espacio equilibrado tributa sentido a la forma vibrante y ésta, a su vez, incentiva el sosiego del espacio”.
Vibración y reposo. Emotividad y lógica. Distorsión que termina por engendrar el renovado clasicismo, la siempre incitante proporción áurea.
“El vago azar o las precisas leyes / que rigen este sueño, el universo”, como dijo Borges, encierran en sí la posibilidad de una noche recurrente y cíclica que vuelve a engendrar el mismo sueño de pureza esencial, de eternidad que salva la obra de los hombres, pues esta obra ha logrado tocar la esfera de la música que nunca cesa.
Así lo sugería una de las primeras y sagaces notas sobre Hernández firmada por Casimiro Eiger en 1956:
“Manuel Hernández procede —no sabemos por qué caminos, en gran parte de su producción—, de la escuela expresionista, lo que se traduce en su caso, por la angulosidad de las formas, el gesto exagerado de los personajes, las actitudes literarias, el color desapacible y la multiplicidad de los planos. En realidad, lo que busca el pintor es la introducción de factores espirituales que deben imponerse a las formas e imprimirles su propio sentido”.
“Imponerse a las formas”: las formas podían tener mucho de cubismo como en su Piña cortada, o reminiscencias evidentes del trabajo de Vicente Rojo, como lo demuestran sus envíos al Salón Nacional de 1967, en el acrílico Formas superpuestas, o en el de 1969, con su acrílico Insignia.
Allí se daba el mismo gran espacio del entorno, el cuadrado central, y las rayas verticales de La gran marca, de 1966, de Vicente Rojo.
Pero ya era evidente que Hernández se acercaba cada vez más a sí mismo, cancelando definitivamente obras al óleo como Flores en blanco y rojo (página 225), que le valieron el Primer Premio en pintura del XIII Salón Nacional de 1961, con la figura humana alejándose, tras el saturado mosaico de manchas, signos y ganchos propios de la época y fiel a los colores del título en su acumulación vertical de espacios fragmentados.
Una década después, en 1974, Eduardo Serrano ya podía enumerar las metas expresivas que Hernández había alcanzado en esta larga y fecunda década:
“Óvalos, cintas, rectángulos, bandas y semicírculos, empiezan a distribuirse sobre el lienzo en pos de una composición simétrica y central. Pierden notoriedad y alcance las texturas. Pero el brillo parejo del acrílico, en azul, violeta, rojo, rosa, e inclusive en amarillo, define los fundamentos de su obra contra fondos oscuros pero igualmente relucientes, sin necesidad de recurrir a la sugestión táctil”.
De ahí una obra que apela cada día más a una introspección de largo aliento, concentrada en sus núcleos básicos —un signo, un espacio— y que extrae de allí no sólo sus razones para seguir indagando en la propia pintura sino para sorprenderse el artista y sorprendernos los espectadores con una determinación que es a la vez un placer siempre renovado. Por ello Ana María Escallón, ante este vocabulario tan deliberadamente restringido, pudo hablar de “la emoción de un presentimiento de la forma”. El sentir como adviene, en ese escenario vacío, una inminencia, una aparición que se concreta, que se convierte en presencia absoluta y trascendente.
Sí, algo que ha ido más allá de la refinada factura física de su creación y se ha implantado, con una fuerza determinante, entre los objetos que enriquecen al mundo.
El artista lo ha invocado, lo ha visto surgir, y el signo, ya indisoluble del espacio que lo circunda y lo prolonga, en las asociaciones de la memoria visual, ha adquirido razón y existencia propia, desligado tanto de quién lo produjo como de quién lo contempla. Ese bogotano que estudió en Tunja y quiso ser monje, ha visto crecer en su celda un orbe infinito. Donde cada signo plástico, cada ser, adquiere un halo digno de contemplarse y donde ese compromiso indeclinable con el arte nunca elude el riesgo diario. Por ello pudo, en el 2006, al recibir el título de Doctor Honoris Causa por la Universidad de Antioquia, formular su credo con serenidad lograda:
“He buscado que el negro sobre el negro obligue al nacimiento de la forma, que el sentido de lo plano palpite de extremo a extremo, he querido que el color inunde mi obra sin estridencias. He negado la perspectiva, las anécdotas y me he situado en lo abstracto, lo sereno, lo equidistante. Con óvalos, diagonales, equilibrios y desequilibrios sugiero atmósferas contenidas. Utilizo contrasentidos, dudas en el contorno, abandono lo preciso, quiero luz en los bordes, luz que aparece y desaparece, trabajo el signo como lenguaje plástico más que como vigencia histórica. Me interesa lo inesperado, lo sin tiempo, lo que nos toca y pasa, el ser y no ser, la contradicción, la interpretación abierta que despierta la sensibilidad y el encuentro”.
El encuentro que su pintura brinda a manos llenas.
Más el presentimiento que la razón
Uno de los últimos cuadros de Manuel Hernández (1928) es una blanca superficie sobre la cual ha puesto dos de sus inconfundibles signos en negro. Signos que casi siempre pueden describirse como un arco con dos sólidas columnas de apoyo y un rectángulo-franja que bien lo puede atravesar desde el borde hasta el centro mismo de su corazón arquitectónico o establecer un contrapunto independiente, desde un espacio exterior y propio.
Emanación o confrontación, que se superpone, dialoga o cruza la figura central. Formas que juegan en el centro de la tela y que parecen próximas a evaporarse en su ascética configuración. Pero mirándolo con más atención vemos cómo la levitación de los signos se da dentro de un casi imperceptible marco de materia pictórica, que surge del fondo y sugiere, más al tacto que a la vista misma, un recuadro perceptivo. Una ventana visual con ciertos leves matices rosa pálido provenientes de un tratamiento previo de la tela.
Su caligrafía, por decirlo así, no es espontánea, aunque lo parezca. Brota de una larga y meditativa ascesis. De otra parte, sus signos ya clásicos, el óvalo, el rectángulo, ese arco, tienen un muy definido contorno en negro que los configura y los hace resaltar sobre la neutralidad aparente del fondo. Pero un frontage, que parece surgir del límite negro, hace de la frontera entre negro y blanco, un incierto territorio de duda y perplejidad.
¿Se borrarán sus figuras? ¿El color se escapa, harto de sus restricciones?
Hay entonces una suerte de titubeante vacilación, como si todo el conjunto de esta abstracción, tan equilibrada y armónica dentro de su aparente improvisación gestual, dejará aflorar la incertidumbre.
Quien domina el espacio y controla las figuras allí dispuestas, quien regula el equilibrio de todas las fuerzas en tensión (blanco y negro, forma y atmósfera, deleite de lo conocido y riesgo de lo imprevisto) se expone a sí mismo en lo azaroso de esa espátula que sombrea una materia siempre abierta a lo ignoto, a la vacilación de un contorno tan inseguro y fluctuante como la vida misma.
Sus óleos y acrílicos nos traen el silencio con su dinámica peculiar de grandes masa-nubes, desplazándose en una atmósfera que finge apenas ser receptiva de su alfabeto visual, pero que en realidad lo potencia y determina al máximo. Este asceta de la escritura plástica, con sus signos y sus acentos, es un sensualista ávido de disfrutar todos los colores, del violeta al ocre, y de experimentar con la variedad inagotable de las texturas, de la tela al papel hecho a mano. Y que se halla atento también a las posibilidades exploratorias del formato.
Recorro así, con deleite, sus libretas de apuntes, desde los años cincuenta, siempre obsesivas con su repertorio en apariencia inmodificable, y siempre nuevas en las escalas de su búsqueda. El arco-puente-monolito será cuestionado en su linealidad por la curva-ondulación y la franja-bandera, o el acento como él mismo lo llama. Romperá lo contundente de esa suerte de mesa-templo esquemático con su disposición impensada o su color emotivo.
Lo contundente y lo rotundo de los óleos y acrílicos, en varios casos borroneados con la grisalla de sus afiebradas tachaduras, se descomponen mejor en el dibujo.
Allí, esa suerte de muralla se quiebra en puertas-paneles que dan a lo ignoto, como en los dibujos de Kafka, para romper así cualquier estructura establecida y compacta y lograr asomarse al otro lado. Sus figuras se imponen sobre nosotros, espectadores, pero él intenta sobrepasarlas con los matices poéticos de esos fondos que aluden a un horizonte de temblor y zozobra. De luces agonales.
Bien pueden ser escudos que protegen, o monumentos que debe reverenciar. En todo caso, Manuel Hernández, aparentemente seguro del reino conquistado, percibe la tentación de esa lejanía en perpetua fuga: la pintura misma. Una larga convivencia que bien podemos antologizar en tres hitos: su viaje a Chile (1948), su nombramiento como director de la Escuela de Bellas Artes de Ibagué (1959) y su viaje a Roma, en 1961. En Chile, su contacto con la pintura de Roberto Matta y Emilio Petorutti le deparará varias claves. Matta, cuya vibrante energía anima sus lienzos de exploración síquica y cósmica, cercana al surrealismo. Y Petorutti, el argentino que había logrado volver geométrico el sol de la pampa y cubistas sus bodegones de armónicos contrastes reflexivos. En Ibagué, el vivaz diálogo con sus alumnos, donde debía poner en palabra compartible sus intuiciones plásticas, y en Roma, quién lo creyera, la revelación fulgurante de Rothko. ¿Se puede, con el solo color, y sin argumento alguno, construir emociones? Se le abría entonces la posibilidad inagotable de sólo con líneas, balances, equilibrios, espacios y pausas comunicar sus visiones, a partir de la pintura misma. No el óleo sino el acrílico o la piroxilina despliegan sus anchas capas superpuestas, de planos silentes, donde fracturas en el color, bordes expresivos y contraluces determinantes, acababan por configurar, con elementos equidistantes, de franjas que ondulan en su contrapunto cromático, una suerte de gran tótem imperativo de fuerzas en tensión. Al principio quizás excesivas y abigarradas, pero poco a poco más reposadas y esenciales.
Este introspectivo buscaba la armonía y se refugiaba en lugar seguro: el círculo y el cuadrado. El óvalo y el rectángulo, como ya vimos. Pero incluso en ellos la forma se abría o se invertía, por voluntad propia, y la diagonal la escondía con su aguzado borde. Y ello porque siempre la naturaleza, origen y destino, dejaba traslucir su impronta. Nube que fluye o roca inmodificable. ¿O es más bien nube pétrea y roca que vibra? Su universo, a partir del adquirido lenguaje propio, se convertía en un mundo en expansión. No hay duda de que seguiremos admirando emocionados, ese caminar por lo desconocido, “apoyado más en el presentimiento que en la razón”.
Manuel Hernández
Juan Gustavo Cobo Borda, 2006
A los 77 años
los pies son lentos
pero la intuición se aguza.
Mira tierras pardas, ocres, vencidas
que ascienden de golpe
a rojo cálido, a verde estremecido.
Ya no lo intimida el riesgo
ni la previsible caída.
Flaquean quizá los huesos
no así el pulso
que en rectángulos asimétricos
modula una insospechada armonía.
Hay una forma que sostiene al mundo.
Lo configura.
Hay un negro límite
y el magma de un volcán que palpita.
Hay también un único signo
que oculta y a la vez despliega
su razón emotiva.
Lo podemos llamar pintura.
Explora un milenario y fresco origen.
Lo tortuoso
de unas muy entrelazadas raíces.
Cacharros únicos.
La eternidad
de esas rugosas abolladuras.
La luz seca
sobre la desportillada taza
del rito diario.
El fuego con que hierve
al comienzo del día.
El agua nocturna para lavar
la conquistada mugre.
Luminosa sombra
en contados centímetros.
Hablamos de Morandi.
Refregar y pulir
hierro, bronce y aluminio
para que perduren en la penumbra.
Todo nos seduce
con su aura irrepetible
—el árbol, la ventana,
el deslumbrante seno
de la muchacha que huye—
pero hay que tornar
a la condena feliz del estudio.
La cárcel de la libertad elegida.
A las cuatro de la mañana
como a las once del día
Manuel Hernández
rearma el mundo.
Ese escueto cosmos
que es la opulencia misma.
Entona sus reposados himnos
de aquiescencia y júbilo.
Ellos abarcan
lo fecundo de la monotonía
y el audaz relámpago de lo nunca visto.
La más radical de las rebeldías
se nutre de un terso rectángulo
de inteligente equilibrio.
Con ese don
él ha hecho posible
el milagro
de mirar con sus manos
todo cuanto existe.
Escalas
para llegar
a nosotros mismos.