- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Manos modernas
Andrea Echeverri. El poder de la flor (detalle), 1996. Cerámica esmaltada, 38 x 10 x 10 cm
Andrés de Santa María. La anunciación, 1922-1934. Óleo sobre lienzo, 131 x 172 cm Andrés de Santa María es considerado el precursor del arte moderno en el país. Sus óleos poseen una expresividad apasionantes, gracias a la sabia composición cromática y a la densidad única de sus empastes. En temas religiosos como éste, conjuga todos los rasgos de su pintura para conseguir una imagen realmente sobrecogedora. En La anunciación, la materia de las figuras y el espacio circundante parecen confundirse, como si emergieran uno del otro simultáneamente, dando una dimensión inquietante a la escena. A su vez, el gran contraste entre los trajes oscuros de los personajes y el rojo vibrante del fondo otorga fuerza a la composición. Los gestos son reflejo de una conmoción profunda y las miradas del ángel y la Virgen, que no llegan a tocarse, reiteran el carácter místico del encuentro. En cada una de las figuras se concentra una potencialidad expresiva propia y, al final, lo único visible es la pintura, es decir, la voluntad creadora de Santa María.
Andrés de Santa María. La anunciación, 1922-1934. Óleo sobre lienzo, 131 x 172 cm
Marco Tobón Mejía. Silencio, ca. 1916. Escultura en mármol, 106 x 76,5 x 88,8 cm Obra encargada a Marco Tobón Mejía (Antioquia, 1876 - París, 1933) como motivo central de una fuente. Se evidencia la influencia del neoclasicismo francés en la idealización de la figura humana y el tratamiento de los materiales. Sin embargo, en uno de sus viajes a Europa conoció a Rodin y trabajó en su taller. A partir de allí, su obra buscó presentar mayor emotividad. En Silencio, Tobón Mejía aborda la presentación de emociones sencillas, más emparentadas con la introversión que con la emocionalidad desbordante. La posición y la expresión de la figura reflejan el estado anímico de la mujer. Su actitud recogida, ausente, sus formas suaves y cadenciosas, logran un efecto dramático. Es más, por el modo en que Tobón ha resuelto la figura, nos encontramos con la encarnación de una condición primigenia del sujeto, más que con el estado de la mujer específica. Su figura, completamente absorta, parece recorrer la trama de su propio ser que se cierra, así como su cuerpo, a cualquier asunto externo.
Marco Tobón Mejía. Silencio, ca. 1916. Escultura en mármol, 106 x 76,5 x 88,8 cm
Roberto Henao Buriticá. La Rebeca, 1928. Escultura en mármol, 160 x 95 x 95 cm Rebeca es una de las contadas esculturas no conmemorativas que embellecen a Bogotá. Su imagen se inspiró en el personaje bíblico, la esposa de Isaac, quien se reveló como la elegida al ofrecerle agua al sirviente de Abraham. En esta obra, de corte neoclásico, la naturaleza del mármol queda oculta tras la forma idealizada y equilibrada de la figura, cuya desnudez se cierra, calladamente, en la posición adoptada para recoger el agua. Posición encantadora por el proceso de ocultamiento que implica. Ni siquiera recorriéndola cabalmente, puede el espectador sentir que ha visto la suma del conjunto a plenitud. Concluida en 1926, Rebeca fue ubicada en el Parque del Centenario y años más tarde trasladada a su sitio actual –una pequeña placita entre las carreras décima y trece–, debido a trabajos de remodelación urbana. La escultura, atribuida a Roberto Henao Buriticá (Pereira, 1898- 1964), fue restaurada recientemente, debido al deterioro sufrido con el tiempo.
Roberto Henao Buriticá. La Rebeca, 1928. Escultura en mármol, 160 x 95 x 95 cm
Ricardo Gómez Campuzano. Paz Flórez de Serpa, 1920. Óleo sobre lienzo, 81 x 59 cm Muy joven aún, el pintor Ricardo Gómez Campuzano (Bogotá, 1893 - Bogotá, 1981) conoció a la poetisa y periodista Paz Flórez de Serpa. Aunque le hizo varios retratos, el que aquí aparece, pintado a los 23 años, es uno de los pocos que se conservan. La atmósfera melancólica del cuadro, de evidente influencia romántica, se corresponde bien con el tono de la obra de Flórez de Serpa, que publicó dos libros de poemas: Éxtasis de Santa Teresa y Santander tierra querida, en 1915 y 1925 respectivamente. En el retrato la poetisa sostiene con la mano una rosa sobre el pecho. La rosa fue, por excelencia, un motivo muy empleado en el periodo romántico. En este caso, el color rojo de la flor resalta sobre el fondo predominantemente oscuro del resto del cuadro, y crea tensión con el rojo brillante de los labios.
Ricardo Gómez Campuzano. Paz Flórez de Serpa, 1920. Óleo sobre lienzo, 81 x 59 cm
Coriolano Leudo. La mantilla bogotana, ca. 1917. Óleo sobre lienzo, 132 x 92 cm El pintor Coriolano Leudo (Bogotá, 1866 - Villeta, 1957) hizo estudios en la Academia de Bellas Artes de Bogotá y desde muy joven comenzó a publicar sus dibujos en la revista Cromos. Después de viajar por España y México, en donde trabajó por algunos años, regresó por un tiempo a Bogotá, donde se entusiasmó con el estudio del paisaje y las costumbres. De este periodo es La mantilla bogotana, en cuyo primer plano aparecen dos mujeres bien distintas: una señora de la alta sociedad capitalina y su anciana “sirvienta” que lleva en un canasto las frutas del mercado. Las mujeres van acompañadas por un perro y seguidas de cerca por un edecán. El detalle de las uñas sucias de la anciana, así como la fuerza con que aprecia que sostiene el pesado canasto, le dan cierta emotividad y realismo al conjunto, que por lo demás resulta más bien artificioso.
Coriolano Leudo. La mantilla bogotana, ca. 1917. Óleo sobre lienzo, 132 x 92 cm
Miguel Díaz Vargas. En el mercado, sf. Óleo sobre lienzo, 125 x 105 cm Díaz Vargas (Rionegro, 1818 - 1872) perteneció a la llamada “generación del centenario”, activa a partir de 1920, y congregada alrededor de la Academia de Bellas Artes de Bogotá. Adscrito al círculo oficial de artistas, fue profesor en Madrid por algunos años y luego, en Bogotá, ocupó varios cargos burocráticos. En el ejercicio de su oficio se dedicó a los cuadros de costumbres, retratos de campesinos y promeseros y, con gran aplicación, a las naturalezas muertas. En esta obra, con la que el artista alcanzó el primer lugar en el Salón Nacional de Artistas de 1944, todos estos motivos resultan evidentes. En el retrato de las dos mujeres campesinas, rodeadas por los productos de la cosecha, la mujer del primer plano sostiene, con la mano levantada, un trozo de sandía, cuyo color vivo establece un contraste con los demás elementos cromáticos, creando una tensión diagonal en la composición.
Miguel Díaz Vargas. En el mercado, sf. Óleo sobre lienzo, 125 x 105 cm
Eugenio Zerda. Camino al mercado, ca. 1926. Óleo sobre lienzo, 105 x 140 cm Eugenio Zerda (Bogotá, 1878 - 1945) fue alumno de Andrés de Santa María y realizó varios viajes a Europa, en donde se familiarizó con la técnica de los impresionistas, en especial con su particular manera de pintar la luz. Sin embargo, a su regreso a Colombia, Eugenio Zerda se empezó a interesar cada vez más en las estampas y motivos campesinos y rurales. Y fue en este campo donde demostró sus excelentes dotes como dibujante. Esta doble influencia se hace patente en esta obra, Camino al mercado, pintada con una particular técnica impresionista, aunque con un dibujo bien definido y algunos contrastes bastante fuertes de luz. Este tipo de visión idealizada del campesino, de su indumentaria y del paisaje mismo que lo rodea, constituye una constante identificable en la visión académica de la plástica de primera mitad del siglo xx en el país.
Eugenio Zerda. Camino al mercado, ca. 1926. Óleo sobre lienzo, 105 x 140 cm
Santiago Martínez Delgado. Interludio, ca. 1941. Óleo sobre lienzo, 190 x 140 cm Con un amplio espectro de técnicas, Santiago Martínez Delgado (Bogotá, 1906 - 1954) encaminó su talento artístico en diversas direcciones: ilustración, pintura mural, temas religiosos e históricos, vida cotidiana. Sin embargo, fue ante todo un dibujante. El interludio es un retrato de su madre y de su esposa donde resume las características básicas de su arte: estilización de las figuras, resultado de una línea firme y continua y la imponencia del gesto que las dota de un carácter fuerte e inquietante. La relación de las miradas de las dos mujeres produce una sensación de movimiento, que nos lleva desde el fondo de la pintura hasta el espacio del espectador, quien resulta interpelado por la mirada de la joven. El rojo intenso de su vestido se torna elemento dominante en la composición al generar fuerte contraste con la oscuridad del resto de la escena. Contraste que acentúa la oposición entre juventud y vejez, vivacidad e introspección, aparentemente el tema central del cuadro.
Santiago Martínez Delgado. Interludio, ca. 1941. Óleo sobre lienzo, 190 x 140 cm
Sergio Trujillo Magnenat. San Francisco, 1923. Óleo sobre lienzo, 120 x 39 cm Esta obra de Sergio Trujillo Magnenat, representa a san Francisco de Asis, que extiende unas manos gráciles, blancas y livianas en preparación para recibir al Espíritu Santo, clásicamente representado como una paloma. La figura alargada del santo, un poco manierista, y el propio formato vertical de la obra, contrastan fuertemente con la pincelada gruesa y los volúmenes macizos utilizados por el pintor, comunicándole cierta rigidez al conjunto. Los tonos oscuros, “sucios”, del cuadro, aumentan la sensación de inmovilidad, común a los motivos religiosos de Trujillo Magnenat, influido por la técnica del muralismo, mas no por su temática social.
Sergio Trujillo Magnenat. San Francisco, 1923. Óleo sobre lienzo, 120 x 39 cm
Ramón Barba. Promesero de Chiquinquirá, sf. Talla en caoba, 82 x 68 x 52 cm El escultor español Ramón Barba (1894 - 1964), radicado en Colombia desde 1925, realizó numerosos estudios, retratos y esculturas de campesinos a raíz de sus constantes viajes por la región andina. A partir de 1932 se interesó de manera especial por las romerías religiosas en la población de Chiquinquirá, lugar a donde se trasladó a vivir por varios periodos. En esta representación de un peregrino, Ramón Barba demuestra todas las posibilidades de su destreza en el oficio: el detalle minucioso en la textura de la ruana, la construcción geométrica (de tipo vanguardista) del cabello, el movimiento nervioso y exaltado plasmado en el rostro y en las gigantescas manos, pesadas y potentes, donde se reflejan los incontables años de trabajo de la tierra. El motivo costumbrista e idealizado del campesino fue trascendido en esta obra, sincera y expresiva.
Ramón Barba. Promesero de Chiquinquirá, sf. Talla en caoba, 82 x 68 x 52 cm
Alipio Jaramillo. Los cafeteros, sf. Óleo sobre madera, 120 x 68 cm Es posible hablar de un incipiente muralismo colombiano en el trabajo de los discípulos del antioqueño Pedro Nel Ospina, entre los que se cuenta Alipio Jaramillo (Manizales, 1913), quien además conoció personalmente a David Alfaro Siqueiros en México. Jaramillo realizó varios murales de grandes dimensiones, especialmente en Medellín. Dentro de la temática social de sus trabajos se interesó en especial por los mineros y agricultores, a quienes representó mediante fuertes volúmenes, de gran energía, generalmente en actitud de extremo esfuerzo. Todas esas características resultan visibles en esta obra: una mujer que intenta levantarse, llevando sobre su espalda un cesto cargado de café, y mientras sostiene el cesto con una mano, con la otra hala, de manera potente, una soga. En el segundo plano, un hombre camina encorvado bajo el peso de otro cesto.
Alipio Jaramillo. Los cafeteros, sf. Óleo sobre madera, 120 x 68 cm
Luis Alberto Acuña. Retablo de los dioses tulienzores de los chibchas, ca. 1935. Óleo sobre madera, 200 x 300 cm Fue a través de la vertiente indigenista que el arte moderno encontró lugar en Colombia. La admiración por la obra de los muralistas mexicanos, marcó la producción de nuestros jóvenes artistas de la primera mitad del siglo pasado, al tiempo que limitó las posibilidades creativas para muchos de ellos. Luis Alberto Acuña (Suaita, Santander, 1904 - Tunja, 1984) dedicó buena parte de su producción a exaltar las culturas vernáculas, abordando la traducción a lo visual de leyendas chibchas conocidas, como las de Bochica o Bachué. Sus recreaciones del mundo indígena evidencian la distancia que lo separaba de él. Sus murales y pinturas de gran formato revelan, como en este caso, una idealización exacerbada por el muralismo y el simbolismo. Debe rescatarse, sin embargo, la preocupación por la plástica que funcionó como norte en la labor de Acuña. No deja uno de preguntarse qué rumbo habría tomado su obra de no haberse circunscrito a la corriente indigenista.
Luis Alberto Acuña. Retablo de los dioses tulienzores de los chibchas, ca. 1935. Óleo sobre madera, 200 x 300 cm
Pedro Nel Gómez. Efe Gómez, 1934. Óleo sobre lienzo, 161,1 x 90 cm A lo largo de su vida, Pedro Nel Gómez (Anorí, Antioquia, 1899 - Medellín, 1984) realizó numerosas pinturas al óleo, acuarelas, esculturas y monumentales frescos en los que desarrolló temáticas de carácter social y americanista. Aunque sus murales son de gran trascendencia, tanto por la calidad como por la magnitud, es entre sus acuarelas y pinturas al óleo donde se encuentran sus obras más fastuosas. El retrato de su amigo, el escritor Efe Gómez, demuestra las fabulosas cualidades del artista. Los colores, exquisitamente escogidos, se expanden a través de pinceladas sueltas y abiertas, así como de aguadas que matizan bellamente las transiciones. El tratamiento de la figura es consistente y temperamental; la resonancia de colores del rostro en el fondo del cuadro imprime movilidad a la composición, que encuentra sus puntos predominantes en el rostro del personaje y en las pinceladas blancas que iluminan su camisa. Es evidente su interés por las pinturas de Cézanne.
Pedro Nel Gómez. Efe Gómez, 1934. Óleo sobre lienzo, 161,1 x 90 cm
Ignacio Gómez Jaramillo. Autorretrato, ca. 1930. Óleo sobre lienzo, 93 x 78 cm Ignacio Gómez Jaramillo (Medellín, 1910 - Coveñas, 1970) perteneció a la generación que marca la aparición del arte moderno en Colombia, en especial a través de propuestas vinculadas al muralismo mexicano. Aunque Jaramillo tuvo una buena producción muralista, fue en la pintura de caballete donde realizó sus mejores obras. Por la solidez de los volúmenes y la consistencia robusta del color y de la luz, sus pinturas denuncian su admiración por Cézanne. Este autorretrato tiene carácter vanguardista. El brazo del artista, trabajado de manera casi escultórica, ocupa el primer plano de la composición. En segundo plano aparece Jaramillo mismo, en el dibujo grave y seguro de sus obras. Al fondo, una escena casi surrealista. Es significativo que Jaramillo no se presente pintando, aunque sí sostenga un pincel en la mano, como si fuera un atributo. Aquí Jaramillo no sólo se define como pintor sino que hace de la pintura un factor activo y crucial en su determinación como individuo.
Ignacio Gómez Jaramillo. Autorretrato, ca. 1930. Óleo sobre lienzo, 93 x 78 cm
Rodrigo Arenas Betancourt. La vida, tentación del hombre infinito, 1971-1974. Escultura en concreto y bronce Rodrigo Arenas Betancourt (Fredonia, 1919-Bogotá, 1995) es uno de los pocos escultores colombianos que dio una contundente vocación pública a su obra, convirtiéndose en el autor de los monumentos conmemorativos más destacados del país durante el siglo pasado. En su obra el artista fusiona el interés por la historia y el héroe con postulados ideológicos y, a través de esta fusión, trasciende la especificidad del evento histórico para tocar aspectos universales de la condición humana. En La vida, tentación del hombre infinito Arenas Betancourt prescindió de referentes históricos. No obstante, la obra presenta las características fundamentales de su estilo: presencia de la figura humana, monumentalidad de las formas y, sobre todo, tendencia a emplear como factor expresivo la sensación de movimiento vertiginoso. Sensación que logra en este caso mediante el diseño de una composición espiralada y el alargamiento de las figuras que conforman el monumento.
Rodrigo Arenas Betancourt. La vida, tentación del hombre infinito, 1971-1974. Escultura en concreto y bronce
Gonzalo Ariza. Muchacho del girasol, ca. 1955. Óleo sobre lienzo, 93 x 58,5 cm Esta obra corresponde a un primer período de Gonzalo Ariza, (Bogotá, 1912 - Bogotá, 1995) cuando el artista se acercó a la vanguardia latinoamericana de la primera mitad del siglo xx, a través del muralismo mexicano. En Muchacho del girasol, se concentra en los elementos de la composición. El estudio del color es interesante. Con una gama reducida, obtiene una imagen fuerte y equilibrada. La figura, trabajada sintéticamente, se fortalece con la línea que realza su contorno. Atrae la dulzura del rostro y la sutileza de las manos. Incluso, si se mira bien, parece usar falda y, sobre su brazo derecho, aparece una línea que podría insinuar un seno. A lo mejor, el joven es una joven. Sin embargo, el protagonista aquí es el girasol. Más adelante, a raíz de su viaje a Japón, Ariza se distancia de este vanguardismo y acude casi exclusivamente al género paisaje, permitiendo la entrada de algunos rasgos orientales, como la composición vertical y la importancia del espacio vacío para el equilibrio de sus obras.
Gonzalo Ariza. Muchacho del girasol, ca. 1955. Óleo sobre lienzo, 93 x 58,5 cm
Débora Arango. La actriz retirada, ca. 1940. Óleo sobre cartón, 83 x 69 cm Débora Arango (Medellín, 1907) es una pintora expresionista. Su obra es un caso excepcional. Dotada de una férrea voluntad hipercrítica, compuso desde allí –y desde su condición aislada por los prejuicios de su sociedad– uno de los capítulos más importantes de la plástica colombiana. Desde esta perspectiva, independiente y escéptica, Arango ha construido un legado de imágenes de inexpresable valor, en las que la historia contemporánea de Colombia toma cuerpo. Un cuerpo cuyos contornos ceden ante el ímpetu y la visión de esta portentosa mujer. La posición de la mujer en esta sociedad, es uno de los ejes de su producción. En su obra, la mujer no es musa idealizada sino síntoma de las prácticas generalizadas de una sociedad de doble moral y, a la vez, punto de resistencia frente a ese devenir. La actriz retirada posee la fuerza compositiva de las mejores pinturas de Arango: el vigor en el dibujo, la robustez de su paleta y la contundencia en el manejo de cada elemento.
Leopoldo Richter. Familia indígena, 1958. Óleo sobre madera preparada con arena y caseína, 90 x 60 cm Este artista y científico alemán (Frankfurt, 1896-Bogotá, 1984), “colombiano por vocación y obstinación”, como afirmara Benjamín Villegas, desarrolló una obra inspirada en la fauna y la población vernáculas de las selvas colombianas –Amazonía, Pacífico, Orinoco– que recorrió en aras de su actividad científica, la entomología. A través de una aguzada intuición plástica que combinaba las ópticas científica, antropológica y estética, Richter plasmó su vivencia del país y definió paulatinamente la morfología de un mundo independiente. Para ello, empleó una multiplicidad de medios, entre ellos el dibujo, elemento fundamental de su obra. Sus trabajos en cerámica, como en el caso de esta Familia indígena, conjugaron su extraordinario saber plástico con la riqueza del lenguaje artesanal, dando como resultado imágenes opulentas en las cuales el pensamiento, la materia y los sentidos se aglutinan y devienen en acaudaladas fuentes de expresión.
Leopoldo Richter. Familia indígena, 1958. Óleo sobre madera preparada con arena y caseína, 90 x 60 cm
Guillermo Wiedemann. Sin título, 1954. Óleo sobre lienzo, 98 x 69 cm Cuando Guillermo Wiedemann (Alemania, 1905-EE. UU., 1969) llegó a Colombia en 1939, el primer paisaje, cálido, denso y húmedo que conoció fue el del Pacífico colombiano. Con esta visión abrumadora, el pintor entró en contacto con la rica cultura afro colombiana que, a partir de entonces, se convertirá en el tema central de su obra, por lo menos hasta su arribo a la abstracción total. En estas pinturas, el artista configura una morfología que traspasa los límites de la narración. Hay en sus cuadros temperatura, olor, peculiaridad de las figuras. El artista conjuga en lo visual, materiales provenientes de todos sus sentidos, aguzados por la exuberancia del paisaje y los habitantes del Pacífico. Sus pinturas ofrecen asimismo una ardua exploración de las posibilidades visuales. La contundencia cromática, la opulencia de las texturas, la seguridad en la síntesis de las formas, hacen de su obra una de las más importantes lecciones de la pintura colombiana.
Guillermo Wiedemann. Sin título, 1954. Óleo sobre lienzo, 98 x 69 cm
Juan Antonio Roda. Poder ver, 1978. Óleo sobre lienzo, 94 x 119 cm Desde 1955, cuando se establece en Colombia, Juan Antonio Roda (Valencia, España, 1921-Bogotá, 2003) desarrolla una prolífica actividad artística en la que con pasión explora los elementos estructurales de la imagen bidimensional, tocando en varias ocasiones la abstracción total. En sus obras toma como factor informativo primordial el elemento luz, prioridad que parece derivar de su trabajo en el campo del grabado en metal, técnica en la que pocos han alcanzado tan clara maestría. Hay, entonces, un activo y enriquecedor desplazamiento entre sus labores como grabador y pintor. En Poder ver, la imagen se define por la construcción de un claroscuro contundente, donde el contraste se crea por la relación directa e inmediata entre los colores. Cada pincelada es independiente del conjunto pero, a la vez, lo eniquece. La composición es enigmática. La ortogonalidad es rota por la abultada tela de la imagen, tras la cual, se insinúa la mirada de un perro desdibujado en la penumbra.
Juan Antonio Roda. Poder ver, 1978. Óleo sobre lienzo, 94 x 119 cm
Alejandro Obregón. Dédalo, 1985. Acrílico sobre lienzo, 148 x 148,5 cm Alejandro Obregón (Barcelona, 1920-Cartagena, 1992) condensó en su obra las facciones más diversas de la expresión pictórica, a la vez que expresó la riqueza del panorama vernáculo, abordando dos factores básicos de la realidad nacional: el paisaje y los sucesos de su tiempo. A nivel formal, su obra presenta una holgada flexibilidad entre el lenguaje abstracto y el figurativo y conjuga aspectos esenciales de tales modelos, generando una especie excepcional de pintura simbólica. Esta obra corresponde a su etapa final, en que la preocupación por la estructura rigurosa en la composición cede ante el impulso desbordante de pintar. Se dice que esta obra es un autorretrato, donde el artista se presenta como Dédalo. En su composición resalta el gesto de las manos, palmas abiertas y relajadas, que parecen estar heridas y, por otro lado, la zona en el extremo inferior izquierdo del cuadro, en que el sistema cromático cambia de manera significativa.
Alejandro Obregón. Dédalo, 1985. Acrílico sobre lienzo, 148 x 148,5 cm
Fernando Botero. La colombiana, 1983. Óleo sobre lienzo, 113 x 88 cm La obra de Fernando Botero (Bogotá, 1932) se ha ido desarrollando en una doble dirección que apunta, de un lado, a la revisión constante de la historia del arte, en especial del Renacimiento italiano y el Barroco español, y, de otro, a una mirada incisiva –mas no moralizante– a la sociedad colombiana. En el caso de La colombiana es evidente la preponderancia de la segunda. El atuendo de la mujer, su reloj, uñas y labios recuerdan un tipo femenino vernáculo. A su vez, el espacio perfila claramente un tiempo y un contexto específicos: la puerta que da a la calle permite ver al chismoso que se asoma enfrente, las calles estrechas, los muros gruesos, las pequeñas ventanas, todo contribuye a crear una atmósfera pueblerina. No obstante, el elemento dominante en la composición es la cajetilla de Pielroja que la mujer sostiene en sus manos, pues estas son el elemento que da movimiento al cuadro, formando una suerte de espiral con su posición y sus gestos.
Fernando Botero. La colombiana, 1983. Óleo sobre lienzo, 113 x 88 cm
Enrique Grau. Niños en la oscuridad, 1960. Óleo sobre lienzo, 120 x 167 cm Esta obra corresponde a una etapa intermedia en la trayectoria de Enrique Grau (Cartagena, 1920), en la cual se dedicó a explorar las posibilidades formales de la pintura. No obstante, hay en ella características básicas de su estilo. La figura humana como eje central, el enrarecimiento de los ambientes y, por último, ese carácter teatral e incluso (sin ser peyorativos) “sobreactuado” de sus representaciones. Niños en la oscuridad es una obra cargada de misterio e incertidumbres. Resulta desconcertante la frontalidad de la composición y una cierta rigidez en las figuras, que contrasta con la expresividad de los rostros. La oscuridad del ambiente frente a la luminosidad de los personajes enrarece la escena, pues el espectador queda sin pistas sobre la situación y el espacio en que se desenvuelve. Para finalizar, pese a ser niños, los personajes presentan ciertos rasgos de adultez e incluso de perversidad en su gesto y su mirada que fortalecen el acento macabro de esta pintura.
Enrique Grau. Niños en la oscuridad, 1960. Óleo sobre lienzo, 120 x 167 cm
Álvaro Barrios. Sin título, 1979. Serigrafía, 56 x 76 cm Álvaro Barrios (Cartagena, 1945) conjuga en su obra estéticas de procedencias muy diversas, desde el clasicismo, pasando por el art noveau y el surrealismo, hasta los comics y las imágenes publicitarias. Así, la yuxtaposición es el factor principal en la estructura de sus composiciones. Sin embargo, en sus imágenes la yuxtaposición se cierra, se desvanece, dando como resultado composiciones totalmente nuevas y unificadas. En esta imagen encontramos un fragmento del Nacimiento de Adán, imagen hito de la historia del arte universal, pero recompuesto, pasado por un filtro de lenguajes como los descritos. Resulta especialmente atractivo el trascendental papel unificador y simbólico que juega un elemento tan pequeño, casi imperceptible dentro de la abigarrada composición, como el hilo que relaciona, de manera delicada las manos y, en cierto sentido, las voluntades de los dos seres en el cuadro.
Álvaro Barrios. Sin título, 1979. Serigrafía, 56 x 76 cm
Juan Cárdenas. Autorretrato con fondo azul, 2001. Óleo sobre lienzo, 66 x 48 cm La pintura de Juan Cárdenas (Bogotá, 1939) se debate entre el rigor que exige la representación realista y la flexibilidad con que la imaginación rebasa los límites de lo visible. En un primer vistazo, sus pinturas dan la impresión de normalidad, pero al detenernos se advierten esa atmósfera enrarecida y esos sistemas de irregularidades que determinan su acento general. Sin embargo, a través de su obra, Cárdenas presenta, más que un mundo inventado, una noción expandida de la realidad en la cual sus aspectos intangibles –la mirada del sujeto que la configura– resultan visibles, acusando, sobre todo, su realidad como pintura. El autorretrato es un tema muy trabajado por el artista. En sus múltiples ejecuciones supera el carácter psicológico y fisonómico para ofrecernos una descripción de su pensamiento, pensamiento homologable al acto mismo de pintar. Así, al final de cuentas, Juan Cárdenas no se halla en la figura del cuadro sino en la pintura.
Juan Cárdenas. Autorretrato con fondo azul, 2001. Óleo sobre lienzo, 66 x 48 cm
Beatriz González. La muerte del justo, 1973. Esmalte sobre lámina de metal, ensamblada en mueble metálico 120 x 180 x 90 cm La obra de Beatriz González (Bucaramanga, 1938) es un hito en la plástica nacional. Tres puntos de tensión le han dado dirección y forma a su impulso creativo: su pasión por la historia de Colombia, su comprensión analítica de la historia del arte y su mirada mordaz a la sociedad colombiana. En muchas ocasiones, González recoge tanto imágenes de la iconografía nacional como hitos de la historia del arte, recodificando de manera radical sus elementos compositivos y usando como soporte para sus pinturas muebles y objetos diversos. La muerte del justo se representa con una paleta que acusa el juicio contundente propio de la artista en la selección de colores. A pesar de su presentación sintética, las figuras gozan del patetismo propio de este tipo de imágenes. En conjunto, la obra de González constituye una suerte de radiografía del estatus que gozan las imágenes en la cotidianidad del colombiano.
Beatriz González. La muerte del justo, 1973. Esmalte sobre lámina de metal, ensamblada en mueble metálico 120 x 180 x 90 cm
Santiago Cárdenas. La comilona, 1987. Óleo sobre tela, 172 x 127 cm Santiago Cárdenas (Bogotá, 1937) ha explotado en su obra su virtuosismo en la representación de objetos. La mimesis casi absoluta entre el objeto real y la representación, ha relacionado su obra con el hiperrealismo norteamericano. No obstante, el artista no se limita a explotar el famoso trompe-l’oeil. Por el contrario, problematiza la pereza perceptual y establece una relación de continuidad entre el espacio pictórico y el espacio circundante, que acerca sus obras al lenguaje de la instalación. Esta pintura es un ejemplo peculiar. En medio de una composición en que la pintura se revela como tal –en la pincelada, los colores, el motivo, el espacio– aparece, como apoyado sobre el cuadro, un bastón. Este objeto es pintado de modo tal que se percibe como absolutamente real. Su presencia nos rebota hacia el espacio real. Posteriormente, nuestra percepción, tanto de lo real como de lo pictórico, resulta fuertemente cuestionada.
David Manzur. Estudio para un ángel, 1988. Carboncillo sobre papel, 64 x 49 cm A pesar de haber experimentado ampliamente en el campo de la pintura, dejando un magnífico legado en el área de la abstracción, tanto de carácter geométrico –relacionado sobre todo con el constructivismo ruso, en especial con la obra de Naum Gabo– como influido por la rama informalista de la abstracción, David Manzur (Neira, Caldas, 1929) ha realizado obras en las que regresa a las expresiones más tradicionales de la plástica. Tal es el caso de este Estudio para un ángel, un dibujo al carboncillo en que Manzur realiza un trabajo figurativo en el cual nos presenta uno de los temas históricamente más trabajados en el arte: el desnudo. La fragmentación y el claroscuro dictan la pauta en la composición. La mano es el elemento descrito con mayor detalle y, por la contundencia del dibujo, se convierte en el punto más fuerte de la imagen. Junto a la mano, se extiende una fuerte sombra en la que el sexo se desdibuja.
David Manzur. Estudio para un ángel, 1988. Carboncillo sobre papel, 64 x 49 cm
Luis Caballero. Sin título, 1983. Óleo sobre lienzo, 200 x 130 cm El dibujo es el elemento estructural en la obra de Luis Caballero (Bogotá, 1943-1995) aun en su pintura experimental. Al analizar esta obra, puede concluirse que, a través de los años, el artista realizó el mismo cuadro, del mismo cuerpo. Una sola obra que se define en su totalidad, contenida en cada una de sus partes. ¿Quién es, entonces, la figura omnipresente en estas imágenes? La autenticidad del gesto vigoroso que define su dibujo, la enunciación constante de un cuerpo en el que el límite entre el placer y el dolor se desdibuja en nudo ciego, mil veces recorrido, nos dan una pista de ello. En las obras de Caballero, las líneas no son superficie sino huella, marca profunda que recuerda el gesto de la mano que traza. Así, el ser presente en su cuerpo y el de otros, y en el cuerpo del dibujo es únicamente Caballero, que se desnuda en su obra pausadamente. Un autorretrato extenso, prolongado en el tiempo hasta el momento de su muerte.
Luis Caballero. Sin título, 1983. Óleo sobre lienzo, 200 x 130 cm
María de la Paz Jaramillo. Joan Crawford y John Garfield, 1997. Cerámica esmaltada, 120 x 80 cm En perspectiva, las obras de María de la Paz Jaramillo (Manizales, 1948) constituyen un ensayo, preciso e irónico, sobre la condición femenina en nuestra sociedad. Es característico en su obra el uso de un dibujo tieso, en apariencia ingenuo, mezclado con recursos del arte pop que, sin embargo, la artista transgrede mediante la deformación, la imprecisión y la gestualidad. El uso de imágenes farandulescas, traducidas en composiciones esquemáticas y recargadas hacen sus imágenes llamativas. En ellas, tópicos como el amor y la felicidad se expresan de manera saturada, denunciando su desviación hacia lo ficticio. La atmósfera de sus composiciones es a la vez empalagosa, patética y dramática. En esta imagen, las figuras son demarcadas de manera que, pese a sus gestos, parecen recortadas y pegadas una sobre otra, sin poder tocarse. La ausencia de mirada en los personajes convierte la exposición en un espacio cerrado, completamente autónomo respecto al espacio real.
María de la Paz Jaramillo. Joan Crawford y John Garfield, 1997. Cerámica esmaltada, 120 x 80 cm
Sofía Urrutia. San Francisco, 1969. Óleo sobre lienzo, 190 x 99 cm Sofía Urrutia (La Paz, Bolivia, 1910 - Bogotá, 2002) eligió con plenos conocimientos, elaborar una obra de corte definitivamente primitivista. En San Francisco, por ejemplo, encontramos una aplicación casi totalmente plana del color, circunscrito claramente al contorno de las figuras. Estas, a su vez, son trabajadas de manera esquemática, cercana al lenguaje de la ilustración. El conjunto de aves y flores se distribuye armónicamente por el cuadro, estableciendo conjuntos de color y de tipo que imponen un ritmo ordenado a la composición. El diseño de las figuras es absolutamente delicado. La figura del santo es trabajada sin mayor detalle, respetando su iconografía habitual, en contraste con el detalle otorgado a los pájaros. Esta pintura denota el interés de la pintora por lo bonito y decorativo, interés que se resume muy bien en la distribución de los colores en el cuadro y, sobre todo, en la singular atención que presta a cada una de las aves, las flores y las hojas.
Sofía Urrutia. San Francisco, 1969. Óleo sobre lienzo, 190 x 99 cm
Ana Mercedes Hoyos. Bazurto con olla y mandarinas, 2002. Óleo sobre lienzo, 125 x 250 cm Ana Mercedes Hoyos (Bogotá, 1942) comenzó a exponer en los sesenta. La pintura ha sido su medio privilegiado, aunque también ha incursionado en la escultura. Sus pinturas tempranas estaban pobladas de elementos urbanos, abstraidos de sus connotaciones prácticas para ser representados en la nueva dimensión de su valor plástico. La síntesis contundente de elementos y el uso de colores planos establecen una conexión de sus obras con la estética pop. En los últimos años, su obra se ha ido poblando de personajes y elementos de la costa caribe colombiana, donde la artista ha encontrado valores plásticos que ha resumido en sus imágenes. En este óleo, Hoyos realiza una composición opulenta al nivel formal y cromático. En ella, a pesar del modo plano en que son aplicados los colores, los volúmenes gozan de una robustez exacerbada que, junto a la magnífica saturación del colorido, dotan a la imagen de una abultada contundencia.
Ana Mercedes Hoyos. Bazurto con olla y mandarinas, 2002. Óleo sobre lienzo, 125 x 250 cm
Saturnino Ramírez. Jugadores de pool (vino), 1946. Óleo sobre tela, 194 x 130 cm Las pinturas de Saturnino Ramírez (El Socorro, 1946-Bucaramanga, 2002) se circunscriben al mundo nocturno de los bares, billares y cafés. Sus pinturas son complejas en los niveles cromático y espacial. En ellas, cada sujeto constituye un punto de tensión, dotándolas de un carácter que se acerca al del lenguaje cinematográfico; percepción que se acentúa por el tipo de enfoques que emplea, en los que la primera denunciada es la mirada del sujeto. Por supuesto, a través de esa mirada que se denuncia, el artista se revela como un nuevo punto de tensión dentro de la escena. El tema del billar, ofrece a Ramírez un contexto en que los sujetos desarrollan un estado a la vez de concentración y ensimismamiento, de modo que en el espacio pictórico cada sujeto se define como un espacio cerrado que no acaba en su contorno, un espacio que se abre hacia el interior pero se cierra en la superficie.
Saturnino Ramírez. Jugadores de pool (vino), 1946. Óleo sobre tela, 194 x 130 cm
Bernardo Salcedo. Sin título, sf. Ensamblaje en madera, aluminio y figuras de pretensados plásticos, 34 x 34 x 22 cm Desde los años sesenta, Bernardo Salcedo (Bogotá, 1939) ha configurado sus obras desde nuevos paradigmas creativos. Por esta razón, ha sido asociado a movimientos como el pop y el conceptualismo. No obstante, como señala María Iovino, Salcedo no pretende superar la tradición artística occidental sino que la recupera y regenera, mediante nuevos procesos de configuración como el ensamblaje o la instalación. En esta obra, Salcedo abre el objeto a nuevos niveles perceptivos, al tiempo que explota el potencial evocador del fragmento y de la imagen simbólica, para ampliar sus significados. Es evidente la correspondencia entre los fragmentos de cuerpo y los cánones de la imaginería religiosa. La relación entre este cuerpo y los objetos que sustituyen sus faltantes; la imperturbabilidad del objeto yuxtapuesta a la emotividad y el gesto de los trozos de figura, convierten la composición en una imagen desconcertante, de carácter hierático, rimbombante, a la vez que lúdico y azaroso.
Bernardo Salcedo. Sin título, sf. Ensamblaje en madera, aluminio y figuras de pretensados plásticos, 34 x 34 x 22 cm
Jim Amaral. Sin título, sf. Técnica mixta, 62 x 43 cm de diámetro Los trabajos de Jim Amaral (California, EE. UU., 1933) constituyen un rico espectro de ejercicios sintácticos alrededor de la dimensión erótica del cuerpo y la mente. Sus primeros trabajos estaban ya dotados de una robustez sicalíptica que, poco a poco, se fue adosando a la estética surrealista. Posteriormente, da el paso al lenguaje escultórico, en especial a través del assamblage. Tanto en su obra bidimensional como en sus ensamblajes, la forma y la yuxtaposición se abren al mundo de lo visible como metáforas de la sensualidad y la sexualidad inherentes al cuerpo en sus lugares espirituales y físicos. En sus ensamblajes emplea objetos bizarros, lejanos al arquetipo, y los mezcla con elementos como rosas secas e imágenes corporales. Uno de los elementos constitutivos principales de sus imágenes es la fragmentación del cuerpo, a través de la cual sus partes adquieren dimensiones y sentidos tan inéditos como primitivos que, en ambos casos, habitan en el interior del observador, no en la obra.
Jim Amaral. Sin título, sf. Técnica mixta, 62 x 43 cm de diámetro
Gustavo Zalamea. Sin título, 2003. Óleo y lápiz sobre lienzo, 250 x 160 cm Gustavo Zalamea (Buenos Aires, Argentina, 1951). Las pinturas de Zalamea se presentan, en cierta forma, como imágenes desnudadas. El uso de los medios da una sensación de transparencia que permite divisar desde la imagen, el modo como fue realizada, y desde el conjunto de acciones que le dieron origen, la imagen. Por eso, no es extraño la yuxtaposición en una misma imagen de dibujo esquemático, zonas saturadas de materia, lienzo vacío, transferencia de una imagen elaborada. Esta obra tiene como elemento principal, aunque no dominante, el dibujo de una figura femenina –muy presente en su obra– que denota una fuerte influencia de Matisse. La jarra y la silueta de una iglesia parecen conformadas por una materia diferente. Así, se van abriendo paulatinamente nuevos espacios dentro del cuadro: una mecedora, ventanas, zonas de pintura pura. Esta mezcla nos revela la flexibilidad de la pintura como lugar de la expresión, que Zalamea habita de manera móvil y opulenta.
Gustavo Zalamea. Sin título, 2003. Óleo y lápiz sobre lienzo, 250 x 160 cm
Miguel Ángel Rojas. Cinco dedos de furia, 1979. Aguafuerte, 79 x 100 cm Miguel Ángel Rojas (Bogotá, 1946) aborda en su obra el desarrollo de los lenguajes más diversos con idéntica calidad, grabado, video, fotografía e instalación. Sus obras siempre han sido un comentario cáustico sobre la problemática nacional: el narcotráfico, las dinámicas de la violencia, la delgada línea que abre nuestra moral en dos. Sin embargo, jamás deja de lado el problema de la naturaleza de la imagen, de modo que cada trabajo es, también, un ensayo contundente sobre el estrato significativo y fundacional de las imágenes, donde lo enunciado empieza a existir. Cinco dedos de furia es un buen ejemplo del acento enigmático con que Rojas alimenta sus imágenes. En ellas el sentido grita a voz en cuello en los intersticios, en lo no dicho, en lo velado. Como asistiendo a un teatro de sombras, frente a las obras de Rojas procuramos olvidar la mano, la luz y la pared para quedarnos con el sentido profundo de la imagen, que pretende encerrar en sí al mundo.
Miguel Ángel Rojas. Cinco dedos de furia, 1979. Aguafuerte, 79 x 100 cm
Juan Manuel Camargo. De la serie Los González, ca. 1978. Técnica mixta sobre papel, 110 x 79 cm Las obras de Camargo son esa especie de espejo en que la sociedad se mira, no para acercarse, sino para tomar distancia. Sus imágenes parecen sacadas del álbum familiar. Álbum que, a pesar de ser una especie de documento sobre los momentos trascendentales en la vida de un sujeto, es tan predeterminado por las estructuras sociales y las nociones culturales, que apenas parece una ligera variación de la misma historia, de la misma vida. Aquí, Camargo respeta la composición arquetípica de la foto familiar e incluye elementos tan vernáculos como el piso. Sin embargo, el personaje es representado de manera dislocada, distorsionada, abriendo esa imagen tan corriente a nuevos espacios de interpretación. El aislamiento del sujeto niega la posibilidad de leer la imagen en términos narrativos, de modo que solo queda la figura descompuesta y desconcertante, que nos confiesa, sin enunciar, la existencia de un secreto, profundo y disfrazado.
Juan Manuel Camargo. De la serie Los González, ca. 1978. Técnica mixta sobre papel, 110 x 79 cm
Antonio Samudio. Sin título, 1972. Óleo sobre tela, 47 x 30 cm La obra de Antonio Samudio (Bogotá,1934) ha sido relacionada con el arte naïf o ingenuo, donde, para ser precisos, no tiene cabida. En las deformaciones, dureza y esquematización de sus figuras se revela una intencionalidad concreta. Sus cuadros no transmiten la observación de lo real; por el contrario, reflejan una interpretación crítica en la cual la representación de lo real se sumerge en el terreno de la ironía. Tal es el caso de esta obra en que, mediante una composición sencilla, el artista abre la imagen a una diversidad de interpretaciones. A pesar de la presentación sintética, Samudio no omite informaciones como el color rojo del barniz de las uñas, el labial y los zapatos. A pesar de la tiesura del dibujo, la expresión del rostro resulta locuaz. También el fondo y el vestido son rojos, generando un constante desplazamiento de la mirada en el cuadro, desplazamiento que encuentra su fin hacia el centro de la composición, donde las manos de la mujer escarban bajo su vestido.
Antonio Samudio. Sin título, 1972. Óleo sobre tela, 47 x 30 cm
Lucy Tejada. Jardines prohibidos, 1978. Grabado, 74 x 55 cm La obra de Lucy Tejada (Pereira, 1920) incluye pinturas, grabados, murales y dibujos. Su obra se ha aferrado al campo de una figuración opulenta, en la que usa los medios de manera tradicional y concienzuda. Aunque ha abordado diversas temáticas, la presencia de la mujer y los niños en su obra ha sido privilegiada. En el caso del grabado, Tejada acusa un contundente manejo de la técnica que le permite configurar sus imágenes con la imperturbable paciencia de quien teje una pieza por el solo placer de tejer. Así, con la configuración cerrada que hace imperceptible al acto creador, Tejada va invadiendo el vacío con figuras silenciosas que aparecen relacionadas con objetos y elementos de la naturaleza pero sin espacio, sin aire, sin ruido. Todo parece encontrarse como en estado de tránsito, de ensimismamiento y mutismo. Jardines prohibidos es una imagen que posee la riqueza de las mejores obras de Tejada en las que la dimensión onírica encuentra duración y peso sobre el papel.
Lucy Tejada. Jardines prohibidos, 1978. Grabado, 74 x 55 cm
Julio Castillo. La baranda, sf. Aguada sobre papel, 100 x 70 cm Julio Castillo (Pamplona, 1928 - Bogotá, 1985) apareció en la escena del arte durante los años cincuenta. En oposición a sus contemporáneos, que optaron por desarrollar una indagación exuberante de la figuración, Castillo eligió un camino casi ascético. Sus imágenes, pese a ser claramente figurativas, se acercan más a la noción del vacío que de la presencia; sus figuras parecen señalar más su ausencia que su existencia; todo parece encontrarse en proceso de desvanecimiento. Tal es el caso de La baranda, donde cuatro mujeres casi etéreas parecen dirigir su mirada hacia la misma dirección: la nada. Esta sensación es reforzada por la homogeneidad de la aguada y del dibujo con que construyó la imagen. La levedad y sencillez de cada elemento es tal, que la desnudez de la mujer reclinada resulta casi imperceptible, pues la sutileza de los demás atuendos parece revelar la desnudez, en lugar de ocultarla. Una desnudez que parece formada de aire y no de carne, como todo en esta imagen.
Julio Castillo. La baranda, sf. Aguada sobre papel, 100 x 70 cm
Gregorio Cuartas. Desnudo de espaldas, 1973. Acrílico sobre tela, 130 x 81 cm La pintura de Gregorio Cuartas (San Roque, Antioquia, 1938) ha buscado un valor absoluto que atraviese todos los factores compositivos: el equilibrio. En esta búsqueda el artista ha retomado las lecciones del Renacimiento y se ha acercado tangencialmente a la pintura metafísica de Giorgio de Chirico. En Desnudo de espaldas se resume el estilo de este artista. El espacio apenas se enuncia con la presencia de una línea en el horizonte que abre el cuadro hacia una dimensión ilimitada. Los colores cálidos se atemperan por su baja densidad; no hay contrastes, solo una luz cegadora y omnipresente, etérea y difusa. El orden ortogonal de la composición no es quebrantado por el movimiento del cuerpo, casi imperceptible; el límite entre el espacio y la materia se desdibuja por la levedad de los cuerpos y, sin embargo, el silencio que se cierra en la imagen, nos es vedado al tiempo con la mirada del hombre.
Gregorio Cuartas. Desnudo de espaldas, 1973. Acrílico sobre tela, 130 x 81 cm
Leonel Góngora. Mujer asiria en coito con búlgaro plebeyo, 1985. Lápiz sobre papel, 17 x 27 cm Leonel Góngora (Cartago, Colombia, 1932-Boston, EE. UU., 1999) desarrolla en su prolífica obra una vasta iconografía del cuerpo como espacio sexual. En las diversas técnica empleadas, dibujos, grabados y pinturas –aunque Leonel Góngora es ante todo un dibujante–, la figura humana es nutrida con un impulso lascivo que determina, a su vez, sus alteraciones al nivel formal: los ojos, las manos, las uñas, los senos, el pelo, cobran una posición privilegiada dentro de la composición, convirtiéndose en signos de una sensualidad e incluso de un morbo exacerbados. Los enfoques y posturas complicadas y, por sobre todo, la aparente conciencia que los personajes tienen de ser vistos –siempre al menos uno de los personajes dirige su mirada al exterior de la escena– son aspectos que ensanchan el erotismo de estas escenas.
Leonel Góngora. Mujer asiria en coito con búlgaro plebeyo, 1985. Lápiz sobre papel, 17 x 27 cm
Luciano Jaramillo. Cocktail, 1981. Pastel sobre papel, 100 x 68 cm Luciano Jaramillo (Manizales, 1938 - Bogotá, 1984) apareció en la escena del arte colombiano a finales de los cincuenta, en el instante mismo en que el país veía crecer la obra de pintores que, desde la figuración, la dotaron con inagotable fuerza expresiva, rebasando sus búsquedas tradicionales y planteando la pintura como una realidad diferente: el espacio en que lo real se desnuda a través de la visión subjetiva. En Coktail, Jaramillo define la composición mediante un fuerte contraste entre la zona superior del cuadro, casi vacía, y la zona inferior absolutamente cargada, donde la figura del hombre se concreta en un dibujo de línea pertinaz, que forma a la vez que desconfigura. Un haz de luz, que parece provenir de la figura femenina del fondo, conecta los dos espacios al prolongarse hasta la copa del hombre. Esta luz resulta tan densa como el resto de la composición, debido al paroxismo típico en el trazo de Jaramillo, que convierte sus imágenes en comentario mordaz sobre lo observado.
Luciano Jaramillo. Cocktail, 1981. Pastel sobre papel, 100 x 68 cm
Diego Mazuera. Marcando el paso, 1996. Óleo sobre lienzo, 54 x 65 cm Diego Mazuera (Bogotá, 1950) presenta una pintura matérica, de estructura fuerte, casi arquitectónica. En esta obra, la escena se desenvuelve en una suerte de espacio figurado, determinado a través de planos amplios de color. La iluminación del cuadro se torna dura por el tipo rígido de sombra que el joven proyecta en el suelo. La tensión es generada por la fuerte referencia al espectáculo, pese a que no existe en la imagen referencia a ningún tipo de público. El personaje no actúa para ser visto; en sus brazos reposan dos animales dibujados esquemáticamente. La imagen parece estar llena de recovecos metafóricos que cambian bruscamente de dirección por la presencia de elementos como la mesa de plancha, en el extremo derecho. Así, nos encontramos frente a un espacio reflejo de espacios mentales del artista, situación en la que cualquier pregunta por el sentido del cuadro, es una pregunta por el otro, un misterio sobre la naturaleza del artista que lo originó.
Diego Mazuera. Marcando el paso, 1996. Óleo sobre lienzo, 54 x 65 cm
Yolanda Mesa. Matrimonio, 1988. Litografía, 70 x 50 cm Las imágenes de Yolanda Mesa (Medellín, 1953) son “superficiales”, de colores planos y brillantes, alternados con un dibujo lineal y ligero, que no aspira a comprender la realidad material del objeto representado. Esto, que podría sonar a inconsistencia, es aquí totalmente consecuente. Sus imágenes condensan la visión crítica de una sociedad donde nociones como felicidad o amor, son absorbidas por clichés que empobrecen el lenguaje, los gestos y aun las expectativas del individuo. En Matrimonio, una pareja que se abraza, feliz en apariencia, la inclusión de las figuras de otra mujer y otro hombre, desmonta la narrativa inicial y reitera la crítica a los lugares comunes sobre ideales de vida, no por la dificultad de construirlos sino por la condición ficticia que los sustenta. Mesa usa elementos del lenguaje fotográfico, que le permiten acercarse más a la ficción. Tal grado de ficción y frivolidad encuentra explicación cuando afirma “mi trabajo es como un gran set de teatro”.
Yolanda Mesa. Matrimonio, 1988. Litografía, 70 x 50 cm
Elsa Zambrano. El hábito 2, 1999. Acrílico sobre lienzo, 146 x 114 cm En las pinturas de Elsa Zambrano (Bogotá, 1951) nos enfrentamos a una poética del ocultamiento, a una revaloración de lo omitido: la base, la espalda, la planta. En El hábito 2 recurre a un tema común desde que el espíritu moderno se tomó por asalto el mundo de la representación: desde el barroco hasta el siglo xx, desde Rembrandt y Velázquez hasta Pollock, el artista ha abierto espacios para insertar dentro de la lógica de la representación, un estudio del propio acto creativo. En este caso, Zambrano presenta la labor artística de manera escueta, como resultado de la disciplina, no de la genialidad. La composición es poco usual; presenta en primer plano al personaje de espaldas, mientras dibuja sobre un plano azul, que no brinda elementos de interpretación. El cuadro, es evidente, oculta más información de la que revela, dejando como única certeza la íntima relación entre ese sujeto y la superficie, relación definida en el espacio vacío en que se desenvuelve la acción artística.
Elsa Zambrano. El hábito 2, 1999. Acrílico sobre lienzo, 146 x 114 cm
Lorenzo Jaramillo. Danzantes (tríptico), 1988-90. Óleo sobre cartulina, 110 x 225 cm Los cuadros de Lorenzo Jaramillo (Hamburgo, Alemania, 1955 - Bogotá, 1992) son un complejo ejercicio de reconocimiento de la condición humana, enunciado a través del color y la plasticidad en el manejo de la figura. Jaramillo concretó su producción respondiendo a una especie de orden constelar, en el que su impulso creativo se ceñía a un conjunto de series que fue alimentando a través de los años. Varias de estas series abocan aspectos de la vida nocturna, bares, fiestas, en los que la compleja naturaleza humana tiende a escenificarse y a dilatarse. Danzantes se relaciona con este tipo de imágenes. Uno de los elementos fundamentales de Jaramillo es el color, que juega un papel estructural en la composición. Danzantes exhibe una amplia paleta de colores ácidos y saturados que contrastan con zonas oscuras y cargadas. En realidad, figura y color son indisolubles en sus imágenes: la distinción entre pintura y dibujo se suprime en una función de densificación y expansión del gesto expresivo.
Lorenzo Jaramillo. Danzantes (tríptico), 1988-90. Óleo sobre cartulina, 110 x 225 cm Los cuadros de Lorenzo Jaramillo (Hamburgo, Alemania, 1955 - Bogotá, 1992) son un complejo ejercicio de reconocimiento de la condición humana, enunciado a través del color y la plasticidad en el manejo de la figura. Jaramillo concretó su producción respondiendo a una especie de orden constelar, en el que su impulso creativo se ceñía a un conjunto de series que fue alimentando a través de los años. Varias de estas series abocan aspectos de la vida nocturna, bares, fiestas, en los que la compleja naturaleza humana tiende a escenificarse y a dilatarse. Danzantes se relaciona con este tipo de imágenes. Uno de los elementos fundamentales de Jaramillo es el color, que juega un papel estructural en la composición. Danzantes exhibe una amplia paleta de colores ácidos y saturados que contrastan con zonas oscuras y cargadas. En realidad, figura y color son indisolubles en sus imágenes: la distinción entre pintura y dibujo se suprime en una función de densificación y expansión del gesto expresivo.
Lorenzo Jaramillo. Danzantes (tríptico), 1988-90. Óleo sobre cartulina, 110 x 225 cm Los cuadros de Lorenzo Jaramillo (Hamburgo, Alemania, 1955 - Bogotá, 1992) son un complejo ejercicio de reconocimiento de la condición humana, enunciado a través del color y la plasticidad en el manejo de la figura. Jaramillo concretó su producción respondiendo a una especie de orden constelar, en el que su impulso creativo se ceñía a un conjunto de series que fue alimentando a través de los años. Varias de estas series abocan aspectos de la vida nocturna, bares, fiestas, en los que la compleja naturaleza humana tiende a escenificarse y a dilatarse. Danzantes se relaciona con este tipo de imágenes. Uno de los elementos fundamentales de Jaramillo es el color, que juega un papel estructural en la composición. Danzantes exhibe una amplia paleta de colores ácidos y saturados que contrastan con zonas oscuras y cargadas. En realidad, figura y color son indisolubles en sus imágenes: la distinción entre pintura y dibujo se suprime en una función de densificación y expansión del gesto expresivo.
Lorenzo Jaramillo. Danzantes (tríptico), 1988-90. Óleo sobre cartulina, 110 x 225 cm
Jaime Castellanos. Sin título, 1990. Óleo sobre lienzo, 61 x 50 cm En las pinturas de Jaime Castellanos (Bogotá, 1956) el pigmento parece convertirse en el soporte expresivo primordial de la composición. Las imágenes presentan la yuxtaposición de nociones pictóricas y es allí donde el observador puede buscar el sentido latente en ellas. El color de sus obras, que parece provenir de sistemas de comprensión divergentes, se aglutina en un espacio netamente pictórico, cerrado en su propia condición material. En esta obra, el azul, el blanco y los violetas de la figura, parecen resultado de una operación diferente a la del tratamiento del fondo, definido por colores ricos en matices. A pesar de su densidad, la figura se funde con el fondo, emergiendo como hecho concreto en sus lugares más determinados y como simple espectro hacia sus límites. El elemento central parece denunciar valores, más que objetos. Verticalidad, solidez, aplomo se relacionan con la figura a través de una sutil estructura del deseo: la mirada, el gesto de la mano.
Jaime Castellanos. Sin título, 1990. Óleo sobre lienzo, 61 x 50 cm
Vicky Neumann. Dulces sueños Charlotte, 1987. Óleo sobre lienzo, 65 x 81 cm Después de experimentar con una pintura ligada al expresionismo abstracto, Vicky Neumann (Barranquilla, 1963) retornó a la figuración, sin olvidar jamás aquel aprendizaje. De ahí la espontaneidad desbordante de sus obras, conformadas con total libertad de nociones compositivas cerradas y polares como verticalidad/horizontalidad, fondo/figura, forma/materia, opacidad/transparencia. Neumann aborda la creación pictórica con la misma horizontalidad y corporeidad con que lo harían Tapies o Pollok, sin negarse a dejar aparecer referencias figurativas. Por eso, en sus pinturas color, forma, materia hacen parte de una misma categoría. Estos elementos devienen en un medio expresivo unificado que se expande orgánicamente por todo el plano pictórico y son, a la vez, huella y prótesis; de modo que al enfrentarnos a su pintura, no sólo estamos frente a su mirada sino que somos interpelados, en cierto modo, por su cuerpo franco y vital.
Vicky Neumann. Dulces sueños Charlotte, 1987. Óleo sobre lienzo, 65 x 81 cm
Alberto Sojo. Vámonos, 2003. Óleo sobre papel, 75 x 73 x 5 cm La obra de Sojo (Barranquilla, 1956) se enraíza en el impulso global de la pintura en los ochenta. En Colombia, tal impulso tomó rumbos diversos, desde la abstracción concreta hasta la figuración neoexpresionista. Sojo, que se inserta en la segunda vertiente, empezó a construir su iconografía desde una perspectiva circunscrita a su entorno, pero desplazándolo hacia el lugar de la ficción. Allí, aborda temas tan tradicionales como la figura humana, pero desde perspectivas inusitadas. Sus cuadros poseen un movimiento exaltado por la incomodidad de los encuadres, la monumentalidad de las figuras y la vectorialidad de la pincelada. En esta obra, pese al salto hacia las tres dimensiones, no se puede afirmar que incursione en la escultura. Sojo es, ante todo, pintor. Aquí, trazo, color, composición, reiteran los valores pictóricos, fortalecidos por instrumentos compositivos como fragmentación y expresividad del movimiento pues, pese al espesor, la figura presenta un gesto suelto y sencillo.
Alberto Sojo. Vámonos, 2003. Óleo sobre papel, 75 x 73 x 5 cm
Carlos Salazar. Tella Brumangsia, 2003. Óleo sobre lienzo, 120 x 92 cm Carlos Salazar (Bogotá, 1957) ha desarrollado su obra en el campo de una figuración que se desplaza constantemente entre los espacios de lo onírico, lo real y lo ficticio. A pesar de su representación realista de la figura femenina, sus cuadros están cargados con elementos bizarros, alternados con zonas de trabajo netamente pictórico. En Tella Brumangsia la figura central es una mujer, representada de modo veraz. Sin embargo, el atuendo ciertamente particular, la importancia que cobran los accesorios y, sobre todo, la ausencia de naturalidad en su postura, hacen que la escena resulte extraña y empiece a tocar territorios ajenos al de lo real. La composición bastante saturada de la figura se recarga con el color brillante de la pared y la configuración geométrica del piso. No obstante, la mirada de la mujer dirige la del espectador hacia el elemento más sencillo de la composición: las dos flores que sostiene en su mano derecha.
Carlos Salazar. Tella Brumangsia, 2003. Óleo sobre lienzo, 120 x 92 cm
Bibiana Vélez. Dificultad inicial, 1988. Acrílico sobre lienzo (díptico), 150 x 120 cm En Dificultad inicial, Bibiana Vélez (Cartagena, 1956) realiza un interesante ejercicio en que traspone de manera directa el proceso por el cual se erige la representación, al territorio de la representación misma. La artista aparece en la zona inferior, registrada en el acto mismo de pintarlo. Su cuerpo es representado desde su propio ángulo de visión, de modo que el cuello y la cabeza son omitidos en el cuadro, por no poder ser vistos. Esto denota el carácter auto-reflexivo de la imagen, en la que la artista se presenta, no como pintora, sino como sujeto de la pintura. Resulta interesante la composición curva del paisaje que parece cerrarse en torno a ella. También el modo en que su cuerpo resulta envuelto en el espacio de la representación, eliminando la distancia entre el espacio de quien pinta y el de lo pintado. Los colores dan al cuadro una temperatura cálida y la referencia al espacio tropical puede interpretarse como otro elemento auto-referencial en la imagen.
Bibiana Vélez. Dificultad inicial, 1988. Acrílico sobre lienzo (díptico), 150 x 120 cm
Nadín Ospina. Ídolo con muñeca y cincel, 1999. Piedra, 31 x 17 x 14 cm La obra de Nadín Ospina (Bogotá,1960) es una de las propuestas más críticas e incisivas realizadas en Colombia alrededor de tópicos como la identidad nacional y la importancia de los íconos que de manera simultánea la contienen y la configuran. En ella, Ospina realiza un ejercicio de yuxtaposición de íconos de culturas colombianas prehispánicas con íconos de la cultura de masas. El resultado parece ser la encarnación de una violenta penetración de un elemento en el otro, imagen desconcertante que desconoce la naturaleza de los dos factores en relación. En Ídolo con muñeca y cincel, encontramos una fusión entre un monumento propio de la cultura San Agustín y el famoso ratón Miguelito de Walt Disney. El resultado es a la vez perturbador y ridículo, pero totalmente unificado: ambos elementos parecen haberse fusionado de manera irremediable. La obra de Nadín Ospina se cierra sobre sí, entonces, convirtiéndose en una especie de ícono de la actual nacionalidad colombiana.
Nadín Ospina. Ídolo con muñeca y cincel, 1999. Piedra, 31 x 17 x 14 cm
Rodrigo Facundo. Sin título, 2002. Técnica mixta sobre madera, 30 x 24 cm La obra de Rodrigo Facundo (Ibagué, Tolima, 1958) ha desarrollado una suerte de estudio iconográfico sobre la violencia. Sus trabajos perfilan el proceso en que la imagen, el gesto, el objeto, devienen en símbolos de violencia, pero que, al invadir así sistemáticamente los escenarios del imaginario de nuestra sociedad (noticieros, periódicos, arte, etc.), se neutralizan o debilitan su potencial semiótico. Facundo recoge tales elementos dentro de su obra, interrumpiendo su ciclo de degradación y dotándolos de nuevo con la plasticidad y distancia necesarias para regenerar su estatus semiológico. Esta obra recuerda los íconos religiosos, pero el centro es una mano que hace un gesto, que es a la vez símbolo, pero que cambia de significado según el contexto en que se emplee. Este aislamiento del gesto implica una abstracción por parte del espectador, quien deberá dotarlo de sentido subjetivamente. Se revelarán, entonces, las estructuras simbólicas intrínsecas a su educación y entorno.
Rodrigo Facundo. Sin título, 2002. Técnica mixta sobre madera, 30 x 24 cm
Lucas Ospina. Sin título, 1995. Acuarela sobre papel, 35 x 25 cm Lucas Ospina ( Bogotá, 1971) ha abordado la historia del arte en Colombia desde sus “no lugares”, a través del simulacro y la invención de hitos en el ámbito de su plástica. Negándose a entrar en dinámicas unidireccionales de evolución de las artes en nuestro país, Ospina transita en el rodeo, en la perífrasis y, desde allí, realiza una obra en que cuestiona nociones como la originalidad de la obra de arte o la necesidad de la construcción de estilos individuales. Su obra es consecuente con el pensamiento que afirma el valor de la actividad artística que todos desarrollamos, así no produzcamos obras de arte. Por ello, pese a su mordacidad, sus obras nos brindan un espacio abierto para el deleite y la reflexión. En este trabajo hay economía de elementos. El dibujo y la mancha se extienden con desenfado sobre el papel, que se convierte en elemento activo de la composición, configurando una imagen etérea, pero plena de espacios aptos a la contemplación.
Lucas Ospina. Sin título, 1995. Acuarela sobre papel, 35 x 25 cm
José Horacio Martínez. El público (panel izquierdo), 1999. Técnica mixta sobre lienzo, 34 x 60,5 cm cada uno José Horacio Martínez (Buga, 1961) ha trabajado dos puntos de interés en torno a la naturaleza de la imagen mediática. El primero, su contradicción inherente. Por ejemplo, las fotografías de un medio que, a pesar de aspirar a ser imágenes documentales y de ser aceptadas así por sus observadores, sólo muestran sucesos fragmentados. Y dado que el fragmento implica selección, estas imágenes no son objetivas ni documentales. El segundo es que, además de su fragmentación, estas imágenes devienen en una suerte de reflejos de la realidad: la representan pero no la contienen y pueden, incluso, velarla. A partir de estas nociones, Martínez elabora sus imágenes. Cuando una imagen es separada de su contexto y adquiere un carácter subjetivo, inicia un proceso de autoseñalamiento, no representa más un hecho político determinado sino que empieza a significarse a sí misma, revelando su carácter parcial, subjetivo y pleno de posibilidades.
José Horacio Martínez. El público (panel izquierdo), 1999. Técnica mixta sobre lienzo, 34 x 60,5 cm cada uno
Cristina Llano. Sin título, sf. Óleo sobre lienzo, 132 x 112 cm En las obras de Cristina Llano (Cali, 1955) el plano es como el receptáculo de una emoción que se desborda y cobra forma en términos de color y pincelada. El significado profundo de sus imágenes no reside en la composición, los personajes, el espacio o el color, sino en el acto mismo que las ha fundado. Por todo ello, sus pinturas poseen una riqueza gestual evidente en cada acto que las conforma: la pincelada, el color, la relación entre figuras. En esta obra, cada elemento es explotado como soporte expresivo. El plano, dividido en tres espacios mediante franjas de color, expresa esa relación irreconciliable entre dos sujetos que se niegan a separarse con tanto ímpetu como el de la fuerza que impide su aproximación. Un elemento interesante de la obra es la exterioridad de los puntos de tensión, que parecen llamar, desde el espacio ajeno al plano pictórico, a cada uno de los elementos, a cada una de las pinceladas a desbordarse, en gesto que recuerda el acto que los creó.C
Cristina Llano. Sin título, sf. Óleo sobre lienzo, 132 x 112 cm
José Antonio Suárez Londoño. Sin título, 2000. Litografía sobre piedra, 38 x 26 cm La obra de José Antonio Suárez Londoño (Medellín, 1955) se extiende de manera paulatina, con la sencillez del gesto de quien da un paso más mientras camina. Sus dibujos y estampas parecen surgir como por encantamiento. Ahí, en el lugar donde la mirada se queda suspendida, se iniciará el desplazamiento que acabará en un nuevo territorio, sobre el papel. De este modo, Suárez va escribiendo, sin mayores pretensiones, con la paciencia y el preciosismo que implica la labor del calígrafo, un diario de la mirada, un diario que contiene en su extensa dimensión la imagen de un mundo transpuesto por la percepción y voluntad creativa de un sujeto. Así, cada imagen realizada por José Antonio Suárez posee la espontaneidad y sencillez del boceto, así como la complejidad y riqueza de una obra que solo encuentra su final en la siguiente, y en la siguiente.
José Antonio Suárez Londoño. Sin título, 2000. Litografía sobre piedra, 38 x 26 cm
Texto de: Sylvia Juliana Suárez
Andrés de Santa María (1860 - 1945) introdujo una ruptura en las convenciones artísticas colombianas. Formado en Europa, fue quien primero concibió la pintura como medio para crear un lenguaje expresivo personal. En su época de madurez, sin desdeñar los temas tradicionales, consolidó una técnica singular caracterizada por la aplicación de los pigmentos mediante espátulas o incluso sus propios dedos. Las manos de Santa María, tanto en los retratos o en las escenas religiosas, son más bien gestos pictóricos antes que extremidades sometidas a un detallado estudio anatómico. Sabemos que son manos porque tienen cinco dedos y provienen de un brazo, pero nada en ellas recuerda ya las relamidas manos de Garay ni las de Acevedo Bernal.
La tradición neoclásica encuentra en Marco Tobón Mejía (1876 - 1933) al más importante cultivador. En mármoles como El silencio, la mujer cubre sus pechos desnudos entrecruzando los brazos y apoyando cada mano en el hombro. Se trata aquí de establecer una alegoría: ante la muerte, solo cabe guardar silencio, tal como lo hace esta suerte de ángel desnudo de la belleza. El óleo de Eladio Vélez (1897 - 1967) titulado Marco Tobón Mejía modelando una medalla (1931) constituye un sentido homenaje al escultor antioqueño, a quien vemos de perfil, concentrado en la elaboración de una pieza en su estudio en Francia.
Dotados de conocimientos académicos, acogidos al gusto españolizante del momento y nostálgicos por las costumbres nacionales que los pintores y escritores decimonónicos popularizaron, los neocostumbristas de la generación del Centenario eligen personajes típicos, dispuestos en coloridas escenas de mercado que glorifican los frutos de la tierra, o componen artificiosas escenas protagonizadas por damas bogotanas ataviadas con mantilla o pañolón. Coriolano Leudo (1866 - 1957), Eugenio Zerda (1878 - 1945) y Miguel Díaz Vargas (1886 - 1956), ejemplifican bien estas inclinaciones del gusto dominante, prolongadas posteriormente por Ricardo Gómez Campuzano (1893 - 1981) como pintor de retratos, escenas de costumbres y paisajes.
A medio camino entre el costumbrismo, la academia y el modernisno, Francisco Antonio Cano (1865 - 1935) creó la obra emblemática de la colonización antioqueña. Horizontes (1913) no sólo es un reflejo de la pugna entre el hacha y el papel sellado, sino que es una pieza maestra en cuanto a su concepción estructural basada en la proporción áurea. Una familia de colonizadores, integrada por el padre, la madre y un pequeño hijo, hacen un alto en el camino. El hombre, con mirada avizora y gesto esperanzador, alarga el brazo izquierdo para señalar el rumbo, como conjurando el futuro totalmente incierto que les aguarda. El gesto de su mano es una réplica de la mano del Creador dándole vida a Adán en la célebre escena de la Capilla Sixtina de Miguel Ángel. Este detalle particular resulta muy significativo porque representa al colonizador como creador de su destino, alimentado por una esperanza que lo mueve a conquistar tierras para fundar una nueva estirpe.
Las manos pintadas por los artistas nacionalistas, quienes a partir de la década de los treinta reaccionaron contra el neocostumbrismo y la academia, son de preferencia las de los trabajadores de la tierra, las minas o las fábricas. Ramón Barba (1894 - 1964) uno de los escultores más destacados del grupo de Los Bachués, presta especial énfasis a los rasgos humanos y a las manos, elaboradas con gran realismo anatómico en sus piezas de madera. Las barequeras de Pedro Nel Gómez (1899 -1984), agarran por igual a sus hijos y a la batea para lavar el oro de los ríos, mientras los mineros beben o lloran al compañero muerto. Pero en sus obras también hay manos que enarbolan pancartas de protesta social, manos de niños hambrientos, o manos que cargan los cadáveres de la injusticia, mientras que las manos de los poderosos señalan los mapas de la república, repartiéndose los recursos naturales. Las tallas de escultores como José Domingo Rodríguez (1895 - 1968), no dudan en alterar las proporciones para enfatizar el principal apéndice del cuerpo con el que los hombres transforman la naturaleza y crean riqueza. Los lanceros de Rodrigo Arenas Betancourt (1919 - 1995) en el homenaje a los aguerridos luchadores de la independencia de España, esgrimen sus armas contra el enemigo, como poseídos por el fuego de la libertad.
En contraposición a esta amplia gama de manos, curtidas en la lucha diaria por la subsistencia o en la defensa de convicciones, se encuentran las obras de Gonzalo Ariza (1912 - 1995), y las modernistas y estilizadas, debidas a Sergio Trujillo Magnenat (1911 - 1999) y a Carolina Cárdenas (1903 - 1936), influenciadas por el art déco, la velocidad y el progreso tecnológico. En ellas se dibujan los nuevos ideales de la belleza femenina, en un siglo marcado ya por el vertiginoso progreso, los movimientos de cambio y las incertidumbres. Las manos de los característicos personajes femeninos de Ignacio Gómez Jaramillo (1910 - 1970), están diseñadas por una racionalidad que parece querer refrenar la sensualidad de esos voluptuosos cuerpos.
Débora Arango (1907) captó con ironía un ritual religioso vinculado a las manos. En La procesión (1941), una mujer de vida alegre, de largos dedos y uñas rojas, se inclina para besar la mano del arzobispo en medio del desfile. Esa suerte de juego de manos que ocupa el centro de la acuarela, enfrenta la mano grande de la prohibición religiosa, con la delicada y desafiante de la sensualidad femenina. Sabemos que no se trata de la representación de un gesto piadoso sino de un irónico cuestionamiento del culto casi mitológico a los todopoderosos representantes de Dios en la tierra. En otras imágenes suyas, sobresalen las grandes manos naturalistas de los desnudos femeninos frontales, que se presentan con su cruda y hermosa verdad, pero también están esas garras o garfios con que dota a los protagonistas de las pinturas de denuncia social y sátira política, en las que representa la muerte, la ignominia o la codicia de los poderosos. La mano ensangrentada impresa en la pared de uno de los vagones del Tren de la muerte (ca. 1948), parece ser la trágica versión contemporánea de aquella mano prehispánica estampada en una pared rocosa.
Eco de las manos picassianas de Guernica se encuentra en Masacre 10 de abril (1948) de Alejandro Obregón (1920 - 1992), cuadro en el que los fragmentos de cuerpos mutilados delatan la violencia desatada con motivo del asesinato del líder Jorge Eliécer Gaitán. Aquí las manos empuñadas han sido desmembradas y no pertenecen a ningún cuerpo; de proporciones alteradas, expresan dolor, rabia, indignación e impotencia ante la barbarie. Al año siguiente, un joven pintor de Medellín llamado Fernando Botero (1932), pintó Mujer llorando (1949), acuarela en la que una figura femenina desnuda, agobiada por la pena, se aferra a su propio cuerpo y cubre su rostro con una mano descomunal. Esta viva estampa del dolor y el padecimiento, más parece esculpida que pintada, debido a la ardorosa exaltación de los volúmenes. Aunque ha sido interpretada como reflejo de la violencia de la época, en realidad esta imagen fundadora alude al episodio autobiográfico del duelo materno.
Las manos de las pinturas, dibujos y esculturas de Enrique Grau (1920), son regordetas y sensuales; sirven para apoyar una cabeza femenina que sueña, sostienen un antiguo teléfono o un collar de perlas, llevan flores, señalan o gesticulan en medio de atmósferas nostálgicas o teatrales. Dueñas de un aire despreocupado, alegre y mundano, están totalmente desentendidas de las tragedias cotidianas o los grandes conflictos históricos. En contraposición, las manos desechas de La horrible mujer castigadora (1965) de Norman Mejía (1938), uno de los más sobresalientes representantes de la nueva figuración expresionista que emergió en contradicción al auge del arte abstracto de la década de 1950 y 1960, están como disueltas en la descarnada materialización de la tragedia, confundidas con vísceras, piel desollada y cuerpo martirizado. Están hechas de manchas, chorreaduras, golpes de pincel, gestos e improperios pictóricos; de acuerdo con Marta Traba, esta pintura “asesta un estupendo golpe a la mentalidad colombiana mantenida con un pie en la alegoría y otro en la hipérbole”.
En El delirio de las monjas muertas (1973 - 1974), la magistral serie de grabados de Juan Antonio Roda (1921 - 2003), las manos cumplen un papel fundamental en medio de un clima onírico que vincula el misterio de lo sagrado con lo erótico. Una mano que se desprende de un guante, parece aludir al desnudamiento; una mano con un estilete marca un punto neurálgico en el delirio; una palma abierta se entrelaza a otra mano, atravesada por la línea de la muerte; los dedos y las plumas parecen convertirse en metáforas del tacto, como lo son de la mirada esas manos que llevan ojos. La serie se cierra con la que podría ser la mano de una parca que sostiene el tenue hilo de la vida, mientras unas terribles tijeras de tres cuchillas se aprestan a cortarlo desde la sombra.
Los artistas políticos representaron figuras en las que las manos, o su ausencia, cumplen un papel expresivo muy elocuente, creando un clima de violento dramatismo. Manos al cuello o a la cabeza, manos cercenadas, manos atadas, manos agarrotadas, retorcidas o contrahechas, constituyen, como en el caso del arte colonial, un amplio repertorio gramatical para decir los horrores de la violencia, la tortura y la represión. No menos importante, pero con una función diferente, es el lenguaje de las manos en la obra de Luis Caballero (1943 - 1995). Crispadas, en trance de dolor o placer, las manos que dibujó o pintó son dueñas de un gran poder para revelar sentimientos interiores que pasan por el cuerpo, el que sumido en un éxtasis agónico, oscila entre Eros y Tanatos.Jim Amaral (1933) y Leonel Góngora (1932 - 1999) han recurrido también a las manos dentro de su innovadora figuración personal. En el caso de Amaral, en la serie que produjo en la década de los setenta, las manos y dedos hacen parte de un complejo repertorio de jeroglíficos alusivos al sexo, la memoria, el tacto y el cuerpo, que de manera inesperada se metamorfosean unos en otros con gran imaginación, como siguiendo una secreta lógica inconsciente. En el caso de Góngora, los largos y flexibles dedos de sus personajes inauditos, contribuyen a fijar un clima enrarecido de pasiones desbordadas, que parece apelar a ocultas e inconfesables fantasías.
Basada en una fotografía de una noticia sobre el suicidio de dos enamorados, Beatriz González (1938) pintó tres variaciones tituladas Los suicidas del Sisga (1966), una de las más significativas imágenes modernas del arte colombiano. De medio cuerpo, vemos a la sencilla pareja que se hizo retratar momentos antes de quitarse la vida por mutuo acuerdo. Un rictus indefinible recorre los rostros por última vez, mientras en el centro geométrico de la composición, la mano derecha de ella se anuda para siempre a la mano izquierda de él. Los dedos se juntan como prolongándose los unos en los otros, mientras sostienen un ramillete de flores, y de esta manera, queda sellada para siempre la unión de la pareja más allá de la muerte. En etapas posteriores de su trabajo, las manos adquieren un papel protagónico, particularmente en las series denominadas Las Delicias (1997) y Dolores (2001), alusivas a las masacres de pobladores rurales. En estas pinturas, las manos cubren el rostro de madres horrorizadas ante la magnitud de una tragedia que es mejor no mirar.
Los artistas primitivos producen imágenes ingenuas bajo la urgencia expresiva de plasmar un mundo ajeno a la preceptiva académica y al gusto culto. Proporciones caprichosas, dibujo agreste, colores encendidos y composiciones dictadas por la necesidad, caracterizan estas piezas que comenzaron a ser valoradas como auténticas expresiones artísticas en la década de los sesenta. En el extremo opuesto del arte primitivo está la abstracción, que aunque no representa formas basadas directamente en la realidad, es una tendencia en la que la mano del artista cumple una tarea fundamental. Bien sea en el caso del informalismo, del expresionismo abstracto o de la abstracción geométrica, el gesto espontáneo, el grafismo, la mancha ocasionada por el azar o por un sentimiento súbito, así como la rigurosa construcción racional, dependen fundamentalmente de la mano del pintor o del escultor, que como instrumento de creación, traduce en la materia emociones o raciocinios cromáticos.
Tal vez la mano más poderosa del arte colombiano es Mano izquierda (sf) de Botero, monumental escultura en bronce que glorifica la más potente de las articulaciones humanas. Si bien como todas las manos, ésta también “comienza en la muñeca y fenece donde terminan los dedos”, según definición del Diccionario de Autoridades del siglo xviii, la versión de Botero se constituye en sí misma como un cuerpo completo y autosuficiente, que para existir no requiere de nada más que su propio volumen expandido. Se trata de un sensible homenaje a la mano humana, principio de todas las cosas.
La figuración de Juan Cárdenas (1939), caracterizada por una poética de la objetividad, tiene como personaje central la imagen del propio artista. Para Cárdenas como pintor y excelente dibujante, las manos están hechas por sutiles toques de luz o incluso por manchas que sugieren ese dudoso equilibrio entre realidad y representación que tanto lo obsesiona. En la figuración hiperrealista de Darío Morales (1944 - 1989), los desnudos femeninos con frecuencia ocultan sus manos detrás del cuello o la cabeza, enfatizando la corporeidad y los atributos de las modelos.
En los ensamblajes tridimensionales que Bernardo Salcedo (1939) realizó en la década de los setenta, una anatomía dislocada se integra a recipientes como cajas o maletas, para constituir, con vocación arquitectónica, una extraña metáfora poética que, con humor paradojal, inteligencia y fantasía, consigue desacomodar las convenciones del espectador y refleja, según Marta Traba, el “absurdo nacional”. El interés de Saturnino Ramírez (1946 - 2002) por la vida urbana y sus seres anónimos se manifiesta en los bares y la vida nocturna, en la que personajes oscuros están absortos en un juego de billar, sostienen los tacos, arreglan las bolas, calculan el juego, fuman, beben y entretienen la soledad. María de la Paz Jaramillo (1948) plantea con argumentos fundados en un cromatismo exaltado y un dibujo deliberadamente antiacadémico, el mundo de la música caribeña; las manos son manchas en relación rítmica con los demás colores del cuadro.
Tras las exploraciones conceptuales y abstractas, que suprimieron de las representaciones de vanguardia al cuerpo humano, el resurgimiento de la representación en la década de los ochenta trajo un renovado interés por la figura humana. La fragmentación, el subjetivismo nutrido por la tradición, la reactualización de movimientos como el expresionismo y la fusión ecléctica de estilos y técnicas, caracteriza los desarrollos recientes. Particularmente destacado es el trabajo pictórico de Lorenzo Jaramillo (1955 - 1992); en sus dibujos, unas cuantas líneas gruesas y nerviosas sirven para indicar manos ansiosas o convulsas, como se aprecia en la Suite de las muchachas extravagantes (1985), mientras que en sus pinturas de abigarrado colorido y personajes deformados, las manos adquieren una fuerza inusitada, particularmente en la serie Óleos negros (1979 - 1981). Las nuevas generaciones de artistas presentan la anatomía humana con libertad e imaginación dentro de tendencias contemporáneas como el neoexpresionismo, o bien como parte de los simbolismos subjetivos a los que recurren para plasmar complejas mitologías privadas que alimentan con referencias culturales de diversa procedencia.
#AmorPorColombia
Manos modernas
Andrea Echeverri. El poder de la flor (detalle), 1996. Cerámica esmaltada, 38 x 10 x 10 cm
Andrés de Santa María. La anunciación, 1922-1934. Óleo sobre lienzo, 131 x 172 cm Andrés de Santa María es considerado el precursor del arte moderno en el país. Sus óleos poseen una expresividad apasionantes, gracias a la sabia composición cromática y a la densidad única de sus empastes. En temas religiosos como éste, conjuga todos los rasgos de su pintura para conseguir una imagen realmente sobrecogedora. En La anunciación, la materia de las figuras y el espacio circundante parecen confundirse, como si emergieran uno del otro simultáneamente, dando una dimensión inquietante a la escena. A su vez, el gran contraste entre los trajes oscuros de los personajes y el rojo vibrante del fondo otorga fuerza a la composición. Los gestos son reflejo de una conmoción profunda y las miradas del ángel y la Virgen, que no llegan a tocarse, reiteran el carácter místico del encuentro. En cada una de las figuras se concentra una potencialidad expresiva propia y, al final, lo único visible es la pintura, es decir, la voluntad creadora de Santa María.
Andrés de Santa María. La anunciación, 1922-1934. Óleo sobre lienzo, 131 x 172 cm
Marco Tobón Mejía. Silencio, ca. 1916. Escultura en mármol, 106 x 76,5 x 88,8 cm Obra encargada a Marco Tobón Mejía (Antioquia, 1876 - París, 1933) como motivo central de una fuente. Se evidencia la influencia del neoclasicismo francés en la idealización de la figura humana y el tratamiento de los materiales. Sin embargo, en uno de sus viajes a Europa conoció a Rodin y trabajó en su taller. A partir de allí, su obra buscó presentar mayor emotividad. En Silencio, Tobón Mejía aborda la presentación de emociones sencillas, más emparentadas con la introversión que con la emocionalidad desbordante. La posición y la expresión de la figura reflejan el estado anímico de la mujer. Su actitud recogida, ausente, sus formas suaves y cadenciosas, logran un efecto dramático. Es más, por el modo en que Tobón ha resuelto la figura, nos encontramos con la encarnación de una condición primigenia del sujeto, más que con el estado de la mujer específica. Su figura, completamente absorta, parece recorrer la trama de su propio ser que se cierra, así como su cuerpo, a cualquier asunto externo.
Marco Tobón Mejía. Silencio, ca. 1916. Escultura en mármol, 106 x 76,5 x 88,8 cm
Roberto Henao Buriticá. La Rebeca, 1928. Escultura en mármol, 160 x 95 x 95 cm Rebeca es una de las contadas esculturas no conmemorativas que embellecen a Bogotá. Su imagen se inspiró en el personaje bíblico, la esposa de Isaac, quien se reveló como la elegida al ofrecerle agua al sirviente de Abraham. En esta obra, de corte neoclásico, la naturaleza del mármol queda oculta tras la forma idealizada y equilibrada de la figura, cuya desnudez se cierra, calladamente, en la posición adoptada para recoger el agua. Posición encantadora por el proceso de ocultamiento que implica. Ni siquiera recorriéndola cabalmente, puede el espectador sentir que ha visto la suma del conjunto a plenitud. Concluida en 1926, Rebeca fue ubicada en el Parque del Centenario y años más tarde trasladada a su sitio actual –una pequeña placita entre las carreras décima y trece–, debido a trabajos de remodelación urbana. La escultura, atribuida a Roberto Henao Buriticá (Pereira, 1898- 1964), fue restaurada recientemente, debido al deterioro sufrido con el tiempo.
Roberto Henao Buriticá. La Rebeca, 1928. Escultura en mármol, 160 x 95 x 95 cm
Ricardo Gómez Campuzano. Paz Flórez de Serpa, 1920. Óleo sobre lienzo, 81 x 59 cm Muy joven aún, el pintor Ricardo Gómez Campuzano (Bogotá, 1893 - Bogotá, 1981) conoció a la poetisa y periodista Paz Flórez de Serpa. Aunque le hizo varios retratos, el que aquí aparece, pintado a los 23 años, es uno de los pocos que se conservan. La atmósfera melancólica del cuadro, de evidente influencia romántica, se corresponde bien con el tono de la obra de Flórez de Serpa, que publicó dos libros de poemas: Éxtasis de Santa Teresa y Santander tierra querida, en 1915 y 1925 respectivamente. En el retrato la poetisa sostiene con la mano una rosa sobre el pecho. La rosa fue, por excelencia, un motivo muy empleado en el periodo romántico. En este caso, el color rojo de la flor resalta sobre el fondo predominantemente oscuro del resto del cuadro, y crea tensión con el rojo brillante de los labios.
Ricardo Gómez Campuzano. Paz Flórez de Serpa, 1920. Óleo sobre lienzo, 81 x 59 cm
Coriolano Leudo. La mantilla bogotana, ca. 1917. Óleo sobre lienzo, 132 x 92 cm El pintor Coriolano Leudo (Bogotá, 1866 - Villeta, 1957) hizo estudios en la Academia de Bellas Artes de Bogotá y desde muy joven comenzó a publicar sus dibujos en la revista Cromos. Después de viajar por España y México, en donde trabajó por algunos años, regresó por un tiempo a Bogotá, donde se entusiasmó con el estudio del paisaje y las costumbres. De este periodo es La mantilla bogotana, en cuyo primer plano aparecen dos mujeres bien distintas: una señora de la alta sociedad capitalina y su anciana “sirvienta” que lleva en un canasto las frutas del mercado. Las mujeres van acompañadas por un perro y seguidas de cerca por un edecán. El detalle de las uñas sucias de la anciana, así como la fuerza con que aprecia que sostiene el pesado canasto, le dan cierta emotividad y realismo al conjunto, que por lo demás resulta más bien artificioso.
Coriolano Leudo. La mantilla bogotana, ca. 1917. Óleo sobre lienzo, 132 x 92 cm
Miguel Díaz Vargas. En el mercado, sf. Óleo sobre lienzo, 125 x 105 cm Díaz Vargas (Rionegro, 1818 - 1872) perteneció a la llamada “generación del centenario”, activa a partir de 1920, y congregada alrededor de la Academia de Bellas Artes de Bogotá. Adscrito al círculo oficial de artistas, fue profesor en Madrid por algunos años y luego, en Bogotá, ocupó varios cargos burocráticos. En el ejercicio de su oficio se dedicó a los cuadros de costumbres, retratos de campesinos y promeseros y, con gran aplicación, a las naturalezas muertas. En esta obra, con la que el artista alcanzó el primer lugar en el Salón Nacional de Artistas de 1944, todos estos motivos resultan evidentes. En el retrato de las dos mujeres campesinas, rodeadas por los productos de la cosecha, la mujer del primer plano sostiene, con la mano levantada, un trozo de sandía, cuyo color vivo establece un contraste con los demás elementos cromáticos, creando una tensión diagonal en la composición.
Miguel Díaz Vargas. En el mercado, sf. Óleo sobre lienzo, 125 x 105 cm
Eugenio Zerda. Camino al mercado, ca. 1926. Óleo sobre lienzo, 105 x 140 cm Eugenio Zerda (Bogotá, 1878 - 1945) fue alumno de Andrés de Santa María y realizó varios viajes a Europa, en donde se familiarizó con la técnica de los impresionistas, en especial con su particular manera de pintar la luz. Sin embargo, a su regreso a Colombia, Eugenio Zerda se empezó a interesar cada vez más en las estampas y motivos campesinos y rurales. Y fue en este campo donde demostró sus excelentes dotes como dibujante. Esta doble influencia se hace patente en esta obra, Camino al mercado, pintada con una particular técnica impresionista, aunque con un dibujo bien definido y algunos contrastes bastante fuertes de luz. Este tipo de visión idealizada del campesino, de su indumentaria y del paisaje mismo que lo rodea, constituye una constante identificable en la visión académica de la plástica de primera mitad del siglo xx en el país.
Eugenio Zerda. Camino al mercado, ca. 1926. Óleo sobre lienzo, 105 x 140 cm
Santiago Martínez Delgado. Interludio, ca. 1941. Óleo sobre lienzo, 190 x 140 cm Con un amplio espectro de técnicas, Santiago Martínez Delgado (Bogotá, 1906 - 1954) encaminó su talento artístico en diversas direcciones: ilustración, pintura mural, temas religiosos e históricos, vida cotidiana. Sin embargo, fue ante todo un dibujante. El interludio es un retrato de su madre y de su esposa donde resume las características básicas de su arte: estilización de las figuras, resultado de una línea firme y continua y la imponencia del gesto que las dota de un carácter fuerte e inquietante. La relación de las miradas de las dos mujeres produce una sensación de movimiento, que nos lleva desde el fondo de la pintura hasta el espacio del espectador, quien resulta interpelado por la mirada de la joven. El rojo intenso de su vestido se torna elemento dominante en la composición al generar fuerte contraste con la oscuridad del resto de la escena. Contraste que acentúa la oposición entre juventud y vejez, vivacidad e introspección, aparentemente el tema central del cuadro.
Santiago Martínez Delgado. Interludio, ca. 1941. Óleo sobre lienzo, 190 x 140 cm
Sergio Trujillo Magnenat. San Francisco, 1923. Óleo sobre lienzo, 120 x 39 cm Esta obra de Sergio Trujillo Magnenat, representa a san Francisco de Asis, que extiende unas manos gráciles, blancas y livianas en preparación para recibir al Espíritu Santo, clásicamente representado como una paloma. La figura alargada del santo, un poco manierista, y el propio formato vertical de la obra, contrastan fuertemente con la pincelada gruesa y los volúmenes macizos utilizados por el pintor, comunicándole cierta rigidez al conjunto. Los tonos oscuros, “sucios”, del cuadro, aumentan la sensación de inmovilidad, común a los motivos religiosos de Trujillo Magnenat, influido por la técnica del muralismo, mas no por su temática social.
Sergio Trujillo Magnenat. San Francisco, 1923. Óleo sobre lienzo, 120 x 39 cm
Ramón Barba. Promesero de Chiquinquirá, sf. Talla en caoba, 82 x 68 x 52 cm El escultor español Ramón Barba (1894 - 1964), radicado en Colombia desde 1925, realizó numerosos estudios, retratos y esculturas de campesinos a raíz de sus constantes viajes por la región andina. A partir de 1932 se interesó de manera especial por las romerías religiosas en la población de Chiquinquirá, lugar a donde se trasladó a vivir por varios periodos. En esta representación de un peregrino, Ramón Barba demuestra todas las posibilidades de su destreza en el oficio: el detalle minucioso en la textura de la ruana, la construcción geométrica (de tipo vanguardista) del cabello, el movimiento nervioso y exaltado plasmado en el rostro y en las gigantescas manos, pesadas y potentes, donde se reflejan los incontables años de trabajo de la tierra. El motivo costumbrista e idealizado del campesino fue trascendido en esta obra, sincera y expresiva.
Ramón Barba. Promesero de Chiquinquirá, sf. Talla en caoba, 82 x 68 x 52 cm
Alipio Jaramillo. Los cafeteros, sf. Óleo sobre madera, 120 x 68 cm Es posible hablar de un incipiente muralismo colombiano en el trabajo de los discípulos del antioqueño Pedro Nel Ospina, entre los que se cuenta Alipio Jaramillo (Manizales, 1913), quien además conoció personalmente a David Alfaro Siqueiros en México. Jaramillo realizó varios murales de grandes dimensiones, especialmente en Medellín. Dentro de la temática social de sus trabajos se interesó en especial por los mineros y agricultores, a quienes representó mediante fuertes volúmenes, de gran energía, generalmente en actitud de extremo esfuerzo. Todas esas características resultan visibles en esta obra: una mujer que intenta levantarse, llevando sobre su espalda un cesto cargado de café, y mientras sostiene el cesto con una mano, con la otra hala, de manera potente, una soga. En el segundo plano, un hombre camina encorvado bajo el peso de otro cesto.
Alipio Jaramillo. Los cafeteros, sf. Óleo sobre madera, 120 x 68 cm
Luis Alberto Acuña. Retablo de los dioses tulienzores de los chibchas, ca. 1935. Óleo sobre madera, 200 x 300 cm Fue a través de la vertiente indigenista que el arte moderno encontró lugar en Colombia. La admiración por la obra de los muralistas mexicanos, marcó la producción de nuestros jóvenes artistas de la primera mitad del siglo pasado, al tiempo que limitó las posibilidades creativas para muchos de ellos. Luis Alberto Acuña (Suaita, Santander, 1904 - Tunja, 1984) dedicó buena parte de su producción a exaltar las culturas vernáculas, abordando la traducción a lo visual de leyendas chibchas conocidas, como las de Bochica o Bachué. Sus recreaciones del mundo indígena evidencian la distancia que lo separaba de él. Sus murales y pinturas de gran formato revelan, como en este caso, una idealización exacerbada por el muralismo y el simbolismo. Debe rescatarse, sin embargo, la preocupación por la plástica que funcionó como norte en la labor de Acuña. No deja uno de preguntarse qué rumbo habría tomado su obra de no haberse circunscrito a la corriente indigenista.
Luis Alberto Acuña. Retablo de los dioses tulienzores de los chibchas, ca. 1935. Óleo sobre madera, 200 x 300 cm
Pedro Nel Gómez. Efe Gómez, 1934. Óleo sobre lienzo, 161,1 x 90 cm A lo largo de su vida, Pedro Nel Gómez (Anorí, Antioquia, 1899 - Medellín, 1984) realizó numerosas pinturas al óleo, acuarelas, esculturas y monumentales frescos en los que desarrolló temáticas de carácter social y americanista. Aunque sus murales son de gran trascendencia, tanto por la calidad como por la magnitud, es entre sus acuarelas y pinturas al óleo donde se encuentran sus obras más fastuosas. El retrato de su amigo, el escritor Efe Gómez, demuestra las fabulosas cualidades del artista. Los colores, exquisitamente escogidos, se expanden a través de pinceladas sueltas y abiertas, así como de aguadas que matizan bellamente las transiciones. El tratamiento de la figura es consistente y temperamental; la resonancia de colores del rostro en el fondo del cuadro imprime movilidad a la composición, que encuentra sus puntos predominantes en el rostro del personaje y en las pinceladas blancas que iluminan su camisa. Es evidente su interés por las pinturas de Cézanne.
Pedro Nel Gómez. Efe Gómez, 1934. Óleo sobre lienzo, 161,1 x 90 cm
Ignacio Gómez Jaramillo. Autorretrato, ca. 1930. Óleo sobre lienzo, 93 x 78 cm Ignacio Gómez Jaramillo (Medellín, 1910 - Coveñas, 1970) perteneció a la generación que marca la aparición del arte moderno en Colombia, en especial a través de propuestas vinculadas al muralismo mexicano. Aunque Jaramillo tuvo una buena producción muralista, fue en la pintura de caballete donde realizó sus mejores obras. Por la solidez de los volúmenes y la consistencia robusta del color y de la luz, sus pinturas denuncian su admiración por Cézanne. Este autorretrato tiene carácter vanguardista. El brazo del artista, trabajado de manera casi escultórica, ocupa el primer plano de la composición. En segundo plano aparece Jaramillo mismo, en el dibujo grave y seguro de sus obras. Al fondo, una escena casi surrealista. Es significativo que Jaramillo no se presente pintando, aunque sí sostenga un pincel en la mano, como si fuera un atributo. Aquí Jaramillo no sólo se define como pintor sino que hace de la pintura un factor activo y crucial en su determinación como individuo.
Ignacio Gómez Jaramillo. Autorretrato, ca. 1930. Óleo sobre lienzo, 93 x 78 cm
Rodrigo Arenas Betancourt. La vida, tentación del hombre infinito, 1971-1974. Escultura en concreto y bronce Rodrigo Arenas Betancourt (Fredonia, 1919-Bogotá, 1995) es uno de los pocos escultores colombianos que dio una contundente vocación pública a su obra, convirtiéndose en el autor de los monumentos conmemorativos más destacados del país durante el siglo pasado. En su obra el artista fusiona el interés por la historia y el héroe con postulados ideológicos y, a través de esta fusión, trasciende la especificidad del evento histórico para tocar aspectos universales de la condición humana. En La vida, tentación del hombre infinito Arenas Betancourt prescindió de referentes históricos. No obstante, la obra presenta las características fundamentales de su estilo: presencia de la figura humana, monumentalidad de las formas y, sobre todo, tendencia a emplear como factor expresivo la sensación de movimiento vertiginoso. Sensación que logra en este caso mediante el diseño de una composición espiralada y el alargamiento de las figuras que conforman el monumento.
Rodrigo Arenas Betancourt. La vida, tentación del hombre infinito, 1971-1974. Escultura en concreto y bronce
Gonzalo Ariza. Muchacho del girasol, ca. 1955. Óleo sobre lienzo, 93 x 58,5 cm Esta obra corresponde a un primer período de Gonzalo Ariza, (Bogotá, 1912 - Bogotá, 1995) cuando el artista se acercó a la vanguardia latinoamericana de la primera mitad del siglo xx, a través del muralismo mexicano. En Muchacho del girasol, se concentra en los elementos de la composición. El estudio del color es interesante. Con una gama reducida, obtiene una imagen fuerte y equilibrada. La figura, trabajada sintéticamente, se fortalece con la línea que realza su contorno. Atrae la dulzura del rostro y la sutileza de las manos. Incluso, si se mira bien, parece usar falda y, sobre su brazo derecho, aparece una línea que podría insinuar un seno. A lo mejor, el joven es una joven. Sin embargo, el protagonista aquí es el girasol. Más adelante, a raíz de su viaje a Japón, Ariza se distancia de este vanguardismo y acude casi exclusivamente al género paisaje, permitiendo la entrada de algunos rasgos orientales, como la composición vertical y la importancia del espacio vacío para el equilibrio de sus obras.
Gonzalo Ariza. Muchacho del girasol, ca. 1955. Óleo sobre lienzo, 93 x 58,5 cm
Débora Arango. La actriz retirada, ca. 1940. Óleo sobre cartón, 83 x 69 cm Débora Arango (Medellín, 1907) es una pintora expresionista. Su obra es un caso excepcional. Dotada de una férrea voluntad hipercrítica, compuso desde allí –y desde su condición aislada por los prejuicios de su sociedad– uno de los capítulos más importantes de la plástica colombiana. Desde esta perspectiva, independiente y escéptica, Arango ha construido un legado de imágenes de inexpresable valor, en las que la historia contemporánea de Colombia toma cuerpo. Un cuerpo cuyos contornos ceden ante el ímpetu y la visión de esta portentosa mujer. La posición de la mujer en esta sociedad, es uno de los ejes de su producción. En su obra, la mujer no es musa idealizada sino síntoma de las prácticas generalizadas de una sociedad de doble moral y, a la vez, punto de resistencia frente a ese devenir. La actriz retirada posee la fuerza compositiva de las mejores pinturas de Arango: el vigor en el dibujo, la robustez de su paleta y la contundencia en el manejo de cada elemento.
Leopoldo Richter. Familia indígena, 1958. Óleo sobre madera preparada con arena y caseína, 90 x 60 cm Este artista y científico alemán (Frankfurt, 1896-Bogotá, 1984), “colombiano por vocación y obstinación”, como afirmara Benjamín Villegas, desarrolló una obra inspirada en la fauna y la población vernáculas de las selvas colombianas –Amazonía, Pacífico, Orinoco– que recorrió en aras de su actividad científica, la entomología. A través de una aguzada intuición plástica que combinaba las ópticas científica, antropológica y estética, Richter plasmó su vivencia del país y definió paulatinamente la morfología de un mundo independiente. Para ello, empleó una multiplicidad de medios, entre ellos el dibujo, elemento fundamental de su obra. Sus trabajos en cerámica, como en el caso de esta Familia indígena, conjugaron su extraordinario saber plástico con la riqueza del lenguaje artesanal, dando como resultado imágenes opulentas en las cuales el pensamiento, la materia y los sentidos se aglutinan y devienen en acaudaladas fuentes de expresión.
Leopoldo Richter. Familia indígena, 1958. Óleo sobre madera preparada con arena y caseína, 90 x 60 cm
Guillermo Wiedemann. Sin título, 1954. Óleo sobre lienzo, 98 x 69 cm Cuando Guillermo Wiedemann (Alemania, 1905-EE. UU., 1969) llegó a Colombia en 1939, el primer paisaje, cálido, denso y húmedo que conoció fue el del Pacífico colombiano. Con esta visión abrumadora, el pintor entró en contacto con la rica cultura afro colombiana que, a partir de entonces, se convertirá en el tema central de su obra, por lo menos hasta su arribo a la abstracción total. En estas pinturas, el artista configura una morfología que traspasa los límites de la narración. Hay en sus cuadros temperatura, olor, peculiaridad de las figuras. El artista conjuga en lo visual, materiales provenientes de todos sus sentidos, aguzados por la exuberancia del paisaje y los habitantes del Pacífico. Sus pinturas ofrecen asimismo una ardua exploración de las posibilidades visuales. La contundencia cromática, la opulencia de las texturas, la seguridad en la síntesis de las formas, hacen de su obra una de las más importantes lecciones de la pintura colombiana.
Guillermo Wiedemann. Sin título, 1954. Óleo sobre lienzo, 98 x 69 cm
Juan Antonio Roda. Poder ver, 1978. Óleo sobre lienzo, 94 x 119 cm Desde 1955, cuando se establece en Colombia, Juan Antonio Roda (Valencia, España, 1921-Bogotá, 2003) desarrolla una prolífica actividad artística en la que con pasión explora los elementos estructurales de la imagen bidimensional, tocando en varias ocasiones la abstracción total. En sus obras toma como factor informativo primordial el elemento luz, prioridad que parece derivar de su trabajo en el campo del grabado en metal, técnica en la que pocos han alcanzado tan clara maestría. Hay, entonces, un activo y enriquecedor desplazamiento entre sus labores como grabador y pintor. En Poder ver, la imagen se define por la construcción de un claroscuro contundente, donde el contraste se crea por la relación directa e inmediata entre los colores. Cada pincelada es independiente del conjunto pero, a la vez, lo eniquece. La composición es enigmática. La ortogonalidad es rota por la abultada tela de la imagen, tras la cual, se insinúa la mirada de un perro desdibujado en la penumbra.
Juan Antonio Roda. Poder ver, 1978. Óleo sobre lienzo, 94 x 119 cm
Alejandro Obregón. Dédalo, 1985. Acrílico sobre lienzo, 148 x 148,5 cm Alejandro Obregón (Barcelona, 1920-Cartagena, 1992) condensó en su obra las facciones más diversas de la expresión pictórica, a la vez que expresó la riqueza del panorama vernáculo, abordando dos factores básicos de la realidad nacional: el paisaje y los sucesos de su tiempo. A nivel formal, su obra presenta una holgada flexibilidad entre el lenguaje abstracto y el figurativo y conjuga aspectos esenciales de tales modelos, generando una especie excepcional de pintura simbólica. Esta obra corresponde a su etapa final, en que la preocupación por la estructura rigurosa en la composición cede ante el impulso desbordante de pintar. Se dice que esta obra es un autorretrato, donde el artista se presenta como Dédalo. En su composición resalta el gesto de las manos, palmas abiertas y relajadas, que parecen estar heridas y, por otro lado, la zona en el extremo inferior izquierdo del cuadro, en que el sistema cromático cambia de manera significativa.
Alejandro Obregón. Dédalo, 1985. Acrílico sobre lienzo, 148 x 148,5 cm
Fernando Botero. La colombiana, 1983. Óleo sobre lienzo, 113 x 88 cm La obra de Fernando Botero (Bogotá, 1932) se ha ido desarrollando en una doble dirección que apunta, de un lado, a la revisión constante de la historia del arte, en especial del Renacimiento italiano y el Barroco español, y, de otro, a una mirada incisiva –mas no moralizante– a la sociedad colombiana. En el caso de La colombiana es evidente la preponderancia de la segunda. El atuendo de la mujer, su reloj, uñas y labios recuerdan un tipo femenino vernáculo. A su vez, el espacio perfila claramente un tiempo y un contexto específicos: la puerta que da a la calle permite ver al chismoso que se asoma enfrente, las calles estrechas, los muros gruesos, las pequeñas ventanas, todo contribuye a crear una atmósfera pueblerina. No obstante, el elemento dominante en la composición es la cajetilla de Pielroja que la mujer sostiene en sus manos, pues estas son el elemento que da movimiento al cuadro, formando una suerte de espiral con su posición y sus gestos.
Fernando Botero. La colombiana, 1983. Óleo sobre lienzo, 113 x 88 cm
Enrique Grau. Niños en la oscuridad, 1960. Óleo sobre lienzo, 120 x 167 cm Esta obra corresponde a una etapa intermedia en la trayectoria de Enrique Grau (Cartagena, 1920), en la cual se dedicó a explorar las posibilidades formales de la pintura. No obstante, hay en ella características básicas de su estilo. La figura humana como eje central, el enrarecimiento de los ambientes y, por último, ese carácter teatral e incluso (sin ser peyorativos) “sobreactuado” de sus representaciones. Niños en la oscuridad es una obra cargada de misterio e incertidumbres. Resulta desconcertante la frontalidad de la composición y una cierta rigidez en las figuras, que contrasta con la expresividad de los rostros. La oscuridad del ambiente frente a la luminosidad de los personajes enrarece la escena, pues el espectador queda sin pistas sobre la situación y el espacio en que se desenvuelve. Para finalizar, pese a ser niños, los personajes presentan ciertos rasgos de adultez e incluso de perversidad en su gesto y su mirada que fortalecen el acento macabro de esta pintura.
Enrique Grau. Niños en la oscuridad, 1960. Óleo sobre lienzo, 120 x 167 cm
Álvaro Barrios. Sin título, 1979. Serigrafía, 56 x 76 cm Álvaro Barrios (Cartagena, 1945) conjuga en su obra estéticas de procedencias muy diversas, desde el clasicismo, pasando por el art noveau y el surrealismo, hasta los comics y las imágenes publicitarias. Así, la yuxtaposición es el factor principal en la estructura de sus composiciones. Sin embargo, en sus imágenes la yuxtaposición se cierra, se desvanece, dando como resultado composiciones totalmente nuevas y unificadas. En esta imagen encontramos un fragmento del Nacimiento de Adán, imagen hito de la historia del arte universal, pero recompuesto, pasado por un filtro de lenguajes como los descritos. Resulta especialmente atractivo el trascendental papel unificador y simbólico que juega un elemento tan pequeño, casi imperceptible dentro de la abigarrada composición, como el hilo que relaciona, de manera delicada las manos y, en cierto sentido, las voluntades de los dos seres en el cuadro.
Álvaro Barrios. Sin título, 1979. Serigrafía, 56 x 76 cm
Juan Cárdenas. Autorretrato con fondo azul, 2001. Óleo sobre lienzo, 66 x 48 cm La pintura de Juan Cárdenas (Bogotá, 1939) se debate entre el rigor que exige la representación realista y la flexibilidad con que la imaginación rebasa los límites de lo visible. En un primer vistazo, sus pinturas dan la impresión de normalidad, pero al detenernos se advierten esa atmósfera enrarecida y esos sistemas de irregularidades que determinan su acento general. Sin embargo, a través de su obra, Cárdenas presenta, más que un mundo inventado, una noción expandida de la realidad en la cual sus aspectos intangibles –la mirada del sujeto que la configura– resultan visibles, acusando, sobre todo, su realidad como pintura. El autorretrato es un tema muy trabajado por el artista. En sus múltiples ejecuciones supera el carácter psicológico y fisonómico para ofrecernos una descripción de su pensamiento, pensamiento homologable al acto mismo de pintar. Así, al final de cuentas, Juan Cárdenas no se halla en la figura del cuadro sino en la pintura.
Juan Cárdenas. Autorretrato con fondo azul, 2001. Óleo sobre lienzo, 66 x 48 cm
Beatriz González. La muerte del justo, 1973. Esmalte sobre lámina de metal, ensamblada en mueble metálico 120 x 180 x 90 cm La obra de Beatriz González (Bucaramanga, 1938) es un hito en la plástica nacional. Tres puntos de tensión le han dado dirección y forma a su impulso creativo: su pasión por la historia de Colombia, su comprensión analítica de la historia del arte y su mirada mordaz a la sociedad colombiana. En muchas ocasiones, González recoge tanto imágenes de la iconografía nacional como hitos de la historia del arte, recodificando de manera radical sus elementos compositivos y usando como soporte para sus pinturas muebles y objetos diversos. La muerte del justo se representa con una paleta que acusa el juicio contundente propio de la artista en la selección de colores. A pesar de su presentación sintética, las figuras gozan del patetismo propio de este tipo de imágenes. En conjunto, la obra de González constituye una suerte de radiografía del estatus que gozan las imágenes en la cotidianidad del colombiano.
Beatriz González. La muerte del justo, 1973. Esmalte sobre lámina de metal, ensamblada en mueble metálico 120 x 180 x 90 cm
Santiago Cárdenas. La comilona, 1987. Óleo sobre tela, 172 x 127 cm Santiago Cárdenas (Bogotá, 1937) ha explotado en su obra su virtuosismo en la representación de objetos. La mimesis casi absoluta entre el objeto real y la representación, ha relacionado su obra con el hiperrealismo norteamericano. No obstante, el artista no se limita a explotar el famoso trompe-l’oeil. Por el contrario, problematiza la pereza perceptual y establece una relación de continuidad entre el espacio pictórico y el espacio circundante, que acerca sus obras al lenguaje de la instalación. Esta pintura es un ejemplo peculiar. En medio de una composición en que la pintura se revela como tal –en la pincelada, los colores, el motivo, el espacio– aparece, como apoyado sobre el cuadro, un bastón. Este objeto es pintado de modo tal que se percibe como absolutamente real. Su presencia nos rebota hacia el espacio real. Posteriormente, nuestra percepción, tanto de lo real como de lo pictórico, resulta fuertemente cuestionada.
David Manzur. Estudio para un ángel, 1988. Carboncillo sobre papel, 64 x 49 cm A pesar de haber experimentado ampliamente en el campo de la pintura, dejando un magnífico legado en el área de la abstracción, tanto de carácter geométrico –relacionado sobre todo con el constructivismo ruso, en especial con la obra de Naum Gabo– como influido por la rama informalista de la abstracción, David Manzur (Neira, Caldas, 1929) ha realizado obras en las que regresa a las expresiones más tradicionales de la plástica. Tal es el caso de este Estudio para un ángel, un dibujo al carboncillo en que Manzur realiza un trabajo figurativo en el cual nos presenta uno de los temas históricamente más trabajados en el arte: el desnudo. La fragmentación y el claroscuro dictan la pauta en la composición. La mano es el elemento descrito con mayor detalle y, por la contundencia del dibujo, se convierte en el punto más fuerte de la imagen. Junto a la mano, se extiende una fuerte sombra en la que el sexo se desdibuja.
David Manzur. Estudio para un ángel, 1988. Carboncillo sobre papel, 64 x 49 cm
Luis Caballero. Sin título, 1983. Óleo sobre lienzo, 200 x 130 cm El dibujo es el elemento estructural en la obra de Luis Caballero (Bogotá, 1943-1995) aun en su pintura experimental. Al analizar esta obra, puede concluirse que, a través de los años, el artista realizó el mismo cuadro, del mismo cuerpo. Una sola obra que se define en su totalidad, contenida en cada una de sus partes. ¿Quién es, entonces, la figura omnipresente en estas imágenes? La autenticidad del gesto vigoroso que define su dibujo, la enunciación constante de un cuerpo en el que el límite entre el placer y el dolor se desdibuja en nudo ciego, mil veces recorrido, nos dan una pista de ello. En las obras de Caballero, las líneas no son superficie sino huella, marca profunda que recuerda el gesto de la mano que traza. Así, el ser presente en su cuerpo y el de otros, y en el cuerpo del dibujo es únicamente Caballero, que se desnuda en su obra pausadamente. Un autorretrato extenso, prolongado en el tiempo hasta el momento de su muerte.
Luis Caballero. Sin título, 1983. Óleo sobre lienzo, 200 x 130 cm
María de la Paz Jaramillo. Joan Crawford y John Garfield, 1997. Cerámica esmaltada, 120 x 80 cm En perspectiva, las obras de María de la Paz Jaramillo (Manizales, 1948) constituyen un ensayo, preciso e irónico, sobre la condición femenina en nuestra sociedad. Es característico en su obra el uso de un dibujo tieso, en apariencia ingenuo, mezclado con recursos del arte pop que, sin embargo, la artista transgrede mediante la deformación, la imprecisión y la gestualidad. El uso de imágenes farandulescas, traducidas en composiciones esquemáticas y recargadas hacen sus imágenes llamativas. En ellas, tópicos como el amor y la felicidad se expresan de manera saturada, denunciando su desviación hacia lo ficticio. La atmósfera de sus composiciones es a la vez empalagosa, patética y dramática. En esta imagen, las figuras son demarcadas de manera que, pese a sus gestos, parecen recortadas y pegadas una sobre otra, sin poder tocarse. La ausencia de mirada en los personajes convierte la exposición en un espacio cerrado, completamente autónomo respecto al espacio real.
María de la Paz Jaramillo. Joan Crawford y John Garfield, 1997. Cerámica esmaltada, 120 x 80 cm
Sofía Urrutia. San Francisco, 1969. Óleo sobre lienzo, 190 x 99 cm Sofía Urrutia (La Paz, Bolivia, 1910 - Bogotá, 2002) eligió con plenos conocimientos, elaborar una obra de corte definitivamente primitivista. En San Francisco, por ejemplo, encontramos una aplicación casi totalmente plana del color, circunscrito claramente al contorno de las figuras. Estas, a su vez, son trabajadas de manera esquemática, cercana al lenguaje de la ilustración. El conjunto de aves y flores se distribuye armónicamente por el cuadro, estableciendo conjuntos de color y de tipo que imponen un ritmo ordenado a la composición. El diseño de las figuras es absolutamente delicado. La figura del santo es trabajada sin mayor detalle, respetando su iconografía habitual, en contraste con el detalle otorgado a los pájaros. Esta pintura denota el interés de la pintora por lo bonito y decorativo, interés que se resume muy bien en la distribución de los colores en el cuadro y, sobre todo, en la singular atención que presta a cada una de las aves, las flores y las hojas.
Sofía Urrutia. San Francisco, 1969. Óleo sobre lienzo, 190 x 99 cm
Ana Mercedes Hoyos. Bazurto con olla y mandarinas, 2002. Óleo sobre lienzo, 125 x 250 cm Ana Mercedes Hoyos (Bogotá, 1942) comenzó a exponer en los sesenta. La pintura ha sido su medio privilegiado, aunque también ha incursionado en la escultura. Sus pinturas tempranas estaban pobladas de elementos urbanos, abstraidos de sus connotaciones prácticas para ser representados en la nueva dimensión de su valor plástico. La síntesis contundente de elementos y el uso de colores planos establecen una conexión de sus obras con la estética pop. En los últimos años, su obra se ha ido poblando de personajes y elementos de la costa caribe colombiana, donde la artista ha encontrado valores plásticos que ha resumido en sus imágenes. En este óleo, Hoyos realiza una composición opulenta al nivel formal y cromático. En ella, a pesar del modo plano en que son aplicados los colores, los volúmenes gozan de una robustez exacerbada que, junto a la magnífica saturación del colorido, dotan a la imagen de una abultada contundencia.
Ana Mercedes Hoyos. Bazurto con olla y mandarinas, 2002. Óleo sobre lienzo, 125 x 250 cm
Saturnino Ramírez. Jugadores de pool (vino), 1946. Óleo sobre tela, 194 x 130 cm Las pinturas de Saturnino Ramírez (El Socorro, 1946-Bucaramanga, 2002) se circunscriben al mundo nocturno de los bares, billares y cafés. Sus pinturas son complejas en los niveles cromático y espacial. En ellas, cada sujeto constituye un punto de tensión, dotándolas de un carácter que se acerca al del lenguaje cinematográfico; percepción que se acentúa por el tipo de enfoques que emplea, en los que la primera denunciada es la mirada del sujeto. Por supuesto, a través de esa mirada que se denuncia, el artista se revela como un nuevo punto de tensión dentro de la escena. El tema del billar, ofrece a Ramírez un contexto en que los sujetos desarrollan un estado a la vez de concentración y ensimismamiento, de modo que en el espacio pictórico cada sujeto se define como un espacio cerrado que no acaba en su contorno, un espacio que se abre hacia el interior pero se cierra en la superficie.
Saturnino Ramírez. Jugadores de pool (vino), 1946. Óleo sobre tela, 194 x 130 cm
Bernardo Salcedo. Sin título, sf. Ensamblaje en madera, aluminio y figuras de pretensados plásticos, 34 x 34 x 22 cm Desde los años sesenta, Bernardo Salcedo (Bogotá, 1939) ha configurado sus obras desde nuevos paradigmas creativos. Por esta razón, ha sido asociado a movimientos como el pop y el conceptualismo. No obstante, como señala María Iovino, Salcedo no pretende superar la tradición artística occidental sino que la recupera y regenera, mediante nuevos procesos de configuración como el ensamblaje o la instalación. En esta obra, Salcedo abre el objeto a nuevos niveles perceptivos, al tiempo que explota el potencial evocador del fragmento y de la imagen simbólica, para ampliar sus significados. Es evidente la correspondencia entre los fragmentos de cuerpo y los cánones de la imaginería religiosa. La relación entre este cuerpo y los objetos que sustituyen sus faltantes; la imperturbabilidad del objeto yuxtapuesta a la emotividad y el gesto de los trozos de figura, convierten la composición en una imagen desconcertante, de carácter hierático, rimbombante, a la vez que lúdico y azaroso.
Bernardo Salcedo. Sin título, sf. Ensamblaje en madera, aluminio y figuras de pretensados plásticos, 34 x 34 x 22 cm
Jim Amaral. Sin título, sf. Técnica mixta, 62 x 43 cm de diámetro Los trabajos de Jim Amaral (California, EE. UU., 1933) constituyen un rico espectro de ejercicios sintácticos alrededor de la dimensión erótica del cuerpo y la mente. Sus primeros trabajos estaban ya dotados de una robustez sicalíptica que, poco a poco, se fue adosando a la estética surrealista. Posteriormente, da el paso al lenguaje escultórico, en especial a través del assamblage. Tanto en su obra bidimensional como en sus ensamblajes, la forma y la yuxtaposición se abren al mundo de lo visible como metáforas de la sensualidad y la sexualidad inherentes al cuerpo en sus lugares espirituales y físicos. En sus ensamblajes emplea objetos bizarros, lejanos al arquetipo, y los mezcla con elementos como rosas secas e imágenes corporales. Uno de los elementos constitutivos principales de sus imágenes es la fragmentación del cuerpo, a través de la cual sus partes adquieren dimensiones y sentidos tan inéditos como primitivos que, en ambos casos, habitan en el interior del observador, no en la obra.
Jim Amaral. Sin título, sf. Técnica mixta, 62 x 43 cm de diámetro
Gustavo Zalamea. Sin título, 2003. Óleo y lápiz sobre lienzo, 250 x 160 cm Gustavo Zalamea (Buenos Aires, Argentina, 1951). Las pinturas de Zalamea se presentan, en cierta forma, como imágenes desnudadas. El uso de los medios da una sensación de transparencia que permite divisar desde la imagen, el modo como fue realizada, y desde el conjunto de acciones que le dieron origen, la imagen. Por eso, no es extraño la yuxtaposición en una misma imagen de dibujo esquemático, zonas saturadas de materia, lienzo vacío, transferencia de una imagen elaborada. Esta obra tiene como elemento principal, aunque no dominante, el dibujo de una figura femenina –muy presente en su obra– que denota una fuerte influencia de Matisse. La jarra y la silueta de una iglesia parecen conformadas por una materia diferente. Así, se van abriendo paulatinamente nuevos espacios dentro del cuadro: una mecedora, ventanas, zonas de pintura pura. Esta mezcla nos revela la flexibilidad de la pintura como lugar de la expresión, que Zalamea habita de manera móvil y opulenta.
Gustavo Zalamea. Sin título, 2003. Óleo y lápiz sobre lienzo, 250 x 160 cm
Miguel Ángel Rojas. Cinco dedos de furia, 1979. Aguafuerte, 79 x 100 cm Miguel Ángel Rojas (Bogotá, 1946) aborda en su obra el desarrollo de los lenguajes más diversos con idéntica calidad, grabado, video, fotografía e instalación. Sus obras siempre han sido un comentario cáustico sobre la problemática nacional: el narcotráfico, las dinámicas de la violencia, la delgada línea que abre nuestra moral en dos. Sin embargo, jamás deja de lado el problema de la naturaleza de la imagen, de modo que cada trabajo es, también, un ensayo contundente sobre el estrato significativo y fundacional de las imágenes, donde lo enunciado empieza a existir. Cinco dedos de furia es un buen ejemplo del acento enigmático con que Rojas alimenta sus imágenes. En ellas el sentido grita a voz en cuello en los intersticios, en lo no dicho, en lo velado. Como asistiendo a un teatro de sombras, frente a las obras de Rojas procuramos olvidar la mano, la luz y la pared para quedarnos con el sentido profundo de la imagen, que pretende encerrar en sí al mundo.
Miguel Ángel Rojas. Cinco dedos de furia, 1979. Aguafuerte, 79 x 100 cm
Juan Manuel Camargo. De la serie Los González, ca. 1978. Técnica mixta sobre papel, 110 x 79 cm Las obras de Camargo son esa especie de espejo en que la sociedad se mira, no para acercarse, sino para tomar distancia. Sus imágenes parecen sacadas del álbum familiar. Álbum que, a pesar de ser una especie de documento sobre los momentos trascendentales en la vida de un sujeto, es tan predeterminado por las estructuras sociales y las nociones culturales, que apenas parece una ligera variación de la misma historia, de la misma vida. Aquí, Camargo respeta la composición arquetípica de la foto familiar e incluye elementos tan vernáculos como el piso. Sin embargo, el personaje es representado de manera dislocada, distorsionada, abriendo esa imagen tan corriente a nuevos espacios de interpretación. El aislamiento del sujeto niega la posibilidad de leer la imagen en términos narrativos, de modo que solo queda la figura descompuesta y desconcertante, que nos confiesa, sin enunciar, la existencia de un secreto, profundo y disfrazado.
Juan Manuel Camargo. De la serie Los González, ca. 1978. Técnica mixta sobre papel, 110 x 79 cm
Antonio Samudio. Sin título, 1972. Óleo sobre tela, 47 x 30 cm La obra de Antonio Samudio (Bogotá,1934) ha sido relacionada con el arte naïf o ingenuo, donde, para ser precisos, no tiene cabida. En las deformaciones, dureza y esquematización de sus figuras se revela una intencionalidad concreta. Sus cuadros no transmiten la observación de lo real; por el contrario, reflejan una interpretación crítica en la cual la representación de lo real se sumerge en el terreno de la ironía. Tal es el caso de esta obra en que, mediante una composición sencilla, el artista abre la imagen a una diversidad de interpretaciones. A pesar de la presentación sintética, Samudio no omite informaciones como el color rojo del barniz de las uñas, el labial y los zapatos. A pesar de la tiesura del dibujo, la expresión del rostro resulta locuaz. También el fondo y el vestido son rojos, generando un constante desplazamiento de la mirada en el cuadro, desplazamiento que encuentra su fin hacia el centro de la composición, donde las manos de la mujer escarban bajo su vestido.
Antonio Samudio. Sin título, 1972. Óleo sobre tela, 47 x 30 cm
Lucy Tejada. Jardines prohibidos, 1978. Grabado, 74 x 55 cm La obra de Lucy Tejada (Pereira, 1920) incluye pinturas, grabados, murales y dibujos. Su obra se ha aferrado al campo de una figuración opulenta, en la que usa los medios de manera tradicional y concienzuda. Aunque ha abordado diversas temáticas, la presencia de la mujer y los niños en su obra ha sido privilegiada. En el caso del grabado, Tejada acusa un contundente manejo de la técnica que le permite configurar sus imágenes con la imperturbable paciencia de quien teje una pieza por el solo placer de tejer. Así, con la configuración cerrada que hace imperceptible al acto creador, Tejada va invadiendo el vacío con figuras silenciosas que aparecen relacionadas con objetos y elementos de la naturaleza pero sin espacio, sin aire, sin ruido. Todo parece encontrarse como en estado de tránsito, de ensimismamiento y mutismo. Jardines prohibidos es una imagen que posee la riqueza de las mejores obras de Tejada en las que la dimensión onírica encuentra duración y peso sobre el papel.
Lucy Tejada. Jardines prohibidos, 1978. Grabado, 74 x 55 cm
Julio Castillo. La baranda, sf. Aguada sobre papel, 100 x 70 cm Julio Castillo (Pamplona, 1928 - Bogotá, 1985) apareció en la escena del arte durante los años cincuenta. En oposición a sus contemporáneos, que optaron por desarrollar una indagación exuberante de la figuración, Castillo eligió un camino casi ascético. Sus imágenes, pese a ser claramente figurativas, se acercan más a la noción del vacío que de la presencia; sus figuras parecen señalar más su ausencia que su existencia; todo parece encontrarse en proceso de desvanecimiento. Tal es el caso de La baranda, donde cuatro mujeres casi etéreas parecen dirigir su mirada hacia la misma dirección: la nada. Esta sensación es reforzada por la homogeneidad de la aguada y del dibujo con que construyó la imagen. La levedad y sencillez de cada elemento es tal, que la desnudez de la mujer reclinada resulta casi imperceptible, pues la sutileza de los demás atuendos parece revelar la desnudez, en lugar de ocultarla. Una desnudez que parece formada de aire y no de carne, como todo en esta imagen.
Julio Castillo. La baranda, sf. Aguada sobre papel, 100 x 70 cm
Gregorio Cuartas. Desnudo de espaldas, 1973. Acrílico sobre tela, 130 x 81 cm La pintura de Gregorio Cuartas (San Roque, Antioquia, 1938) ha buscado un valor absoluto que atraviese todos los factores compositivos: el equilibrio. En esta búsqueda el artista ha retomado las lecciones del Renacimiento y se ha acercado tangencialmente a la pintura metafísica de Giorgio de Chirico. En Desnudo de espaldas se resume el estilo de este artista. El espacio apenas se enuncia con la presencia de una línea en el horizonte que abre el cuadro hacia una dimensión ilimitada. Los colores cálidos se atemperan por su baja densidad; no hay contrastes, solo una luz cegadora y omnipresente, etérea y difusa. El orden ortogonal de la composición no es quebrantado por el movimiento del cuerpo, casi imperceptible; el límite entre el espacio y la materia se desdibuja por la levedad de los cuerpos y, sin embargo, el silencio que se cierra en la imagen, nos es vedado al tiempo con la mirada del hombre.
Gregorio Cuartas. Desnudo de espaldas, 1973. Acrílico sobre tela, 130 x 81 cm
Leonel Góngora. Mujer asiria en coito con búlgaro plebeyo, 1985. Lápiz sobre papel, 17 x 27 cm Leonel Góngora (Cartago, Colombia, 1932-Boston, EE. UU., 1999) desarrolla en su prolífica obra una vasta iconografía del cuerpo como espacio sexual. En las diversas técnica empleadas, dibujos, grabados y pinturas –aunque Leonel Góngora es ante todo un dibujante–, la figura humana es nutrida con un impulso lascivo que determina, a su vez, sus alteraciones al nivel formal: los ojos, las manos, las uñas, los senos, el pelo, cobran una posición privilegiada dentro de la composición, convirtiéndose en signos de una sensualidad e incluso de un morbo exacerbados. Los enfoques y posturas complicadas y, por sobre todo, la aparente conciencia que los personajes tienen de ser vistos –siempre al menos uno de los personajes dirige su mirada al exterior de la escena– son aspectos que ensanchan el erotismo de estas escenas.
Leonel Góngora. Mujer asiria en coito con búlgaro plebeyo, 1985. Lápiz sobre papel, 17 x 27 cm
Luciano Jaramillo. Cocktail, 1981. Pastel sobre papel, 100 x 68 cm Luciano Jaramillo (Manizales, 1938 - Bogotá, 1984) apareció en la escena del arte colombiano a finales de los cincuenta, en el instante mismo en que el país veía crecer la obra de pintores que, desde la figuración, la dotaron con inagotable fuerza expresiva, rebasando sus búsquedas tradicionales y planteando la pintura como una realidad diferente: el espacio en que lo real se desnuda a través de la visión subjetiva. En Coktail, Jaramillo define la composición mediante un fuerte contraste entre la zona superior del cuadro, casi vacía, y la zona inferior absolutamente cargada, donde la figura del hombre se concreta en un dibujo de línea pertinaz, que forma a la vez que desconfigura. Un haz de luz, que parece provenir de la figura femenina del fondo, conecta los dos espacios al prolongarse hasta la copa del hombre. Esta luz resulta tan densa como el resto de la composición, debido al paroxismo típico en el trazo de Jaramillo, que convierte sus imágenes en comentario mordaz sobre lo observado.
Luciano Jaramillo. Cocktail, 1981. Pastel sobre papel, 100 x 68 cm
Diego Mazuera. Marcando el paso, 1996. Óleo sobre lienzo, 54 x 65 cm Diego Mazuera (Bogotá, 1950) presenta una pintura matérica, de estructura fuerte, casi arquitectónica. En esta obra, la escena se desenvuelve en una suerte de espacio figurado, determinado a través de planos amplios de color. La iluminación del cuadro se torna dura por el tipo rígido de sombra que el joven proyecta en el suelo. La tensión es generada por la fuerte referencia al espectáculo, pese a que no existe en la imagen referencia a ningún tipo de público. El personaje no actúa para ser visto; en sus brazos reposan dos animales dibujados esquemáticamente. La imagen parece estar llena de recovecos metafóricos que cambian bruscamente de dirección por la presencia de elementos como la mesa de plancha, en el extremo derecho. Así, nos encontramos frente a un espacio reflejo de espacios mentales del artista, situación en la que cualquier pregunta por el sentido del cuadro, es una pregunta por el otro, un misterio sobre la naturaleza del artista que lo originó.
Diego Mazuera. Marcando el paso, 1996. Óleo sobre lienzo, 54 x 65 cm
Yolanda Mesa. Matrimonio, 1988. Litografía, 70 x 50 cm Las imágenes de Yolanda Mesa (Medellín, 1953) son “superficiales”, de colores planos y brillantes, alternados con un dibujo lineal y ligero, que no aspira a comprender la realidad material del objeto representado. Esto, que podría sonar a inconsistencia, es aquí totalmente consecuente. Sus imágenes condensan la visión crítica de una sociedad donde nociones como felicidad o amor, son absorbidas por clichés que empobrecen el lenguaje, los gestos y aun las expectativas del individuo. En Matrimonio, una pareja que se abraza, feliz en apariencia, la inclusión de las figuras de otra mujer y otro hombre, desmonta la narrativa inicial y reitera la crítica a los lugares comunes sobre ideales de vida, no por la dificultad de construirlos sino por la condición ficticia que los sustenta. Mesa usa elementos del lenguaje fotográfico, que le permiten acercarse más a la ficción. Tal grado de ficción y frivolidad encuentra explicación cuando afirma “mi trabajo es como un gran set de teatro”.
Yolanda Mesa. Matrimonio, 1988. Litografía, 70 x 50 cm
Elsa Zambrano. El hábito 2, 1999. Acrílico sobre lienzo, 146 x 114 cm En las pinturas de Elsa Zambrano (Bogotá, 1951) nos enfrentamos a una poética del ocultamiento, a una revaloración de lo omitido: la base, la espalda, la planta. En El hábito 2 recurre a un tema común desde que el espíritu moderno se tomó por asalto el mundo de la representación: desde el barroco hasta el siglo xx, desde Rembrandt y Velázquez hasta Pollock, el artista ha abierto espacios para insertar dentro de la lógica de la representación, un estudio del propio acto creativo. En este caso, Zambrano presenta la labor artística de manera escueta, como resultado de la disciplina, no de la genialidad. La composición es poco usual; presenta en primer plano al personaje de espaldas, mientras dibuja sobre un plano azul, que no brinda elementos de interpretación. El cuadro, es evidente, oculta más información de la que revela, dejando como única certeza la íntima relación entre ese sujeto y la superficie, relación definida en el espacio vacío en que se desenvuelve la acción artística.
Elsa Zambrano. El hábito 2, 1999. Acrílico sobre lienzo, 146 x 114 cm
Lorenzo Jaramillo. Danzantes (tríptico), 1988-90. Óleo sobre cartulina, 110 x 225 cm Los cuadros de Lorenzo Jaramillo (Hamburgo, Alemania, 1955 - Bogotá, 1992) son un complejo ejercicio de reconocimiento de la condición humana, enunciado a través del color y la plasticidad en el manejo de la figura. Jaramillo concretó su producción respondiendo a una especie de orden constelar, en el que su impulso creativo se ceñía a un conjunto de series que fue alimentando a través de los años. Varias de estas series abocan aspectos de la vida nocturna, bares, fiestas, en los que la compleja naturaleza humana tiende a escenificarse y a dilatarse. Danzantes se relaciona con este tipo de imágenes. Uno de los elementos fundamentales de Jaramillo es el color, que juega un papel estructural en la composición. Danzantes exhibe una amplia paleta de colores ácidos y saturados que contrastan con zonas oscuras y cargadas. En realidad, figura y color son indisolubles en sus imágenes: la distinción entre pintura y dibujo se suprime en una función de densificación y expansión del gesto expresivo.
Lorenzo Jaramillo. Danzantes (tríptico), 1988-90. Óleo sobre cartulina, 110 x 225 cm Los cuadros de Lorenzo Jaramillo (Hamburgo, Alemania, 1955 - Bogotá, 1992) son un complejo ejercicio de reconocimiento de la condición humana, enunciado a través del color y la plasticidad en el manejo de la figura. Jaramillo concretó su producción respondiendo a una especie de orden constelar, en el que su impulso creativo se ceñía a un conjunto de series que fue alimentando a través de los años. Varias de estas series abocan aspectos de la vida nocturna, bares, fiestas, en los que la compleja naturaleza humana tiende a escenificarse y a dilatarse. Danzantes se relaciona con este tipo de imágenes. Uno de los elementos fundamentales de Jaramillo es el color, que juega un papel estructural en la composición. Danzantes exhibe una amplia paleta de colores ácidos y saturados que contrastan con zonas oscuras y cargadas. En realidad, figura y color son indisolubles en sus imágenes: la distinción entre pintura y dibujo se suprime en una función de densificación y expansión del gesto expresivo.
Lorenzo Jaramillo. Danzantes (tríptico), 1988-90. Óleo sobre cartulina, 110 x 225 cm Los cuadros de Lorenzo Jaramillo (Hamburgo, Alemania, 1955 - Bogotá, 1992) son un complejo ejercicio de reconocimiento de la condición humana, enunciado a través del color y la plasticidad en el manejo de la figura. Jaramillo concretó su producción respondiendo a una especie de orden constelar, en el que su impulso creativo se ceñía a un conjunto de series que fue alimentando a través de los años. Varias de estas series abocan aspectos de la vida nocturna, bares, fiestas, en los que la compleja naturaleza humana tiende a escenificarse y a dilatarse. Danzantes se relaciona con este tipo de imágenes. Uno de los elementos fundamentales de Jaramillo es el color, que juega un papel estructural en la composición. Danzantes exhibe una amplia paleta de colores ácidos y saturados que contrastan con zonas oscuras y cargadas. En realidad, figura y color son indisolubles en sus imágenes: la distinción entre pintura y dibujo se suprime en una función de densificación y expansión del gesto expresivo.
Lorenzo Jaramillo. Danzantes (tríptico), 1988-90. Óleo sobre cartulina, 110 x 225 cm
Jaime Castellanos. Sin título, 1990. Óleo sobre lienzo, 61 x 50 cm En las pinturas de Jaime Castellanos (Bogotá, 1956) el pigmento parece convertirse en el soporte expresivo primordial de la composición. Las imágenes presentan la yuxtaposición de nociones pictóricas y es allí donde el observador puede buscar el sentido latente en ellas. El color de sus obras, que parece provenir de sistemas de comprensión divergentes, se aglutina en un espacio netamente pictórico, cerrado en su propia condición material. En esta obra, el azul, el blanco y los violetas de la figura, parecen resultado de una operación diferente a la del tratamiento del fondo, definido por colores ricos en matices. A pesar de su densidad, la figura se funde con el fondo, emergiendo como hecho concreto en sus lugares más determinados y como simple espectro hacia sus límites. El elemento central parece denunciar valores, más que objetos. Verticalidad, solidez, aplomo se relacionan con la figura a través de una sutil estructura del deseo: la mirada, el gesto de la mano.
Jaime Castellanos. Sin título, 1990. Óleo sobre lienzo, 61 x 50 cm
Vicky Neumann. Dulces sueños Charlotte, 1987. Óleo sobre lienzo, 65 x 81 cm Después de experimentar con una pintura ligada al expresionismo abstracto, Vicky Neumann (Barranquilla, 1963) retornó a la figuración, sin olvidar jamás aquel aprendizaje. De ahí la espontaneidad desbordante de sus obras, conformadas con total libertad de nociones compositivas cerradas y polares como verticalidad/horizontalidad, fondo/figura, forma/materia, opacidad/transparencia. Neumann aborda la creación pictórica con la misma horizontalidad y corporeidad con que lo harían Tapies o Pollok, sin negarse a dejar aparecer referencias figurativas. Por eso, en sus pinturas color, forma, materia hacen parte de una misma categoría. Estos elementos devienen en un medio expresivo unificado que se expande orgánicamente por todo el plano pictórico y son, a la vez, huella y prótesis; de modo que al enfrentarnos a su pintura, no sólo estamos frente a su mirada sino que somos interpelados, en cierto modo, por su cuerpo franco y vital.
Vicky Neumann. Dulces sueños Charlotte, 1987. Óleo sobre lienzo, 65 x 81 cm
Alberto Sojo. Vámonos, 2003. Óleo sobre papel, 75 x 73 x 5 cm La obra de Sojo (Barranquilla, 1956) se enraíza en el impulso global de la pintura en los ochenta. En Colombia, tal impulso tomó rumbos diversos, desde la abstracción concreta hasta la figuración neoexpresionista. Sojo, que se inserta en la segunda vertiente, empezó a construir su iconografía desde una perspectiva circunscrita a su entorno, pero desplazándolo hacia el lugar de la ficción. Allí, aborda temas tan tradicionales como la figura humana, pero desde perspectivas inusitadas. Sus cuadros poseen un movimiento exaltado por la incomodidad de los encuadres, la monumentalidad de las figuras y la vectorialidad de la pincelada. En esta obra, pese al salto hacia las tres dimensiones, no se puede afirmar que incursione en la escultura. Sojo es, ante todo, pintor. Aquí, trazo, color, composición, reiteran los valores pictóricos, fortalecidos por instrumentos compositivos como fragmentación y expresividad del movimiento pues, pese al espesor, la figura presenta un gesto suelto y sencillo.
Alberto Sojo. Vámonos, 2003. Óleo sobre papel, 75 x 73 x 5 cm
Carlos Salazar. Tella Brumangsia, 2003. Óleo sobre lienzo, 120 x 92 cm Carlos Salazar (Bogotá, 1957) ha desarrollado su obra en el campo de una figuración que se desplaza constantemente entre los espacios de lo onírico, lo real y lo ficticio. A pesar de su representación realista de la figura femenina, sus cuadros están cargados con elementos bizarros, alternados con zonas de trabajo netamente pictórico. En Tella Brumangsia la figura central es una mujer, representada de modo veraz. Sin embargo, el atuendo ciertamente particular, la importancia que cobran los accesorios y, sobre todo, la ausencia de naturalidad en su postura, hacen que la escena resulte extraña y empiece a tocar territorios ajenos al de lo real. La composición bastante saturada de la figura se recarga con el color brillante de la pared y la configuración geométrica del piso. No obstante, la mirada de la mujer dirige la del espectador hacia el elemento más sencillo de la composición: las dos flores que sostiene en su mano derecha.
Carlos Salazar. Tella Brumangsia, 2003. Óleo sobre lienzo, 120 x 92 cm
Bibiana Vélez. Dificultad inicial, 1988. Acrílico sobre lienzo (díptico), 150 x 120 cm En Dificultad inicial, Bibiana Vélez (Cartagena, 1956) realiza un interesante ejercicio en que traspone de manera directa el proceso por el cual se erige la representación, al territorio de la representación misma. La artista aparece en la zona inferior, registrada en el acto mismo de pintarlo. Su cuerpo es representado desde su propio ángulo de visión, de modo que el cuello y la cabeza son omitidos en el cuadro, por no poder ser vistos. Esto denota el carácter auto-reflexivo de la imagen, en la que la artista se presenta, no como pintora, sino como sujeto de la pintura. Resulta interesante la composición curva del paisaje que parece cerrarse en torno a ella. También el modo en que su cuerpo resulta envuelto en el espacio de la representación, eliminando la distancia entre el espacio de quien pinta y el de lo pintado. Los colores dan al cuadro una temperatura cálida y la referencia al espacio tropical puede interpretarse como otro elemento auto-referencial en la imagen.
Bibiana Vélez. Dificultad inicial, 1988. Acrílico sobre lienzo (díptico), 150 x 120 cm
Nadín Ospina. Ídolo con muñeca y cincel, 1999. Piedra, 31 x 17 x 14 cm La obra de Nadín Ospina (Bogotá,1960) es una de las propuestas más críticas e incisivas realizadas en Colombia alrededor de tópicos como la identidad nacional y la importancia de los íconos que de manera simultánea la contienen y la configuran. En ella, Ospina realiza un ejercicio de yuxtaposición de íconos de culturas colombianas prehispánicas con íconos de la cultura de masas. El resultado parece ser la encarnación de una violenta penetración de un elemento en el otro, imagen desconcertante que desconoce la naturaleza de los dos factores en relación. En Ídolo con muñeca y cincel, encontramos una fusión entre un monumento propio de la cultura San Agustín y el famoso ratón Miguelito de Walt Disney. El resultado es a la vez perturbador y ridículo, pero totalmente unificado: ambos elementos parecen haberse fusionado de manera irremediable. La obra de Nadín Ospina se cierra sobre sí, entonces, convirtiéndose en una especie de ícono de la actual nacionalidad colombiana.
Nadín Ospina. Ídolo con muñeca y cincel, 1999. Piedra, 31 x 17 x 14 cm
Rodrigo Facundo. Sin título, 2002. Técnica mixta sobre madera, 30 x 24 cm La obra de Rodrigo Facundo (Ibagué, Tolima, 1958) ha desarrollado una suerte de estudio iconográfico sobre la violencia. Sus trabajos perfilan el proceso en que la imagen, el gesto, el objeto, devienen en símbolos de violencia, pero que, al invadir así sistemáticamente los escenarios del imaginario de nuestra sociedad (noticieros, periódicos, arte, etc.), se neutralizan o debilitan su potencial semiótico. Facundo recoge tales elementos dentro de su obra, interrumpiendo su ciclo de degradación y dotándolos de nuevo con la plasticidad y distancia necesarias para regenerar su estatus semiológico. Esta obra recuerda los íconos religiosos, pero el centro es una mano que hace un gesto, que es a la vez símbolo, pero que cambia de significado según el contexto en que se emplee. Este aislamiento del gesto implica una abstracción por parte del espectador, quien deberá dotarlo de sentido subjetivamente. Se revelarán, entonces, las estructuras simbólicas intrínsecas a su educación y entorno.
Rodrigo Facundo. Sin título, 2002. Técnica mixta sobre madera, 30 x 24 cm
Lucas Ospina. Sin título, 1995. Acuarela sobre papel, 35 x 25 cm Lucas Ospina ( Bogotá, 1971) ha abordado la historia del arte en Colombia desde sus “no lugares”, a través del simulacro y la invención de hitos en el ámbito de su plástica. Negándose a entrar en dinámicas unidireccionales de evolución de las artes en nuestro país, Ospina transita en el rodeo, en la perífrasis y, desde allí, realiza una obra en que cuestiona nociones como la originalidad de la obra de arte o la necesidad de la construcción de estilos individuales. Su obra es consecuente con el pensamiento que afirma el valor de la actividad artística que todos desarrollamos, así no produzcamos obras de arte. Por ello, pese a su mordacidad, sus obras nos brindan un espacio abierto para el deleite y la reflexión. En este trabajo hay economía de elementos. El dibujo y la mancha se extienden con desenfado sobre el papel, que se convierte en elemento activo de la composición, configurando una imagen etérea, pero plena de espacios aptos a la contemplación.
Lucas Ospina. Sin título, 1995. Acuarela sobre papel, 35 x 25 cm
José Horacio Martínez. El público (panel izquierdo), 1999. Técnica mixta sobre lienzo, 34 x 60,5 cm cada uno José Horacio Martínez (Buga, 1961) ha trabajado dos puntos de interés en torno a la naturaleza de la imagen mediática. El primero, su contradicción inherente. Por ejemplo, las fotografías de un medio que, a pesar de aspirar a ser imágenes documentales y de ser aceptadas así por sus observadores, sólo muestran sucesos fragmentados. Y dado que el fragmento implica selección, estas imágenes no son objetivas ni documentales. El segundo es que, además de su fragmentación, estas imágenes devienen en una suerte de reflejos de la realidad: la representan pero no la contienen y pueden, incluso, velarla. A partir de estas nociones, Martínez elabora sus imágenes. Cuando una imagen es separada de su contexto y adquiere un carácter subjetivo, inicia un proceso de autoseñalamiento, no representa más un hecho político determinado sino que empieza a significarse a sí misma, revelando su carácter parcial, subjetivo y pleno de posibilidades.
José Horacio Martínez. El público (panel izquierdo), 1999. Técnica mixta sobre lienzo, 34 x 60,5 cm cada uno
Cristina Llano. Sin título, sf. Óleo sobre lienzo, 132 x 112 cm En las obras de Cristina Llano (Cali, 1955) el plano es como el receptáculo de una emoción que se desborda y cobra forma en términos de color y pincelada. El significado profundo de sus imágenes no reside en la composición, los personajes, el espacio o el color, sino en el acto mismo que las ha fundado. Por todo ello, sus pinturas poseen una riqueza gestual evidente en cada acto que las conforma: la pincelada, el color, la relación entre figuras. En esta obra, cada elemento es explotado como soporte expresivo. El plano, dividido en tres espacios mediante franjas de color, expresa esa relación irreconciliable entre dos sujetos que se niegan a separarse con tanto ímpetu como el de la fuerza que impide su aproximación. Un elemento interesante de la obra es la exterioridad de los puntos de tensión, que parecen llamar, desde el espacio ajeno al plano pictórico, a cada uno de los elementos, a cada una de las pinceladas a desbordarse, en gesto que recuerda el acto que los creó.C
Cristina Llano. Sin título, sf. Óleo sobre lienzo, 132 x 112 cm
José Antonio Suárez Londoño. Sin título, 2000. Litografía sobre piedra, 38 x 26 cm La obra de José Antonio Suárez Londoño (Medellín, 1955) se extiende de manera paulatina, con la sencillez del gesto de quien da un paso más mientras camina. Sus dibujos y estampas parecen surgir como por encantamiento. Ahí, en el lugar donde la mirada se queda suspendida, se iniciará el desplazamiento que acabará en un nuevo territorio, sobre el papel. De este modo, Suárez va escribiendo, sin mayores pretensiones, con la paciencia y el preciosismo que implica la labor del calígrafo, un diario de la mirada, un diario que contiene en su extensa dimensión la imagen de un mundo transpuesto por la percepción y voluntad creativa de un sujeto. Así, cada imagen realizada por José Antonio Suárez posee la espontaneidad y sencillez del boceto, así como la complejidad y riqueza de una obra que solo encuentra su final en la siguiente, y en la siguiente.
José Antonio Suárez Londoño. Sin título, 2000. Litografía sobre piedra, 38 x 26 cm
Texto de: Sylvia Juliana Suárez
Andrés de Santa María (1860 - 1945) introdujo una ruptura en las convenciones artísticas colombianas. Formado en Europa, fue quien primero concibió la pintura como medio para crear un lenguaje expresivo personal. En su época de madurez, sin desdeñar los temas tradicionales, consolidó una técnica singular caracterizada por la aplicación de los pigmentos mediante espátulas o incluso sus propios dedos. Las manos de Santa María, tanto en los retratos o en las escenas religiosas, son más bien gestos pictóricos antes que extremidades sometidas a un detallado estudio anatómico. Sabemos que son manos porque tienen cinco dedos y provienen de un brazo, pero nada en ellas recuerda ya las relamidas manos de Garay ni las de Acevedo Bernal.
La tradición neoclásica encuentra en Marco Tobón Mejía (1876 - 1933) al más importante cultivador. En mármoles como El silencio, la mujer cubre sus pechos desnudos entrecruzando los brazos y apoyando cada mano en el hombro. Se trata aquí de establecer una alegoría: ante la muerte, solo cabe guardar silencio, tal como lo hace esta suerte de ángel desnudo de la belleza. El óleo de Eladio Vélez (1897 - 1967) titulado Marco Tobón Mejía modelando una medalla (1931) constituye un sentido homenaje al escultor antioqueño, a quien vemos de perfil, concentrado en la elaboración de una pieza en su estudio en Francia.
Dotados de conocimientos académicos, acogidos al gusto españolizante del momento y nostálgicos por las costumbres nacionales que los pintores y escritores decimonónicos popularizaron, los neocostumbristas de la generación del Centenario eligen personajes típicos, dispuestos en coloridas escenas de mercado que glorifican los frutos de la tierra, o componen artificiosas escenas protagonizadas por damas bogotanas ataviadas con mantilla o pañolón. Coriolano Leudo (1866 - 1957), Eugenio Zerda (1878 - 1945) y Miguel Díaz Vargas (1886 - 1956), ejemplifican bien estas inclinaciones del gusto dominante, prolongadas posteriormente por Ricardo Gómez Campuzano (1893 - 1981) como pintor de retratos, escenas de costumbres y paisajes.
A medio camino entre el costumbrismo, la academia y el modernisno, Francisco Antonio Cano (1865 - 1935) creó la obra emblemática de la colonización antioqueña. Horizontes (1913) no sólo es un reflejo de la pugna entre el hacha y el papel sellado, sino que es una pieza maestra en cuanto a su concepción estructural basada en la proporción áurea. Una familia de colonizadores, integrada por el padre, la madre y un pequeño hijo, hacen un alto en el camino. El hombre, con mirada avizora y gesto esperanzador, alarga el brazo izquierdo para señalar el rumbo, como conjurando el futuro totalmente incierto que les aguarda. El gesto de su mano es una réplica de la mano del Creador dándole vida a Adán en la célebre escena de la Capilla Sixtina de Miguel Ángel. Este detalle particular resulta muy significativo porque representa al colonizador como creador de su destino, alimentado por una esperanza que lo mueve a conquistar tierras para fundar una nueva estirpe.
Las manos pintadas por los artistas nacionalistas, quienes a partir de la década de los treinta reaccionaron contra el neocostumbrismo y la academia, son de preferencia las de los trabajadores de la tierra, las minas o las fábricas. Ramón Barba (1894 - 1964) uno de los escultores más destacados del grupo de Los Bachués, presta especial énfasis a los rasgos humanos y a las manos, elaboradas con gran realismo anatómico en sus piezas de madera. Las barequeras de Pedro Nel Gómez (1899 -1984), agarran por igual a sus hijos y a la batea para lavar el oro de los ríos, mientras los mineros beben o lloran al compañero muerto. Pero en sus obras también hay manos que enarbolan pancartas de protesta social, manos de niños hambrientos, o manos que cargan los cadáveres de la injusticia, mientras que las manos de los poderosos señalan los mapas de la república, repartiéndose los recursos naturales. Las tallas de escultores como José Domingo Rodríguez (1895 - 1968), no dudan en alterar las proporciones para enfatizar el principal apéndice del cuerpo con el que los hombres transforman la naturaleza y crean riqueza. Los lanceros de Rodrigo Arenas Betancourt (1919 - 1995) en el homenaje a los aguerridos luchadores de la independencia de España, esgrimen sus armas contra el enemigo, como poseídos por el fuego de la libertad.
En contraposición a esta amplia gama de manos, curtidas en la lucha diaria por la subsistencia o en la defensa de convicciones, se encuentran las obras de Gonzalo Ariza (1912 - 1995), y las modernistas y estilizadas, debidas a Sergio Trujillo Magnenat (1911 - 1999) y a Carolina Cárdenas (1903 - 1936), influenciadas por el art déco, la velocidad y el progreso tecnológico. En ellas se dibujan los nuevos ideales de la belleza femenina, en un siglo marcado ya por el vertiginoso progreso, los movimientos de cambio y las incertidumbres. Las manos de los característicos personajes femeninos de Ignacio Gómez Jaramillo (1910 - 1970), están diseñadas por una racionalidad que parece querer refrenar la sensualidad de esos voluptuosos cuerpos.
Débora Arango (1907) captó con ironía un ritual religioso vinculado a las manos. En La procesión (1941), una mujer de vida alegre, de largos dedos y uñas rojas, se inclina para besar la mano del arzobispo en medio del desfile. Esa suerte de juego de manos que ocupa el centro de la acuarela, enfrenta la mano grande de la prohibición religiosa, con la delicada y desafiante de la sensualidad femenina. Sabemos que no se trata de la representación de un gesto piadoso sino de un irónico cuestionamiento del culto casi mitológico a los todopoderosos representantes de Dios en la tierra. En otras imágenes suyas, sobresalen las grandes manos naturalistas de los desnudos femeninos frontales, que se presentan con su cruda y hermosa verdad, pero también están esas garras o garfios con que dota a los protagonistas de las pinturas de denuncia social y sátira política, en las que representa la muerte, la ignominia o la codicia de los poderosos. La mano ensangrentada impresa en la pared de uno de los vagones del Tren de la muerte (ca. 1948), parece ser la trágica versión contemporánea de aquella mano prehispánica estampada en una pared rocosa.
Eco de las manos picassianas de Guernica se encuentra en Masacre 10 de abril (1948) de Alejandro Obregón (1920 - 1992), cuadro en el que los fragmentos de cuerpos mutilados delatan la violencia desatada con motivo del asesinato del líder Jorge Eliécer Gaitán. Aquí las manos empuñadas han sido desmembradas y no pertenecen a ningún cuerpo; de proporciones alteradas, expresan dolor, rabia, indignación e impotencia ante la barbarie. Al año siguiente, un joven pintor de Medellín llamado Fernando Botero (1932), pintó Mujer llorando (1949), acuarela en la que una figura femenina desnuda, agobiada por la pena, se aferra a su propio cuerpo y cubre su rostro con una mano descomunal. Esta viva estampa del dolor y el padecimiento, más parece esculpida que pintada, debido a la ardorosa exaltación de los volúmenes. Aunque ha sido interpretada como reflejo de la violencia de la época, en realidad esta imagen fundadora alude al episodio autobiográfico del duelo materno.
Las manos de las pinturas, dibujos y esculturas de Enrique Grau (1920), son regordetas y sensuales; sirven para apoyar una cabeza femenina que sueña, sostienen un antiguo teléfono o un collar de perlas, llevan flores, señalan o gesticulan en medio de atmósferas nostálgicas o teatrales. Dueñas de un aire despreocupado, alegre y mundano, están totalmente desentendidas de las tragedias cotidianas o los grandes conflictos históricos. En contraposición, las manos desechas de La horrible mujer castigadora (1965) de Norman Mejía (1938), uno de los más sobresalientes representantes de la nueva figuración expresionista que emergió en contradicción al auge del arte abstracto de la década de 1950 y 1960, están como disueltas en la descarnada materialización de la tragedia, confundidas con vísceras, piel desollada y cuerpo martirizado. Están hechas de manchas, chorreaduras, golpes de pincel, gestos e improperios pictóricos; de acuerdo con Marta Traba, esta pintura “asesta un estupendo golpe a la mentalidad colombiana mantenida con un pie en la alegoría y otro en la hipérbole”.
En El delirio de las monjas muertas (1973 - 1974), la magistral serie de grabados de Juan Antonio Roda (1921 - 2003), las manos cumplen un papel fundamental en medio de un clima onírico que vincula el misterio de lo sagrado con lo erótico. Una mano que se desprende de un guante, parece aludir al desnudamiento; una mano con un estilete marca un punto neurálgico en el delirio; una palma abierta se entrelaza a otra mano, atravesada por la línea de la muerte; los dedos y las plumas parecen convertirse en metáforas del tacto, como lo son de la mirada esas manos que llevan ojos. La serie se cierra con la que podría ser la mano de una parca que sostiene el tenue hilo de la vida, mientras unas terribles tijeras de tres cuchillas se aprestan a cortarlo desde la sombra.
Los artistas políticos representaron figuras en las que las manos, o su ausencia, cumplen un papel expresivo muy elocuente, creando un clima de violento dramatismo. Manos al cuello o a la cabeza, manos cercenadas, manos atadas, manos agarrotadas, retorcidas o contrahechas, constituyen, como en el caso del arte colonial, un amplio repertorio gramatical para decir los horrores de la violencia, la tortura y la represión. No menos importante, pero con una función diferente, es el lenguaje de las manos en la obra de Luis Caballero (1943 - 1995). Crispadas, en trance de dolor o placer, las manos que dibujó o pintó son dueñas de un gran poder para revelar sentimientos interiores que pasan por el cuerpo, el que sumido en un éxtasis agónico, oscila entre Eros y Tanatos.Jim Amaral (1933) y Leonel Góngora (1932 - 1999) han recurrido también a las manos dentro de su innovadora figuración personal. En el caso de Amaral, en la serie que produjo en la década de los setenta, las manos y dedos hacen parte de un complejo repertorio de jeroglíficos alusivos al sexo, la memoria, el tacto y el cuerpo, que de manera inesperada se metamorfosean unos en otros con gran imaginación, como siguiendo una secreta lógica inconsciente. En el caso de Góngora, los largos y flexibles dedos de sus personajes inauditos, contribuyen a fijar un clima enrarecido de pasiones desbordadas, que parece apelar a ocultas e inconfesables fantasías.
Basada en una fotografía de una noticia sobre el suicidio de dos enamorados, Beatriz González (1938) pintó tres variaciones tituladas Los suicidas del Sisga (1966), una de las más significativas imágenes modernas del arte colombiano. De medio cuerpo, vemos a la sencilla pareja que se hizo retratar momentos antes de quitarse la vida por mutuo acuerdo. Un rictus indefinible recorre los rostros por última vez, mientras en el centro geométrico de la composición, la mano derecha de ella se anuda para siempre a la mano izquierda de él. Los dedos se juntan como prolongándose los unos en los otros, mientras sostienen un ramillete de flores, y de esta manera, queda sellada para siempre la unión de la pareja más allá de la muerte. En etapas posteriores de su trabajo, las manos adquieren un papel protagónico, particularmente en las series denominadas Las Delicias (1997) y Dolores (2001), alusivas a las masacres de pobladores rurales. En estas pinturas, las manos cubren el rostro de madres horrorizadas ante la magnitud de una tragedia que es mejor no mirar.
Los artistas primitivos producen imágenes ingenuas bajo la urgencia expresiva de plasmar un mundo ajeno a la preceptiva académica y al gusto culto. Proporciones caprichosas, dibujo agreste, colores encendidos y composiciones dictadas por la necesidad, caracterizan estas piezas que comenzaron a ser valoradas como auténticas expresiones artísticas en la década de los sesenta. En el extremo opuesto del arte primitivo está la abstracción, que aunque no representa formas basadas directamente en la realidad, es una tendencia en la que la mano del artista cumple una tarea fundamental. Bien sea en el caso del informalismo, del expresionismo abstracto o de la abstracción geométrica, el gesto espontáneo, el grafismo, la mancha ocasionada por el azar o por un sentimiento súbito, así como la rigurosa construcción racional, dependen fundamentalmente de la mano del pintor o del escultor, que como instrumento de creación, traduce en la materia emociones o raciocinios cromáticos.
Tal vez la mano más poderosa del arte colombiano es Mano izquierda (sf) de Botero, monumental escultura en bronce que glorifica la más potente de las articulaciones humanas. Si bien como todas las manos, ésta también “comienza en la muñeca y fenece donde terminan los dedos”, según definición del Diccionario de Autoridades del siglo xviii, la versión de Botero se constituye en sí misma como un cuerpo completo y autosuficiente, que para existir no requiere de nada más que su propio volumen expandido. Se trata de un sensible homenaje a la mano humana, principio de todas las cosas.
La figuración de Juan Cárdenas (1939), caracterizada por una poética de la objetividad, tiene como personaje central la imagen del propio artista. Para Cárdenas como pintor y excelente dibujante, las manos están hechas por sutiles toques de luz o incluso por manchas que sugieren ese dudoso equilibrio entre realidad y representación que tanto lo obsesiona. En la figuración hiperrealista de Darío Morales (1944 - 1989), los desnudos femeninos con frecuencia ocultan sus manos detrás del cuello o la cabeza, enfatizando la corporeidad y los atributos de las modelos.
En los ensamblajes tridimensionales que Bernardo Salcedo (1939) realizó en la década de los setenta, una anatomía dislocada se integra a recipientes como cajas o maletas, para constituir, con vocación arquitectónica, una extraña metáfora poética que, con humor paradojal, inteligencia y fantasía, consigue desacomodar las convenciones del espectador y refleja, según Marta Traba, el “absurdo nacional”. El interés de Saturnino Ramírez (1946 - 2002) por la vida urbana y sus seres anónimos se manifiesta en los bares y la vida nocturna, en la que personajes oscuros están absortos en un juego de billar, sostienen los tacos, arreglan las bolas, calculan el juego, fuman, beben y entretienen la soledad. María de la Paz Jaramillo (1948) plantea con argumentos fundados en un cromatismo exaltado y un dibujo deliberadamente antiacadémico, el mundo de la música caribeña; las manos son manchas en relación rítmica con los demás colores del cuadro.
Tras las exploraciones conceptuales y abstractas, que suprimieron de las representaciones de vanguardia al cuerpo humano, el resurgimiento de la representación en la década de los ochenta trajo un renovado interés por la figura humana. La fragmentación, el subjetivismo nutrido por la tradición, la reactualización de movimientos como el expresionismo y la fusión ecléctica de estilos y técnicas, caracteriza los desarrollos recientes. Particularmente destacado es el trabajo pictórico de Lorenzo Jaramillo (1955 - 1992); en sus dibujos, unas cuantas líneas gruesas y nerviosas sirven para indicar manos ansiosas o convulsas, como se aprecia en la Suite de las muchachas extravagantes (1985), mientras que en sus pinturas de abigarrado colorido y personajes deformados, las manos adquieren una fuerza inusitada, particularmente en la serie Óleos negros (1979 - 1981). Las nuevas generaciones de artistas presentan la anatomía humana con libertad e imaginación dentro de tendencias contemporáneas como el neoexpresionismo, o bien como parte de los simbolismos subjetivos a los que recurren para plasmar complejas mitologías privadas que alimentan con referencias culturales de diversa procedencia.