- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
La soledad de Luis Caballero
1983 / Óleo y carboncillo sobre papel / 76 x 57 cm
Jean Dubuffet / Analyse raisonée de la Dame aguicheuse / 1970 Transferencia sobre poliéster / 102 x 40 x 28 cm
Miguel Ángel / El despertar del gigante / 1519-1520 ca. / Mármol / 267 cm alto Galleria dell´Accademia, Florencia.
Eugenio Délacroix / Muerte de Sardanápalo / 1827 ca. / Óleo sobre lienzo / 392 x 496 cm / Museo del Louvre, París.
Giovanni Battista Di Jacopo, llamado Rosso Florentino / Pietà. / 1530 ca. / Óleo sobre lienzo, 127 x 163 cm / Museo del Louvre, París.
Teodoro Géricault / La balsa de La Medusa / 1819 / 491 x 716 cm / Óleo sobre lienzo / Museo del Louvre, París.
Kasimir Malevich / Cruz negra / 1913 ca. /Óleo sobre lienzo / 106 x 106,5 cm / Museo Estatal Ruso, San Petersburgo.
Pablo Picasso / Les demoiselles d´Avignon / 1907 / Óleo sobre lienzo / 244 x 234 cm / Museo de Arte Moderno, Nueva York.
Mark Rothko / Sin título / 1962 / Óleo sobre lienzo / 205 x 193 cm / Museo de arte David y Alfred Smart, Missouri, EE.UU.
Francis Bacon / Tres estudios para figuras en la base de una crucifixión / 1944 / Óleo sobre madeflex / Tríptico, 95 x 73,5 cm cada panel. / Tate Gallery, Londres.
Francis Bacon / Tres estudios para figuras en la base de una crucifixión / 1944 / Óleo sobre madeflex / Tríptico, 95 x 73,5 cm cada panel. / Tate Gallery, Londres.
Francis Bacon / Tres estudios para figuras en la base de una crucifixión / 1944 / Óleo sobre madeflex / Tríptico, 95 x 73,5 cm cada panel. / Tate Gallery, Londres.
Andrea Mantegna / Cristo muerto / Óleo sobre lienzo / 66 x 81 cm / Pinacoteca de Brera, Milán.
Rembrandt / Buey en canal / 1660 / Óleo sobre madera / 111 x 90 cm / Museo del Louvre, París.
Miguel Ángel / Autorretrato en El juicio final / Pintura al fresco (detalle) / Capilla Sixtina, Roma.
1985 / Carboncillo sobre papel / 95 x 190 cm
Texto de: Antonio Caballero
En 1990, cuando pintaba el inmenso lienzo llamado “gran telón” (aunque no tiene título) en la Galería Garcés Velásquez de Bogotá, Luis Caballero explicó sus intenciones: “Hay que intentar hacer una gran obra. En general el arte contemporáneo peca por falta de ambición. En plástica hacer una gran obra es crear una imagen necesaria: lo demás es decoración”.
No se refería al gran tamaño del cuadro que por esos días estaba pintando (cinco metros por seis); sino a la ambición descomunal, desmesurada, que hay, o debe haber, en el origen de la gran obra de arte (sea en pintura, en poesía, en música, etc.). Y aún antes de la composición y la ejecución de la obra: en su propósito. Una ambición que se resume en la decisión demoníaca de rivalizar con Dios. De crear, y no simplemente de representar lo creado: la creación ajena. De hacer, y no de limitarse a embellecer: a decorar. Lo que hace de Luis Caballero un gran artista es el tamaño de su ambición.
Para ser un gran artista se requieren también otras virtudes, por supuesto, que caben vagamente bajo los rótulos de talento y trabajo. Incluyen también la suerte: el azar de haber nacido con las disposiciones adecuadas para el momento histórico, gracias al cual tiene la posibilidad de perdurar. Sin caer en gracia del gusto general, o sin tener un hermano sacrificado y protector como el Théo de Vincent Van Gogh, ningún artista pasa de ser el ignorado “artista del hambre”, el ayunador inane e inadvertido de la invención de Kafka. Y, al contrario, sin la desmesura de la voluntad ningún artista, por grandes que sean sus dones y mucha que sea su suerte, alcanza la grandeza. El amateur o el dilettante no pueden llegar a ella (ni tampoco quieren). Es equivocada la frase ingeniosa del esteta Óscar Wilde que dice que por haber puesto su genio en la vida sólo le quedó el talento para realizar su obra: lo que explica el fracaso (relativo) de Óscar Wilde como artista es su falta de verdadera ambición. Más cierta es otra frase (¿de las Selecciones del Reader’s Digest?) según la cual ser un genio es creerse un genio, y acertar. Sí: pero es también atreverse a ser un genio, corriendo el riesgo de no acertar. Y mientras más grande sea la ambición, mayor será la posibilidad del fracaso. Dijo alguna vez Samuel Beckett (aunque era hombre más de demostraciones que de definiciones) que “ser un artista es atreverse a fracasar”. Como fracasan casi todos. Como fracasó Luzbel, Lucifer, el Diablo mismo: ese gran ángel o demonio que tuvo la osadía de querer competir con Dios. En resumen: digamos que para empezar a ser un gran artista, para atreverse a intentar hacer una gran obra de arte, se necesita tener ganas, y no tener miedo.
El “gran arte”, tal como lo entendía Luis Caballero, en lo que se refiere a la plástica está históricamente fechado. Pertenece a dos momentos específicos y bastante breves de la cultura de Occidente en los que coinciden dos cosas: la ausencia de la fe (en la trascendencia) y la confianza en el espíritu humano. (Y, claro, un elevado desarrollo de la técnica: no hay “gran arte” primitivo). Esos dos momentos son el de la Grecia del siglo v antes de Cristo, el de Fidias y Policleto, que dura apenas medio siglo; y el de la Italia del alto Renacimiento: los treinta años del comienzo del Cinquecento que copan la madurez pletórica de Leonardo y Miguel Ángel y la juventud milagrosa de Rafael.
Son los momentos de plenitud que se ha dado en llamar “clásica”, aunque ni la Grecia clásica supiera que lo era (ni usara esa palabra), ni la Italia renacentista (que sí se llamó a sí misma de ese modo) conociera de la Antigüedad griega lo bastante como para saber copiarla. Por eso son momentos de creación casi inocente, de invención, de descubrimiento: de libertad soberana del espíritu. De seguridad y de certidumbre, de capacidad y de temeridad sobrehumanas: o, más exactamente, verdaderamente humanas. El Renacimiento italiano pudo desarrollarse a partir del recién inventado (tal vez por Petrarca) concepto de “humanismo”, como el clasicismo griego se desplegó a partir del concepto de “incredulidad” inventado por Sócrates. Así el pensamiento, y en consecuencia esa expresión física del pensamiento que es el arte, pudieron escapar a la tiranía de la fe y a la burocracia de la religión para bastarse a sí mismos. Por eso ni Fidias cree en el Zeus olímpico ni Leonardo cree en el Cristo de La última cena, en cuanto dioses dignos de adoración: son simplemente temas, son pretextos para la realización artística. (Y a la vez, claro, recursos de amparo contra el siempre posible y temible mordisco de la autoridad civil, religiosa o militar, que suelen ser la misma). El “clasicismo” de la Antigüedad, el “humanismo” renacentista, son palabras que suelen ir juntas porque se refieren a la misma cosa: la confianza serena del hombre en sí mismo.
Confianza fugaz. Esa seguridad pronto degenera en su propia caricatura de suficiencia, de jactancia. La luz griega del clasicismo se disuelve en el esteticismo de Praxiteles, y acaba diluyéndose en el amaneramiento helenístico, dependiente de un cada vez más refinado pero más vacuo virtuosismo técnico.
La escueta claridad italiana (toscana, romana) del Renacimiento degenera en el decorativismo manierista, a través del propio Miguel Ángel (es la imitación del estilo miguelangelesco, de su maniera, lo que le da su nombre al manierismo), de las blanduras satisfechas de Correggio, de las ambigüedades metafísicas de Lorenzo Lotto. El “gran arte” se ahoga en la espuma de su propio triunfo. Con lo cual volvemos a la intención, a la ambición, de Luis Caballero en su pintura.
Desde el principio era inmensa. Y desde el principio tenía trazados sus objetivos. Cuando niño anunciaba que se proponía ser, de grande, “pintor y escultor”: los dos oficios juntos entendidos como uno solo, inseparables. No llegó a serlo, estrictamente hablando: nunca esculpió la piedra ni moldeó la arcilla (o sólo en cacharritos y figuritas de alfarero de domingos en su adolescencia), y su pintura acabó siendo solamente dibujo, sin color, en blanco y negro (o sepia). Y sin embargo sí correspondía a lo que se había propuesto desde la niñez: se convirtió en un escultor del dibujo. Y un escultor, inevitablemente, renacentista y clásico. Pero antes de llegar allá, y a partir de los paisajitos de inspiración impresionista que pintaba a los catorce años, su arte iba a pasar por sucesivos avatares, por etapas que parecían vías muertas, caminos cerrados, sin salida. En el breve manifiesto sobre la “imagen necesaria” que cité al principio de estas notas explicaba: “Esa imagen he intentado hacerla de muchas maneras: realista, expresionista, formalista; y muchas veces me perdí porque olvidaba que esas maneras eran sólo caminos”.
Muy pronto se ocupó de desembarazarse de la influencia inevitable del arte de su tiempo. Inevitable porque, como anotó Salvador Dalí en un consejo a los artistas jóvenes, no hay que esforzarse por ser contemporáneo ya que eso es lo único que se será de todos modos. Inevitable, pero, en el sentir de Luis Caballero, insuficiente. Esos años sesenta y setenta de su formación artística en París (un París artísticamente exhausto), eran los de la dispersión de la pintura en una infinidad de escuelas y capillas y mezquinos reinos de taifas. Superficialmente reinaba, en sus muchas variantes, el superficial pop (superficial pictóricamente hablando: su interés es sociológico). Y con él el op, el cinetismo, la abstracción lírica, el informalismo, el grafismo, el arte conceptual, la abstracción geométrica, el neoexpresionismo, el hiperrealismo, sin contar performances y demás environnements. Pero la mediocridad general no era sólo de esos años: como diría luego Caballero, “en general el arte contemporáneo peca por falta de ambición”.
La observación es válida para todo el arte posterior al romanticismo francés del siglo xix, que todavía produjo grandes obras de apasionada vehemencia y aspiración luciferina como El banquete de Sardanápalo de Délacroix o La balsa de La Medusa de Géricault. Desde Cézanne y desde los impresionistas, y luego desde la abstracción y el torbellino de los “ismos” y las vanguardias de principios del siglo xx, la ambición de los pintores (y también, aunque en menor grado, de los escultores) se empequeñece. Se reduce a explorar o a ahondar en aspectos específicos de su arte, sin intención totalizante. En el terreno formal unas veces, en el conceptual otras, pero casi nunca en los dos a la vez. La visión se fragmenta: el interés de cada pintor se constriñe a una faceta de su arte: a la luz, digamos, o al color, o la estructura, o al movimiento. Y la pintura se asienta en un ánimo de boceto transitorio, no sólo en sus maneras técnicas sino en sus fines artísticos propiamente dichos: espirituales. Se hacen ensayos, proyectos, pruebas, tentativas –y se abandonan para buscar otros caminos, nuevos caminos. Importa más la búsqueda que el hallazgo, más el proceso que la obra.
Pablo Picasso dirá: “Yo no busco: encuentro”. Pero su caso es una de las excepciones a la regla uniformadora de la mediocridad en la diversidad que parece imperar en el arte desde finales del siglo xix. Y ni siquiera dentro de su vasta y variada obra de titán son muchas las veces en que de verdad encuentra, porque no son muchas tampoco las veces en que lo intenta, en que se atreve a escalar cimas heroicas –y a despeñarse si es el caso. Las señoritas de Avignon, el Guernica; o Los fusilamientos de Corea, que son un despeñamiento.
Hay otros casos, a veces inesperados, como la imponente (pese a sus reducidas dimensiones) Cruz negra sobre blanco del suprematista Malevich. O, en desorden, algunos lienzos tremendos de Francis Bacon, como puñetazos en el diafragma. El Desnudo bajando una escalera de Marcel Duchamp, de un rigor intelectual hermético, sin otra salida que el juego. La tensión espiritual de las composiciones de Rothko.
Las Grandes bañistas de Cézanne, o La danza de Matisse. La tentativa anti-intelectual (y a la vez hiper-intelectual) del Arte bruto de Dubuffet, o de los Muros de Tàpies, o de las instalaciones de Beuys. Hay muchas cosas, pues, pero cosas sueltas. Dentro del inextricable laberinto de caminos del arte veintesco (ya va siendo hora de darle un calificativo a lo hecho en el siglo xx) lo que queda es eso: los caminos. Y en ese cruce de caminos se perdió (como dice Caballero de sí mismo) el objetivo. Eran sólo caminos, sin ánimo de totalidad, sin ánimo de dar cuenta de todo lo que hay. Es curioso que el siglo xx, habiendo producido tanto arte (y habiéndolo conservado prácticamente todo) no haya dejado sino muy pocas grandes obras. Tal vez se deba a su falta de seguridad en sí mismo (en sus muchos síes mismos, siempre experimentales). Por eso sus producciones artísticas son, de entrada, transitorias, intrascendentes: sombras que van de paso. Ni necesarias, ni suficientes. Y el surrealismo, que posiblemente hubiera podido convertirse en el entramado intelectual definitorio de la época, degeneró muy pronto en una hoguera retórica, quemándose en ella.
Descartado, pues, lo contemporáneo (entre otras razones por su firme convicción figurativa, tan fuera de la moda), Luis Caballero sólo podía encontrar terreno firme para su propia evolución en el Renacimiento. Pero lo tomó, por decirlo así, por el final, por los coletazos decadentes del manierismo: el Rosso Fiorentino, el Pontormo, el Parmigianino. En parte, sin duda, porque encontraba en ellos ecos y correspondencias de su propio temperamento; pero siguiendo su inclinación “en bajada” en vez de hacerlo “en subida”, como recomendaba André Gide. Siguiendo su inclinación, su tendencia, a la facilidad: al placer autocomplaciente de la pericia técnica, de índole sensual, olvidando que el arte es ante todo, como observó Leonardo, “cosa mentale”: asunto del entendimiento, y no de la mano ni del ojo. Pues el manierismo tiene siempre algo de masturbatorio, aunque venga de seguir la maniera de otro: algo de autosatisfacción autosuficiente, de copia de sí mismo.
La época manierista de Caballero que dura hasta finales de los años ochenta, es la de sus amplias composiciones teatrales y declamatorias, sobrecargadas, retóricas en suma. Pintura narrativa, literaria. Y fácil, o facilona, dentro de su asombrosa complejidad y refinamiento técnicos. No es una sola etapa, sino varias sucesivas, pues su evolución pictórica está hecha, como él mismo lo dice, de “distintas maneras que eran sólo caminos”. Caminos sin salida, con los necesarios recomienzos. Es la época (o las épocas) en que se copia a sí mismo. No sólo porque “pinte siempre el mismo cuadro”, como reconoció alguna vez (cosa que, por otra parte, hacen casi todos los pintores: casi todos los artistas). Sino porque repite fórmulas mecánicas ya sabidas por él, descubiertas, conocidas y dominadas. No crea, sino que imita. Y en la imitación y la repetición, se amanera. No es malo lo que hace, ni mucho menos: pero no es, para usar su propia definición, necesario. Y lo que no es necesario es simplemente decoración.
En 1990 pinta el “gran telón” al que vengo refiriéndome desde el principio, y lo presenta en el breve texto del que he citado ya algunas frases. Ese lienzo inmenso consagra el afianzamiento de su pintura, que ha venido afirmándose en los dos o tres años anteriores por el abandono paulatino de los excesos gesticulatorios y del predominio de lo anecdótico. Cito nuevamente: “Si el gran tamaño condiciona la forma, el tema, el color o la ausencia del color, la dificultad de realizar una imagen global que siga siendo sugestiva hace que la realice en blanco y negro, es decir, dibujada y no pintada. El dibujo permite ser menos realista y a la vez más real, más directo, y a la vez más simbólico porque el dibujo es ya en sí una abstracción”.
El tamaño importa, desde luego. Y el uso del gran formato no es nuevo en la pintura de Caballero, desde los polípticos de los años sesenta. Pero la grandeza, la monumentalidad, no está en el tamaño, sino –volvemos a lo mismo– en la intención. No es grande la Estatua de la Libertad de Bartholdi en el puerto de Nueva York, aunque su sola narizota duplique la estatura de un hombre; ni es grande, aunque sea enorme, el único pie que queda de la estatua colosal de Constantino, arrimado a una pared romana. Es grande en cambio, en su concepción y en la conmoción que produce en quien lo mira, el Cristo yacente de Mantegna de la pinacoteca de Brera, que no pasa de tres palmos de alto. Hay miniaturistas que hacen cosas de gran tamaño que siguen siendo miniaturas ampliadas: Miró, por ejemplo. El Perseo de Benvenuto Cellini, que tiene el doble del tamaño natural, sigue siendo una figurita de orfebre. La monumentalidad está en el cuajo, en el peso de presencia, que tienen las obras hechas. Para utilizar un término tomado de la tauromaquia, la monumentalidad está en el trapío. No es el volumen ni el peso que pueda tener el toro bravo: el trapío es la condensación de poderío interior que se hace visible en su presentación. Los vaqueros de las ganaderías dicen entonces que el toro tiene “cara de hombre”.
Trapío tienen a partir de finales de los años ochenta (y hasta el 92, cuando tuvo que dejar de pintar) todas las figuras de Luis Caballero, cualquiera que sea su tamaño. Para ese entonces ha llegado a tal grado su maestría de la técnica que ya no necesita ocuparse de ella, ni, como en épocas anteriores, recrearse en ella. En un texto más antiguo, de 1982, escrito para el catálogo de una exposición, dice el artista que existen a veces “momentos de gracia” en los que “se dibuja sin saber cómo. Inconscientemente, intuitivamente. Y el resultado es bueno sin que se sepa cómo ni por qué”. De esos estados de gracia hay muchos en la obra de finales de los ochenta, y todos lo son a partir del año 90. Es un dibujo natural, como la respiración, sin complacencia en el dibujo, ni intelectual ni sensual. El dibujo sale tal como debe salir, como impulsado por su propia ligereza. Y se fragua, también como por sí mismo, por sí solo, en la “imagen necesaria”.
Explica Caballero que escoge el dibujo sobre la pintura condicionado por “la dificultad de realizar una imagen global que siga siendo sugestiva”. Pero lo que sucede es más bien que el dibujo se ha convertido en pintura: no necesita más. Es el dibujo pictórico hecho directamente sobre el lienzo con la brocha, sin preparación ni preámbulo, como el del último Tiziano, que ya no dibuja. La imagen se traslada directamente al lienzo, ahora sí puramente mental, como quería Leonardo. “El dibujo es ya en sí una abstracción”, dice Caballero para explicar la potencia de ese dibujo desembarazado de lo superfluo, que es –paradójicamente– la línea. “No hay líneas en la naturaleza”, dijo –creo– Goya, que trazó tantas. Es un dibujo ya sin trazo, compuesto de masas, de volúmenes, de luces. Ni siquiera brochazos, sino restregones de pigmento, como borrones hechos con el codo: un dibujo tan internalizado que ni siquiera se nota su presencia. Y así seguirá siendo hasta cuando ya literalmente no podía hacerlo: esos dibujos –dibujitos– del año 92, hechos con la voluntad, y no con la mano. Y cuyas reducidas proporciones –medio pliego– no le restan un ápice a su tamaño heroico, que es mayor que el tamaño natural.
Hablo del dominio de la técnica, pero ésta es sólo la herramienta. De la forma salta a la vista también que ha desaparecido la anécdota. No hay narración ya. Caballero ya no pretende contar nada ni representar nada (dice, en el breve texto tantas veces citado, que “no se trata de representar la idea o la imagen sino de convertirla en una realidad pictórica”). Ni en el “gran telón”, ni en la abundante producción que lo acompaña y lo sigue, queda nada de la literatura que impregnaba y subtendía sus etapas manieristas y, digamos, helenísticas (laocoónticas), melodramáticas y sobreimpostadas: esas escenas de teatro sembradas de cadáveres, esas construcciones serpentinas de cuerpos inextricablemente retorcidos y entrelazados como pulpos. No cuentan ya nada esos torsos hechos de emborronaduras de sombra y luz, esos brazos inconclusos, esos fragmentos de pierna o de espalda dibujados al óleo o al carbón. Son pintura pura, suspendida de un garfio como el Buey desollado de Rembrandt. Lo contrario de la decoración. Pintura que tiene la severidad y la serenidad de lo clásico, y lo que inspira a ambas, que es la necesidad.
La apariencia de la pintura de Luis Caballero es de facilidad. Pero no pudo ser fácil llegar ahí, a ese despojamiento de lo superfluo, porque en su tiempo la necesidad de lo clásico no era ni mucho menos evidente, y tal vez ni siquiera posible. La obra de arte, cuando su propósito no es el meramente decorativo, encarna, corporeiza, hace sensible (visible), concretiza todo un sistema de pensamiento: una retórica y una metafísica, una forma y un sentido de la inmanencia. Y ese sistema descansa sobre su época. Aunque no lo quisiera ni le gustara, Caballero era contemporáneo a palos, en el sentido del consejo daliniano que mencioné más arriba: nadie escapa a su tiempo. El clasicismo se funda sobre un humanismo, y éste es el que falta en el siglo xx, un siglo que no aspira al ideal del hombre completo, para el que el hombre no es un fin, sino un instrumento. Caballero no podía escapar a esa mutilación espiritual propia de su época. Su “imagen necesaria” –para citar otras líneas de su texto de 1990– era el cuerpo del hombre: “la belleza del cuerpo del hombre, la tensión entre los cuerpos, su relación de deseo o de rechazo, su necesidad de unión”. Pero el cuerpo del hombre no conforma la totalidad humana: el Cristo juez triunfal del Juicio final de la Sixtina, para volver a Miguel Ángel, o el Adán pluscuamperfecto de la Creación del hombre. Sino apenas su envoltura carnal: en la misma Sixtina, la piel vacía del autorretrato del artista colgada como un trapo.
La empresa que se había impuesto Luis Caballero era por eso mismo más ambiciosa aun de lo que puede parecer: partía del vacío. Era un clásico de espíritu y de convicción sin el sustento de una época clásica: tenía, pues, que edificar en el aire. Al pie de la letra, tenía que crear ex nihilo, de la nada. Crear desde la soledad. Y no hay soledad mayor que la de un artista. Sólo puede sobrepasarla la del artista que no pertenece a su época.
No tuvo tiempo para consolidar ese arte brotado de sí mismo que, finalmente, había empezado a desarrollar, ya con la seguridad de haber dejado el camino, los caminos en que se había perdido: los caminos de la perdición. Luis Caballero dejó de pintar a los cincuenta años, que es cuando los pintores empiezan a ser buenos. De las virtudes que señalé al principio –la ambición, el talento, el trabajo y la suerte– lo abandonó la suerte.
#AmorPorColombia
La soledad de Luis Caballero
1983 / Óleo y carboncillo sobre papel / 76 x 57 cm
Jean Dubuffet / Analyse raisonée de la Dame aguicheuse / 1970 Transferencia sobre poliéster / 102 x 40 x 28 cm
Miguel Ángel / El despertar del gigante / 1519-1520 ca. / Mármol / 267 cm alto Galleria dell´Accademia, Florencia.
Eugenio Délacroix / Muerte de Sardanápalo / 1827 ca. / Óleo sobre lienzo / 392 x 496 cm / Museo del Louvre, París.
Giovanni Battista Di Jacopo, llamado Rosso Florentino / Pietà. / 1530 ca. / Óleo sobre lienzo, 127 x 163 cm / Museo del Louvre, París.
Teodoro Géricault / La balsa de La Medusa / 1819 / 491 x 716 cm / Óleo sobre lienzo / Museo del Louvre, París.
Kasimir Malevich / Cruz negra / 1913 ca. /Óleo sobre lienzo / 106 x 106,5 cm / Museo Estatal Ruso, San Petersburgo.
Pablo Picasso / Les demoiselles d´Avignon / 1907 / Óleo sobre lienzo / 244 x 234 cm / Museo de Arte Moderno, Nueva York.
Mark Rothko / Sin título / 1962 / Óleo sobre lienzo / 205 x 193 cm / Museo de arte David y Alfred Smart, Missouri, EE.UU.
Francis Bacon / Tres estudios para figuras en la base de una crucifixión / 1944 / Óleo sobre madeflex / Tríptico, 95 x 73,5 cm cada panel. / Tate Gallery, Londres.
Francis Bacon / Tres estudios para figuras en la base de una crucifixión / 1944 / Óleo sobre madeflex / Tríptico, 95 x 73,5 cm cada panel. / Tate Gallery, Londres.
Francis Bacon / Tres estudios para figuras en la base de una crucifixión / 1944 / Óleo sobre madeflex / Tríptico, 95 x 73,5 cm cada panel. / Tate Gallery, Londres.
Andrea Mantegna / Cristo muerto / Óleo sobre lienzo / 66 x 81 cm / Pinacoteca de Brera, Milán.
Rembrandt / Buey en canal / 1660 / Óleo sobre madera / 111 x 90 cm / Museo del Louvre, París.
Miguel Ángel / Autorretrato en El juicio final / Pintura al fresco (detalle) / Capilla Sixtina, Roma.
1985 / Carboncillo sobre papel / 95 x 190 cm
Texto de: Antonio Caballero
En 1990, cuando pintaba el inmenso lienzo llamado “gran telón” (aunque no tiene título) en la Galería Garcés Velásquez de Bogotá, Luis Caballero explicó sus intenciones: “Hay que intentar hacer una gran obra. En general el arte contemporáneo peca por falta de ambición. En plástica hacer una gran obra es crear una imagen necesaria: lo demás es decoración”.
No se refería al gran tamaño del cuadro que por esos días estaba pintando (cinco metros por seis); sino a la ambición descomunal, desmesurada, que hay, o debe haber, en el origen de la gran obra de arte (sea en pintura, en poesía, en música, etc.). Y aún antes de la composición y la ejecución de la obra: en su propósito. Una ambición que se resume en la decisión demoníaca de rivalizar con Dios. De crear, y no simplemente de representar lo creado: la creación ajena. De hacer, y no de limitarse a embellecer: a decorar. Lo que hace de Luis Caballero un gran artista es el tamaño de su ambición.
Para ser un gran artista se requieren también otras virtudes, por supuesto, que caben vagamente bajo los rótulos de talento y trabajo. Incluyen también la suerte: el azar de haber nacido con las disposiciones adecuadas para el momento histórico, gracias al cual tiene la posibilidad de perdurar. Sin caer en gracia del gusto general, o sin tener un hermano sacrificado y protector como el Théo de Vincent Van Gogh, ningún artista pasa de ser el ignorado “artista del hambre”, el ayunador inane e inadvertido de la invención de Kafka. Y, al contrario, sin la desmesura de la voluntad ningún artista, por grandes que sean sus dones y mucha que sea su suerte, alcanza la grandeza. El amateur o el dilettante no pueden llegar a ella (ni tampoco quieren). Es equivocada la frase ingeniosa del esteta Óscar Wilde que dice que por haber puesto su genio en la vida sólo le quedó el talento para realizar su obra: lo que explica el fracaso (relativo) de Óscar Wilde como artista es su falta de verdadera ambición. Más cierta es otra frase (¿de las Selecciones del Reader’s Digest?) según la cual ser un genio es creerse un genio, y acertar. Sí: pero es también atreverse a ser un genio, corriendo el riesgo de no acertar. Y mientras más grande sea la ambición, mayor será la posibilidad del fracaso. Dijo alguna vez Samuel Beckett (aunque era hombre más de demostraciones que de definiciones) que “ser un artista es atreverse a fracasar”. Como fracasan casi todos. Como fracasó Luzbel, Lucifer, el Diablo mismo: ese gran ángel o demonio que tuvo la osadía de querer competir con Dios. En resumen: digamos que para empezar a ser un gran artista, para atreverse a intentar hacer una gran obra de arte, se necesita tener ganas, y no tener miedo.
El “gran arte”, tal como lo entendía Luis Caballero, en lo que se refiere a la plástica está históricamente fechado. Pertenece a dos momentos específicos y bastante breves de la cultura de Occidente en los que coinciden dos cosas: la ausencia de la fe (en la trascendencia) y la confianza en el espíritu humano. (Y, claro, un elevado desarrollo de la técnica: no hay “gran arte” primitivo). Esos dos momentos son el de la Grecia del siglo v antes de Cristo, el de Fidias y Policleto, que dura apenas medio siglo; y el de la Italia del alto Renacimiento: los treinta años del comienzo del Cinquecento que copan la madurez pletórica de Leonardo y Miguel Ángel y la juventud milagrosa de Rafael.
Son los momentos de plenitud que se ha dado en llamar “clásica”, aunque ni la Grecia clásica supiera que lo era (ni usara esa palabra), ni la Italia renacentista (que sí se llamó a sí misma de ese modo) conociera de la Antigüedad griega lo bastante como para saber copiarla. Por eso son momentos de creación casi inocente, de invención, de descubrimiento: de libertad soberana del espíritu. De seguridad y de certidumbre, de capacidad y de temeridad sobrehumanas: o, más exactamente, verdaderamente humanas. El Renacimiento italiano pudo desarrollarse a partir del recién inventado (tal vez por Petrarca) concepto de “humanismo”, como el clasicismo griego se desplegó a partir del concepto de “incredulidad” inventado por Sócrates. Así el pensamiento, y en consecuencia esa expresión física del pensamiento que es el arte, pudieron escapar a la tiranía de la fe y a la burocracia de la religión para bastarse a sí mismos. Por eso ni Fidias cree en el Zeus olímpico ni Leonardo cree en el Cristo de La última cena, en cuanto dioses dignos de adoración: son simplemente temas, son pretextos para la realización artística. (Y a la vez, claro, recursos de amparo contra el siempre posible y temible mordisco de la autoridad civil, religiosa o militar, que suelen ser la misma). El “clasicismo” de la Antigüedad, el “humanismo” renacentista, son palabras que suelen ir juntas porque se refieren a la misma cosa: la confianza serena del hombre en sí mismo.
Confianza fugaz. Esa seguridad pronto degenera en su propia caricatura de suficiencia, de jactancia. La luz griega del clasicismo se disuelve en el esteticismo de Praxiteles, y acaba diluyéndose en el amaneramiento helenístico, dependiente de un cada vez más refinado pero más vacuo virtuosismo técnico.
La escueta claridad italiana (toscana, romana) del Renacimiento degenera en el decorativismo manierista, a través del propio Miguel Ángel (es la imitación del estilo miguelangelesco, de su maniera, lo que le da su nombre al manierismo), de las blanduras satisfechas de Correggio, de las ambigüedades metafísicas de Lorenzo Lotto. El “gran arte” se ahoga en la espuma de su propio triunfo. Con lo cual volvemos a la intención, a la ambición, de Luis Caballero en su pintura.
Desde el principio era inmensa. Y desde el principio tenía trazados sus objetivos. Cuando niño anunciaba que se proponía ser, de grande, “pintor y escultor”: los dos oficios juntos entendidos como uno solo, inseparables. No llegó a serlo, estrictamente hablando: nunca esculpió la piedra ni moldeó la arcilla (o sólo en cacharritos y figuritas de alfarero de domingos en su adolescencia), y su pintura acabó siendo solamente dibujo, sin color, en blanco y negro (o sepia). Y sin embargo sí correspondía a lo que se había propuesto desde la niñez: se convirtió en un escultor del dibujo. Y un escultor, inevitablemente, renacentista y clásico. Pero antes de llegar allá, y a partir de los paisajitos de inspiración impresionista que pintaba a los catorce años, su arte iba a pasar por sucesivos avatares, por etapas que parecían vías muertas, caminos cerrados, sin salida. En el breve manifiesto sobre la “imagen necesaria” que cité al principio de estas notas explicaba: “Esa imagen he intentado hacerla de muchas maneras: realista, expresionista, formalista; y muchas veces me perdí porque olvidaba que esas maneras eran sólo caminos”.
Muy pronto se ocupó de desembarazarse de la influencia inevitable del arte de su tiempo. Inevitable porque, como anotó Salvador Dalí en un consejo a los artistas jóvenes, no hay que esforzarse por ser contemporáneo ya que eso es lo único que se será de todos modos. Inevitable, pero, en el sentir de Luis Caballero, insuficiente. Esos años sesenta y setenta de su formación artística en París (un París artísticamente exhausto), eran los de la dispersión de la pintura en una infinidad de escuelas y capillas y mezquinos reinos de taifas. Superficialmente reinaba, en sus muchas variantes, el superficial pop (superficial pictóricamente hablando: su interés es sociológico). Y con él el op, el cinetismo, la abstracción lírica, el informalismo, el grafismo, el arte conceptual, la abstracción geométrica, el neoexpresionismo, el hiperrealismo, sin contar performances y demás environnements. Pero la mediocridad general no era sólo de esos años: como diría luego Caballero, “en general el arte contemporáneo peca por falta de ambición”.
La observación es válida para todo el arte posterior al romanticismo francés del siglo xix, que todavía produjo grandes obras de apasionada vehemencia y aspiración luciferina como El banquete de Sardanápalo de Délacroix o La balsa de La Medusa de Géricault. Desde Cézanne y desde los impresionistas, y luego desde la abstracción y el torbellino de los “ismos” y las vanguardias de principios del siglo xx, la ambición de los pintores (y también, aunque en menor grado, de los escultores) se empequeñece. Se reduce a explorar o a ahondar en aspectos específicos de su arte, sin intención totalizante. En el terreno formal unas veces, en el conceptual otras, pero casi nunca en los dos a la vez. La visión se fragmenta: el interés de cada pintor se constriñe a una faceta de su arte: a la luz, digamos, o al color, o la estructura, o al movimiento. Y la pintura se asienta en un ánimo de boceto transitorio, no sólo en sus maneras técnicas sino en sus fines artísticos propiamente dichos: espirituales. Se hacen ensayos, proyectos, pruebas, tentativas –y se abandonan para buscar otros caminos, nuevos caminos. Importa más la búsqueda que el hallazgo, más el proceso que la obra.
Pablo Picasso dirá: “Yo no busco: encuentro”. Pero su caso es una de las excepciones a la regla uniformadora de la mediocridad en la diversidad que parece imperar en el arte desde finales del siglo xix. Y ni siquiera dentro de su vasta y variada obra de titán son muchas las veces en que de verdad encuentra, porque no son muchas tampoco las veces en que lo intenta, en que se atreve a escalar cimas heroicas –y a despeñarse si es el caso. Las señoritas de Avignon, el Guernica; o Los fusilamientos de Corea, que son un despeñamiento.
Hay otros casos, a veces inesperados, como la imponente (pese a sus reducidas dimensiones) Cruz negra sobre blanco del suprematista Malevich. O, en desorden, algunos lienzos tremendos de Francis Bacon, como puñetazos en el diafragma. El Desnudo bajando una escalera de Marcel Duchamp, de un rigor intelectual hermético, sin otra salida que el juego. La tensión espiritual de las composiciones de Rothko.
Las Grandes bañistas de Cézanne, o La danza de Matisse. La tentativa anti-intelectual (y a la vez hiper-intelectual) del Arte bruto de Dubuffet, o de los Muros de Tàpies, o de las instalaciones de Beuys. Hay muchas cosas, pues, pero cosas sueltas. Dentro del inextricable laberinto de caminos del arte veintesco (ya va siendo hora de darle un calificativo a lo hecho en el siglo xx) lo que queda es eso: los caminos. Y en ese cruce de caminos se perdió (como dice Caballero de sí mismo) el objetivo. Eran sólo caminos, sin ánimo de totalidad, sin ánimo de dar cuenta de todo lo que hay. Es curioso que el siglo xx, habiendo producido tanto arte (y habiéndolo conservado prácticamente todo) no haya dejado sino muy pocas grandes obras. Tal vez se deba a su falta de seguridad en sí mismo (en sus muchos síes mismos, siempre experimentales). Por eso sus producciones artísticas son, de entrada, transitorias, intrascendentes: sombras que van de paso. Ni necesarias, ni suficientes. Y el surrealismo, que posiblemente hubiera podido convertirse en el entramado intelectual definitorio de la época, degeneró muy pronto en una hoguera retórica, quemándose en ella.
Descartado, pues, lo contemporáneo (entre otras razones por su firme convicción figurativa, tan fuera de la moda), Luis Caballero sólo podía encontrar terreno firme para su propia evolución en el Renacimiento. Pero lo tomó, por decirlo así, por el final, por los coletazos decadentes del manierismo: el Rosso Fiorentino, el Pontormo, el Parmigianino. En parte, sin duda, porque encontraba en ellos ecos y correspondencias de su propio temperamento; pero siguiendo su inclinación “en bajada” en vez de hacerlo “en subida”, como recomendaba André Gide. Siguiendo su inclinación, su tendencia, a la facilidad: al placer autocomplaciente de la pericia técnica, de índole sensual, olvidando que el arte es ante todo, como observó Leonardo, “cosa mentale”: asunto del entendimiento, y no de la mano ni del ojo. Pues el manierismo tiene siempre algo de masturbatorio, aunque venga de seguir la maniera de otro: algo de autosatisfacción autosuficiente, de copia de sí mismo.
La época manierista de Caballero que dura hasta finales de los años ochenta, es la de sus amplias composiciones teatrales y declamatorias, sobrecargadas, retóricas en suma. Pintura narrativa, literaria. Y fácil, o facilona, dentro de su asombrosa complejidad y refinamiento técnicos. No es una sola etapa, sino varias sucesivas, pues su evolución pictórica está hecha, como él mismo lo dice, de “distintas maneras que eran sólo caminos”. Caminos sin salida, con los necesarios recomienzos. Es la época (o las épocas) en que se copia a sí mismo. No sólo porque “pinte siempre el mismo cuadro”, como reconoció alguna vez (cosa que, por otra parte, hacen casi todos los pintores: casi todos los artistas). Sino porque repite fórmulas mecánicas ya sabidas por él, descubiertas, conocidas y dominadas. No crea, sino que imita. Y en la imitación y la repetición, se amanera. No es malo lo que hace, ni mucho menos: pero no es, para usar su propia definición, necesario. Y lo que no es necesario es simplemente decoración.
En 1990 pinta el “gran telón” al que vengo refiriéndome desde el principio, y lo presenta en el breve texto del que he citado ya algunas frases. Ese lienzo inmenso consagra el afianzamiento de su pintura, que ha venido afirmándose en los dos o tres años anteriores por el abandono paulatino de los excesos gesticulatorios y del predominio de lo anecdótico. Cito nuevamente: “Si el gran tamaño condiciona la forma, el tema, el color o la ausencia del color, la dificultad de realizar una imagen global que siga siendo sugestiva hace que la realice en blanco y negro, es decir, dibujada y no pintada. El dibujo permite ser menos realista y a la vez más real, más directo, y a la vez más simbólico porque el dibujo es ya en sí una abstracción”.
El tamaño importa, desde luego. Y el uso del gran formato no es nuevo en la pintura de Caballero, desde los polípticos de los años sesenta. Pero la grandeza, la monumentalidad, no está en el tamaño, sino –volvemos a lo mismo– en la intención. No es grande la Estatua de la Libertad de Bartholdi en el puerto de Nueva York, aunque su sola narizota duplique la estatura de un hombre; ni es grande, aunque sea enorme, el único pie que queda de la estatua colosal de Constantino, arrimado a una pared romana. Es grande en cambio, en su concepción y en la conmoción que produce en quien lo mira, el Cristo yacente de Mantegna de la pinacoteca de Brera, que no pasa de tres palmos de alto. Hay miniaturistas que hacen cosas de gran tamaño que siguen siendo miniaturas ampliadas: Miró, por ejemplo. El Perseo de Benvenuto Cellini, que tiene el doble del tamaño natural, sigue siendo una figurita de orfebre. La monumentalidad está en el cuajo, en el peso de presencia, que tienen las obras hechas. Para utilizar un término tomado de la tauromaquia, la monumentalidad está en el trapío. No es el volumen ni el peso que pueda tener el toro bravo: el trapío es la condensación de poderío interior que se hace visible en su presentación. Los vaqueros de las ganaderías dicen entonces que el toro tiene “cara de hombre”.
Trapío tienen a partir de finales de los años ochenta (y hasta el 92, cuando tuvo que dejar de pintar) todas las figuras de Luis Caballero, cualquiera que sea su tamaño. Para ese entonces ha llegado a tal grado su maestría de la técnica que ya no necesita ocuparse de ella, ni, como en épocas anteriores, recrearse en ella. En un texto más antiguo, de 1982, escrito para el catálogo de una exposición, dice el artista que existen a veces “momentos de gracia” en los que “se dibuja sin saber cómo. Inconscientemente, intuitivamente. Y el resultado es bueno sin que se sepa cómo ni por qué”. De esos estados de gracia hay muchos en la obra de finales de los ochenta, y todos lo son a partir del año 90. Es un dibujo natural, como la respiración, sin complacencia en el dibujo, ni intelectual ni sensual. El dibujo sale tal como debe salir, como impulsado por su propia ligereza. Y se fragua, también como por sí mismo, por sí solo, en la “imagen necesaria”.
Explica Caballero que escoge el dibujo sobre la pintura condicionado por “la dificultad de realizar una imagen global que siga siendo sugestiva”. Pero lo que sucede es más bien que el dibujo se ha convertido en pintura: no necesita más. Es el dibujo pictórico hecho directamente sobre el lienzo con la brocha, sin preparación ni preámbulo, como el del último Tiziano, que ya no dibuja. La imagen se traslada directamente al lienzo, ahora sí puramente mental, como quería Leonardo. “El dibujo es ya en sí una abstracción”, dice Caballero para explicar la potencia de ese dibujo desembarazado de lo superfluo, que es –paradójicamente– la línea. “No hay líneas en la naturaleza”, dijo –creo– Goya, que trazó tantas. Es un dibujo ya sin trazo, compuesto de masas, de volúmenes, de luces. Ni siquiera brochazos, sino restregones de pigmento, como borrones hechos con el codo: un dibujo tan internalizado que ni siquiera se nota su presencia. Y así seguirá siendo hasta cuando ya literalmente no podía hacerlo: esos dibujos –dibujitos– del año 92, hechos con la voluntad, y no con la mano. Y cuyas reducidas proporciones –medio pliego– no le restan un ápice a su tamaño heroico, que es mayor que el tamaño natural.
Hablo del dominio de la técnica, pero ésta es sólo la herramienta. De la forma salta a la vista también que ha desaparecido la anécdota. No hay narración ya. Caballero ya no pretende contar nada ni representar nada (dice, en el breve texto tantas veces citado, que “no se trata de representar la idea o la imagen sino de convertirla en una realidad pictórica”). Ni en el “gran telón”, ni en la abundante producción que lo acompaña y lo sigue, queda nada de la literatura que impregnaba y subtendía sus etapas manieristas y, digamos, helenísticas (laocoónticas), melodramáticas y sobreimpostadas: esas escenas de teatro sembradas de cadáveres, esas construcciones serpentinas de cuerpos inextricablemente retorcidos y entrelazados como pulpos. No cuentan ya nada esos torsos hechos de emborronaduras de sombra y luz, esos brazos inconclusos, esos fragmentos de pierna o de espalda dibujados al óleo o al carbón. Son pintura pura, suspendida de un garfio como el Buey desollado de Rembrandt. Lo contrario de la decoración. Pintura que tiene la severidad y la serenidad de lo clásico, y lo que inspira a ambas, que es la necesidad.
La apariencia de la pintura de Luis Caballero es de facilidad. Pero no pudo ser fácil llegar ahí, a ese despojamiento de lo superfluo, porque en su tiempo la necesidad de lo clásico no era ni mucho menos evidente, y tal vez ni siquiera posible. La obra de arte, cuando su propósito no es el meramente decorativo, encarna, corporeiza, hace sensible (visible), concretiza todo un sistema de pensamiento: una retórica y una metafísica, una forma y un sentido de la inmanencia. Y ese sistema descansa sobre su época. Aunque no lo quisiera ni le gustara, Caballero era contemporáneo a palos, en el sentido del consejo daliniano que mencioné más arriba: nadie escapa a su tiempo. El clasicismo se funda sobre un humanismo, y éste es el que falta en el siglo xx, un siglo que no aspira al ideal del hombre completo, para el que el hombre no es un fin, sino un instrumento. Caballero no podía escapar a esa mutilación espiritual propia de su época. Su “imagen necesaria” –para citar otras líneas de su texto de 1990– era el cuerpo del hombre: “la belleza del cuerpo del hombre, la tensión entre los cuerpos, su relación de deseo o de rechazo, su necesidad de unión”. Pero el cuerpo del hombre no conforma la totalidad humana: el Cristo juez triunfal del Juicio final de la Sixtina, para volver a Miguel Ángel, o el Adán pluscuamperfecto de la Creación del hombre. Sino apenas su envoltura carnal: en la misma Sixtina, la piel vacía del autorretrato del artista colgada como un trapo.
La empresa que se había impuesto Luis Caballero era por eso mismo más ambiciosa aun de lo que puede parecer: partía del vacío. Era un clásico de espíritu y de convicción sin el sustento de una época clásica: tenía, pues, que edificar en el aire. Al pie de la letra, tenía que crear ex nihilo, de la nada. Crear desde la soledad. Y no hay soledad mayor que la de un artista. Sólo puede sobrepasarla la del artista que no pertenece a su época.
No tuvo tiempo para consolidar ese arte brotado de sí mismo que, finalmente, había empezado a desarrollar, ya con la seguridad de haber dejado el camino, los caminos en que se había perdido: los caminos de la perdición. Luis Caballero dejó de pintar a los cincuenta años, que es cuando los pintores empiezan a ser buenos. De las virtudes que señalé al principio –la ambición, el talento, el trabajo y la suerte– lo abandonó la suerte.