- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
La mirada de Dios
Sistema de lagunas nacidas de los ríos y pantanos cercanos a la selva húmeda tropical del noreste boliviano.
Salar del Hombre Muerto a lo largo de la Sierra de Aguas Calientes. Provincia de Salta, en Argentina.
Isla de Barú y bahía de Barbacoas en la costa caribe colombiana. Departamento de Bolívar.
Valle seco del altiplano chileno en los desiertos fríos y secos del norte del país.
Desembocadura del río Meta en el Orinoco, en la frontera colombo-venezolana.
Desierto litoral peruano y ciudad de Túmbez al norte del país, cerca de la frontera con el Ecuador.
Bahía de Tumaco en la costa pacífica colombiana en el departamento de Nariño, cerca al límite con el Ecuador.
Frontera entre Bolivia y Brasil, al oeste y al este de las lagunas, a cien kilómetros al norte de la ciudad de Corumbá.
Texto de: Gustavo Wilches-Chaux
Un hombre del pueblo de Neguá, en la Costa de Colombia, pudo subir al alto cielo. A la vuelta, contó. Dijo que había contemplado, desde allá arriba, la vida humana. Y dijo que somos un mar de fueguitos.
–El mundo es eso –reveló–. Un montón de gente, un mar de fueguitos.
Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás. No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chiquitos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco, que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca, se enciende.
Eduardo Galeano, “El Libro de los Abrazos”
Todo lo primordial alcanza la unidad.
Alcanzada la unidad el cielo se aclara.
Alcanzada la unidad la tierra se hace firme.
Alcanzada la unidad el espíritu se hace poderoso.
Alcanzada la unidad el valle encuentra su plenitud.
Tao Te King
I
Qué podría pensar de la Tierra un habitante de otra galaxia que se aventurara por entre los vericuetos del Sistema Solar? Antes de llegar a nuestras vecindades, seguramente habría tenido que pasar por Plutón y por su satélite Caronte (casi del mismo tamaño que Plutón), y por el gélido Neptuno, cubierto por una neblina entre verdosa y azul, como las alas de las mariposas de la región de las esmeraldas colombianas. Habría fotografiado (o registrado de algún modo) las turbulencias y los bucles de la atmósfera de Urano, del color de nuestras nubes y de nuestro mar. Habría aprovechado el peralte que forma la gigante presencia de Saturno en el espacio, para colocarse en la órbita de Júpiter, y habría tenido que forzar al máximo sus propulsores para no ser tragado por su gravedad. Habría explorado la Gran Mancha Roja y el complejo sistema de tormentas y huracanes que circundan la región ecuatorial del más grande de los planetas del Sistema Solar. Se habría escabullido por entre los millones de asteroides que giran alrededor del Sol en la órbita interior antes de Júpiter, y habría pasado de largo junto a Marte, el planeta rocoso al que los terrícolas bautizaron con el nombre del dios de la guerra, y junto a Fobos y Deimos, las dos lunas tenebrosas y oscuras que llevan los nombres de la fuga y el terror.
Y entonces, súbitamente, en medio de la oscuridad iridiscente de terciopelo del espacio sideral, se habrá encontrado un planeta, cuya composición superficial habrá hecho saltar sus sensores al detectar la existencia de un compuesto ausente en el resto de los planetas del Sistema Solar: el vi5ajero del espacio se habrá encontrado una burbuja de agua a 150 millones de kilómetros del Sol. Para él (o para ella o para él/ella) la presencia de agua podría no poseer un significado especial, aparte del que pueda tener el hallazgo de un nuevo compuesto químico para el catálogo universal.
O a lo mejor sí. A lo mejor la Tierra lo (o la) lograría cautivar. A lo mejor (no sabemos a qué tipo de señales, de partículas o de radiaciones estarían abiertos sus sensores) lograría intuir o percibir que íntimamente ligado a la presencia de agua, existe en este planeta un fenómeno del cual él (o ella o él/ella), el viajero del espacio, es otra manifestación. A lo mejor se daría cuenta de que en la Tierra existe Vida. De que la Tierra es un planeta vivo. Habría captado “los fueguitos” que vio el hombre del pueblo de Neguá, en el relato de Galeano.
Se habría “encendido”... Y eso lo (o la) habría obligado a quedarse y explorar. A tratar de comprender. De encontrar.
Circunnavegaría la Tierra y se encontraría rizos y volutas blancas y azuladas, como las de la atmósfera de Urano; huracanes como los de la atmósfera de Júpiter, casquetes de hielo como los de Plutón (pero de agua), tormentas anaranjadas como las de la superficie marciana, espirales y bucles que le recordarían las lejanas galaxias, texturas corrugadas que más tarde, cuando conociera a los terrícolas, encontraría nuevamente, en otra escala, a veces en dimensiones microscópicas, en la piel que envuelve sus humanidades, en la superficie de las hojas, en los líquenes adheridos a las piedras, en las cortezas de los árboles. Estructuras ramificadas que –después averiguaría– son las desembocaduras de los ríos, las cuencas hidrográficas, la distribución arborescente de las cordilleras y montañas... y que también hallaría en las neuronas de los seres vivos, en sus sistemas circulatorios, en sus estructuras pulmonares, en las raíces de las plantas.
Y de vez en cuando, en medio de las texturas arbitrarias, del recorrido caprichoso de los cursos de agua, del desgreño de las nubes, de la indecisa y espumosa impermanencia de las zonas costeras, líneas rectas, círculos perfectos, rectángulos, cuadrículas, cuadrados: ciudades, cultivos, represas, puentes, carreteras... la presencia humana. Por alguna razón (posiblemente la intensidad de “los fueguitos” que vio el hombre de Neguá), el viajero del espacio colocaría su nave en órbita sobre esa porción de superficie emergida de la Tierra que los terrícolas conocemos convencionalmente con el nombre de América, y más concretamente sobre esa especie de cono que llamamos América del Sur o Suramérica.
El viajero del espacio no sabría –y si se lo contaran a lo mejor no entendería– que en ese cono llamado Suramérica existen 12 “países independientes” y dos “posesiones coloniales”, conceptos que para sus sensores de radiaciones electromagnéticas y de texturas, y de bucles y de ritmos de montañas y de agua, carecerían de sentido, de significado.
Nosotros, los terrícolas, pudimos ver la Tierra desde lejos, con nuestros propios ojos, por primera vez, desde una nave Apolo, en diciembre del 68. Comenzamos a intentarlo en forma, apenas diez años antes, cuando los rusos lanzaron su primer satélite al espacio: el Sputnik I, que pesaba menos de 84 kilos y tenía 58 centímetros de diámetro. La posibilidad de ver “la Tierra llena”, de vernos desde el espacio, escribe Fritjof Capra, constituye el principal resultado de la exploración espacial.
Se justifica que salgamos al espacio –que nos convirtamos en extraterrestres– para que nosotros mismos nos conozcamos mejor.
“Quien se aleja de su casa ya ha vuelto”, dice Borges en su poema-prólogo al I Ching.
II
En su libro Manual del Pesimista, Eric Marcus cuenta que su abuela, Ethel Sand, nació a fines del siglo XIX en Lvov, Austria, creció en Polonia, y bien avanzados los años veinte emigró de la Unión soviética. “Lo chistoso”, escribe Marcus, “es que antes de abordar el barco hacia Brooklyn, la abuela no había salido nunca de la aldea donde nació. ¡No era la abuela sino los límites territoriales los que se movían!”
Las fronteras nacionales, las que alguien denominó “las cicatrices de la historia”, no se ven desde el espacio.
El viajero orbital que decide conocer a la América del Sur, no podrá saber desde su nave qué país es más grande, ni cuál posee más habitantes, ni dónde comienza Chile y termina la Argentina, ni por dónde pasan los límites entre Colombia y Venezuela o entre el Perú y el Ecuador.
Verá sí –o se lo dirán sus detectores de clorofila, de seres vivos y de agua– que en Suramérica existen casi seis millones de kilómetros cuadrados (5’897.795 para ser exactos) de las selvas más exuberantes y con mayor diversidad de especies del planeta. Sus sensores captarán a los árboles absorbiendo gas carbónico del aire para mantener estable el clima de la Tierra. Le harán saber que de todos los ríos que han revisado en el planeta, el más caudaloso atraviesa de un lado a otro esa selva que los terrícolas llaman la Amazonia, y que ese río, el Amazonas, en sus 6.500 kilómetros de largo, recoge las aguas de una cuenca de casi siete millones de kilómetros cuadrados (6’869.344). O de un millón más si se le suma el Orinoco.
El viajero del espacio encontrará en el borde occidental de Suramérica, como un enorme muro sobre el Océano Pacífico, la Cordillera de los Andes, la más larga del planeta, con 8.900 kilómetros de longitud. La verá elevarse en el Monte Aconcagua hasta casi siete kilómetros de altura (6.959 m.s.n.m.), para luego descender y desembocar como el delta de un río en las costas del Caribe y extender un largo brazo hasta las costas de Venezuela. Si sabe de geología y de tectónica de placas, entenderá que esa cordillera surge como efecto de la presión que ejerce la placa suramericana (sobre la cual “navega” el continente sobre el magma) contra la placa del Pacífico (sobre la cual se encuentra el fondo del océano). Los instrumentos de la nave detectarán volcanes activos a todo lo largo de la cordillera (entre otros el Cotopaxi, el volcán activo más alto del planeta, a 5.897 metros sobre el nivel del mar), fallas geológicas, tensiones acumuladas y rupturas bruscas, que periódicamente estremecen a los habitantes de los Andes.
En lo alto de esa cordillera, a 3.835 metros sobre el nivel del mar, encontrará un lago de 8.300 kilómetros cuadrados de área. Si ya se ha conseguido un atlas de la Tierra, allí le dirán que se llama el Titicaca y que queda en los límites entre Bolivia y el Perú. Hacia el Sur-Occidente, verá los 180 mil kilómetros cuadrados del desierto de Atacama, uno de los más estériles del mundo.
Luego, al Norte, un territorio habitado desde hace por lo menos 20 mil años por seres humanos: el actual Perú, desde donde los incas irradiaron su imperio. Y si sigue por la línea costera, desde donde el atlas le indique que comienzan los límites entre el Ecuador y Colombia, hasta los límites con Panamá, en esa axila encontrará una franja estrecha de selva que los biólogos denominan el Chocó Biogeográfico, uno de los rincones más lluviosos, inestables y ricos en especies de la Tierra. Del otro lado, en la parte nor-oriental de la base del cono suramericano, el Macizo o Planicie de las Guayanas, parte del antiguo escudo que presiona y pliega la corteza terrestre hasta formar la cordillera de los Andes. Al norte de la Amazonia, si el viajero tiene forma de mirar a través de las nubes, podrá ver aflorar en medio de la selva los “tepuyes” (palabra en lengua pemón que significa “montaña”), planicies areniscas talladas por una erosión continua de 500 millones de años. Y desde uno de ellos –el tepui Auyan– oirá caer el agua por un abismo de casi un kilómetro de profundidad: el Salto Angel, la cascada más alta de la Tierra.
Hacia el Nor-Oriente, el Macizo Central Brasileño y hacia el Sur, la planicie amazónica: el lecho de un antiguo mar que se formó cuando afloraron los Andes y que se “desaguó” a finales del Terciario a través del Orinoco y el Amazonas.
Y todavía más hacia el Sur, las zonas áridas del Brasil, que contrastan con la húmeda y verde exuberancia de la selva amazónica.
Después, el inhóspito Gran Chaco, en el Paraguay. Y en lo que el atlas dirá que son los límites de ese país con el Brasil, sobre el río Paraná (el segundo río en longitud en América del Sur), la central hidroeléctrica con mayor capacidad instalada del planeta: Itaipú (que junto con la de Yacyretá harán del Paraguay el mayor exportador de energía hidroeléctrica del mundo).
No lejos de allí, en el Iguazú, cuatro kilómetros de cataratas de 65 metros de altura en los límites entre la Argentina y el Brasil. (Las cataratas de Guairá quedaron ensordecidas y sepultadas bajo las aguas del embalse de Itaipú).
Luego la –esa sí– fértil Mesopotamia, en la región limítrofe entre el Brasil, la Argentina y el Uruguay, que viene a desaguar en el Río de La Plata, sobre el Océano Atlántico.
Después, la Pampa y la Patagonia, el Estrecho de Magallanes, la Tierra del Fuego y el Cabo de Hornos, el vértice del cono sur, casi en la región circumpolar antártida.
Desde allí, sobre el Pacífico, hacia el Norte otra vez, las varias decenas de miles de islas que se van como aglutinando y coagulando hasta formar el Chile continental y las raíces desde donde arranca la cordillera de los Andes.
Todo eso sí se puede ver desde el espacio.
Además, claro, de la presencia de la especie humana: la carretera transamazónica; de noche, concentraciones de luz en campos petroleros y grandes ciudades; llagas de deforestación, costras urbanas, zonas industriales, cuerpos de agua contaminados, sedimentación...
(Ah! Y las líneas de Nazca, interpretadas como un esfuerzo de los seres humanos para confirmarles su presencia a los viajeros del espacio.)
Sao Paulo con veintidós millones de habitantes, Buenos Aires, con diez. Lima, con siete. Rio de Janeiro con diecisiete. Santiago con más de cinco. Bogotá, Caracas, Guayaquil, Quito, La Paz, cuyas luces en la noche se juntan con las estrellas sin solución de continuidad...
Más de 300 millones de seres humanos viven en los 18 millones de kilómetros cuadrados de América del Sur: descendientes –cercanos unos, lejanos los otros– de los incas, de los chibchas, de los taironas, de los caribes, de los araucanos, de los mapuches, de los negros africanos, de los españoles que llegaron cuando la conquista y la colonia y, en este siglo, después de la Guerra Civil, de los inmigrantes italianos, de los alemanes, de los turcos, de los moros, de los orientales... Culturas indígenas que todavía sobreviven en las gélidas altiplanicies andinas del Perú, de Bolivia, del Ecuador, en la Sierra Nevada de Santa Marta. Y en las abigarradas selvas del Amazonas y del Chocó Biogeográfico. De vez en cuando aparece todavía alguna tribu sobre la cual hasta entonces no tenía noticia el resto de la sociedad humana. Doce “países independientes” (Colombia, Venezuela, Ecuador, Perú, Bolivia, Brasil, Paraguay, Uruguay, Argentina, Chile, Surinam y Guyana) y dos “posesiones coloniales” (la Guayana Francesa y las Islas Malvinas), cuyas fronteras convencionales no se sienten ni se ven desde el espacio, sino sólo en los mapas políticos, en los consulados y en los puestos de frontera entre país y país.
III
De estos países hay cinco que hoy conocemos como “andinos”: Colombia, Venezuela, Ecuador, Perú y Bolivia.
Podrían caber en una sola fotografía desde el espacio, como cupieron en la mente del Libertador cuando escribió en la Carta de Jamaica: “Es una idea grandiosa pretender formar de todo el mundo nuevo una sola nación, con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo”.
El, sin embargo, nunca los pudo ver a todos juntos al tiempo, desde arriba, ni siquiera cuando su ascenso de héroe mitológico hasta la cumbre glacial del Chimborazo (la misma cumbre a donde ascendió el barón de Humboldt en 1802, convencido entonces de que estaba subiendo a la montaña más alta de la Tierra.)
Nosotros sí. Nosotros sí podemos cubrir con una sola mirada de nave espacial los cinco países que forman la esquina nor-occidental del Cono Sur y que nacieron como naciones independientes a partir de visionario tesón del Libertador Simón Bolívar.
Con un close-up desde el espacio, podríamos detectar las fuentes más altas de los ríos que nacen en los Andes de los países andinos e irrigan la región amazónica, y que en cierta forma garantizan la biodiversidad de la selva húmeda más exuberante y extensa del planeta. Entenderíamos por qué la deforestación acelerada de las montañas andinas significa para el Amazonas una amenaza tan grande como la tala de sus propias selvas tropicales.
Encontraríamos los páramos, unos ecosistemas que solamente existen en esta esquina de la Tierra y de cuya epidermis musgosa brotan las aguas que hacen posible la vida en Colombia y en parte del Ecuador y Venezuela.
Veríamos retroceder aceleradamente los límites del hielo en las altas cumbres de los Andes, un fenómeno ligado localmente a la deforestación de las laderas, y planetariamente al llamado “calentamiento global”, y que en la práctica se traduce en que cada vez los nevados tengan menos nieve. Podríamos comprender los efectos del fenómeno de El Niño sobre las costas y los territorios interiores del Perú, del Ecuador y de Colombia.
Conoceríamos las punas húmedas y secas (formaciones vegetales de los altiplanos y las vertientes de las grandes montañas andinas que, según los estudiosos de los ecosistemas del Perú y de Bolivia, “pasan de la pradera gramínea de tapiz continuo a la estepa de matas discontinuas, de plantas resinosas y espinosas”), los suni (“geosistemas de transición entre los medios fríos de las punas y los templados” a los cuales pertenecen las orillas del lago Titicaca), las yungas húmedas y secas (ecosistemas ubicados entre los 2.000 y los 800 metros de altura sobre el nivel del mar), los áridos desiertos de las costas peruanas, las ya mencionadas selvas del Chocó Biogeográfico...
“Si los hombres son diferentes”, dice Francisco José de Caldas en un ensayo sobre esta parte de la Tierra titulado “Del influjo del clima sobre los seres organizados” (un texto pionero de ecología escrito en 1808, varias décadas antes de que se forjara en Alemania la palabra “ecología” y casi dos siglos antes de que comenzara a hablarse de biodiversidad en América), “la vegetación de los Andes parece que toca en los extremos. En el corto espacio de 20 leguas halla el botánico observador plantas análogas a las de Siberia, plantas semejantes a las de los Alpes, la vegetación de Bengala y la de Tartaria septentrional. Basta descender 5.000 varas”, sigue Caldas, “para pasar de los musgos del polo a las selvas del ecuador. Dos pulgadas de más en el barómetro hacen mudar la faz del imperio de la flora. Los bálsamos, las resinas, los aromas, los venenos, los antídotos, todas las cualidades enérgicas están en la base de nuestra soberbia cordillera. Los cereales, las hortalizas, los pastos, las propiedades benignas están sobre sus faldas. En la cima se han refugiado las gramíneas, los musgos y la mayor parte de las criptógamas. Aquí se vuelven a hallar calidades enérgicas en algunas plantas. Los extremos, ya lo hemos dicho, se tocan. ¡Qué diferentes son las selvas de Santiago de las de las cercanías de Quito! La altura de los árboles crece en razón inversa de la elevación del suelo en que nacen.
En las costas son colosales, y los diámetros enormes, los troncos derechos, perpendiculares, y dejando entre sí grandes espacios vacíos. Las volubles abundan en extremo. Maromas, cables semejantes a los de un grueso navío, bajan y suben, unas veces perpendiculares, otras envolviéndose espiralmente alrededor de los troncos. Aquí forman bóvedas, allí techos que no pueden penetrar los rayos ardientes del sol. Las palmeras, estos orgullosos individuos de las selvas inflamadas, levantan a los aires sus frondas majestuosas y descuellan sobre cuanto las rodea. Pocos musgos revisten los troncos. Las raíces someras se extienden horizontalmente a distancias prodigiosas. (...) Los árboles de la parte alta de la cordillera son unos pigmeos comparados con los de la base. Estos suben a cuarenta, a cincuenta y frecuentemente a sesenta varas de altura: aquéllos no se elevan sino a diez, a quince y cuando más a veinte. Sus raíces profundizan y resisten a la impetuosidad de los vientos que reinan en estos lugares elevados. Sus troncos son aproximados, tortuosos y vestidos enteramente de musgos. Las plantas volubles son infinitamente en menor número. Aquí abundan los pothos, las titilandcias (sic) y demás parasíticas (sic). Una sola palmera elevada, otras enanas, conservan en las alturas la forma de estos vegetales que parecen prodigados en las llanuras calurosas...”. Hasta aquí la cita de Caldas. ¿Qué queda hoy de esto en los “países andinos”, cuando se sabe que en la década pasada la deforestación afectó el 0.54 por ciento de las selvas de Suramérica, que por cada hectárea reforestada (por lo general con especies exóticas) se talan entre 10 y 15 de bosque nativo, y que según el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente PNUMA, el 70 por ciento de las tierras productivas de México y Suramérica han sufrido procesos de desertificación y el 47 por ciento de las zonas de pastura están perdiendo su fertilidad debido al mal manejo?
En el documento “Nuestra Propia Agenda”, la Comisión de Desarrollo y Medio Ambiente de América Latina y el Caribe advierte que la región contiene el 40 por ciento de las especies animales y vegetales de los bosques tropicales del mundo, pero que a la tasa de deforestación actual se prevé que dentro de 40 años entre 100.000 y 350.000 especies habrán desaparecido. “En diversas partes”, dice el informe citado, “la dieta local provenía de cultivos autóctonos adaptados a las particularidades climáticas, pero éstos han disminuido a menos del 50 por ciento en favor de granos procesados y otros alimentos (...) De las 250.000 especies de plantas superiores, 90.000 se encuentran en la América Latina tropical. Si consideramos que el 10 por ciento de éstas son especies medicinales, el 10 por ciento tienen usos industriales y el 15 por ciento son comestibles, tenemos un número de 31.500 especies útiles a ser aprovechadas. A fines de 1970 solamente el uno por ciento de las 50.000 especies estimadas de angiospermas del Amazonas brasileño habían sido examinadas para conocer su composición química (...) Cerca de mil de las especies amazónicas vegetales son potencialmente cultivables, y en estos bosques existen por lo menos 300 especies de interés forestal. En las zonas montañosas andinas, 225 especies son potencialmente cultivables y 45 especies de animales son potencialmente cultivables o utilizables.”
IV
La tendencia mundial a conformar bloques de integración que poco a poco vayan superando los límites nacionales, no ha surgido en la mayoría de los casos como resultado de una conciencia ecologista sobre la artificialidad de las fronteras y sobre la necesidad de administrar los ecosistemas teniendo en cuenta sus características naturales y no las “cicatrices de la historia” (como sí es el caso del llamado “Pacto Amazónico”), sino como resultado de intereses comerciales y de la necesidad de fortalecer las economías regionales y subregionales para enfrentarse a bloques económicos de otras latitudes del planeta. Los países de América Latina, y en particular los países andinos, iniciaron en 1966 un proceso de integración comercial que culminó en 1969 con el llamado “Acuerdo de Cartagena”, suscrito inicialmente por Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia y Chile, al cual años después adhirió formalmente Venezuela (y se retiró Chile). Sus objetivos formales son la armonización de políticas económicas y sociales y de las legislaciones nacionales que las institucionalizan y respaldan, la adopción de políticas comunes sobre aranceles, propiedad intelectual, inversión de capitales externos y, en general, apertura de mercados. Los países andinos, que para los efectos descritos conforman el llamado Grupo o Pacto Andino, administran el Acuerdo de Cartagena a través de una Comisión (el órgano máximo del Acuerdo), una Junta u órgano técnico compuesto por tres miembros, un Comité Consultivo, un Comité Asesor Económico y Social conformado por empresarios y trabajadores de los países miembros y un Tribunal andino de Justicia. Los países miembros del Acuerdo de Cartagena crearon además la CAF, Corporación Andina de Fomento, “una empresa multinacional de carácter eminentemente público destinada a prestar apoyo técnico y financiero a proyectos concretos relacionados con el mercado subregional.”
No son pocas las siglas que denotan los esfuerzos de integración comercial de los países latinoamericanos: el MCCA (Mercado Común Centroamericano), la ALALC (Asociación Latinoamericana de Libre Comercio), la ALADI (Asociación Latinoamericana de Integración), MERCOSUR (Mercado Común conformado por Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay), el G-3 o Grupo de los Tres (México, Colombia y Venezuela), y otros de carácter eminentemente científico y cultural, como el “Convenio Andrés Bello”. pionero de ecología citamos atrás algunos párrafos), que conecta a científicos colombianos que trabajan en cerca de 20 países, y la integración de estas redes con otras similares en otros países del planeta, contribuirán poco a poco a que se superen las antes insalvables fronteras nacionales. Posiblemente falta mucho antes de que se superen del todo las diferencias entre países, y seguramente resulta positivo que mientras por una parte aumenta la conciencia sobre la unidad de todo el planeta Tierra y de la especie humana, por otra parte y de manera simultánea, crezca el afán de fortalecer las identidades locales: la unidad en la diversidad y viceversa.
V
La América que Bolívar soñó con ver convertida en “la más grande nación del mundo, menos por su extensión y su riqueza que por su libertad y por su gloria”, es una enorme isla entre dos grandes océanos, que representa el 12 por ciento de la superficie emergida del planeta Tierra. Parte de un continente que permaneció oculto para los europeos hasta hace apenas cinco centenas de años. Como permanece todavía oculto para la mayoría de cuantos seguimos viéndolo sólo desde adentro, desde el suelo, incapaces de ligar “sus partes entre sí y con el todo” (y no como lograron verlo desde arriba Bolívar y Caldas y Humboldt y el hombre de Neguá, cuyas mentes superaron la gravedad que los mantenía anclados a la Tierra). Mirar el continente desde el espacio, como lo vio Dios el séptimo día de la Creación, y como lo podemos ver hoy, con ojos de viajero extraterrestre, nos ayuda a entenderlo, a entendernos a nosotros mismos como un todo. Con América. Con el planeta. Con ese Universo, de cuya voluntad de vida también formamos parte los hijos de la Tierra.
La tendencia dominante a la internacionalización de la economía, con todos sus peligros y posibilidades, y herramientas técnicas surgidas en especial de la informática, que permiten la existencia de redes como CETCOL (Red Colombiana de Ciencia, Educación y Tecnología) o la “Red Caldas” (llamada así en homenaje al científico colombiano de principios del siglo pasado, de cuyo trabajo
#AmorPorColombia
La mirada de Dios
Sistema de lagunas nacidas de los ríos y pantanos cercanos a la selva húmeda tropical del noreste boliviano.
Salar del Hombre Muerto a lo largo de la Sierra de Aguas Calientes. Provincia de Salta, en Argentina.
Isla de Barú y bahía de Barbacoas en la costa caribe colombiana. Departamento de Bolívar.
Valle seco del altiplano chileno en los desiertos fríos y secos del norte del país.
Desembocadura del río Meta en el Orinoco, en la frontera colombo-venezolana.
Desierto litoral peruano y ciudad de Túmbez al norte del país, cerca de la frontera con el Ecuador.
Bahía de Tumaco en la costa pacífica colombiana en el departamento de Nariño, cerca al límite con el Ecuador.
Frontera entre Bolivia y Brasil, al oeste y al este de las lagunas, a cien kilómetros al norte de la ciudad de Corumbá.
Texto de: Gustavo Wilches-Chaux
Un hombre del pueblo de Neguá, en la Costa de Colombia, pudo subir al alto cielo. A la vuelta, contó. Dijo que había contemplado, desde allá arriba, la vida humana. Y dijo que somos un mar de fueguitos.
–El mundo es eso –reveló–. Un montón de gente, un mar de fueguitos.
Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás. No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chiquitos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco, que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca, se enciende.
Eduardo Galeano, “El Libro de los Abrazos”
Todo lo primordial alcanza la unidad.
Alcanzada la unidad el cielo se aclara.
Alcanzada la unidad la tierra se hace firme.
Alcanzada la unidad el espíritu se hace poderoso.
Alcanzada la unidad el valle encuentra su plenitud.
Tao Te King
I
Qué podría pensar de la Tierra un habitante de otra galaxia que se aventurara por entre los vericuetos del Sistema Solar? Antes de llegar a nuestras vecindades, seguramente habría tenido que pasar por Plutón y por su satélite Caronte (casi del mismo tamaño que Plutón), y por el gélido Neptuno, cubierto por una neblina entre verdosa y azul, como las alas de las mariposas de la región de las esmeraldas colombianas. Habría fotografiado (o registrado de algún modo) las turbulencias y los bucles de la atmósfera de Urano, del color de nuestras nubes y de nuestro mar. Habría aprovechado el peralte que forma la gigante presencia de Saturno en el espacio, para colocarse en la órbita de Júpiter, y habría tenido que forzar al máximo sus propulsores para no ser tragado por su gravedad. Habría explorado la Gran Mancha Roja y el complejo sistema de tormentas y huracanes que circundan la región ecuatorial del más grande de los planetas del Sistema Solar. Se habría escabullido por entre los millones de asteroides que giran alrededor del Sol en la órbita interior antes de Júpiter, y habría pasado de largo junto a Marte, el planeta rocoso al que los terrícolas bautizaron con el nombre del dios de la guerra, y junto a Fobos y Deimos, las dos lunas tenebrosas y oscuras que llevan los nombres de la fuga y el terror.
Y entonces, súbitamente, en medio de la oscuridad iridiscente de terciopelo del espacio sideral, se habrá encontrado un planeta, cuya composición superficial habrá hecho saltar sus sensores al detectar la existencia de un compuesto ausente en el resto de los planetas del Sistema Solar: el vi5ajero del espacio se habrá encontrado una burbuja de agua a 150 millones de kilómetros del Sol. Para él (o para ella o para él/ella) la presencia de agua podría no poseer un significado especial, aparte del que pueda tener el hallazgo de un nuevo compuesto químico para el catálogo universal.
O a lo mejor sí. A lo mejor la Tierra lo (o la) lograría cautivar. A lo mejor (no sabemos a qué tipo de señales, de partículas o de radiaciones estarían abiertos sus sensores) lograría intuir o percibir que íntimamente ligado a la presencia de agua, existe en este planeta un fenómeno del cual él (o ella o él/ella), el viajero del espacio, es otra manifestación. A lo mejor se daría cuenta de que en la Tierra existe Vida. De que la Tierra es un planeta vivo. Habría captado “los fueguitos” que vio el hombre del pueblo de Neguá, en el relato de Galeano.
Se habría “encendido”... Y eso lo (o la) habría obligado a quedarse y explorar. A tratar de comprender. De encontrar.
Circunnavegaría la Tierra y se encontraría rizos y volutas blancas y azuladas, como las de la atmósfera de Urano; huracanes como los de la atmósfera de Júpiter, casquetes de hielo como los de Plutón (pero de agua), tormentas anaranjadas como las de la superficie marciana, espirales y bucles que le recordarían las lejanas galaxias, texturas corrugadas que más tarde, cuando conociera a los terrícolas, encontraría nuevamente, en otra escala, a veces en dimensiones microscópicas, en la piel que envuelve sus humanidades, en la superficie de las hojas, en los líquenes adheridos a las piedras, en las cortezas de los árboles. Estructuras ramificadas que –después averiguaría– son las desembocaduras de los ríos, las cuencas hidrográficas, la distribución arborescente de las cordilleras y montañas... y que también hallaría en las neuronas de los seres vivos, en sus sistemas circulatorios, en sus estructuras pulmonares, en las raíces de las plantas.
Y de vez en cuando, en medio de las texturas arbitrarias, del recorrido caprichoso de los cursos de agua, del desgreño de las nubes, de la indecisa y espumosa impermanencia de las zonas costeras, líneas rectas, círculos perfectos, rectángulos, cuadrículas, cuadrados: ciudades, cultivos, represas, puentes, carreteras... la presencia humana. Por alguna razón (posiblemente la intensidad de “los fueguitos” que vio el hombre de Neguá), el viajero del espacio colocaría su nave en órbita sobre esa porción de superficie emergida de la Tierra que los terrícolas conocemos convencionalmente con el nombre de América, y más concretamente sobre esa especie de cono que llamamos América del Sur o Suramérica.
El viajero del espacio no sabría –y si se lo contaran a lo mejor no entendería– que en ese cono llamado Suramérica existen 12 “países independientes” y dos “posesiones coloniales”, conceptos que para sus sensores de radiaciones electromagnéticas y de texturas, y de bucles y de ritmos de montañas y de agua, carecerían de sentido, de significado.
Nosotros, los terrícolas, pudimos ver la Tierra desde lejos, con nuestros propios ojos, por primera vez, desde una nave Apolo, en diciembre del 68. Comenzamos a intentarlo en forma, apenas diez años antes, cuando los rusos lanzaron su primer satélite al espacio: el Sputnik I, que pesaba menos de 84 kilos y tenía 58 centímetros de diámetro. La posibilidad de ver “la Tierra llena”, de vernos desde el espacio, escribe Fritjof Capra, constituye el principal resultado de la exploración espacial.
Se justifica que salgamos al espacio –que nos convirtamos en extraterrestres– para que nosotros mismos nos conozcamos mejor.
“Quien se aleja de su casa ya ha vuelto”, dice Borges en su poema-prólogo al I Ching.
II
En su libro Manual del Pesimista, Eric Marcus cuenta que su abuela, Ethel Sand, nació a fines del siglo XIX en Lvov, Austria, creció en Polonia, y bien avanzados los años veinte emigró de la Unión soviética. “Lo chistoso”, escribe Marcus, “es que antes de abordar el barco hacia Brooklyn, la abuela no había salido nunca de la aldea donde nació. ¡No era la abuela sino los límites territoriales los que se movían!”
Las fronteras nacionales, las que alguien denominó “las cicatrices de la historia”, no se ven desde el espacio.
El viajero orbital que decide conocer a la América del Sur, no podrá saber desde su nave qué país es más grande, ni cuál posee más habitantes, ni dónde comienza Chile y termina la Argentina, ni por dónde pasan los límites entre Colombia y Venezuela o entre el Perú y el Ecuador.
Verá sí –o se lo dirán sus detectores de clorofila, de seres vivos y de agua– que en Suramérica existen casi seis millones de kilómetros cuadrados (5’897.795 para ser exactos) de las selvas más exuberantes y con mayor diversidad de especies del planeta. Sus sensores captarán a los árboles absorbiendo gas carbónico del aire para mantener estable el clima de la Tierra. Le harán saber que de todos los ríos que han revisado en el planeta, el más caudaloso atraviesa de un lado a otro esa selva que los terrícolas llaman la Amazonia, y que ese río, el Amazonas, en sus 6.500 kilómetros de largo, recoge las aguas de una cuenca de casi siete millones de kilómetros cuadrados (6’869.344). O de un millón más si se le suma el Orinoco.
El viajero del espacio encontrará en el borde occidental de Suramérica, como un enorme muro sobre el Océano Pacífico, la Cordillera de los Andes, la más larga del planeta, con 8.900 kilómetros de longitud. La verá elevarse en el Monte Aconcagua hasta casi siete kilómetros de altura (6.959 m.s.n.m.), para luego descender y desembocar como el delta de un río en las costas del Caribe y extender un largo brazo hasta las costas de Venezuela. Si sabe de geología y de tectónica de placas, entenderá que esa cordillera surge como efecto de la presión que ejerce la placa suramericana (sobre la cual “navega” el continente sobre el magma) contra la placa del Pacífico (sobre la cual se encuentra el fondo del océano). Los instrumentos de la nave detectarán volcanes activos a todo lo largo de la cordillera (entre otros el Cotopaxi, el volcán activo más alto del planeta, a 5.897 metros sobre el nivel del mar), fallas geológicas, tensiones acumuladas y rupturas bruscas, que periódicamente estremecen a los habitantes de los Andes.
En lo alto de esa cordillera, a 3.835 metros sobre el nivel del mar, encontrará un lago de 8.300 kilómetros cuadrados de área. Si ya se ha conseguido un atlas de la Tierra, allí le dirán que se llama el Titicaca y que queda en los límites entre Bolivia y el Perú. Hacia el Sur-Occidente, verá los 180 mil kilómetros cuadrados del desierto de Atacama, uno de los más estériles del mundo.
Luego, al Norte, un territorio habitado desde hace por lo menos 20 mil años por seres humanos: el actual Perú, desde donde los incas irradiaron su imperio. Y si sigue por la línea costera, desde donde el atlas le indique que comienzan los límites entre el Ecuador y Colombia, hasta los límites con Panamá, en esa axila encontrará una franja estrecha de selva que los biólogos denominan el Chocó Biogeográfico, uno de los rincones más lluviosos, inestables y ricos en especies de la Tierra. Del otro lado, en la parte nor-oriental de la base del cono suramericano, el Macizo o Planicie de las Guayanas, parte del antiguo escudo que presiona y pliega la corteza terrestre hasta formar la cordillera de los Andes. Al norte de la Amazonia, si el viajero tiene forma de mirar a través de las nubes, podrá ver aflorar en medio de la selva los “tepuyes” (palabra en lengua pemón que significa “montaña”), planicies areniscas talladas por una erosión continua de 500 millones de años. Y desde uno de ellos –el tepui Auyan– oirá caer el agua por un abismo de casi un kilómetro de profundidad: el Salto Angel, la cascada más alta de la Tierra.
Hacia el Nor-Oriente, el Macizo Central Brasileño y hacia el Sur, la planicie amazónica: el lecho de un antiguo mar que se formó cuando afloraron los Andes y que se “desaguó” a finales del Terciario a través del Orinoco y el Amazonas.
Y todavía más hacia el Sur, las zonas áridas del Brasil, que contrastan con la húmeda y verde exuberancia de la selva amazónica.
Después, el inhóspito Gran Chaco, en el Paraguay. Y en lo que el atlas dirá que son los límites de ese país con el Brasil, sobre el río Paraná (el segundo río en longitud en América del Sur), la central hidroeléctrica con mayor capacidad instalada del planeta: Itaipú (que junto con la de Yacyretá harán del Paraguay el mayor exportador de energía hidroeléctrica del mundo).
No lejos de allí, en el Iguazú, cuatro kilómetros de cataratas de 65 metros de altura en los límites entre la Argentina y el Brasil. (Las cataratas de Guairá quedaron ensordecidas y sepultadas bajo las aguas del embalse de Itaipú).
Luego la –esa sí– fértil Mesopotamia, en la región limítrofe entre el Brasil, la Argentina y el Uruguay, que viene a desaguar en el Río de La Plata, sobre el Océano Atlántico.
Después, la Pampa y la Patagonia, el Estrecho de Magallanes, la Tierra del Fuego y el Cabo de Hornos, el vértice del cono sur, casi en la región circumpolar antártida.
Desde allí, sobre el Pacífico, hacia el Norte otra vez, las varias decenas de miles de islas que se van como aglutinando y coagulando hasta formar el Chile continental y las raíces desde donde arranca la cordillera de los Andes.
Todo eso sí se puede ver desde el espacio.
Además, claro, de la presencia de la especie humana: la carretera transamazónica; de noche, concentraciones de luz en campos petroleros y grandes ciudades; llagas de deforestación, costras urbanas, zonas industriales, cuerpos de agua contaminados, sedimentación...
(Ah! Y las líneas de Nazca, interpretadas como un esfuerzo de los seres humanos para confirmarles su presencia a los viajeros del espacio.)
Sao Paulo con veintidós millones de habitantes, Buenos Aires, con diez. Lima, con siete. Rio de Janeiro con diecisiete. Santiago con más de cinco. Bogotá, Caracas, Guayaquil, Quito, La Paz, cuyas luces en la noche se juntan con las estrellas sin solución de continuidad...
Más de 300 millones de seres humanos viven en los 18 millones de kilómetros cuadrados de América del Sur: descendientes –cercanos unos, lejanos los otros– de los incas, de los chibchas, de los taironas, de los caribes, de los araucanos, de los mapuches, de los negros africanos, de los españoles que llegaron cuando la conquista y la colonia y, en este siglo, después de la Guerra Civil, de los inmigrantes italianos, de los alemanes, de los turcos, de los moros, de los orientales... Culturas indígenas que todavía sobreviven en las gélidas altiplanicies andinas del Perú, de Bolivia, del Ecuador, en la Sierra Nevada de Santa Marta. Y en las abigarradas selvas del Amazonas y del Chocó Biogeográfico. De vez en cuando aparece todavía alguna tribu sobre la cual hasta entonces no tenía noticia el resto de la sociedad humana. Doce “países independientes” (Colombia, Venezuela, Ecuador, Perú, Bolivia, Brasil, Paraguay, Uruguay, Argentina, Chile, Surinam y Guyana) y dos “posesiones coloniales” (la Guayana Francesa y las Islas Malvinas), cuyas fronteras convencionales no se sienten ni se ven desde el espacio, sino sólo en los mapas políticos, en los consulados y en los puestos de frontera entre país y país.
III
De estos países hay cinco que hoy conocemos como “andinos”: Colombia, Venezuela, Ecuador, Perú y Bolivia.
Podrían caber en una sola fotografía desde el espacio, como cupieron en la mente del Libertador cuando escribió en la Carta de Jamaica: “Es una idea grandiosa pretender formar de todo el mundo nuevo una sola nación, con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo”.
El, sin embargo, nunca los pudo ver a todos juntos al tiempo, desde arriba, ni siquiera cuando su ascenso de héroe mitológico hasta la cumbre glacial del Chimborazo (la misma cumbre a donde ascendió el barón de Humboldt en 1802, convencido entonces de que estaba subiendo a la montaña más alta de la Tierra.)
Nosotros sí. Nosotros sí podemos cubrir con una sola mirada de nave espacial los cinco países que forman la esquina nor-occidental del Cono Sur y que nacieron como naciones independientes a partir de visionario tesón del Libertador Simón Bolívar.
Con un close-up desde el espacio, podríamos detectar las fuentes más altas de los ríos que nacen en los Andes de los países andinos e irrigan la región amazónica, y que en cierta forma garantizan la biodiversidad de la selva húmeda más exuberante y extensa del planeta. Entenderíamos por qué la deforestación acelerada de las montañas andinas significa para el Amazonas una amenaza tan grande como la tala de sus propias selvas tropicales.
Encontraríamos los páramos, unos ecosistemas que solamente existen en esta esquina de la Tierra y de cuya epidermis musgosa brotan las aguas que hacen posible la vida en Colombia y en parte del Ecuador y Venezuela.
Veríamos retroceder aceleradamente los límites del hielo en las altas cumbres de los Andes, un fenómeno ligado localmente a la deforestación de las laderas, y planetariamente al llamado “calentamiento global”, y que en la práctica se traduce en que cada vez los nevados tengan menos nieve. Podríamos comprender los efectos del fenómeno de El Niño sobre las costas y los territorios interiores del Perú, del Ecuador y de Colombia.
Conoceríamos las punas húmedas y secas (formaciones vegetales de los altiplanos y las vertientes de las grandes montañas andinas que, según los estudiosos de los ecosistemas del Perú y de Bolivia, “pasan de la pradera gramínea de tapiz continuo a la estepa de matas discontinuas, de plantas resinosas y espinosas”), los suni (“geosistemas de transición entre los medios fríos de las punas y los templados” a los cuales pertenecen las orillas del lago Titicaca), las yungas húmedas y secas (ecosistemas ubicados entre los 2.000 y los 800 metros de altura sobre el nivel del mar), los áridos desiertos de las costas peruanas, las ya mencionadas selvas del Chocó Biogeográfico...
“Si los hombres son diferentes”, dice Francisco José de Caldas en un ensayo sobre esta parte de la Tierra titulado “Del influjo del clima sobre los seres organizados” (un texto pionero de ecología escrito en 1808, varias décadas antes de que se forjara en Alemania la palabra “ecología” y casi dos siglos antes de que comenzara a hablarse de biodiversidad en América), “la vegetación de los Andes parece que toca en los extremos. En el corto espacio de 20 leguas halla el botánico observador plantas análogas a las de Siberia, plantas semejantes a las de los Alpes, la vegetación de Bengala y la de Tartaria septentrional. Basta descender 5.000 varas”, sigue Caldas, “para pasar de los musgos del polo a las selvas del ecuador. Dos pulgadas de más en el barómetro hacen mudar la faz del imperio de la flora. Los bálsamos, las resinas, los aromas, los venenos, los antídotos, todas las cualidades enérgicas están en la base de nuestra soberbia cordillera. Los cereales, las hortalizas, los pastos, las propiedades benignas están sobre sus faldas. En la cima se han refugiado las gramíneas, los musgos y la mayor parte de las criptógamas. Aquí se vuelven a hallar calidades enérgicas en algunas plantas. Los extremos, ya lo hemos dicho, se tocan. ¡Qué diferentes son las selvas de Santiago de las de las cercanías de Quito! La altura de los árboles crece en razón inversa de la elevación del suelo en que nacen.
En las costas son colosales, y los diámetros enormes, los troncos derechos, perpendiculares, y dejando entre sí grandes espacios vacíos. Las volubles abundan en extremo. Maromas, cables semejantes a los de un grueso navío, bajan y suben, unas veces perpendiculares, otras envolviéndose espiralmente alrededor de los troncos. Aquí forman bóvedas, allí techos que no pueden penetrar los rayos ardientes del sol. Las palmeras, estos orgullosos individuos de las selvas inflamadas, levantan a los aires sus frondas majestuosas y descuellan sobre cuanto las rodea. Pocos musgos revisten los troncos. Las raíces someras se extienden horizontalmente a distancias prodigiosas. (...) Los árboles de la parte alta de la cordillera son unos pigmeos comparados con los de la base. Estos suben a cuarenta, a cincuenta y frecuentemente a sesenta varas de altura: aquéllos no se elevan sino a diez, a quince y cuando más a veinte. Sus raíces profundizan y resisten a la impetuosidad de los vientos que reinan en estos lugares elevados. Sus troncos son aproximados, tortuosos y vestidos enteramente de musgos. Las plantas volubles son infinitamente en menor número. Aquí abundan los pothos, las titilandcias (sic) y demás parasíticas (sic). Una sola palmera elevada, otras enanas, conservan en las alturas la forma de estos vegetales que parecen prodigados en las llanuras calurosas...”. Hasta aquí la cita de Caldas. ¿Qué queda hoy de esto en los “países andinos”, cuando se sabe que en la década pasada la deforestación afectó el 0.54 por ciento de las selvas de Suramérica, que por cada hectárea reforestada (por lo general con especies exóticas) se talan entre 10 y 15 de bosque nativo, y que según el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente PNUMA, el 70 por ciento de las tierras productivas de México y Suramérica han sufrido procesos de desertificación y el 47 por ciento de las zonas de pastura están perdiendo su fertilidad debido al mal manejo?
En el documento “Nuestra Propia Agenda”, la Comisión de Desarrollo y Medio Ambiente de América Latina y el Caribe advierte que la región contiene el 40 por ciento de las especies animales y vegetales de los bosques tropicales del mundo, pero que a la tasa de deforestación actual se prevé que dentro de 40 años entre 100.000 y 350.000 especies habrán desaparecido. “En diversas partes”, dice el informe citado, “la dieta local provenía de cultivos autóctonos adaptados a las particularidades climáticas, pero éstos han disminuido a menos del 50 por ciento en favor de granos procesados y otros alimentos (...) De las 250.000 especies de plantas superiores, 90.000 se encuentran en la América Latina tropical. Si consideramos que el 10 por ciento de éstas son especies medicinales, el 10 por ciento tienen usos industriales y el 15 por ciento son comestibles, tenemos un número de 31.500 especies útiles a ser aprovechadas. A fines de 1970 solamente el uno por ciento de las 50.000 especies estimadas de angiospermas del Amazonas brasileño habían sido examinadas para conocer su composición química (...) Cerca de mil de las especies amazónicas vegetales son potencialmente cultivables, y en estos bosques existen por lo menos 300 especies de interés forestal. En las zonas montañosas andinas, 225 especies son potencialmente cultivables y 45 especies de animales son potencialmente cultivables o utilizables.”
IV
La tendencia mundial a conformar bloques de integración que poco a poco vayan superando los límites nacionales, no ha surgido en la mayoría de los casos como resultado de una conciencia ecologista sobre la artificialidad de las fronteras y sobre la necesidad de administrar los ecosistemas teniendo en cuenta sus características naturales y no las “cicatrices de la historia” (como sí es el caso del llamado “Pacto Amazónico”), sino como resultado de intereses comerciales y de la necesidad de fortalecer las economías regionales y subregionales para enfrentarse a bloques económicos de otras latitudes del planeta. Los países de América Latina, y en particular los países andinos, iniciaron en 1966 un proceso de integración comercial que culminó en 1969 con el llamado “Acuerdo de Cartagena”, suscrito inicialmente por Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia y Chile, al cual años después adhirió formalmente Venezuela (y se retiró Chile). Sus objetivos formales son la armonización de políticas económicas y sociales y de las legislaciones nacionales que las institucionalizan y respaldan, la adopción de políticas comunes sobre aranceles, propiedad intelectual, inversión de capitales externos y, en general, apertura de mercados. Los países andinos, que para los efectos descritos conforman el llamado Grupo o Pacto Andino, administran el Acuerdo de Cartagena a través de una Comisión (el órgano máximo del Acuerdo), una Junta u órgano técnico compuesto por tres miembros, un Comité Consultivo, un Comité Asesor Económico y Social conformado por empresarios y trabajadores de los países miembros y un Tribunal andino de Justicia. Los países miembros del Acuerdo de Cartagena crearon además la CAF, Corporación Andina de Fomento, “una empresa multinacional de carácter eminentemente público destinada a prestar apoyo técnico y financiero a proyectos concretos relacionados con el mercado subregional.”
No son pocas las siglas que denotan los esfuerzos de integración comercial de los países latinoamericanos: el MCCA (Mercado Común Centroamericano), la ALALC (Asociación Latinoamericana de Libre Comercio), la ALADI (Asociación Latinoamericana de Integración), MERCOSUR (Mercado Común conformado por Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay), el G-3 o Grupo de los Tres (México, Colombia y Venezuela), y otros de carácter eminentemente científico y cultural, como el “Convenio Andrés Bello”. pionero de ecología citamos atrás algunos párrafos), que conecta a científicos colombianos que trabajan en cerca de 20 países, y la integración de estas redes con otras similares en otros países del planeta, contribuirán poco a poco a que se superen las antes insalvables fronteras nacionales. Posiblemente falta mucho antes de que se superen del todo las diferencias entre países, y seguramente resulta positivo que mientras por una parte aumenta la conciencia sobre la unidad de todo el planeta Tierra y de la especie humana, por otra parte y de manera simultánea, crezca el afán de fortalecer las identidades locales: la unidad en la diversidad y viceversa.
V
La América que Bolívar soñó con ver convertida en “la más grande nación del mundo, menos por su extensión y su riqueza que por su libertad y por su gloria”, es una enorme isla entre dos grandes océanos, que representa el 12 por ciento de la superficie emergida del planeta Tierra. Parte de un continente que permaneció oculto para los europeos hasta hace apenas cinco centenas de años. Como permanece todavía oculto para la mayoría de cuantos seguimos viéndolo sólo desde adentro, desde el suelo, incapaces de ligar “sus partes entre sí y con el todo” (y no como lograron verlo desde arriba Bolívar y Caldas y Humboldt y el hombre de Neguá, cuyas mentes superaron la gravedad que los mantenía anclados a la Tierra). Mirar el continente desde el espacio, como lo vio Dios el séptimo día de la Creación, y como lo podemos ver hoy, con ojos de viajero extraterrestre, nos ayuda a entenderlo, a entendernos a nosotros mismos como un todo. Con América. Con el planeta. Con ese Universo, de cuya voluntad de vida también formamos parte los hijos de la Tierra.
La tendencia dominante a la internacionalización de la economía, con todos sus peligros y posibilidades, y herramientas técnicas surgidas en especial de la informática, que permiten la existencia de redes como CETCOL (Red Colombiana de Ciencia, Educación y Tecnología) o la “Red Caldas” (llamada así en homenaje al científico colombiano de principios del siglo pasado, de cuyo trabajo