- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
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- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
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Colombia
Río Amazonas en las cercanías de Amacayacú, Amazonas Jeremy Horner.
Cancha de deportes en Leticia a orillas del río Amazonas, Amazonas Jeremy Horner.
Acordeonista en el Festival Vallenato.Valledupar, Cesar Jeremy Horner.
En el Departamento del Tolima, sobre el río Magdalena, queda Honda, “la ciudad de los puentes”. Cuando la erupción del volcán Nevado del Ruiz en 1985, tuvo que soportar el embate de la creciente producida por el deshielo del volcán y que, en otro sector del Tolima, sepultó a la ciudad de Armero. Jeremy Horner.
En vecindades del centro administrativo de La Alpujarra, en donde funcionan la Gobernación de Antioquia y la Alcaldía de la ciudad, el Teatro Metropolitano es una de las obras recientes destinadas a recuperar, para uso institucional, el sector en donde se encuentra la antigua estación del ferrocarril y en donde estuvo la principal plaza de mercado de Medellín. Jeremy Horner.
Los Wayúu están habituados a las drásticas condiciones ecológicas de La Guajira. Durante generaciones han sido pastores de cabras y extractores de sal de mar y en el pasado se dedicaron también a buscar perlas. Hoy muchos indígenas trabajan en las minas de carbón de El Cerrejón. Jeremy Horner.
La Campaña Libertadora, que culminó con la total independencia del dominio español, se realizó con llaneros mal armados y poco habituados a los climas de las alturas andinas donde se vieron obligados a pelear. “Soldados sin coraza ganaron la Victoria. Su viril aliento de escudo les sirvió”, reza parte de una estrofa del Himno Nacional. Jeremy Horner.
En “la isla de los gallos”, Providencia, en el archipiélago de San Andrés, se agazapaban los piratas y corsarios de Francia e Inglaterra, para caer de sorpresa sobre los galeones españoles cargados con el oro americano. Jeremy Horner.
Colombia: “pluriétnica y pluricultural” Jeremy Horner.
Colombia: “pluriétnica y pluricultural” Jeremy Horner.
Colombia: “pluriétnica y pluricultural” Jeremy Horner.
Colombia: “pluriétnica y pluricultural” Jeremy Horner.
Colombia: “pluriétnica y pluricultural” Jeremy Horner.
Colombia: “pluriétnica y pluricultural” Jeremy Horner.
Colombia: “pluriétnica y pluricultural” Jeremy Horner.
Colombia: “pluriétnica y pluricultural” Jeremy Horner.
Indígenas guambianos en un funeral, escampando bajo un plástico en Silvia, Cauca Jeremy Horner.
Atardecer en la población de Tangua, Nariño Jeremy Horner.
Casa en Yacuanquer, Nariño Jeremy Horner.
Vendedora “puerta a puerta” de leche de cabra en Ipiales, Nariño Jeremy Horner.
“Médico tradicional” o curandero indígena Sibundoy. Mérida, Nariño Jeremy Horner.
Piscina de olas en el Parque de la Caña en Cali, Valle del Cauca Jeremy Horner.
Mercado fluvial en el río Atrato. Quibdó, Chocó Jeremy Horner.
Niños en un pueblo cerca de Quibdó, Chocó Jeremy Horner.
Avión en Bahía Solano o “Ciudad Mutis”, Chocó Jeremy Horner.
Actividades ganaderas en los Llanos Orientales, Meta Jeremy Horner.
Niños navegando en un afluente del río Amazonas, Amazonas Jeremy Horner.
Texto de Jeremy Horner.
No sin alguna ansiedad me aventuré en la tierra de Gabriel García Márquez. En el espacio de su ficción es un país misterioso y seductor, sazonado con imágenes como sueños pero en los informes noticiosos de cada día aparece más bien como un campo de peligrosos y amenazantes criminales, donde la ley de la selva rige y los reyes de las drogas se mueven libremente. La Colombia que descubrí está más cerca de las etéreas imágenes de García Márquez que de las encaminadas profecías de los medios internacionales. Es una tierra enlazada con su propio surrealismo, donde la verdad es a veces tan extraña como la ficción que de ella brota. De las cenizas de mis entrañables preconceptos surgió una visión como un fénix desde un mundo muy lejos de ese circo criminal que había esperado. Es un conjunto de variedad y de vida, de un dispar y distante misterio, en que los sueños del gran autor se confunden con la realidad, con más frecuencia de lo que yo había imaginado.
Lo que fue algo así como un sueño, o como cualquier ficción, surgió al encontrarme en las orillas del lago La Cocha con una pareja. Eran dos ancianos, un hombre y una mujer aún extasiados por el amor, que vivían en un rancho a orillas de la nada. Casados don Pepe y doña María, pero no entre sí. Lo habían estado, él con la hermana de María y ella con el hermano de Pepe. Y ahí estaban, abierta y hermosamente locos, viviendo juntos, cuidando el uno del otro hasta el último día de sus vidas.
Tan fantástica como cualquier cuento fue mi experiencia dentro de un tumba vacía en una pradera cerca de Popayán mientras tomaba aguardiente y conversaba con algunos indios guambianos. Nos habíamos metido dentro de una improvisada carpa para escampar un aguacero durante el funeral de un joven guambiano, de veintitrés años, que se había matado en una motocicleta. Por desgracia la carpa era bastante baja y como yo mido más de uno con noventa, alguno de los amables compañeros sugirió que me metiera en la fosa que aún no había sido usada porque me veían muy incómodo. Lo hice y heme aquí como un solitario extranjero parado dentro de un gran hueco, apurando un vaso de aguardiente, rodeado por los dolientes guambianos vestidos de azul. Pronto una pareja de ellos me acompañó dentro del hueco para hacerme sentir más confortable con estos lugareños tratando de entretener a un extranjero en el funeral de uno de sus hijos queridos.
Al principio los guambianos habían sido muy circunspectos, pero cuando empecé a caminar al lado de las gentes que se dirigían al funeral, pronto, uno de ellos, estudiante de derechos humanos en la Universidad del Cauca, de unos treinta y dos años, se me acercó amistosamente y luego sus compañeros y parientes le siguieron. Hablamos por un largo tiempo sobre sus vidas y sobre mi trabajo, mientras nuestra amistad crecía casi con cada palabra que decíamos, especialmente cuando estuve parado en el hueco rodeado por ellos.
Esto es apenas una parte de la indefinible manera del colombiano para permitirle a usted sentirse como en su propia casa en el lugar en que se encuentre.
Pienso en aquel momento cuando estuve tratando de tomar imágenes en las minas de sal de Manaure, mientras la mayoría de los mineros y sus familias estaban encerrados en sus casas pegados a sus aparatos de televisión y absortos en un histórico partido de fútbol que se desarrollaba en Buenos Aires y que resultó en una victoria de cinco a cero de Colombia sobre Argentina. Cada vez que había un gol me escapaba para tratar de tomar algunas fotografías de la mina seguro de que estaría más tranquilo. Minutos más tarde volvía a la cabaña que resonaba con los formidables aplausos y los gritos de felicidad. Puesto que los momentos históricos sólo parecen tales mirados retrospectivamente, fue solamente más tarde, al regresar a Riohacha, cuando me di cuenta de que había sido testigo de un momento definitivo en la vida de un país. El pueblo estaba inflamado con las celebraciones y la festividad. Usted no puede irse a la cama, tiene que compartir, me dijo una linda muchacha con una sonrisa maravillosa. Me impidió entrar al hotel y dándome un abrazo dijo esta noche usted es colombiano. Pero debo decir que no todos los habitantes de Colombia son tan amables. Lucas, un mico del Amazonas, hizo todo lo posible para asegurar que una buena sección de este libro nunca fuera publicada.
Sucedió en el parque nacional de Amacayacú al fin de un agotador pero productivo día de trabajo fotográfico en la selva. Después de haber compartido una cerveza con mi guía y el lanchero Carlos, me retiré a mi choza. Dejando las cámaras en la cama junto con dieciséis rollos de preciosas fotografías, me desvestí y me lancé a tomar una ducha en un lugar cerca. Nunca pasó por mi mente que a mi equipo le pudiera suceder algo puesto que los ladrones son una especie desconocida en la selva Amazónica.
Pues si bien no hay ladrones humanos en la selva, no había tomado en cuenta a Lucas. Diez minutos más tarde, cuando a zancadas regresaba de la ducha, quedé aterrado de encontrar un rollo fuera del estuche plástico tirado al lado del camino justo a centímetros de un cristalino afluente del Amazonas. Me lancé a mi cuarto y me encontré con un mico sentado en mi cámara Nikon sosteniendo en su mano un rollo y tratando de sacarlo de su envoltura. Asombrado esta fue una especie de censura que jamás había experimentado y gritándole al animal para que se fuera, recobré justo a tiempo la película y luego me puse a recoger los otros catorce rollos que el mico había dispersado por todas las esquinas del cuarto. Los encontré todos pero me salvé por un pelo. Carlos me informó después que Lucas tenía una mala fama por su inteligencia y por sus inesperadas maldades.
En los cuatro meses que viajé por el país jamás encontré esta clase de obstrucciones de parte de mis huéspedes humanos. La verdad es que Colombia tiene un potencial fotográfico inmensamente rico. Una de mis fotografías favoritas en este libro resultó casi por accidente. La extraordinaria coincidencia de estar mirando con una fijeza inconsciente la dispuso de manera ideal y llena de significado.
Fue en el páramo de Berlín al norte de Santander, en un ventoso atardecer de un miércoles, cuando encontré la foto que esperaba un soldado con traje de camuflaje parado al lado de un pielroja pintado que anunciaba una marca de cigarrillo cerca de una tienda. Sonreí pensando que lo único que necesitaba para convertir una escena ordinaria en una imagen extraordinaria sería un campesino que se acercara a caballo. Normalmente esta clase de cosas sólo suceden en las películas y la oportunidad de que esto pase en la vida real es una entre mil. Había esperado por más de media hora conversando con el soldado cuando como un espejismo apareció un campesino real, completo, con su ruana y su caballo. Se desmontó y se acercó a la tienda. Cuando venía disparé la cámara y ahí estaba todo jinete, caballo, la imagen del pielroja y el soldado perfectamente ubicados. Clint Eastwood no lo habría dirigido mejor.
Tales experiencias contribuyeron a que sintiera lo que fue en realidad un privilegio tanto fotografiar como experimentar la rica variedad de estilos de vida de Colombia. A una inmensa distancia de los ostentosos y cosmopolitas barrios del norte de Bogotá encontré un pequeño caserío de indios al borde del lago Tarapoto. La inocencia de los hermosos niños indios fue conmovedora los delfines son nuestros amigos, me dijeron de una manera que hubiera querido capturar para la eternidad en una película.
Pero es la ciudad en donde se resume el espíritu de un país que busca su grandeza. Decirle a un inglés que usted escuchó una exquisita interpretación del Quinteto en Do para clarinete de Mozart en el centro de Medellín, sin duda le produciría risa. Sin embargo, yo pude hacerlo en la sala Dubris, que estaba llena de amantes del príncipe musical de Salzburgo, tal como se puede hacer en Londres.
Un día de diciembre tuve el privilegio de volar sobre la ciudad de Bogotá en un helicóptero, una forma de trasporte que permite dar una nueva apariencia a imágenes familiares. Fue sorprendente ver un peregrinaje de domingo al cerro de Monserrate desde el aire.
La ciudad resplandecía en una mañana soleada, mientras las multitudes se empequeñecían por la creación divina de esas montañas y esos valles que se extendían en el horizonte. El resto de Bogotá parecía muy diferente con los trancones del tráfico formando serpientes que parecían inofensivas. La ciudad se reducía a un cuarto de su tamaño y sin que ninguna tensión de las calles ascendiera hasta los doscientos metros de altura de la atmósfera en que estábamos. Los suburbios del Sur se veían casi hermosos en la luz cristalina con interminables filas de casas ondulando en los bordes.
Casi nos arruinamos cuando nuestro veterano piloto ruso pasó sobre el hotel Intercontinental. Lo que ninguno de los que estábamos en el helicóptero sabía era que la familia de Pablo Escobar habitaba uno de los pisos, por lo cual casi causamos un incidente nacional puesto que la policía, temerosa de un atentado contra la recién viuda señora de Escobar, nos envió un urgente aviso de retirarnos. Y aun cuando después de nuestro aterrizaje el error fue rápidamente explicado con pocas palabras, nuestro vuelo fue una noticia en los boletines de la noche.
Cada día de mis cuatro meses en Colombia me hizo estar más cerca del pueblo colombiano dentro de una interminable cascada de experiencias en la cual me sentía privilegiado de tomar parte. Describo tres recuerdos indeleblemente fijos en mi memoria quizás para siempre. El primero viene de los Llanos. Cuyos fondos dramáticos y atardeceres en tecnicolor están hechos para fotografías espectaculares. Pero más que el escenario y el asombroso cielo nocturno fueron los olores de cada día y las imágenes de los llanos lo que yo encontré cautivador. El tiempo se ha detenido en esa gran llanura durante ciento cincuenta años y todavía se ven en los campos grupos como el de los cincuenta vaqueros con los que viajé, que cuidan diariamente miles de reses pertenecientes a ocho cooperativas que conforman una hacienda de cincuenta mil hectáreas. No solamente viven de la tierra sino que viven con ella y con su medio ambiente. Cada día adaptando sus propias necesidades a las duras realidades de la naturaleza. Recuerdo la triste pero apacible muerte de una vaca que mataron para la comida el animal se desangró tranquilamente, sin dolor, lo que se veía en sus ojos, mientras el vaquero mantenía su cabeza abajo con firmeza sin que se mostrara ninguna señal de crueldad. La sangre se la dieron a los cerdos y se usó cada pieza de carne del animal los músculos, la grasa y las entrañas para comer, y la piel, que luego se seca y se corta, para hacer sogas y látigos.
Casi encontré mi propio fin en esta difícil carrera en la vida de un ganadero. Fue el segundo de los cinco días que estuve allí y cuando al final de una jornada, un poco antes de recogernos para la noche, con un sol que desaparecía sobre el horizonte en una explosión de llamas y esplendores y las primeras estrellas nocturnas surgían en el Oriente. Cansado de viajar en un caballo que parecía casi fundido en hierro, iba trotando medio dormido cuando súbitamente divisé un cocodrilo entre los exuberantes pastizales, una visión que me hizo caer del caballo. Di una gran voltereta en el aire y afortunadamente caí en mi trasero. La vista en este atardecer de una filuda boca que caminaba, como algunos africanos llaman a los cocodrilos, fue suficiente para hacerme volver a mi cabalgadura en segundos.
El segundo recuerdo viene de Quibdó en una mina de oro a cielo abierto con mi guía Ramón, que me acompañó dos días en los que traté de tomar algunas fotos de los mineros en su trabajo. Súbitamente una de las paredes agrietadas por un aguacero empezó a desplomarse con lo que me pareció iba a resultar un colapso absoluto. Intentamos salvar la vida de una manera que podría ser mezcla de retirada ordenada y pánico total. La gente se revolvía furiosamente pero sin olvidar a cada uno en el tumulto, ayudando a sus compañeros a subir antes de que la pared se estrellara en el lugar donde habíamos estado. Yo estaba en la parte superior del hoyo y miré hacia una mina ubicada al lado. Allí no había ninguna forma de escuchar el ruido de la pared que se derrumbaba, mas sin embargo me pareció que en alguna se supo y los que allí estaban también intentaban salir. Sin embargo, cuando trataban de hacerlo, una inmensa removedora de tierra con una draga se movía hacia ellos con lo que parecía que iba a caer sobre los infortunados mineros para devorarlos. La draga descendió y agarró un par de mineros adormilados entre sus fauces que se encaramaron tranquilamente. Después me di cuenta de que esta es la manera que ellos tienen de ser alzados a la superficie.
El tercer recuerdo siempre me hace sonreír, y es así como dejé a Colombia sonriendo y preguntándome cuándo podría regresar lo más pronto posible porque este recuerdo contradice la percepción que de Colombia tenía antes de llegar.
Estaba dando mi adiós a las blancas arenas de la isla de Providencia, que es uno de los pocos lugares de los que he visitado en el mundo en donde me sentiría tranquilo de dejar mi equipo al lado de una carretera seguro de encontrarlo una hora más tarde. Después del último paseo en la playa regresé al hotel para pagar la cuenta. O mejor para tratar de pagarla. No había nadie que quisiera recibir mi dinero. Yo ya había entregado la llave y habría sido muy fácil subirme a un taxi y escaparme sin que nadie se hubiera molestado. El dueño volverá pronto, me dijo una anciana que se abanicaba a la entrada, y agregó deje el dinero en un lugar en que él pueda verlo y eso estará bien. En Inglaterra tomarán todos los detalles de su tarjeta de crédito cuando usted se inscribe, porque nadie confía en que usted va a pagar al irse.
Hablé mucho con Ana María Jiménez, patrocinadora de artes, sobre la imagen de Colombia en el exterior y sobre cómo se veía ésta desde un solo punto de vista, durante el tiempo que ella devotamente dedicaba a mostrarme los alrededores de Medellín. Estuvimos de acuerdo en que esto no provenía de una conspiración de los medios sino que era resultante de ese universal síndrome de las malas noticias. Dondequiera que algo horrible sucede, esto se presta a la noticia, puesto que los editores creen, desgraciadamente con cierta justificación, que poca gente en el otro lado del mundo quiere leer nada de lo que ha pasado en Medellín en el día de ayer cuando las gentes llevaban una vida normal en sus oficinas, en sus negocios, en sus casas o cuando alguien hizo una buena acción.
Es claro que esto no sucede simplemente al informar de Colombia sino que resulta de la naturaleza espectacular del lado oscuro de este país, el cual ha sido explotado en su totalidad. Los magnates de los medios del mundo occidental con los que he conversado suelen recurrir a esos restos de los instintos primarios humanos que se complacen en el infortunio de los otros. En los medios de comunicación masiva malas noticias son buenas noticias, y desgraciadamente, la extraordinaria laboriosidad de la gran mayoría de los colombianos con frecuencia se deja a un lado para favorecer los adefesios de la peor clase.
Este libro es en parte un intento para que este desequilibrio tenga un fin.
#AmorPorColombia
Colombia
Río Amazonas en las cercanías de Amacayacú, Amazonas Jeremy Horner.
Cancha de deportes en Leticia a orillas del río Amazonas, Amazonas Jeremy Horner.
Acordeonista en el Festival Vallenato.Valledupar, Cesar Jeremy Horner.
En el Departamento del Tolima, sobre el río Magdalena, queda Honda, “la ciudad de los puentes”. Cuando la erupción del volcán Nevado del Ruiz en 1985, tuvo que soportar el embate de la creciente producida por el deshielo del volcán y que, en otro sector del Tolima, sepultó a la ciudad de Armero. Jeremy Horner.
En vecindades del centro administrativo de La Alpujarra, en donde funcionan la Gobernación de Antioquia y la Alcaldía de la ciudad, el Teatro Metropolitano es una de las obras recientes destinadas a recuperar, para uso institucional, el sector en donde se encuentra la antigua estación del ferrocarril y en donde estuvo la principal plaza de mercado de Medellín. Jeremy Horner.
Los Wayúu están habituados a las drásticas condiciones ecológicas de La Guajira. Durante generaciones han sido pastores de cabras y extractores de sal de mar y en el pasado se dedicaron también a buscar perlas. Hoy muchos indígenas trabajan en las minas de carbón de El Cerrejón. Jeremy Horner.
La Campaña Libertadora, que culminó con la total independencia del dominio español, se realizó con llaneros mal armados y poco habituados a los climas de las alturas andinas donde se vieron obligados a pelear. “Soldados sin coraza ganaron la Victoria. Su viril aliento de escudo les sirvió”, reza parte de una estrofa del Himno Nacional. Jeremy Horner.
En “la isla de los gallos”, Providencia, en el archipiélago de San Andrés, se agazapaban los piratas y corsarios de Francia e Inglaterra, para caer de sorpresa sobre los galeones españoles cargados con el oro americano. Jeremy Horner.
Colombia: “pluriétnica y pluricultural” Jeremy Horner.
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Indígenas guambianos en un funeral, escampando bajo un plástico en Silvia, Cauca Jeremy Horner.
Atardecer en la población de Tangua, Nariño Jeremy Horner.
Casa en Yacuanquer, Nariño Jeremy Horner.
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“Médico tradicional” o curandero indígena Sibundoy. Mérida, Nariño Jeremy Horner.
Piscina de olas en el Parque de la Caña en Cali, Valle del Cauca Jeremy Horner.
Mercado fluvial en el río Atrato. Quibdó, Chocó Jeremy Horner.
Niños en un pueblo cerca de Quibdó, Chocó Jeremy Horner.
Avión en Bahía Solano o “Ciudad Mutis”, Chocó Jeremy Horner.
Actividades ganaderas en los Llanos Orientales, Meta Jeremy Horner.
Niños navegando en un afluente del río Amazonas, Amazonas Jeremy Horner.
Texto de Jeremy Horner.
No sin alguna ansiedad me aventuré en la tierra de Gabriel García Márquez. En el espacio de su ficción es un país misterioso y seductor, sazonado con imágenes como sueños pero en los informes noticiosos de cada día aparece más bien como un campo de peligrosos y amenazantes criminales, donde la ley de la selva rige y los reyes de las drogas se mueven libremente. La Colombia que descubrí está más cerca de las etéreas imágenes de García Márquez que de las encaminadas profecías de los medios internacionales. Es una tierra enlazada con su propio surrealismo, donde la verdad es a veces tan extraña como la ficción que de ella brota. De las cenizas de mis entrañables preconceptos surgió una visión como un fénix desde un mundo muy lejos de ese circo criminal que había esperado. Es un conjunto de variedad y de vida, de un dispar y distante misterio, en que los sueños del gran autor se confunden con la realidad, con más frecuencia de lo que yo había imaginado.
Lo que fue algo así como un sueño, o como cualquier ficción, surgió al encontrarme en las orillas del lago La Cocha con una pareja. Eran dos ancianos, un hombre y una mujer aún extasiados por el amor, que vivían en un rancho a orillas de la nada. Casados don Pepe y doña María, pero no entre sí. Lo habían estado, él con la hermana de María y ella con el hermano de Pepe. Y ahí estaban, abierta y hermosamente locos, viviendo juntos, cuidando el uno del otro hasta el último día de sus vidas.
Tan fantástica como cualquier cuento fue mi experiencia dentro de un tumba vacía en una pradera cerca de Popayán mientras tomaba aguardiente y conversaba con algunos indios guambianos. Nos habíamos metido dentro de una improvisada carpa para escampar un aguacero durante el funeral de un joven guambiano, de veintitrés años, que se había matado en una motocicleta. Por desgracia la carpa era bastante baja y como yo mido más de uno con noventa, alguno de los amables compañeros sugirió que me metiera en la fosa que aún no había sido usada porque me veían muy incómodo. Lo hice y heme aquí como un solitario extranjero parado dentro de un gran hueco, apurando un vaso de aguardiente, rodeado por los dolientes guambianos vestidos de azul. Pronto una pareja de ellos me acompañó dentro del hueco para hacerme sentir más confortable con estos lugareños tratando de entretener a un extranjero en el funeral de uno de sus hijos queridos.
Al principio los guambianos habían sido muy circunspectos, pero cuando empecé a caminar al lado de las gentes que se dirigían al funeral, pronto, uno de ellos, estudiante de derechos humanos en la Universidad del Cauca, de unos treinta y dos años, se me acercó amistosamente y luego sus compañeros y parientes le siguieron. Hablamos por un largo tiempo sobre sus vidas y sobre mi trabajo, mientras nuestra amistad crecía casi con cada palabra que decíamos, especialmente cuando estuve parado en el hueco rodeado por ellos.
Esto es apenas una parte de la indefinible manera del colombiano para permitirle a usted sentirse como en su propia casa en el lugar en que se encuentre.
Pienso en aquel momento cuando estuve tratando de tomar imágenes en las minas de sal de Manaure, mientras la mayoría de los mineros y sus familias estaban encerrados en sus casas pegados a sus aparatos de televisión y absortos en un histórico partido de fútbol que se desarrollaba en Buenos Aires y que resultó en una victoria de cinco a cero de Colombia sobre Argentina. Cada vez que había un gol me escapaba para tratar de tomar algunas fotografías de la mina seguro de que estaría más tranquilo. Minutos más tarde volvía a la cabaña que resonaba con los formidables aplausos y los gritos de felicidad. Puesto que los momentos históricos sólo parecen tales mirados retrospectivamente, fue solamente más tarde, al regresar a Riohacha, cuando me di cuenta de que había sido testigo de un momento definitivo en la vida de un país. El pueblo estaba inflamado con las celebraciones y la festividad. Usted no puede irse a la cama, tiene que compartir, me dijo una linda muchacha con una sonrisa maravillosa. Me impidió entrar al hotel y dándome un abrazo dijo esta noche usted es colombiano. Pero debo decir que no todos los habitantes de Colombia son tan amables. Lucas, un mico del Amazonas, hizo todo lo posible para asegurar que una buena sección de este libro nunca fuera publicada.
Sucedió en el parque nacional de Amacayacú al fin de un agotador pero productivo día de trabajo fotográfico en la selva. Después de haber compartido una cerveza con mi guía y el lanchero Carlos, me retiré a mi choza. Dejando las cámaras en la cama junto con dieciséis rollos de preciosas fotografías, me desvestí y me lancé a tomar una ducha en un lugar cerca. Nunca pasó por mi mente que a mi equipo le pudiera suceder algo puesto que los ladrones son una especie desconocida en la selva Amazónica.
Pues si bien no hay ladrones humanos en la selva, no había tomado en cuenta a Lucas. Diez minutos más tarde, cuando a zancadas regresaba de la ducha, quedé aterrado de encontrar un rollo fuera del estuche plástico tirado al lado del camino justo a centímetros de un cristalino afluente del Amazonas. Me lancé a mi cuarto y me encontré con un mico sentado en mi cámara Nikon sosteniendo en su mano un rollo y tratando de sacarlo de su envoltura. Asombrado esta fue una especie de censura que jamás había experimentado y gritándole al animal para que se fuera, recobré justo a tiempo la película y luego me puse a recoger los otros catorce rollos que el mico había dispersado por todas las esquinas del cuarto. Los encontré todos pero me salvé por un pelo. Carlos me informó después que Lucas tenía una mala fama por su inteligencia y por sus inesperadas maldades.
En los cuatro meses que viajé por el país jamás encontré esta clase de obstrucciones de parte de mis huéspedes humanos. La verdad es que Colombia tiene un potencial fotográfico inmensamente rico. Una de mis fotografías favoritas en este libro resultó casi por accidente. La extraordinaria coincidencia de estar mirando con una fijeza inconsciente la dispuso de manera ideal y llena de significado.
Fue en el páramo de Berlín al norte de Santander, en un ventoso atardecer de un miércoles, cuando encontré la foto que esperaba un soldado con traje de camuflaje parado al lado de un pielroja pintado que anunciaba una marca de cigarrillo cerca de una tienda. Sonreí pensando que lo único que necesitaba para convertir una escena ordinaria en una imagen extraordinaria sería un campesino que se acercara a caballo. Normalmente esta clase de cosas sólo suceden en las películas y la oportunidad de que esto pase en la vida real es una entre mil. Había esperado por más de media hora conversando con el soldado cuando como un espejismo apareció un campesino real, completo, con su ruana y su caballo. Se desmontó y se acercó a la tienda. Cuando venía disparé la cámara y ahí estaba todo jinete, caballo, la imagen del pielroja y el soldado perfectamente ubicados. Clint Eastwood no lo habría dirigido mejor.
Tales experiencias contribuyeron a que sintiera lo que fue en realidad un privilegio tanto fotografiar como experimentar la rica variedad de estilos de vida de Colombia. A una inmensa distancia de los ostentosos y cosmopolitas barrios del norte de Bogotá encontré un pequeño caserío de indios al borde del lago Tarapoto. La inocencia de los hermosos niños indios fue conmovedora los delfines son nuestros amigos, me dijeron de una manera que hubiera querido capturar para la eternidad en una película.
Pero es la ciudad en donde se resume el espíritu de un país que busca su grandeza. Decirle a un inglés que usted escuchó una exquisita interpretación del Quinteto en Do para clarinete de Mozart en el centro de Medellín, sin duda le produciría risa. Sin embargo, yo pude hacerlo en la sala Dubris, que estaba llena de amantes del príncipe musical de Salzburgo, tal como se puede hacer en Londres.
Un día de diciembre tuve el privilegio de volar sobre la ciudad de Bogotá en un helicóptero, una forma de trasporte que permite dar una nueva apariencia a imágenes familiares. Fue sorprendente ver un peregrinaje de domingo al cerro de Monserrate desde el aire.
La ciudad resplandecía en una mañana soleada, mientras las multitudes se empequeñecían por la creación divina de esas montañas y esos valles que se extendían en el horizonte. El resto de Bogotá parecía muy diferente con los trancones del tráfico formando serpientes que parecían inofensivas. La ciudad se reducía a un cuarto de su tamaño y sin que ninguna tensión de las calles ascendiera hasta los doscientos metros de altura de la atmósfera en que estábamos. Los suburbios del Sur se veían casi hermosos en la luz cristalina con interminables filas de casas ondulando en los bordes.
Casi nos arruinamos cuando nuestro veterano piloto ruso pasó sobre el hotel Intercontinental. Lo que ninguno de los que estábamos en el helicóptero sabía era que la familia de Pablo Escobar habitaba uno de los pisos, por lo cual casi causamos un incidente nacional puesto que la policía, temerosa de un atentado contra la recién viuda señora de Escobar, nos envió un urgente aviso de retirarnos. Y aun cuando después de nuestro aterrizaje el error fue rápidamente explicado con pocas palabras, nuestro vuelo fue una noticia en los boletines de la noche.
Cada día de mis cuatro meses en Colombia me hizo estar más cerca del pueblo colombiano dentro de una interminable cascada de experiencias en la cual me sentía privilegiado de tomar parte. Describo tres recuerdos indeleblemente fijos en mi memoria quizás para siempre. El primero viene de los Llanos. Cuyos fondos dramáticos y atardeceres en tecnicolor están hechos para fotografías espectaculares. Pero más que el escenario y el asombroso cielo nocturno fueron los olores de cada día y las imágenes de los llanos lo que yo encontré cautivador. El tiempo se ha detenido en esa gran llanura durante ciento cincuenta años y todavía se ven en los campos grupos como el de los cincuenta vaqueros con los que viajé, que cuidan diariamente miles de reses pertenecientes a ocho cooperativas que conforman una hacienda de cincuenta mil hectáreas. No solamente viven de la tierra sino que viven con ella y con su medio ambiente. Cada día adaptando sus propias necesidades a las duras realidades de la naturaleza. Recuerdo la triste pero apacible muerte de una vaca que mataron para la comida el animal se desangró tranquilamente, sin dolor, lo que se veía en sus ojos, mientras el vaquero mantenía su cabeza abajo con firmeza sin que se mostrara ninguna señal de crueldad. La sangre se la dieron a los cerdos y se usó cada pieza de carne del animal los músculos, la grasa y las entrañas para comer, y la piel, que luego se seca y se corta, para hacer sogas y látigos.
Casi encontré mi propio fin en esta difícil carrera en la vida de un ganadero. Fue el segundo de los cinco días que estuve allí y cuando al final de una jornada, un poco antes de recogernos para la noche, con un sol que desaparecía sobre el horizonte en una explosión de llamas y esplendores y las primeras estrellas nocturnas surgían en el Oriente. Cansado de viajar en un caballo que parecía casi fundido en hierro, iba trotando medio dormido cuando súbitamente divisé un cocodrilo entre los exuberantes pastizales, una visión que me hizo caer del caballo. Di una gran voltereta en el aire y afortunadamente caí en mi trasero. La vista en este atardecer de una filuda boca que caminaba, como algunos africanos llaman a los cocodrilos, fue suficiente para hacerme volver a mi cabalgadura en segundos.
El segundo recuerdo viene de Quibdó en una mina de oro a cielo abierto con mi guía Ramón, que me acompañó dos días en los que traté de tomar algunas fotos de los mineros en su trabajo. Súbitamente una de las paredes agrietadas por un aguacero empezó a desplomarse con lo que me pareció iba a resultar un colapso absoluto. Intentamos salvar la vida de una manera que podría ser mezcla de retirada ordenada y pánico total. La gente se revolvía furiosamente pero sin olvidar a cada uno en el tumulto, ayudando a sus compañeros a subir antes de que la pared se estrellara en el lugar donde habíamos estado. Yo estaba en la parte superior del hoyo y miré hacia una mina ubicada al lado. Allí no había ninguna forma de escuchar el ruido de la pared que se derrumbaba, mas sin embargo me pareció que en alguna se supo y los que allí estaban también intentaban salir. Sin embargo, cuando trataban de hacerlo, una inmensa removedora de tierra con una draga se movía hacia ellos con lo que parecía que iba a caer sobre los infortunados mineros para devorarlos. La draga descendió y agarró un par de mineros adormilados entre sus fauces que se encaramaron tranquilamente. Después me di cuenta de que esta es la manera que ellos tienen de ser alzados a la superficie.
El tercer recuerdo siempre me hace sonreír, y es así como dejé a Colombia sonriendo y preguntándome cuándo podría regresar lo más pronto posible porque este recuerdo contradice la percepción que de Colombia tenía antes de llegar.
Estaba dando mi adiós a las blancas arenas de la isla de Providencia, que es uno de los pocos lugares de los que he visitado en el mundo en donde me sentiría tranquilo de dejar mi equipo al lado de una carretera seguro de encontrarlo una hora más tarde. Después del último paseo en la playa regresé al hotel para pagar la cuenta. O mejor para tratar de pagarla. No había nadie que quisiera recibir mi dinero. Yo ya había entregado la llave y habría sido muy fácil subirme a un taxi y escaparme sin que nadie se hubiera molestado. El dueño volverá pronto, me dijo una anciana que se abanicaba a la entrada, y agregó deje el dinero en un lugar en que él pueda verlo y eso estará bien. En Inglaterra tomarán todos los detalles de su tarjeta de crédito cuando usted se inscribe, porque nadie confía en que usted va a pagar al irse.
Hablé mucho con Ana María Jiménez, patrocinadora de artes, sobre la imagen de Colombia en el exterior y sobre cómo se veía ésta desde un solo punto de vista, durante el tiempo que ella devotamente dedicaba a mostrarme los alrededores de Medellín. Estuvimos de acuerdo en que esto no provenía de una conspiración de los medios sino que era resultante de ese universal síndrome de las malas noticias. Dondequiera que algo horrible sucede, esto se presta a la noticia, puesto que los editores creen, desgraciadamente con cierta justificación, que poca gente en el otro lado del mundo quiere leer nada de lo que ha pasado en Medellín en el día de ayer cuando las gentes llevaban una vida normal en sus oficinas, en sus negocios, en sus casas o cuando alguien hizo una buena acción.
Es claro que esto no sucede simplemente al informar de Colombia sino que resulta de la naturaleza espectacular del lado oscuro de este país, el cual ha sido explotado en su totalidad. Los magnates de los medios del mundo occidental con los que he conversado suelen recurrir a esos restos de los instintos primarios humanos que se complacen en el infortunio de los otros. En los medios de comunicación masiva malas noticias son buenas noticias, y desgraciadamente, la extraordinaria laboriosidad de la gran mayoría de los colombianos con frecuencia se deja a un lado para favorecer los adefesios de la peor clase.
Este libro es en parte un intento para que este desequilibrio tenga un fin.