- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Tercer Acto
Catástrofe
Texto de: Fernando Lleras de la Fuente.
—¡Llegas tarde, Wozzeck!, exclamó el barman, irritado. ¡Media hora de retraso! ¡Inexcusable!
—Tenía asuntos que atender.
—Siempre has tenido disculpas. Por eso en tu vida todo fue tardío.
—No estoy de humor para escuchar tus lecciones.
—¡Entiéndeme bien, Wozzeck! ¡Tengo que asegurarme de que esta noche serás cumplido y diligente! ¡Los asesinos son veloces! ¡Ágiles! ¡No puedo permitirte torpezas!
—Cállate y llévame un trago a la mesa de la esquina. Te advierto que todavía quedan cuatro horas y media antes de que este día termine. Pienso hacer con ellas lo que me venga en gana.
El barman cambió súbitamente de actitud. Hizo una mueca de admiración y dijo:
—Carambas, Wozzeck, debo admitir que has hecho progresos notables… Tu voz tiene un cierto tono de dignidad… De autoridad… ¡Lástima que sea tan tarde!
—¡Jamás es tarde cuando el tiempo se ha agotado!, bramó Wozzeck, colérico.
¡Por eso a partir de este instante ya no tienes armas contra mí! ¡Soy tu amo!
¡Sólo ahora sé que en el momento mismo en el que me violaste te convertiste en mi siervo! ¡Devoraste mis horas, sin darte cuenta de que ello me convertía en tu dueño!
Wozzeck tomó al barman del cabello y lo forzó a arrodillarse. Se sentó en un taburete, se quitó los zapatos y las medias y ordenó:
—¡Bésame los pies! ¡Lámelos! ¡Con devoción! Con reverencia!
El barman así lo hizo, sin decir una palabra. Luego comenzó a pasearse por entre las piernas de Wozzeck, como un gato.
Desde el suelo, levantó la mirada y preguntó:
—¿Ya estás satisfecho, Señor? ¿Están satisfechas tus ficciones?
Wozzeck lo apartó de un puntapié, despectivo:
—¡Calla, y sírveme!
—Mi realidad está al servicio de la tuya por el tiempo que resta, Señor. Pero no te olvides que el verdadero esclavo eres tú, Wozzeck, por lo menos hasta que sepas decir mi nombre. No te dejes seguir engañando por las apariencias…
El barman maulló, y salió corriendo en cuatro patas a servirle un whisky.
Wozzeck se sentó en la mesa alrededor de la cual departían Schmidtbauer, Alba y Smith.
—Hola, Wozzeck, ¡te estábamos esperando! ¡Ven a beber!
—No hemos dejado de hablar de ti, querido, dijo Schmidtbauer. ¡Picarón!
¿Conque incendiaste tus consultorios? ¡La radio y la televisión sólo hablan de ti! ¡Todo el mundo ha juzgado necesario dar declaraciones! ¡El Comisario de Policía! ¡El Primer Ministro! Mein Gott, ¡no sabía que tenías pacientes tan ilustres! ¡Supongo que les cobrarías una fortuna por arreglarles los sesos!
¡O desarreglárselos! Lo cierto es que andan muy preocupados por ti: “¡incomprensible que uno de nuestros más brillantes hombres haya podido cometer tal acto!”, dicen los muy idiotas. Lo único que tienen es miedo. Eso es: ¡MIEDO! ¡Me imagino que estarán paralizados de la angustia al pensar que tú puedas salir a revelar sus pequeñas fobias, o sus manías sexuales! ¡Despreocúpate! ¡Te tratarán con guantes de seda! ¿Tú crees que el personaje tal o cual no buscará exonerarte de todo cargo antes de que tú le cuentes a la prensa que a él le gusta vestir ropa interior femenina para hacer el amor? ¿O que no puede dormir porque teme que un vampiro perverso le pueda practicar una felación?
¡Ah, tienes suerte, mein Freund! Pero tendrás que hacerles frente a momentos muy… incómodos. La policía te anda buscando… Hay como cien testigos. Quizás ciento veintidós. Y podrían ser más, ¿sabes? ¡Un infinito de testigos! ¿Te das cuenta?
En realidad, Wozzeck, todo el mundo fue testigo. Tus huellas dactilares están regadas por el universo entero. Personalmente, me parece un poco incómodo. Mejor aún, ¡irritante! ¿Por qué diablos la huella de tu índice derecho podría, mañana, ser detectada, por ejemplo, en los anillos de Saturno o en una estúpida constelación como Alfa Centauri, y la mía no? ¿Te crees, acaso, superior a nosotros? ¡Es, en verdad, muy molesto! ¡Petulante! ¡Engreído!
Smith intervino:
—Debería arrestarte ya mismo, Wozzeck: lo que has hecho es inaceptable.
¡Entrégate!
—¡Eres un imbécil, Smith! ¡Llevo cuarenta y cinco años entregándome!
¡Hubieras debido arrestarme entonces! ¡Pero es bien sabido que los policías son poco previsivos, por no decir totalmente incompetentes! ¡En realidad lo único que te molesta es que yo haya develado tus jueguitos con la mujer del Comisario! ¡Confiésalo!
Alba estalló en carcajadas:
—¿Conque esas tenemos, señor agente?
Smith le respondió, airado:
—¡No es verdad! Creo.
—Eso les dicen mis clientes a sus esposas, comentó Alba, con innegable severidad.
Eres como todos, querido. La única cosa cierta de los hombres son sus erecciones. En el fondo, poco importa lo que piensan. ¡Son las erecciones las que cuentan! ¡Las erecciones!
—¡Estás equivocada, liebchen!, interrumpió Schmidtbauer. ¡Las huellas dactilares son también muy importantes!
¡Todo esto es muy confuso! exclamó, desesperado, Smith.
—¿Ah, sí?, dijo Alba, quien procedió a meterse debajo de la mesa y a explorar las regiones más íntimas del agente.
—¡Dios mío! ¿Qué haces? El gemido de Smith fue desgarrador. ¡Para! ¡De inmediato!
—¡Déjala hacer su oficio!, ordenó el barman. Si no, ¿cómo quieres que se gane la vida? ¡Ella tiene gastos! ¡Obligaciones financieras! ¡Probablemente algún hijo que alimentar! ¡El hijo indeseado de algún Schmidtbauer! ¡Un inocente! ¡Un inocente! ¡Hay que alimentarlo! ¡Cuidarlo! ¡Convertirlo en un buen ciudadano! Y para eso, Smith, ¡se necesita dinero!
¿Has pensado en eso? ¿Eres un desconsiderado! ¿Dónde está tu cosciencia social? ¿Qué clase de mequetrefe eres?
—¡Pero qué hacer con mi esposa!, murmuró Smith.
—No es tu esposa, dijo Wozzeck. Es la mujer del Comisario. Si fuiste desleal con él, puedes seguirlo siendo. En el fondo, eres una porquería, Smith. El barman tiene razón. ¿Por qué piensas que puedes privar a Alba de su fuente de ingresos? ¡Ella tiene que hacer mercado! ¡Pagar la renta! ¡Cree que tiene que sobrevivir! ¡Ella es Alba! Un poco de respeto, ¡por favor!
—¡Miau!, ronroneó el barman, mientras lamía el dedo gordo del pie de Wozzeck.
—¡No sé cómo llegué aquí!, proclamó Schmidtbauer. ¡Todo este asunto es un poco confuso!
—¡Dios mío! ¡Dios mío!, susurraba Smith.
—Dios también es muy confuso, comentó Schmidtbauer.
—¡Ah, el doctor es capaz de ser sarcástico!
El barman sonrió, malévolo:
—¡Se pasa todo el día oyendo las miserias de sus pacientes y todavía es capaz de ser sardónico! ¡Y de hablar de Dios!
—Es apenas natural, comentó Wozzeck: el sentido del humor nació el día en que inventamos a Dios. Pero no hay que preocuparse: a él no le importan sino las malditas huellas digitales.
De pronto, Smith dejó escapar un pequeño grito y se desgonzó sobre la mesa, cual un fantasma de agente. Alba emergió, se limpió los labios y declaró, con insospechable dignidad:
—Le acabo de aplicar un poco de Dios. Es maravilloso, pero dura poco.
Wozzeck la miró con simpatía:
—¿Cuánto vale un rato contigo, Alba?
—Nada, palomito. He descubierto que siempre quise estar contigo. La idea de hacer el amor con la muerte es muy excitante.
—Yo no soy la muerte, respondió Wozzeck, abochornado. Soy su hijo, solamente.
—¡Pues se parecen mucho! ¡Como te parecías a Fleisher!, respondió Alba. No juegues conmigo, que jamás me voy a enamorar de ti. ¡Ya no tengo edad para esas cosas! ¡Me importas un rábano, Wozzeck! Lo único que puedo ofrecerte es un instante de inconsciencia que te abra el camino hacia el vacío. Nada más, mi cachorrito. ¿Te conviene?
Wozzeck hizo un gesto de repugnancia:
—¡No sé si quiero! ¡Estás todavía bañada en el semen de otros!
—Así es la vida, como quiera que la mires, respondió Alba. ¡Y también la muerte, mein liebchen! ¡No son sino dos enormes océanos de semen!
Wozzeck no pudo contenerse y dejó escapar un par de gruesos lagrimones.
Sacó un pañuelo, se sonó estrepitosamente y se quedó mirándolo:
—Los mocos del llanto se parecen al semen, dijo.
—Por supuesto, respondió el barman, burlón. Cada uno es un reflejo distorsionado del otro. ¿Necesitaste cuarenta y cinco años para darte cuenta de esto? ¡Miau! ¡Miau!
Mientras tanto, Schmidtbauer examinaba las manos de Wozzeck:
—Sabes, en realidad son bastante banales… ¡Tus huellas digitales son casi inexistentes! No puedo explicarme cómo andan por ahí contaminando a todo el universo. ¡Es, por así decirlo, escandaloso! ¡Qué manos tan raras tienes, Wozzeck! ¡La línea del corazón se aleja de la línea de la razón, y ambas huyen de la línea de la vida! ¡Y encima de todo, tienes callos! ¡Callos!
—Arriba hay un cuarto con un catre, conejito, dijo Alba. ¿Subimos?
Tomó a Wozzeck del brazo y lo arrastró, entre los aplausos de la concurrencia.
Se desnudaron y Alba comenzó a acariciar a Wozzeck.
—¿Sabes algo?, le preguntó, con gran ternura. Te mentí.
—Lo sé, respondió Wozzeck. ¡Tal vez tú eres la muerte, Alba! Todos tus nombres conducen a ella.
—¡Por supuesto, querido! ¡Y tú vas a preñarme! ¿No te parece maravilloso?
¡Nuestra prole poblará el mundo! Lo llenaremos de pequeños Wozzecks ¡impregnados de muerte y desconsuelo!
Las caricias de Alba se tornaron más audaces. Se lanzó sobre Wozzeck y comenzó a cabalgarlo cuando se dio cuenta de que la erección había desaparecido.
—¿Qué te pasa, Wozzeck? Vamos, ¡penétrame!, gritó, enfurecida.
—Nada lograrás. El último gesto de dignidad de mi vida será permanecer fláccido.
Alba lo tomó a bofetones:
—¡Tal vez el dolor te excite, mísero Wozzeck! ¡Toma! ¡Ten! ¡Ódiame y penétrame! ¡Toma! ¡Ten!
Wozzeck no hizo nada para detener la avalancha de golpes. Cuando Alba, exhausta, se detuvo, le dijo:
—No puedo odiarte. Cuando Fleisher desapareció, perdí toda esperanza de recuperar la noción del amor. En ese vacío el odio es imposible. Vístete.
Es hora de regresar al bar.
—¿Qué te ha pasado, hombre?, acertó a decir Schmidtbauer en medio de estruendosas risotadas, al contemplar la cara hinchada de Wozzeck y la sangre que manaba de su nariz. ¡Un poco de masoquismo es bueno, por supuesto, pero llegar a estos extremos… ¡Tu vida sexual debe ser agotadora!
—Cada cual es libre de hacer como quiera, comentó Alba, despechada.
—¿Libre? ¿Qué quieres decir por eso?, preguntó Smith, sin tratar de esconder su inquietud.
El barman se acercó:
—Los policías no tienen muy clara esa noción… El asunto de la libertad los confunde mucho. Prefieren ocuparse del orden.
—Los siquiatras tampoco saben nada sobre la libertad, murmuró Wozzeck mientras miraba a Schmidtbauer. Prefieren ocuparse del desorden.
—Eres muy desobligante, amigo mío. Pero dejaré pasar tu agravio. Me he dado cuenta de que estás perdiendo el sentido de las palabras.
—¿El sentido de las palabras? El tono de Wozzeck era francamente despectivo.
¿A qué te refieres, Schmidtbauer? ¡Nosotros somos las palabras! ¡Somos su sentido!
—¿No habrás, por casualidad, adivinado mi nombre?, preguntó el barman, con abierta ansiedad.
Se produjo entonces un silencio gris y resinoso que contenía y aglutinaba todas las palabras del mundo, desde la primera que emitió el primer hombre hasta aquellas que habrán de inventarse algún día; un mutismo que encerraba dentro de su vientre pegajoso todas las palabras que jamás podrán pronunciarse porque son y serán impronunciables, pero que están allí, esperando hasta el fin de los tiempos, para siempre mudas, palabras que nos envenenan porque la lengua se traba cuando las va a decir, porque el cerebro se traba cuando las va a pensar, porque el corazón se traba cuando las va a sentir, pero que nos recorren las entrañas y se instalan dentro de nosotros donde mejor les parece, en la mano, en el pene, justo debajo de los ojos, en el hígado, por ejemplo, o quizás en la rodilla ¡o en la aorta, o en la espina dorsal, sí!, ¡en la espina dorsal!, allí se instalan muchas antes de subir sigilosamente por el cuello y horadar el cerebro e infectar las células grises, –¡grises!– hasta que las palabras que contienen enferman y mueren y las ficciones de palabras ocupan el cerebro y lo inflan de silencios mortíferos y fértiles, silencios de palabras para siempre impronunciables que van fluyendo como brea a través de nuestras venas y cubren las delicadas capas de los pulmones hasta que el aire se acaba y nuestra boca no puede decir nada porque las cuerdas vocales están empapadas de brea y la boca llena de brea, una brea que se mete entre los intersticios de los dientes e inflama las encías hasta que todo el aparato vocal se derrumba y no hay nada que pueda decirse, no se puede ni siquiera dar un grito, un grito cualquiera, porque ya no hay espacio para ningún sonido.
La tensión que se almacenaba dentro del espeso alquitrán llegó a un punto en el que éste se deshizo y se produjo la fisión de aquel silencio que a su vez fisionaba los espíritus de todos los presentes. El enorme cuerpo acabó por desintegrarse hasta que no quedaron sino partículas infinitesimales de silencio, regidas por las leyes de azar, siguiendo trayectorias impredecibles, golpeándose caóticamente contra la razón, contra los sentimientos, los vasos de whisky, y las sillas, y el pasado y el presente y el futuro.
Cuando la lluvia de partículas se tornó insoportable, Wozzeck se dirigió al barman y le dijo:
—¡Trae el cuchillo! ¡Sé tu nombre!
El barman se dirigió a la cocina y regresó con un enorme cuchillo herrumbrado:
—Es por la falta de uso, se excusó. ¡Hubiera debido limpiarlo para esta ocasión! ¡Miau! ¡Miau! ¡Pero no te lo entregaré hasta que pronuncies la palabra, tu palabra, tu silencio!
En las palabras de Wozzeck se mezclaron muchas palabras: repulsión, tristeza, conmiseración, rabia, ternura, odio e indiferencia:
—¿Crees acaso que voy a usar este puñal contra ti? ¡Pobre barman, eres un iluso! Te gustaría sentir el filo de la muerte rasgándote las tripas, ¿no es cierto?
¡El dolor te sublimaría! ¡Te haría creer que tuviste una justificación! ¡Mientras te mueres, pensarías que algo valió la pena! ¡Eso no puede ser! ¡Comprenderás que es imposible!
El barman lanzó un largo y desgarrador maullido y dijo:
—¡Está bien, Wozzeck! ¡Di mi nombre!
—¡Vacío! exclamó Wozzeck mientras le clavaba la palabra en el corazón.
El barman se desplomó. El cuerpo del gato se fraccionó en sus diversos componentes: las entrañas, ordenadas, por un lado; por otro, la piel, los bigotes, y todos los adornos; más allá, en perfecto orden, las orejas, los ojos, la nariz, la lengua y las suaves yemas de los dedos; en el último montículo de desechos, los recuerdos de todo lo anterior, que trataban de organizarse pero perdieron toda ilusión y se quedaron yertos: terminaron por convertirse en un exangüe montículo de aire.
El cuerpo se descompuso en pocos minutos, hasta que no quedaron sino algunas cenizas, grises como el silencio, que Wozzeck recogió y echó dentro del bote de basura.
—A partir de ahora, es auto-servicio, ¡amigos míos!, comentó Schmidtbauer, entre irónico e irritado.
—Te debería arrestar por esto, dijo Smith. Acabas de exterminar al barman, ¡maldito Wozzeck!
—¡Déjalo tranquilo, polizonte de mierda!, gritó Alba. Oh, Wozzeck, ¿qué vas a hacer?
Sin decir nada, Wozzeck organizó un círculo de sillas y los invitó a acomodarse. Él se sentó en todo el medio, tomó la palabra ensangrentada y se cortó las venas de las muñecas.
—Es una muerte bastante escandalosa, dijo Smith. Demasiada sangre. Me parece innecesario. ¡Un balazo sería más expedito! ¡Más limpio! ¡Más pulcro!
—Me han dicho que resulta mejor dentro de una bañera, respondió Schmidtbauer. Menos doloroso, parece. Con agua apenas tibia, eso sí.
Es indispensable que tenga una temperatura similar a la del vientre materno.
Algunos, según parece, experimentan una erección póstuma: lo último que la sangre abandona es el pene. Genial, ¿no es cierto?
—En efecto. Pero temo que aquí no hay bañera. Después de todo, éste no es sino un bar de mala muerte.
—¡Qué ingenioso, Smith! ¡No sabía que existían policías con sentido del humor!
¡Realmente ingenioso! ¡Bravo!
—Con el mesero muerto, ¿quién va a limpiar todo este estropicio?, preguntó Alba, inquieta. ¡No seré yo! ¡Ni se les ocurra! ¡A las mujeres siempre nos ponen a ordenarlo todo! ¡Inútiles! ¡Aprovechados!
—La escena me recuerda vagamente la muerte de Virgilio… dijo Schmidtbauer, soñador. Qué lástima que Wozzeck no sea ningún Virgilio.
Tal vez estaríamos todos realmente conmovidos. Y nadie estaría pensando en tener que limpiar la bañera. Eran mejores tiempos.
—No seré yo quien haga el aseo, insistió Alba. ¡Imbéciles! ¡Patanes! ¡Machistas!
—¡Cállate ya, mujer! ¿No sabes que hay que dejar todo intacto para que la policía pueda analizar el conjunto de evidencias?
—¡Me tranquilizas, Smith! ¡Gracias! ¡Gracias mil! ¡Me sirves un traguito, pichón?
—Con gusto, Alba. Comienzo a encontrarte atractiva.
—Es una maestra en materia de proezas sexuales, comentó Schmidtbauer, no sin cierta petulancia. Vamos detrás del mostrador y los miraré mientras juguetean. ¡Me encanta el papel de voyeur! ¡Es tan… excitante! ¡Todos mis clientes, perdón, mis pacientes, lo saben, y por eso me quieren tanto!
¡Me necesitan tanto! A ellos les apasiona exhibirse, a mí verlos desnudos haciendo el amor con sus fantasmas. ¡Wunderbar! ¡Wunderbar!
—Bueno, ¡no más charlatanería!, exclamó Alba, presurosa. ¡Vamos detrás del bar, conejitos! ¿No les parece apasionante revolcarnos desnudos debajo de tantas botellas?
Schmidtbauer, Smith y Alba se despojaron de lo que les quedaba de ropa y se fueron a juguetear tras el mostrador.
La sangre que brotaba, profusa, de las muñecas de Wozzeck encontró un camino hacia sus cuerpos, y poco a poco los tres personajes acabaron haciendo el amor entre un suave y cálido riachuelo rojo, que hacía nacer pasiones casi inimaginables.
Wozzeck sintió que las palabras comenzaban a desvanecerse.
Primero los calificativos: se esfumaron sin rebelarse ni proferir amenazas, efímeros como la belleza, inútiles y leves. Los vio partir, alegres y despreocupados, quién sabe hacia qué regiones donde todo es bello, inútil y leve.
Luego siguieron los sustantivos, más fieles, más reacios a abandonarlo: ¡estaban tan anclados en el corazón y la mente de Wozzeck! Pero la sangre terminó por ahogarlos, y poco a poco fueron desapareciendo, entre gritos y grandes tumultos.
Wozzeck se encontró sólo con unos cuantos verbos que lo miraban desde las alturas y lo invitaban a volar hacia ellos. No eran muchos: Fornicar, Comer, Dormir, Olvidar.
El verbo amar le dio un último golpe y Wozzeck cerró los ojos y se dejó absorber por el vacío.
#AmorPorColombia
Tercer Acto
Catástrofe
Texto de: Fernando Lleras de la Fuente.
—¡Llegas tarde, Wozzeck!, exclamó el barman, irritado. ¡Media hora de retraso! ¡Inexcusable!
—Tenía asuntos que atender.
—Siempre has tenido disculpas. Por eso en tu vida todo fue tardío.
—No estoy de humor para escuchar tus lecciones.
—¡Entiéndeme bien, Wozzeck! ¡Tengo que asegurarme de que esta noche serás cumplido y diligente! ¡Los asesinos son veloces! ¡Ágiles! ¡No puedo permitirte torpezas!
—Cállate y llévame un trago a la mesa de la esquina. Te advierto que todavía quedan cuatro horas y media antes de que este día termine. Pienso hacer con ellas lo que me venga en gana.
El barman cambió súbitamente de actitud. Hizo una mueca de admiración y dijo:
—Carambas, Wozzeck, debo admitir que has hecho progresos notables… Tu voz tiene un cierto tono de dignidad… De autoridad… ¡Lástima que sea tan tarde!
—¡Jamás es tarde cuando el tiempo se ha agotado!, bramó Wozzeck, colérico.
¡Por eso a partir de este instante ya no tienes armas contra mí! ¡Soy tu amo!
¡Sólo ahora sé que en el momento mismo en el que me violaste te convertiste en mi siervo! ¡Devoraste mis horas, sin darte cuenta de que ello me convertía en tu dueño!
Wozzeck tomó al barman del cabello y lo forzó a arrodillarse. Se sentó en un taburete, se quitó los zapatos y las medias y ordenó:
—¡Bésame los pies! ¡Lámelos! ¡Con devoción! Con reverencia!
El barman así lo hizo, sin decir una palabra. Luego comenzó a pasearse por entre las piernas de Wozzeck, como un gato.
Desde el suelo, levantó la mirada y preguntó:
—¿Ya estás satisfecho, Señor? ¿Están satisfechas tus ficciones?
Wozzeck lo apartó de un puntapié, despectivo:
—¡Calla, y sírveme!
—Mi realidad está al servicio de la tuya por el tiempo que resta, Señor. Pero no te olvides que el verdadero esclavo eres tú, Wozzeck, por lo menos hasta que sepas decir mi nombre. No te dejes seguir engañando por las apariencias…
El barman maulló, y salió corriendo en cuatro patas a servirle un whisky.
Wozzeck se sentó en la mesa alrededor de la cual departían Schmidtbauer, Alba y Smith.
—Hola, Wozzeck, ¡te estábamos esperando! ¡Ven a beber!
—No hemos dejado de hablar de ti, querido, dijo Schmidtbauer. ¡Picarón!
¿Conque incendiaste tus consultorios? ¡La radio y la televisión sólo hablan de ti! ¡Todo el mundo ha juzgado necesario dar declaraciones! ¡El Comisario de Policía! ¡El Primer Ministro! Mein Gott, ¡no sabía que tenías pacientes tan ilustres! ¡Supongo que les cobrarías una fortuna por arreglarles los sesos!
¡O desarreglárselos! Lo cierto es que andan muy preocupados por ti: “¡incomprensible que uno de nuestros más brillantes hombres haya podido cometer tal acto!”, dicen los muy idiotas. Lo único que tienen es miedo. Eso es: ¡MIEDO! ¡Me imagino que estarán paralizados de la angustia al pensar que tú puedas salir a revelar sus pequeñas fobias, o sus manías sexuales! ¡Despreocúpate! ¡Te tratarán con guantes de seda! ¿Tú crees que el personaje tal o cual no buscará exonerarte de todo cargo antes de que tú le cuentes a la prensa que a él le gusta vestir ropa interior femenina para hacer el amor? ¿O que no puede dormir porque teme que un vampiro perverso le pueda practicar una felación?
¡Ah, tienes suerte, mein Freund! Pero tendrás que hacerles frente a momentos muy… incómodos. La policía te anda buscando… Hay como cien testigos. Quizás ciento veintidós. Y podrían ser más, ¿sabes? ¡Un infinito de testigos! ¿Te das cuenta?
En realidad, Wozzeck, todo el mundo fue testigo. Tus huellas dactilares están regadas por el universo entero. Personalmente, me parece un poco incómodo. Mejor aún, ¡irritante! ¿Por qué diablos la huella de tu índice derecho podría, mañana, ser detectada, por ejemplo, en los anillos de Saturno o en una estúpida constelación como Alfa Centauri, y la mía no? ¿Te crees, acaso, superior a nosotros? ¡Es, en verdad, muy molesto! ¡Petulante! ¡Engreído!
Smith intervino:
—Debería arrestarte ya mismo, Wozzeck: lo que has hecho es inaceptable.
¡Entrégate!
—¡Eres un imbécil, Smith! ¡Llevo cuarenta y cinco años entregándome!
¡Hubieras debido arrestarme entonces! ¡Pero es bien sabido que los policías son poco previsivos, por no decir totalmente incompetentes! ¡En realidad lo único que te molesta es que yo haya develado tus jueguitos con la mujer del Comisario! ¡Confiésalo!
Alba estalló en carcajadas:
—¿Conque esas tenemos, señor agente?
Smith le respondió, airado:
—¡No es verdad! Creo.
—Eso les dicen mis clientes a sus esposas, comentó Alba, con innegable severidad.
Eres como todos, querido. La única cosa cierta de los hombres son sus erecciones. En el fondo, poco importa lo que piensan. ¡Son las erecciones las que cuentan! ¡Las erecciones!
—¡Estás equivocada, liebchen!, interrumpió Schmidtbauer. ¡Las huellas dactilares son también muy importantes!
¡Todo esto es muy confuso! exclamó, desesperado, Smith.
—¿Ah, sí?, dijo Alba, quien procedió a meterse debajo de la mesa y a explorar las regiones más íntimas del agente.
—¡Dios mío! ¿Qué haces? El gemido de Smith fue desgarrador. ¡Para! ¡De inmediato!
—¡Déjala hacer su oficio!, ordenó el barman. Si no, ¿cómo quieres que se gane la vida? ¡Ella tiene gastos! ¡Obligaciones financieras! ¡Probablemente algún hijo que alimentar! ¡El hijo indeseado de algún Schmidtbauer! ¡Un inocente! ¡Un inocente! ¡Hay que alimentarlo! ¡Cuidarlo! ¡Convertirlo en un buen ciudadano! Y para eso, Smith, ¡se necesita dinero!
¿Has pensado en eso? ¿Eres un desconsiderado! ¿Dónde está tu cosciencia social? ¿Qué clase de mequetrefe eres?
—¡Pero qué hacer con mi esposa!, murmuró Smith.
—No es tu esposa, dijo Wozzeck. Es la mujer del Comisario. Si fuiste desleal con él, puedes seguirlo siendo. En el fondo, eres una porquería, Smith. El barman tiene razón. ¿Por qué piensas que puedes privar a Alba de su fuente de ingresos? ¡Ella tiene que hacer mercado! ¡Pagar la renta! ¡Cree que tiene que sobrevivir! ¡Ella es Alba! Un poco de respeto, ¡por favor!
—¡Miau!, ronroneó el barman, mientras lamía el dedo gordo del pie de Wozzeck.
—¡No sé cómo llegué aquí!, proclamó Schmidtbauer. ¡Todo este asunto es un poco confuso!
—¡Dios mío! ¡Dios mío!, susurraba Smith.
—Dios también es muy confuso, comentó Schmidtbauer.
—¡Ah, el doctor es capaz de ser sarcástico!
El barman sonrió, malévolo:
—¡Se pasa todo el día oyendo las miserias de sus pacientes y todavía es capaz de ser sardónico! ¡Y de hablar de Dios!
—Es apenas natural, comentó Wozzeck: el sentido del humor nació el día en que inventamos a Dios. Pero no hay que preocuparse: a él no le importan sino las malditas huellas digitales.
De pronto, Smith dejó escapar un pequeño grito y se desgonzó sobre la mesa, cual un fantasma de agente. Alba emergió, se limpió los labios y declaró, con insospechable dignidad:
—Le acabo de aplicar un poco de Dios. Es maravilloso, pero dura poco.
Wozzeck la miró con simpatía:
—¿Cuánto vale un rato contigo, Alba?
—Nada, palomito. He descubierto que siempre quise estar contigo. La idea de hacer el amor con la muerte es muy excitante.
—Yo no soy la muerte, respondió Wozzeck, abochornado. Soy su hijo, solamente.
—¡Pues se parecen mucho! ¡Como te parecías a Fleisher!, respondió Alba. No juegues conmigo, que jamás me voy a enamorar de ti. ¡Ya no tengo edad para esas cosas! ¡Me importas un rábano, Wozzeck! Lo único que puedo ofrecerte es un instante de inconsciencia que te abra el camino hacia el vacío. Nada más, mi cachorrito. ¿Te conviene?
Wozzeck hizo un gesto de repugnancia:
—¡No sé si quiero! ¡Estás todavía bañada en el semen de otros!
—Así es la vida, como quiera que la mires, respondió Alba. ¡Y también la muerte, mein liebchen! ¡No son sino dos enormes océanos de semen!
Wozzeck no pudo contenerse y dejó escapar un par de gruesos lagrimones.
Sacó un pañuelo, se sonó estrepitosamente y se quedó mirándolo:
—Los mocos del llanto se parecen al semen, dijo.
—Por supuesto, respondió el barman, burlón. Cada uno es un reflejo distorsionado del otro. ¿Necesitaste cuarenta y cinco años para darte cuenta de esto? ¡Miau! ¡Miau!
Mientras tanto, Schmidtbauer examinaba las manos de Wozzeck:
—Sabes, en realidad son bastante banales… ¡Tus huellas digitales son casi inexistentes! No puedo explicarme cómo andan por ahí contaminando a todo el universo. ¡Es, por así decirlo, escandaloso! ¡Qué manos tan raras tienes, Wozzeck! ¡La línea del corazón se aleja de la línea de la razón, y ambas huyen de la línea de la vida! ¡Y encima de todo, tienes callos! ¡Callos!
—Arriba hay un cuarto con un catre, conejito, dijo Alba. ¿Subimos?
Tomó a Wozzeck del brazo y lo arrastró, entre los aplausos de la concurrencia.
Se desnudaron y Alba comenzó a acariciar a Wozzeck.
—¿Sabes algo?, le preguntó, con gran ternura. Te mentí.
—Lo sé, respondió Wozzeck. ¡Tal vez tú eres la muerte, Alba! Todos tus nombres conducen a ella.
—¡Por supuesto, querido! ¡Y tú vas a preñarme! ¿No te parece maravilloso?
¡Nuestra prole poblará el mundo! Lo llenaremos de pequeños Wozzecks ¡impregnados de muerte y desconsuelo!
Las caricias de Alba se tornaron más audaces. Se lanzó sobre Wozzeck y comenzó a cabalgarlo cuando se dio cuenta de que la erección había desaparecido.
—¿Qué te pasa, Wozzeck? Vamos, ¡penétrame!, gritó, enfurecida.
—Nada lograrás. El último gesto de dignidad de mi vida será permanecer fláccido.
Alba lo tomó a bofetones:
—¡Tal vez el dolor te excite, mísero Wozzeck! ¡Toma! ¡Ten! ¡Ódiame y penétrame! ¡Toma! ¡Ten!
Wozzeck no hizo nada para detener la avalancha de golpes. Cuando Alba, exhausta, se detuvo, le dijo:
—No puedo odiarte. Cuando Fleisher desapareció, perdí toda esperanza de recuperar la noción del amor. En ese vacío el odio es imposible. Vístete.
Es hora de regresar al bar.
—¿Qué te ha pasado, hombre?, acertó a decir Schmidtbauer en medio de estruendosas risotadas, al contemplar la cara hinchada de Wozzeck y la sangre que manaba de su nariz. ¡Un poco de masoquismo es bueno, por supuesto, pero llegar a estos extremos… ¡Tu vida sexual debe ser agotadora!
—Cada cual es libre de hacer como quiera, comentó Alba, despechada.
—¿Libre? ¿Qué quieres decir por eso?, preguntó Smith, sin tratar de esconder su inquietud.
El barman se acercó:
—Los policías no tienen muy clara esa noción… El asunto de la libertad los confunde mucho. Prefieren ocuparse del orden.
—Los siquiatras tampoco saben nada sobre la libertad, murmuró Wozzeck mientras miraba a Schmidtbauer. Prefieren ocuparse del desorden.
—Eres muy desobligante, amigo mío. Pero dejaré pasar tu agravio. Me he dado cuenta de que estás perdiendo el sentido de las palabras.
—¿El sentido de las palabras? El tono de Wozzeck era francamente despectivo.
¿A qué te refieres, Schmidtbauer? ¡Nosotros somos las palabras! ¡Somos su sentido!
—¿No habrás, por casualidad, adivinado mi nombre?, preguntó el barman, con abierta ansiedad.
Se produjo entonces un silencio gris y resinoso que contenía y aglutinaba todas las palabras del mundo, desde la primera que emitió el primer hombre hasta aquellas que habrán de inventarse algún día; un mutismo que encerraba dentro de su vientre pegajoso todas las palabras que jamás podrán pronunciarse porque son y serán impronunciables, pero que están allí, esperando hasta el fin de los tiempos, para siempre mudas, palabras que nos envenenan porque la lengua se traba cuando las va a decir, porque el cerebro se traba cuando las va a pensar, porque el corazón se traba cuando las va a sentir, pero que nos recorren las entrañas y se instalan dentro de nosotros donde mejor les parece, en la mano, en el pene, justo debajo de los ojos, en el hígado, por ejemplo, o quizás en la rodilla ¡o en la aorta, o en la espina dorsal, sí!, ¡en la espina dorsal!, allí se instalan muchas antes de subir sigilosamente por el cuello y horadar el cerebro e infectar las células grises, –¡grises!– hasta que las palabras que contienen enferman y mueren y las ficciones de palabras ocupan el cerebro y lo inflan de silencios mortíferos y fértiles, silencios de palabras para siempre impronunciables que van fluyendo como brea a través de nuestras venas y cubren las delicadas capas de los pulmones hasta que el aire se acaba y nuestra boca no puede decir nada porque las cuerdas vocales están empapadas de brea y la boca llena de brea, una brea que se mete entre los intersticios de los dientes e inflama las encías hasta que todo el aparato vocal se derrumba y no hay nada que pueda decirse, no se puede ni siquiera dar un grito, un grito cualquiera, porque ya no hay espacio para ningún sonido.
La tensión que se almacenaba dentro del espeso alquitrán llegó a un punto en el que éste se deshizo y se produjo la fisión de aquel silencio que a su vez fisionaba los espíritus de todos los presentes. El enorme cuerpo acabó por desintegrarse hasta que no quedaron sino partículas infinitesimales de silencio, regidas por las leyes de azar, siguiendo trayectorias impredecibles, golpeándose caóticamente contra la razón, contra los sentimientos, los vasos de whisky, y las sillas, y el pasado y el presente y el futuro.
Cuando la lluvia de partículas se tornó insoportable, Wozzeck se dirigió al barman y le dijo:
—¡Trae el cuchillo! ¡Sé tu nombre!
El barman se dirigió a la cocina y regresó con un enorme cuchillo herrumbrado:
—Es por la falta de uso, se excusó. ¡Hubiera debido limpiarlo para esta ocasión! ¡Miau! ¡Miau! ¡Pero no te lo entregaré hasta que pronuncies la palabra, tu palabra, tu silencio!
En las palabras de Wozzeck se mezclaron muchas palabras: repulsión, tristeza, conmiseración, rabia, ternura, odio e indiferencia:
—¿Crees acaso que voy a usar este puñal contra ti? ¡Pobre barman, eres un iluso! Te gustaría sentir el filo de la muerte rasgándote las tripas, ¿no es cierto?
¡El dolor te sublimaría! ¡Te haría creer que tuviste una justificación! ¡Mientras te mueres, pensarías que algo valió la pena! ¡Eso no puede ser! ¡Comprenderás que es imposible!
El barman lanzó un largo y desgarrador maullido y dijo:
—¡Está bien, Wozzeck! ¡Di mi nombre!
—¡Vacío! exclamó Wozzeck mientras le clavaba la palabra en el corazón.
El barman se desplomó. El cuerpo del gato se fraccionó en sus diversos componentes: las entrañas, ordenadas, por un lado; por otro, la piel, los bigotes, y todos los adornos; más allá, en perfecto orden, las orejas, los ojos, la nariz, la lengua y las suaves yemas de los dedos; en el último montículo de desechos, los recuerdos de todo lo anterior, que trataban de organizarse pero perdieron toda ilusión y se quedaron yertos: terminaron por convertirse en un exangüe montículo de aire.
El cuerpo se descompuso en pocos minutos, hasta que no quedaron sino algunas cenizas, grises como el silencio, que Wozzeck recogió y echó dentro del bote de basura.
—A partir de ahora, es auto-servicio, ¡amigos míos!, comentó Schmidtbauer, entre irónico e irritado.
—Te debería arrestar por esto, dijo Smith. Acabas de exterminar al barman, ¡maldito Wozzeck!
—¡Déjalo tranquilo, polizonte de mierda!, gritó Alba. Oh, Wozzeck, ¿qué vas a hacer?
Sin decir nada, Wozzeck organizó un círculo de sillas y los invitó a acomodarse. Él se sentó en todo el medio, tomó la palabra ensangrentada y se cortó las venas de las muñecas.
—Es una muerte bastante escandalosa, dijo Smith. Demasiada sangre. Me parece innecesario. ¡Un balazo sería más expedito! ¡Más limpio! ¡Más pulcro!
—Me han dicho que resulta mejor dentro de una bañera, respondió Schmidtbauer. Menos doloroso, parece. Con agua apenas tibia, eso sí.
Es indispensable que tenga una temperatura similar a la del vientre materno.
Algunos, según parece, experimentan una erección póstuma: lo último que la sangre abandona es el pene. Genial, ¿no es cierto?
—En efecto. Pero temo que aquí no hay bañera. Después de todo, éste no es sino un bar de mala muerte.
—¡Qué ingenioso, Smith! ¡No sabía que existían policías con sentido del humor!
¡Realmente ingenioso! ¡Bravo!
—Con el mesero muerto, ¿quién va a limpiar todo este estropicio?, preguntó Alba, inquieta. ¡No seré yo! ¡Ni se les ocurra! ¡A las mujeres siempre nos ponen a ordenarlo todo! ¡Inútiles! ¡Aprovechados!
—La escena me recuerda vagamente la muerte de Virgilio… dijo Schmidtbauer, soñador. Qué lástima que Wozzeck no sea ningún Virgilio.
Tal vez estaríamos todos realmente conmovidos. Y nadie estaría pensando en tener que limpiar la bañera. Eran mejores tiempos.
—No seré yo quien haga el aseo, insistió Alba. ¡Imbéciles! ¡Patanes! ¡Machistas!
—¡Cállate ya, mujer! ¿No sabes que hay que dejar todo intacto para que la policía pueda analizar el conjunto de evidencias?
—¡Me tranquilizas, Smith! ¡Gracias! ¡Gracias mil! ¡Me sirves un traguito, pichón?
—Con gusto, Alba. Comienzo a encontrarte atractiva.
—Es una maestra en materia de proezas sexuales, comentó Schmidtbauer, no sin cierta petulancia. Vamos detrás del mostrador y los miraré mientras juguetean. ¡Me encanta el papel de voyeur! ¡Es tan… excitante! ¡Todos mis clientes, perdón, mis pacientes, lo saben, y por eso me quieren tanto!
¡Me necesitan tanto! A ellos les apasiona exhibirse, a mí verlos desnudos haciendo el amor con sus fantasmas. ¡Wunderbar! ¡Wunderbar!
—Bueno, ¡no más charlatanería!, exclamó Alba, presurosa. ¡Vamos detrás del bar, conejitos! ¿No les parece apasionante revolcarnos desnudos debajo de tantas botellas?
Schmidtbauer, Smith y Alba se despojaron de lo que les quedaba de ropa y se fueron a juguetear tras el mostrador.
La sangre que brotaba, profusa, de las muñecas de Wozzeck encontró un camino hacia sus cuerpos, y poco a poco los tres personajes acabaron haciendo el amor entre un suave y cálido riachuelo rojo, que hacía nacer pasiones casi inimaginables.
Wozzeck sintió que las palabras comenzaban a desvanecerse.
Primero los calificativos: se esfumaron sin rebelarse ni proferir amenazas, efímeros como la belleza, inútiles y leves. Los vio partir, alegres y despreocupados, quién sabe hacia qué regiones donde todo es bello, inútil y leve.
Luego siguieron los sustantivos, más fieles, más reacios a abandonarlo: ¡estaban tan anclados en el corazón y la mente de Wozzeck! Pero la sangre terminó por ahogarlos, y poco a poco fueron desapareciendo, entre gritos y grandes tumultos.
Wozzeck se encontró sólo con unos cuantos verbos que lo miraban desde las alturas y lo invitaban a volar hacia ellos. No eran muchos: Fornicar, Comer, Dormir, Olvidar.
El verbo amar le dio un último golpe y Wozzeck cerró los ojos y se dejó absorber por el vacío.