- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Segundo Acto
Desenlace
Texto de: Fernando Lleras de la Fuente.
Wozzeck titubeó antes de abrir la puerta, pero finalmente se decidió a entrar.
La mujer ésa, Tuic, la antigua Karen, dijo:
—Hola, cariño, qué bueno que llegaste temprano. Tus padres anunciaron que vendrían hacia las ocho.
—¿Y eso qué es?, preguntó Wozzeck, tratando de esconder su espanto, mientras señalaba hacia el comedor.
—¡Las bombas! ¡Los pitos! ¡El confeti! ¡Vamos a celebrar en grande! Son tus cuarenta y cinco años, ¿no? Toda una ocasión…
Él, Wozzeck, venía en busca del bueno de Fleisher y de Karen, su esposa, y lo que encontraba era sombreros de payaso, pitos y bombas de colores, todo lo que más podía detestar en la vida!
—¿Es realmente… necesario todo eso? Su sonrisa era tan franca que disimulaba por completo la indignación.
—¡Por supuesto! ¡Siempre te han encantado!, respondió Tuic.
Wozzeck trató de borrar su resentimiento:
—¿Por qué no nos sirves una copa de vino, y conversamos un rato?
—Estoy ocupada en este instante. Tengo que lavar la ropa sucia.
—Bueno, podría esperar un poco… me encantaría conversar contigo.
—Gracias, querido, pero te digo que estoy ocupada. También tengo que cambiar las sábanas.
—Yo te ayudaré a hacerlo más tarde.
—¡Carambas! ¡Te tengo que repetir mil veces una cosa!, exclamó Tuic, súbitamente colérica.
—¿Por qué te pones así? ¡No es para tanto!
—¿Que no es para tanto? ¿Eres tú acaso el que lava la ropa? ¡Qué chiste!
—Vamos, ¡no quise ofenderte!
—¡Pues lo has hecho! ¡Siempre es igual! ¡Parece que no aprendes! ¡Todos dicen que eres un hombre brillante, pero a mí me parece que no aprendes!
—No irás a convertir esta tontería en un drama…
—¿Tontería? ¿Te parece una tontería? ¡Era lo único que me faltaba escuchar!
Lo tuyo siempre pasa de primero, ¿no? Lo mío, ¡son tonterías!
—No quise decir eso.
—Pues lo dijiste. ¡Es irremediable! ¡Aprende a hablar! ¡A expresarte!
—¡Estás siendo ofensiva!
—¿Ofensiva, yo? ¡Mentir ya se te ha vuelto una costumbre, parece! ¡El ofensivo eres tú! ¡Tú eres quien ha comenzado todo este incidente tan supremamente desagradable y doloroso!
—¿Pero qué es exactamente lo que he comenzado?
—¡No te hagas el inocente! ¡Cuando te pones con esos jueguitos sí que me siento ofendida! ¿Crees que puedes manipularme de una tal manera?
—¡Estás exagerando!
—¿No sabes hacer nada distinto de criticarme? ¡Pues no te lo aguanto! ¡Eres un imbécil!
—¿Cómo dices?
—¡Lo que oíste! ¡Un simple y llano imbécil! ¿Crees que te permitiré tratarme de esta forma? ¿Herirme así?
—¡Yo soy el que no te permite insultarme! ¡Y menos aún, por algo tan insignificante!
—¿Ves? ¡Me estás buscando pelea! ¡El día de tu cumpleaños! Después de todo lo que he trabajado para que tengas un rato agradable, ¡mira cómo me pagas! ¡Egoísta! ¡Mal hombre!
—Me voy a ver a los niños.
—¡Ajaaaaaá! ¿Huyes? ¡Cobarde! ¡Eso es lo que eres, un cobarde! ¿Piensas me puedes dejar aquí botada? ¿Te parece decente? ¡No, claro que no te importa! ¡Porque tú eres indecente! ¡Tienes doble moral!
—¿Qué quieres que diga?
—¿Acaso no lo sabes? ¡Ya estás grandecito para hacerte el bobo! ¡Pídeme perdón! ¡Cretino!
—¿Perdón? ¿Cretino?
—¡Claro! ¡Tú sabes que te has comportado como un patán conmigo! ¡Me debes disculpas! ¡Como un hombre! ¡Un verdadero hombre!
—No tengo razones para pedir perdón.
—¡Ni siquiera eres hombre suficiente como para reconocer tus errores!
—¡No te admito que me trates así!
—Tú no eres nadie para darme órdenes, ¡pedazo de cretino!
—No soy cretino. Vas a hacerme irritar de verdad.
—Ah, ¿con que ahora eres tú el ofendido? ¡Muy astuto! ¡Muy ingenioso! ¡Pero no soy tan ingenua como para dejarme embaucar por ti! Ahora tú pretendes ser el ofendido, ¡qué gracioso! ¡Me das lástima! ¡Lástima! ¡Ni te imaginas cuánta!
—Me sería imposible, en efecto.
—Ponte sarcástico, y verás, ¡maldito tonto! ¡Tus padres van a llegar y tú me tienes aquí sumida en una de las situaciones más abyectas que he vivido en los últimos tiempos! ¡Claro, a ti no te importo nada! ¡Nada! ¡Yo, que te he dado los mejores años de mi vida! ¡Que te quiero más que a nada! ¿Así es como me pagas? ¡Miserable!
—¿Qué llamas “querer”?
—¿Cómo? ¿Que qué? ¿Te atreves a faltarme al respeto? ¡Hueles a whisky! ¡Apestas! ¡Tienes un tufo horrendo! ¡Eres un borracho! ¡Un alcohólico!
—En este instante, nada me agradaría más que darte una nalgada.
—¡Conque ésas tenemos! ¡Tan valiente! ¡Un verdadero macho! ¡A ver, atrévete!
Tuic, furibunda, se abalanzó sobre Wozzeck y le propinó una patada en la rodilla, mientras seguía aullando:
—¡Atrévete! ¡A ver si eres tan hombre! ¡Cobarde! ¡Degenerado! ¡Miserable!
Wozzeck se tambaleó, pues el golpe había sido más fuerte de lo habitual.
La rechazó antes de que ella lo mordiera y voló a refugiarse en su biblioteca. Tuic corrió a perseguirlo.
Tuvo apenas tiempo de echar llave. Era la única salvación posible.
Dos segundos más tarde, escuchó a Tuic dándole golpes a la puerta, que, por fortuna, era de roble.
—¡Sal de ahí! ¡Te lo ordeno! ¡Tendrás que escucharme! ¡Idiota!
Wozzeck hizo sonar a todo volumen la sinfonía en re mayor de Mahler.
Recordó con cariño las tantas veces en que Mahler y Berg lo habían salvado, y se juró que antes de morir (que ya era prácticamente inevitable, pues no era posible que Fleisher apareciera con nada) escucharía en el Bar Paraíso el adagietto de la quinta sinfonía de su venerado Gustav.
El amor debió ser parecido a lo que él sentía hacia la música. ¡Salvo que nunca, jamás, en ninguna ocasión la música te da una patada en la rodilla y te persigue para morderte!
Había venido en busca de Fleisher, porque por un instante se hizo a la ilusión de que, suplantándolo, pudiera quizás llegar a sentir eso que León llamaba “amor”. O intuirlo, al menos. Porque pensaba encontrar a un Fleisher interesante y digno, a un ser amable. Pero ¡qué chasco! ¡Qué chasco!
Su diagnóstico matutino no estaba errado: Fleisher era un pobre diablo, tal y como la horrenda fiera ésa se lo decía en su propia cara.
Wozzeck no podía sentir sino franco desprecio hacia ese infeliz. ¿Y cómo pretender que un ser tan lamentable pudiese saber algo del amor? Había perdido su tiempo.
En cuanto a Tuic, Wozzeck consideró seriamente la posibilidad de bajar y estrangularla con una sábana. Limpia. Recién lavada. Impregnada en olor a falsa lavanda. Pero limpia, sobre todo limpia. Impecable. Sería un acto simbólico. Una verdadera protesta. ¡Una declaración de principios!
El proyecto era atractivo, pero Wozzeck sabía que Fleisher, y sobre todo León, no se lo dejarían llevar a cabo, así que no valía la pena seguir soñando en él. Tampoco podía continuar llamándola Tuic. Después del reciente ataque, este nombre le pareció demasiado deferente para una histérica violenta como ella. La denominaría Blop.
¡Blop! Como el sonido que producen las heces de las vacas al caer sobre tierra árida.
Dio un suspiro difícil de interpretar, y se dijo que tal vez quedaba alguna avenida abierta: los hijos. Miró por la ventana: Blop estaba colgando la ropa en el patio trasero. Podría galopar a llamar a los niños (¡Galopar! ¡Galopar!)
Abrió la puerta, no sin antes haberse asegurado de que Blop no se escondía por ahí, asechando como una fiera hambrienta de carne fresca: ¡la sanguinolenta carne, de su espíritu! Ninguna precaución estaba de más.
Dio algunos cautos pasos por el corredor y gritó:
—Muchachos, ¡vengan a la biblioteca!
A los pocos segundos se produjo la estampida y los dos niños entraron al cuarto. Estaban muy excitados, porque raras veces su padre los dejaba jugar allí, y empezaron a coger todas las cosas. Esta vez, Wozzeck no se molestó: después de todo, al morir nada de eso lo llevaría consigo y los dos engendros quedarían en libertad de romperlo todo y arrancar las páginas de los libros y botar a la basura las fotos de los viejos profesores vieneses.
Se sentó en su poltrona favorita, y les dijo:
—Vengan aquí. Me encantaría que habláramos un rato…
Lo miraron como si se tratara de un ser de otra galaxia:
—¿Qué quieres decir?
—Pues sólo eso: que conversemos un rato.
—¿Conversar? ¿De qué?
—¡No sé, vamos! De cualquier cosa…
—Bueno, si quieres…
—Por ejemplo, dime, José Luis, ¿sabes por qué llevas ese nombre?
—No me interesa mucho.
—Pues porque así se llamaba el padre de tu madre, que era español. ¿No te parece interesante?
—No.
—Tu abuelo materno peleó en la guerra civil española. Era un hombre duro y apasionado.
—¿Dónde queda España?
—En el otro extremo de Europa.
—¿No se encuentra en Estados Unidos?
—¡No, en Europa!
—Ajá, dijo José Luis, poniendo así fin a la charla.
—Y tú, Ángela, ¿sabes de dónde viene tu nombre?
—¿De España?
—No. Tu madre es muy religiosa, por lo menos eso dice… Y Ángela es el femenino de Ángel.
—No creo en los ángeles. Creo en los Rolling Stones.
Wozzeck la miró, sorprendido:
—¿Y quiénes son los tales señores Stones?
Ángela le lanzó una mirada de franco desprecio:
—¿NO SABES QUIÉNES SON LOS ROLLING STONES? ? ? ? ?
Le volvió la espalda, se echó en un sofá y se dedicó a morderse las uñas.
—Niños, les quería preguntar si quieren mucho a su mamá…
—Pues claro, contestaron en coro.
—¿Y a mí?
Después de un brevísimo pero complejo silencio, José Luis tomó la palabra y dijo:
—A ti también. Y añadió la frase definitiva: Oye, ¿no nos podrías dar algún dinero para salir con los amigos?
Wozzeck resolvió dar por terminada la séance.
¡Todo era tan natural! Y sin embargo, le resultaba incomprensible.
¿Era, por ejemplo, natural, el tomar la decisión de deshacerse de los dos hijos de Fleisher así no más? ¿Sin ensayar más acercamientos? Como los espadachines, ¿de una sola estocada? Estaba hablando de deshacerse de ellos.
¡Deshacerse de ellos!
¡No era una cuestión menuda! ¡No era una fruslería!
Sabía, no, no sabía, intuía que se trataba de algo tremendo:
¡deshacerse de ellos!
Les dio el dinero y les dijo que fueran a ver a sus amigos. Cuando estaban saliendo, se despidió diciéndoles:
—¡Los quiero mucho!
Era la frase perfecta para librarse de ellos. Para siempre jamás.
Wozzeck se asombró al ver la cantidad de fotos que Fleisher exhibía en su biblioteca. En muchas, por supuesto, aparecía acompañado de Blop y de los pequeños poltergeist. En otros, estaba con gentes que reconocía, o por lo menos, creía reconocer.
¿Por qué esas fotos? ¿Con qué fin? ¿Cuál era el posible significado que tenían para Fleisher? ¿Las utilizaba para avivar ciertos recuerdos, o como una especie de sutil advertencia? Por ejemplo, ésa de la izquierda. Allí estaba Fleisher recibiendo un diploma –sin duda el día en que se graduó. ¡Ja! ¡Exponer esa foto como si se tratara de una cuadro de Renoir! ¿Era un gesto de narcisismo, o por el contrario, de humildad? ¿De nostalgia o de secreta cólera?
¿Buscaba recordar permanentemente ese día? ¿Con qué objeto? O, por el contrario, ¿usaba esa imagen para tomar constante consciencia del paso del tiempo?
¡No se trataba, en todo caso, de una obra de arte! Fleisher había sido un hombre más bien apuesto, ¡pero lejos de ser un Adonis! Y en cuanto al viejo del birrete (quien parecía dispuesto a morir en cualquier instante), ¡era francamente feo! Si tanta importancia le otorgaba a ese momento, debía haber escogido una foto mejor. ¡Un poco de estética jamás sobra!
Pero nada comparable a la foto en donde aparecían Fleisher y Blop, el día de sus esponsales. ¡Otra vez, Fleisher exhibía la imagen de aquel deplorable día! ¡Inaudito! Él, con su ridículo sacoleva; ella, dentro de un grotesco vestido blanco lleno de encajes, una especie de molusco entre la espuma de las olas. Sus miradas, como las de esas vacas desconcertadas por la intuición del matadero.
Con toda franqueza, ¡se necesitaba ser realmente impúdico para exhibir esa fotografía! ¡Pornografía de la peor clase!
Pero lo más insólito era el hecho de que en todas las fotos, ¡en todas! los personajes aparecían sonriendo. Aquello era un océano de sonrisas.
Blop sonreía, los niños sonreían, los padres sonreían, el profesor Wilhelm, discípulo de Freud, sonreía. ¡Incluso había una foto en donde Freud sonreía!
Y, sobra decirlo, Fleisher parecía una máquina de sonrisas, o mejor aún, un laboratorio de sonrisas, pues las tenía de todo tipo y calidad, con los más variados matices. ¡Creativo, el señor Fleisher!
¿Qué hacían allí todas esas sonrisas congeladas? ¿Es que acaso Fleisher las coleccionaba como uno colecciona objetos extraños de arte africano? ¿O estampillas de países exóticos? ¿Eran para Fleisher como drogas psicotrópicas para enfrentar los desórdenes de su sistema nervioso central? ¿O simple evidencia de una drogadicción que hubiera debido tratarse a tiempo?
Wozzeck sabía que pocas cosas en el mundo pueden ser más peligrosas que una sonrisa. Como los medicamentos, sus efectos pueden variar según la dosis, la hora y el tipo particular de enfermedad, y sus efectos secundarios pueden ser inocuos o dañinos. ¡Puede curar o matar! ¡Aliviarte el espíritu o corroerte la razón!
El Blitzkrieg de sonrisas que aplastaba ese cuarto era clara muestra de una sobredosis casi letal, y explicaba aspectos fundamentales del comportamiento de Fleisher.
Su relación con Blop, por ejemplo, debía estar acompañada de una aplicación masiva de sonrisas, que, al igual que la morfina, calmaban los dolores, sin curar, por ello, las dolencias. Y, sin lugar a dudas, Fleisher debía tener un dispensario completo de sonrisas para inyectarles a sus pacientes, incluso en los casos más dramáticos.
Éstos, a su vez, debían, con seguridad, retribuirlas. Como ese asesino que Fleisher había tratado. Aquellas sesiones eran realmente alucinantes: el criminal sonreía mientras relataba a Fleisher la forma como mataba y descuartizaba a sus víctimas; la forma en que conservaba las mejores partes de sus cuerpos en la nevera, para luego comérselas. Sonreía como si estuviese relatando la historia del Gato con Botas o una divertida anécdota de viajes. Si alguien lo hubiera observado sin poder oírlo, sin duda habría jurado que se trataba del hombre más cordial y bonachón de esta tierra. ¡Sonreía! ¡Sonreía como cualquier otro hombre. Y es que ese asesino repugnante era eso: ¡un hombre! ¡Nada más que un hombre!
¿Y qué hacía Fleisher entre tanto? ¡Sonreía! ¡Sonreía! ¡Era una tenue sonrisa, pero una sonrisa, después de todo! ¿Qué diferencia existía entre esas dos muecas, la del asesino caníbal y la del siquiatra canibalesco?
¡Si Wozzeck hubiera visto tan solo una foto, ¡una!, de Fleisher llorando! ¡Una foto de toda la familia llorando! ¡Una foto del profesor Wilhelm dando gritos de desesperación! ¡Ah, entonces hubiera pensado que Fleisher era redimible!
Pero Fleisher había huido, y le había dejado a él, Wozzeck, la pesada carga de las lágrimas. ¿Qué clase de hombre hace eso? ¡Disfrazar y distorsionar la realidad y luego entregársela a otro, como una especie de regalo envenenado!
Si Wozzeck hubiera visto tan sólo una foto, ¡una!, de sus padres, tristes y pensativos, sentados, solitarios, en un jardín sin flores, una tarde de eterno invierno, gris y fría, con las nubes paseándose por entre escuálidos arbustos, sin tomarse de la mano, con los ojos fijados en la melancolía, los labios a punto de dejar salir una palabra que jamás habrían de pronunciar, la frente quebrada, los cuerpos fundidos al banco de metal, desgastándose como éste con el paso del tiempo, ¡ah!, ¡entonces Wozzeck hubiera creído en León Fleisher! ¡Hubiera creído en sus padres!
Wozzeck se levantó, retiró todas las fotos y las amontonó debajo de un sofá.
El aspecto del cuarto mejoró de inmediato. Tal vez ahora podría pretender encontrar aspectos más positivos de Fleisher.
Había, ¿cómo negarlo?, un piano. Un viejo Rachals vertical, con sus candelabros de bronce, y una cabeza también en bronce que representaba o pretendía representar el espíritu de la música: ¡Fleisher tocaba piano! ¡Eso sí era reconfortante! Aunque estaba seguro de que no tan bien como Wozzeck, ¡el creador! Seguramente, Fleisher no podía hacer nada distinto a interpretar la música de los demás. En cambio, ¡Wozzeck la creaba! En todo caso, era un punto a favor del pobre León, esclavo para siempre del arte de otros. Pero, ¿cómo extrañarse? ¿No era Fleisher esclavo de Blop y de sus partos, esclavo de la demencia de sus pacientes? ¿Esclavo de las sonrisas?
Wozzeck se sentó al piano y dejó que sus dedos corrieran libremente sobre las teclas de marfil, desgastadas por el uso y la angustia. Comenzaron a tocar una de sus primeras composiciones, un oscuro preludio en re menor que hablaba de las ilusiones perdidas. Wozzeck cayó en la cuenta de que a lo largo de su vida, de los muchos años de escribir música, jamás había logrado producir una obra alegre. Todas sus composiciones eran tristes, o, por lo menos impresas, de melancolía. Siempre había envidiado a Mozart y a Schubert, capaces, en cualquier circunstancia, de escribir melodías alegres y frescas. Tal vez por eso, Wozzeck se consideraba a sí mismo un músico limitado, un creador minusválido, reducido a explorar los terrenos del desconsuelo. Tal vez él y Fleisher habrían podido constituir un excelente dúo.
Si se hubiesen conocido a tiempo, claro está.
Probablemente, para Fleisher la música fue una fuente de alegría. Para él, Wozzeck, era la redención, el único camino para acceder a la Forma Total, a la unión con el universo. Una redención truncada, empero, por su incapacidad de expresarse libremente, como había podido hacerlo Haydn, quien a pesar de ser sempiterno siervo de nobles y súbdito de su horrenda esposa, podía componer melodías tan alegres, lozanas y dulces que habrían llevado a pensar en un hombre rodeado de las más favorables condiciones.
Cuando Wozzeck trataba de escribir música alegre, la calidad de su canción se echaba a perder, y hasta los propios dedos se rebelaban y parecían enredarse sobre el teclado como una viña entre una celosía. Su alma entera se parecía a un adagio, lento, muy lento, suspendido en el aire, como si en cada nota se fuera a agotar el movimiento.
Wozzeck escribía muchos silencios. A veces, entre dos sonidos, construía los ritmos más complejos: silencio de blanca y de corchea, seguidos de un trino de silencio de fusas, por ejemplo. Era una tarea compleja, sobre todo para el intérprete, quien debía seguir sin falla las muy precisas indicaciones que colocaba sobre las series de silencios: algunos debían ser acometidos con bravura, haciendo uso de crescendos diabólicos, hasta que los silencios resultaran casi insoportables al oído; otros pasajes debían ser pianissimo, de manera que los silencios apenas se escucharan.
Para Wozzeck, todo sonido, incluidas las palabras, estaba contenido dentro de un conjunto de silencios, y por eso los elaboraba con tanto esmero, cuidando hasta el último detalle. Dentro de ese conjunto, las notas se parecían a los objetos que vagan a través del universo: pequeños puntos infinitesimales, que sólo las leyes del azar permitían yuxtaponer.
Se sentía afortunado de poder hacerlo y cuando lo lograba, melodías espléndidas brotaban, en donde los silencios, comprimidos al máximo, permitían elaborar lieder arrobadores. Pero jamás alegres: ¿las ondas que se encuentran en medio de la eterna soledad del infinito sienten acaso alegría?
Sin darse cuenta cómo, empezó entonces a tocar un vals del Caballero de la Rosa, y se acordó de Galiana Pontsharova, su vieja profesora, la que le pellizcaba con rabia el lóbulo de la oreja derecha cada vez que cometía un error en las escalas. Galiana había ya muerto, y la música sobrevivido.
Pero ahora él y la música desaparecerían para siempre. ¡FÜR IMMER!
Cerró la tapa del piano, en un impulso mezcla de despecho y de agradecimiento, y exploró, como un voyeur, el escritorio de Fleisher.
No contenía nada de especial interés: recibos de facturas pagadas (¡León también era esclavo de las facturas, el muy infeliz!), cantidades absurdas de lápices y estilográficas, más testimonios de sonrisas, una calculadora sin pilas, los títulos de propiedad de la casa, llaves de quiénsabequépuertas.
Ya se preparaba a cerrar las gavetas, cuando vio, disimulado bajo una pila de recetas médicas, lo que parecía ser un diario.
No sin ansiedad, lo abrió y comenzó a ojearlo. Parecía, también, bastante banal: recuento de citas, listas de tareas a realizar. Hora tras hora, día tras día.
Pero de pronto, leyó con sorpresa una página que decía:
“Cita a las ocho con Schmidtbauer. Interesante discusión sobre la sicopatología de los infantes. Diferentes acercamientos en cuanto a las teorías de Bettelheim. Reunión muy productiva y grata.
Compré las semillas para sembrar nuevos pinos en el jardín. Creo que se verán muy bien.
A las doce, almuerzo con los miembros de la Facultad. ¡Inolvidable! Me anuncian que se me otorgará el Premio Jung por mis contribuciones al progreso de la siquiatría social. Improviso unas palabras. Muchos aplausos.
A las tres de la tarde salgo rumbo al consultorio, y animado por las buenas noticias, me detengo en un anticuario y cometo una locura: compro el grabado de Dürer al cual hago la corte desde hace meses. Muy emocionante.
Trabajo hasta las siete. Fiesta en casa. Los niños y Karen celebran mis éxitos con el amor y cariño más grandes. ¡Entre los dos, cuatro botellas de champaña y un kilo de paté de foie-gras! Hace ya un buen tiempo que no hacíamos el amor con pasión. Exquisita sensación.
Un día excepcional. Es la primera vez que contemplo seriamente la idea de quitarme la vida.”
Wozzeck se quedó súpito.
¿Por qué diablos podía quererse quitar la vida un tipo como Fleisher?
¿León? ¿El bueno de León? ¿El tonto de León?
Fleisher tenía lo que la mayor parte de los humanos envidian. Tenía a Blop y a sus dos sobredimensionados fetos, ¡no! ¡Perdón!, a su Karen y a los dos niños; una posición envidiable dentro del medio científico (si es que acaso ese oficio de siquiatra puede llamarse “¡ciencia!”); una posición económica sólida, y hasta tocaba, bastante bien, el Carnaval de Schumann.
Fleisher, ¡el que cada vez que se sentaba en su escritorio se embadurnaba de sonrisas! ¡El que llevaba, con tanta meticulosidad, el recuento de los pagos de luz y de teléfono! El que decía sin cesar: “¡Sí, papá!, a su papá; ¡sí, hijo!, a su hijo; ¡sí, mi amor!, a su esposa.” Siempre sonriendo, siempre sonriendo!
Wozzeck sintió nacer poco a poco una muy velada, pero sincera, sensación de simpatía hacia Fleisher: en él había algo desconsoladoramente tierno.
Su realidad era tiernamente desconsoladora. ¡Pobre Fleisher! ¡Pobre Fleisher!
Oyó que tocaban a la puerta, muy discretamente, y una voz femenina:
—¡Mi amor! ¡Lo siento! ¡Estaba tan nerviosa! ¡No seas tonto, perdóname!
¡Te espero en el salón! ¡Con una copa de tu champaña favorita! ¡Te amo!
Alguien, ¿quién sabe quién?, respondió:
—¡Por supuesto! ¡Ya bajo!
Wozzeck sintió que el pánico se apoderaba de él: ¡tenía que salir de allí a toda costa! Blop le había dicho “¡Te amo!” ¡La horrenda Blop! ¡Tenía que huir!
A toda costa.
Pero ¿cómo hacerlo?
¡No podía bajar por las escaleras! ¡No quería volver a ver a Blop nunca más!
Wozzeck abrió la ventana que daba hacia el patio, y analizó la situación.
Por allí, con algo de esfuerzo y de experticia, parecía posible escabullirse. Lo peligroso era caerse y romperse un pie o una pierna, y ser ¡rescatado! …por ¡Blop! Blop, Blop, Blop.
Pero no quedaba otra alternativa, así es que emprendió el azaroso descenso, y sin saber cómo, al poco tiempo se encontró en el patio del vecino. ¡Un triunfo! ¡Una victoria completa! Se sintió orgulloso de sí mismo.
Los señores Goldberg lo miraron, sorprendidos:
—¡Doctor Fleisher! ¿Qué significa esto?
—¡No soy ningún doctor Fleisher! ¡Soy Wozzeck!
—Pues se parece mucho a Fleisher, respondió Otto, airado.
¡Necesito una explicación!
—¡Parece que todo el mundo pide explicaciones! ¡Razones! ¡Justificaciones! ¡Declaraciones! ¡Exposiciones de motivos! ¡Pruebas! ¡Cuentas! ¡Por favor, señor Goldberg, un poco más de circunspección! ¡De decoro!
—Pero…
—Ajá, señor Goldberg, ¿usted también vive del pero? ¡Confiéselo!
—Es que…
—Exige explicaciones, ¡pero vive del Pero! ¡Usted es inconsecuente, y más bien, poco ético! ¿Es así frente a usted, señora Goldberg? ¿Practica con usted la misma doble moral? ¡Puede hablarme con franqueza! ¡Ábrame su corazón!
—¡Anna, te prohíbo hablarle a este individuo!, exclamó Otto.
—¿Qué estás diciéndome? ¿Qué me prohíbes? ¡Tal vez el doctor tiene razón en decir que tienes doble moral! Después de treinta años de matrimonio, ¿te atreves a prohibirme?
¡Requiero una explicación!
—Pero, meine liebchen…
—¡Ves! ¡Ves! ¡Tal como lo dijo el doctor! ¡Vives del ¡pero! ¡Y cállate! ¡Cállate!
Doctor Fleisher, ¿no quisiera una taza de té?
—Preferiría un whisky. Si no es mucho problema.
—Otto, ¡trae una botella!
—Pero…
—¡Otto!
—Sí, querida.
—Me encanta conocerlo en estas circunstancias, doctor, así sean un poco… sorpresivas.
—No hay nada más rutinario que las sorpresas, señora mía.
—Es usted un encanto. Nunca había visto a un hombre saltar por los tejados.
—Es que en mi juventud fui saltimbanqui, Anna, si me permite llamarla así.
—Por favor, ¡hágalo! ¡Es usted fascinante! ¿Qué hacía?
—Pues saltos mortales sobre mis ilusiones, acrobacias con mis sueños, y hasta prestidigitación y trucos varios con la lógica. Tuve mucho éxito en numerosos circos.
—Ah, doctor, ¡además es usted un poeta!
—Naturalmente, Anna. Como todos los grandes mentirosos.
—¿Qué quiere usted decir?
—Que tantos hombres escriben sobre el amor, y no tienen ni la más remota idea de qué se trata. El genio que han tenido es saber decir con arte sus mentiras: nos convencen.
En ese momento, Otto apareció con un vaso de whisky en la mano.
Wozzeck se ensoberbeció:
—¡Otto! ¿Qué significa esto? ¿Dónde está la botella? ¡Así no se atiende a los amigos! ¡Avaro! ¡Mezquino! ¡Roñoso! ¡Vé a buscarla! ¡Y trae tres vasos!
Espero que ustedes celebren conmigo. Es mi cumpleaños!
—Pero…, balbuceó Otto.
—Otto, me estás comenzando a fatigar, dijo Anna. Haz lo que el doctor te pide. Miró a Wozzeck, y añadió: discúlpelo, doctor. Después de todo, es un comerciante. Y usted sabe, cada centavo cuenta, ¿no? En verdad, es grato encontrar de vez en cuando a alguien tan desprendido como usted…
—Completamente desprendido, señora. Su sagacidad me asombra.
Otto regresó con vasos, hielo y agua, sirvió tres tragos y brindaron sin gran entusiasmo, pero con un fondo de convicción profunda.
—Dime, Otto, preguntó Wozzeck, ¿tú amas a tu mujer?
—¡Por supuesto! ¡Llevamos treinta años de casados!
—No te pedí un cronograma, Otto. Te pregunté si amas a tu mujer.
—¡Ya te dije que sí!, respondió Otto, exasperado.
—¿Qué quieres decir con eso de que la “amas”? Me interesa mucho saberlo.
—¿Ah, sí? ¿Por qué? ¿Y quieres saber también cuánto dinero tengo en el banco?
—Otto, la comparación es desobligante… comentó Wozzeck.
—¡Sí! ¡Muy descortés y vulgar!, exclamó Anna. Eres un idiota, ¡Otto! ¡Lo único que te importa es el dinero! ¡Siempre lo supe!
—Pero, mi palomita…
—Ni peros ni palomitas, ¡imbécil! ¡Venirme a faltar al respeto frente a uno de nuestros más distinguidos amigos! ¡Tú no sabes qué es el verdadero amor! ¡No fuiste capaz de contestarle al eminente doctor Fleisher! ¡Vé por más hielo!
Wozzeck aprovechó la ausencia de Otto, le dio un beso en la boca a Anna y saltó por encima de la tapia, hacia la libertad.
Pasó frente a una cafetería, y sintió un deseo incontrolable de comerse un helado. Se sentó, pidió la carta, y vio, emocionado, la siguiente descripción:
“Copa St. Moritz. Deliciosa combinación de helados de vainilla, fresa y chocolate con nueces, sobre un delicado lecho de frambuesas frescas, con salsa de chocolate y crema fresca, acompañado de galletitas. ¡Prometía ser extraordinario!
Llamó al mesero:
—Quisiera una Copa St. Moritz, pero sin el delicado lecho de frambuesas frescas.
—¿Cómo? ¿Qué quiere usted decir?
—Lo que oyó. ¡Sin las malditas frambuesas!
—Temo que eso no será posible, señor. La Copa St. Moritz es con frambuesas frescas.
—¡Pues la quiero sin ellas!
—Entonces, señor, tendrá que pedir otra cosa.
—¡No! ¡Me rehúso a hacerlo! ¡Quiero la Copa St. Moritz! ¡Sin frambuesas!
—Se la puedo traer sin crema, aunque me perturba mucho. Puedo hacerle esa concesión. En cuanto a las frambuesas, ni pensarlo.
—¡Ah, usted no puede hacerlo porque se trata de un producto pre- fabricado!
¡Un producto industrial!
—¡No, señor! ¡Me ofende! ¡Todos nuestros platos son preparados en casa!
—Entonces, ¿por qué no puede simplemente quitarle las frambuesas a la Copa St. Moritz?
—¡Porque ella es así! ¡Siempre ha sido así!
—¿Y si las retira, e inventa un nuevo helado? ¿La Copa St. Wozzeck?
—¿Qué clase de nombre es ése?
—¡No importa! ¡Responda!
—¡Imposible, señor! ¡Somos fieles a nuestros productos! ¡Por eso gozamos de una gran reputación! ¿Qué pasaría si usted viniera y encontrara un caos en nuestros helados? ¿Qué diría? ¡Sería nuestra ruina! ¡Hace ya cerca de tres generaciones que nos esmeramos en mantener intacta la Copa St. Moritz! ¡No será usted quien venga a sembrar el desorden en nuestro establecimiento!
—¿Y si le pido una porción de helado de vainilla, otra de helado de chocolate y otra de fresas? ¿Si le pido una porción de salsa de chocolate y otra de galletitas, y usted me las trae y yo las mezclo aquí en la mesa?
El mesero se quedó pensando, y dijo:
—Es un muy extraño pedido, señor. Nunca, nadie, nos lo había hecho. ¡Jamás! ¡Trabajo aquí desde hace veinte años, y he servido miles y miles de Copas St. Moritz, pero nunca había escuchado algo tan… especial como lo que usted me pide! ¡Déjeme consultar! ¡Esto es muy confuso!
El mesero regresó diez minutos más tarde, molesto:
—Está bien, señor. ¡Podemos hacer lo que nos pide, pero tomará tiempo!
¡Bastante tiempo!
Wozzeck se irritó:
—¿Pero qué dice usted? ¿Cómo es posible?
—Excúseme, señor, pero nada podría ser más claro: ¡en lugar de asociar todos los elementos de la Copa St. Moritz, tenemos que disociarlos! ¡Se trata de una operación poco convencional, y muy delicada! Y, déjeme decirle, tiene un recargo del ciento por ciento en el precio. O un poco más, inclusive. El Chef lo está calculando.
—¿Quiere usted decir que por quitarle el delicado lecho de frambuesas a la Copa St. Moritz y servirme el resto de sus componentes, por separado, debo pagar tan escandaloso recargo?
—Temo que sí, señor. Usted altera el orden de la cocina, y eso tiene un costo. ¡Un alto costo! Es apenas evidente.
Wozzeck se sintió desconsolado, y pensó que lo mejor que podía hacer era ganar tiempo para poder cumplir con los diversos compromisos que tenía.
—¡Métase el delicado lecho de frambuesas por el culo!, dijo a guisa de despedida.
El mesero lo miró, indiferente y lejano, como si Wozzeck ya no existiera, y estuviese contemplando apenas una sombra.
Wozzeck supo que este incidente acababa de alterarlo de la manera más profunda. Le pareció que el destino se burlaba de él: ¡toda la tragedia de su existencia retratada en la Copa St. Moritz!
¿Y si regresara y le diera un bofetón? ¡Sería ejemplarizante! ¿Pero lograría algo?
¡Las copas St. Moritz son como son, y el mundo está hecho de Ottos y Fleishers y meseros! ¡No es posible abofetearlos a todos! ¡No es posible liberarse de los delicados lechos de frambuesas! Lo único factible es ignorarlos, desconocerlos, aislarse de ellos hasta que desaparezcan de la realidad.
Wozzeck se sentó en un café y se concentró en la tarea de convertir al mesero en una ficción, hasta que lentamente el sirviente se disolvió y fue a parar quién sabe a dónde.
Se sintió de inmediato más tranquilo. Pidió un café irlandés y una cajetilla de cigarrillos. Jamás había fumado. ¡Era el momento de hacerlo!
El café que preparaban en Molly Penny contenía mucho más whisky que otra cosa, lo que le convenía mucho: no era exactamente el momento para estar sobrio del todo. Y en cuanto al cigarrillo, la primera fumada le produjo un vértigo maravilloso: era como si se le llenaran los pulmones de olvido.
La placenta del humo exhalado a grandes bocanadas lo hizo sentir esa seguridad a la que aspiran quienes buscan refugio entre las nieblas.
Qué irónico: ¡el humo era el mejor de todos los escudos! ¡La súbita intoxicación, el mejor de los medicamentos! Pensó en el doctor Freud cuando se arropaba entre la cocaína y la morfina y sintió el súbito deseo de que hubiese otra vida para poder sentarse a conversar con él: sin duda, ambos sabrían escaparse también del Paraíso.
Nancy Malone, la rechoncha mesera de la taberna se le acercó:
—Hello, darling. ¿Quieres oír alguna canción en especial? Parece que necesitas un poco de nostalgia.
—Haz sonar There were roses, y vente a tomar un trago conmigo.
Wozzeck admiraba la tremenda melancolía de la música irlandesa, y la fiera pasión de sus bailes. Nancy y él, sin saber cómo, acabaron tomados de la mano, con los ojos humedecidos por las sombrías gaitas de Fermanagh Highland, una de esas canciones que ennoblecen cualquier tumba.
Cuando tocaron No man’s land, Nancy le dijo:
—Allí es donde me siento.
—Yo he vivido allí toda mi vida, respondió Wozzeck. Creo que nací apátrida y exilado, pero me tomó largos años darme cuenta.
Sus labios se rozaron, y Wozzeck la invitó a bailar. Durante un buen rato dio saltos por toda la pista, arrastrado por la corpulenta mujer. Cuando la música se interrumpió, fueron a sentarse y Nancy le preguntó:
—¿Volverás pronto? Me encantaría volverte a ver…
—Temo que será imposible, Nancy. Esta noche viajo a la verdadera tierra de nadie.
—Te deseo buena suerte, Wozzeck.
Wozzeck sintió una vaga emoción, eco de otras emociones, y de otras y otras más aún que venían de muy lejos, desde el fondo mismo de su mente. Pero esa sensación, en lugar de seguir creciendo, mostró apenas su silueta y desapareció.
—Buena suerte, Nancy. Creo que si hubiera tenido tiempo, habría acabado por extrañarte.
—Yo también, Wozzeck. Y ahora, ¡vete! Necesito comenzarte a olvidar de inmediato.
Pasaba por el parque, cuando vio a la paloma coja. Tal vez no hubiera debido darle una patada. Hubiera sido mejor ignorarla, o incluso matarla, pero dejarla herida le pareció abominable. Había hecho con la paloma como las gentes con él: lisiarla y dejarla en vida. ¡Mutilarlo para que no pudiera volar!
¡Lo que sentía era arrepentimiento! Él, Wozzeck, ¡contrito!
Se acercó a la paloma, que no hizo ni siquiera un esfuerzo por alejarse. La tomó entre las manos y entonces recordó la sempiterna historia humana: la acarició durante unos minutos, y luego, con un gesto seco, le partió el cuello.
La mujer del coche, quien aparentemente vivía en el parque, dio un chillido:
—¡Asesino! ¡Criminal! Auxilio! ¡Socorro!
Wozzeck se acercó a ella y depositó el cuerpo de la paloma junto al bebé, quien no pareció alterarse en absoluto:
—Le hará mucho bien crecer con la muerte al lado, señora.
La mujer, horrorizada, dio otro alarido y trató de desmayarse pero no pudo: no le quedaba otro remedio sino enfrentar la horrenda situación. Optó entonces por lanzarse sobre Wozzeck y golpearlo con la sombrilla.
Wozzeck la despreciaba, pero sabía que la comprendía, y no hizo ningún intento por defenderse. Después de la primera avalancha de porrazos, se limitó a decir:
—Señora, después de hoy su vida nunca será la misma. ¡Acabo de preñarla!
¡Su próximo hijo será hijo de Wozzeck!
Ella lo miró, desconcertada:
—¿Qué dice usted? ¿Cómo se atreve?
—Usted se atrevió. Acaba de adentrarse por un camino peligroso. Esta noche, cuando su esposo la toque, usted dará un gemido de dolor. Ambos terminarán muy tristes.
Para ese entonces, Wozzeck tenía inflamadas la nariz, la pierna y la mano, y era anfitrión de varios chichones, uno de los cuales sangraba con cierta odiosa premeditación.
Se limpió la desagradable cosa roja que manaba, alevosa, de su testuz y se dijo que era hora de ir al encuentro de Fleisher.
Éste lo estaba esperando en el consultorio. Wozzeck se sorprendió al ver que León había cambiado por completo de aspecto. Sus rasgos ya no eran delicados y suaves, sino duros y agresivos; la mirada, oscura. ¡Y no sonreía!
Wozzeck no pudo esconder su inquietud:
—¿Fleisher, qué te sucede? ¿Por qué estás así?
—¿Me lo preguntas tú, imbécil? ¿Tú? ¡Me mandaste a una misión imposible, y he aquí el resultado!
—Pero Fleisher, ¡se suponía que partías en busca de una explicación de eso que llaman amor! ¡Alguna fórmula para evitar la cita de esta noche! ¡Ese era tu cometido!
—¡Qué fórmula ni qué pitos! ¡Pobre idiota de Wozzeck! ¡Hasta tú mismo eres débil! ¡Me das pena!
—¡Te prohíbo hablarme en ese tono!
—Estoy capacitado para ello. Contéstame: ¿podrías negar que alimentaste esperanzas cuando me enviaste a buscar una respuesta? ¡Contesta, miserable!
¡Esperanzas! ¡Qué torpe!
Wozzeck, colérico, le contestó:
—Y tú, cretino de Fleisher, ¿no saliste acaso en busca de tu identidad? ¿Esa que perdiste hace tantos años? ¡Niégalo, maldito!
Se miraron, desafiantes, con los puños cerrados, listos al ataque.
Wozzeck se aprestaba a asestar el primer golpe cuando vio que de pronto Fleisher, pensativo, bajaba las manos y decía:
—¡No deberías hacerlo! ¡Hoy me volví tu hermano! ¡Todo lo que pensabas es cierto! ¡Nuestro destino es ya el mismo!
Wozzeck miró a Fleisher y le dijo:
—León, ¿no crees que por fin ha llegado el momento de inventar algún nuevo tipo de sonrisa?
Fleisher asintió, y ambos pasaron un rato tratando de acomodar los labios para producir ese peculiar rictus, pero fue en vano: el sistema central nervioso había desconectado no sólo el amor sino también la sonrisa.
—Es inútil, Wozzeck, dijo Fleisher, fatigado. Tratemos de ocuparnos de asuntos más relevantes.
—Estoy de acuerdo, León. ¿Te parece bien si comenzamos por analizar nuestros archivos?
—Pensaba proponértelo. Comencemos.
Wozzeck miró a Fleisher a los ojos, y le dijo:
—¿Sabes? Ese plural me resulta repulsivo.
—Estoy de acuerdo, repuso León. Inadmisible. ¿Qué propones?
—Que me ayudes a terminar esta tarea, y luego te desvanezcas, León. Es lo único digno que puedes hacer, te lo aseguro. Además, no puedo correr el riesgo de que esta noche te amilanes.
¡Echarías todo a perder!
—Está bien, Wozzeck. Te comprendo. Terminemos con esto, y ¡adiós!
No me volverás a ver nunca. Podrás cumplir a cabalidad con tu destino.
Fleisher sacó una botella de whisky que tenía escondida detrás de los Símbolos de Transformación de Jung.
—León, dijo Wozzeck en tono de sorna, me parece que no escondías muy bien tu doble vida.
—Eso parece. Realmente parece, se limitó a contestar Fleisher mientras llenaba el vaso.
Mirar el archivo era como ir al cementerio.
Cadáveres de casos, enterrados para siempre en las gavetas, sin flores ni ceremonias de ningún tipo. Los unos al lado de los otros, al igual que en el camposanto: ¡extraños compartiendo el mismo acre de desgracia por toda la eternidad! ¡Toda la eternidad!
Cuerpos y casos condenados a la descomposición y al inevitable olvido. ¿Quién se acuerda de ellos cuando el tiempo los carcome y carcome los recuerdos y todo el asunto se torna tan incómodo?
¿Quién va a poner flores en las lápidas de los cementerios y de los archivos médicos? ¡Sólo aquellos que se preparan ya para la muerte! ¡Las viudas jóvenes no van a las necrópolis! ¡Los médicos con futuro tienen que olvidar!
Y el futuro no tiene memoria. ¿Cómo podría tenerla? La memoria vive en el presente, y a nadie le gusta el presente. El presente está lleno de las frustraciones del pasado y de las expectativas del futuro. ¡Repleto! ¡Relleno! ¡Atarugado! ¡Apenas si hay espacio para que el presente exista! Es como un basurero en donde reposan los desechos de nuestras ilusiones perdidas y la mugrosa codicia de la eternidad.
Así eran los archivos de Fleisher: una mugrienta ausencia de presente, una congelada sala de autopsias en donde nada sino la ansiedad tenía cabida, ansiedad abstracta, sin nombre ni propósito, desconcertada y vana, fútil e inocua.
Wozzeck sabía que era mejor imaginar a los pacientes que tratar de conocerlos, y por eso jamás había logrado admirar a Fleisher. ¡Fleisher creía que podía aprehender la Realidad!
¡Pobre León! Por eso estaba tan mal: ¡era un inepto, y eso siempre acaba por pagarse! ¡Y caro! ¡Qué lastimoso verse llegar a viejo rodeado de cadáveres inútiles!
Los archivadores de Fleisher olían a abandono dinámico. Un día, el paciente tal o cual desaparecía, y nadie volvía a ocuparse de él, pero su hálito herrumbroso infestaba las gavetas. Hubiera sido inútil lavarlas, o bañarlas en lavanda: el hedor de la desgracia es más pegajoso y tenaz que cualquier cosa en el mundo. ¿Y alguien, acaso, conoce algo más hediento que el olor del olvido?
¿Cuál hombre puede pensar que conoce a otro porque lee su nombre en una lápida, y sabe cuándo nació y murió, y sabe exactamente en dónde está y en dónde se habrá de quedar para siempre, y sabe que no dirá nada, ni protestará, ni tendrá pensamientos negativos, ni tratará de construir un dique o pintar como Rafael? ¡Los muertos inspiran un sentimiento falso de seguridad! ¡No se puede confiar en ellos!
¡La mejor prueba eran los archivos de Fleisher!
¡Huélelos, Wozzeck! ¡Imprégnate de los humores infectos de la Humanidad! ¡De los que fueron tus pacientes y tus víctimas y tus asesinos!
Ahora, ¡te han contagiado su tufo! ¡Tú eres el condenado a la pestilencia, Wozzeck! ¡Condenado porque aceptaste a Fleisher! Cierto, ¡no tenías otro remedio! ¡No había alternativa posible! ¡Pero así es la vida, Wozzeck!
Wozzeck, ¡así es la vida! ¡Dentro de unas horas, tú serás como ellos, parte de algún archivo maloliente que hará vomitar a las almas sensibles!
—¿Quiénes eran todos éstos?, preguntó a Fleisher.
—Temo que ya no lo sé.
—¿Lo supiste alguna vez?
—Creí saberlo. No estoy seguro.
—¡Necesito una respuesta! ¡Precisa! ¿Quién era, por ejemplo, Elizabeth Müller?
¿Quién?
—Tendría que mirar el historial.
—¿Cómo, Fleisher?
—¡He tenido muchos pacientes!
—¡No me interesa el número! ¿Quién diablos era Elizabeth Müller? ¡Es ella quien me interesa!
¡Contesta!
—Te repito, dame los papeles y te lo podré decir.
Wozzeck sacó de su bolsillo los fósforos que acababa de adquirir y quemó el historial:
—Bueno, ¡León, ya no hay papeles! No hay más datos que aquellos que lleves en tu memoria o en tu corazón.
¡Temo que Elizabeth acaba de morir para siempre!
—Eso temo, respondió Fleisher, cabizbajo. Pero es culpa tuya, Wozzeck. Si no hubieras tocado el archivo, la podríamos llamar a la vida en cualquier instante. A algún tipo de vida, quiero decir.
—Tus pacientes son como la paloma del parque, dijo Wozzeck. Y tu archivo es la herida. Su herida. Nuestra herida. Tenemos que hacer algo: tus archivos sangran, Fleisher, al igual que nuestro corazón: este dolor no puede seguir.
—Te has vuelto un maldito poeta, Wozzeck.
—Es el último refugio que me queda.
—Y tú, el abyecto trovador, ¿qué sugieres? ¡Los músicos y los poetas siempre sugieren cosas!
—Pienso que deberíamos destruir los archivos.
—¿Cómo? ¡Eso sería indebido!
—Fleisher, lo único ilícito de tus archivos eres tú. Si desapareces, ellos deben desaparecer. ¡No hay remedio!
—Tienes razón, pero…
—¿Pero? ¿Es que acaso no has entendido nada?
—Perdón. ¡Excúsame! ¿Qué propones, entonces?
—Que los quememos.
—¡Son muchos! ¡Tardará horas!
Wozzeck se quedó pensando:
—Tienes razón, se me ocurre algo mejor. ¡Mucho mejor! ¡Incendiemos el local!
¡Toda la casa! ¡De esta manera, no quedará huella alguna de nada! ¡De nada!
¿No te parece lo más apropiado?
Fleisher se puso muy nervioso:
—¿Y si le hacemos daño a alguien? ¿A un inocente?
—¡No hay inocentes!, bramó Wozzeck, furioso. ¡Eres un verdadero idiota! ¡Nunca ha habido ni habrá inocentes!
Dime, aparte de nosotros, ¿quién hay en este edificio? ¡Nadie! ¡Nadie! ¡Tú lo compraste todo, con la herencia del abuelo de Blop! ¡Por eso llamaste a esa pequeña alimaña José Luis! ¡Una especie de agradecimiento póstumo, del cual todavía no te has repuesto! ¡Niégalo!
Fleisher agachó la cabeza y dijo:
—Tú eres el que ahora manda. El amo. O más bien, son tus pasiones las que ordenan. Si piensas que fue así, no tengo otro remedio sino aceptarlo.
—¿Tienes acaso alguna duda?, preguntó Wozzeck, airado.
—Por supuesto: ¿acaso podría vivir sin dudas? Tú, en cambio, tienes tremendas convicciones: por eso debes morir. Eres, te repito, el amo. Haremos lo que tú digas.
—¡Maldito Fleisher! ¡Dices obedecerme con desgano?
—No. Te acepto sin placer, pero con plena convicción. Yo tampoco sé ya lo que quiere decir amar: contigo aprendí a descreer y a dessentir. No recuerdo qué hubo antes.
¡Tienes razón! ¡Hay que quemarlo todo! ¡Hasta los cimientos! ¡Manos a la obra!
Wozzeck se ocupó de vaciar los archivadores mientras que Fleisher buscaba algún tipo de combustible digno de la tarea acordada.
Hizo pequeños montículos de papel con las vidas de Renata Hummel, de Johann-Peter Kling, de Frank Neumann, y de otros cientos como ellos, de manera que el fuego pudiera consumirlas fácilmente.
Colocó los libros de manera tal que se favoreciera su combustión.
Arregló las cortinas para que el fuego pudiera lamerlas fácilmente.
Levantó los pesados sofás de cuero con el objeto de que las llamas recibieran suficiente oxígeno como para hacerlos arder por toda la eternidad. Y más, si posible. Mucho más.
Fleisher tuvo el acierto de regar un hilo de gasolina desde el consultorio hasta la calle, lo que les permitía iniciar el fuego sin ser sus víctimas. Se pararon en la calle de en frente:
—Te corresponde a ti, invitó Wozzeck. Después de todo, era tu consultorio.
—No, ¡a ti el honor!, respondió Fleisher. Después de todo, tú naciste allí.
—Está bien, ¡gallina! exclamó Wozzeck, quien procedió a encender una cerilla e iniciar la deflagración.
El edificio prendió como una antorcha. Era maravilloso. El mismo Fleisher lo reconoció.
Gentes empezaron a asomar sus cabezas por las ventanas, e incluso se oyó el sonido de sirenas.
—Me parece prudente que nos retiremos, opinó Wozzeck.
—Tiene razón, señor, respondió Fleisher.
Llegaron acezando a una ribera discreta del río.
—¿Un trago?, propuso Wozzeck. Tengo media botella de whisky irlandés de primera clase. Me la regaló Nancy Malone.
—Lo sé. Es una chica extraordinaria. Solía visitarla, pero nunca llegué a tener nada con ella. ¡Schade!
—Me alegro. Le habrías acabado por hacer daño.
—Pero tú, Wozzeck, ¿le hiciste algún bien?
—Por supuesto, ¡León! La dejé sola. Le evité mil problemas. ¡Tal vez hubiera tratado de creer que sabía lo que es el amor, para tratar de quererme! A la postre, ¡quién sabe qué habría podido pasar! ¿Bebes, o no?
—Wozzeck, ¡he llegado a la conclusión de que me aburres! Mucho. Lo mejor es que me vaya yendo.
—Creo lo mismo, León. Tengo una cita por cumplir. Despidámonos. Sólo tengo una cosa que pedirte: ¡no hagas una escena escandalosa! ¡Saltar al río, por ejemplo! ¡O tratar de ahorcarte de un árbol! ¿Podrías, si no es mucho pedir, simplemente desvanecerte? ¿Sabes lo que quiero decir? Yo cierro los ojos y ¡Zum!, ¡tú ya no estás! ¿Podrías hacerme ese favor? ¿No es mucho pedir?
¡Hay quienes gustan de partir con pompa! ¿Podrías complacerme?
Fleisher meditó un instante:
—¿Quieres que te haga la vida fácil, no? ¡Eres muy astuto, Wozzeck!
—La vida fácil, no, León. La muerte.
—¿Crees que te lo mereces? Crees que puedes pedirme a mí, León Fleisher, primer premio de la Facultad de Siquiatría de la Universidad de Viena, autor de más de veinte tratados, autoridad mundial en materia de desórdenes maniaco-depresivos, doctor Honoris Causa de casi todas las universidades que se respeten, marido, padre y ciudadano ejemplar, ¿crees que puedes pedirme a mí que me desvanezca así no más, con el solo propósito de no perturbar tus planes?
—Así es, respondió Wozzeck, inconmovible. Yo fui tu secreta fuerza motriz. Me debes reconocimiento. Lealtad. ¡Obediencia! Sin mi secreta herida, ¡jamás hubieras sido nada! ¿Me escuchas? ¡Tú sabes que me lo debes todo! ¡Hasta la última línea que escribiste! ¡Todo! Me debes todo lo que valió la pena en tu vida. Ahora, me debes todo lo que vale la pena en tu muerte. ¡Adiós, León!
—¡Está bien, Wozzeck! Me voy para siempre: es improbable que volvamos a encontrarnos.
Lo que Wozzeck jamás habría podido imaginar es que León Fleisher, justo antes de desvanecerse, se atreviera a sonreír.
¡Pero lo hizo! ¡Sonrió! En aquel último y sagrado instante, ¡sonrió! ¡Maldito seas, Fleisher!
Amargado, y más solo que nunca, Wozzeck emprendió rumbo hacia el Bar Paraíso.
#AmorPorColombia
Segundo Acto
Desenlace
Texto de: Fernando Lleras de la Fuente.
Wozzeck titubeó antes de abrir la puerta, pero finalmente se decidió a entrar.
La mujer ésa, Tuic, la antigua Karen, dijo:
—Hola, cariño, qué bueno que llegaste temprano. Tus padres anunciaron que vendrían hacia las ocho.
—¿Y eso qué es?, preguntó Wozzeck, tratando de esconder su espanto, mientras señalaba hacia el comedor.
—¡Las bombas! ¡Los pitos! ¡El confeti! ¡Vamos a celebrar en grande! Son tus cuarenta y cinco años, ¿no? Toda una ocasión…
Él, Wozzeck, venía en busca del bueno de Fleisher y de Karen, su esposa, y lo que encontraba era sombreros de payaso, pitos y bombas de colores, todo lo que más podía detestar en la vida!
—¿Es realmente… necesario todo eso? Su sonrisa era tan franca que disimulaba por completo la indignación.
—¡Por supuesto! ¡Siempre te han encantado!, respondió Tuic.
Wozzeck trató de borrar su resentimiento:
—¿Por qué no nos sirves una copa de vino, y conversamos un rato?
—Estoy ocupada en este instante. Tengo que lavar la ropa sucia.
—Bueno, podría esperar un poco… me encantaría conversar contigo.
—Gracias, querido, pero te digo que estoy ocupada. También tengo que cambiar las sábanas.
—Yo te ayudaré a hacerlo más tarde.
—¡Carambas! ¡Te tengo que repetir mil veces una cosa!, exclamó Tuic, súbitamente colérica.
—¿Por qué te pones así? ¡No es para tanto!
—¿Que no es para tanto? ¿Eres tú acaso el que lava la ropa? ¡Qué chiste!
—Vamos, ¡no quise ofenderte!
—¡Pues lo has hecho! ¡Siempre es igual! ¡Parece que no aprendes! ¡Todos dicen que eres un hombre brillante, pero a mí me parece que no aprendes!
—No irás a convertir esta tontería en un drama…
—¿Tontería? ¿Te parece una tontería? ¡Era lo único que me faltaba escuchar!
Lo tuyo siempre pasa de primero, ¿no? Lo mío, ¡son tonterías!
—No quise decir eso.
—Pues lo dijiste. ¡Es irremediable! ¡Aprende a hablar! ¡A expresarte!
—¡Estás siendo ofensiva!
—¿Ofensiva, yo? ¡Mentir ya se te ha vuelto una costumbre, parece! ¡El ofensivo eres tú! ¡Tú eres quien ha comenzado todo este incidente tan supremamente desagradable y doloroso!
—¿Pero qué es exactamente lo que he comenzado?
—¡No te hagas el inocente! ¡Cuando te pones con esos jueguitos sí que me siento ofendida! ¿Crees que puedes manipularme de una tal manera?
—¡Estás exagerando!
—¿No sabes hacer nada distinto de criticarme? ¡Pues no te lo aguanto! ¡Eres un imbécil!
—¿Cómo dices?
—¡Lo que oíste! ¡Un simple y llano imbécil! ¿Crees que te permitiré tratarme de esta forma? ¿Herirme así?
—¡Yo soy el que no te permite insultarme! ¡Y menos aún, por algo tan insignificante!
—¿Ves? ¡Me estás buscando pelea! ¡El día de tu cumpleaños! Después de todo lo que he trabajado para que tengas un rato agradable, ¡mira cómo me pagas! ¡Egoísta! ¡Mal hombre!
—Me voy a ver a los niños.
—¡Ajaaaaaá! ¿Huyes? ¡Cobarde! ¡Eso es lo que eres, un cobarde! ¿Piensas me puedes dejar aquí botada? ¿Te parece decente? ¡No, claro que no te importa! ¡Porque tú eres indecente! ¡Tienes doble moral!
—¿Qué quieres que diga?
—¿Acaso no lo sabes? ¡Ya estás grandecito para hacerte el bobo! ¡Pídeme perdón! ¡Cretino!
—¿Perdón? ¿Cretino?
—¡Claro! ¡Tú sabes que te has comportado como un patán conmigo! ¡Me debes disculpas! ¡Como un hombre! ¡Un verdadero hombre!
—No tengo razones para pedir perdón.
—¡Ni siquiera eres hombre suficiente como para reconocer tus errores!
—¡No te admito que me trates así!
—Tú no eres nadie para darme órdenes, ¡pedazo de cretino!
—No soy cretino. Vas a hacerme irritar de verdad.
—Ah, ¿con que ahora eres tú el ofendido? ¡Muy astuto! ¡Muy ingenioso! ¡Pero no soy tan ingenua como para dejarme embaucar por ti! Ahora tú pretendes ser el ofendido, ¡qué gracioso! ¡Me das lástima! ¡Lástima! ¡Ni te imaginas cuánta!
—Me sería imposible, en efecto.
—Ponte sarcástico, y verás, ¡maldito tonto! ¡Tus padres van a llegar y tú me tienes aquí sumida en una de las situaciones más abyectas que he vivido en los últimos tiempos! ¡Claro, a ti no te importo nada! ¡Nada! ¡Yo, que te he dado los mejores años de mi vida! ¡Que te quiero más que a nada! ¿Así es como me pagas? ¡Miserable!
—¿Qué llamas “querer”?
—¿Cómo? ¿Que qué? ¿Te atreves a faltarme al respeto? ¡Hueles a whisky! ¡Apestas! ¡Tienes un tufo horrendo! ¡Eres un borracho! ¡Un alcohólico!
—En este instante, nada me agradaría más que darte una nalgada.
—¡Conque ésas tenemos! ¡Tan valiente! ¡Un verdadero macho! ¡A ver, atrévete!
Tuic, furibunda, se abalanzó sobre Wozzeck y le propinó una patada en la rodilla, mientras seguía aullando:
—¡Atrévete! ¡A ver si eres tan hombre! ¡Cobarde! ¡Degenerado! ¡Miserable!
Wozzeck se tambaleó, pues el golpe había sido más fuerte de lo habitual.
La rechazó antes de que ella lo mordiera y voló a refugiarse en su biblioteca. Tuic corrió a perseguirlo.
Tuvo apenas tiempo de echar llave. Era la única salvación posible.
Dos segundos más tarde, escuchó a Tuic dándole golpes a la puerta, que, por fortuna, era de roble.
—¡Sal de ahí! ¡Te lo ordeno! ¡Tendrás que escucharme! ¡Idiota!
Wozzeck hizo sonar a todo volumen la sinfonía en re mayor de Mahler.
Recordó con cariño las tantas veces en que Mahler y Berg lo habían salvado, y se juró que antes de morir (que ya era prácticamente inevitable, pues no era posible que Fleisher apareciera con nada) escucharía en el Bar Paraíso el adagietto de la quinta sinfonía de su venerado Gustav.
El amor debió ser parecido a lo que él sentía hacia la música. ¡Salvo que nunca, jamás, en ninguna ocasión la música te da una patada en la rodilla y te persigue para morderte!
Había venido en busca de Fleisher, porque por un instante se hizo a la ilusión de que, suplantándolo, pudiera quizás llegar a sentir eso que León llamaba “amor”. O intuirlo, al menos. Porque pensaba encontrar a un Fleisher interesante y digno, a un ser amable. Pero ¡qué chasco! ¡Qué chasco!
Su diagnóstico matutino no estaba errado: Fleisher era un pobre diablo, tal y como la horrenda fiera ésa se lo decía en su propia cara.
Wozzeck no podía sentir sino franco desprecio hacia ese infeliz. ¿Y cómo pretender que un ser tan lamentable pudiese saber algo del amor? Había perdido su tiempo.
En cuanto a Tuic, Wozzeck consideró seriamente la posibilidad de bajar y estrangularla con una sábana. Limpia. Recién lavada. Impregnada en olor a falsa lavanda. Pero limpia, sobre todo limpia. Impecable. Sería un acto simbólico. Una verdadera protesta. ¡Una declaración de principios!
El proyecto era atractivo, pero Wozzeck sabía que Fleisher, y sobre todo León, no se lo dejarían llevar a cabo, así que no valía la pena seguir soñando en él. Tampoco podía continuar llamándola Tuic. Después del reciente ataque, este nombre le pareció demasiado deferente para una histérica violenta como ella. La denominaría Blop.
¡Blop! Como el sonido que producen las heces de las vacas al caer sobre tierra árida.
Dio un suspiro difícil de interpretar, y se dijo que tal vez quedaba alguna avenida abierta: los hijos. Miró por la ventana: Blop estaba colgando la ropa en el patio trasero. Podría galopar a llamar a los niños (¡Galopar! ¡Galopar!)
Abrió la puerta, no sin antes haberse asegurado de que Blop no se escondía por ahí, asechando como una fiera hambrienta de carne fresca: ¡la sanguinolenta carne, de su espíritu! Ninguna precaución estaba de más.
Dio algunos cautos pasos por el corredor y gritó:
—Muchachos, ¡vengan a la biblioteca!
A los pocos segundos se produjo la estampida y los dos niños entraron al cuarto. Estaban muy excitados, porque raras veces su padre los dejaba jugar allí, y empezaron a coger todas las cosas. Esta vez, Wozzeck no se molestó: después de todo, al morir nada de eso lo llevaría consigo y los dos engendros quedarían en libertad de romperlo todo y arrancar las páginas de los libros y botar a la basura las fotos de los viejos profesores vieneses.
Se sentó en su poltrona favorita, y les dijo:
—Vengan aquí. Me encantaría que habláramos un rato…
Lo miraron como si se tratara de un ser de otra galaxia:
—¿Qué quieres decir?
—Pues sólo eso: que conversemos un rato.
—¿Conversar? ¿De qué?
—¡No sé, vamos! De cualquier cosa…
—Bueno, si quieres…
—Por ejemplo, dime, José Luis, ¿sabes por qué llevas ese nombre?
—No me interesa mucho.
—Pues porque así se llamaba el padre de tu madre, que era español. ¿No te parece interesante?
—No.
—Tu abuelo materno peleó en la guerra civil española. Era un hombre duro y apasionado.
—¿Dónde queda España?
—En el otro extremo de Europa.
—¿No se encuentra en Estados Unidos?
—¡No, en Europa!
—Ajá, dijo José Luis, poniendo así fin a la charla.
—Y tú, Ángela, ¿sabes de dónde viene tu nombre?
—¿De España?
—No. Tu madre es muy religiosa, por lo menos eso dice… Y Ángela es el femenino de Ángel.
—No creo en los ángeles. Creo en los Rolling Stones.
Wozzeck la miró, sorprendido:
—¿Y quiénes son los tales señores Stones?
Ángela le lanzó una mirada de franco desprecio:
—¿NO SABES QUIÉNES SON LOS ROLLING STONES? ? ? ? ?
Le volvió la espalda, se echó en un sofá y se dedicó a morderse las uñas.
—Niños, les quería preguntar si quieren mucho a su mamá…
—Pues claro, contestaron en coro.
—¿Y a mí?
Después de un brevísimo pero complejo silencio, José Luis tomó la palabra y dijo:
—A ti también. Y añadió la frase definitiva: Oye, ¿no nos podrías dar algún dinero para salir con los amigos?
Wozzeck resolvió dar por terminada la séance.
¡Todo era tan natural! Y sin embargo, le resultaba incomprensible.
¿Era, por ejemplo, natural, el tomar la decisión de deshacerse de los dos hijos de Fleisher así no más? ¿Sin ensayar más acercamientos? Como los espadachines, ¿de una sola estocada? Estaba hablando de deshacerse de ellos.
¡Deshacerse de ellos!
¡No era una cuestión menuda! ¡No era una fruslería!
Sabía, no, no sabía, intuía que se trataba de algo tremendo:
¡deshacerse de ellos!
Les dio el dinero y les dijo que fueran a ver a sus amigos. Cuando estaban saliendo, se despidió diciéndoles:
—¡Los quiero mucho!
Era la frase perfecta para librarse de ellos. Para siempre jamás.
Wozzeck se asombró al ver la cantidad de fotos que Fleisher exhibía en su biblioteca. En muchas, por supuesto, aparecía acompañado de Blop y de los pequeños poltergeist. En otros, estaba con gentes que reconocía, o por lo menos, creía reconocer.
¿Por qué esas fotos? ¿Con qué fin? ¿Cuál era el posible significado que tenían para Fleisher? ¿Las utilizaba para avivar ciertos recuerdos, o como una especie de sutil advertencia? Por ejemplo, ésa de la izquierda. Allí estaba Fleisher recibiendo un diploma –sin duda el día en que se graduó. ¡Ja! ¡Exponer esa foto como si se tratara de una cuadro de Renoir! ¿Era un gesto de narcisismo, o por el contrario, de humildad? ¿De nostalgia o de secreta cólera?
¿Buscaba recordar permanentemente ese día? ¿Con qué objeto? O, por el contrario, ¿usaba esa imagen para tomar constante consciencia del paso del tiempo?
¡No se trataba, en todo caso, de una obra de arte! Fleisher había sido un hombre más bien apuesto, ¡pero lejos de ser un Adonis! Y en cuanto al viejo del birrete (quien parecía dispuesto a morir en cualquier instante), ¡era francamente feo! Si tanta importancia le otorgaba a ese momento, debía haber escogido una foto mejor. ¡Un poco de estética jamás sobra!
Pero nada comparable a la foto en donde aparecían Fleisher y Blop, el día de sus esponsales. ¡Otra vez, Fleisher exhibía la imagen de aquel deplorable día! ¡Inaudito! Él, con su ridículo sacoleva; ella, dentro de un grotesco vestido blanco lleno de encajes, una especie de molusco entre la espuma de las olas. Sus miradas, como las de esas vacas desconcertadas por la intuición del matadero.
Con toda franqueza, ¡se necesitaba ser realmente impúdico para exhibir esa fotografía! ¡Pornografía de la peor clase!
Pero lo más insólito era el hecho de que en todas las fotos, ¡en todas! los personajes aparecían sonriendo. Aquello era un océano de sonrisas.
Blop sonreía, los niños sonreían, los padres sonreían, el profesor Wilhelm, discípulo de Freud, sonreía. ¡Incluso había una foto en donde Freud sonreía!
Y, sobra decirlo, Fleisher parecía una máquina de sonrisas, o mejor aún, un laboratorio de sonrisas, pues las tenía de todo tipo y calidad, con los más variados matices. ¡Creativo, el señor Fleisher!
¿Qué hacían allí todas esas sonrisas congeladas? ¿Es que acaso Fleisher las coleccionaba como uno colecciona objetos extraños de arte africano? ¿O estampillas de países exóticos? ¿Eran para Fleisher como drogas psicotrópicas para enfrentar los desórdenes de su sistema nervioso central? ¿O simple evidencia de una drogadicción que hubiera debido tratarse a tiempo?
Wozzeck sabía que pocas cosas en el mundo pueden ser más peligrosas que una sonrisa. Como los medicamentos, sus efectos pueden variar según la dosis, la hora y el tipo particular de enfermedad, y sus efectos secundarios pueden ser inocuos o dañinos. ¡Puede curar o matar! ¡Aliviarte el espíritu o corroerte la razón!
El Blitzkrieg de sonrisas que aplastaba ese cuarto era clara muestra de una sobredosis casi letal, y explicaba aspectos fundamentales del comportamiento de Fleisher.
Su relación con Blop, por ejemplo, debía estar acompañada de una aplicación masiva de sonrisas, que, al igual que la morfina, calmaban los dolores, sin curar, por ello, las dolencias. Y, sin lugar a dudas, Fleisher debía tener un dispensario completo de sonrisas para inyectarles a sus pacientes, incluso en los casos más dramáticos.
Éstos, a su vez, debían, con seguridad, retribuirlas. Como ese asesino que Fleisher había tratado. Aquellas sesiones eran realmente alucinantes: el criminal sonreía mientras relataba a Fleisher la forma como mataba y descuartizaba a sus víctimas; la forma en que conservaba las mejores partes de sus cuerpos en la nevera, para luego comérselas. Sonreía como si estuviese relatando la historia del Gato con Botas o una divertida anécdota de viajes. Si alguien lo hubiera observado sin poder oírlo, sin duda habría jurado que se trataba del hombre más cordial y bonachón de esta tierra. ¡Sonreía! ¡Sonreía como cualquier otro hombre. Y es que ese asesino repugnante era eso: ¡un hombre! ¡Nada más que un hombre!
¿Y qué hacía Fleisher entre tanto? ¡Sonreía! ¡Sonreía! ¡Era una tenue sonrisa, pero una sonrisa, después de todo! ¿Qué diferencia existía entre esas dos muecas, la del asesino caníbal y la del siquiatra canibalesco?
¡Si Wozzeck hubiera visto tan solo una foto, ¡una!, de Fleisher llorando! ¡Una foto de toda la familia llorando! ¡Una foto del profesor Wilhelm dando gritos de desesperación! ¡Ah, entonces hubiera pensado que Fleisher era redimible!
Pero Fleisher había huido, y le había dejado a él, Wozzeck, la pesada carga de las lágrimas. ¿Qué clase de hombre hace eso? ¡Disfrazar y distorsionar la realidad y luego entregársela a otro, como una especie de regalo envenenado!
Si Wozzeck hubiera visto tan sólo una foto, ¡una!, de sus padres, tristes y pensativos, sentados, solitarios, en un jardín sin flores, una tarde de eterno invierno, gris y fría, con las nubes paseándose por entre escuálidos arbustos, sin tomarse de la mano, con los ojos fijados en la melancolía, los labios a punto de dejar salir una palabra que jamás habrían de pronunciar, la frente quebrada, los cuerpos fundidos al banco de metal, desgastándose como éste con el paso del tiempo, ¡ah!, ¡entonces Wozzeck hubiera creído en León Fleisher! ¡Hubiera creído en sus padres!
Wozzeck se levantó, retiró todas las fotos y las amontonó debajo de un sofá.
El aspecto del cuarto mejoró de inmediato. Tal vez ahora podría pretender encontrar aspectos más positivos de Fleisher.
Había, ¿cómo negarlo?, un piano. Un viejo Rachals vertical, con sus candelabros de bronce, y una cabeza también en bronce que representaba o pretendía representar el espíritu de la música: ¡Fleisher tocaba piano! ¡Eso sí era reconfortante! Aunque estaba seguro de que no tan bien como Wozzeck, ¡el creador! Seguramente, Fleisher no podía hacer nada distinto a interpretar la música de los demás. En cambio, ¡Wozzeck la creaba! En todo caso, era un punto a favor del pobre León, esclavo para siempre del arte de otros. Pero, ¿cómo extrañarse? ¿No era Fleisher esclavo de Blop y de sus partos, esclavo de la demencia de sus pacientes? ¿Esclavo de las sonrisas?
Wozzeck se sentó al piano y dejó que sus dedos corrieran libremente sobre las teclas de marfil, desgastadas por el uso y la angustia. Comenzaron a tocar una de sus primeras composiciones, un oscuro preludio en re menor que hablaba de las ilusiones perdidas. Wozzeck cayó en la cuenta de que a lo largo de su vida, de los muchos años de escribir música, jamás había logrado producir una obra alegre. Todas sus composiciones eran tristes, o, por lo menos impresas, de melancolía. Siempre había envidiado a Mozart y a Schubert, capaces, en cualquier circunstancia, de escribir melodías alegres y frescas. Tal vez por eso, Wozzeck se consideraba a sí mismo un músico limitado, un creador minusválido, reducido a explorar los terrenos del desconsuelo. Tal vez él y Fleisher habrían podido constituir un excelente dúo.
Si se hubiesen conocido a tiempo, claro está.
Probablemente, para Fleisher la música fue una fuente de alegría. Para él, Wozzeck, era la redención, el único camino para acceder a la Forma Total, a la unión con el universo. Una redención truncada, empero, por su incapacidad de expresarse libremente, como había podido hacerlo Haydn, quien a pesar de ser sempiterno siervo de nobles y súbdito de su horrenda esposa, podía componer melodías tan alegres, lozanas y dulces que habrían llevado a pensar en un hombre rodeado de las más favorables condiciones.
Cuando Wozzeck trataba de escribir música alegre, la calidad de su canción se echaba a perder, y hasta los propios dedos se rebelaban y parecían enredarse sobre el teclado como una viña entre una celosía. Su alma entera se parecía a un adagio, lento, muy lento, suspendido en el aire, como si en cada nota se fuera a agotar el movimiento.
Wozzeck escribía muchos silencios. A veces, entre dos sonidos, construía los ritmos más complejos: silencio de blanca y de corchea, seguidos de un trino de silencio de fusas, por ejemplo. Era una tarea compleja, sobre todo para el intérprete, quien debía seguir sin falla las muy precisas indicaciones que colocaba sobre las series de silencios: algunos debían ser acometidos con bravura, haciendo uso de crescendos diabólicos, hasta que los silencios resultaran casi insoportables al oído; otros pasajes debían ser pianissimo, de manera que los silencios apenas se escucharan.
Para Wozzeck, todo sonido, incluidas las palabras, estaba contenido dentro de un conjunto de silencios, y por eso los elaboraba con tanto esmero, cuidando hasta el último detalle. Dentro de ese conjunto, las notas se parecían a los objetos que vagan a través del universo: pequeños puntos infinitesimales, que sólo las leyes del azar permitían yuxtaponer.
Se sentía afortunado de poder hacerlo y cuando lo lograba, melodías espléndidas brotaban, en donde los silencios, comprimidos al máximo, permitían elaborar lieder arrobadores. Pero jamás alegres: ¿las ondas que se encuentran en medio de la eterna soledad del infinito sienten acaso alegría?
Sin darse cuenta cómo, empezó entonces a tocar un vals del Caballero de la Rosa, y se acordó de Galiana Pontsharova, su vieja profesora, la que le pellizcaba con rabia el lóbulo de la oreja derecha cada vez que cometía un error en las escalas. Galiana había ya muerto, y la música sobrevivido.
Pero ahora él y la música desaparecerían para siempre. ¡FÜR IMMER!
Cerró la tapa del piano, en un impulso mezcla de despecho y de agradecimiento, y exploró, como un voyeur, el escritorio de Fleisher.
No contenía nada de especial interés: recibos de facturas pagadas (¡León también era esclavo de las facturas, el muy infeliz!), cantidades absurdas de lápices y estilográficas, más testimonios de sonrisas, una calculadora sin pilas, los títulos de propiedad de la casa, llaves de quiénsabequépuertas.
Ya se preparaba a cerrar las gavetas, cuando vio, disimulado bajo una pila de recetas médicas, lo que parecía ser un diario.
No sin ansiedad, lo abrió y comenzó a ojearlo. Parecía, también, bastante banal: recuento de citas, listas de tareas a realizar. Hora tras hora, día tras día.
Pero de pronto, leyó con sorpresa una página que decía:
“Cita a las ocho con Schmidtbauer. Interesante discusión sobre la sicopatología de los infantes. Diferentes acercamientos en cuanto a las teorías de Bettelheim. Reunión muy productiva y grata.
Compré las semillas para sembrar nuevos pinos en el jardín. Creo que se verán muy bien.
A las doce, almuerzo con los miembros de la Facultad. ¡Inolvidable! Me anuncian que se me otorgará el Premio Jung por mis contribuciones al progreso de la siquiatría social. Improviso unas palabras. Muchos aplausos.
A las tres de la tarde salgo rumbo al consultorio, y animado por las buenas noticias, me detengo en un anticuario y cometo una locura: compro el grabado de Dürer al cual hago la corte desde hace meses. Muy emocionante.
Trabajo hasta las siete. Fiesta en casa. Los niños y Karen celebran mis éxitos con el amor y cariño más grandes. ¡Entre los dos, cuatro botellas de champaña y un kilo de paté de foie-gras! Hace ya un buen tiempo que no hacíamos el amor con pasión. Exquisita sensación.
Un día excepcional. Es la primera vez que contemplo seriamente la idea de quitarme la vida.”
Wozzeck se quedó súpito.
¿Por qué diablos podía quererse quitar la vida un tipo como Fleisher?
¿León? ¿El bueno de León? ¿El tonto de León?
Fleisher tenía lo que la mayor parte de los humanos envidian. Tenía a Blop y a sus dos sobredimensionados fetos, ¡no! ¡Perdón!, a su Karen y a los dos niños; una posición envidiable dentro del medio científico (si es que acaso ese oficio de siquiatra puede llamarse “¡ciencia!”); una posición económica sólida, y hasta tocaba, bastante bien, el Carnaval de Schumann.
Fleisher, ¡el que cada vez que se sentaba en su escritorio se embadurnaba de sonrisas! ¡El que llevaba, con tanta meticulosidad, el recuento de los pagos de luz y de teléfono! El que decía sin cesar: “¡Sí, papá!, a su papá; ¡sí, hijo!, a su hijo; ¡sí, mi amor!, a su esposa.” Siempre sonriendo, siempre sonriendo!
Wozzeck sintió nacer poco a poco una muy velada, pero sincera, sensación de simpatía hacia Fleisher: en él había algo desconsoladoramente tierno.
Su realidad era tiernamente desconsoladora. ¡Pobre Fleisher! ¡Pobre Fleisher!
Oyó que tocaban a la puerta, muy discretamente, y una voz femenina:
—¡Mi amor! ¡Lo siento! ¡Estaba tan nerviosa! ¡No seas tonto, perdóname!
¡Te espero en el salón! ¡Con una copa de tu champaña favorita! ¡Te amo!
Alguien, ¿quién sabe quién?, respondió:
—¡Por supuesto! ¡Ya bajo!
Wozzeck sintió que el pánico se apoderaba de él: ¡tenía que salir de allí a toda costa! Blop le había dicho “¡Te amo!” ¡La horrenda Blop! ¡Tenía que huir!
A toda costa.
Pero ¿cómo hacerlo?
¡No podía bajar por las escaleras! ¡No quería volver a ver a Blop nunca más!
Wozzeck abrió la ventana que daba hacia el patio, y analizó la situación.
Por allí, con algo de esfuerzo y de experticia, parecía posible escabullirse. Lo peligroso era caerse y romperse un pie o una pierna, y ser ¡rescatado! …por ¡Blop! Blop, Blop, Blop.
Pero no quedaba otra alternativa, así es que emprendió el azaroso descenso, y sin saber cómo, al poco tiempo se encontró en el patio del vecino. ¡Un triunfo! ¡Una victoria completa! Se sintió orgulloso de sí mismo.
Los señores Goldberg lo miraron, sorprendidos:
—¡Doctor Fleisher! ¿Qué significa esto?
—¡No soy ningún doctor Fleisher! ¡Soy Wozzeck!
—Pues se parece mucho a Fleisher, respondió Otto, airado.
¡Necesito una explicación!
—¡Parece que todo el mundo pide explicaciones! ¡Razones! ¡Justificaciones! ¡Declaraciones! ¡Exposiciones de motivos! ¡Pruebas! ¡Cuentas! ¡Por favor, señor Goldberg, un poco más de circunspección! ¡De decoro!
—Pero…
—Ajá, señor Goldberg, ¿usted también vive del pero? ¡Confiéselo!
—Es que…
—Exige explicaciones, ¡pero vive del Pero! ¡Usted es inconsecuente, y más bien, poco ético! ¿Es así frente a usted, señora Goldberg? ¿Practica con usted la misma doble moral? ¡Puede hablarme con franqueza! ¡Ábrame su corazón!
—¡Anna, te prohíbo hablarle a este individuo!, exclamó Otto.
—¿Qué estás diciéndome? ¿Qué me prohíbes? ¡Tal vez el doctor tiene razón en decir que tienes doble moral! Después de treinta años de matrimonio, ¿te atreves a prohibirme?
¡Requiero una explicación!
—Pero, meine liebchen…
—¡Ves! ¡Ves! ¡Tal como lo dijo el doctor! ¡Vives del ¡pero! ¡Y cállate! ¡Cállate!
Doctor Fleisher, ¿no quisiera una taza de té?
—Preferiría un whisky. Si no es mucho problema.
—Otto, ¡trae una botella!
—Pero…
—¡Otto!
—Sí, querida.
—Me encanta conocerlo en estas circunstancias, doctor, así sean un poco… sorpresivas.
—No hay nada más rutinario que las sorpresas, señora mía.
—Es usted un encanto. Nunca había visto a un hombre saltar por los tejados.
—Es que en mi juventud fui saltimbanqui, Anna, si me permite llamarla así.
—Por favor, ¡hágalo! ¡Es usted fascinante! ¿Qué hacía?
—Pues saltos mortales sobre mis ilusiones, acrobacias con mis sueños, y hasta prestidigitación y trucos varios con la lógica. Tuve mucho éxito en numerosos circos.
—Ah, doctor, ¡además es usted un poeta!
—Naturalmente, Anna. Como todos los grandes mentirosos.
—¿Qué quiere usted decir?
—Que tantos hombres escriben sobre el amor, y no tienen ni la más remota idea de qué se trata. El genio que han tenido es saber decir con arte sus mentiras: nos convencen.
En ese momento, Otto apareció con un vaso de whisky en la mano.
Wozzeck se ensoberbeció:
—¡Otto! ¿Qué significa esto? ¿Dónde está la botella? ¡Así no se atiende a los amigos! ¡Avaro! ¡Mezquino! ¡Roñoso! ¡Vé a buscarla! ¡Y trae tres vasos!
Espero que ustedes celebren conmigo. Es mi cumpleaños!
—Pero…, balbuceó Otto.
—Otto, me estás comenzando a fatigar, dijo Anna. Haz lo que el doctor te pide. Miró a Wozzeck, y añadió: discúlpelo, doctor. Después de todo, es un comerciante. Y usted sabe, cada centavo cuenta, ¿no? En verdad, es grato encontrar de vez en cuando a alguien tan desprendido como usted…
—Completamente desprendido, señora. Su sagacidad me asombra.
Otto regresó con vasos, hielo y agua, sirvió tres tragos y brindaron sin gran entusiasmo, pero con un fondo de convicción profunda.
—Dime, Otto, preguntó Wozzeck, ¿tú amas a tu mujer?
—¡Por supuesto! ¡Llevamos treinta años de casados!
—No te pedí un cronograma, Otto. Te pregunté si amas a tu mujer.
—¡Ya te dije que sí!, respondió Otto, exasperado.
—¿Qué quieres decir con eso de que la “amas”? Me interesa mucho saberlo.
—¿Ah, sí? ¿Por qué? ¿Y quieres saber también cuánto dinero tengo en el banco?
—Otto, la comparación es desobligante… comentó Wozzeck.
—¡Sí! ¡Muy descortés y vulgar!, exclamó Anna. Eres un idiota, ¡Otto! ¡Lo único que te importa es el dinero! ¡Siempre lo supe!
—Pero, mi palomita…
—Ni peros ni palomitas, ¡imbécil! ¡Venirme a faltar al respeto frente a uno de nuestros más distinguidos amigos! ¡Tú no sabes qué es el verdadero amor! ¡No fuiste capaz de contestarle al eminente doctor Fleisher! ¡Vé por más hielo!
Wozzeck aprovechó la ausencia de Otto, le dio un beso en la boca a Anna y saltó por encima de la tapia, hacia la libertad.
Pasó frente a una cafetería, y sintió un deseo incontrolable de comerse un helado. Se sentó, pidió la carta, y vio, emocionado, la siguiente descripción:
“Copa St. Moritz. Deliciosa combinación de helados de vainilla, fresa y chocolate con nueces, sobre un delicado lecho de frambuesas frescas, con salsa de chocolate y crema fresca, acompañado de galletitas. ¡Prometía ser extraordinario!
Llamó al mesero:
—Quisiera una Copa St. Moritz, pero sin el delicado lecho de frambuesas frescas.
—¿Cómo? ¿Qué quiere usted decir?
—Lo que oyó. ¡Sin las malditas frambuesas!
—Temo que eso no será posible, señor. La Copa St. Moritz es con frambuesas frescas.
—¡Pues la quiero sin ellas!
—Entonces, señor, tendrá que pedir otra cosa.
—¡No! ¡Me rehúso a hacerlo! ¡Quiero la Copa St. Moritz! ¡Sin frambuesas!
—Se la puedo traer sin crema, aunque me perturba mucho. Puedo hacerle esa concesión. En cuanto a las frambuesas, ni pensarlo.
—¡Ah, usted no puede hacerlo porque se trata de un producto pre- fabricado!
¡Un producto industrial!
—¡No, señor! ¡Me ofende! ¡Todos nuestros platos son preparados en casa!
—Entonces, ¿por qué no puede simplemente quitarle las frambuesas a la Copa St. Moritz?
—¡Porque ella es así! ¡Siempre ha sido así!
—¿Y si las retira, e inventa un nuevo helado? ¿La Copa St. Wozzeck?
—¿Qué clase de nombre es ése?
—¡No importa! ¡Responda!
—¡Imposible, señor! ¡Somos fieles a nuestros productos! ¡Por eso gozamos de una gran reputación! ¿Qué pasaría si usted viniera y encontrara un caos en nuestros helados? ¿Qué diría? ¡Sería nuestra ruina! ¡Hace ya cerca de tres generaciones que nos esmeramos en mantener intacta la Copa St. Moritz! ¡No será usted quien venga a sembrar el desorden en nuestro establecimiento!
—¿Y si le pido una porción de helado de vainilla, otra de helado de chocolate y otra de fresas? ¿Si le pido una porción de salsa de chocolate y otra de galletitas, y usted me las trae y yo las mezclo aquí en la mesa?
El mesero se quedó pensando, y dijo:
—Es un muy extraño pedido, señor. Nunca, nadie, nos lo había hecho. ¡Jamás! ¡Trabajo aquí desde hace veinte años, y he servido miles y miles de Copas St. Moritz, pero nunca había escuchado algo tan… especial como lo que usted me pide! ¡Déjeme consultar! ¡Esto es muy confuso!
El mesero regresó diez minutos más tarde, molesto:
—Está bien, señor. ¡Podemos hacer lo que nos pide, pero tomará tiempo!
¡Bastante tiempo!
Wozzeck se irritó:
—¿Pero qué dice usted? ¿Cómo es posible?
—Excúseme, señor, pero nada podría ser más claro: ¡en lugar de asociar todos los elementos de la Copa St. Moritz, tenemos que disociarlos! ¡Se trata de una operación poco convencional, y muy delicada! Y, déjeme decirle, tiene un recargo del ciento por ciento en el precio. O un poco más, inclusive. El Chef lo está calculando.
—¿Quiere usted decir que por quitarle el delicado lecho de frambuesas a la Copa St. Moritz y servirme el resto de sus componentes, por separado, debo pagar tan escandaloso recargo?
—Temo que sí, señor. Usted altera el orden de la cocina, y eso tiene un costo. ¡Un alto costo! Es apenas evidente.
Wozzeck se sintió desconsolado, y pensó que lo mejor que podía hacer era ganar tiempo para poder cumplir con los diversos compromisos que tenía.
—¡Métase el delicado lecho de frambuesas por el culo!, dijo a guisa de despedida.
El mesero lo miró, indiferente y lejano, como si Wozzeck ya no existiera, y estuviese contemplando apenas una sombra.
Wozzeck supo que este incidente acababa de alterarlo de la manera más profunda. Le pareció que el destino se burlaba de él: ¡toda la tragedia de su existencia retratada en la Copa St. Moritz!
¿Y si regresara y le diera un bofetón? ¡Sería ejemplarizante! ¿Pero lograría algo?
¡Las copas St. Moritz son como son, y el mundo está hecho de Ottos y Fleishers y meseros! ¡No es posible abofetearlos a todos! ¡No es posible liberarse de los delicados lechos de frambuesas! Lo único factible es ignorarlos, desconocerlos, aislarse de ellos hasta que desaparezcan de la realidad.
Wozzeck se sentó en un café y se concentró en la tarea de convertir al mesero en una ficción, hasta que lentamente el sirviente se disolvió y fue a parar quién sabe a dónde.
Se sintió de inmediato más tranquilo. Pidió un café irlandés y una cajetilla de cigarrillos. Jamás había fumado. ¡Era el momento de hacerlo!
El café que preparaban en Molly Penny contenía mucho más whisky que otra cosa, lo que le convenía mucho: no era exactamente el momento para estar sobrio del todo. Y en cuanto al cigarrillo, la primera fumada le produjo un vértigo maravilloso: era como si se le llenaran los pulmones de olvido.
La placenta del humo exhalado a grandes bocanadas lo hizo sentir esa seguridad a la que aspiran quienes buscan refugio entre las nieblas.
Qué irónico: ¡el humo era el mejor de todos los escudos! ¡La súbita intoxicación, el mejor de los medicamentos! Pensó en el doctor Freud cuando se arropaba entre la cocaína y la morfina y sintió el súbito deseo de que hubiese otra vida para poder sentarse a conversar con él: sin duda, ambos sabrían escaparse también del Paraíso.
Nancy Malone, la rechoncha mesera de la taberna se le acercó:
—Hello, darling. ¿Quieres oír alguna canción en especial? Parece que necesitas un poco de nostalgia.
—Haz sonar There were roses, y vente a tomar un trago conmigo.
Wozzeck admiraba la tremenda melancolía de la música irlandesa, y la fiera pasión de sus bailes. Nancy y él, sin saber cómo, acabaron tomados de la mano, con los ojos humedecidos por las sombrías gaitas de Fermanagh Highland, una de esas canciones que ennoblecen cualquier tumba.
Cuando tocaron No man’s land, Nancy le dijo:
—Allí es donde me siento.
—Yo he vivido allí toda mi vida, respondió Wozzeck. Creo que nací apátrida y exilado, pero me tomó largos años darme cuenta.
Sus labios se rozaron, y Wozzeck la invitó a bailar. Durante un buen rato dio saltos por toda la pista, arrastrado por la corpulenta mujer. Cuando la música se interrumpió, fueron a sentarse y Nancy le preguntó:
—¿Volverás pronto? Me encantaría volverte a ver…
—Temo que será imposible, Nancy. Esta noche viajo a la verdadera tierra de nadie.
—Te deseo buena suerte, Wozzeck.
Wozzeck sintió una vaga emoción, eco de otras emociones, y de otras y otras más aún que venían de muy lejos, desde el fondo mismo de su mente. Pero esa sensación, en lugar de seguir creciendo, mostró apenas su silueta y desapareció.
—Buena suerte, Nancy. Creo que si hubiera tenido tiempo, habría acabado por extrañarte.
—Yo también, Wozzeck. Y ahora, ¡vete! Necesito comenzarte a olvidar de inmediato.
Pasaba por el parque, cuando vio a la paloma coja. Tal vez no hubiera debido darle una patada. Hubiera sido mejor ignorarla, o incluso matarla, pero dejarla herida le pareció abominable. Había hecho con la paloma como las gentes con él: lisiarla y dejarla en vida. ¡Mutilarlo para que no pudiera volar!
¡Lo que sentía era arrepentimiento! Él, Wozzeck, ¡contrito!
Se acercó a la paloma, que no hizo ni siquiera un esfuerzo por alejarse. La tomó entre las manos y entonces recordó la sempiterna historia humana: la acarició durante unos minutos, y luego, con un gesto seco, le partió el cuello.
La mujer del coche, quien aparentemente vivía en el parque, dio un chillido:
—¡Asesino! ¡Criminal! Auxilio! ¡Socorro!
Wozzeck se acercó a ella y depositó el cuerpo de la paloma junto al bebé, quien no pareció alterarse en absoluto:
—Le hará mucho bien crecer con la muerte al lado, señora.
La mujer, horrorizada, dio otro alarido y trató de desmayarse pero no pudo: no le quedaba otro remedio sino enfrentar la horrenda situación. Optó entonces por lanzarse sobre Wozzeck y golpearlo con la sombrilla.
Wozzeck la despreciaba, pero sabía que la comprendía, y no hizo ningún intento por defenderse. Después de la primera avalancha de porrazos, se limitó a decir:
—Señora, después de hoy su vida nunca será la misma. ¡Acabo de preñarla!
¡Su próximo hijo será hijo de Wozzeck!
Ella lo miró, desconcertada:
—¿Qué dice usted? ¿Cómo se atreve?
—Usted se atrevió. Acaba de adentrarse por un camino peligroso. Esta noche, cuando su esposo la toque, usted dará un gemido de dolor. Ambos terminarán muy tristes.
Para ese entonces, Wozzeck tenía inflamadas la nariz, la pierna y la mano, y era anfitrión de varios chichones, uno de los cuales sangraba con cierta odiosa premeditación.
Se limpió la desagradable cosa roja que manaba, alevosa, de su testuz y se dijo que era hora de ir al encuentro de Fleisher.
Éste lo estaba esperando en el consultorio. Wozzeck se sorprendió al ver que León había cambiado por completo de aspecto. Sus rasgos ya no eran delicados y suaves, sino duros y agresivos; la mirada, oscura. ¡Y no sonreía!
Wozzeck no pudo esconder su inquietud:
—¿Fleisher, qué te sucede? ¿Por qué estás así?
—¿Me lo preguntas tú, imbécil? ¿Tú? ¡Me mandaste a una misión imposible, y he aquí el resultado!
—Pero Fleisher, ¡se suponía que partías en busca de una explicación de eso que llaman amor! ¡Alguna fórmula para evitar la cita de esta noche! ¡Ese era tu cometido!
—¡Qué fórmula ni qué pitos! ¡Pobre idiota de Wozzeck! ¡Hasta tú mismo eres débil! ¡Me das pena!
—¡Te prohíbo hablarme en ese tono!
—Estoy capacitado para ello. Contéstame: ¿podrías negar que alimentaste esperanzas cuando me enviaste a buscar una respuesta? ¡Contesta, miserable!
¡Esperanzas! ¡Qué torpe!
Wozzeck, colérico, le contestó:
—Y tú, cretino de Fleisher, ¿no saliste acaso en busca de tu identidad? ¿Esa que perdiste hace tantos años? ¡Niégalo, maldito!
Se miraron, desafiantes, con los puños cerrados, listos al ataque.
Wozzeck se aprestaba a asestar el primer golpe cuando vio que de pronto Fleisher, pensativo, bajaba las manos y decía:
—¡No deberías hacerlo! ¡Hoy me volví tu hermano! ¡Todo lo que pensabas es cierto! ¡Nuestro destino es ya el mismo!
Wozzeck miró a Fleisher y le dijo:
—León, ¿no crees que por fin ha llegado el momento de inventar algún nuevo tipo de sonrisa?
Fleisher asintió, y ambos pasaron un rato tratando de acomodar los labios para producir ese peculiar rictus, pero fue en vano: el sistema central nervioso había desconectado no sólo el amor sino también la sonrisa.
—Es inútil, Wozzeck, dijo Fleisher, fatigado. Tratemos de ocuparnos de asuntos más relevantes.
—Estoy de acuerdo, León. ¿Te parece bien si comenzamos por analizar nuestros archivos?
—Pensaba proponértelo. Comencemos.
Wozzeck miró a Fleisher a los ojos, y le dijo:
—¿Sabes? Ese plural me resulta repulsivo.
—Estoy de acuerdo, repuso León. Inadmisible. ¿Qué propones?
—Que me ayudes a terminar esta tarea, y luego te desvanezcas, León. Es lo único digno que puedes hacer, te lo aseguro. Además, no puedo correr el riesgo de que esta noche te amilanes.
¡Echarías todo a perder!
—Está bien, Wozzeck. Te comprendo. Terminemos con esto, y ¡adiós!
No me volverás a ver nunca. Podrás cumplir a cabalidad con tu destino.
Fleisher sacó una botella de whisky que tenía escondida detrás de los Símbolos de Transformación de Jung.
—León, dijo Wozzeck en tono de sorna, me parece que no escondías muy bien tu doble vida.
—Eso parece. Realmente parece, se limitó a contestar Fleisher mientras llenaba el vaso.
Mirar el archivo era como ir al cementerio.
Cadáveres de casos, enterrados para siempre en las gavetas, sin flores ni ceremonias de ningún tipo. Los unos al lado de los otros, al igual que en el camposanto: ¡extraños compartiendo el mismo acre de desgracia por toda la eternidad! ¡Toda la eternidad!
Cuerpos y casos condenados a la descomposición y al inevitable olvido. ¿Quién se acuerda de ellos cuando el tiempo los carcome y carcome los recuerdos y todo el asunto se torna tan incómodo?
¿Quién va a poner flores en las lápidas de los cementerios y de los archivos médicos? ¡Sólo aquellos que se preparan ya para la muerte! ¡Las viudas jóvenes no van a las necrópolis! ¡Los médicos con futuro tienen que olvidar!
Y el futuro no tiene memoria. ¿Cómo podría tenerla? La memoria vive en el presente, y a nadie le gusta el presente. El presente está lleno de las frustraciones del pasado y de las expectativas del futuro. ¡Repleto! ¡Relleno! ¡Atarugado! ¡Apenas si hay espacio para que el presente exista! Es como un basurero en donde reposan los desechos de nuestras ilusiones perdidas y la mugrosa codicia de la eternidad.
Así eran los archivos de Fleisher: una mugrienta ausencia de presente, una congelada sala de autopsias en donde nada sino la ansiedad tenía cabida, ansiedad abstracta, sin nombre ni propósito, desconcertada y vana, fútil e inocua.
Wozzeck sabía que era mejor imaginar a los pacientes que tratar de conocerlos, y por eso jamás había logrado admirar a Fleisher. ¡Fleisher creía que podía aprehender la Realidad!
¡Pobre León! Por eso estaba tan mal: ¡era un inepto, y eso siempre acaba por pagarse! ¡Y caro! ¡Qué lastimoso verse llegar a viejo rodeado de cadáveres inútiles!
Los archivadores de Fleisher olían a abandono dinámico. Un día, el paciente tal o cual desaparecía, y nadie volvía a ocuparse de él, pero su hálito herrumbroso infestaba las gavetas. Hubiera sido inútil lavarlas, o bañarlas en lavanda: el hedor de la desgracia es más pegajoso y tenaz que cualquier cosa en el mundo. ¿Y alguien, acaso, conoce algo más hediento que el olor del olvido?
¿Cuál hombre puede pensar que conoce a otro porque lee su nombre en una lápida, y sabe cuándo nació y murió, y sabe exactamente en dónde está y en dónde se habrá de quedar para siempre, y sabe que no dirá nada, ni protestará, ni tendrá pensamientos negativos, ni tratará de construir un dique o pintar como Rafael? ¡Los muertos inspiran un sentimiento falso de seguridad! ¡No se puede confiar en ellos!
¡La mejor prueba eran los archivos de Fleisher!
¡Huélelos, Wozzeck! ¡Imprégnate de los humores infectos de la Humanidad! ¡De los que fueron tus pacientes y tus víctimas y tus asesinos!
Ahora, ¡te han contagiado su tufo! ¡Tú eres el condenado a la pestilencia, Wozzeck! ¡Condenado porque aceptaste a Fleisher! Cierto, ¡no tenías otro remedio! ¡No había alternativa posible! ¡Pero así es la vida, Wozzeck!
Wozzeck, ¡así es la vida! ¡Dentro de unas horas, tú serás como ellos, parte de algún archivo maloliente que hará vomitar a las almas sensibles!
—¿Quiénes eran todos éstos?, preguntó a Fleisher.
—Temo que ya no lo sé.
—¿Lo supiste alguna vez?
—Creí saberlo. No estoy seguro.
—¡Necesito una respuesta! ¡Precisa! ¿Quién era, por ejemplo, Elizabeth Müller?
¿Quién?
—Tendría que mirar el historial.
—¿Cómo, Fleisher?
—¡He tenido muchos pacientes!
—¡No me interesa el número! ¿Quién diablos era Elizabeth Müller? ¡Es ella quien me interesa!
¡Contesta!
—Te repito, dame los papeles y te lo podré decir.
Wozzeck sacó de su bolsillo los fósforos que acababa de adquirir y quemó el historial:
—Bueno, ¡León, ya no hay papeles! No hay más datos que aquellos que lleves en tu memoria o en tu corazón.
¡Temo que Elizabeth acaba de morir para siempre!
—Eso temo, respondió Fleisher, cabizbajo. Pero es culpa tuya, Wozzeck. Si no hubieras tocado el archivo, la podríamos llamar a la vida en cualquier instante. A algún tipo de vida, quiero decir.
—Tus pacientes son como la paloma del parque, dijo Wozzeck. Y tu archivo es la herida. Su herida. Nuestra herida. Tenemos que hacer algo: tus archivos sangran, Fleisher, al igual que nuestro corazón: este dolor no puede seguir.
—Te has vuelto un maldito poeta, Wozzeck.
—Es el último refugio que me queda.
—Y tú, el abyecto trovador, ¿qué sugieres? ¡Los músicos y los poetas siempre sugieren cosas!
—Pienso que deberíamos destruir los archivos.
—¿Cómo? ¡Eso sería indebido!
—Fleisher, lo único ilícito de tus archivos eres tú. Si desapareces, ellos deben desaparecer. ¡No hay remedio!
—Tienes razón, pero…
—¿Pero? ¿Es que acaso no has entendido nada?
—Perdón. ¡Excúsame! ¿Qué propones, entonces?
—Que los quememos.
—¡Son muchos! ¡Tardará horas!
Wozzeck se quedó pensando:
—Tienes razón, se me ocurre algo mejor. ¡Mucho mejor! ¡Incendiemos el local!
¡Toda la casa! ¡De esta manera, no quedará huella alguna de nada! ¡De nada!
¿No te parece lo más apropiado?
Fleisher se puso muy nervioso:
—¿Y si le hacemos daño a alguien? ¿A un inocente?
—¡No hay inocentes!, bramó Wozzeck, furioso. ¡Eres un verdadero idiota! ¡Nunca ha habido ni habrá inocentes!
Dime, aparte de nosotros, ¿quién hay en este edificio? ¡Nadie! ¡Nadie! ¡Tú lo compraste todo, con la herencia del abuelo de Blop! ¡Por eso llamaste a esa pequeña alimaña José Luis! ¡Una especie de agradecimiento póstumo, del cual todavía no te has repuesto! ¡Niégalo!
Fleisher agachó la cabeza y dijo:
—Tú eres el que ahora manda. El amo. O más bien, son tus pasiones las que ordenan. Si piensas que fue así, no tengo otro remedio sino aceptarlo.
—¿Tienes acaso alguna duda?, preguntó Wozzeck, airado.
—Por supuesto: ¿acaso podría vivir sin dudas? Tú, en cambio, tienes tremendas convicciones: por eso debes morir. Eres, te repito, el amo. Haremos lo que tú digas.
—¡Maldito Fleisher! ¡Dices obedecerme con desgano?
—No. Te acepto sin placer, pero con plena convicción. Yo tampoco sé ya lo que quiere decir amar: contigo aprendí a descreer y a dessentir. No recuerdo qué hubo antes.
¡Tienes razón! ¡Hay que quemarlo todo! ¡Hasta los cimientos! ¡Manos a la obra!
Wozzeck se ocupó de vaciar los archivadores mientras que Fleisher buscaba algún tipo de combustible digno de la tarea acordada.
Hizo pequeños montículos de papel con las vidas de Renata Hummel, de Johann-Peter Kling, de Frank Neumann, y de otros cientos como ellos, de manera que el fuego pudiera consumirlas fácilmente.
Colocó los libros de manera tal que se favoreciera su combustión.
Arregló las cortinas para que el fuego pudiera lamerlas fácilmente.
Levantó los pesados sofás de cuero con el objeto de que las llamas recibieran suficiente oxígeno como para hacerlos arder por toda la eternidad. Y más, si posible. Mucho más.
Fleisher tuvo el acierto de regar un hilo de gasolina desde el consultorio hasta la calle, lo que les permitía iniciar el fuego sin ser sus víctimas. Se pararon en la calle de en frente:
—Te corresponde a ti, invitó Wozzeck. Después de todo, era tu consultorio.
—No, ¡a ti el honor!, respondió Fleisher. Después de todo, tú naciste allí.
—Está bien, ¡gallina! exclamó Wozzeck, quien procedió a encender una cerilla e iniciar la deflagración.
El edificio prendió como una antorcha. Era maravilloso. El mismo Fleisher lo reconoció.
Gentes empezaron a asomar sus cabezas por las ventanas, e incluso se oyó el sonido de sirenas.
—Me parece prudente que nos retiremos, opinó Wozzeck.
—Tiene razón, señor, respondió Fleisher.
Llegaron acezando a una ribera discreta del río.
—¿Un trago?, propuso Wozzeck. Tengo media botella de whisky irlandés de primera clase. Me la regaló Nancy Malone.
—Lo sé. Es una chica extraordinaria. Solía visitarla, pero nunca llegué a tener nada con ella. ¡Schade!
—Me alegro. Le habrías acabado por hacer daño.
—Pero tú, Wozzeck, ¿le hiciste algún bien?
—Por supuesto, ¡León! La dejé sola. Le evité mil problemas. ¡Tal vez hubiera tratado de creer que sabía lo que es el amor, para tratar de quererme! A la postre, ¡quién sabe qué habría podido pasar! ¿Bebes, o no?
—Wozzeck, ¡he llegado a la conclusión de que me aburres! Mucho. Lo mejor es que me vaya yendo.
—Creo lo mismo, León. Tengo una cita por cumplir. Despidámonos. Sólo tengo una cosa que pedirte: ¡no hagas una escena escandalosa! ¡Saltar al río, por ejemplo! ¡O tratar de ahorcarte de un árbol! ¿Podrías, si no es mucho pedir, simplemente desvanecerte? ¿Sabes lo que quiero decir? Yo cierro los ojos y ¡Zum!, ¡tú ya no estás! ¿Podrías hacerme ese favor? ¿No es mucho pedir?
¡Hay quienes gustan de partir con pompa! ¿Podrías complacerme?
Fleisher meditó un instante:
—¿Quieres que te haga la vida fácil, no? ¡Eres muy astuto, Wozzeck!
—La vida fácil, no, León. La muerte.
—¿Crees que te lo mereces? Crees que puedes pedirme a mí, León Fleisher, primer premio de la Facultad de Siquiatría de la Universidad de Viena, autor de más de veinte tratados, autoridad mundial en materia de desórdenes maniaco-depresivos, doctor Honoris Causa de casi todas las universidades que se respeten, marido, padre y ciudadano ejemplar, ¿crees que puedes pedirme a mí que me desvanezca así no más, con el solo propósito de no perturbar tus planes?
—Así es, respondió Wozzeck, inconmovible. Yo fui tu secreta fuerza motriz. Me debes reconocimiento. Lealtad. ¡Obediencia! Sin mi secreta herida, ¡jamás hubieras sido nada! ¿Me escuchas? ¡Tú sabes que me lo debes todo! ¡Hasta la última línea que escribiste! ¡Todo! Me debes todo lo que valió la pena en tu vida. Ahora, me debes todo lo que vale la pena en tu muerte. ¡Adiós, León!
—¡Está bien, Wozzeck! Me voy para siempre: es improbable que volvamos a encontrarnos.
Lo que Wozzeck jamás habría podido imaginar es que León Fleisher, justo antes de desvanecerse, se atreviera a sonreír.
¡Pero lo hizo! ¡Sonrió! En aquel último y sagrado instante, ¡sonrió! ¡Maldito seas, Fleisher!
Amargado, y más solo que nunca, Wozzeck emprendió rumbo hacia el Bar Paraíso.