- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Prólogo
Detalle de un billete de un peso, emitido en Medellín por la Sociedad Minera del Zancudo, 1883.
Detalle de un billete del Banco de Barranquilla, 1873.
Detalle de un billete de un peso del Banco de Bogotá, 1873.
Detalle de un billete de un peso del Banco Popular de Bolívar, 1883.
Detalle de un bono del FFCC del Tolima, 1901.
Detalle de un billete de diez pesos del Banco Republicano de Medellín, 1889.
Texto de: José Antonio Ocampo. Secretario Ejecutivo, Comisión Económica para América Latina y el Caribe, CEPAL
Quiero agradecer la honrosa invitación del colega y amigo, Antonio Hernández Gamarra, para escribir el prólogo de su libro La Moneda en Colombia. Se trata de una obra de síntesis sobre casi dos siglos de historia monetaria colombiana, escrita con la precisión que le dan al autor décadas dedicadas al análisis riguroso de los temas monetarios del país, pero al mismo tiempo de fácil lectura para el no especialista. La modestia que manifiesta el autor en la introducción es, así, injustificada. Por lo tanto, quiero felicitar a Credibanco-Visa por la acertada iniciativa de encargar y publicar esta obra.
El autor comienza por reconocer que, en las sociedades modernas, la moneda es “una convención social basada en la confianza”. Por ello, su solidez depende de la existencia de “instituciones, es decir de unos acuerdos sociales, de unos principios y de unas reglas, que posibiliten su aceptación, en el intercambio”. La obra se dedica a detallar la evolución de estas instituciones durante cerca de dos siglos de historia monetaria, analizando detenidamente en cada período los elementos centrales de las instituciones monetarias y la forma como ellas respondieron o no a las demandas que creaba el desarrollo económico del país.
Los dos siglos analizados se caracterizaron por una profunda transformación de la economía colombiana, pero también de la economía mundial y de la forma de concebir las funciones de la moneda y las instituciones que la respaldan. Las dificultades que enfrentó por mucho tiempo nuestro sistema monetario en la tarea de apoyar la transición del país hacia una economía moderna, así como las que experimentó posteriormente para apoyar su desarrollo capitalista, aparecen analizadas con precisión en la obra. Un punto esencial en tal sentido fue la manera como el régimen monetario respondió a los sucesivos choques externos –tanto los auges como las coyunturas adversas asociadas a las fluctuaciones de los precios del café y a los vaivenes del crédito internacional, entre otros factores– que experimentó la economía colombiana. El autor también analiza las coyunturas internas que contribuyeron a moldear esta historia, entre las que se destaca, sin duda, la Guerra de los Mil Días, que dio lugar al primer episodio de alta inflación (o de hiperinflación, si somos algo laxos con las definiciones tradicionales de dicho concepto) de la historia económica latinoamericana. Esta experiencia traumática dio lugar, como sabemos, a una tradición de conservatismo en materia monetaria que perduró por varias décadas, y que explica la propiedad mixta del Banco de la República cuando fue creado en 1923 y la minoría gubernamental en las decisiones de su Junta Directiva hasta la puesta en marcha de la Junta Monetaria en 1963.
La concepción variable del papel de las instituciones monetarias a nivel internacional, en función de la propia evolución de la economía mundial, fue igualmente decisiva. La historia correspondiente puede servir como trasfondo a la cronología de la obra. Cabe recordar, al respecto, que en el siglo XIX el patrón oro sólo se impuso en forma gradual e incompleta a partir de la década de 1870, generando una tendencia a la unificación de la multiplicidad de regímenes monetarios preexistentes a nivel internacional (patrones oro, plata y bimetálico). También fueron característicos de este período el surgimiento gradual, bajo el liderazgo del Banco de Inglaterra, de las concepciones sobre la banca central, sus funciones e instrumentos: el monopolio de emisión; el papel del banco central como banquero de los establecimientos de crédito y, por ende, de prestamista de última instancia; y el uso del redescuento como instrumento central de la política monetaria. Asimismo, fueron típicos de este período los episodios de inconvertibilidad de las monedas nacionales en los países que formaban parte de la periferia del mundo capitalista, entre ellos los latinoamericanos. El régimen monetario adoptado durante la Regeneración fue, en este sentido, apenas uno de los diversos experimentos de este tipo que se observaron en América Latina, así como lo fue la lenta ruptura de las ataduras con el patrón plata que en la práctica –más que en las normas– el país había heredado del régimen colonial.
El patrón oro fue abandonado por los países europeos durante la Primera Guerra Mundial y no se pudo restablecer sobre una base estable en la década de 1920. Durante la Gran Depresión, que se inició en 1929, fue enterrado definitivamente, dando lugar a nuevas visiones sobre el papel de las instituciones monetarias, que se venían gestando en las décadas anteriores. La expresión más acababa de ello fue el surgimiento de la concepción más característica de las instituciones monetarias modernas, la de una política monetaria, es decir, del uso de los instrumentos de regulación monetaria para moldear el comportamiento de las economías a lo largo del ciclo económico. Esta idea significó una ruptura fundamental con las visiones clásicas de la regulación de la moneda, que habían evolucionado desde la definición de su contenido metálico hacia la idea de conferir a los regímenes metálicos mayor “elasticidad”, mediante el uso complementario de moneda fiduciaria. La nueva visión, que adoptó su expresión más acabada en el pensamiento keynesiano, tenía ya diversos antecedentes, incluso durante los años de hegemonía del patrón oro y, en mayor medida, en los años posteriores a la Primera Guerra Mundial, cuando se mantuvo la inconvertibilidad de las monedas europeas. Estas experiencias eran las que habían permitido, ya en 1923, que Keynes afirmara en su obra A Tract on Monetary Reform que el patrón oro era una reliquia de la era de los bárbaros. A esta visión se agregaría, luego del colapso definitivo del patrón oro, la idea de que la tasa de cambio de las monedas nacionales podía ser también objeto de modificación, es decir, de una política cambiaria. Esta visión quedó consagrada definitivamente a nivel internacional con los acuerdos de Bretton Woods de 1944, que dieron lugar a la creación del Fondo Monetario Internacional.
A esta ampliación de las funciones de regulación estatal de la moneda se agregaron otras, entre las cuales se destaca la regulación directa de las transacciones en moneda extranjera, es decir el control de cambios y el régimen complementario de licencias de comercio exterior. El control de cambios fue esencialmente un subproducto de la inconvertibilidad, en sus distintas manifestaciones, pero su asociación con la autorización de operaciones específicas de comercio exterior provino primero de las regulaciones características de los países beligerantes durante la Primera Guerra Mundial y, posteriormente, en los años 1930, del colapso del multilateralismo en materia comercial, que generó la necesidad de regular directamente las transacciones con cada país, en función de los acuerdos bilaterales correspondientes.
Este es el trasfondo internacional de nuestra historia monetaria de fines del siglo XIX y de comienzos del siglo XX y se refleja en las sucesivas etapas que la caracterizaron, entre ellas: el mantenimiento efectivo del patrón plata, pese a la adopción legal, en 1871, del patrón oro; el episodio de inconvertibilidad durante la Regeneración, la naturaleza de las funciones e instrumentos del Banco de la República en el momento de su creación, que le confirieron el carácter de un banco central avanzado de la era del patrón oro; los cambios radicales que experimentó el manejo monetario y cambiario a partir de la crisis de 1930, y su materialización definitiva en la reforma financiera de 1951.
Estos últimos cambios cimentaron en nuestro país las nuevas concepciones internacionales de la moneda y los cambios internacionales como ámbitos de política económica. De esta manera, como lo señala el autor, el instrumento primordial de la política del Banco en su concepción original, la tasa de redescuento, perdió rápidamente su papel, dando lugar al complejo sistema de intervención que predominó por más de medio siglo: control de cambios, control de importaciones, tipo de cambio modificable, encajes variables e inversiones forzosas en títulos del Banco de la República, incluidos los depósitos previos de importaciones.
El elemento más polémico de la transición al nuevo modelo fue, a juicio de Antonio Hernández, la forma como se comenzaron a distribuir los beneficios que genera el monopolio de emisión en condiciones inflacionarias, es decir el “impuesto inflación”, –que, como lo señalé hace algunos años, es, en gran medida, en países como el nuestro, un “impuesto devaluación”, ya que el Banco de la República se apropia en gran parte del impuesto inflacionario a través de las utilidades que genera la compraventa de divisas como resultado de la devaluación nominal que acompaña a la inflación–. La forma como el autor califica la forma de apropiación de dicho impuesto es categórica: “las élites alcanzaron un acuerdo social implícito mediante el cual diversos sectores tomaban para sí, por la vía del crédito financiado con emisión primaria de dinero a tasas de interés subsidiadas, porciones del impuesto inflacionario y de esa manera aminoraban los efectos negativos que a ellos les producía la inflación”. Como resultado de ello, “el Banco de la República y la política monetaria quedaron atrapados en la administración de una prolija lista de líneas de crédito de destinación especial y con tasas de interés preferenciales”.
Este hecho implicó, sin duda, una confusión entre las funciones de regulación de la política monetaria y cambiaria, con otra familia de funciones que se fueron desarrollando paralelamente, las de banca de fomento. La reforma financiera de 1951 combinó ambas funciones en cabeza del Banco de la República. Cabe señalar que la creación de una banca de fomento fue también un subproducto de las concepciones más intervencionistas del papel del Estado que se desarrollaron desde los años 1930 a nivel internacional, respondiendo a la crítica según la cual el sector privado no proporciona siempre recursos crediticios a los sectores deseados –el sector rural, la pequeña y mediana empresa– o con una estructura de plazos adecuada, debido en este último caso a su sesgo hacia la liquidez y el financiamiento de corto plazo. A nivel internacional esta doble concepción de la intervención estatal se materializó, de hecho, en los acuerdos de Bretton Woods, que además del Fondo Monetario Internacional, crearon el Banco Mundial como instrumento para apoyar la reconstrucción de los países afectados por la guerra y el desarrollo de los países menos avanzados.
Para ser precisos, la función de banca de fomento se ejerció también por otras vías, a través de la creación de una multiplicidad de nuevos agentes públicos –la Caja Agraria y el Banco Central Hipotecario (BCH) a comienzos de los años 1930, el IFI en 1940 y los Bancos Popular, Cafetero y Ganadero en los años 1950–, así como la promoción de nuevos agentes privados –las corporaciones financieras en los años 1960 y las corporaciones de ahorro y vivienda en la década siguiente–. Sin embargo, las funciones de banca de fomento de segundo piso (de redescuento) se desarrollaron en el Banco de la República y sólo con el tiempo comenzaron a separarse, con la creación de la FEN en 1982, FINAGRO en 1990, BANCOLDEX en 1991 y el traslado del resto de fondos de fomento al IFI. A ello se agregó la obligación de los intermediarios financieros de asignar recursos a determinados propósitos de desarrollo, por normas de origen fundamentalmente gubernamental.
La mezcla de las funciones de banca central y banca de fomento generó, sin duda, problemas y, en particular, distrajo al Banco de su función primordial de rector de la política monetaria y cambiaria. Estos problemas explican una de las reformas esenciales que introdujo la Constitución de 1991 en relación con el Banco de la República: la prohibición de que crear cupos de crédito u otorgar garantías en favor de particulares. Las virtudes de esta separación funcional son hoy en día evidentes. Más aún, el hecho de que Colombia haya mantenido uno de los sistemas más completos de banca de desarrollo de segundo piso indica que las concepciones modernas sobre banca central no son incompatibles con la creación de una activa banca de fomento. De alguna manera era natural, sin embargo, que las funciones se confundieran históricamente, dado que el impuesto inflacionario generaba unos recursos cuya asignación debería determinarse y, en nuestro país, se asignaron en gran medida al sector privado a través del crédito de fomento.
La hipótesis de Antonio Hernández en tal sentido debería matizarse, sin embargo, en cuatro sentidos diferentes. En primer término, el desarrollo de estos mecanismos de asignación de los recursos de emisión antecedió claramente a la era de inflación moderada pero persistente que se inició a comienzos de los años 1970. En el origen de esta aceleración inflacionaria, jugaron, además, un papel pasivo, ya que dicho episodio hizo parte de un proceso mundial de aceleración de la inflación. El papel de estos mecanismos monetarios, así como de la indexación salarial, cambiaria y financiera fue, más bien, la de contribuir a darle a la inflación colombiana la persistencia que le conocimos durante un cuarto de siglo. En segundo lugar, cabe recordar que los fondos de fomento se alimentaron también de recursos de crédito externo y de inversiones forzosas de diferente índole y, por ende, no única y quizás tampoco principalmente de la asignación del impuesto inflacionario. En tercer lugar, Colombia no abusó de tales mecanismos monetarios, al menos si se compara con otros países latinoamericanos, como se refleja en su larga historia de inflaciones moderadas y la rigurosidad con que actuaron siempre las autoridades cuando los ritmos de aumento de los precios se acercaban a cierto límite (la barrera del 30% anual). Por último, el sector público también se apropió de parte del impuesto inflacionario, a través de créditos directos del Banco de la República al gobierno, a tasas mucho más subsidiadas que las del crédito al sector privado, y de las utilidades por compraventa de divisas (es decir, del “impuesto devaluación”) que hicieron parte de la Cuenta Especial de Cambios, en sus distintas encarnaciones. Si se quiere, hubo un reparto relativamente equilibrado del impuesto inflacionario entre los sectores público y privado, aunque a través de mecanismos que hoy lucen inapropiados. Esto fue especialmente cierto en los años 1980, cuando la asignación de recursos de emisión al gobierno nacional, a través de los mecanismos señalados, contribuyó a evitar que la deuda pública interna creciera aceleradamente, ante los efectos de los desequilibrios fiscales, las altas tasas internas de interés y los efectos de la devaluación sobre el valor en pesos de la deuda externa.
La repartición de impuesto inflacionario durante la etapa más reciente de la historia del Banco de la República no ha sido menos problemática, aunque este tema no ha sido debatido estrictamente en estos términos. Los mecanismos básicos de expansión monetaria después de la política fuertemente restrictiva de 1991 fueron esencialmente tres y todos beneficiaron al sector privado: la acomodación monetaria de la fuerte acumulación de reservas internacionales asociada al endeudamiento externo privado, la reducción gradual de los pasivos no monetarios del Banco y la fuerte reducción de los encajes, que favoreció fundamentalmente a los bancos comerciales. Todos ellos alimentaron el gran auge del gasto privado y del crédito externo e interno que lo financió, generando con posterioridad no pocos problemas, como lo señala el autor. Por el contrario, los mecanismos tradicionales de asignación del impuesto inflacionario al gobierno desaparecieron. Una forma de leer este conjunto de circunstancias es que el beneficiario único del impuesto inflacionario durante buena parte de la década de 1990 pasó a ser el sector privado, aunque en formas muy diferentes a las del pasado.
La participación del gobierno en la asignación de dicho impuesto sólo comenzó a hacerse efectiva a fines de dicha década, cuando comenzó a recibir ingresos por concepto de utilidades del Banco y este último comenzó a adquirir títulos de deuda pública nacional en el mercado secundario. Por ello, a diferencia de la década de 1980, y pese a que los déficit fiscales primarios (es decir, antes del pago de intereses) fueron inferiores a los de entonces, la falta de participación del gobierno en la distribución del impuesto inflacionario, unida a la fuerte elevación de las tasas de interés internas y a la política del gobierno de endeudarse internamente para contrarrestar el aumento rápido del endeudamiento externo privado, terminó traduciéndose en una fuerte elevación de la deuda pública interna. Por este motivo, a fines de la década de 1990, la carga de los pagos de intereses pesaba mucho más sobre la situación fiscal de lo que había sido característico a fines de los años 1980.
El tratamiento de la crisis reciente en la obra es, sin duda, prudente. Coincido enteramente con el autor en que la crisis sería incomprensible sin la fuerte expansión que habían experimentado el gasto público y privado antes de la crisis y sin la coincidencia de la crisis asiática de 1997 y, sobre todo, de la crisis rusa de 1998. También coincido con él en que, en términos del crecimiento de los agregados monetarios, la política fue mucho más prudente a partir de 1995 que en los años previos, hecho que se ha olvidado con frecuencia en las discusiones recientes. Pero, sin perjuicio de aceptar, como lo señala, que “es aún pronto para, en una perspectiva histórica, elaborar una síntesis cabal y ponderada del conjunto de factores que en 1999 condujeron a la economía colombiana al único retroceso en su producto interno bruto desde principios de los treinta”, quisiera terminar estas consideraciones sobre esta importante obra con dos comentarios.
El primero se relaciona con el estrecho vínculo que existe entre problemas monetarios y cambiarios en nuestros países. En el caso colombiano esto es particularmente cierto ya que, como un todo, el país ha evitado a lo largo de la historia los grandes desequilibrios macroeconómicos de origen estrictamente interno que han afectado a otros países del continente latinoamericano. Por este motivo, tanto los grandes auges como las principales crisis han estado asociadas generalmente a fenómenos externos. De ahí la importancia decisiva que ha tenido siempre la devaluación como mecanismo de ajuste, frente a las grandes crisis que ha enfrentado nuestra economía desde los años 1930. En efecto, tanto en aquella ocasión, como a mediados de la década de 1950, en los años 1980 y nuevamente en la crisis reciente, la devaluación jugó un papel esencial en el ajuste. La devaluación se dio en todos los casos con alguna demora, generando problemas de diversa índole. De esta manera, la defensa de la banda cambiaria durante la crisis reciente es parte de la familia de episodios de ajuste rezagado del tipo de cambio que caracterizaron nuestras principales crisis durante el siglo XX.
El segundo comentario se refiere a que el deterioro patrimonial del sector privado fue mucho mayor en la crisis reciente que en las de las décadas de 1950 y 1980 y, en este sentido, mucho más similar al que se experimentó durante la crisis de los años 1930. En ambas ocasiones, dicho deterioro patrimonial fue, además, el resultado de una fase de endeudamiento acelerado del sector privado y un período posterior de fuerte encarecimiento de dicho endeudamiento, a través de dos mecanismos enteramente diferentes: la deflación en los años treinta y la elevación de las tasas nominales de interés en los años noventa. Las pérdidas patrimoniales fueron en gran medida nacionalizadas en los años 1930 a través de los alivios a las deudas hipotecarias y la absorción de los bancos hipotecarios privados por el BCH. Sin embargo, este hecho, así como los elevados niveles de endeudamiento externo del sector público no fueron a la larga onerosos, gracias a la moratoria de la deuda externa, facilitada por el contexto internacional de la época, que incluyó la aceptación más o menos explícita de las moratorias latinoamericanas por parte del gobierno de Roosevelt en los Estados Unidos. Aunque una parte de las deudas hipotecarias ha sido también nacionalizada en años recientes, ni el uso agresivo de este mecanismo ni la moratoria han estado disponibles en años recientes. Estas, aparte de otras diferencias económicas (la existencia de amplios márgenes para una sustitución de importaciones fácil en los años 1930, por ejemplo) y, por supuesto, políticas, ayudan a explicar las circunstancias de hoy. Y, por supuesto, cabe recordar que los mercados financieros internacionales relevantes para los llamados mercados “emergentes” nunca se recuperaron plenamente después de las crisis asiática y rusa.
Estas reflexiones me sirven para agradecer nuevamente a Antonio Hernández y a Credibanco-Visa por poner esta obra a disposición de los analistas colombianos y por haberme invitado a presentarla.
#AmorPorColombia
Prólogo
Detalle de un billete de un peso, emitido en Medellín por la Sociedad Minera del Zancudo, 1883.
Detalle de un billete del Banco de Barranquilla, 1873.
Detalle de un billete de un peso del Banco de Bogotá, 1873.
Detalle de un billete de un peso del Banco Popular de Bolívar, 1883.
Detalle de un bono del FFCC del Tolima, 1901.
Detalle de un billete de diez pesos del Banco Republicano de Medellín, 1889.
Texto de: José Antonio Ocampo. Secretario Ejecutivo, Comisión Económica para América Latina y el Caribe, CEPAL
Quiero agradecer la honrosa invitación del colega y amigo, Antonio Hernández Gamarra, para escribir el prólogo de su libro La Moneda en Colombia. Se trata de una obra de síntesis sobre casi dos siglos de historia monetaria colombiana, escrita con la precisión que le dan al autor décadas dedicadas al análisis riguroso de los temas monetarios del país, pero al mismo tiempo de fácil lectura para el no especialista. La modestia que manifiesta el autor en la introducción es, así, injustificada. Por lo tanto, quiero felicitar a Credibanco-Visa por la acertada iniciativa de encargar y publicar esta obra.
El autor comienza por reconocer que, en las sociedades modernas, la moneda es “una convención social basada en la confianza”. Por ello, su solidez depende de la existencia de “instituciones, es decir de unos acuerdos sociales, de unos principios y de unas reglas, que posibiliten su aceptación, en el intercambio”. La obra se dedica a detallar la evolución de estas instituciones durante cerca de dos siglos de historia monetaria, analizando detenidamente en cada período los elementos centrales de las instituciones monetarias y la forma como ellas respondieron o no a las demandas que creaba el desarrollo económico del país.
Los dos siglos analizados se caracterizaron por una profunda transformación de la economía colombiana, pero también de la economía mundial y de la forma de concebir las funciones de la moneda y las instituciones que la respaldan. Las dificultades que enfrentó por mucho tiempo nuestro sistema monetario en la tarea de apoyar la transición del país hacia una economía moderna, así como las que experimentó posteriormente para apoyar su desarrollo capitalista, aparecen analizadas con precisión en la obra. Un punto esencial en tal sentido fue la manera como el régimen monetario respondió a los sucesivos choques externos –tanto los auges como las coyunturas adversas asociadas a las fluctuaciones de los precios del café y a los vaivenes del crédito internacional, entre otros factores– que experimentó la economía colombiana. El autor también analiza las coyunturas internas que contribuyeron a moldear esta historia, entre las que se destaca, sin duda, la Guerra de los Mil Días, que dio lugar al primer episodio de alta inflación (o de hiperinflación, si somos algo laxos con las definiciones tradicionales de dicho concepto) de la historia económica latinoamericana. Esta experiencia traumática dio lugar, como sabemos, a una tradición de conservatismo en materia monetaria que perduró por varias décadas, y que explica la propiedad mixta del Banco de la República cuando fue creado en 1923 y la minoría gubernamental en las decisiones de su Junta Directiva hasta la puesta en marcha de la Junta Monetaria en 1963.
La concepción variable del papel de las instituciones monetarias a nivel internacional, en función de la propia evolución de la economía mundial, fue igualmente decisiva. La historia correspondiente puede servir como trasfondo a la cronología de la obra. Cabe recordar, al respecto, que en el siglo XIX el patrón oro sólo se impuso en forma gradual e incompleta a partir de la década de 1870, generando una tendencia a la unificación de la multiplicidad de regímenes monetarios preexistentes a nivel internacional (patrones oro, plata y bimetálico). También fueron característicos de este período el surgimiento gradual, bajo el liderazgo del Banco de Inglaterra, de las concepciones sobre la banca central, sus funciones e instrumentos: el monopolio de emisión; el papel del banco central como banquero de los establecimientos de crédito y, por ende, de prestamista de última instancia; y el uso del redescuento como instrumento central de la política monetaria. Asimismo, fueron típicos de este período los episodios de inconvertibilidad de las monedas nacionales en los países que formaban parte de la periferia del mundo capitalista, entre ellos los latinoamericanos. El régimen monetario adoptado durante la Regeneración fue, en este sentido, apenas uno de los diversos experimentos de este tipo que se observaron en América Latina, así como lo fue la lenta ruptura de las ataduras con el patrón plata que en la práctica –más que en las normas– el país había heredado del régimen colonial.
El patrón oro fue abandonado por los países europeos durante la Primera Guerra Mundial y no se pudo restablecer sobre una base estable en la década de 1920. Durante la Gran Depresión, que se inició en 1929, fue enterrado definitivamente, dando lugar a nuevas visiones sobre el papel de las instituciones monetarias, que se venían gestando en las décadas anteriores. La expresión más acababa de ello fue el surgimiento de la concepción más característica de las instituciones monetarias modernas, la de una política monetaria, es decir, del uso de los instrumentos de regulación monetaria para moldear el comportamiento de las economías a lo largo del ciclo económico. Esta idea significó una ruptura fundamental con las visiones clásicas de la regulación de la moneda, que habían evolucionado desde la definición de su contenido metálico hacia la idea de conferir a los regímenes metálicos mayor “elasticidad”, mediante el uso complementario de moneda fiduciaria. La nueva visión, que adoptó su expresión más acabada en el pensamiento keynesiano, tenía ya diversos antecedentes, incluso durante los años de hegemonía del patrón oro y, en mayor medida, en los años posteriores a la Primera Guerra Mundial, cuando se mantuvo la inconvertibilidad de las monedas europeas. Estas experiencias eran las que habían permitido, ya en 1923, que Keynes afirmara en su obra A Tract on Monetary Reform que el patrón oro era una reliquia de la era de los bárbaros. A esta visión se agregaría, luego del colapso definitivo del patrón oro, la idea de que la tasa de cambio de las monedas nacionales podía ser también objeto de modificación, es decir, de una política cambiaria. Esta visión quedó consagrada definitivamente a nivel internacional con los acuerdos de Bretton Woods de 1944, que dieron lugar a la creación del Fondo Monetario Internacional.
A esta ampliación de las funciones de regulación estatal de la moneda se agregaron otras, entre las cuales se destaca la regulación directa de las transacciones en moneda extranjera, es decir el control de cambios y el régimen complementario de licencias de comercio exterior. El control de cambios fue esencialmente un subproducto de la inconvertibilidad, en sus distintas manifestaciones, pero su asociación con la autorización de operaciones específicas de comercio exterior provino primero de las regulaciones características de los países beligerantes durante la Primera Guerra Mundial y, posteriormente, en los años 1930, del colapso del multilateralismo en materia comercial, que generó la necesidad de regular directamente las transacciones con cada país, en función de los acuerdos bilaterales correspondientes.
Este es el trasfondo internacional de nuestra historia monetaria de fines del siglo XIX y de comienzos del siglo XX y se refleja en las sucesivas etapas que la caracterizaron, entre ellas: el mantenimiento efectivo del patrón plata, pese a la adopción legal, en 1871, del patrón oro; el episodio de inconvertibilidad durante la Regeneración, la naturaleza de las funciones e instrumentos del Banco de la República en el momento de su creación, que le confirieron el carácter de un banco central avanzado de la era del patrón oro; los cambios radicales que experimentó el manejo monetario y cambiario a partir de la crisis de 1930, y su materialización definitiva en la reforma financiera de 1951.
Estos últimos cambios cimentaron en nuestro país las nuevas concepciones internacionales de la moneda y los cambios internacionales como ámbitos de política económica. De esta manera, como lo señala el autor, el instrumento primordial de la política del Banco en su concepción original, la tasa de redescuento, perdió rápidamente su papel, dando lugar al complejo sistema de intervención que predominó por más de medio siglo: control de cambios, control de importaciones, tipo de cambio modificable, encajes variables e inversiones forzosas en títulos del Banco de la República, incluidos los depósitos previos de importaciones.
El elemento más polémico de la transición al nuevo modelo fue, a juicio de Antonio Hernández, la forma como se comenzaron a distribuir los beneficios que genera el monopolio de emisión en condiciones inflacionarias, es decir el “impuesto inflación”, –que, como lo señalé hace algunos años, es, en gran medida, en países como el nuestro, un “impuesto devaluación”, ya que el Banco de la República se apropia en gran parte del impuesto inflacionario a través de las utilidades que genera la compraventa de divisas como resultado de la devaluación nominal que acompaña a la inflación–. La forma como el autor califica la forma de apropiación de dicho impuesto es categórica: “las élites alcanzaron un acuerdo social implícito mediante el cual diversos sectores tomaban para sí, por la vía del crédito financiado con emisión primaria de dinero a tasas de interés subsidiadas, porciones del impuesto inflacionario y de esa manera aminoraban los efectos negativos que a ellos les producía la inflación”. Como resultado de ello, “el Banco de la República y la política monetaria quedaron atrapados en la administración de una prolija lista de líneas de crédito de destinación especial y con tasas de interés preferenciales”.
Este hecho implicó, sin duda, una confusión entre las funciones de regulación de la política monetaria y cambiaria, con otra familia de funciones que se fueron desarrollando paralelamente, las de banca de fomento. La reforma financiera de 1951 combinó ambas funciones en cabeza del Banco de la República. Cabe señalar que la creación de una banca de fomento fue también un subproducto de las concepciones más intervencionistas del papel del Estado que se desarrollaron desde los años 1930 a nivel internacional, respondiendo a la crítica según la cual el sector privado no proporciona siempre recursos crediticios a los sectores deseados –el sector rural, la pequeña y mediana empresa– o con una estructura de plazos adecuada, debido en este último caso a su sesgo hacia la liquidez y el financiamiento de corto plazo. A nivel internacional esta doble concepción de la intervención estatal se materializó, de hecho, en los acuerdos de Bretton Woods, que además del Fondo Monetario Internacional, crearon el Banco Mundial como instrumento para apoyar la reconstrucción de los países afectados por la guerra y el desarrollo de los países menos avanzados.
Para ser precisos, la función de banca de fomento se ejerció también por otras vías, a través de la creación de una multiplicidad de nuevos agentes públicos –la Caja Agraria y el Banco Central Hipotecario (BCH) a comienzos de los años 1930, el IFI en 1940 y los Bancos Popular, Cafetero y Ganadero en los años 1950–, así como la promoción de nuevos agentes privados –las corporaciones financieras en los años 1960 y las corporaciones de ahorro y vivienda en la década siguiente–. Sin embargo, las funciones de banca de fomento de segundo piso (de redescuento) se desarrollaron en el Banco de la República y sólo con el tiempo comenzaron a separarse, con la creación de la FEN en 1982, FINAGRO en 1990, BANCOLDEX en 1991 y el traslado del resto de fondos de fomento al IFI. A ello se agregó la obligación de los intermediarios financieros de asignar recursos a determinados propósitos de desarrollo, por normas de origen fundamentalmente gubernamental.
La mezcla de las funciones de banca central y banca de fomento generó, sin duda, problemas y, en particular, distrajo al Banco de su función primordial de rector de la política monetaria y cambiaria. Estos problemas explican una de las reformas esenciales que introdujo la Constitución de 1991 en relación con el Banco de la República: la prohibición de que crear cupos de crédito u otorgar garantías en favor de particulares. Las virtudes de esta separación funcional son hoy en día evidentes. Más aún, el hecho de que Colombia haya mantenido uno de los sistemas más completos de banca de desarrollo de segundo piso indica que las concepciones modernas sobre banca central no son incompatibles con la creación de una activa banca de fomento. De alguna manera era natural, sin embargo, que las funciones se confundieran históricamente, dado que el impuesto inflacionario generaba unos recursos cuya asignación debería determinarse y, en nuestro país, se asignaron en gran medida al sector privado a través del crédito de fomento.
La hipótesis de Antonio Hernández en tal sentido debería matizarse, sin embargo, en cuatro sentidos diferentes. En primer término, el desarrollo de estos mecanismos de asignación de los recursos de emisión antecedió claramente a la era de inflación moderada pero persistente que se inició a comienzos de los años 1970. En el origen de esta aceleración inflacionaria, jugaron, además, un papel pasivo, ya que dicho episodio hizo parte de un proceso mundial de aceleración de la inflación. El papel de estos mecanismos monetarios, así como de la indexación salarial, cambiaria y financiera fue, más bien, la de contribuir a darle a la inflación colombiana la persistencia que le conocimos durante un cuarto de siglo. En segundo lugar, cabe recordar que los fondos de fomento se alimentaron también de recursos de crédito externo y de inversiones forzosas de diferente índole y, por ende, no única y quizás tampoco principalmente de la asignación del impuesto inflacionario. En tercer lugar, Colombia no abusó de tales mecanismos monetarios, al menos si se compara con otros países latinoamericanos, como se refleja en su larga historia de inflaciones moderadas y la rigurosidad con que actuaron siempre las autoridades cuando los ritmos de aumento de los precios se acercaban a cierto límite (la barrera del 30% anual). Por último, el sector público también se apropió de parte del impuesto inflacionario, a través de créditos directos del Banco de la República al gobierno, a tasas mucho más subsidiadas que las del crédito al sector privado, y de las utilidades por compraventa de divisas (es decir, del “impuesto devaluación”) que hicieron parte de la Cuenta Especial de Cambios, en sus distintas encarnaciones. Si se quiere, hubo un reparto relativamente equilibrado del impuesto inflacionario entre los sectores público y privado, aunque a través de mecanismos que hoy lucen inapropiados. Esto fue especialmente cierto en los años 1980, cuando la asignación de recursos de emisión al gobierno nacional, a través de los mecanismos señalados, contribuyó a evitar que la deuda pública interna creciera aceleradamente, ante los efectos de los desequilibrios fiscales, las altas tasas internas de interés y los efectos de la devaluación sobre el valor en pesos de la deuda externa.
La repartición de impuesto inflacionario durante la etapa más reciente de la historia del Banco de la República no ha sido menos problemática, aunque este tema no ha sido debatido estrictamente en estos términos. Los mecanismos básicos de expansión monetaria después de la política fuertemente restrictiva de 1991 fueron esencialmente tres y todos beneficiaron al sector privado: la acomodación monetaria de la fuerte acumulación de reservas internacionales asociada al endeudamiento externo privado, la reducción gradual de los pasivos no monetarios del Banco y la fuerte reducción de los encajes, que favoreció fundamentalmente a los bancos comerciales. Todos ellos alimentaron el gran auge del gasto privado y del crédito externo e interno que lo financió, generando con posterioridad no pocos problemas, como lo señala el autor. Por el contrario, los mecanismos tradicionales de asignación del impuesto inflacionario al gobierno desaparecieron. Una forma de leer este conjunto de circunstancias es que el beneficiario único del impuesto inflacionario durante buena parte de la década de 1990 pasó a ser el sector privado, aunque en formas muy diferentes a las del pasado.
La participación del gobierno en la asignación de dicho impuesto sólo comenzó a hacerse efectiva a fines de dicha década, cuando comenzó a recibir ingresos por concepto de utilidades del Banco y este último comenzó a adquirir títulos de deuda pública nacional en el mercado secundario. Por ello, a diferencia de la década de 1980, y pese a que los déficit fiscales primarios (es decir, antes del pago de intereses) fueron inferiores a los de entonces, la falta de participación del gobierno en la distribución del impuesto inflacionario, unida a la fuerte elevación de las tasas de interés internas y a la política del gobierno de endeudarse internamente para contrarrestar el aumento rápido del endeudamiento externo privado, terminó traduciéndose en una fuerte elevación de la deuda pública interna. Por este motivo, a fines de la década de 1990, la carga de los pagos de intereses pesaba mucho más sobre la situación fiscal de lo que había sido característico a fines de los años 1980.
El tratamiento de la crisis reciente en la obra es, sin duda, prudente. Coincido enteramente con el autor en que la crisis sería incomprensible sin la fuerte expansión que habían experimentado el gasto público y privado antes de la crisis y sin la coincidencia de la crisis asiática de 1997 y, sobre todo, de la crisis rusa de 1998. También coincido con él en que, en términos del crecimiento de los agregados monetarios, la política fue mucho más prudente a partir de 1995 que en los años previos, hecho que se ha olvidado con frecuencia en las discusiones recientes. Pero, sin perjuicio de aceptar, como lo señala, que “es aún pronto para, en una perspectiva histórica, elaborar una síntesis cabal y ponderada del conjunto de factores que en 1999 condujeron a la economía colombiana al único retroceso en su producto interno bruto desde principios de los treinta”, quisiera terminar estas consideraciones sobre esta importante obra con dos comentarios.
El primero se relaciona con el estrecho vínculo que existe entre problemas monetarios y cambiarios en nuestros países. En el caso colombiano esto es particularmente cierto ya que, como un todo, el país ha evitado a lo largo de la historia los grandes desequilibrios macroeconómicos de origen estrictamente interno que han afectado a otros países del continente latinoamericano. Por este motivo, tanto los grandes auges como las principales crisis han estado asociadas generalmente a fenómenos externos. De ahí la importancia decisiva que ha tenido siempre la devaluación como mecanismo de ajuste, frente a las grandes crisis que ha enfrentado nuestra economía desde los años 1930. En efecto, tanto en aquella ocasión, como a mediados de la década de 1950, en los años 1980 y nuevamente en la crisis reciente, la devaluación jugó un papel esencial en el ajuste. La devaluación se dio en todos los casos con alguna demora, generando problemas de diversa índole. De esta manera, la defensa de la banda cambiaria durante la crisis reciente es parte de la familia de episodios de ajuste rezagado del tipo de cambio que caracterizaron nuestras principales crisis durante el siglo XX.
El segundo comentario se refiere a que el deterioro patrimonial del sector privado fue mucho mayor en la crisis reciente que en las de las décadas de 1950 y 1980 y, en este sentido, mucho más similar al que se experimentó durante la crisis de los años 1930. En ambas ocasiones, dicho deterioro patrimonial fue, además, el resultado de una fase de endeudamiento acelerado del sector privado y un período posterior de fuerte encarecimiento de dicho endeudamiento, a través de dos mecanismos enteramente diferentes: la deflación en los años treinta y la elevación de las tasas nominales de interés en los años noventa. Las pérdidas patrimoniales fueron en gran medida nacionalizadas en los años 1930 a través de los alivios a las deudas hipotecarias y la absorción de los bancos hipotecarios privados por el BCH. Sin embargo, este hecho, así como los elevados niveles de endeudamiento externo del sector público no fueron a la larga onerosos, gracias a la moratoria de la deuda externa, facilitada por el contexto internacional de la época, que incluyó la aceptación más o menos explícita de las moratorias latinoamericanas por parte del gobierno de Roosevelt en los Estados Unidos. Aunque una parte de las deudas hipotecarias ha sido también nacionalizada en años recientes, ni el uso agresivo de este mecanismo ni la moratoria han estado disponibles en años recientes. Estas, aparte de otras diferencias económicas (la existencia de amplios márgenes para una sustitución de importaciones fácil en los años 1930, por ejemplo) y, por supuesto, políticas, ayudan a explicar las circunstancias de hoy. Y, por supuesto, cabe recordar que los mercados financieros internacionales relevantes para los llamados mercados “emergentes” nunca se recuperaron plenamente después de las crisis asiática y rusa.
Estas reflexiones me sirven para agradecer nuevamente a Antonio Hernández y a Credibanco-Visa por poner esta obra a disposición de los analistas colombianos y por haberme invitado a presentarla.