- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
El expresivo silencio de las cosas
Paisaje de Chía / sf / Óleo sobre lienzo / 60 x 76 cm
Margot / 1938 / Óleo sobre lienzo / 79 x 65,5 cm
Plátano / sf / Tinta sobre papel / 40 x 30 cm
Violencia en la selva / 1955 / Óleo sobre lienzo / 156 x 106 cm
Bodegón / 1957 / Óleo sobre lienzo / 80 x 65 cm
Bodegón / 1962 / Óleo sobre lienzo / 80,5 x 100 cm
Texto de Juan Gustavo Cobo Borda
Al terminar la década del cuarenta ya estaban definidas a caballdad las características primordiales del estilo de Ignacio Gómez Jaramlllo. Como lo señaló Miguel González: economía de medios, síntesis cromática y formal, esenclallsmo de la concepción argumental, voluntad geométrica, de controlada emoción1.
Dotado también de un espíritu combativo y pedagógico éste lo llevó a publicar artículos sobre figuras que admiraba, trátese de Hans Holbeln, Paul Gauguln o José Gutiérrez Solana. Acerca de colombianos que reconocía como Rómulo Rozo, Pepe Mexía o Jorge ElíasTriana; sobre la célebre trilogía de mexicanos que fueron en alguna forma sus maestros: Orozco, Rivera, Slquelros; el mural, la integración pintura-arquitectura y las escuelas al aire libre de pintura. Defendió también con ahínco la profesionalización del pintor, pidiéndole al Estado muros, estímulos y renovación en la enseñanza de las artes plásticas. Y fue siempre un polemista acerado y vehemente, en defensa de sus convicciones y de la obra suya y de sus amigos. Polémicas célebres fueron aquellas contra el Concejo de Bogotá, que en 1938 ordenó tapar los frescos del Capitolio, lo cual se llevaría a cabo, una década después, en 1948, al preparar Laureano Gómez la Conferencia Panamericana. También la suspensión de su cargo diplomático en México, por el gobierno de Mañano Osplna Pérez, lo cual motivó el siguiente telegrama firmado por Slqueiros en su defensa:
Enero 18 de 1948
Señor Mariano Ospina Pérez
Presidente República
Bogotá Colombia
En nombre Comisión Nacional Pintura Mural nombrada decreto presidencial y la cual encuéntrase constituida por Diego Rivera, José Clemente Orozco y suscrito, suplicóle manera más encarecida permita notable pintor colombiano Ignacio Gómez Jaramlllo continúe magníficos estudios muralistas que ha ¡nielado en nuestro país punto.
Todos pintores mexicanos únense solidariamente esta justa demanda hacérnosle de la manera más respetuosa. Por acuerdo Comisión Nacional David Alfaro Siqueiros.
No valló este respaldo y el 11 de mayo de 1948, aduciendo "reorganización servicio exterior", fue suspendido de su cargo.
Dentro de las duras pugnas partidistas entre liberales y conservadores todo ello formaba parte de las retaliaciones contra un pintor al cual los presidentes liberales Alfonso López Pumarejo, en 1942, y Alberto Lleras Camargo, en 1945, habían inaugurado sus exposiciones, acompañado este último por su ministro de Educación Nacional, Germán Arciniegas. El ambiente, hirsuto y sectario, no dejaba de esgrimir argumentos moralistas y religiosos para descalificar esta pintura nueva, como también lo padeció en carne propia Carlos Correa con su conocida Anunciación de 1941, y su estricta coetánea, Débora Arango (Medellín, 1910), cuyas "acuarelas infames", como las denominó El Siglo sufrieron recurrente censura.
No podemos ignorar este clima enrarecido y pugnaz. Continuaría siempre en la brecha pues ya en 1951 mide armas contra Luis Vidales, sobre el carácter poco revolucionario de su obra y en la década del sesenta se enfrenta agriamente a Marta Traba, en lo que más allá de una polémica sobre la participación de algunos nombres en certámenes en el exterior, era en realidad un cambio de guardia dentro del panorama artístico nacional, con todo el radicalismo a veces injusto que estas renovaciones generacionales implican.
Cuando en 1961 Marta Traba, publicó en Bogotá su libro La pintura nueva en Latinoamérica2 un espacio diferente para la comprensión del arte americano se abría ante los ojos del espectador. No había por entonces visiones de conjunto que situaran la pintura colombiana en relación con la del continente y que a la vez hicieran de América Latina un territorio con voz propia. Nombres como Torres García y Figari, Andrés de Santamaría y Armando Reverón, Wifredo Lam y Roberto Matta, Alejandro Otero, Amelia Peláez y Armando Morales eran relacionados por primera vez, en un panorama coherente y unificado. Lo animaba además una perspectiva crítica, parcial y apasionada, que cuestionaba el muralismo mexicano y los discípulos "comprometidos" de Pablo Picasso, como eran el brasileño Candido Portinari y el ecuatoriano Oswaldo Guayasamín.
También ponía en duda figuras como Pedro Nel Gómez, Marco Ospina, Carlos Correa, Gonzalo Ariza, Ignacio Gómez Jaramillo o Luis Alberto Acuña, reprochándoles la genialidad que se les atribuía cuando no eran más que "pioneros teóricos, combatientes contra las fórmulas estratificadas" (p. 136)
La vanguardia militante de antaño quedaba atrás, y no era ella, al parecer, quien los desalojaba de sus tronos. Eran Obregón y Ramírez Villamizar, Wiedemann y Fernando Botero, Grau, Roda y Negret, los que señalaban los nuevos rumbos. Internacionalismo contra nacionalismo. Arte abstracto contra arte figurativo. Estética moderna versus política socialista. Pero el mal estaba hecho, y lo que era un necesario replanteamiento estético, con su inherente balance, se convirtió en el hundimiento en la sombra, por varias décadas, de toda una generación plástica, meritoria, sin lugar a dudas, pero también como todas, desigual, con sus logros ciertos y sus fracasos indudables. Al mismo tiempo un cierto esnobismo de la moda y el mercado comenzaría a percibirse dentro de un país que ampliaba su restringido horizonte.
Desde este renovado punto de vista es que debemos ver el nuevo tramo de la pintura de Ignacio Gómez Jaramillo. Una pintura que volvía sobre sus entrañables motivos, transformándolos en algunos casos de modo notable. Esa solidez geométrica, ese color atemperado, esos contornos netos, esas paralelas que delimitan el espacio, todo apunta hacia una pintura más dispuesta a incidir en la mente que en los sentidos. Una pintura, en definitiva, racional. Que no eludía la jubilosa sensualidad de los desnudos, herederos de esa gozosa carnalidad propia de Renoir pero cuya fidelidad al realismo seguía siendo total. Precisaba incluso la marca RCA VICTOR en un disco de sus primeras obras, y a esa ancla en tierra firme se aferró. Pero curiosamente el clima final de muchas de sus pinturas adquiere una tonalidad irreal. Recortaba un fragmento del mundo y lo proyectaba en su cámara escénica. Al hacerlo así se tornaba enigmático: aislado del contexto, adquiría cualidades no previstas.
Su llegada a Colombia, en 1934, luego de los años en Europa con los cuarenta pesos que le mandaba su padre, rompe en forma ya definitiva con la tradición académica y naturalista y si bien, en el mismo año, Pedro Nel Gómez y Luis Alberto Acuña contribuyen a esta necesaria demolición, sea hacia una afirmación nacionalista o una preocupación social, será Gómez Jaramillo aquel cuyos argumentos plásticos más inciden en la pintura misma. En el perceptible cambio de óptica. Terminamos por comprender que es dentro de sus cuadros mismos donde se da el viraje, no en las modificaciones cronológicas del artista o en las sacudidas imprevistas de la historia. Su pintura, esa ciudadela circular dentro de la cual se repiten una y otra vez los mismos temas, le dará refugio y aliento. Detectar influencias del cubismo, de los muralistas mexicanos o de un cierto aire surrealista, no alteran la inmovilidad atemporal que caracteriza a sus óleos y que la da una presencia sólida e irrefutable a sus coherentes y armónicos paisajes, siempre firmes en su terrestre asentamiento, y contrastada esa masa geométrica con el contrapunto alegre o sombrío de la vegetación, en una escalonada proyección de todo el conjunto hacia la perspectiva en fuga de ese telón en movimiento que era la luz de los cielos últimos.
Igual sucedía con sus retratos, como el que realizó de la primera mujer de Alejandro Obregón, Uva Rasch, el cual nos revela una forma de componer que mantendrá inalterable. Tierra de Umbría quemada, azul cerúleo y cobalto, turquesa profundo, grises y platas, fuertes arriba, diluidos abajo, Gómez Jaramillo enmarca la fija intensidad del modelo con sus penetrantes ojos verdes y el definido rojc de sus labios. La ondulada cabellera, en ocre rubio, vuelve a enmarcar ese rostro firme. Esa inmediatez que se hace remota y abstraída. El arco de las cejas y la línea oscura de la barbilla subrayan la reposada atmósfera final con que este retratista combinaba soltura en la mano con la paulatina estructuración de ese cuello marmóreo que sostiene, independiente casi, el medallón clásico de este rostro ya sacado del tiempo.
Así retratará bella, hermosamente a su mujer, con la coqueta boina, como la vemos en el Museo Nacional, y así utilizará, una y otra vez, esos colores mates para darnos esos ya mencionados paisajes, a veces agrestes, en otras exuberantes de feracidad tropical, que también ostentan como los retratos algo de friso inmóvil, de pantalla fija sobre la cual se proyectan imágenes.
Al estructurar mediante líneas negras que delimitan el contorno, y darnos así una visión sintética del tema, con un color austero y una auténtica arquitectura de las formas, muestra su interés en el mural como gran síntesis de su obra. En los del Capitolio por ejemplo, está el pormenor realista: Mayo 1851. Serán Libres. Once figuras oscuras destacan sobre los campos verdes, ocres y arenosos. Mientras José Hilario López, de frente y con rutilante uniforme, nos muestra este logro de la liberación de los esclavos. Pero es el hombre negro con los brazos en alto y la mujer con el niño, acuclillada a sus pies, los que rigen el espacio y actúan como eje de esa contraposición de rostros y cuerpos, los que revelan su garra de pintor. Igual sucede con el dedicado a los comuneros. El edicto roto y quemado. Las campesinas santandereanas con sus blusas blancas. Las autoridades españolas, con el virrey Caballero y Góngora, nos miran de frente, mientras los rebeldes, espadas y cuchillos en mano, avanzan de perfil hacia la derecha del mural. Cruces de miradas que jamás se verán, los vividos colores azules, verdes y blancos, son absorbidos por los tres goyescos comuneros que cuelgan ahorcados al fondo. En el abigarramiento expresivo del conjunto, esas tres siluetas inquietantes nos recuerdan quién es el artista. El hombre que proyectaba sobre el mundo sus tajantes visiones. El hombre que fraccionaba el espacio para insertar, en un mismo escenario, esa simultaneidad temporal. Como en El Aleph de Borges todo lo vivido concentrado en un solo instante. En sucesivos planos tonales de color superpuestos con pincelada rítmica nos da así un universo íntegro.Pero es en el caso de sus bodegones y composiciones de 1958, 1959 y 1962 donde Gómez Jaramillo alcanza su máxima depuración última. Su logro más firme. Sintetiza el perfil de estos objetos, volviéndolos, en su nitidez perceptiva, láminas planas de una única dimensión. Bien podían tomarse en cuenta los remotos antecedentes de las máquinas y cafeteras de Picabia o Duchamp pero en realidad solo debemos pensar en la maravilla obsesiva de esos polvorientos cacharros de cocina que inmortalizó Giorgio Morandi y Cezanne.
La silueta, apenas, de una forma: jarra, lámpara, embudo, cafetera o botellón. El perfil apenas para comenzar a delinear la esquemática plantilla de un sugestivo recomienzo. Ha barrido su estudio en el barrio de las Ferias y se ha quedado solo con el cuadrado, el rectángulo y un toque de color. ¡Que lejanas sus pastas verdosas y ocres! Ahora solo hay una azulosa luz atemporal que remite a los orígenes. Una regadera y una jarra que dialogan con dos imprevistos pero necesarios chiles rojos. La pintura tangible se espiritualizaba en una esencia platónica. La valiente depuración que registraron como triunfo indudable críticos tan sagaces como Casimiro Eiger.
Pero Gómez Jaramillo no hacía total tabla rasa de sus anteriores éxitos. Hasta el final de su vida volvía sobre los mismos temas y similares enfoques. Ahí tenemos un nuevo Sebastián en las trincheras de 1951 y el más escueto y sombrío Violencia en la selva de 1955. Las circunstancias históricas parecían repetirse, con fatigado horror, pero la pintura ya no resultaba una indagación en lo desconocido sino un esquema que ya había funcionado. Lo tenía claro en sí mismo, pero la pincelada no afrontaba un nuevo problema sino que repetía una fórmula ya consagrada, con menor efectividad. El idioma, como siempre sucede, se desgastaba.
Recurría, en ocasiones, a un simbolismo esquemático de palomas blancas de paz y reminiscentes perros de Rufino Tamayo que ladran ante la soledad fugitiva de la violencia, con el muerto en primer plano y la tlnlebla colectiva al fondo. Una sombra hiriente rasga la tela de arriba abajo, en su éxodo desamparado. Eran La furia y el dolor, como en su óleo de 1954.
Pero sus firmes desnudos o sus melódicos paisajes, sean andinos o caribes, se sostienen gracias a lo preciso de su línea, lo concreto de su volumen o su talento innegable para la composición.
Otras series suyas como los cristos deudores de Rouault o algunas abstracciones que pueden ir desde la morfología de Miró hasta el puro despliegue imaginativo del color, naufragan en la indecisión. Era una pintura en crisis, incapaz de escapar a su destino. Ella siempre requería de un referente concreto. De un modelo delante suyo, como los bellos y sucesivos retratos de su mujer, que le permitan desplegar los dones de una paulatina indagación. Construía siempre.
No era un pintor de sueños o divagaciones. Era un realista que como todos ellos deforma pero que termina por restituir al tema sus absorbentes prerrogativas.
El puente sobre el río, la barca en la playa, la carreta en el campo, o el disco negro y la botella de vino, explícitos e inconfundibles sobre la mesa, en conceptual indagación. Se aferraba al mundo: su mundo. Y se mantenía fiel, de modo admirable, a ciertos planteamientos como los que Franz Roh, en un libro de 1927, que le gustaba citar, había promulgado. Se trataba, tantos años antes de Gabriel García Márquez, del volumen titulado Realismo mágico. Post-expresionismo, que había editado la célebre Revista de Occidente de José Ortega y Gasset en Madrid, traducido por Fernando Vela.
Al tratar de caracterizar "el nuevo tipo pictórico reinante entre los años 1920 y 1925", Roh señala como la potencia creadora se iguala a la capacidad de teorizar y fundamentar. Como esa idea dinámica de la vida, rasgo esencial de la historia del espíritu en el siglo que va de 1820 a 1920, y lo vertiginoso de un tiempo que expresaron tanto cubismo como futurismo, expresionismo como surrealismo, busca ahora una suerte de pausa dinámica: "un amor insaciable por las cosas terrestres y el deleite en su carácter fragmentario y angosto" (p. 36). "La pintura vuelve a ser el espejo de la exterioridad palpable".
Dureza del dibujo. Existencia destacada sobre el vacío. Figuras sólidamente modeladas que cristalizan en una rehabilitación del mundo objetivo: ¿no estamos oyendo hablar de Gómez Jaramillo?
Ese post-expresionismo nos ofrece "el milagro de la existencia en su imperturbable duración" (p. 45). El ser, cuyas formas fundamentales y sencillas tienen algo de metálico, para surgir debe ser realizado. Hay que edificar y construir "La figura interior del mundo exterior existente". Pero no a la usanza de Kandinsky y su asociación espiritual con la música sino en su aproximación a las nuevas formas expresivas como el cine y la fotografía. Eso dará sobriedad sin excluir fantasía. Mostrará, en el paisaje, "cierta impulsión hacia delante", donde el pintor enseña con la forma, con esa penetración en la lejanía donde se entra realmente en el cuadro. Se vive en ese nuevo espacio donde la superficie se ensancha pero también la perspectiva adquiere mayor profundidad.
Así podemos percibir la infinitud de lo pequeño en medio de esos cuerpos excesivamente grandes que yacen como bloques. Cuerpos de Togores y Picasso. Cuerpos de Gómez Jaramillo. Objetos que sin moverse crecen y se agigantan y se hacen inauditamente reales. Todo lo cual termina por restituirnos un nuevo arquetipo donde el anti-dinamismo vuelve más sólido y compacto el mundo, e incluso más agudo.
No fluye ni ondula como en el impresionismo ni se tensa y contorsiona como en el expresionismo, sino que se aquieta en una indagación pausada. En un fijar lo expresivo. En una contemplación estática que interpreta la vida. La somete a un esquema conceptual. A una lentitud reflexiva. La materia deviene idea. Lo inmóvil encierra un poder y una fuerza inusitada.Tiene algo de ídolo quieto que nos petrifica. No se dispersa: se sostiene en forma permanente. Hace visible la tensión y la movilidad pero no cae en ella ni se pierde en su flujo indetenible. Lo congela, vuelta la piedra miliar sobre la cual se puede volver a edificar el mundo. Se trata de un racionalismo estático.
No de una conmoción cósmica o una disolución cromática. Es un estado de equilibrio. De contención afirmativa. Podría parecer, acorde con un país como el nuestro, una tendencia conservadora dentro de la subversión incesante que proclamaba el arte moderno, que en Colombia solo parecía tener en los pioneros empastes de Andrés de Santamaría un válido punto de ruptura. Sin conocer, en verdad, lo experimental llevado al límite, se buscaba un orden que regulara el caos. Una unidad superior que estabilice las discordancias y brinde armonía.
Disciplina, pureza, sobriedad, equilibrio, color delgado que aplana y extiende y en verdad impersonaliza. Que se objetiva al borrar la factura -esa caligrafía de cuervos en llamas de Van Gogh, esa temperamental escritura sismógrafo de tanto creador moderno. Y que termina por purificar los objetos en esa rectangularidad tensa entre idea y realidad. Donde el dibujo articula la forma y la proyecta, en un primer plano absorbente, mientras en sucesivos estadios, gradaciones y matices, sombras y contrastes, escalonan sus diferencias nada disonantes. Pero el rigor con que se ordena el espacio y la frialdad con que el color sugiere la recta quietud de las formas llega a transformar la naturaleza cotidiana en una abstracción plástica.
Exactitud, concreción, masas negras, pero que convierten la aparente geometría en un misterio inquietante. Esa exactitud arquitectónica enmarca mejor por contraste los raptos y zozobras vitales, trátese en el caso de Gómez Jaramillo de la danza o del encuentro amoroso. Esa medida se toca, tangible e inmediata. Llega a ser compacta sin perder por ello su vibración espiritual.
Ese verismo que trata lo nimio y lo hasta entonces desapercibido puede alcanzar y unirse a un trasfondo mítico -el de Grecia, el de la religión católica- pero también puede encaminarse a la política, al compromiso. No se contenta con esa ardua paz del lienzo. También critica y señala los límites. Esa frialdad metálica de una pintura ejecutada con rigor apuntaba también hada un mundo deshumanizado.Técnico. El de los campos de concentración. El del Gran Hermano, donde la cámara escruta objetos convertidos en moscas de laboratorio. Seres pavlovianos, de previsibles reflejos. Era el mundo de la ametralladora y los alambres de púas de la primera guerra mundial, que duró cuatro años y que le costó solo a Alemania "seis millones de muertos y heridos" y a Inglaterra, en una sola batalla, en el Somme, 420 000 bajas.
La objetividad atroz de la muerte, con sus frías estadísticas, necesita un rostro humano: el de la máscara de gas, el de los tanques y trincheras, el del cuerpo adolescente estaqueado, como un cordero en el sacrificio, entre los árboles de la manigua colombiana. Violencia en la selva, óleo, 1955. Un tema eterno, san Sebastián, se remoza en la punzante conmoción de hoy. Si Manet copia a Velázquez y Cézanne al Greco es apenas natural que Gómez Jaramillo busque fuentes en que nutrirse: el nuestro era un país pobre sin tradición plástica que nos impulse. Así la copia simplifica y rehace el modelo. Lo usa a su arbitrio para encontrarse a sí mismo. Esa resistencia táctil, ese rigor objetivo, esa inmovilidad de las figuras, esa tensión matemática, esos objetos absortos en sí mismos, ofrecían un clasicismo moderno. Una pintura nueva.
Esa exactitud de las formas que tenían en sí algo de ascetismo puritano no omitía, sin embargo, la fuerza genésica de un Renoir que incluso con sus manos artríticas insistía en acariciar con un pincel amarrado a ellas esas diosas opulentas y cotidianas. La clásica sensualidad de esas ninfas camufladas entre el bosque. El ideal imposible de rehacer el mundo y su perdido milagro tal como también lo llevó a cabo Gómez Jaramillo hasta el final, con un tesón admirable. Inteligencia y pasión. Pintando frente al mar Caribe entregó su vida. Al mirarnos en su obra, los colombianos adquirimos un nuevo motivo para vivir.
Notas
- Miguel González "Ignacio Gómez Jaramillo, 1910-1970", en el catálogo de su exposición retrospectiva en el Museo de Arte Moderno La Tertulia, Cali, mayo 2 - junio 4, 1989.
- Marta Traba: La pintura nueva en Latinoamérica. Bogotá, Ediciones Librería Central, 1961. Una visión más reposada en Marta Traba: Arte de América Latina, Washington, Banco Interamericano de Desarrollo, 1994. pp. 41-45. Véanse también las contribuciones de Marta Traba y Germán Rubiano Caballero al volumen colectivo editado por Damian Bayón: Arte Moderno en América Latina. Madrid, Taurus, 1985, pp. 220-221.
- Ese artículo de Jorge Gaitán Durán, de 1948, fue rescatado durante la investigación hecha para este libro, pues no se encuentra incluido en la Obra Literaria (1975) preparada por Pedro Gómez Valderrama, ni en ninguna otra recopilación de textos suyos.
- David Gilmour: La vida imperial de Rudyard Kipling. Barcelona, Seix Barral, 2003, pp. 329 - 344.
#AmorPorColombia
El expresivo silencio de las cosas
Paisaje de Chía / sf / Óleo sobre lienzo / 60 x 76 cm
Margot / 1938 / Óleo sobre lienzo / 79 x 65,5 cm
Plátano / sf / Tinta sobre papel / 40 x 30 cm
Violencia en la selva / 1955 / Óleo sobre lienzo / 156 x 106 cm
Bodegón / 1957 / Óleo sobre lienzo / 80 x 65 cm
Bodegón / 1962 / Óleo sobre lienzo / 80,5 x 100 cm
Texto de Juan Gustavo Cobo Borda
Al terminar la década del cuarenta ya estaban definidas a caballdad las características primordiales del estilo de Ignacio Gómez Jaramlllo. Como lo señaló Miguel González: economía de medios, síntesis cromática y formal, esenclallsmo de la concepción argumental, voluntad geométrica, de controlada emoción1.
Dotado también de un espíritu combativo y pedagógico éste lo llevó a publicar artículos sobre figuras que admiraba, trátese de Hans Holbeln, Paul Gauguln o José Gutiérrez Solana. Acerca de colombianos que reconocía como Rómulo Rozo, Pepe Mexía o Jorge ElíasTriana; sobre la célebre trilogía de mexicanos que fueron en alguna forma sus maestros: Orozco, Rivera, Slquelros; el mural, la integración pintura-arquitectura y las escuelas al aire libre de pintura. Defendió también con ahínco la profesionalización del pintor, pidiéndole al Estado muros, estímulos y renovación en la enseñanza de las artes plásticas. Y fue siempre un polemista acerado y vehemente, en defensa de sus convicciones y de la obra suya y de sus amigos. Polémicas célebres fueron aquellas contra el Concejo de Bogotá, que en 1938 ordenó tapar los frescos del Capitolio, lo cual se llevaría a cabo, una década después, en 1948, al preparar Laureano Gómez la Conferencia Panamericana. También la suspensión de su cargo diplomático en México, por el gobierno de Mañano Osplna Pérez, lo cual motivó el siguiente telegrama firmado por Slqueiros en su defensa:
Enero 18 de 1948
Señor Mariano Ospina Pérez
Presidente República
Bogotá Colombia
En nombre Comisión Nacional Pintura Mural nombrada decreto presidencial y la cual encuéntrase constituida por Diego Rivera, José Clemente Orozco y suscrito, suplicóle manera más encarecida permita notable pintor colombiano Ignacio Gómez Jaramlllo continúe magníficos estudios muralistas que ha ¡nielado en nuestro país punto.
Todos pintores mexicanos únense solidariamente esta justa demanda hacérnosle de la manera más respetuosa. Por acuerdo Comisión Nacional David Alfaro Siqueiros.
No valló este respaldo y el 11 de mayo de 1948, aduciendo "reorganización servicio exterior", fue suspendido de su cargo.
Dentro de las duras pugnas partidistas entre liberales y conservadores todo ello formaba parte de las retaliaciones contra un pintor al cual los presidentes liberales Alfonso López Pumarejo, en 1942, y Alberto Lleras Camargo, en 1945, habían inaugurado sus exposiciones, acompañado este último por su ministro de Educación Nacional, Germán Arciniegas. El ambiente, hirsuto y sectario, no dejaba de esgrimir argumentos moralistas y religiosos para descalificar esta pintura nueva, como también lo padeció en carne propia Carlos Correa con su conocida Anunciación de 1941, y su estricta coetánea, Débora Arango (Medellín, 1910), cuyas "acuarelas infames", como las denominó El Siglo sufrieron recurrente censura.
No podemos ignorar este clima enrarecido y pugnaz. Continuaría siempre en la brecha pues ya en 1951 mide armas contra Luis Vidales, sobre el carácter poco revolucionario de su obra y en la década del sesenta se enfrenta agriamente a Marta Traba, en lo que más allá de una polémica sobre la participación de algunos nombres en certámenes en el exterior, era en realidad un cambio de guardia dentro del panorama artístico nacional, con todo el radicalismo a veces injusto que estas renovaciones generacionales implican.
Cuando en 1961 Marta Traba, publicó en Bogotá su libro La pintura nueva en Latinoamérica2 un espacio diferente para la comprensión del arte americano se abría ante los ojos del espectador. No había por entonces visiones de conjunto que situaran la pintura colombiana en relación con la del continente y que a la vez hicieran de América Latina un territorio con voz propia. Nombres como Torres García y Figari, Andrés de Santamaría y Armando Reverón, Wifredo Lam y Roberto Matta, Alejandro Otero, Amelia Peláez y Armando Morales eran relacionados por primera vez, en un panorama coherente y unificado. Lo animaba además una perspectiva crítica, parcial y apasionada, que cuestionaba el muralismo mexicano y los discípulos "comprometidos" de Pablo Picasso, como eran el brasileño Candido Portinari y el ecuatoriano Oswaldo Guayasamín.
También ponía en duda figuras como Pedro Nel Gómez, Marco Ospina, Carlos Correa, Gonzalo Ariza, Ignacio Gómez Jaramillo o Luis Alberto Acuña, reprochándoles la genialidad que se les atribuía cuando no eran más que "pioneros teóricos, combatientes contra las fórmulas estratificadas" (p. 136)
La vanguardia militante de antaño quedaba atrás, y no era ella, al parecer, quien los desalojaba de sus tronos. Eran Obregón y Ramírez Villamizar, Wiedemann y Fernando Botero, Grau, Roda y Negret, los que señalaban los nuevos rumbos. Internacionalismo contra nacionalismo. Arte abstracto contra arte figurativo. Estética moderna versus política socialista. Pero el mal estaba hecho, y lo que era un necesario replanteamiento estético, con su inherente balance, se convirtió en el hundimiento en la sombra, por varias décadas, de toda una generación plástica, meritoria, sin lugar a dudas, pero también como todas, desigual, con sus logros ciertos y sus fracasos indudables. Al mismo tiempo un cierto esnobismo de la moda y el mercado comenzaría a percibirse dentro de un país que ampliaba su restringido horizonte.
Desde este renovado punto de vista es que debemos ver el nuevo tramo de la pintura de Ignacio Gómez Jaramillo. Una pintura que volvía sobre sus entrañables motivos, transformándolos en algunos casos de modo notable. Esa solidez geométrica, ese color atemperado, esos contornos netos, esas paralelas que delimitan el espacio, todo apunta hacia una pintura más dispuesta a incidir en la mente que en los sentidos. Una pintura, en definitiva, racional. Que no eludía la jubilosa sensualidad de los desnudos, herederos de esa gozosa carnalidad propia de Renoir pero cuya fidelidad al realismo seguía siendo total. Precisaba incluso la marca RCA VICTOR en un disco de sus primeras obras, y a esa ancla en tierra firme se aferró. Pero curiosamente el clima final de muchas de sus pinturas adquiere una tonalidad irreal. Recortaba un fragmento del mundo y lo proyectaba en su cámara escénica. Al hacerlo así se tornaba enigmático: aislado del contexto, adquiría cualidades no previstas.
Su llegada a Colombia, en 1934, luego de los años en Europa con los cuarenta pesos que le mandaba su padre, rompe en forma ya definitiva con la tradición académica y naturalista y si bien, en el mismo año, Pedro Nel Gómez y Luis Alberto Acuña contribuyen a esta necesaria demolición, sea hacia una afirmación nacionalista o una preocupación social, será Gómez Jaramillo aquel cuyos argumentos plásticos más inciden en la pintura misma. En el perceptible cambio de óptica. Terminamos por comprender que es dentro de sus cuadros mismos donde se da el viraje, no en las modificaciones cronológicas del artista o en las sacudidas imprevistas de la historia. Su pintura, esa ciudadela circular dentro de la cual se repiten una y otra vez los mismos temas, le dará refugio y aliento. Detectar influencias del cubismo, de los muralistas mexicanos o de un cierto aire surrealista, no alteran la inmovilidad atemporal que caracteriza a sus óleos y que la da una presencia sólida e irrefutable a sus coherentes y armónicos paisajes, siempre firmes en su terrestre asentamiento, y contrastada esa masa geométrica con el contrapunto alegre o sombrío de la vegetación, en una escalonada proyección de todo el conjunto hacia la perspectiva en fuga de ese telón en movimiento que era la luz de los cielos últimos.
Igual sucedía con sus retratos, como el que realizó de la primera mujer de Alejandro Obregón, Uva Rasch, el cual nos revela una forma de componer que mantendrá inalterable. Tierra de Umbría quemada, azul cerúleo y cobalto, turquesa profundo, grises y platas, fuertes arriba, diluidos abajo, Gómez Jaramillo enmarca la fija intensidad del modelo con sus penetrantes ojos verdes y el definido rojc de sus labios. La ondulada cabellera, en ocre rubio, vuelve a enmarcar ese rostro firme. Esa inmediatez que se hace remota y abstraída. El arco de las cejas y la línea oscura de la barbilla subrayan la reposada atmósfera final con que este retratista combinaba soltura en la mano con la paulatina estructuración de ese cuello marmóreo que sostiene, independiente casi, el medallón clásico de este rostro ya sacado del tiempo.
Así retratará bella, hermosamente a su mujer, con la coqueta boina, como la vemos en el Museo Nacional, y así utilizará, una y otra vez, esos colores mates para darnos esos ya mencionados paisajes, a veces agrestes, en otras exuberantes de feracidad tropical, que también ostentan como los retratos algo de friso inmóvil, de pantalla fija sobre la cual se proyectan imágenes.
Al estructurar mediante líneas negras que delimitan el contorno, y darnos así una visión sintética del tema, con un color austero y una auténtica arquitectura de las formas, muestra su interés en el mural como gran síntesis de su obra. En los del Capitolio por ejemplo, está el pormenor realista: Mayo 1851. Serán Libres. Once figuras oscuras destacan sobre los campos verdes, ocres y arenosos. Mientras José Hilario López, de frente y con rutilante uniforme, nos muestra este logro de la liberación de los esclavos. Pero es el hombre negro con los brazos en alto y la mujer con el niño, acuclillada a sus pies, los que rigen el espacio y actúan como eje de esa contraposición de rostros y cuerpos, los que revelan su garra de pintor. Igual sucede con el dedicado a los comuneros. El edicto roto y quemado. Las campesinas santandereanas con sus blusas blancas. Las autoridades españolas, con el virrey Caballero y Góngora, nos miran de frente, mientras los rebeldes, espadas y cuchillos en mano, avanzan de perfil hacia la derecha del mural. Cruces de miradas que jamás se verán, los vividos colores azules, verdes y blancos, son absorbidos por los tres goyescos comuneros que cuelgan ahorcados al fondo. En el abigarramiento expresivo del conjunto, esas tres siluetas inquietantes nos recuerdan quién es el artista. El hombre que proyectaba sobre el mundo sus tajantes visiones. El hombre que fraccionaba el espacio para insertar, en un mismo escenario, esa simultaneidad temporal. Como en El Aleph de Borges todo lo vivido concentrado en un solo instante. En sucesivos planos tonales de color superpuestos con pincelada rítmica nos da así un universo íntegro.Pero es en el caso de sus bodegones y composiciones de 1958, 1959 y 1962 donde Gómez Jaramillo alcanza su máxima depuración última. Su logro más firme. Sintetiza el perfil de estos objetos, volviéndolos, en su nitidez perceptiva, láminas planas de una única dimensión. Bien podían tomarse en cuenta los remotos antecedentes de las máquinas y cafeteras de Picabia o Duchamp pero en realidad solo debemos pensar en la maravilla obsesiva de esos polvorientos cacharros de cocina que inmortalizó Giorgio Morandi y Cezanne.
La silueta, apenas, de una forma: jarra, lámpara, embudo, cafetera o botellón. El perfil apenas para comenzar a delinear la esquemática plantilla de un sugestivo recomienzo. Ha barrido su estudio en el barrio de las Ferias y se ha quedado solo con el cuadrado, el rectángulo y un toque de color. ¡Que lejanas sus pastas verdosas y ocres! Ahora solo hay una azulosa luz atemporal que remite a los orígenes. Una regadera y una jarra que dialogan con dos imprevistos pero necesarios chiles rojos. La pintura tangible se espiritualizaba en una esencia platónica. La valiente depuración que registraron como triunfo indudable críticos tan sagaces como Casimiro Eiger.
Pero Gómez Jaramillo no hacía total tabla rasa de sus anteriores éxitos. Hasta el final de su vida volvía sobre los mismos temas y similares enfoques. Ahí tenemos un nuevo Sebastián en las trincheras de 1951 y el más escueto y sombrío Violencia en la selva de 1955. Las circunstancias históricas parecían repetirse, con fatigado horror, pero la pintura ya no resultaba una indagación en lo desconocido sino un esquema que ya había funcionado. Lo tenía claro en sí mismo, pero la pincelada no afrontaba un nuevo problema sino que repetía una fórmula ya consagrada, con menor efectividad. El idioma, como siempre sucede, se desgastaba.
Recurría, en ocasiones, a un simbolismo esquemático de palomas blancas de paz y reminiscentes perros de Rufino Tamayo que ladran ante la soledad fugitiva de la violencia, con el muerto en primer plano y la tlnlebla colectiva al fondo. Una sombra hiriente rasga la tela de arriba abajo, en su éxodo desamparado. Eran La furia y el dolor, como en su óleo de 1954.
Pero sus firmes desnudos o sus melódicos paisajes, sean andinos o caribes, se sostienen gracias a lo preciso de su línea, lo concreto de su volumen o su talento innegable para la composición.
Otras series suyas como los cristos deudores de Rouault o algunas abstracciones que pueden ir desde la morfología de Miró hasta el puro despliegue imaginativo del color, naufragan en la indecisión. Era una pintura en crisis, incapaz de escapar a su destino. Ella siempre requería de un referente concreto. De un modelo delante suyo, como los bellos y sucesivos retratos de su mujer, que le permitan desplegar los dones de una paulatina indagación. Construía siempre.
No era un pintor de sueños o divagaciones. Era un realista que como todos ellos deforma pero que termina por restituir al tema sus absorbentes prerrogativas.
El puente sobre el río, la barca en la playa, la carreta en el campo, o el disco negro y la botella de vino, explícitos e inconfundibles sobre la mesa, en conceptual indagación. Se aferraba al mundo: su mundo. Y se mantenía fiel, de modo admirable, a ciertos planteamientos como los que Franz Roh, en un libro de 1927, que le gustaba citar, había promulgado. Se trataba, tantos años antes de Gabriel García Márquez, del volumen titulado Realismo mágico. Post-expresionismo, que había editado la célebre Revista de Occidente de José Ortega y Gasset en Madrid, traducido por Fernando Vela.
Al tratar de caracterizar "el nuevo tipo pictórico reinante entre los años 1920 y 1925", Roh señala como la potencia creadora se iguala a la capacidad de teorizar y fundamentar. Como esa idea dinámica de la vida, rasgo esencial de la historia del espíritu en el siglo que va de 1820 a 1920, y lo vertiginoso de un tiempo que expresaron tanto cubismo como futurismo, expresionismo como surrealismo, busca ahora una suerte de pausa dinámica: "un amor insaciable por las cosas terrestres y el deleite en su carácter fragmentario y angosto" (p. 36). "La pintura vuelve a ser el espejo de la exterioridad palpable".
Dureza del dibujo. Existencia destacada sobre el vacío. Figuras sólidamente modeladas que cristalizan en una rehabilitación del mundo objetivo: ¿no estamos oyendo hablar de Gómez Jaramillo?
Ese post-expresionismo nos ofrece "el milagro de la existencia en su imperturbable duración" (p. 45). El ser, cuyas formas fundamentales y sencillas tienen algo de metálico, para surgir debe ser realizado. Hay que edificar y construir "La figura interior del mundo exterior existente". Pero no a la usanza de Kandinsky y su asociación espiritual con la música sino en su aproximación a las nuevas formas expresivas como el cine y la fotografía. Eso dará sobriedad sin excluir fantasía. Mostrará, en el paisaje, "cierta impulsión hacia delante", donde el pintor enseña con la forma, con esa penetración en la lejanía donde se entra realmente en el cuadro. Se vive en ese nuevo espacio donde la superficie se ensancha pero también la perspectiva adquiere mayor profundidad.
Así podemos percibir la infinitud de lo pequeño en medio de esos cuerpos excesivamente grandes que yacen como bloques. Cuerpos de Togores y Picasso. Cuerpos de Gómez Jaramillo. Objetos que sin moverse crecen y se agigantan y se hacen inauditamente reales. Todo lo cual termina por restituirnos un nuevo arquetipo donde el anti-dinamismo vuelve más sólido y compacto el mundo, e incluso más agudo.
No fluye ni ondula como en el impresionismo ni se tensa y contorsiona como en el expresionismo, sino que se aquieta en una indagación pausada. En un fijar lo expresivo. En una contemplación estática que interpreta la vida. La somete a un esquema conceptual. A una lentitud reflexiva. La materia deviene idea. Lo inmóvil encierra un poder y una fuerza inusitada.Tiene algo de ídolo quieto que nos petrifica. No se dispersa: se sostiene en forma permanente. Hace visible la tensión y la movilidad pero no cae en ella ni se pierde en su flujo indetenible. Lo congela, vuelta la piedra miliar sobre la cual se puede volver a edificar el mundo. Se trata de un racionalismo estático.
No de una conmoción cósmica o una disolución cromática. Es un estado de equilibrio. De contención afirmativa. Podría parecer, acorde con un país como el nuestro, una tendencia conservadora dentro de la subversión incesante que proclamaba el arte moderno, que en Colombia solo parecía tener en los pioneros empastes de Andrés de Santamaría un válido punto de ruptura. Sin conocer, en verdad, lo experimental llevado al límite, se buscaba un orden que regulara el caos. Una unidad superior que estabilice las discordancias y brinde armonía.
Disciplina, pureza, sobriedad, equilibrio, color delgado que aplana y extiende y en verdad impersonaliza. Que se objetiva al borrar la factura -esa caligrafía de cuervos en llamas de Van Gogh, esa temperamental escritura sismógrafo de tanto creador moderno. Y que termina por purificar los objetos en esa rectangularidad tensa entre idea y realidad. Donde el dibujo articula la forma y la proyecta, en un primer plano absorbente, mientras en sucesivos estadios, gradaciones y matices, sombras y contrastes, escalonan sus diferencias nada disonantes. Pero el rigor con que se ordena el espacio y la frialdad con que el color sugiere la recta quietud de las formas llega a transformar la naturaleza cotidiana en una abstracción plástica.
Exactitud, concreción, masas negras, pero que convierten la aparente geometría en un misterio inquietante. Esa exactitud arquitectónica enmarca mejor por contraste los raptos y zozobras vitales, trátese en el caso de Gómez Jaramillo de la danza o del encuentro amoroso. Esa medida se toca, tangible e inmediata. Llega a ser compacta sin perder por ello su vibración espiritual.
Ese verismo que trata lo nimio y lo hasta entonces desapercibido puede alcanzar y unirse a un trasfondo mítico -el de Grecia, el de la religión católica- pero también puede encaminarse a la política, al compromiso. No se contenta con esa ardua paz del lienzo. También critica y señala los límites. Esa frialdad metálica de una pintura ejecutada con rigor apuntaba también hada un mundo deshumanizado.Técnico. El de los campos de concentración. El del Gran Hermano, donde la cámara escruta objetos convertidos en moscas de laboratorio. Seres pavlovianos, de previsibles reflejos. Era el mundo de la ametralladora y los alambres de púas de la primera guerra mundial, que duró cuatro años y que le costó solo a Alemania "seis millones de muertos y heridos" y a Inglaterra, en una sola batalla, en el Somme, 420 000 bajas.
La objetividad atroz de la muerte, con sus frías estadísticas, necesita un rostro humano: el de la máscara de gas, el de los tanques y trincheras, el del cuerpo adolescente estaqueado, como un cordero en el sacrificio, entre los árboles de la manigua colombiana. Violencia en la selva, óleo, 1955. Un tema eterno, san Sebastián, se remoza en la punzante conmoción de hoy. Si Manet copia a Velázquez y Cézanne al Greco es apenas natural que Gómez Jaramillo busque fuentes en que nutrirse: el nuestro era un país pobre sin tradición plástica que nos impulse. Así la copia simplifica y rehace el modelo. Lo usa a su arbitrio para encontrarse a sí mismo. Esa resistencia táctil, ese rigor objetivo, esa inmovilidad de las figuras, esa tensión matemática, esos objetos absortos en sí mismos, ofrecían un clasicismo moderno. Una pintura nueva.
Esa exactitud de las formas que tenían en sí algo de ascetismo puritano no omitía, sin embargo, la fuerza genésica de un Renoir que incluso con sus manos artríticas insistía en acariciar con un pincel amarrado a ellas esas diosas opulentas y cotidianas. La clásica sensualidad de esas ninfas camufladas entre el bosque. El ideal imposible de rehacer el mundo y su perdido milagro tal como también lo llevó a cabo Gómez Jaramillo hasta el final, con un tesón admirable. Inteligencia y pasión. Pintando frente al mar Caribe entregó su vida. Al mirarnos en su obra, los colombianos adquirimos un nuevo motivo para vivir.
Notas
- Miguel González "Ignacio Gómez Jaramillo, 1910-1970", en el catálogo de su exposición retrospectiva en el Museo de Arte Moderno La Tertulia, Cali, mayo 2 - junio 4, 1989.
- Marta Traba: La pintura nueva en Latinoamérica. Bogotá, Ediciones Librería Central, 1961. Una visión más reposada en Marta Traba: Arte de América Latina, Washington, Banco Interamericano de Desarrollo, 1994. pp. 41-45. Véanse también las contribuciones de Marta Traba y Germán Rubiano Caballero al volumen colectivo editado por Damian Bayón: Arte Moderno en América Latina. Madrid, Taurus, 1985, pp. 220-221.
- Ese artículo de Jorge Gaitán Durán, de 1948, fue rescatado durante la investigación hecha para este libro, pues no se encuentra incluido en la Obra Literaria (1975) preparada por Pedro Gómez Valderrama, ni en ninguna otra recopilación de textos suyos.
- David Gilmour: La vida imperial de Rudyard Kipling. Barcelona, Seix Barral, 2003, pp. 329 - 344.