- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Un país de contrastes
Hombre murciélago. Pectoral tairona. Museo del Oro, Banco de la República. Bogotá.
Iglesia de San Ignacio. Bogotá.
Iglesia de San Agustín. Bogotá. .
Siíria guajiro.
Collares cuna.
Mochila arhuaca.
Mola cuna.
Festival Nacional de Bandas. Paipa, Boyacá.
Festival Internacional de Teatro. Bogotá.
Festival del Bambuco. Neiva, Huila.
Carnaval de Blancos y Negros. Pasto, Nariño.
Carnaval de Barranquilla. Atlántico.
Carnaval de Barranquilla. Atlántico.
Cuadrillas de San Martín. Meta.
Semana Santa. Popayán, Cauca.
Carnaval del Diablo. Riosucio, Caldas.
Carnaval de Barranquilla. Atlántico.
Iglesia de Santa Clara. Bogotá.
Representaciones religiosas populares. Boyacá.
Zona Rosa. Bogotá.
Venta de imágenes religiosas. Barrio 20 de Julio. Bogotá.
San Marcos, s. xvii, alto relieve en madera policromada, estofada y esgrafiada. Púlpito de la iglesia de Santa Clara. Bogotá.
Sagrado Corazón de Jesús, Museo de Arte Colonial. Bogotá.
Canéfora, taller boyacense, s. xviii, madera tallada y policromada. Museo de Arte Colonial. Bogotá.
San Antonio de Padua, taller neogranadino, s. xviii, medio relieve en madera. Museo de Arte Colonial. Bogotá.
Cristo eucarístico (detalle), taller de los Figueroa, óleo sobre lienzo. 192 x 124 cm
Luis Caballero, Pintura anecdótica, tríptico (detalle), 1973, óleo sobre papel. 195 x 390 cm.
Texto de: William Ospina
Pero la Colonia cumplió su labor en nuestra tierra de un modo a la vez eficaz y misterioso. Si en el siglo xvi la poesía estaba deslumbrada con el territorio americano, con sus caimanes y sus serpientes, sus chigüiros y sus dantas, sus ceibas y sus caimitos, sus bohíos y sus huracanes, con la pluralidad de los pueblos indígenas adornados de oro y diademados de plumas de colores, con la minuciosa realidad de la guerra y el choque de los mundos pero también con la densa materia del mundo milenario de América, los siglos siguientes parecieron perder esa perplejidad, esa amplitud de la mirada, la capacidad de ver los dos mundos y celebrar su abrazo, de modo que la poesía y el arte empezaron a reflejar a la metrópoli ahora triunfante, y quisieron vivir sus aventuras como si América no existiera o no estuviera autorizada a existir. El desorden mismo de la Conquista había obrado como una vasta libertad sobre el espíritu de los aventureros, pero ahora el triunfo perdurable de la corona y de la Iglesia se manifestaba como una poderosa coacción sobre los creadores.
Sin embargo, no es que América no lograra aparecer en la literatura y el arte colonial, sino que empezó a aparecer disfrazada, revestida con las apariencias del mundo ilustre que triunfaba. Así llegó la época de las fusiones veladas y de los lenguajes herméticos, la época en que la profusa materia americana empezó a ser reinterpretada como barroquismo occidental. Lo que desde entonces llamamos barroco, en la obra de Hernando Domínguez Camargo –el gran émulo de Góngora–, o de Álvarez de Velasco y Zorrilla, en las tallas de Legarda que adornan los altares de Quito y Popayán, o en los decorados de frutas y de flores de las capillas de Tunja, en las águilas bicéfalas de pedrería o en los verdes círculos deslumbrantes de las custodias de esmeraldas, es por momentos una expresión normal de esa ya señalada exuberancia propia de nuestra naturaleza y –por momentos– una mala lectura europea de las complejidades del mundo americano.
En Europa ser clásico es parecerse a la naturaleza en su austeridad y su tono apacible; en nuestros trópicos la naturaleza es mención de profusión y de exceso. Una manzana o un racimo de uvas, un ruiseñor o un ciervo, se diría que son formas emblemáticas del mundo clásico europeo, pero una piña o una guanábana, una pitahaya o un gajo de chontaduros, un caimán o un armadillo podrían sugerir desde esa perspectiva formas barrocas. Todo nuestro mundo natural, y en su seno las culturas nativas, pudo parecer a los observadores sensibles un mosaico de apariencias fantásticas: cuerpos pintados de los emberá, la mitad en la noche, la mitad en el día; collares infinitos de los cuna; molas cuyos contrastes de colores traducen la eléctrica energía de la naturaleza; rostros rayados de achiote; faldas de azul fulgurante de los guambianos; geometría en blanco y negro de las mochilas arhuacas; lajas infinitas de las ciudades perdidas de la sierra; plumaje verde de los guaduales que siguen los cauces del agua; flores de platanillo que parecen inmóviles bandadas de fuego; llanuras de heliconias moradas que se yerguen como bastones ceremoniales; guacamayas estridentes al oído y al ojo; playas rosadas de flamencos; blancos árboles agobiados de garzas al atardecer; carreteras olorosas a mangos; tucanes de picos inmensos; solitarios yarumos plateados en la oscuridad de los bosques y leñosos sietecueros de flores moradas; acorazados armadillos; ramas en donde cantan todos los colores del iris; muros de colores del crepúsculo equinoccial sobre los ríos amazónicos.
En Castellanos el exceso estaba en el fondo, en la materia misma que se trataba, en esos atavíos de los guerreros de Trinidad, que llevaban dientes de tigre engastados en oro y flechas cuyas puntas eran dientes filosos de tiburón y puyas de rayas, labradas con arte exquisito para prodigar la callada muerte de que hablaba un poeta; en adelante también las formas, los recursos verbales, los ornamentos, fueron los mensajeros de esa riqueza aún sobre un fondo de rígidos mensajes europeos. Pero desde entonces ya no nos abandonaría jamás la profusión como insignia del arte, aunque por supuesto una de las caras de esa abundancia pudo ser, justamente, la austeridad.
En las fiestas regionales de Colombia, en el carnaval de Barranquilla, que llena de animales humanos las calles, que despliega todos los colores imaginables en la vitalidad de sus danzas sin término; o en el reinado de belleza de Cartagena, donde es posible ver a las jóvenes reinas con trajes de fantasía abrumados de pedrerías extravagantes y de plumas inmensas, vagamente inspirados en aves y en antiguas comparsas indígenas; o en el carnaval del Diablo de Riosucio, fusión de ritos nativos y africanos en el corazón de la cultura montañera blanca y católica, imperó siempre alegremente aquella indumentaria del exceso y aquella ley de contrastes.
Es sorprendente encontrar, sin embargo, en esa especie de historia universal de los trajes que es el Sartor Resartus de Carlyle, que cuando el filósofo se propone describir el traje más austero que alguna vez haya inventado la humanidad, no hable de clámides griegas ni de togas romanas, de pareos gitanos ni de mantas de África, sino del único abrigo que llevaban sobre sus hombros los soldados descamisados y prácticamente desnudos del Libertador Simón Bolívar en los páramos mortales de los Andes: un cuadrado de tela con una ranura recta en el centro. Es así como el dibujo abstracto de la ruana y del poncho, posiblemente trazado por el refinado diseño de los indígenas del continente, recibió el honor de ser declarado en aquel libro el máximo modelo de sobriedad en la indumentaria humana.
Después de Juan de Castellanos, las grandes obras literarias de Colombia parecieron perder el interés por el mundo americano, y refugiarse en una reelaboración aparatosa del mundo europeo y del universo mental del catolicismo. España había triunfado y se puede creer que su trasplante a los trópicos se cumplía ya sin mayores obstáculos. Pero cuando vemos la obra de Hernando Domínguez Camargo, estamos de nuevo enfrentados a unas propuestas estéticas que no caben con facilidad en los cánones. El poema heroico a san Ignacio de Loyola, escrito por este jesuita criollo en el siglo xvii, es un ejemplo curioso de culteranismo, y ha sido censurado a menudo por sus excesos, por sus atrevidas metáforas, por su desmesura. Es, para llevar las palabras al extremo, una suerte de barroco desmesurado. Pero una vez más aquí encontramos algo que fue típico de las épocas en que Europa se trasplantaba a América: no había un solo campo de la realidad en que ese trasplante se diera sin lucha. Y lo que tendía a manifestarse, para una mirada ingenua o adocenada, como imperfección, era a menudo la irrupción de problemas más complejos en el proceso de elaboración de las obras de arte. Si nuestros artistas se hubieran limitado a copiar, todo se habría dado más fácilmente y sus obras habrían sido aceptadas sin atenuantes. Pero ningún artista verdadero es capaz de ese ascetismo; su asunto es la creación, y toda creación es un diálogo de la memoria con el presente, de los lenguajes establecidos con los nuevos recursos, de la humanidad con el individuo.
En el barroco europeo se siente la voluntad de la imagen, el imperativo de la representación, como escribió Marcello Fagiolo en Il gran teatro del barroco. Es una magnificación del propósito de hacer al mundo sólo humano, que todo lo que el ojo pueda ver esté elaborado, intervenido por una contorsión humana y casi se diría que por un énfasis sensual. El esfuerzo, estimulado por el Concilio de Trento, de revelar al espíritu en cada forma de la realidad física. El mundo de los artistas iba dejando de ser el mundo para convertirse en el alma. Ese largo proceso de humanización de lo natural permitió al cabo que Byron dijera en sus versos que hasta las montañas eran sentimiento, permitió que el romanticismo pusiera a la naturaleza a reflejar todas las emociones humanas. Hacer del mundo un teatro fue uno de los propósitos del barroco europeo, y en el caso específico de la Iglesia, exaltar al templo en teatro que hiciera vivir a los humanos como un pregusto de los esplendores celestes. Así la arquitectura se convirtió en “aparato escenográfico”, del que el baldaquino de San Pedro en Roma sería la imagen extrema.
Pero en el siglo xvi entró en acción en Europa la renovada fascinación por el oro, por convertir al oro en atmósfera, en ábside celeste, y por llenar el horizonte con ese lujoso crepúsculo. Había hecho irrupción el oro de América, el oro del azteca y del inca, y después el oro de la Nueva Granada. A partir de entonces la gruta dorada, uno de los primeros espacios simbólicos típicamente latinoamericanos, produjo una suerte de desplazamiento del mito de Eldorado hacia el terreno religioso: la bóveda centelleante del cielo era ya el vientre místico de María, el modo como la Iglesia de Roma entraba en diálogo con el oro americano.
El crítico Damián Bayón sostuvo que el barroco, lejos de ser una imposición absoluta de la autoridad, fue también en Europa una invasión del espíritu campesino, silvestre, fantasioso, dentro de la cultura más organizada, fría, medida y clásica, de las ciudades. Es posible que mucho de lo que llamamos barroco americano, fuera también la irrupción libre, en la América mestiza y en las tierras menos controladas por la presencia española, de la sensibilidad nativa y de la profusión de las formas tropicales. Podemos decir que en la literatura, en la poesía, los amplios y diversos lenguajes que llamamos aquí barrocos más bien surgen como un esfuerzo popular por interpretar el mundo por fuera de unos cánones meramente humanos. Allí el espíritu abstracto de la pintura indígena, la negativa a una figuración realista, y en el fondo la supervivencia del animismo, del sentido sagrado de la naturaleza tal como lo conciben los mitos indígenas, impedía un triunfo demasiado irrestricto del canon clásico. Artes mestizas fueron desde entonces las nuestras, y en ellas, desde siempre, una suerte de triunfo del grotesco, de los desórdenes vitales de la naturaleza, de los trazos eléctricos y los vigorosos contrastes de color, sobre las formas estereotipadas y simétricamente armoniosas del arte humanista.
En la estética hay siempre una lucha entre la forma y el contenido, los clasicismos aprisionan la forma, los expresionismos la destruyen. La aventura de los prerrafaelitas ingleses consistió contradictoriamente en tratar de liberarse de los parámetros que el arte clásico había impuesto a la realidad, sin atreverse a romper con la forma. En Góngora, buen andaluz tocado por la presencia del mundo árabe, es posible advertir un esfuerzo por dejar a la música obrar por encima del sentido, y ello produce el efecto de una desmesura. Del mismo modo, salirse de medida es un recurso latinoamericano desde siempre, y equivale a la mayor de las resistencias, la de no permitir que un humanismo de tipo europeo pudiera tiranizar un universo natural que lo excede. Auden sostuvo que en América nada estimula la visión de la naturaleza como si fuera una madre humana, que aquí los dioses tienen otro rostro.
En efecto, parecen más cercanos de la divinidad, como esta América puede concebirla, la terrible Vorágine de José Eustasio Rivera, el jaguar de “La escritura del Dios” de Borges, el múltiple dios de los panteístas que es hombre en el hombre y hormiga en la hormiga, o la elaborada serpiente cósmica de los habitantes del Amazonas, cuyo orden mítico es a la vez subacuático y arbóreo, temporal en las pieles abandonadas de la gran anaconda y sideral en el mapa de las constelaciones que esa piel ilustra. Vale entonces leer a Domínguez Camargo como el diálogo entre el espíritu religioso europeo y el mundo americano, entre las formas que procuran encerrar el mundo y los contenidos que no se dejan atrapar:
En la que bebe sed cuanto más bebe;
en la que come hambre no saciada,
cuando se goza más; en la que a breve
minuto, estrecha eternidad gozada;
en la que en dulce paz al alma mueve
en esferas de amor arrebatada
y es mar de sed, letargo de dulzura,
piélago de hambre, abismo de hermosura…
Vale rastrear esas variaciones de la desmesura, desde los versos excesivos y poderosos del “Poema heroico a san Ignacio de Loyola” hasta las torsiones de La vorágine; vale rastrearlas desde los retruécanos de Álvarez de Velasco y Zorrilla hasta las profusas fiestas verbales de León de Greiff:
No he visto el mar,
mis ojos, vigías horadantes, fantásticas luciérnagas,
mis ojos avizores entre la noche, dueños
de la estrellada comba, de los astrales mundos,
mis ojos errabundos, ojos cogitabundos,
no han visto el mar mis ojos,
no he visto el mar.
La cántiga ondulosa de su trémula curva
no ha mecido mis sueños,
ni oí de sus sirenas la erótica quejumbre,
ni aturdió mis retinas con el rútilo azogue
que rueda por su dorso…
Es toda una aventura percibir esa profusión desde el Caribe deslumbrante y sangriento de Juan de Castellanos, hasta el intrincado árbol de las razas de Gabriel García Márquez, y ver el modo como el arte europeo le es devuelto a Europa en forma de voluptuosidades agónicas en la pintura de Luis Caballero, o de plácidas estampas desbordantes de ironía, en esos cuadros tropicales ebrios de desmesura y a la vez prodigiosamente contenidos e inmóviles, bañados de luminosidad renacentista, en la pintura de Fernando Botero.
#AmorPorColombia
Un país de contrastes
Hombre murciélago. Pectoral tairona. Museo del Oro, Banco de la República. Bogotá.
Iglesia de San Ignacio. Bogotá.
Iglesia de San Agustín. Bogotá. .
Siíria guajiro.
Collares cuna.
Mochila arhuaca.
Mola cuna.
Festival Nacional de Bandas. Paipa, Boyacá.
Festival Internacional de Teatro. Bogotá.
Festival del Bambuco. Neiva, Huila.
Carnaval de Blancos y Negros. Pasto, Nariño.
Carnaval de Barranquilla. Atlántico.
Carnaval de Barranquilla. Atlántico.
Cuadrillas de San Martín. Meta.
Semana Santa. Popayán, Cauca.
Carnaval del Diablo. Riosucio, Caldas.
Carnaval de Barranquilla. Atlántico.
Iglesia de Santa Clara. Bogotá.
Representaciones religiosas populares. Boyacá.
Zona Rosa. Bogotá.
Venta de imágenes religiosas. Barrio 20 de Julio. Bogotá.
San Marcos, s. xvii, alto relieve en madera policromada, estofada y esgrafiada. Púlpito de la iglesia de Santa Clara. Bogotá.
Sagrado Corazón de Jesús, Museo de Arte Colonial. Bogotá.
Canéfora, taller boyacense, s. xviii, madera tallada y policromada. Museo de Arte Colonial. Bogotá.
San Antonio de Padua, taller neogranadino, s. xviii, medio relieve en madera. Museo de Arte Colonial. Bogotá.
Cristo eucarístico (detalle), taller de los Figueroa, óleo sobre lienzo. 192 x 124 cm
Luis Caballero, Pintura anecdótica, tríptico (detalle), 1973, óleo sobre papel. 195 x 390 cm.
Texto de: William Ospina
Pero la Colonia cumplió su labor en nuestra tierra de un modo a la vez eficaz y misterioso. Si en el siglo xvi la poesía estaba deslumbrada con el territorio americano, con sus caimanes y sus serpientes, sus chigüiros y sus dantas, sus ceibas y sus caimitos, sus bohíos y sus huracanes, con la pluralidad de los pueblos indígenas adornados de oro y diademados de plumas de colores, con la minuciosa realidad de la guerra y el choque de los mundos pero también con la densa materia del mundo milenario de América, los siglos siguientes parecieron perder esa perplejidad, esa amplitud de la mirada, la capacidad de ver los dos mundos y celebrar su abrazo, de modo que la poesía y el arte empezaron a reflejar a la metrópoli ahora triunfante, y quisieron vivir sus aventuras como si América no existiera o no estuviera autorizada a existir. El desorden mismo de la Conquista había obrado como una vasta libertad sobre el espíritu de los aventureros, pero ahora el triunfo perdurable de la corona y de la Iglesia se manifestaba como una poderosa coacción sobre los creadores.
Sin embargo, no es que América no lograra aparecer en la literatura y el arte colonial, sino que empezó a aparecer disfrazada, revestida con las apariencias del mundo ilustre que triunfaba. Así llegó la época de las fusiones veladas y de los lenguajes herméticos, la época en que la profusa materia americana empezó a ser reinterpretada como barroquismo occidental. Lo que desde entonces llamamos barroco, en la obra de Hernando Domínguez Camargo –el gran émulo de Góngora–, o de Álvarez de Velasco y Zorrilla, en las tallas de Legarda que adornan los altares de Quito y Popayán, o en los decorados de frutas y de flores de las capillas de Tunja, en las águilas bicéfalas de pedrería o en los verdes círculos deslumbrantes de las custodias de esmeraldas, es por momentos una expresión normal de esa ya señalada exuberancia propia de nuestra naturaleza y –por momentos– una mala lectura europea de las complejidades del mundo americano.
En Europa ser clásico es parecerse a la naturaleza en su austeridad y su tono apacible; en nuestros trópicos la naturaleza es mención de profusión y de exceso. Una manzana o un racimo de uvas, un ruiseñor o un ciervo, se diría que son formas emblemáticas del mundo clásico europeo, pero una piña o una guanábana, una pitahaya o un gajo de chontaduros, un caimán o un armadillo podrían sugerir desde esa perspectiva formas barrocas. Todo nuestro mundo natural, y en su seno las culturas nativas, pudo parecer a los observadores sensibles un mosaico de apariencias fantásticas: cuerpos pintados de los emberá, la mitad en la noche, la mitad en el día; collares infinitos de los cuna; molas cuyos contrastes de colores traducen la eléctrica energía de la naturaleza; rostros rayados de achiote; faldas de azul fulgurante de los guambianos; geometría en blanco y negro de las mochilas arhuacas; lajas infinitas de las ciudades perdidas de la sierra; plumaje verde de los guaduales que siguen los cauces del agua; flores de platanillo que parecen inmóviles bandadas de fuego; llanuras de heliconias moradas que se yerguen como bastones ceremoniales; guacamayas estridentes al oído y al ojo; playas rosadas de flamencos; blancos árboles agobiados de garzas al atardecer; carreteras olorosas a mangos; tucanes de picos inmensos; solitarios yarumos plateados en la oscuridad de los bosques y leñosos sietecueros de flores moradas; acorazados armadillos; ramas en donde cantan todos los colores del iris; muros de colores del crepúsculo equinoccial sobre los ríos amazónicos.
En Castellanos el exceso estaba en el fondo, en la materia misma que se trataba, en esos atavíos de los guerreros de Trinidad, que llevaban dientes de tigre engastados en oro y flechas cuyas puntas eran dientes filosos de tiburón y puyas de rayas, labradas con arte exquisito para prodigar la callada muerte de que hablaba un poeta; en adelante también las formas, los recursos verbales, los ornamentos, fueron los mensajeros de esa riqueza aún sobre un fondo de rígidos mensajes europeos. Pero desde entonces ya no nos abandonaría jamás la profusión como insignia del arte, aunque por supuesto una de las caras de esa abundancia pudo ser, justamente, la austeridad.
En las fiestas regionales de Colombia, en el carnaval de Barranquilla, que llena de animales humanos las calles, que despliega todos los colores imaginables en la vitalidad de sus danzas sin término; o en el reinado de belleza de Cartagena, donde es posible ver a las jóvenes reinas con trajes de fantasía abrumados de pedrerías extravagantes y de plumas inmensas, vagamente inspirados en aves y en antiguas comparsas indígenas; o en el carnaval del Diablo de Riosucio, fusión de ritos nativos y africanos en el corazón de la cultura montañera blanca y católica, imperó siempre alegremente aquella indumentaria del exceso y aquella ley de contrastes.
Es sorprendente encontrar, sin embargo, en esa especie de historia universal de los trajes que es el Sartor Resartus de Carlyle, que cuando el filósofo se propone describir el traje más austero que alguna vez haya inventado la humanidad, no hable de clámides griegas ni de togas romanas, de pareos gitanos ni de mantas de África, sino del único abrigo que llevaban sobre sus hombros los soldados descamisados y prácticamente desnudos del Libertador Simón Bolívar en los páramos mortales de los Andes: un cuadrado de tela con una ranura recta en el centro. Es así como el dibujo abstracto de la ruana y del poncho, posiblemente trazado por el refinado diseño de los indígenas del continente, recibió el honor de ser declarado en aquel libro el máximo modelo de sobriedad en la indumentaria humana.
Después de Juan de Castellanos, las grandes obras literarias de Colombia parecieron perder el interés por el mundo americano, y refugiarse en una reelaboración aparatosa del mundo europeo y del universo mental del catolicismo. España había triunfado y se puede creer que su trasplante a los trópicos se cumplía ya sin mayores obstáculos. Pero cuando vemos la obra de Hernando Domínguez Camargo, estamos de nuevo enfrentados a unas propuestas estéticas que no caben con facilidad en los cánones. El poema heroico a san Ignacio de Loyola, escrito por este jesuita criollo en el siglo xvii, es un ejemplo curioso de culteranismo, y ha sido censurado a menudo por sus excesos, por sus atrevidas metáforas, por su desmesura. Es, para llevar las palabras al extremo, una suerte de barroco desmesurado. Pero una vez más aquí encontramos algo que fue típico de las épocas en que Europa se trasplantaba a América: no había un solo campo de la realidad en que ese trasplante se diera sin lucha. Y lo que tendía a manifestarse, para una mirada ingenua o adocenada, como imperfección, era a menudo la irrupción de problemas más complejos en el proceso de elaboración de las obras de arte. Si nuestros artistas se hubieran limitado a copiar, todo se habría dado más fácilmente y sus obras habrían sido aceptadas sin atenuantes. Pero ningún artista verdadero es capaz de ese ascetismo; su asunto es la creación, y toda creación es un diálogo de la memoria con el presente, de los lenguajes establecidos con los nuevos recursos, de la humanidad con el individuo.
En el barroco europeo se siente la voluntad de la imagen, el imperativo de la representación, como escribió Marcello Fagiolo en Il gran teatro del barroco. Es una magnificación del propósito de hacer al mundo sólo humano, que todo lo que el ojo pueda ver esté elaborado, intervenido por una contorsión humana y casi se diría que por un énfasis sensual. El esfuerzo, estimulado por el Concilio de Trento, de revelar al espíritu en cada forma de la realidad física. El mundo de los artistas iba dejando de ser el mundo para convertirse en el alma. Ese largo proceso de humanización de lo natural permitió al cabo que Byron dijera en sus versos que hasta las montañas eran sentimiento, permitió que el romanticismo pusiera a la naturaleza a reflejar todas las emociones humanas. Hacer del mundo un teatro fue uno de los propósitos del barroco europeo, y en el caso específico de la Iglesia, exaltar al templo en teatro que hiciera vivir a los humanos como un pregusto de los esplendores celestes. Así la arquitectura se convirtió en “aparato escenográfico”, del que el baldaquino de San Pedro en Roma sería la imagen extrema.
Pero en el siglo xvi entró en acción en Europa la renovada fascinación por el oro, por convertir al oro en atmósfera, en ábside celeste, y por llenar el horizonte con ese lujoso crepúsculo. Había hecho irrupción el oro de América, el oro del azteca y del inca, y después el oro de la Nueva Granada. A partir de entonces la gruta dorada, uno de los primeros espacios simbólicos típicamente latinoamericanos, produjo una suerte de desplazamiento del mito de Eldorado hacia el terreno religioso: la bóveda centelleante del cielo era ya el vientre místico de María, el modo como la Iglesia de Roma entraba en diálogo con el oro americano.
El crítico Damián Bayón sostuvo que el barroco, lejos de ser una imposición absoluta de la autoridad, fue también en Europa una invasión del espíritu campesino, silvestre, fantasioso, dentro de la cultura más organizada, fría, medida y clásica, de las ciudades. Es posible que mucho de lo que llamamos barroco americano, fuera también la irrupción libre, en la América mestiza y en las tierras menos controladas por la presencia española, de la sensibilidad nativa y de la profusión de las formas tropicales. Podemos decir que en la literatura, en la poesía, los amplios y diversos lenguajes que llamamos aquí barrocos más bien surgen como un esfuerzo popular por interpretar el mundo por fuera de unos cánones meramente humanos. Allí el espíritu abstracto de la pintura indígena, la negativa a una figuración realista, y en el fondo la supervivencia del animismo, del sentido sagrado de la naturaleza tal como lo conciben los mitos indígenas, impedía un triunfo demasiado irrestricto del canon clásico. Artes mestizas fueron desde entonces las nuestras, y en ellas, desde siempre, una suerte de triunfo del grotesco, de los desórdenes vitales de la naturaleza, de los trazos eléctricos y los vigorosos contrastes de color, sobre las formas estereotipadas y simétricamente armoniosas del arte humanista.
En la estética hay siempre una lucha entre la forma y el contenido, los clasicismos aprisionan la forma, los expresionismos la destruyen. La aventura de los prerrafaelitas ingleses consistió contradictoriamente en tratar de liberarse de los parámetros que el arte clásico había impuesto a la realidad, sin atreverse a romper con la forma. En Góngora, buen andaluz tocado por la presencia del mundo árabe, es posible advertir un esfuerzo por dejar a la música obrar por encima del sentido, y ello produce el efecto de una desmesura. Del mismo modo, salirse de medida es un recurso latinoamericano desde siempre, y equivale a la mayor de las resistencias, la de no permitir que un humanismo de tipo europeo pudiera tiranizar un universo natural que lo excede. Auden sostuvo que en América nada estimula la visión de la naturaleza como si fuera una madre humana, que aquí los dioses tienen otro rostro.
En efecto, parecen más cercanos de la divinidad, como esta América puede concebirla, la terrible Vorágine de José Eustasio Rivera, el jaguar de “La escritura del Dios” de Borges, el múltiple dios de los panteístas que es hombre en el hombre y hormiga en la hormiga, o la elaborada serpiente cósmica de los habitantes del Amazonas, cuyo orden mítico es a la vez subacuático y arbóreo, temporal en las pieles abandonadas de la gran anaconda y sideral en el mapa de las constelaciones que esa piel ilustra. Vale entonces leer a Domínguez Camargo como el diálogo entre el espíritu religioso europeo y el mundo americano, entre las formas que procuran encerrar el mundo y los contenidos que no se dejan atrapar:
En la que bebe sed cuanto más bebe;
en la que come hambre no saciada,
cuando se goza más; en la que a breve
minuto, estrecha eternidad gozada;
en la que en dulce paz al alma mueve
en esferas de amor arrebatada
y es mar de sed, letargo de dulzura,
piélago de hambre, abismo de hermosura…
Vale rastrear esas variaciones de la desmesura, desde los versos excesivos y poderosos del “Poema heroico a san Ignacio de Loyola” hasta las torsiones de La vorágine; vale rastrearlas desde los retruécanos de Álvarez de Velasco y Zorrilla hasta las profusas fiestas verbales de León de Greiff:
No he visto el mar,
mis ojos, vigías horadantes, fantásticas luciérnagas,
mis ojos avizores entre la noche, dueños
de la estrellada comba, de los astrales mundos,
mis ojos errabundos, ojos cogitabundos,
no han visto el mar mis ojos,
no he visto el mar.
La cántiga ondulosa de su trémula curva
no ha mecido mis sueños,
ni oí de sus sirenas la erótica quejumbre,
ni aturdió mis retinas con el rútilo azogue
que rueda por su dorso…
Es toda una aventura percibir esa profusión desde el Caribe deslumbrante y sangriento de Juan de Castellanos, hasta el intrincado árbol de las razas de Gabriel García Márquez, y ver el modo como el arte europeo le es devuelto a Europa en forma de voluptuosidades agónicas en la pintura de Luis Caballero, o de plácidas estampas desbordantes de ironía, en esos cuadros tropicales ebrios de desmesura y a la vez prodigiosamente contenidos e inmóviles, bañados de luminosidad renacentista, en la pintura de Fernando Botero.