- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
X - La Ciudad Futura
Texto de: Porfirio Barba Jacob
Joaquín había cumplido la recomendación que yo le diera cuando me dispuse a ir a Quezaltepeque, y todas las diligencias relativas a mi matrimonio estaban hechas. Ni la autoridad civil ni la curia pusieron obstáculo al propósito de dos almas valerosas que anhelaban unir sus fuerzas para ayudar en la ardua empresa de restaurar la ciudad destruida. Así, pues, nuestro enlace civil quedó preparado para el jueves 21, y el religioso para el día siguiente.
Nunca hube pensado –y a buen seguro tampoco llegó a imaginarlo Consuelo– que la sencillez de las ceremonias y de la fiesta de bodas fuese tan grande. No había traje nupcial cargado de azahares; no había naves adornadas con los recursos del arte suntuario para recibirnos. No había orquesta que nos envolviese en las ondas de una marcha clásica –la de Mendelssohn, por ejemplo– mientras callábamos, temblando de emoción, frente al cura… Ni gran banquete, ni gran baile, ni siquiera reunión amistosa.
Los padrinos, indispensables según el ritual, la familia, y nada más. Y, sin embargo, esto no amenguaba la dicha: quizás servía más bien para hacer resaltar la grandeza de nuestros amores y la conformidad de nuestros espíritus.
Tampoco mi enlace matrimonial constituía una excepción en aquellos días: a semejanza de él, muchos otros que estaban concertados desde antes del terremoto, se sobrepusieron a éste y fueron realizados santamente. El amor vivía entre escombros pero vivía… La prensa diaria daba noticias de parejas que, volviendo la espalda a la fatalidad pasajera, vinculaban en el cariño perenne los destinos de la Patria. Era que el hálito de heroísmo que venía de la ciudad entera se nos comunicaba a los amantes.
Un día, poco antes de aquel en que iba a realizar el íntimo anhelo de mi corazón, advertí, al volver a la carpa, una actividad extraordinaria. Había dos carpinteros y unos mozos estaban trayendo láminas de zinc, tablas y cuartones, y disponiéndose a emprender una obra… arquitectónica.
—¿Y qué es esto? –le dije a Joaquín–. ¿Vas a empezar algún palacio?
—Sí –me respondió él sonriendo–: quiero contribuir al embellecimiento de la ciudad. Ya verás.
—¿Y de dónde has sacado estos materiales tan valiosos?
—He comprado el zinc a los hurgadores
—¿Y quiénes son los hurgadores?
—¿No lo sabes? Pues anda a ver las ruinas de El Fénix, de El Café Nacional y de la Cruz Roja. Hay cientos de individuos removiendo escombros y llevándose lo que encuentran: los han dejado libres, según entiendo. Sacan cuchillas, piedras de afilar, ¡qué sé yo! Uno de esos hombres obtuvo permiso de vender el zinc, y a él se lo compré.
La obra dio comienzo, y al llegar la tarde quedó construido el barracón. Tenía espacio suficiente para que en él cupiesen una alcoba dormitorio, una pequeña sala y un comedor.
Mientras tanto la empresa de remover los escombros de la casa de Consuelo había seguido adelante, y poco a poco iban saliendo baúles, camas, colchones, sillas, mesas… Hasta un poco de la antigua vajilla resultó intacto. Pero todo se amontonaba en la carpa de trapos y, lejos de servirnos, venía a multiplicar las incomodidades. Mas esto cambió al concluir el palacio: la joven, mi madre y el aya –con ese instinto de orden que caracteriza a las salvadoreñas– lo dispusieron todo en forma tal que resultamos amplios y cómodos.
Con algunos cuadros que salieron maltrechos, pues se les habían roto los vidrios, pero donde las imágenes conservaban algo de su antigua belleza. Consuelo había decorado la vivienda. ¡Qué suntuosidad!
Las vecinas y los amigos de carpa nos daban bromas por aquello; pero, en el fondo, aplaudían. Todas las familias de San Salvador, aisladas como nosotros, hacían lo mismo: era un noble afán por el trabajo, por el orden, por la belleza se buscaba la comodidad aun entre los escombros que nos rodeaban. La ciudad no tenía trajes magníficos, o los tenía percudidos por el polvo y la lluvia; pues a limpiarlos, a arreglarlos y a lucirlos, para que nadie advirtiese que la catástrofe había acabado con los bellos instintos vitales.
Al llegar la hora de ponerle nombre a nuestro palacio, a nuestra villa, a nuestro chalet –aún no sabíamos cuál era su sello arquitectónico– Joaquín quiso que yo fuera el bautizador. Yo quise que fuera mi madre. Y mi madre quiso que fuera Consuelo. La joven pensó unos instantes, y después trazó en un papel estas tres palabras, que eran la expresión de su alma llena de conformidad y alegría en el amor, llena de fuerza y esperanza: Los Días Azules. Y así quedó bautizada la galera de zinc.
Vino la fecha del matrimonio. Tanto la ceremonia civil como la religiosa, se efectuaron con una sencillez que daba realce a la solemnidad de los ritos. Y como no había curiosos, pudimos saborear íntima y tranquilamente nuestra felicidad.
Cuando volvimos a Los Días Azules, de regreso del templo, y después de un rato de pláticas, en que bromeábamos a propósito de la actitud que cada uno de nosotros había asumido al oír la Epístola de San Pablo, Joaquín hizo servir los licores. Había una botella de champaña, una sola, de la cual no era posible que nadie tomase, a excepción de los desposados. Insistimos, Consuelo y yo, en que se hiciese partes mínimas el espumoso licor, para que mis cuñados y nuestros padrinos lo probasen; pero todos rehusaron.
Tomamos, pues, en medio de una alegría tan serena y tan grande, que perdurará en mi recuerdo como esos perfumes de los arcones antiguos, que el tiempo no puede consumir.
Las vecinas participaban de nuestro júbilo. Una de ellas trajo el fonógrafo de su carpa, y así tuvimos música de fiesta.
Después del almuerzo pude darme cuenta de la distribución de las habitaciones. Consuelo y yo ocuparíamos, en el galerón de zinc, la pieza que estaba destinada propiamente a servir de dormitorio. Mi madre pasaría las noches en el comedor, donde se había puesto una cama, además de la mesa. Entre las dos estancias quedaría la sala libre. Joaquín, el aya y los niños, continuarían en la carpa de lona.
Y llegó, al fin, llorosa y cejijunta exteriormente, pero llena de íntimos fulgores en mi alma, la noche de bodas. Mientras iba cayendo la lluvia, Consuelo y yo, solos en la puerta de la galera, tratábamos en vano de buscar palabras que expresasen nuestros pensamientos. O quizás nada teníamos que decirnos. Le ceñí el talle con mi brazo, en tanto que su cabeza de bucles castaños reposaba en mi pecho. Sus hondos ojos lumínicos se entrecerraban voluptuosamente. Y yo sentía su tibieza y aspiraba su aroma. ¡Tibieza de mujer, fuego indefinible que compendias toda la energía creadora del mundo! ¡Aroma de mujer, hálito supremo que exaltas como un vino, que resumes toda fragancia y que das a la materia su única emanación espiritual!
Lentamente se iban espesando las tinieblas sobre San Salvador. La luz de los focos eléctricos resaltó con fúnebre amarillez, y al derramarse en los montículos de escombros, y al dorar el rojo de los ladrillos en desorden que habían formado viviendas humanas, hizo crecer la gran tristeza que la ciudad se empeñaba en olvidar.
Y yo vi entonces, en un sueño, que el lúgubre paisaje se alejaba: cayó en las galerías oscuras del tiempo, se abismó en el mar sin orillas de la eternidad. Pero donde estuvo la urbe antigua miré brotar, por mágico milagro de mi fantasía, una urbe nueva, pujante y soberana. Brillaban al sol los azulejos de sus cúpulas, el bronce de sus estatuas, el mármol de sus palacios. Dilatábanse sus calles en líneas espaciosas, e iban a fluir en el horizonte, como ríos que llevasen sus aguas al Azul. Una muchedumbre alegre y fuerte discurría en el grato abandono de un fúlgido atardecer. Y de los pechos confiados y seguros se escapaba, ad incensum lucernae, una antífona, un himno, un coro inefable. Y era que la nueva ciudad cantaba sus victorias, el tumulto de sus luchas, el poema de sus esperanzas, el vago leit-motiv de sus recuerdos. ¡Cuán grande y soberbia se me aparecía! Doscientos mil hombres la habitaban tal vez… Como mástiles de buques fabulosos e ingentes, las chimeneas iban a lo alto, y en lo alto regaban el aliento de mil fábricas enormes. En majestuosos edificios de cemento puro flameaba una bandera insigne: ¡azul y blanco! Aquella casa, de noble y vivaz estilo jónico, era la Universidad: la Magna Universidad de Centro América. Y aquella otra –más austera–, figuraba el palacio donde los representantes de los cinco pueblos del Istmo, en un coro anfictiónico, hacían realidad el sueño de José Matías Delgado y de Simeón Cañas, de Manuel José Arce y de José Cecilio del Valle, de Barrundia y de los Beltranena… Un obelisco alzado en vertiginoso atrevimiento parecía delatar más lejos la consagración de todos los mártires centroamericanos: de todos los que, a través de tiempos y vicisitudes –cada uno en el cerco de su pequeña Patria– bregaron y murieron por la realización de un ideal máximo. ¿Imagináis aquel testimonio augusto? ¡Descubríos!
Simbolizaba la unidad en el dolor y en la esperanza… Y más lejos aún, la nueva ciudad erigía fábricas portentosas, como tal vez no posee ningún pueblo sobre el haz de la Tierra: un templo a la Libertad, un templo a la Ciencia, un templo a la Naturaleza, un templo a la Niñez… Y un alma en que residían la gracia y la agilidad de la Hélade, y el ímpetu de Roma, y la sabia complejidad de Alejandría, y el ánimo aventurero y fervoroso de España, y el genio difusor y sonriente de Francia, se expresaba en aquellas chimeneas, y en aquellas estatuas, y en aquellos templos… ¡Así apareció ante mis ojos, evocada por la fuerza germinal que surgía de entre las ruinas actuales, la futura ciudad de San Salvador!
Mi ensueño se había prolongado. Consuelo, como si comprendiese cuán respetable es el acto en que el misterio de lo Futuro se insinúa en el ánima del poeta, guardaba silencio y quietud. Luego sentí que su mano me oprimía suavemente. Eran las diez. La oscuridad, nodriza de los astros de oro y cómplice de la juventud y el amor, nos aguardaba, llena de silencio y blanduras, en el galerón de Los Días Azules…
#AmorPorColombia
X - La Ciudad Futura
Texto de: Porfirio Barba Jacob
Joaquín había cumplido la recomendación que yo le diera cuando me dispuse a ir a Quezaltepeque, y todas las diligencias relativas a mi matrimonio estaban hechas. Ni la autoridad civil ni la curia pusieron obstáculo al propósito de dos almas valerosas que anhelaban unir sus fuerzas para ayudar en la ardua empresa de restaurar la ciudad destruida. Así, pues, nuestro enlace civil quedó preparado para el jueves 21, y el religioso para el día siguiente.
Nunca hube pensado –y a buen seguro tampoco llegó a imaginarlo Consuelo– que la sencillez de las ceremonias y de la fiesta de bodas fuese tan grande. No había traje nupcial cargado de azahares; no había naves adornadas con los recursos del arte suntuario para recibirnos. No había orquesta que nos envolviese en las ondas de una marcha clásica –la de Mendelssohn, por ejemplo– mientras callábamos, temblando de emoción, frente al cura… Ni gran banquete, ni gran baile, ni siquiera reunión amistosa.
Los padrinos, indispensables según el ritual, la familia, y nada más. Y, sin embargo, esto no amenguaba la dicha: quizás servía más bien para hacer resaltar la grandeza de nuestros amores y la conformidad de nuestros espíritus.
Tampoco mi enlace matrimonial constituía una excepción en aquellos días: a semejanza de él, muchos otros que estaban concertados desde antes del terremoto, se sobrepusieron a éste y fueron realizados santamente. El amor vivía entre escombros pero vivía… La prensa diaria daba noticias de parejas que, volviendo la espalda a la fatalidad pasajera, vinculaban en el cariño perenne los destinos de la Patria. Era que el hálito de heroísmo que venía de la ciudad entera se nos comunicaba a los amantes.
Un día, poco antes de aquel en que iba a realizar el íntimo anhelo de mi corazón, advertí, al volver a la carpa, una actividad extraordinaria. Había dos carpinteros y unos mozos estaban trayendo láminas de zinc, tablas y cuartones, y disponiéndose a emprender una obra… arquitectónica.
—¿Y qué es esto? –le dije a Joaquín–. ¿Vas a empezar algún palacio?
—Sí –me respondió él sonriendo–: quiero contribuir al embellecimiento de la ciudad. Ya verás.
—¿Y de dónde has sacado estos materiales tan valiosos?
—He comprado el zinc a los hurgadores
—¿Y quiénes son los hurgadores?
—¿No lo sabes? Pues anda a ver las ruinas de El Fénix, de El Café Nacional y de la Cruz Roja. Hay cientos de individuos removiendo escombros y llevándose lo que encuentran: los han dejado libres, según entiendo. Sacan cuchillas, piedras de afilar, ¡qué sé yo! Uno de esos hombres obtuvo permiso de vender el zinc, y a él se lo compré.
La obra dio comienzo, y al llegar la tarde quedó construido el barracón. Tenía espacio suficiente para que en él cupiesen una alcoba dormitorio, una pequeña sala y un comedor.
Mientras tanto la empresa de remover los escombros de la casa de Consuelo había seguido adelante, y poco a poco iban saliendo baúles, camas, colchones, sillas, mesas… Hasta un poco de la antigua vajilla resultó intacto. Pero todo se amontonaba en la carpa de trapos y, lejos de servirnos, venía a multiplicar las incomodidades. Mas esto cambió al concluir el palacio: la joven, mi madre y el aya –con ese instinto de orden que caracteriza a las salvadoreñas– lo dispusieron todo en forma tal que resultamos amplios y cómodos.
Con algunos cuadros que salieron maltrechos, pues se les habían roto los vidrios, pero donde las imágenes conservaban algo de su antigua belleza. Consuelo había decorado la vivienda. ¡Qué suntuosidad!
Las vecinas y los amigos de carpa nos daban bromas por aquello; pero, en el fondo, aplaudían. Todas las familias de San Salvador, aisladas como nosotros, hacían lo mismo: era un noble afán por el trabajo, por el orden, por la belleza se buscaba la comodidad aun entre los escombros que nos rodeaban. La ciudad no tenía trajes magníficos, o los tenía percudidos por el polvo y la lluvia; pues a limpiarlos, a arreglarlos y a lucirlos, para que nadie advirtiese que la catástrofe había acabado con los bellos instintos vitales.
Al llegar la hora de ponerle nombre a nuestro palacio, a nuestra villa, a nuestro chalet –aún no sabíamos cuál era su sello arquitectónico– Joaquín quiso que yo fuera el bautizador. Yo quise que fuera mi madre. Y mi madre quiso que fuera Consuelo. La joven pensó unos instantes, y después trazó en un papel estas tres palabras, que eran la expresión de su alma llena de conformidad y alegría en el amor, llena de fuerza y esperanza: Los Días Azules. Y así quedó bautizada la galera de zinc.
Vino la fecha del matrimonio. Tanto la ceremonia civil como la religiosa, se efectuaron con una sencillez que daba realce a la solemnidad de los ritos. Y como no había curiosos, pudimos saborear íntima y tranquilamente nuestra felicidad.
Cuando volvimos a Los Días Azules, de regreso del templo, y después de un rato de pláticas, en que bromeábamos a propósito de la actitud que cada uno de nosotros había asumido al oír la Epístola de San Pablo, Joaquín hizo servir los licores. Había una botella de champaña, una sola, de la cual no era posible que nadie tomase, a excepción de los desposados. Insistimos, Consuelo y yo, en que se hiciese partes mínimas el espumoso licor, para que mis cuñados y nuestros padrinos lo probasen; pero todos rehusaron.
Tomamos, pues, en medio de una alegría tan serena y tan grande, que perdurará en mi recuerdo como esos perfumes de los arcones antiguos, que el tiempo no puede consumir.
Las vecinas participaban de nuestro júbilo. Una de ellas trajo el fonógrafo de su carpa, y así tuvimos música de fiesta.
Después del almuerzo pude darme cuenta de la distribución de las habitaciones. Consuelo y yo ocuparíamos, en el galerón de zinc, la pieza que estaba destinada propiamente a servir de dormitorio. Mi madre pasaría las noches en el comedor, donde se había puesto una cama, además de la mesa. Entre las dos estancias quedaría la sala libre. Joaquín, el aya y los niños, continuarían en la carpa de lona.
Y llegó, al fin, llorosa y cejijunta exteriormente, pero llena de íntimos fulgores en mi alma, la noche de bodas. Mientras iba cayendo la lluvia, Consuelo y yo, solos en la puerta de la galera, tratábamos en vano de buscar palabras que expresasen nuestros pensamientos. O quizás nada teníamos que decirnos. Le ceñí el talle con mi brazo, en tanto que su cabeza de bucles castaños reposaba en mi pecho. Sus hondos ojos lumínicos se entrecerraban voluptuosamente. Y yo sentía su tibieza y aspiraba su aroma. ¡Tibieza de mujer, fuego indefinible que compendias toda la energía creadora del mundo! ¡Aroma de mujer, hálito supremo que exaltas como un vino, que resumes toda fragancia y que das a la materia su única emanación espiritual!
Lentamente se iban espesando las tinieblas sobre San Salvador. La luz de los focos eléctricos resaltó con fúnebre amarillez, y al derramarse en los montículos de escombros, y al dorar el rojo de los ladrillos en desorden que habían formado viviendas humanas, hizo crecer la gran tristeza que la ciudad se empeñaba en olvidar.
Y yo vi entonces, en un sueño, que el lúgubre paisaje se alejaba: cayó en las galerías oscuras del tiempo, se abismó en el mar sin orillas de la eternidad. Pero donde estuvo la urbe antigua miré brotar, por mágico milagro de mi fantasía, una urbe nueva, pujante y soberana. Brillaban al sol los azulejos de sus cúpulas, el bronce de sus estatuas, el mármol de sus palacios. Dilatábanse sus calles en líneas espaciosas, e iban a fluir en el horizonte, como ríos que llevasen sus aguas al Azul. Una muchedumbre alegre y fuerte discurría en el grato abandono de un fúlgido atardecer. Y de los pechos confiados y seguros se escapaba, ad incensum lucernae, una antífona, un himno, un coro inefable. Y era que la nueva ciudad cantaba sus victorias, el tumulto de sus luchas, el poema de sus esperanzas, el vago leit-motiv de sus recuerdos. ¡Cuán grande y soberbia se me aparecía! Doscientos mil hombres la habitaban tal vez… Como mástiles de buques fabulosos e ingentes, las chimeneas iban a lo alto, y en lo alto regaban el aliento de mil fábricas enormes. En majestuosos edificios de cemento puro flameaba una bandera insigne: ¡azul y blanco! Aquella casa, de noble y vivaz estilo jónico, era la Universidad: la Magna Universidad de Centro América. Y aquella otra –más austera–, figuraba el palacio donde los representantes de los cinco pueblos del Istmo, en un coro anfictiónico, hacían realidad el sueño de José Matías Delgado y de Simeón Cañas, de Manuel José Arce y de José Cecilio del Valle, de Barrundia y de los Beltranena… Un obelisco alzado en vertiginoso atrevimiento parecía delatar más lejos la consagración de todos los mártires centroamericanos: de todos los que, a través de tiempos y vicisitudes –cada uno en el cerco de su pequeña Patria– bregaron y murieron por la realización de un ideal máximo. ¿Imagináis aquel testimonio augusto? ¡Descubríos!
Simbolizaba la unidad en el dolor y en la esperanza… Y más lejos aún, la nueva ciudad erigía fábricas portentosas, como tal vez no posee ningún pueblo sobre el haz de la Tierra: un templo a la Libertad, un templo a la Ciencia, un templo a la Naturaleza, un templo a la Niñez… Y un alma en que residían la gracia y la agilidad de la Hélade, y el ímpetu de Roma, y la sabia complejidad de Alejandría, y el ánimo aventurero y fervoroso de España, y el genio difusor y sonriente de Francia, se expresaba en aquellas chimeneas, y en aquellas estatuas, y en aquellos templos… ¡Así apareció ante mis ojos, evocada por la fuerza germinal que surgía de entre las ruinas actuales, la futura ciudad de San Salvador!
Mi ensueño se había prolongado. Consuelo, como si comprendiese cuán respetable es el acto en que el misterio de lo Futuro se insinúa en el ánima del poeta, guardaba silencio y quietud. Luego sentí que su mano me oprimía suavemente. Eran las diez. La oscuridad, nodriza de los astros de oro y cómplice de la juventud y el amor, nos aguardaba, llena de silencio y blanduras, en el galerón de Los Días Azules…