- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
El Terremoto de San SalvadorNarración de un superviviente / Un Poeta Andariego en una Tierra Estremecida |
Un Poeta Andariego en una Tierra Estremecida
Texto de: Carlos Cañas-Dinarte
El tren cierra su periplo entre un estrépito de hierros y grandes bocanadas de humo negro. Llega y se detiene en uno de los andenes de la Estación de Oriente con bufido de animal antediluviano.
Viene desde muy lejos, desde el puerto de La Unión, en el extremo este de la República de El Salvador, un sitio que a mediados del siglo XIX fuera un próspero lugar de intercambio comercial y de pasajeros, al grado tal que Garibaldi se animó a visitarlo después de recorrer Nicaragua.
En su interior, junto con grandes bultos de mercancías agrícolas, reses, viajeros, pequeños terratenientes y humildes campesinos que se dirigen a la ciudad para hacer transacciones comerciales o para acudir a citas médicas, llega un personaje extraño, un andariego, un hombre de origen colombiano al que la vida ha hecho ya ciudadano del mundo.
Ataviado con sombrero y traje completo, no trae más equipaje que una maleta de viaje, con poca ropa y gran cantidad de cuartillas manuscritas. Casi no habla, pero no necesita hacerlo. Su mirada de ave escrutadora lo dice todo. Es poeta. Y pobre, para más señas, al estilo de la vida poética comprometida que demandara Heine en su tiempo.
San Salvador es entonces una ciudad donde el progreso corre a pasos agigantados, se multiplican los millones en los bancos privados, la era industrial está a las puertas para darles más impulso a los capitales cafetaleros, el comercio se acentúa en los almacenes de los extranjeros y donde, en general, se ama la buena comida en los hoteles y restaurantes, se aprecia las comodidades de los hoteles y posadas, se oye la palabra divina en templos de madera comprados por catálogo e importados desde Europa y se degusta las delicias de las artes en el Teatro Nacional y en los demás coliseos que se alzan por distintos puntos cardinales.
Es la capital que, tras ser una vieja aldeana con costumbres coloniales e ingenuas, ha visto borrar su pasado en los grandes terremotos del 16 de abril de 1854 y del 19 de marzo de 1873, para dar paso a una urbe moderna, que se renueva con cada amanecer y que se adueña de los adelantos modernos, entre los que no pueden faltar el hierro fundido, el cemento, el ladrillo, la piedra, el oro, la plata, la seda, el algodón, el cáñamo, el automóvil, el papel y la lámina troquelada de confección europea.
Es una urbe de confianza, en la que basta la palabra y el nombre para ingresar y hacerse partícipe de todo ese progreso, que bulle rodeado por la miseria de grandes grupos poblacionales, alojados en mesones de adobe y ranchos de paja, pero ya penetrados por las ideas gremiales y sindicales explicadas en las plazas públicas por muchos agitadores extranjeros y nacionales.
El poeta pobre desciende del tren y se hace llevar al centro de la ciudad. Quiere sorberla de un trago, mientras fuma un cigarrillo, quizá uno de los nuevos que él mismo fabrica, en honor a la Dama de los Ardientes Cabellos. Los que lo rodean perciben un olor fuerte y desconocido, al que quizá asocian con un extraño rapé o con una fragancia más intensa que el maple. Años más tarde, descubrirán que se trataba de marihuana.
Tras su paso por Honduras en compañía de otros hermanos goliardos, el poeta no puede permitirse la estancia en un hotel ni en una posada para viajeros internos. Por ello, le ruega a su acompañante, el joven periodista Miguel Antonio Alvarado, que lo lleve al mejor hospital de la ciudad, porque necesita internarse y curar su enfermedad crónica de falta de liquidez monetaria.
En las salas del Hospital Rosales, un enorme nosocomio construido con placas de hierro traídas desde Bélgica, lo espera un joven vate y practicante de medicina, Joaquín Soto, quien hace los arreglos necesarios para que el andariego pueda ser pensionado en aquella institución humanitaria. Para llenar los registros en aquella primera semana de junio de 1917, el poeta no hace uso de su nombre de pila, Miguel Ángel Osorio Benítez, sino que firma con uno de sus alias poéticos: Ricardo Arenales.
Ese nombre no es del todo desconocido para la población salvadoreña. Al menos, no para los lectores de la para entonces desaparecida culta revista La quincena, en cuya plana de redacción figuraban Francisco Gavidia, Calixto Velado, Vicente Acosta, Santiago Ignacio Barberena y Román Mayorga Rivas, todos miembros de la más alta elite intelectual nacional y todos viejos amigos del grande del Modernismo, Rubén Darío, a quien conocieron durante sus dos estancias (1882-1883 y 1889-1890) en este suelo visitado, antes y después, por escritores como José Joaquín Palma, José Santos Chocano, Gabriela Mistral, Rafael Alberti, Jean-Paul Sartre y otros más.
En esa revista, en febrero de 1907, le fue publicado uno de sus primeros poemas, La tristeza del camino, con un elogioso comentario del poeta y crítico Vicente Acosta, a quien le fuera remitido con una carta por Leopoldo de La Rosa.
Pero, por el momento, el poeta es sólo un enfermo más entre aquellas largas filas de camas, atendidas con solicitud por las Hermanas de la Caridad y por muchos de los médicos formados por los discípulos de otro colombiano, el doctor Emilio Álvarez Lalinde, quien forjó generaciones de cirujanos en la vetusta Escuela de Medicina del Alma Mater nacional.
El poeta no busca más que reposar y reponer las energías perdidas en sus viajes anteriores y en los excesos contra su cuerpo, que ya se evidencian en una tos persistente, como de fumador empedernido.
Mientras se encuentra en los altos del Pensionado, un violento sismo sacude al edificio y a la capital entera. Es el jueves 7 de junio de 1917, día de Corpus Christi. La tierra aún se mueve cuando cientos de enfermos, médicos, enfermeras y auxiliares se lanzan en tropel fuera de aquella instalación trepidante, donde los frascos de medicamentos se confunden ya con los trozos de la estatua del benefactor y exmandatario José Rosales.
El poeta corre con la salud que le otorgan sus piernas descansadas y voltea la vista hacia el norte de aquella ciudad de adobe y bahareque, atraído por el grito desgarrador de muchas personas. A lo lejos, en las alturas del volcán de San Salvador, el macizo negro se ve recortado contra el fondo de la noche por las llamas que salen de varios puntos de su cráter principal y de los secundarios.
Ricardo Arenales ya no puede regresar a su cama, por lo que decide seguir sus instintos de periodista y escritor, y se lanza a recorrer la ciudad. Pronto, la devastación se hace patente ante sus ojos y le ordena a su amigo Alvarado que copie, al dictado, su testimonio de aquella desolación y mortandad, acrecentada por dos violentas sacudidas más de esa tierra ligera desde el 23 de mayo de 1575, cuando los vaivenes del primer terremoto registrado por los cronistas les hizo saber a los colonizadores ibéricos que San Salvador estaba asentada sobre el Valle de las Hamacas.
Así surge El terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente, un folleto de sesenta y cuatro páginas, dedicado al Presidente Carlos Meléndez, a quien le corresponde la tarea de dirigir los trabajos de restauración de la urbe en el transcurso de seis meses, para lo que hace uso de la libre importación de materiales livianos, como la lámina galvanizada, la madera y el sistema constructivo Deployé.
En su estremecedora descripción testimonial y novelada, Arenales da cuenta de sus recorridos por aquella ciudad anhelante de progreso, en la que la fuerza volcánica hizo sentir su omnipresencia milenaria frente a la pequeñez humana.
Con la frialdad de un estadístico oficial, el escritor revela que “de 8.800 casas, 200 quedaron intactas; unas 3.000, destruidas por completo [...]; y las restantes, unas 2.600, aunque menos estrujadas, no lo estaban poco [...]”. Aunque se salvaron, intactos, el Palacio y el Teatro Nacionales, resultaron con serios daños “la Escuela de Medicina, la Escuela Normal [en construcción], la Central de Correos y Telégrafos, el Hospicio de Huérfanos, la Catedral y demás templos, la Universidad, la Escuela Politécnica, el Palacio del Tesoro, el Municipal, los mercados, teatros Principal, Colón y Variedades, la Imprenta Nacional, la Penitenciaría, la Casa Blanca, la Logia Masónica, la Residencia Presidencial, los cuarteles, los bancos Salvadoreño, Occidental y Agrícola, el Manicomio, etc.”.
A partir de la primera semana de julio, esa creación literaria le abre a su autor las puertas de la redacción del Diario del Salvador, dirigido por Mayorga Rivas desde julio de 1895. Este medio era entonces uno de los más importantes periódicos del país, junto con Diario Latino (1890) y La Prensa (1915), encabezados respectivamente por Miguel Pinto padre y los hermanos Antonio y José Dutriz.
Cuando Arenales entra a trabajar a esta empresa editorial de ideas y maquinarias avanzadas, San Salvador comienza a superar poco a poco el doblegamiento de la naturaleza. Y se alza, como “Urbe Fénix”, de entre los escombros y el siniestro.
Protegido por el Presidente y por Mayorga Rivas, Arenales se entrega a redactar sus crónicas de ultratumba y sus artículos diarios, aparte de frecuentar los lupanares de la zona y motivar diversos sobresaltos sociales. Quizá no gana mucho con su oficio de trabajador de la palabra, pero sabe bien cómo invertir sus ganancias y cómo estar presente, de forma casi permanente, en boca de la alta, media y baja sociedad capitalina.
Defensor improvisado de las ideas en pro de la unión centroamericana, muy en boga en las primeras décadas del siglo XX, pueden más en su ser las señales del camino y emprende la marcha, sin mayores motivos. Es diciembre de 1917.
Al iniciar el viaje que cierra esta primera visita al país, Arenales deja tras de sí una pareja de buenos amigos salvadoreños, el caricaturista Toño Salazar y el poeta Juan Cotto, con quienes más tarde tendrá ocasión de compartir diversas aventuras y peripecias de escándalo y desenfreno en la capital mexicana, específicamente en la casona de cuatro pisos llamada “el Palacio de la Nunciatura”.
Seis años más tarde, durante el gobierno del doctor Alfonso Quiñónez Molina, el poeta tendrá ocasión de volver a residir durante algunos meses en la capital salvadoreña, durante los cuales tiene ocasión de trasnochar y vivir la vida a su manera. Para entonces, el vate ya no es el mismo de antes, Mayorga Rivas está preso por achaques que auguran su pronto deceso y Carlos Meléndez hace un lustro que murió.
Por esta época se llama ya Porfirio Barba Jacob y en su maleta de gloria lleva una poca ropa y poemas cimeros como “Acuarimántima” y “La canción de la vida profunda”, por los que aún permanece en la memoria popular salvadoreña, en la que sus versos se funden con aquella crónica desgarradora de la última vez que el coloso sansalvadoreño abrió su boca de fuego para lanzar un mensaje de leyenda y lavas, que hizo posible el surgimiento de una renovada capital para la República de El Salvador.
El Terremoto de San Salvador |
#AmorPorColombia
El Terremoto de San Salvador Narración de un superviviente / Un Poeta Andariego en una Tierra Estremecida
Un Poeta Andariego en una Tierra Estremecida
Texto de: Carlos Cañas-Dinarte
El tren cierra su periplo entre un estrépito de hierros y grandes bocanadas de humo negro. Llega y se detiene en uno de los andenes de la Estación de Oriente con bufido de animal antediluviano.
Viene desde muy lejos, desde el puerto de La Unión, en el extremo este de la República de El Salvador, un sitio que a mediados del siglo XIX fuera un próspero lugar de intercambio comercial y de pasajeros, al grado tal que Garibaldi se animó a visitarlo después de recorrer Nicaragua.
En su interior, junto con grandes bultos de mercancías agrícolas, reses, viajeros, pequeños terratenientes y humildes campesinos que se dirigen a la ciudad para hacer transacciones comerciales o para acudir a citas médicas, llega un personaje extraño, un andariego, un hombre de origen colombiano al que la vida ha hecho ya ciudadano del mundo.
Ataviado con sombrero y traje completo, no trae más equipaje que una maleta de viaje, con poca ropa y gran cantidad de cuartillas manuscritas. Casi no habla, pero no necesita hacerlo. Su mirada de ave escrutadora lo dice todo. Es poeta. Y pobre, para más señas, al estilo de la vida poética comprometida que demandara Heine en su tiempo.
San Salvador es entonces una ciudad donde el progreso corre a pasos agigantados, se multiplican los millones en los bancos privados, la era industrial está a las puertas para darles más impulso a los capitales cafetaleros, el comercio se acentúa en los almacenes de los extranjeros y donde, en general, se ama la buena comida en los hoteles y restaurantes, se aprecia las comodidades de los hoteles y posadas, se oye la palabra divina en templos de madera comprados por catálogo e importados desde Europa y se degusta las delicias de las artes en el Teatro Nacional y en los demás coliseos que se alzan por distintos puntos cardinales.
Es la capital que, tras ser una vieja aldeana con costumbres coloniales e ingenuas, ha visto borrar su pasado en los grandes terremotos del 16 de abril de 1854 y del 19 de marzo de 1873, para dar paso a una urbe moderna, que se renueva con cada amanecer y que se adueña de los adelantos modernos, entre los que no pueden faltar el hierro fundido, el cemento, el ladrillo, la piedra, el oro, la plata, la seda, el algodón, el cáñamo, el automóvil, el papel y la lámina troquelada de confección europea.
Es una urbe de confianza, en la que basta la palabra y el nombre para ingresar y hacerse partícipe de todo ese progreso, que bulle rodeado por la miseria de grandes grupos poblacionales, alojados en mesones de adobe y ranchos de paja, pero ya penetrados por las ideas gremiales y sindicales explicadas en las plazas públicas por muchos agitadores extranjeros y nacionales.
El poeta pobre desciende del tren y se hace llevar al centro de la ciudad. Quiere sorberla de un trago, mientras fuma un cigarrillo, quizá uno de los nuevos que él mismo fabrica, en honor a la Dama de los Ardientes Cabellos. Los que lo rodean perciben un olor fuerte y desconocido, al que quizá asocian con un extraño rapé o con una fragancia más intensa que el maple. Años más tarde, descubrirán que se trataba de marihuana.
Tras su paso por Honduras en compañía de otros hermanos goliardos, el poeta no puede permitirse la estancia en un hotel ni en una posada para viajeros internos. Por ello, le ruega a su acompañante, el joven periodista Miguel Antonio Alvarado, que lo lleve al mejor hospital de la ciudad, porque necesita internarse y curar su enfermedad crónica de falta de liquidez monetaria.
En las salas del Hospital Rosales, un enorme nosocomio construido con placas de hierro traídas desde Bélgica, lo espera un joven vate y practicante de medicina, Joaquín Soto, quien hace los arreglos necesarios para que el andariego pueda ser pensionado en aquella institución humanitaria. Para llenar los registros en aquella primera semana de junio de 1917, el poeta no hace uso de su nombre de pila, Miguel Ángel Osorio Benítez, sino que firma con uno de sus alias poéticos: Ricardo Arenales.
Ese nombre no es del todo desconocido para la población salvadoreña. Al menos, no para los lectores de la para entonces desaparecida culta revista La quincena, en cuya plana de redacción figuraban Francisco Gavidia, Calixto Velado, Vicente Acosta, Santiago Ignacio Barberena y Román Mayorga Rivas, todos miembros de la más alta elite intelectual nacional y todos viejos amigos del grande del Modernismo, Rubén Darío, a quien conocieron durante sus dos estancias (1882-1883 y 1889-1890) en este suelo visitado, antes y después, por escritores como José Joaquín Palma, José Santos Chocano, Gabriela Mistral, Rafael Alberti, Jean-Paul Sartre y otros más.
En esa revista, en febrero de 1907, le fue publicado uno de sus primeros poemas, La tristeza del camino, con un elogioso comentario del poeta y crítico Vicente Acosta, a quien le fuera remitido con una carta por Leopoldo de La Rosa.
Pero, por el momento, el poeta es sólo un enfermo más entre aquellas largas filas de camas, atendidas con solicitud por las Hermanas de la Caridad y por muchos de los médicos formados por los discípulos de otro colombiano, el doctor Emilio Álvarez Lalinde, quien forjó generaciones de cirujanos en la vetusta Escuela de Medicina del Alma Mater nacional.
El poeta no busca más que reposar y reponer las energías perdidas en sus viajes anteriores y en los excesos contra su cuerpo, que ya se evidencian en una tos persistente, como de fumador empedernido.
Mientras se encuentra en los altos del Pensionado, un violento sismo sacude al edificio y a la capital entera. Es el jueves 7 de junio de 1917, día de Corpus Christi. La tierra aún se mueve cuando cientos de enfermos, médicos, enfermeras y auxiliares se lanzan en tropel fuera de aquella instalación trepidante, donde los frascos de medicamentos se confunden ya con los trozos de la estatua del benefactor y exmandatario José Rosales.
El poeta corre con la salud que le otorgan sus piernas descansadas y voltea la vista hacia el norte de aquella ciudad de adobe y bahareque, atraído por el grito desgarrador de muchas personas. A lo lejos, en las alturas del volcán de San Salvador, el macizo negro se ve recortado contra el fondo de la noche por las llamas que salen de varios puntos de su cráter principal y de los secundarios.
Ricardo Arenales ya no puede regresar a su cama, por lo que decide seguir sus instintos de periodista y escritor, y se lanza a recorrer la ciudad. Pronto, la devastación se hace patente ante sus ojos y le ordena a su amigo Alvarado que copie, al dictado, su testimonio de aquella desolación y mortandad, acrecentada por dos violentas sacudidas más de esa tierra ligera desde el 23 de mayo de 1575, cuando los vaivenes del primer terremoto registrado por los cronistas les hizo saber a los colonizadores ibéricos que San Salvador estaba asentada sobre el Valle de las Hamacas.
Así surge El terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente, un folleto de sesenta y cuatro páginas, dedicado al Presidente Carlos Meléndez, a quien le corresponde la tarea de dirigir los trabajos de restauración de la urbe en el transcurso de seis meses, para lo que hace uso de la libre importación de materiales livianos, como la lámina galvanizada, la madera y el sistema constructivo Deployé.
En su estremecedora descripción testimonial y novelada, Arenales da cuenta de sus recorridos por aquella ciudad anhelante de progreso, en la que la fuerza volcánica hizo sentir su omnipresencia milenaria frente a la pequeñez humana.
Con la frialdad de un estadístico oficial, el escritor revela que “de 8.800 casas, 200 quedaron intactas; unas 3.000, destruidas por completo [...]; y las restantes, unas 2.600, aunque menos estrujadas, no lo estaban poco [...]”. Aunque se salvaron, intactos, el Palacio y el Teatro Nacionales, resultaron con serios daños “la Escuela de Medicina, la Escuela Normal [en construcción], la Central de Correos y Telégrafos, el Hospicio de Huérfanos, la Catedral y demás templos, la Universidad, la Escuela Politécnica, el Palacio del Tesoro, el Municipal, los mercados, teatros Principal, Colón y Variedades, la Imprenta Nacional, la Penitenciaría, la Casa Blanca, la Logia Masónica, la Residencia Presidencial, los cuarteles, los bancos Salvadoreño, Occidental y Agrícola, el Manicomio, etc.”.
A partir de la primera semana de julio, esa creación literaria le abre a su autor las puertas de la redacción del Diario del Salvador, dirigido por Mayorga Rivas desde julio de 1895. Este medio era entonces uno de los más importantes periódicos del país, junto con Diario Latino (1890) y La Prensa (1915), encabezados respectivamente por Miguel Pinto padre y los hermanos Antonio y José Dutriz.
Cuando Arenales entra a trabajar a esta empresa editorial de ideas y maquinarias avanzadas, San Salvador comienza a superar poco a poco el doblegamiento de la naturaleza. Y se alza, como “Urbe Fénix”, de entre los escombros y el siniestro.
Protegido por el Presidente y por Mayorga Rivas, Arenales se entrega a redactar sus crónicas de ultratumba y sus artículos diarios, aparte de frecuentar los lupanares de la zona y motivar diversos sobresaltos sociales. Quizá no gana mucho con su oficio de trabajador de la palabra, pero sabe bien cómo invertir sus ganancias y cómo estar presente, de forma casi permanente, en boca de la alta, media y baja sociedad capitalina.
Defensor improvisado de las ideas en pro de la unión centroamericana, muy en boga en las primeras décadas del siglo XX, pueden más en su ser las señales del camino y emprende la marcha, sin mayores motivos. Es diciembre de 1917.
Al iniciar el viaje que cierra esta primera visita al país, Arenales deja tras de sí una pareja de buenos amigos salvadoreños, el caricaturista Toño Salazar y el poeta Juan Cotto, con quienes más tarde tendrá ocasión de compartir diversas aventuras y peripecias de escándalo y desenfreno en la capital mexicana, específicamente en la casona de cuatro pisos llamada “el Palacio de la Nunciatura”.
Seis años más tarde, durante el gobierno del doctor Alfonso Quiñónez Molina, el poeta tendrá ocasión de volver a residir durante algunos meses en la capital salvadoreña, durante los cuales tiene ocasión de trasnochar y vivir la vida a su manera. Para entonces, el vate ya no es el mismo de antes, Mayorga Rivas está preso por achaques que auguran su pronto deceso y Carlos Meléndez hace un lustro que murió.
Por esta época se llama ya Porfirio Barba Jacob y en su maleta de gloria lleva una poca ropa y poemas cimeros como “Acuarimántima” y “La canción de la vida profunda”, por los que aún permanece en la memoria popular salvadoreña, en la que sus versos se funden con aquella crónica desgarradora de la última vez que el coloso sansalvadoreño abrió su boca de fuego para lanzar un mensaje de leyenda y lavas, que hizo posible el surgimiento de una renovada capital para la República de El Salvador.