- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Uno
Amanecer. Sabana de Bogotá. Eduardo González.
San Joaquín, Tambo, Cauca. José Fernando Machado.
Guayabal, Tolima. José Fernando Machado.
Timbío, Cauca. José Fernando Machado.
Cácota, Norte de Santander. José Fernando Machado.
Huasanó, Valle del Cauca. José Fernando Machado.
La Florida, Cundinamarca. José Fernando Machado.
Timbío, Cauca. José Fernando Machado.
El Carmen, Norte de Santander. José Fernando Machado.
Barichara, Santander. José Fernando Machado.
Oreo tradicional del café. Angostura, Antioquia. Santiago Harker.
El Carmen, Norte de Santander. José Fernando Machado.
Dibulla, La Guajira. José Fernando Machado.
La Jagua del Pilar, La Guajira. José Fernando Machado.
Las Cruces. Timbío, Cauca. José Fernando Machado.
Ábrego, Norte de Santander. José Fernando Machado.
Ábrego, Norte de Santander. José Fernando Machado.
San Joaquín. Tambo, Cauca. José Fernando Machado.
Roldanillo, Valle del Cauca. José Fernando Machado.
Mingueo, La Guajira. José Fernando Machado.
Escuela rural en Isla del Gallo. Río Iscuandé, Nariño. Ellen Tolmie.
Hogar infantil. Riohacha, La Guajira. Ellen Tolmie.
El Banco, Magdalena. Pilar Gómez.
Arquitectura lacustre. Bocas de Aracataca, Ciénaga Grande del Magdalena. José Fernando Machado.
Madera y color, hojas y flores, puertas para que entre y salga el ser humano en su brega cotidiana, en su descanso y su contento, con su luz y su oscuridad. Y otra sombra gris del sol en los muros, sombra ocre para el zócalo, gamas artísticas de un instinto decorador. Y el espejo esquinero, y la seriedad de unos taburetes –la madera en otro de sus mejores oficios– para la llegada tranquila.
Todo un conjunto de la vida secreta en cada familia de campo, desde los platos de peltre
floreado hasta el familiar molino de moler maíz y de moler paciencia cada día. Muros sin
tiempo, almanaques, fotos, estampas del santo protector que alumbra como la lámpara que lo
acompaña. La escoba del aseo diario y del vuelo nocturno si se cree en brujas.
Y contra la tapia venida a menos, una mesita de mantel sencillo y dos
seres en otra serenidad de la espera.
Los niños dibujarán cometas y árboles al viento, dibujarán chozas y caminos, dibujarán sus letras iniciales, irán dibujando los días, poco a poco, «los días, que uno tras otro hacen la vida» según el poema de Aurelio Arturo. Y pequeños muebles para sus pequeños años, y la presencia vigilante, los ojos atentos de la maestra de siempre, que desde cuando éramos niños nos fue mostrando el camino de la corta sabiduría, el camino largo de los días, uno tras otro…
La Tierra y el Hombre
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
Pantano de Vargas, Boyacá.
Cuando en el neolítico apareció la agricultura, la mujer se responsabilizó de ella mientras el hombre se dedicaba a la pesca, a la caza —de animales y de otros hombres— y un poco al pastoreo. El niño debió sufrir otra injusticia, como aproximadamente sigue ocurriendo entre nosotros.
Porque hombres y mujeres nunca han dejado de ser protagonistas de su epopeya, y el niño al lado, muleta oportuna cuando cojea la economía doméstica y el varón aparece impotente ante sus responsabilidades, o las rehúye. Aunque nuestro campesino ha sabido asumir sus deberes, y aprendió a domar la tierra y a extraerle sus frutos en el solar nativo, o cuando la fuga hacia regiones de promisión en aparente vecindad, o hacia las lejanías, así el caso antioqueño durante la conquista de la selva en Caldas, Risaralda, el Quindío, Tolima y otros territorios, un solo ser la familia: abuelos, padres, hijos frente a la urgencia de sobrevivir contra la adversidad del medio.
Porque el trópico nuestro posee todas las temperaturas, desde los nevados hasta las vegas de clima tórrido, y desde la sequedad desértica en La Guajira hasta las regiones de mayor precipitación pluvial, en nuestras costas del Océano Pacífico. Sería oportuno repetir que en Colombia se han estudiado cinco grandes zonas geográficas: Llanuras del Caribe, Costa del Pacífico, Orinoquia colombiana, Amazonia colombiana y región andina. Tal vez por carecer de estaciones y haber igual duración para el día y la noche, los tres ramales de los Andes que la recorren hacen propicios los más variados cultivos y una no igualada profusión de flora y fauna.
Colombia tiene un millón ciento cuarenta y un mil kilómetros cuadrados, distribuidos así: 320.000 en área ganadera, 30.000 en área agrícola y 15.000 en área urbana. El resto: selvas, páramos, lagunas, cuencas hidrográficas, regiones inservibles. Y su población: 2.2% de indios, 6% de negros, 20% de blancos, 24% de mulatos y zambos, el resto 47% son los mestizos.
En cuanto a sus habitantes, no sobra citar al profesor Luis López de Mesa: «En el crisol de América se ha refundido el corazón del mundo. Miremos este significativo episodio en mi tierra de Colombia: somos África, América, Asia y Europa a la vez, sin grave turbación espiritual. Nos dio Asia su sentido recóndito de la vida en la sangre aborigen que pobló nuestra cordillera oriental; nuestras costas del Atlántico y el Pacífico recogieron sangre africana, generosa y festiva; mesura nos trajo y altivez el ario europeo; a todas ellas transforma y une el paisaje de América».
Esta era la unión de razas que en mezcla original y prodigiosa requerían climas y accidentes geográficos antes no conocidos, y donde gentes menos aptas habrían fracasado: páramos de congelación, ardentía de las tierras bajas, fiebres recurrentes, animales ponzoñosos, inviernos y sequías, precipicios insalvables, ríos anchos, cañadas hondas, inundaciones, erupciones volcánicas, desiertos con negación para la vida y selvas donde apenas sobrevivían algunas tribus autóctonas y alimañas de bravo calibre. Pero ahí estaba el campesino colombiano dispuesto a ganar la guerra contra el medio y contra lo que se opusiera a su voluntad y a su esperanza.
Ranchos de vara en tierra, tambos circulares y malocas comunales del indio, construcciones poderosas en haciendas de café y ganado, arquitectura de colonización, fundaciones, puentes, caminos, habitantes… Este libro trata de rendir un homenaje a la brega de quienes han hecho posible, anónima y humildemente, el desarrollo de un país y la apertura de caminos para su salvación. Páramo y costas, desiertos y laderas cordilleranas, selvas y ríos, llanos de ganado y tierras labrantías, todo se conjugará con las gentes que los habitan y viven de estas zonas generosas y avaras, crueles y magníficas, si agradecen la mano fuerte que las doma y cultiva.
Los oficios de antes
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
Pantano de Vargas, Boyacá.
Neiran madrugaba para amasar el barro cubierto con trapo en la noche. Tal vez no tenía conciencia de su significado, no veía nada más cercano de la creación que la mano sobre la arcilla. Desde que ese hombre envió una mirada sobre la greda que al endurecerse al sol guardó un poco de agua; desde que los dedos se atrevieron a medir una parcela de eternidad.
Tal vez Neiran podría maliciar que la historia del trabajo en barro podría ser la historia de la conciencia del hombre.
De allí venimos. Madre nuestra la tierra.
Del barro nacimos y al barro volveremos.
Esta nuestra vasija final.
Esta la cazuela de comer y beber.
Esta la urna funeraria.
Eran los oficios, eran los bellos oficios, como el de nombrar las cosas para hacerlas poéticas y obedientes, como en Los Guaraos: Serpiente de collares, así llaman al arco iris; al firmamento lo llaman Mar de arriba, y Resplandor de la lluvia al rayo castigador.
Un oficio entre otros era el de Neiran: hacía ranas que representaban el dios de las lluvias; decoraba sus vasijas con otros animales, desde el búho y la soledad —piaya cayana, de color café y canto ensimismado— hasta el armadillo cavador y el tapir de trompa generosa y la asoleada lagartija; pulía vasos silbantes, alcarrazas para transportar y almacenar aguas y chichas, y embellecía la necesidad cotidiana y ponía algo suyo muriente en las urnas funerarias. Era su oficio, uno de los viejos oficios del hombre. Talladores, orfebres, lapidarios, grabadores. Los que buscan la madera para atabales, tamboras y xilófonos; los que traen carrizos, cañas y huesos para siringas y flautas. Calabacines en raspas y maracas, arcilla en silbatos, ocarinas, flautines y vasos silbadores. Los que con venas de iraca fabrican las chinas, abanicos para avivar el fuego. Los que extraen de la palma la fibra cumare para hacer hamacas, brazaletes, collares, mochilas, cordeles. Los que preparan la manicuara o caldo de maní, y los que soñaban al hacer posible el ambil, zumo de tabaco mezclado con sal vegetal y almidón blanco. El que templa el tambor de piel de cafuche o cerdo de monte. El que fermenta los brebajes y el que manipula el guaco ahuyentador del veneno de las serpientes.
Y los maestros cantores, y los cazadores de aves, y los forjadores de oro y plata. Y los vendedores de condimentos y verduras y medicinas. Y los que encendían el fuego al frotar retazos de cuarzo o haciendo girar una varilla sobre la rotura en otra madera vasta. Y los que oran a la luna y al sol y a las estrellas. Y los que labran el bastón de mando y el hacha ceremonial; los que cazaban con lanza o cerbatana, y los que pescaban con sus atarrayas o su arco de arponear. Los que armaban y hacían sonar la marimba, hecha con tubos de guadua y láminas de chonta. Y los pacientes escribanos?artistas, los que mediante pinturas y símbolos conservaban la palabra hablada.
Dabeiba, la diosa compañera de los indios, —pensó el Katío con voz de selva y agua embravecida—, enseñó los oficios para la vida y el bienestar de sus tribus. Ella tejía las esteras, ella entrelazaba hojas y bejucos para las canastas, ella fabricaba las chinas que darían vigor de aire al fuego en el fogón doméstico; ella señalaba la forma del barro en las manos del alfarero y escogía tintas para la pintura del cuerpo; ella, Dabeiba, indicaba el rojo del achiote, el olor del ananás, el negro indeleble de la jagua; ella impuso el necesario amargor al cacao y el acidulado sabor al mamoncillo; ella permitió teñir los dientes con el tallo del huito, y habló del maíz y de las siembras y de las cosechas…
Y mientras uno tejía su cesta y otros terminaban sus pintaderas y sus volantes de huso y otro hacía su figura con el punzón y el rascador y otro más tocaba su flauta, iban pensando nuevos trabajos: el de quienes construían sus habitaciones de planta circular, madera y palma y bejuco, sobre la entrada principal colgandejos que hacían sonar la música del viento y de la brisa; los que tejían redes de pescar; los que modelaban grandes ollas para que las abejas fabricaran una miel que recordaba todos los aromas; los que hacían junto a la palizada el tapaje en la audaz correntera.
Platea el agua el lomo de los peces de plata.
Brilla el sol en el lomo de los peces de plata.
Y creyeron mirar el baturá o canasto de bejucos de botones cuadrados o redondeados, o los de cuentas de concha y cerámica; los que también horadaban dientes de tiburón para collares, y tallaban piedras que servirían de plomada en las redes pescadoras; los que enseñaban las normas para vivir, esperar y morir; y los tejedores de algodón y las ralladoras de yuca y las secadoras de harina y las peladoras de bejuco y las anudadoras de hilo y las cargadoras de agua. Las esperadoras.
Eran los oficios, los pequeños e imprescindibles oficios de hombres y mujeres, que en ellos hallaban retribución suficiente si echaban a lo alto su mirada cuando la mirada sabía llenarse de nubes y sol y mariposas.
Vendría a la Casa
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
La Jagua del Pilar, Guajira.
Si tenía ya mujer hablada para el contrato matrimonial y todas las aquiescencias de familiares y vecinos, el hombre de la futura familia se acomodaba a sus circunstancias para escoger el sitio donde ardería más tarde el fogón familiar y crecerían los hijos que habrían de poblar la tierra. Por lo general les gustaba una prominencia del terreno «con buena divisa» para el descanso del ojo después de la jornada, y con facilidades para traer el agua desde su nacimiento hasta la poceta, por medio de canoas de guadua o yarumo, habituales en casi todas las cercanías.
Rancho de vara en tierra, buena pendiente en los tejados o empajados, estantillos de carate, laurel o guadua, piso apisonado que llegaba a dar brillo, si la pareja era pobre como casi siempre ocurría, o entablada con la madera aserrada del monte vecino, con pedriscos o pedazos de troncos sobrantes.
La cocina en primer lugar, el fogón de tierra afinada y sostenido por orillos fuertes, ahí el lugar para candelas y ollas encima, a fin de graduarles el fuego. En las paredes de bahareque o tapia, los ganchos u horquetas de donde colgarían las cuyabras con huevos y arepas o harinas, el calabazo aguador, las totumas que recibían sal, aliños o el hueso gustador, y sobre el humo las turegas de maíz descapachadas, a donde no entraría el gorgojo, y los utensilios necesarios del frugal condumio: cucharas, de palo en otros tiempos, cuchillos de tasajear la carne, si la había, tenedores a veces, el mecedor para la natilla o las coladas, una olleta chocolatera, un molinillo batidor, los platos y las tazas de peltre escoriado o loza comprada en la plaza del pueblo el día domingo. Y, claro, las banquetas de sentarse y descansar y narrar pequeñas aventuras del día: el convite con el vecindario para abrir la rocería, la cacería de un armadillo o un conejo, el hallazgo de una colmena, el rastreo de un tigre voraz…
Y en el cuarto grande iría la cama matrimonial y una cuna de previsión, hechas de tablas recién aserradas y palos —de café y naranjo frecuentemente— , o con sobrantes del maderamen en el aserrío. Y contra los muros de tabla, de tierra pisada o bahareque, se colgaban los santos de su devoción, un retrato amarillento del pariente más recordado, y la repisa con una imagen en yeso o madera de San Antonio de Padua —buen santo casamentero, apto en recuperar las cosas perdidas— , de San Isidro Labrador, patrono de las cosechas, y de la Virgen del Carmen, especialista en todas las precariedades. Y San José, que ayudaba a bien morir, y las benditas ánimas del purgatorio, solidarias en la dura pena.
La casa iba provista de corredor delantero y un patio desde donde se divisaba el humo de otros fogones, el blanquear de los yarumos en montes distantes y cercanos, farallones y cerros si era en la montaña, o la llanura abierta a toda esperanza.
Y la huerta con su cercado para salvarla de la manía escarbadora de gallinas y pollos, y los tomates enredados en la cerca, el ají y los condimentos del sencillo menú de cada día. Y el corral del ternero mugidor, y el espacio para el juego de los niños, para guardar trebejos, para la ensoñación en las tardes de silencio porque ni falta hacían las palabras con qué decir que la vida era buena y la tierra satisfacía el afán de los buenos frutos.
Elogio de la montañera
Texto de: Juan de Dios Uribe
Sonsón, Antioquia.
“¡Oh! Ya se destaca la montañera, la doncella de tierra fría, hacendosa y casta, con el zumo de las moras en sus mejillas, los negros ojos dulces y velados, ceñido el traje sobre las carnes llenas, la montera en la cabeza, que le da al rostro una grata penumbra. ¡Cuánto vigor en esa figura que decora las sierras, que esparce fragancia de cultivos nuevos y tiene la redondez y tersura del globo de la granadilla! Encantadora siempre: si viene de la fuente, con el cántaro rojo a la cabeza; si pila el maíz, a compás alternado con el mancebo hercúleo; en la piedra de moler, inclinado el pecho, con los brazos que vienen y van, con la espalda que ondula, con el cuerpo que se mece rítmico; al fogón donde se cuecen los fragantes manjares rústicos, la mazamorra, los frisoles y la arepa, con las candelas en el rostro y aguados por el humo picante los negrísimos ojos; en la estera del costurero, junto a la banqueta de la madre, que la mira adelantar el bordado en el tambor, mientras repasa las ropas de la familia; o si va al pueblo los domingos, con su mejor vestido, cuidadosa del campo para no ensuciar los pies recién lavados, tapada del sol con el sombrero de paja, alegre por las compras que hará en la feria, o sonriendo callada a visiones de amor, si tiene novio; y cuando se engalana para recibir a su prometido, y el día aquel del casamiento, si rompe el baile, si prueba el vino, si estalla en el primer beso a su marido, el amor prolífico de las montañas de Antioquia”.
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La Mujer en el Campo
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
La Herradura, Valle del Cauca.
Desde antes de todas las colonizaciones, desde antes de avecinarse este fenómeno, uno de los más importantes en la historia colombiana, ya la mujer era indispensable no sólo en tareas hogareñas de ciudad, pueblo y campo, sino además como colaboradora insustituible para el desenvolvimiento de lo que representara progreso, economía y trabajo. A ella se le vio corvada sobre la huerta casera, que daba legumbres y yerbas aromáticas y medicinales, sembrando la tomatera enredada en los cercos, la cebolla junca y la de huevo, la col y el repollo, el orégano y el perejil, la alverja y la cidrayota. O en el labrantío colaborando en la siembra de maíz, plátano y frisol, en llenar los surcos para los cafetos, en la cogienda de las mazorcas y las vainas, o ya como chapolera, canastillo a la cintura, ante los sembrados frutecidos para la mejor bebida del mundo.
Ella traía leña del monte cuando su hombre andaba en otras bregas; ella componía los cercos de la heredad y desyerbaba las eras de la huerta aledaña; ella transportaba el agua cuando se dañaba la acequia o ésta no existía; ella cargaba al hombro, a la cabeza o a la espalda los frutos que llevaría al pueblo vecino; ella cosía a mano, bordaba y remendaba; ella atendía a los oficios de cocina, frente al fogón humeante y las ollas chamuscadas; ella lavaba la ropa y la tendía sobre cercas, sobre alambres al viento, sobre la yerba en mañanas y tardes de verano; ella planchaba la escasa ropa cotidiana y cuidaba el jardín de claveles y begonias, saúcos y eneldos, limoneros, naranjos, granadillos…
La mujer amamantaba al niño y lo cuidaba para una vida sencilla al amparo de los días promisorios de la cosecha, y en la escasez de los inviernos prolongados y de las sequías. Ella asistía al ordeño de la vaca familiar en amorosa y paciente labor de tarde y mañana presionando la teta generosa o avara, entregando yerba y sobras a la vaca de mugido lento, remudando el ternero afanoso, llevando la leche para el desayuno con café y arepa recién asada al rescoldo de la ceniza o en la callana de barro indio.
Ella fabricaba la escoba con ramas de escobadura recogidas en la manga o en la huerta, y barría cocina, piezas y rincones, los patios donde retozaban gallinas y polluelos y a donde asomaba el cerdo de los ahorros con su gruñido familiar. Ella tendía la cama donde en la noche se amaba con el ardor sencillo de los campesinos, y colocaba los huevos en la cuyabra, la leña en el rincón fogonero, los condimentos en las vasijas de hechura casera. Ella asistía al enfermo y encomendaba a Dios al difunto después de rezarle la Oración de los Agonizantes, y animaba al recién nacido y vestía y peinaba a los niños que deberían ir a la escuela rural para las primeras lecciones…
El Muchacho todero
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
La Playa, Norte de Santander.
Sigue siendo tradicional el gañán que trepaba caminos difíciles, recogía las bestias, tiraba cauchera a los pájaros, gritaba desde las lomas altas, subía a los árboles a robar frutas, gritaba en las quebradas y en los abismos, desafiaba la luna llena.
Este muchacho sirvió en todos los oficios del campo, ofuscado o alegre, cumplidor de un deber que frecuentemente no le correspondía. Él madrugaba para arrimar las vacas al sitio del ordeño, y ayudaba a ordeñar; él cortaba la yerba imperial para vacas y terneros, y picaba la caña y la vaciaba en la canoa donde el caballo hundía sus belfos y gozaba el dulzor de la miel escondida en los cañutos.
Él iba por cigarrillos, tabacos, pólvora y municiones, panela y velas de sebo a la fonda del camino real; él traía el Colimocho que cargaría la carga o llevaría al padre hacia el pueblo, y encerraba al ternero para que no mamara en la noche; él buscaba los huevos de la gallina en el rastrojo y seguía el paso de la marrana paridora; él buscaba el azafrán en el rastrojo y el orégano en la manga; él alistaba los aparejos de la arriería y servía de sangrero en los caminos interminables de las recuas por los caminos difíciles.
Él sabía dónde ponía la garza y en qué monte cantaba la guacamaya; él veía pájaros donde no había alas, rastros de tigre donde no había tigres, y pescaba donde no había peces que platearan al sol de la débil sombra de las aguas. Él rajaba la leña para el fogón devorador; él iba a la escuela, si le sobraba tiempo, y de noche también rezaba el rosario, cabeceando al sueño que habría de interrumpir en la madrugada de otro día igual, su vida no pasaba de ser una larga brega, sombrero roto al aire, silbo al aire, canción y reniego al aire.
Él ignoraba que podrían existir derechos para el menor de edad, y que la infancia debería ser un alto amable a la adolescencia, y la adolescencia otra puerta de entrada a una juventud bonachona… Pero lo exaltaba el silbo de los pájaros y el murmurio del agua contra las piedras y el sonar del viento en los ramajes y los primeros rayos del sol en el patio y las sombras de los árboles vecinos y el jadear del perro compañero y el trago de café en taza de loza y los saludos de la mañana en anuncio de otra promesa.
Ese muchacho era y sigue siendo el primero en gritar la presencia del caballito que trae el mercado en tarde de domingo, el que alcanza la flor y la fruta más altas, el que antes que otro anuncia el paso lento de los forasteros y escucha todos los países y todos los caminos en sus relatos de vagabundería interminable…
La Huerta y el Jardín
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
Armenia, Quindío.
Se hace verde la mirada cuando la mujer observa la huerta casera, donde las matas pequeñas hacen grande el vivir cotidiano con la promesa de la vaina en la mata de alverja o de frisol, en la hoja del repollo que se apretuja en sí mismo al sol y al agua, en el rojo de la remolacha y en el amarillo de la zanahoria, en el color tomate de los tomates, en el descanso de las yerbas para la bebida apaciguadora, el cidrón, el limoncillo, la manzanilla de flor amarilleante, la cebolla junca o la de huevo, el rábano y la coliflor, el cilantro y el orégano, raíces y bulbos condimentadores.
Y el jardín campesino que empieza desde antes, en el rastrojo con la batatilla, “la flor sencilla, la modesta flor” y con el sietecueros y “el convólvulo, la flor de los crepúsculos”, hasta llegar a los bordes de la casa humilde y poderosa, y dan colorido a sus cimientos y matizan el ámbito para contento de la vista. Después el jardín se desperdiga en eras más o menos bien trazadas, pequeñas eras con valla de piedras filadas u orillos sobrantes del último aserrío, callejuelas para el paso avaro, mínimos surcos de las semillas menores.
Y en repisas contra pilares y tapias, o colgando de los aleros, canastas de alambre o de varejones trabados, tarros, beques, jarrones desahuciados, los colores que al aire dan geranios y josefinas, orquídeas y begonias y cuanta mata campesina alegra patios y corredores para llegar a las miradas que parecen fertilizarlas más. Y el alcaparro y el saúco y el higuerillo y el malvavisco y el cidrón y el botón-de- oro y tantas enredaderas que se inventa la naturaleza en tierra caliente, en tierra templada, en tierra fría, y claveles y azaleas y rosas y astromelios, y entre ellos, bajo ellos, sobre ellos, el suave zumbar del zumba-zumba o tominejo o colibrí de aletear rápido que parece encender más su colorido juguetón.
#AmorPorColombia
Uno
Amanecer. Sabana de Bogotá. Eduardo González.
San Joaquín, Tambo, Cauca. José Fernando Machado.
Guayabal, Tolima. José Fernando Machado.
Timbío, Cauca. José Fernando Machado.
Cácota, Norte de Santander. José Fernando Machado.
Huasanó, Valle del Cauca. José Fernando Machado.
La Florida, Cundinamarca. José Fernando Machado.
Timbío, Cauca. José Fernando Machado.
El Carmen, Norte de Santander. José Fernando Machado.
Barichara, Santander. José Fernando Machado.
Oreo tradicional del café. Angostura, Antioquia. Santiago Harker.
El Carmen, Norte de Santander. José Fernando Machado.
Dibulla, La Guajira. José Fernando Machado.
La Jagua del Pilar, La Guajira. José Fernando Machado.
Las Cruces. Timbío, Cauca. José Fernando Machado.
Ábrego, Norte de Santander. José Fernando Machado.
Ábrego, Norte de Santander. José Fernando Machado.
San Joaquín. Tambo, Cauca. José Fernando Machado.
Roldanillo, Valle del Cauca. José Fernando Machado.
Mingueo, La Guajira. José Fernando Machado.
Escuela rural en Isla del Gallo. Río Iscuandé, Nariño. Ellen Tolmie.
Hogar infantil. Riohacha, La Guajira. Ellen Tolmie.
El Banco, Magdalena. Pilar Gómez.
Arquitectura lacustre. Bocas de Aracataca, Ciénaga Grande del Magdalena. José Fernando Machado.
Madera y color, hojas y flores, puertas para que entre y salga el ser humano en su brega cotidiana, en su descanso y su contento, con su luz y su oscuridad. Y otra sombra gris del sol en los muros, sombra ocre para el zócalo, gamas artísticas de un instinto decorador. Y el espejo esquinero, y la seriedad de unos taburetes –la madera en otro de sus mejores oficios– para la llegada tranquila.
Todo un conjunto de la vida secreta en cada familia de campo, desde los platos de peltre
floreado hasta el familiar molino de moler maíz y de moler paciencia cada día. Muros sin
tiempo, almanaques, fotos, estampas del santo protector que alumbra como la lámpara que lo
acompaña. La escoba del aseo diario y del vuelo nocturno si se cree en brujas.
Y contra la tapia venida a menos, una mesita de mantel sencillo y dos
seres en otra serenidad de la espera.
Los niños dibujarán cometas y árboles al viento, dibujarán chozas y caminos, dibujarán sus letras iniciales, irán dibujando los días, poco a poco, «los días, que uno tras otro hacen la vida» según el poema de Aurelio Arturo. Y pequeños muebles para sus pequeños años, y la presencia vigilante, los ojos atentos de la maestra de siempre, que desde cuando éramos niños nos fue mostrando el camino de la corta sabiduría, el camino largo de los días, uno tras otro…
La Tierra y el Hombre
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
Pantano de Vargas, Boyacá.
Cuando en el neolítico apareció la agricultura, la mujer se responsabilizó de ella mientras el hombre se dedicaba a la pesca, a la caza —de animales y de otros hombres— y un poco al pastoreo. El niño debió sufrir otra injusticia, como aproximadamente sigue ocurriendo entre nosotros.
Porque hombres y mujeres nunca han dejado de ser protagonistas de su epopeya, y el niño al lado, muleta oportuna cuando cojea la economía doméstica y el varón aparece impotente ante sus responsabilidades, o las rehúye. Aunque nuestro campesino ha sabido asumir sus deberes, y aprendió a domar la tierra y a extraerle sus frutos en el solar nativo, o cuando la fuga hacia regiones de promisión en aparente vecindad, o hacia las lejanías, así el caso antioqueño durante la conquista de la selva en Caldas, Risaralda, el Quindío, Tolima y otros territorios, un solo ser la familia: abuelos, padres, hijos frente a la urgencia de sobrevivir contra la adversidad del medio.
Porque el trópico nuestro posee todas las temperaturas, desde los nevados hasta las vegas de clima tórrido, y desde la sequedad desértica en La Guajira hasta las regiones de mayor precipitación pluvial, en nuestras costas del Océano Pacífico. Sería oportuno repetir que en Colombia se han estudiado cinco grandes zonas geográficas: Llanuras del Caribe, Costa del Pacífico, Orinoquia colombiana, Amazonia colombiana y región andina. Tal vez por carecer de estaciones y haber igual duración para el día y la noche, los tres ramales de los Andes que la recorren hacen propicios los más variados cultivos y una no igualada profusión de flora y fauna.
Colombia tiene un millón ciento cuarenta y un mil kilómetros cuadrados, distribuidos así: 320.000 en área ganadera, 30.000 en área agrícola y 15.000 en área urbana. El resto: selvas, páramos, lagunas, cuencas hidrográficas, regiones inservibles. Y su población: 2.2% de indios, 6% de negros, 20% de blancos, 24% de mulatos y zambos, el resto 47% son los mestizos.
En cuanto a sus habitantes, no sobra citar al profesor Luis López de Mesa: «En el crisol de América se ha refundido el corazón del mundo. Miremos este significativo episodio en mi tierra de Colombia: somos África, América, Asia y Europa a la vez, sin grave turbación espiritual. Nos dio Asia su sentido recóndito de la vida en la sangre aborigen que pobló nuestra cordillera oriental; nuestras costas del Atlántico y el Pacífico recogieron sangre africana, generosa y festiva; mesura nos trajo y altivez el ario europeo; a todas ellas transforma y une el paisaje de América».
Esta era la unión de razas que en mezcla original y prodigiosa requerían climas y accidentes geográficos antes no conocidos, y donde gentes menos aptas habrían fracasado: páramos de congelación, ardentía de las tierras bajas, fiebres recurrentes, animales ponzoñosos, inviernos y sequías, precipicios insalvables, ríos anchos, cañadas hondas, inundaciones, erupciones volcánicas, desiertos con negación para la vida y selvas donde apenas sobrevivían algunas tribus autóctonas y alimañas de bravo calibre. Pero ahí estaba el campesino colombiano dispuesto a ganar la guerra contra el medio y contra lo que se opusiera a su voluntad y a su esperanza.
Ranchos de vara en tierra, tambos circulares y malocas comunales del indio, construcciones poderosas en haciendas de café y ganado, arquitectura de colonización, fundaciones, puentes, caminos, habitantes… Este libro trata de rendir un homenaje a la brega de quienes han hecho posible, anónima y humildemente, el desarrollo de un país y la apertura de caminos para su salvación. Páramo y costas, desiertos y laderas cordilleranas, selvas y ríos, llanos de ganado y tierras labrantías, todo se conjugará con las gentes que los habitan y viven de estas zonas generosas y avaras, crueles y magníficas, si agradecen la mano fuerte que las doma y cultiva.
Los oficios de antes
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
Pantano de Vargas, Boyacá.
Neiran madrugaba para amasar el barro cubierto con trapo en la noche. Tal vez no tenía conciencia de su significado, no veía nada más cercano de la creación que la mano sobre la arcilla. Desde que ese hombre envió una mirada sobre la greda que al endurecerse al sol guardó un poco de agua; desde que los dedos se atrevieron a medir una parcela de eternidad.
Tal vez Neiran podría maliciar que la historia del trabajo en barro podría ser la historia de la conciencia del hombre.
De allí venimos. Madre nuestra la tierra.
Del barro nacimos y al barro volveremos.
Esta nuestra vasija final.
Esta la cazuela de comer y beber.
Esta la urna funeraria.
Eran los oficios, eran los bellos oficios, como el de nombrar las cosas para hacerlas poéticas y obedientes, como en Los Guaraos: Serpiente de collares, así llaman al arco iris; al firmamento lo llaman Mar de arriba, y Resplandor de la lluvia al rayo castigador.
Un oficio entre otros era el de Neiran: hacía ranas que representaban el dios de las lluvias; decoraba sus vasijas con otros animales, desde el búho y la soledad —piaya cayana, de color café y canto ensimismado— hasta el armadillo cavador y el tapir de trompa generosa y la asoleada lagartija; pulía vasos silbantes, alcarrazas para transportar y almacenar aguas y chichas, y embellecía la necesidad cotidiana y ponía algo suyo muriente en las urnas funerarias. Era su oficio, uno de los viejos oficios del hombre. Talladores, orfebres, lapidarios, grabadores. Los que buscan la madera para atabales, tamboras y xilófonos; los que traen carrizos, cañas y huesos para siringas y flautas. Calabacines en raspas y maracas, arcilla en silbatos, ocarinas, flautines y vasos silbadores. Los que con venas de iraca fabrican las chinas, abanicos para avivar el fuego. Los que extraen de la palma la fibra cumare para hacer hamacas, brazaletes, collares, mochilas, cordeles. Los que preparan la manicuara o caldo de maní, y los que soñaban al hacer posible el ambil, zumo de tabaco mezclado con sal vegetal y almidón blanco. El que templa el tambor de piel de cafuche o cerdo de monte. El que fermenta los brebajes y el que manipula el guaco ahuyentador del veneno de las serpientes.
Y los maestros cantores, y los cazadores de aves, y los forjadores de oro y plata. Y los vendedores de condimentos y verduras y medicinas. Y los que encendían el fuego al frotar retazos de cuarzo o haciendo girar una varilla sobre la rotura en otra madera vasta. Y los que oran a la luna y al sol y a las estrellas. Y los que labran el bastón de mando y el hacha ceremonial; los que cazaban con lanza o cerbatana, y los que pescaban con sus atarrayas o su arco de arponear. Los que armaban y hacían sonar la marimba, hecha con tubos de guadua y láminas de chonta. Y los pacientes escribanos?artistas, los que mediante pinturas y símbolos conservaban la palabra hablada.
Dabeiba, la diosa compañera de los indios, —pensó el Katío con voz de selva y agua embravecida—, enseñó los oficios para la vida y el bienestar de sus tribus. Ella tejía las esteras, ella entrelazaba hojas y bejucos para las canastas, ella fabricaba las chinas que darían vigor de aire al fuego en el fogón doméstico; ella señalaba la forma del barro en las manos del alfarero y escogía tintas para la pintura del cuerpo; ella, Dabeiba, indicaba el rojo del achiote, el olor del ananás, el negro indeleble de la jagua; ella impuso el necesario amargor al cacao y el acidulado sabor al mamoncillo; ella permitió teñir los dientes con el tallo del huito, y habló del maíz y de las siembras y de las cosechas…
Y mientras uno tejía su cesta y otros terminaban sus pintaderas y sus volantes de huso y otro hacía su figura con el punzón y el rascador y otro más tocaba su flauta, iban pensando nuevos trabajos: el de quienes construían sus habitaciones de planta circular, madera y palma y bejuco, sobre la entrada principal colgandejos que hacían sonar la música del viento y de la brisa; los que tejían redes de pescar; los que modelaban grandes ollas para que las abejas fabricaran una miel que recordaba todos los aromas; los que hacían junto a la palizada el tapaje en la audaz correntera.
Platea el agua el lomo de los peces de plata.
Brilla el sol en el lomo de los peces de plata.
Y creyeron mirar el baturá o canasto de bejucos de botones cuadrados o redondeados, o los de cuentas de concha y cerámica; los que también horadaban dientes de tiburón para collares, y tallaban piedras que servirían de plomada en las redes pescadoras; los que enseñaban las normas para vivir, esperar y morir; y los tejedores de algodón y las ralladoras de yuca y las secadoras de harina y las peladoras de bejuco y las anudadoras de hilo y las cargadoras de agua. Las esperadoras.
Eran los oficios, los pequeños e imprescindibles oficios de hombres y mujeres, que en ellos hallaban retribución suficiente si echaban a lo alto su mirada cuando la mirada sabía llenarse de nubes y sol y mariposas.
Vendría a la Casa
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
La Jagua del Pilar, Guajira.
Si tenía ya mujer hablada para el contrato matrimonial y todas las aquiescencias de familiares y vecinos, el hombre de la futura familia se acomodaba a sus circunstancias para escoger el sitio donde ardería más tarde el fogón familiar y crecerían los hijos que habrían de poblar la tierra. Por lo general les gustaba una prominencia del terreno «con buena divisa» para el descanso del ojo después de la jornada, y con facilidades para traer el agua desde su nacimiento hasta la poceta, por medio de canoas de guadua o yarumo, habituales en casi todas las cercanías.
Rancho de vara en tierra, buena pendiente en los tejados o empajados, estantillos de carate, laurel o guadua, piso apisonado que llegaba a dar brillo, si la pareja era pobre como casi siempre ocurría, o entablada con la madera aserrada del monte vecino, con pedriscos o pedazos de troncos sobrantes.
La cocina en primer lugar, el fogón de tierra afinada y sostenido por orillos fuertes, ahí el lugar para candelas y ollas encima, a fin de graduarles el fuego. En las paredes de bahareque o tapia, los ganchos u horquetas de donde colgarían las cuyabras con huevos y arepas o harinas, el calabazo aguador, las totumas que recibían sal, aliños o el hueso gustador, y sobre el humo las turegas de maíz descapachadas, a donde no entraría el gorgojo, y los utensilios necesarios del frugal condumio: cucharas, de palo en otros tiempos, cuchillos de tasajear la carne, si la había, tenedores a veces, el mecedor para la natilla o las coladas, una olleta chocolatera, un molinillo batidor, los platos y las tazas de peltre escoriado o loza comprada en la plaza del pueblo el día domingo. Y, claro, las banquetas de sentarse y descansar y narrar pequeñas aventuras del día: el convite con el vecindario para abrir la rocería, la cacería de un armadillo o un conejo, el hallazgo de una colmena, el rastreo de un tigre voraz…
Y en el cuarto grande iría la cama matrimonial y una cuna de previsión, hechas de tablas recién aserradas y palos —de café y naranjo frecuentemente— , o con sobrantes del maderamen en el aserrío. Y contra los muros de tabla, de tierra pisada o bahareque, se colgaban los santos de su devoción, un retrato amarillento del pariente más recordado, y la repisa con una imagen en yeso o madera de San Antonio de Padua —buen santo casamentero, apto en recuperar las cosas perdidas— , de San Isidro Labrador, patrono de las cosechas, y de la Virgen del Carmen, especialista en todas las precariedades. Y San José, que ayudaba a bien morir, y las benditas ánimas del purgatorio, solidarias en la dura pena.
La casa iba provista de corredor delantero y un patio desde donde se divisaba el humo de otros fogones, el blanquear de los yarumos en montes distantes y cercanos, farallones y cerros si era en la montaña, o la llanura abierta a toda esperanza.
Y la huerta con su cercado para salvarla de la manía escarbadora de gallinas y pollos, y los tomates enredados en la cerca, el ají y los condimentos del sencillo menú de cada día. Y el corral del ternero mugidor, y el espacio para el juego de los niños, para guardar trebejos, para la ensoñación en las tardes de silencio porque ni falta hacían las palabras con qué decir que la vida era buena y la tierra satisfacía el afán de los buenos frutos.
Elogio de la montañera
Texto de: Juan de Dios Uribe
Sonsón, Antioquia.
“¡Oh! Ya se destaca la montañera, la doncella de tierra fría, hacendosa y casta, con el zumo de las moras en sus mejillas, los negros ojos dulces y velados, ceñido el traje sobre las carnes llenas, la montera en la cabeza, que le da al rostro una grata penumbra. ¡Cuánto vigor en esa figura que decora las sierras, que esparce fragancia de cultivos nuevos y tiene la redondez y tersura del globo de la granadilla! Encantadora siempre: si viene de la fuente, con el cántaro rojo a la cabeza; si pila el maíz, a compás alternado con el mancebo hercúleo; en la piedra de moler, inclinado el pecho, con los brazos que vienen y van, con la espalda que ondula, con el cuerpo que se mece rítmico; al fogón donde se cuecen los fragantes manjares rústicos, la mazamorra, los frisoles y la arepa, con las candelas en el rostro y aguados por el humo picante los negrísimos ojos; en la estera del costurero, junto a la banqueta de la madre, que la mira adelantar el bordado en el tambor, mientras repasa las ropas de la familia; o si va al pueblo los domingos, con su mejor vestido, cuidadosa del campo para no ensuciar los pies recién lavados, tapada del sol con el sombrero de paja, alegre por las compras que hará en la feria, o sonriendo callada a visiones de amor, si tiene novio; y cuando se engalana para recibir a su prometido, y el día aquel del casamiento, si rompe el baile, si prueba el vino, si estalla en el primer beso a su marido, el amor prolífico de las montañas de Antioquia”.
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La Mujer en el Campo
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
La Herradura, Valle del Cauca.
Desde antes de todas las colonizaciones, desde antes de avecinarse este fenómeno, uno de los más importantes en la historia colombiana, ya la mujer era indispensable no sólo en tareas hogareñas de ciudad, pueblo y campo, sino además como colaboradora insustituible para el desenvolvimiento de lo que representara progreso, economía y trabajo. A ella se le vio corvada sobre la huerta casera, que daba legumbres y yerbas aromáticas y medicinales, sembrando la tomatera enredada en los cercos, la cebolla junca y la de huevo, la col y el repollo, el orégano y el perejil, la alverja y la cidrayota. O en el labrantío colaborando en la siembra de maíz, plátano y frisol, en llenar los surcos para los cafetos, en la cogienda de las mazorcas y las vainas, o ya como chapolera, canastillo a la cintura, ante los sembrados frutecidos para la mejor bebida del mundo.
Ella traía leña del monte cuando su hombre andaba en otras bregas; ella componía los cercos de la heredad y desyerbaba las eras de la huerta aledaña; ella transportaba el agua cuando se dañaba la acequia o ésta no existía; ella cargaba al hombro, a la cabeza o a la espalda los frutos que llevaría al pueblo vecino; ella cosía a mano, bordaba y remendaba; ella atendía a los oficios de cocina, frente al fogón humeante y las ollas chamuscadas; ella lavaba la ropa y la tendía sobre cercas, sobre alambres al viento, sobre la yerba en mañanas y tardes de verano; ella planchaba la escasa ropa cotidiana y cuidaba el jardín de claveles y begonias, saúcos y eneldos, limoneros, naranjos, granadillos…
La mujer amamantaba al niño y lo cuidaba para una vida sencilla al amparo de los días promisorios de la cosecha, y en la escasez de los inviernos prolongados y de las sequías. Ella asistía al ordeño de la vaca familiar en amorosa y paciente labor de tarde y mañana presionando la teta generosa o avara, entregando yerba y sobras a la vaca de mugido lento, remudando el ternero afanoso, llevando la leche para el desayuno con café y arepa recién asada al rescoldo de la ceniza o en la callana de barro indio.
Ella fabricaba la escoba con ramas de escobadura recogidas en la manga o en la huerta, y barría cocina, piezas y rincones, los patios donde retozaban gallinas y polluelos y a donde asomaba el cerdo de los ahorros con su gruñido familiar. Ella tendía la cama donde en la noche se amaba con el ardor sencillo de los campesinos, y colocaba los huevos en la cuyabra, la leña en el rincón fogonero, los condimentos en las vasijas de hechura casera. Ella asistía al enfermo y encomendaba a Dios al difunto después de rezarle la Oración de los Agonizantes, y animaba al recién nacido y vestía y peinaba a los niños que deberían ir a la escuela rural para las primeras lecciones…
El Muchacho todero
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
La Playa, Norte de Santander.
Sigue siendo tradicional el gañán que trepaba caminos difíciles, recogía las bestias, tiraba cauchera a los pájaros, gritaba desde las lomas altas, subía a los árboles a robar frutas, gritaba en las quebradas y en los abismos, desafiaba la luna llena.
Este muchacho sirvió en todos los oficios del campo, ofuscado o alegre, cumplidor de un deber que frecuentemente no le correspondía. Él madrugaba para arrimar las vacas al sitio del ordeño, y ayudaba a ordeñar; él cortaba la yerba imperial para vacas y terneros, y picaba la caña y la vaciaba en la canoa donde el caballo hundía sus belfos y gozaba el dulzor de la miel escondida en los cañutos.
Él iba por cigarrillos, tabacos, pólvora y municiones, panela y velas de sebo a la fonda del camino real; él traía el Colimocho que cargaría la carga o llevaría al padre hacia el pueblo, y encerraba al ternero para que no mamara en la noche; él buscaba los huevos de la gallina en el rastrojo y seguía el paso de la marrana paridora; él buscaba el azafrán en el rastrojo y el orégano en la manga; él alistaba los aparejos de la arriería y servía de sangrero en los caminos interminables de las recuas por los caminos difíciles.
Él sabía dónde ponía la garza y en qué monte cantaba la guacamaya; él veía pájaros donde no había alas, rastros de tigre donde no había tigres, y pescaba donde no había peces que platearan al sol de la débil sombra de las aguas. Él rajaba la leña para el fogón devorador; él iba a la escuela, si le sobraba tiempo, y de noche también rezaba el rosario, cabeceando al sueño que habría de interrumpir en la madrugada de otro día igual, su vida no pasaba de ser una larga brega, sombrero roto al aire, silbo al aire, canción y reniego al aire.
Él ignoraba que podrían existir derechos para el menor de edad, y que la infancia debería ser un alto amable a la adolescencia, y la adolescencia otra puerta de entrada a una juventud bonachona… Pero lo exaltaba el silbo de los pájaros y el murmurio del agua contra las piedras y el sonar del viento en los ramajes y los primeros rayos del sol en el patio y las sombras de los árboles vecinos y el jadear del perro compañero y el trago de café en taza de loza y los saludos de la mañana en anuncio de otra promesa.
Ese muchacho era y sigue siendo el primero en gritar la presencia del caballito que trae el mercado en tarde de domingo, el que alcanza la flor y la fruta más altas, el que antes que otro anuncia el paso lento de los forasteros y escucha todos los países y todos los caminos en sus relatos de vagabundería interminable…
La Huerta y el Jardín
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
Armenia, Quindío.
Se hace verde la mirada cuando la mujer observa la huerta casera, donde las matas pequeñas hacen grande el vivir cotidiano con la promesa de la vaina en la mata de alverja o de frisol, en la hoja del repollo que se apretuja en sí mismo al sol y al agua, en el rojo de la remolacha y en el amarillo de la zanahoria, en el color tomate de los tomates, en el descanso de las yerbas para la bebida apaciguadora, el cidrón, el limoncillo, la manzanilla de flor amarilleante, la cebolla junca o la de huevo, el rábano y la coliflor, el cilantro y el orégano, raíces y bulbos condimentadores.
Y el jardín campesino que empieza desde antes, en el rastrojo con la batatilla, “la flor sencilla, la modesta flor” y con el sietecueros y “el convólvulo, la flor de los crepúsculos”, hasta llegar a los bordes de la casa humilde y poderosa, y dan colorido a sus cimientos y matizan el ámbito para contento de la vista. Después el jardín se desperdiga en eras más o menos bien trazadas, pequeñas eras con valla de piedras filadas u orillos sobrantes del último aserrío, callejuelas para el paso avaro, mínimos surcos de las semillas menores.
Y en repisas contra pilares y tapias, o colgando de los aleros, canastas de alambre o de varejones trabados, tarros, beques, jarrones desahuciados, los colores que al aire dan geranios y josefinas, orquídeas y begonias y cuanta mata campesina alegra patios y corredores para llegar a las miradas que parecen fertilizarlas más. Y el alcaparro y el saúco y el higuerillo y el malvavisco y el cidrón y el botón-de- oro y tantas enredaderas que se inventa la naturaleza en tierra caliente, en tierra templada, en tierra fría, y claveles y azaleas y rosas y astromelios, y entre ellos, bajo ellos, sobre ellos, el suave zumbar del zumba-zumba o tominejo o colibrí de aletear rápido que parece encender más su colorido juguetón.