- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
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- Luis Restrepo. construcciones (2007)
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- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Casa de HaciendaArquitectura en el campo colombiano / Conservación y recuerdo de las casas de hacienda |
Conservación y recuerdo de las casas de hacienda
Texto de: Germán Tellez
La originalidad de una obra depende a veces
de lo que su autor no sabe hacer.
Hay una impotencia creadora.
Nicolas Gomez Davila.
Escolios a un Texto Implícito
El contenido de las ilustraciones previas a este texto se refiere al proceso de transformación de las casas de hacienda al llegar la época republicana, y la nueva arquitectura rural propia de ese período. Se han agrupado, al final del capítulo anterior, algunos ejemplos de modernizaciones de casas de hacienda originalmente coloniales o republicanas, las cuales tropezaron repentinamente con el siglo XX, no siempre con buena fortuna. Se afirmó con anterioridad que la continuidad formal y ambiental entre la arquitectura de la Colonia y la de la República era factible, hasta cierto punto y en circunstancias favorables, pero el desfase histórico y cultural entre éstas y la época actual anulaba esa posibilidad. Los ejemplos ilustrados en las páginas anteriores corroboran la impracticabilidad de ese diálogo de sordos, entre lo pre-existente y lo añadido en época reciente, siendo todos ellos casos de intervención arquitectónica radical, pretendiendo a veces tomar cuenta muy a la tangente, de una posible existencia pasada de las formas construidas y en otras asumiendo una franca actitud “de vanguardia”, indiferente a cualquier arquitectura de otras épocas. El lector deberá llegar a sus propias conclusiones sobre la valoración crítica de lo que aquí se muestra con el ánimo de abrir un paréntesis de reflexión al respecto. ¿Es ese el camino por seguir, para que las casas de hacienda continúen existiendo? ¿La modernización es un proceso más auténtico y valedero que la imitación de la arquitectura del pasado? ¿Es preferible construir una casa de hacienda propia de esta época a continuar desfigurando y reparando la casa de hace siglos? El presente texto no pretende dar respuestas tajantes a tales interrogantes, sino crear saludables inquietudes en quienes repasen estas líneas.
Sería posible pero ingrato y prolongado un recuento de las casas de hacienda de época colonial o republicana desaparecidas, desfiguradas, semidestruidas o abandonadas en territorio colombiano. La arquitectura rural ha estado siempre en un segundo renglón con respecto a la construcción urbana, tanto en la conciencia popular como en los medios de la cultura. Prueba de ello es que historiadores, críticos y restauradores sólo se ocupan de las casas campesinas o de hacienda como prácticamente han agotado los temas de la arquitectura urbana, monumental o no. Aun durante la Colonia, la casa en el campo fue siempre “la segunda” o la “otra” residencia, aquella que se podía usar –y abusar de ella– con la confianza y conocimiento que se tiene de un objeto de uso cotidiano, pero sin concederle jamás la importancia de la sede familiar en la ciudad. La casa de hacienda se creó dentro de un sistema socioeconómico en el cual ésta era un elemento esencial. Al cambiar las circunstancias históricas y surgir en el siglo XIX un capitalismo cada vez más consumista, la casa de hacienda adquirió valor comercial como pieza de finca raíz, un significado como símbolo de clase social, y unas funciones como casa de recreo o sede social. La importancia de la casa campestre disminuyó en la misma proporción en que se hicieron preponderantes los terrenos que la rodeaban, pasando así a ser secundaria. En el siglo XX, es posible poseer y explotar propiedades rurales pequeñas o enormes sin que sea necesario construir o mantener en ellas una casa. Basta un campamento prefabricado o una garita de vigilancia. La casa es ahora, no secundaria, sino suntuaria.
Una casa de hacienda colonial es hoy, en Colombia, un lujo espléndido y un hermoso adorno en el paisaje, un deleite para los sentidos y la mente, además de un espectáculo cultural de primer orden, pero sería un criterio fastidiosamente elitista el que invocara, en estas épocas, esas consideraciones en apoyo de la conservación de un género tan particular de la arquitectura del pasado. La conservación de un patrimonio arquitectónico rural es aventura propia de países como Inglaterra, con sus célebres casas solariegas, o los Estados Unidos, poseedor de grandes haciendas históricas del medio y lejano oeste, plantaciones de algodón en las regiones del sur y de tabaco en la costa este, y tantas otras más, consideradas todas como patrimonio nacional y lugares de residencia o visita, orgullo y regocijo.
La condición esencialmente utilitaria de la casa de hacienda es aporte vital de la relación entre sus dueños o usuarios y las formas construidas en el campo. Son muchas las razones que se conjugan para que una herramienta de labranza, un animal de tiro o una casa ya viejos, obsoletos, desgastados o inútiles, sean descartados como parte de la existencia cotidiana. Pretender, en las circunstancias actuales, que por simple interés cultural se debe o puede prolongar indefinidamente la existencia material de una casa de hacienda asediada por el desarrollo urbano, privada de sus tierras adyacentes, averiada por el paso del tiempo o carente ya de sus razones vitales de ser, no sólo constituye un amargo auto-engaño sino una teoría impracticable, excepto para un número limitadísimo de propietarios poseídos por el demonio del orgullo ancestral o la adicción del pasado, el mito y la leyenda y quizá, en unos pocos casos clínicos de pronóstico reservado, por la poética de los lugares y los poderes mágicos de la arquitectura.
No es posible obligar legalmente a un terrateniente a mantener una relación sentimental con su casa de campo. Tampoco se puede poner un precio en moneda internacional a la hectárea de paisaje, con un recargo en el valor si el espectáculo de la naturaleza pasa de “bello” a “maravilloso”, o descontando algo de aquél si está invadido por cultivos de flores amortajados bajo sudarios plásticos. La casa de hacienda, pieza de colección perpetuada por nostalgia o esnobismo, ya no sería una forma viva sino un conjunto de arquitecturas embalsamadas por el destino.
El lugar de la antigua casa de hacienda no es al lado del vestido de novia de la bisabuela o el daguerrotipo del antepasado que combatió en sabe Dios cuál de las guerras civiles del siglo XIX. El hotel, la casa de recreo o de fin de semana, el “centro de convenciones”, el restaurante “típico”, la casa de “retiros espirituales”(?), la sede de la secta, de los ejercicios aeróbicos o el exclusivo club campestre, son usos como de otro planeta, así tengan lugar actualmente en lo que alguna vez fueron casas de hacienda. Para tan abigarradas actividades se invoca usualmente una justificación, mitad utilitaria, mitad emocional: la vieja casa de hacienda provee un marco físico y ambiental dotado de cierta gracia y “atractivo” del cual carecen absolutamente todos los intentos de arquitectura contemporánea creados específicamente para albergar esos usos modernos. La “impotencia creadora” característica de nuestro tiempo se aprecia en su verdadera dimensión en esa crónica incapacidad para proveer algo que pueda competir en calidad formal y ambiental con las humildes estructuras levantadas en el pasado a lo largo y ancho del campo colombiano.
Sin duda, ahí está una parte de la heredad cultural del país, dilapidada en gran medida y cuidada afectuosamente sólo aquí y allá, por excepción, pero no como un fenómeno mayoritario. No habría que olvidar, claro está, que la herencia es siempre posterior a la muerte, y no implica necesariamente compromisos con los difuntos ni resurrección alguna. La casa de hacienda colonial de la sabana de Bogotá, surgiendo de la neblina del amanecer rodeada de un océano de tela plástica sucia de residuos industriales que cubre vastos cultivos de flores, es un atroz testimonio acusatorio contra la época presente, pero no un gran ejemplo de cómo conservar el patrimonio arquitectónico del campo colombiano. Como tampoco lo es la casa rural del siglo XVIII vestida de un atroz sudario de polvo de cemento, cal y residuos de carbón y hierro, en el valle de Sogamoso, en Boyacá. O, mucho menos, los muñones de muros de una bella casa de hacienda de trapiche en el Valle del Cauca, abandonada primero e incendiada intencionalmente luego para borrarla del mapa físico y cultural del país y de la memoria de todos.
Cada vez más casas de hacienda, incluyendo a Santillana y El Alisal, viven ahora en el recuerdo, en los libros, fotografías y documentos que dan razón de su derecho, al menos, a una muerte digna. Véase el cuidado y afecto con que han sido fotografiadas las casas de hacienda incluidas en el presente volumen, esquivando averías, cicatrices, vandalismo y destrucción. Estas son imágenes bellas pero parcializadas, inclinadas intencional y subjetivamente a cierta idealización de un género arquitectónico que sólo vino a conocer hace muy poco tiempo la fealdad y la tontería.
Las casas de hacienda no fueron creadas para ser monumentos intocables sino como instrumentos de trabajo y refugios existenciales. Al superponerles la noción francesa de la arquitectura como un hecho cultural, el asunto se complica notablemente pues la casa de hacienda colonial ya no existe en los términos en que fue creada, ni la hacienda misma tampoco. Las razones utilitarias y funcionales que le dieron razón de ser a una y otra desaparecieron hace mucho tiempo. A la luz de ésa consideración, podría parecer exótica o irrelevante la declaratoria que el Consejo de Monumentos Nacionales ha otorgado, con cierta arbitrariedad, a una que otra casa de hacienda colonial o republicana. Hay buenas razones para suponer que tales designaciones monumentales, las más por razones extra-arquitectónicas, no estando acompañadas de cuantiosas subvenciones para el mantenimiento de las casas, carecen de sentido, lo cual ilustra dramáticamente la problemática de lo que, bien o mal, es parte del patrimonio cultural colombiano. Unas pocas casas de hacienda continúan hoy funcionando como tales. Otras, muchas más, han pasado, previamente momificadas, a tener los “usos compatibles” –término equívoco si los hay– descritos anteriormente. La destrucción o el abandono de casas de hacienda o finca coloniales o republicanas ha reducido el número de sobrevivientes a menos de la cuarta parte de lo que razonablemente se estima que pudo haber sido el total construido originalmente en territorio neogranadino o colombiano. Si se tiene en cuenta que la construcción original de aquéllas no fue hecha con la idea de que fuesen eternas, sino apenas medianamente duraderas, el problema de su conservación se torna aún más difícil. La arquitectura rural neogranadina exigió, siempre, grandes dosis de trabajo, paciencia y afecto por parte de propietarios o usuarios, para que su estado y apariencia se mantuvieran en un nivel tolerable. Con frecuencia lo que algún orgulloso propietario señala como su casa rural “del siglo XVII” es en realidad la tercera versión de aquélla, ya del final del siglo XIX, levantada con campesina terquedad en el mismo lugar, luego del incendio de la primera por un rayo y la decisión exasperada de no reparar más la segunda, para derribarla y construir la que hoy se ve en el paisaje ya invadido por canteras, vallas publicitarias, “chalets” de fin de semana y restaurantes “típicos”. Tan singular historia, posible hasta ahora, parece, en los últimos años del siglo XX, tocar a su fin. Viene ahora la etapa histórica de la nostalgia y los recuerdos, de la restauración sentimental y el culto a lo antiguo, mugre e incomodidades incluidas, y la casa de hacienda ocupará su lugar al lado de los galeones a vela, el arado tirado por bueyes, las carrozas con adornos dorados y el castellano antiguo.
Existen centenares de casas de finca y hacienda en el país, unas increíblemente hermosas y útiles, otras no tanto, que conforman un patrimonio cultural vasto pero muy amenazado. Para quien quiera descubrir y apreciar esa enorme riqueza, el campo colombiano es un territorio desconocido y en gran parte inexplorado. Aun las casas de hacienda más célebres se conocen y entienden superficialmente. Con frecuencia se toman por lo que no son o por lo que aparentan pero no pueden ser. El mito, la leyenda, las falsedades culturales las cubren y difuminan como ocurre con los personajes de la historia política neogranadina y colombiana. La arquitectura campestre de la Colonia o la República se captaría mejor, en su verdad esencial, si se recordara a cada paso que un pueblo, a través de la historia, produce exactamente la arquitectura que se merece, y ninguna otra.
No se ama ni se comprende lo que se desconoce. La ignorancia es el medio perfecto para rechazar cualquier valoración posible. ¿Para qué construir una casa en un lugar espléndido del campo si no se va a cuidar de ella como si fuese un ser vivo, con tanto amor y tolerancia como se le dedicaría a quien espiritualmente lo requiere y lo merece?
Entrar a una antigua casa de hacienda maltratada por el tiempo pero tocada por la gracia o la magia de las formas construidas es ir al encuentro de sí mismo, de lo que fuimos, de lo que quisiéramos haber sido. La casa en el campo es la casa de ciudad que se marchó al paraíso. Antoine de St. Exupéry dice en Ciudadela: “…Entonces toman provisiones de horizonte y traen a casa la beatitud que han encontrado. Y la casa se transforma de que exista en alguna parte la llanura al alba y el mar. Pues todo abre sobre algo más vasto que sí mismo. Todo se torna sendero, ruta y ventana sobre algo más vasto que sí mismo”.
Casa de Hacienda |
#AmorPorColombia
Casa de Hacienda Arquitectura en el campo colombiano / Conservación y recuerdo de las casas de hacienda
Conservación y recuerdo de las casas de hacienda
Texto de: Germán Tellez
La originalidad de una obra depende a veces
de lo que su autor no sabe hacer.
Hay una impotencia creadora.
Nicolas Gomez Davila.
Escolios a un Texto Implícito
El contenido de las ilustraciones previas a este texto se refiere al proceso de transformación de las casas de hacienda al llegar la época republicana, y la nueva arquitectura rural propia de ese período. Se han agrupado, al final del capítulo anterior, algunos ejemplos de modernizaciones de casas de hacienda originalmente coloniales o republicanas, las cuales tropezaron repentinamente con el siglo XX, no siempre con buena fortuna. Se afirmó con anterioridad que la continuidad formal y ambiental entre la arquitectura de la Colonia y la de la República era factible, hasta cierto punto y en circunstancias favorables, pero el desfase histórico y cultural entre éstas y la época actual anulaba esa posibilidad. Los ejemplos ilustrados en las páginas anteriores corroboran la impracticabilidad de ese diálogo de sordos, entre lo pre-existente y lo añadido en época reciente, siendo todos ellos casos de intervención arquitectónica radical, pretendiendo a veces tomar cuenta muy a la tangente, de una posible existencia pasada de las formas construidas y en otras asumiendo una franca actitud “de vanguardia”, indiferente a cualquier arquitectura de otras épocas. El lector deberá llegar a sus propias conclusiones sobre la valoración crítica de lo que aquí se muestra con el ánimo de abrir un paréntesis de reflexión al respecto. ¿Es ese el camino por seguir, para que las casas de hacienda continúen existiendo? ¿La modernización es un proceso más auténtico y valedero que la imitación de la arquitectura del pasado? ¿Es preferible construir una casa de hacienda propia de esta época a continuar desfigurando y reparando la casa de hace siglos? El presente texto no pretende dar respuestas tajantes a tales interrogantes, sino crear saludables inquietudes en quienes repasen estas líneas.
Sería posible pero ingrato y prolongado un recuento de las casas de hacienda de época colonial o republicana desaparecidas, desfiguradas, semidestruidas o abandonadas en territorio colombiano. La arquitectura rural ha estado siempre en un segundo renglón con respecto a la construcción urbana, tanto en la conciencia popular como en los medios de la cultura. Prueba de ello es que historiadores, críticos y restauradores sólo se ocupan de las casas campesinas o de hacienda como prácticamente han agotado los temas de la arquitectura urbana, monumental o no. Aun durante la Colonia, la casa en el campo fue siempre “la segunda” o la “otra” residencia, aquella que se podía usar –y abusar de ella– con la confianza y conocimiento que se tiene de un objeto de uso cotidiano, pero sin concederle jamás la importancia de la sede familiar en la ciudad. La casa de hacienda se creó dentro de un sistema socioeconómico en el cual ésta era un elemento esencial. Al cambiar las circunstancias históricas y surgir en el siglo XIX un capitalismo cada vez más consumista, la casa de hacienda adquirió valor comercial como pieza de finca raíz, un significado como símbolo de clase social, y unas funciones como casa de recreo o sede social. La importancia de la casa campestre disminuyó en la misma proporción en que se hicieron preponderantes los terrenos que la rodeaban, pasando así a ser secundaria. En el siglo XX, es posible poseer y explotar propiedades rurales pequeñas o enormes sin que sea necesario construir o mantener en ellas una casa. Basta un campamento prefabricado o una garita de vigilancia. La casa es ahora, no secundaria, sino suntuaria.
Una casa de hacienda colonial es hoy, en Colombia, un lujo espléndido y un hermoso adorno en el paisaje, un deleite para los sentidos y la mente, además de un espectáculo cultural de primer orden, pero sería un criterio fastidiosamente elitista el que invocara, en estas épocas, esas consideraciones en apoyo de la conservación de un género tan particular de la arquitectura del pasado. La conservación de un patrimonio arquitectónico rural es aventura propia de países como Inglaterra, con sus célebres casas solariegas, o los Estados Unidos, poseedor de grandes haciendas históricas del medio y lejano oeste, plantaciones de algodón en las regiones del sur y de tabaco en la costa este, y tantas otras más, consideradas todas como patrimonio nacional y lugares de residencia o visita, orgullo y regocijo.
La condición esencialmente utilitaria de la casa de hacienda es aporte vital de la relación entre sus dueños o usuarios y las formas construidas en el campo. Son muchas las razones que se conjugan para que una herramienta de labranza, un animal de tiro o una casa ya viejos, obsoletos, desgastados o inútiles, sean descartados como parte de la existencia cotidiana. Pretender, en las circunstancias actuales, que por simple interés cultural se debe o puede prolongar indefinidamente la existencia material de una casa de hacienda asediada por el desarrollo urbano, privada de sus tierras adyacentes, averiada por el paso del tiempo o carente ya de sus razones vitales de ser, no sólo constituye un amargo auto-engaño sino una teoría impracticable, excepto para un número limitadísimo de propietarios poseídos por el demonio del orgullo ancestral o la adicción del pasado, el mito y la leyenda y quizá, en unos pocos casos clínicos de pronóstico reservado, por la poética de los lugares y los poderes mágicos de la arquitectura.
No es posible obligar legalmente a un terrateniente a mantener una relación sentimental con su casa de campo. Tampoco se puede poner un precio en moneda internacional a la hectárea de paisaje, con un recargo en el valor si el espectáculo de la naturaleza pasa de “bello” a “maravilloso”, o descontando algo de aquél si está invadido por cultivos de flores amortajados bajo sudarios plásticos. La casa de hacienda, pieza de colección perpetuada por nostalgia o esnobismo, ya no sería una forma viva sino un conjunto de arquitecturas embalsamadas por el destino.
El lugar de la antigua casa de hacienda no es al lado del vestido de novia de la bisabuela o el daguerrotipo del antepasado que combatió en sabe Dios cuál de las guerras civiles del siglo XIX. El hotel, la casa de recreo o de fin de semana, el “centro de convenciones”, el restaurante “típico”, la casa de “retiros espirituales”(?), la sede de la secta, de los ejercicios aeróbicos o el exclusivo club campestre, son usos como de otro planeta, así tengan lugar actualmente en lo que alguna vez fueron casas de hacienda. Para tan abigarradas actividades se invoca usualmente una justificación, mitad utilitaria, mitad emocional: la vieja casa de hacienda provee un marco físico y ambiental dotado de cierta gracia y “atractivo” del cual carecen absolutamente todos los intentos de arquitectura contemporánea creados específicamente para albergar esos usos modernos. La “impotencia creadora” característica de nuestro tiempo se aprecia en su verdadera dimensión en esa crónica incapacidad para proveer algo que pueda competir en calidad formal y ambiental con las humildes estructuras levantadas en el pasado a lo largo y ancho del campo colombiano.
Sin duda, ahí está una parte de la heredad cultural del país, dilapidada en gran medida y cuidada afectuosamente sólo aquí y allá, por excepción, pero no como un fenómeno mayoritario. No habría que olvidar, claro está, que la herencia es siempre posterior a la muerte, y no implica necesariamente compromisos con los difuntos ni resurrección alguna. La casa de hacienda colonial de la sabana de Bogotá, surgiendo de la neblina del amanecer rodeada de un océano de tela plástica sucia de residuos industriales que cubre vastos cultivos de flores, es un atroz testimonio acusatorio contra la época presente, pero no un gran ejemplo de cómo conservar el patrimonio arquitectónico del campo colombiano. Como tampoco lo es la casa rural del siglo XVIII vestida de un atroz sudario de polvo de cemento, cal y residuos de carbón y hierro, en el valle de Sogamoso, en Boyacá. O, mucho menos, los muñones de muros de una bella casa de hacienda de trapiche en el Valle del Cauca, abandonada primero e incendiada intencionalmente luego para borrarla del mapa físico y cultural del país y de la memoria de todos.
Cada vez más casas de hacienda, incluyendo a Santillana y El Alisal, viven ahora en el recuerdo, en los libros, fotografías y documentos que dan razón de su derecho, al menos, a una muerte digna. Véase el cuidado y afecto con que han sido fotografiadas las casas de hacienda incluidas en el presente volumen, esquivando averías, cicatrices, vandalismo y destrucción. Estas son imágenes bellas pero parcializadas, inclinadas intencional y subjetivamente a cierta idealización de un género arquitectónico que sólo vino a conocer hace muy poco tiempo la fealdad y la tontería.
Las casas de hacienda no fueron creadas para ser monumentos intocables sino como instrumentos de trabajo y refugios existenciales. Al superponerles la noción francesa de la arquitectura como un hecho cultural, el asunto se complica notablemente pues la casa de hacienda colonial ya no existe en los términos en que fue creada, ni la hacienda misma tampoco. Las razones utilitarias y funcionales que le dieron razón de ser a una y otra desaparecieron hace mucho tiempo. A la luz de ésa consideración, podría parecer exótica o irrelevante la declaratoria que el Consejo de Monumentos Nacionales ha otorgado, con cierta arbitrariedad, a una que otra casa de hacienda colonial o republicana. Hay buenas razones para suponer que tales designaciones monumentales, las más por razones extra-arquitectónicas, no estando acompañadas de cuantiosas subvenciones para el mantenimiento de las casas, carecen de sentido, lo cual ilustra dramáticamente la problemática de lo que, bien o mal, es parte del patrimonio cultural colombiano. Unas pocas casas de hacienda continúan hoy funcionando como tales. Otras, muchas más, han pasado, previamente momificadas, a tener los “usos compatibles” –término equívoco si los hay– descritos anteriormente. La destrucción o el abandono de casas de hacienda o finca coloniales o republicanas ha reducido el número de sobrevivientes a menos de la cuarta parte de lo que razonablemente se estima que pudo haber sido el total construido originalmente en territorio neogranadino o colombiano. Si se tiene en cuenta que la construcción original de aquéllas no fue hecha con la idea de que fuesen eternas, sino apenas medianamente duraderas, el problema de su conservación se torna aún más difícil. La arquitectura rural neogranadina exigió, siempre, grandes dosis de trabajo, paciencia y afecto por parte de propietarios o usuarios, para que su estado y apariencia se mantuvieran en un nivel tolerable. Con frecuencia lo que algún orgulloso propietario señala como su casa rural “del siglo XVII” es en realidad la tercera versión de aquélla, ya del final del siglo XIX, levantada con campesina terquedad en el mismo lugar, luego del incendio de la primera por un rayo y la decisión exasperada de no reparar más la segunda, para derribarla y construir la que hoy se ve en el paisaje ya invadido por canteras, vallas publicitarias, “chalets” de fin de semana y restaurantes “típicos”. Tan singular historia, posible hasta ahora, parece, en los últimos años del siglo XX, tocar a su fin. Viene ahora la etapa histórica de la nostalgia y los recuerdos, de la restauración sentimental y el culto a lo antiguo, mugre e incomodidades incluidas, y la casa de hacienda ocupará su lugar al lado de los galeones a vela, el arado tirado por bueyes, las carrozas con adornos dorados y el castellano antiguo.
Existen centenares de casas de finca y hacienda en el país, unas increíblemente hermosas y útiles, otras no tanto, que conforman un patrimonio cultural vasto pero muy amenazado. Para quien quiera descubrir y apreciar esa enorme riqueza, el campo colombiano es un territorio desconocido y en gran parte inexplorado. Aun las casas de hacienda más célebres se conocen y entienden superficialmente. Con frecuencia se toman por lo que no son o por lo que aparentan pero no pueden ser. El mito, la leyenda, las falsedades culturales las cubren y difuminan como ocurre con los personajes de la historia política neogranadina y colombiana. La arquitectura campestre de la Colonia o la República se captaría mejor, en su verdad esencial, si se recordara a cada paso que un pueblo, a través de la historia, produce exactamente la arquitectura que se merece, y ninguna otra.
No se ama ni se comprende lo que se desconoce. La ignorancia es el medio perfecto para rechazar cualquier valoración posible. ¿Para qué construir una casa en un lugar espléndido del campo si no se va a cuidar de ella como si fuese un ser vivo, con tanto amor y tolerancia como se le dedicaría a quien espiritualmente lo requiere y lo merece?
Entrar a una antigua casa de hacienda maltratada por el tiempo pero tocada por la gracia o la magia de las formas construidas es ir al encuentro de sí mismo, de lo que fuimos, de lo que quisiéramos haber sido. La casa en el campo es la casa de ciudad que se marchó al paraíso. Antoine de St. Exupéry dice en Ciudadela: “…Entonces toman provisiones de horizonte y traen a casa la beatitud que han encontrado. Y la casa se transforma de que exista en alguna parte la llanura al alba y el mar. Pues todo abre sobre algo más vasto que sí mismo. Todo se torna sendero, ruta y ventana sobre algo más vasto que sí mismo”.