- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Un refugio en el paisaje
Tangua, Nariño.
Cabo de la Vela, Guajira.
Cabo de la Vela, Guajira.
Cerrito, Santander.
Concepción, Santander.
Málaga, Santander.
Páramo de Güina, Boyacá.
Páramo de Güina, Boyacá.
Dorada, Caldas.
Fredonia, Antioquia.
Magangué, Bolívar.
Parque Tayrona, Magdalena.
El Espino, Boyacá.
Texto de: Germán Téllez
Vernáculo, la (Del lat. vernaculus) adj. Doméstico, nativo, de nuestra casa o país. Dícese especialmente del idioma o lengua.
Diccionario de la Lengua. Real Academia Española
Decía Oscar Wilde: “La mejor manera de escapar a la tentación es ceder a ella”. La tentación de definir un tema antes de entrar en él o iniciar su explicación didáctica queda aplacada por la cita del Diccionario de la Lengua que encabeza este texto. El problema reside en que, como muchas otras cosas en arquitectura, la definición precisa de lo vernáculo es en extremo difícil y los límites físicos y conceptuales de la vernacularidad arquitectónica tan difusos y maleables como los recuerdos infantiles. Ni el nombre mismo del tema de este volumen es claro, por naturaleza. A cierta arquitectura creada sin la intervención profesional, académica, teórica o de núcleos o gremios de constructores organizados socio-económicamente, se la ha llamado “popular”, “espontánea”, “informal” o “anónima”. Los críticos e historiadores Bernard Rudofsky y Sybil Moholy-Nagy han dado a su tratamiento del tema giros variados: Rudofsky lo titula: “Arquitectura sin Arquitectos”, dando a entender que estos últimos no son necesarios para producir lo primero, y Moholy-Nagy pone un título polémico a su estudio: “Native Genius in Anonymous Architecture”. Un repaso de ese análisis, publicado en 1957, llevaría a una traducción coloquial y realista: “Genialidades Nativas (o de los Nativos) en la Arquitectura Anónima”.
Curiosamente, los peligros del “nombre” del tema asechan a la distinguida crítica y profesora, pues las dos primeras ilustraciones fotográficas escogidas para iniciar su libro (Una casa colonial en la Nueva Inglaterra y el claustro de San Lorenzo en Florencia, Italia) son de autores conocidos. En cierto modo, todo aquel que piensa y levanta una edificación, tenga una maestría universitaria o sea rigurosamente analfabeta, está cometiendo un acto arquitectónico, en mayor o menor grado, para no confundir la posesión de un título profesional con el hecho mismo de crear o hacer arquitectura, es decir, controlar y ordenar de cierta manera el espacio natural. En ese sentido no puede existir, como lo pretendía B. Rudofsky, arquitectura sin arquitectos. Otra cosa es que la variabilidad cualitativa de los resultados de ese proceso sea extraordinaria.
No hay, “sensu strictu”, arquitectura sin autor, sea éste un individuo, un grupo de trabajo o una comunidad. La anonimidad de las formas construidas es bien relativa, siendo un asunto de difusión de tradiciones y de procesos culturales por medio de los cuales se perpetúan o se olvidan, a veces intencionalmente, los nombres de quienes crearon arquitectura. Los campesinos de una determinada región colombiana, o japonesa, o africa- na, saben exactamente quién construyó la casa del compadre de allá abajo, o río arriba, o en aquel cerro. Pero el alcance, en tiempo y distancia, del significado o el valor de ese gesto y ese nombre, no puede trascender los límites del lugar donde ocurrió, sin perder uno y otro, precisamente al con-trario de lo que ocurre en la arquitectura monumental. La cuestión es, para quién, dónde y cuándo es anónima esa arquitectura.
Examínese lo que ocurre al trasladar el significado del adjetivo “vernáculo” del idioma hablado al de las formas construidas. Según el Diccionario de la Lengua Española, vernáculo es el lenguaje que los padres enseñaron a sus hijos, el que se habla en nuestra casa. ¿Por qué no habría de ser también el que habla la casa misma a quien la habita? Obsérvese el cúmulo de ilustraciones de este libro y en ellas la vasta dosis de reiteración de fórmulas lingüísticas, de regresos sin fin a unos pocos puntos focales de ordenación espacial, o de relación con los lugares. Tal como en los diálogos familiares, utilizando permanentemente giros dialectales, rompiendo la gramática ortodoxa en jirones coloquiales pletóricos de ironía y humor, o de pura gracia formal, o de extrema torpeza.
En ese sentido sería más próximo a la índole intrínseca del tema ha-blar de vernacularidad y no de anonimato o popularismo. Lo de popular, utilizado para la arquitectura vernácula española por autores como Carlos Flores y Manuel Fisac, lleva connotaciones políticas y sociales que contaminan, para muchos, los significados y alcances del tema. Y en fin de cuentas, un monumento producido por un arquitecto célebre, resulta te-ner, frecuentemente, popularidades que bordean lo populachero. Paradó-jicamente, las más de las veces lo que se llama “arquitectura popular” resulta ser inimaginablemente impopular, o ignorado, o producto de ac-ciones individuales que muy difícilmente se podrían calificar, ni conceptual ni estadísticamente como “populares”. La creación de arquitectura “popular” es, las más de las veces, tarea de minorías selectas obrando dentro del contexto de clases sociales presumiblemente “populares”.
Todo un pueblo puede intervenir en las tareas puramente manuales de acarrear adobes, rajar guadua o amasar arcilla, pero a través de los tiempos y los lugares de la tierra, apenas unos pocos han orientado y establecido la ordenación espacial opuesta al caos natural.
Es inútil la preocupación por la validez del calificativo de “espontánea” para calificar la arquitectura que por una u otra causa, posee un tono ver-náculo. Habría que admitir que hay escasa o nula “espontaneidad” en un largo y penoso proceso de ensayo y error, o de selección accidental o aleatoria, al cabo del cual se está ante un resultado necesaria e inevitablemente muy refinado, en el que cualquier rastro de espontaneidad habría desapa-recido largo tiempo antes.
En su estudio sobre arquitectura popular venezolana, Graziano Gasparini anota: “...sus características expresivas... se fundamentan en lo pragmático, lo conveniente, lo obvio y lo necesario.” Esta escogencia conceptual parece singularmente apropiada al tema. No habría lugar aquí para superfluidades, caprichos o irrelevancias. Prolongando el razonamiento hasta sus últimas consecuencias, por contraste, la llamada “arquitectura culta” (he- cha por arquitectos o constructores urbanos) se podría identificar como aquella plagada de adiciones, incongruencias, complicaciones innecesarias e irrelevancias “estilísticas”, todas las cuales serían aportes provocados por la intervención de teorías o actitudes academizantes o culturizantes. Esta dicotomía entre lo erudito y lo “primitivo” es, en el fondo, un “punto muerto” estéril, por cuanto implica no reconocer la imposibilidad de comparar fenómenos arquitectónicos profundamente diversos, o peor, someterlos a una parametría crítica-estética que, si es justa para uno, resulta absurda para el otro. Lo vernáculo en arquitectura no presenta los rasgos evolutivos que los historiadores señalan a propósito de la arquitectura “culta” o monumental. El rancho campesino “vernáculo” en una región colombiana no tendría razones ni motivos para cambiar un ápice su apariencia o su tecnología constructiva a través de los siglos. Se podría decir que la basílica pa-leocristiana europea evoluciona a la iglesia románica primero, para llegar al ápice de su desarrollo en la catedral gótica. Es posible que tan fluido ra-zonamiento sea un invento de historiadores y en la realidad lo ocurrido haya tenido toda suerte de tropiezos, accidentes, golpes de suerte, hallaz- gos inesperados, o que los constructores medioevales hubiesen estado buscando lo contrario de lo que fabricaron, pero la cultura arquitectónica parece vivir de estos singulares andamiajes conceptuales. Como quiera que ello sea, la noción de familiaridad lingüística y ambiental implícita en lo vernáculo supone la existencia continuada y transmitida tradicionalmente, de “constantes” ordenatorias del espacio y de la tecnología constructiva, que se oponen a todo proceso evolutivo que podría implicar cambios entre las premisas pragmáticas de las cuales se parte y la arquitectura resultante. En cierto modo, este rasgo no evolutivo de la arquitectura vernácula la singulariza y anula toda posible comparación con lo “culto” o lo “erudito” en las formas construidas. Aun cuando existen en aquélla procesos de cambio tecnológico, éstos son invariablemente convolutivos, cuando no regresivos. Prueba de ello es el impacto letal que ha tenido y sigue teniendo la intru-sión violenta o repentina de tecnologías foráneas novedosas en un medio geográfico y socio-económico predominantemente vernacular. La llegada del primer tren cargado de tejas de zinc corrugado, y luego, mucho más tarde, del primer camión cargado de tejas de asbesto-cemento, a una re- gión colombiana donde sólo existía hasta entonces la artesanía regional de las cubiertas en paja o palma, o la teja de arcilla tradicional, no requiere mayor comentario ni ilustraciones reiterativas de una dolorosa realidad.
Dentro de un proceso no-evolutivo no puede haber margen de adap-tabilidad a una situación nueva ni la capacidad para absorber una realidad cambiante a través de esquemas conceptuales estáticos, congelados en el tiempo. La utilización sucesiva de variados materiales y técnicas es, justamente, la característica esencial de un proceso evolutivo. Así, el sistema estructural en madera utilizado desde finales del siglo XVIII en la arquitectura vernácula norteamericana (de origen colonial multi-europeo) llamado “balloon-frame” (armazón de globo) basado en un esqueleto de postes delgados colocados a corta distancia unos de otros, y el sistema de horcones o postes observable en malocas y otras estructuras indígenas suramericanas, obedecen al mismo principio de planteamiento y funcionamiento estructural. Pero el “balloon-frame” (de origen europeo) evolucionó dinámicamente y aceptó la introducción de cambios de materiales y perfeccionamientos de variado orden, incluyendo su utilización en la arquitectura naval y en el diseño aeronáutico. El sistema elástico de varas delgadas y horcones de las “malocas” precolombinas, en cambio, comienza y termina con éstas. Des-de luego, se podría construir una “maloca” actual utilizando tubos plásticos de cierta elasticidad, amarrados con cuerdas de fibra sintética, pero aún el esperpento así logrado no representaría ningún avance evolutivo con res-pecto a lo que se obtendría utilizando solamente los materiales disponibles en algún remoto paraje de la selva amazónica. Esta limitación no implica una inferioridad del sistema indoamericano con respecto al anglosajón, sino una simple diferencia de rasgos técnicos inherentes a uno y otro, además de ilustrar la influencia que tienen en la edificación vernácula, las ca-racterísticas de comportamiento y estructura fibrosa o cristalográfica de los materiales propios de cada región geográfica.
Que el énfasis en la historia arquitectónica haya sido, tradicionalmente, sobre los procesos y edificaciones “cultos” es explicable. Se trata de otra historia, u otro compartimento de la historia, producto de la constatación europea post-renacentista, de que la arquitectura “culta” o “erudita” era susceptible de interpretaciones estructuradas siguiendo las metodologías derivadas de los esquemas filosóficos posteriores a la escolástica. Arquitecturas que no cambian, o no ofrecen metamorfosis estilísticas, obviamente no se prestan a la culturización de la cual ha sido objeto la arquitectura monumental.
Es en este punto del tema cuando surge la tendencia a considerar o valorar la construcción vernácula desde el punto de vista de la arquitectura “culta”, observándola con alguna condescendencia, y llamándola “ingenua”. Se podrían invertir los términos de esto, y señalar cómo sería el constructor vernáculo, desde su clásico rigor minimalista en la creación de espacios y en su implacable selectividad en el uso de materiales y técnicas de construcción, quien podría mirar con irónica superioridad los desmañados esfuerzos de arquitectos y constructores “culturizados”, plagados de deficiencias técnicas y desplantes de diseño inexplicables, o de dudosa es-tética. Puede estar ocurriendo entonces que se esté tomando por “inge- nua” la arquitectura de lo esencial, de lo irreductible. Nótese la conclusión de fondo que es posible derivar del estudio de la construcción precolom-bina y la del período colonial, en el género doméstico, en territorio colombiano: el constructor colonial erige lo único que sabe (o recuerda), pero el constructor indígena levanta exclusivamente lo que puede. El primero superpone tradiciones y usanzas europeas al medio ambiente del Nuevo Mundo. El segundo se ve obligado a derivar su propia base tradicional partiendo de cero, como un náufrago en una isla desierta. El resultado son dos formas de vernacularidad notablemente diferentes, y en más de un aspec-to, divergentes.
La imagen del náufrago en su isla es particularmente adecuada para ilustrar la historia cíclica de la construcción vernácula. El “tiempo” de esta última se podría describir como el que mediría un reloj de arena que invirtiéramos de cuando en cuando, al azar de nuestro paso al lado de él, olvidándolo a veces, o recordándolo insistentemente. En esos intervalos del reloj de arena imaginario el constructor vernáculo, es decir, el náufrago en el océano del tiempo histórico, reinventa, una y otra vez, con variado éxito, la ordenación del espacio, y redescubre, por secretos senderos del instinto o la inteligencia, el uso de los materiales disponibles. De uno a otro siglo, de uno a otro continente, en la jungla, el desierto, el borde del mar o la cumbre montañosa, se inclina y recoge arcilla, acumula piedras, arrastra árboles caídos, re-inventa instrumentos de uso múltiple, aprende nuevamente a excavar, redescubre los secretos del comportamiento estructural mientras toma conciencia de una nueva dimensión de su espacio vital. El drama del duro acceso a la tecnología constructiva es, en esencia, siempre el mismo, reiterado a través de la historia: el del único mamífero del planeta carente de gruesa piel grasosa, plumas, pelo corporal espeso, escamas o caparazón, cuyo enorme y complejo cerebro lo hizo insatisfecho con el refugio y protección que las cavernas naturales podían proveer y lo llevó por el tortuoso camino de la búsqueda de las formas construidas.
En ese proceso aparece el rasgo dominante de lo vernáculo: a iguales requerimientos o necesidades físicas de espacio vital y albergue van a co-rresponder, inevitablemente, formas construidas esencialmente uniformes. Pero dentro de esta uniformidad, coexiste una sutil y abundantísima variedad. Así como todos los seres humanos (excepto los afligidos por alguna forma de polidigitalismo) tienen diez dedos, pero la variedad de huellas digitales parece ser infinita, la variedad dentro de la uniformidad tipológica de la construcción vernácula es su característica más notable.
El origen de esta variedad es antropológico: la igualdad biológica de los seres humanos produce inevitables resultados físicos similares. Puesto que aquéllos tienen una cabeza única y sólo dos brazos, su indumentaria ofre-cerá la similaridad de tener una sola abertura para el cuello y siempre dos para sus extremidades superiores. Pero, si los requerimientos “físicos” son iguales, o muy similares, la “variedad” deriva de las necesidades o exigen-cias “psicológicas“. La necesidad física de albergue viene planteada para el ser humano de modo integral con sus exigencias y reacciones cognoscitivas y perceptuales de valores y significados ambientales. El mismo tipo de organización espacial puede tener una ambientación radicalmente diferente, y significar nociones totalmente diversas para dos grupos humanos distintos, sin que dimensionalmente se pueda observar variación alguna.
La llamativa riqueza expresiva de la arquitectura vernácula requiere, como la música popular, una enorme dosis de reiteración de recursos for-males para transmitir sus mensajes en clave significativa. La rutina cuotidiana, la copla y la trova popular ofrecen analogías directas con las reiteradas formas rítmicas de la construcción vernácula. En cierto modo, se puede considerar la construcción vernácula entendida como un sistema de “constantes” tecnológicas orientadas a producir siempre el mismo resultado, dado que el origen causal de esas constantes tampoco ofrece cambios ra-dicales.
La observación de la construcción vernácula muestra cómo el mane- jo de un determinado material se mantiene invariable a través del tiempo; cómo el orden cronológico de los descubrimientos sobre el comportamien-to estructural de la madera, la piedra o la arcilla, es invariablemente el mismo; cómo las más diversas culturas coinciden y persisten en el uso de ciertos materiales y técnicas, aunque hayan constatado las limitaciones o inadecuaciones de unos y otras. Se podría decir, con las debidas excepciones, que la historia de la arquitectura “culta” es la de la moda formal y el cambio tecnológico, al paso que la de la construcción vernácula es la de la permanencia y las constantes.
Entre una y otra ha existido, no una compartimentación, como se podría deducir de las apreciaciones de críticos e historiadores, sino una fértil interacción. Prueba de ello es la dificultad para establecer dónde termina lo “culto” y comienza lo vernáculo. Esto ha quedado consignado por parte de los autores del presente volumen, por cuanto incluyen construcciones caribeñas que son módulos prefabricados en madera en los EE. UU., diseñados bajo la teoría arquitectónica del espacio genérico y versátil, utilizable como vivienda, oficina, taller, etc. El tono vernáculo que podrían tener reside en el uso del color y el tiempo que llevan ahí (un máximo de 90 años) a la vista de todo el mundo, tornándose más y más propios, más y más familiares, sin cambiar esencialmente, como una frontera entre la arquitectura industrializada y lo netamente vernáculo.
En la historia colombiana, como en la de cualquier otra región del planeta, la arquitectura culta ha tomado y le ha dado a la vernácula aportes múltiples, y las influencias mutuas han sido complejas y notables. El bohío indígena se incorporó prontamente al conjunto de edificaciones complementarias de las casas de hacienda coloniales, al igual que el tambo de los esclavos y el trapiche, donde las técnicas constructivas y la organización de espacios presentan una apretada simbiosis entre las tradiciones europeas y los aportes indígenas. El rancho o la casa campesina del altiplano andino colombiano no serían lo que han venido siendo sin el origen modélico de la casa campestre andaluza de época colonial. Al repasar las ilustraciones de este libro afloran aquí y allá rasgos y remembranzas de arquitectura “culta” que, así, adquieren singulares significados nuevos. Pueden estar allí la mano y el ojo del constructor que ha trabajado en la ciudad, o si alguien rememora la casa de campo “antigua” de los terratenientes de la comarca, o las del pueblo vecino.
En ocasiones, el proceso es inverso. Quién hubiera pensado que el colmo del esnobismo arquitectónico fuese colocar una cubierta de paja sobre una casa diseñada por un arquitecto de moda, con arreglo a lo que “se lleva hoy”. Ese aporte vernáculo deja automáticamente de serlo, para convertirse allí en un disfraz, perdiendo su función verdadera y tornándose en una simple decoración superpuesta a la cubierta “real”, levantada con materiales modernos.
No es posible establecer con claridad dónde se inicia lo vernáculo y dónde se diluye éste en otros campos de las formas construidas. ¿En qué momento de la historia de la casa campesina ha surgido, por un proceso de estricta pragmática, toda una teoría, es decir, una metafísica, un comienzo de formulación académica del proceso creador de la vivienda campestre? ¿Cuándo el grupo de constructores de un pueblo, o de una comarca, empieza a reemplazar las tradiciones locales por usanzas y tecnologías derivadas de la edificación “culta” o industrializada? ¿Cómo detectar los síntomas de ese proceso si éstos se pueden tomar indistintamente como vernacularización de lo industrial o industrialización de lo vernáculo? Así, una gran parte de los ejemplos escogidos para ilustrar este volumen serían casos limítrofes. Habría que admitir entonces que la estricta pureza vernacular sería la de los espacios habitables colectivos indígenas, de modo exclusivo.
Las leyendas y los mitos respecto de la construcción vernácula son abundantes. Van desde el origen mitológico (o extraterrestre) de los conocimientos técnicos necesarios para levantar determinada forma estructural hasta la idea de una rigurosa relación, sine qua non, entre clima, recursos disponibles localmente y formas construidas, que es el punto central del catecismo vernacular. Pasando por alto el fascinante aspecto de la mitología arquitectónica (particularmente hermosa en las culturas indoamericanas), cabe esbozar algunas reservas sobre el tema clima-recursos-forma construida. Son escasos los ejemplos (dentro o fuera del campo abarcado por este libro) en los cuales se produce una síntesis de esa trilogía. La casa rural, de planta compacta, por ejemplo, se produce con idéntica volumetría en todos los climas imaginables del territorio colombiano, desde los gélidos páramos andinos hasta el infierno hirviente del trópico bajo. Si resulta adecuada al clima en un punto de esa escala, es obvio que no lo es en otros, y más aún, no surge como una respuesta a las condiciones climáticas sino como esquema abstracto, derivado de conceptos tecnológicos. Le queda al estoicismo del campesino o del colono, lo de llegar a un arreglo con el clima. Desde luego, es claro que al menos en teoría, lo vernáculo consiste en que, don- de no hay árboles surgirá una arquitectura de tierra o piedra, pero no faltan los casos en los cuales los grupos de constructores improvisados recorrieron enormes distancias e hicieron esfuerzos sobrehumanos para llevar a los lugares escogidos para edificar, materiales que por ignotas razones, eran de su preferencia. Lo lógico, desde luego, es lo primero, pero lo fascinante es lo segundo.
Tampoco es, en lo vernáculo, una regla absoluta, la creación de formas exclusivamente derivadas de las características de los materiales disponibles en el lugar o la comarca. Abundan los ejemplos de escasa comprensión técnica del posible comportamiento de aquéllos: véase el uso de machones de adobe como si fuesen pilastras de piedra; columnas de madera como si fuesen machones de mampostería; bahareque colocado como si fuese un en-tablado rígido; tapia pisada sometida a esfuerzos torsionales, los cuales sólo producen fracturas y desmoronamiento. En fin de cuentas, no hay que ol-vidar que aun la más notable torpeza técnica puede, en ocasiones, dar espléndidos resultados estéticos y ambientales...
El presente inventario visual de construcción vernácula escoge hacer referencia solamente al género de la vivienda, aunque luego multiplique ésta para configurar calles y silueta urbana, entendidas éstas como una suma de vernacularidades. Pero, si el énfasis es aquí sobre la construcción en el campo, es claro, también, que no todo en esta selección visual es arquitectura rural. Lo vernáculo conformó, en cierto momento de la historia, un 98% de lo construido en pueblos y ciudades pequeñas colombianas, pero ha ido desapareciendo cada vez más velozmente, durante los últimos 60 años del siglo XX, quedando progresivamente restringido a las regiones más inaccesibles o menos desarrolladas socio-económicamente. En el contexto urbano actual lo vernáculo sobrevive mucho más difícilmente que en el medio rural. A esto habría que añadir un rasgo inherentemente propio de la construcción vernácula: muy poca, o casi ninguna de ella se crea o se construye bajo la premisa de una extraordinaria durabilidad. Se supone que no le es dado al constructor “vernáculo” una escogencia de cierto reperto- rio de materiales disponibles, teniendo que trabajar exclusivamente con lo que halle a mano, lo que implica que la mayoría de los que encuentre a su paso serán más o menos efímeros por naturaleza. Los procesos técnicos a los cuales los tiene que someter los harán algo más efímeros aún. Muchos grupos indígenas americanos, africanos y asiáticos continúan aceptando ese hecho y construyendo casas y lugares de culto religioso que no se conciben como estructuras duraderas, y se abandonan, o se destruyen y se reemplazan al cabo de un tiempo predeterminado. Lo efímero es un rasgo esencial en lo vernáculo, y resulta de gran interés, puesto que el énfasis de la arquitectura “culta” ha sido siempre sobre lo duradero. Una cubierta de palma, un piso de esterilla, un muro de bahareque implican el uso de ma-teriales de origen vegetal que se emplean en estado “muerto”, previa interrupción de un ciclo de vida, o en el caso del barro, previa extracción de su lugar natural. La palma, la caña y el esparto terminarán por desintegrarse en su degradación bioquímica, y la arcilla pasará, por secamiento y retracción, a terrones, desmoronamiento y pulverización. El rancho, la maloca, el templo shintoísta japonés son efímeros, pero ¿qué arquitecto que se respete puede pensar que sus obras no sean eternas? Lo vernáculo es inherente-mente más temporal que la construcción que lo reemplaza. Su eventual destrucción, voluntaria o por causa natural, está prevista de antemano, implícita o explícitamente, así las ideas que hicieron posible su creación sean, como se afirmó anteriormente, intemporales, duraderas y estables. Los cri-terios constructivos sobreviven incólumes a través del tiempo, pero la ma-terialización de ellos tiene corta vida.
Al multiplicar la casa vernácula, ¿resulta de ello una calle o un trozo de vida urbana vernácula? La pureza vernacular estaría en un poblado Kogi, de la Sierra Nevada de Santa Marta, pero ¿cómo identificar en un poblado del altiplano andino, y de origen colonial, lo que pueda tener de vernacu-lar? Lo que hoy vemos en ellos son algunos restos de calles hermosas y evocadoras trazadas siguiendo libremente tradiciones y teorías urbanísticas españolas que mal se podrían tomar por vernáculas. Es verdad que la memoria de los pueblos del sur de España acompañaría a los fundadores y constructores “iniciales” de estos pueblos, pero esa vaga vernacularidad en su tarea pionera sería válida solamente para ellos, mas no para sus lejanísimos descendientes colombianos. Ya en el siglo XX, los primeros habrían pasado de la tradición vernácula a la historia “culta”. Por otra parte, las más de las veces la fisonomía arquitectónica de estos pueblos de altiplano es creación de núcleos de artesanos de la construcción que son ya intermediarios insertos en la trama social, entre los eventuales usuarios de las casas y el sistema económico-administrativo colonial. Todo lo anterior sería contrario a las premisas de lo que constituye la vernacularidad teórica. Prácticamente nada de las calles o la silueta urbana, y ni aun la relación de lo urbano con el lugar o el paisaje sería “nativo” o “del país”. Otra historia sería que, con frecuencia, ese ajuste al lugar y al paisaje fuera tan certero y poético que lo construido pareciera natural, instalado desde siempre allí, como si hubiese surgido de las propias entrañas de la tierra.
La tendencia cultural a reivindicar la construcción vernácula, de la cual forma parte el presente volumen, tiene orígenes dispares. Hasta ahora, el interés por los fenómenos arquitectónicos “incultos” ha sido privilegio de antropólogos o exploradores-fotógrafos en trance de exotismos o de “nunca visto antes”. Sobran comentarios a la sofisticada ingenuidad con la cual se califica como “rara” o “extraña” la construcción vernácula, o se la muestra como una simpática pero trivial desviación de la arquitectura “de verdad”. Para los antropólogos la actividad constructora no está a la par con la tarea de moldear vasijas de arcilla o fabricar ranitas de lámina de cobre con alguna proporción de oro. Sólo cuando a un grupo humano se le ocurre levan-tar una tremenda pirámide o un fabuloso templo, que no son “vernáculos”, la arquitectura recobra la jerarquía que debe tener. Pero, pensar y construir una gran “maloca” es un proceso infinitamente más complejo, más importante y meritorio, más representativo de las capacidades humanas, y más valioso como índice de las virtudes y posibilidades de un grupo humano, que labrar una nariguera en una lámina dorada o reponer los trastos para cocinar. La maloca, como el rancho campesino, son límites físicos para la existencia. Sería hermoso pensar que la arquitectura vernácula fuese, literalmente, aquella que se teje en torno a la vida. Y no alrededor de alguna idea abstracta o una ideología política.
Las imágenes que conforman este libro están aquí, fundamentalmente por ser bellas, para proponer y difundir ideas de orden y belleza poco co-nocidas y apreciadas, pero no para ahondar en sus razones de ser y evaluar la dimensión existencial o técnica que llevan implícita. Eso sería objeto de otro volumen muy diferente. Existen ya en Colombia algunas publicaciones en esta otra dimensión del tema, producto del interés técnico de arquitectos inclinados a las cuestiones de historia y patrimonio cultural, y que constituyen la otra raíz de la tendencia reivindicatoria de la construcción vernácula.
Estas imágenes enfatizan una pureza y un rigor formal inexistentes en las creaciones de arquitectos y constructores profesionales. No hay en lo vernáculo el cúmulo de efectos, adiciones arbitrarias, engaños visuales o confusiones que abundan en la arquitectura profesional. Lo vernáculo ex-cluye ese lamentable vagar a tientas en la noche de las formas, puesto que va solamente a lo esencial, y así crea un sistema de valores éticos y estéti- cos que justificadamente han despertado el interés y la envidia de arquitectos e historiadores.
Sería un error ver en esta selección –necesariamente reducida– del vas-to mundo de la construcción vernácula solamente unas imágenes que muestran cómo ven los fotógrafos las formas construidas. Las convenciones utilizadas aquí para indicar calidades visuales o señalar determinada relación arquitectura-paisaje, deben lograr algo más: despertar interrogantes respecto de lo que hay más allá de esas convenciones. Tras esas formas, siempre las mismas pero a la vez interminablemente variadas, ¿qué hay? ¿El vacío existencial, o una compleja maraña de relaciones físicas, intuitivas y emocionales con el espacio habitable?
Quien aún tenga dudas al respecto, que asista a un amanecer en el campo y vea surgir de la noche y la neblina una y otra casa campesina, o llegue a un rancho tropical bajo una tormenta como del fin del mundo. Sólo entonces se comprenderá qué se entiende por “paisaje” y “refugio” y por qué se dice que la casa vernácula buscó “refugio en el paisaje”.
#AmorPorColombia
Un refugio en el paisaje
Tangua, Nariño.
Cabo de la Vela, Guajira.
Cabo de la Vela, Guajira.
Cerrito, Santander.
Concepción, Santander.
Málaga, Santander.
Páramo de Güina, Boyacá.
Páramo de Güina, Boyacá.
Dorada, Caldas.
Fredonia, Antioquia.
Magangué, Bolívar.
Parque Tayrona, Magdalena.
El Espino, Boyacá.
Texto de: Germán Téllez
Vernáculo, la (Del lat. vernaculus) adj. Doméstico, nativo, de nuestra casa o país. Dícese especialmente del idioma o lengua.
Diccionario de la Lengua. Real Academia Española
Decía Oscar Wilde: “La mejor manera de escapar a la tentación es ceder a ella”. La tentación de definir un tema antes de entrar en él o iniciar su explicación didáctica queda aplacada por la cita del Diccionario de la Lengua que encabeza este texto. El problema reside en que, como muchas otras cosas en arquitectura, la definición precisa de lo vernáculo es en extremo difícil y los límites físicos y conceptuales de la vernacularidad arquitectónica tan difusos y maleables como los recuerdos infantiles. Ni el nombre mismo del tema de este volumen es claro, por naturaleza. A cierta arquitectura creada sin la intervención profesional, académica, teórica o de núcleos o gremios de constructores organizados socio-económicamente, se la ha llamado “popular”, “espontánea”, “informal” o “anónima”. Los críticos e historiadores Bernard Rudofsky y Sybil Moholy-Nagy han dado a su tratamiento del tema giros variados: Rudofsky lo titula: “Arquitectura sin Arquitectos”, dando a entender que estos últimos no son necesarios para producir lo primero, y Moholy-Nagy pone un título polémico a su estudio: “Native Genius in Anonymous Architecture”. Un repaso de ese análisis, publicado en 1957, llevaría a una traducción coloquial y realista: “Genialidades Nativas (o de los Nativos) en la Arquitectura Anónima”.
Curiosamente, los peligros del “nombre” del tema asechan a la distinguida crítica y profesora, pues las dos primeras ilustraciones fotográficas escogidas para iniciar su libro (Una casa colonial en la Nueva Inglaterra y el claustro de San Lorenzo en Florencia, Italia) son de autores conocidos. En cierto modo, todo aquel que piensa y levanta una edificación, tenga una maestría universitaria o sea rigurosamente analfabeta, está cometiendo un acto arquitectónico, en mayor o menor grado, para no confundir la posesión de un título profesional con el hecho mismo de crear o hacer arquitectura, es decir, controlar y ordenar de cierta manera el espacio natural. En ese sentido no puede existir, como lo pretendía B. Rudofsky, arquitectura sin arquitectos. Otra cosa es que la variabilidad cualitativa de los resultados de ese proceso sea extraordinaria.
No hay, “sensu strictu”, arquitectura sin autor, sea éste un individuo, un grupo de trabajo o una comunidad. La anonimidad de las formas construidas es bien relativa, siendo un asunto de difusión de tradiciones y de procesos culturales por medio de los cuales se perpetúan o se olvidan, a veces intencionalmente, los nombres de quienes crearon arquitectura. Los campesinos de una determinada región colombiana, o japonesa, o africa- na, saben exactamente quién construyó la casa del compadre de allá abajo, o río arriba, o en aquel cerro. Pero el alcance, en tiempo y distancia, del significado o el valor de ese gesto y ese nombre, no puede trascender los límites del lugar donde ocurrió, sin perder uno y otro, precisamente al con-trario de lo que ocurre en la arquitectura monumental. La cuestión es, para quién, dónde y cuándo es anónima esa arquitectura.
Examínese lo que ocurre al trasladar el significado del adjetivo “vernáculo” del idioma hablado al de las formas construidas. Según el Diccionario de la Lengua Española, vernáculo es el lenguaje que los padres enseñaron a sus hijos, el que se habla en nuestra casa. ¿Por qué no habría de ser también el que habla la casa misma a quien la habita? Obsérvese el cúmulo de ilustraciones de este libro y en ellas la vasta dosis de reiteración de fórmulas lingüísticas, de regresos sin fin a unos pocos puntos focales de ordenación espacial, o de relación con los lugares. Tal como en los diálogos familiares, utilizando permanentemente giros dialectales, rompiendo la gramática ortodoxa en jirones coloquiales pletóricos de ironía y humor, o de pura gracia formal, o de extrema torpeza.
En ese sentido sería más próximo a la índole intrínseca del tema ha-blar de vernacularidad y no de anonimato o popularismo. Lo de popular, utilizado para la arquitectura vernácula española por autores como Carlos Flores y Manuel Fisac, lleva connotaciones políticas y sociales que contaminan, para muchos, los significados y alcances del tema. Y en fin de cuentas, un monumento producido por un arquitecto célebre, resulta te-ner, frecuentemente, popularidades que bordean lo populachero. Paradó-jicamente, las más de las veces lo que se llama “arquitectura popular” resulta ser inimaginablemente impopular, o ignorado, o producto de ac-ciones individuales que muy difícilmente se podrían calificar, ni conceptual ni estadísticamente como “populares”. La creación de arquitectura “popular” es, las más de las veces, tarea de minorías selectas obrando dentro del contexto de clases sociales presumiblemente “populares”.
Todo un pueblo puede intervenir en las tareas puramente manuales de acarrear adobes, rajar guadua o amasar arcilla, pero a través de los tiempos y los lugares de la tierra, apenas unos pocos han orientado y establecido la ordenación espacial opuesta al caos natural.
Es inútil la preocupación por la validez del calificativo de “espontánea” para calificar la arquitectura que por una u otra causa, posee un tono ver-náculo. Habría que admitir que hay escasa o nula “espontaneidad” en un largo y penoso proceso de ensayo y error, o de selección accidental o aleatoria, al cabo del cual se está ante un resultado necesaria e inevitablemente muy refinado, en el que cualquier rastro de espontaneidad habría desapa-recido largo tiempo antes.
En su estudio sobre arquitectura popular venezolana, Graziano Gasparini anota: “...sus características expresivas... se fundamentan en lo pragmático, lo conveniente, lo obvio y lo necesario.” Esta escogencia conceptual parece singularmente apropiada al tema. No habría lugar aquí para superfluidades, caprichos o irrelevancias. Prolongando el razonamiento hasta sus últimas consecuencias, por contraste, la llamada “arquitectura culta” (he- cha por arquitectos o constructores urbanos) se podría identificar como aquella plagada de adiciones, incongruencias, complicaciones innecesarias e irrelevancias “estilísticas”, todas las cuales serían aportes provocados por la intervención de teorías o actitudes academizantes o culturizantes. Esta dicotomía entre lo erudito y lo “primitivo” es, en el fondo, un “punto muerto” estéril, por cuanto implica no reconocer la imposibilidad de comparar fenómenos arquitectónicos profundamente diversos, o peor, someterlos a una parametría crítica-estética que, si es justa para uno, resulta absurda para el otro. Lo vernáculo en arquitectura no presenta los rasgos evolutivos que los historiadores señalan a propósito de la arquitectura “culta” o monumental. El rancho campesino “vernáculo” en una región colombiana no tendría razones ni motivos para cambiar un ápice su apariencia o su tecnología constructiva a través de los siglos. Se podría decir que la basílica pa-leocristiana europea evoluciona a la iglesia románica primero, para llegar al ápice de su desarrollo en la catedral gótica. Es posible que tan fluido ra-zonamiento sea un invento de historiadores y en la realidad lo ocurrido haya tenido toda suerte de tropiezos, accidentes, golpes de suerte, hallaz- gos inesperados, o que los constructores medioevales hubiesen estado buscando lo contrario de lo que fabricaron, pero la cultura arquitectónica parece vivir de estos singulares andamiajes conceptuales. Como quiera que ello sea, la noción de familiaridad lingüística y ambiental implícita en lo vernáculo supone la existencia continuada y transmitida tradicionalmente, de “constantes” ordenatorias del espacio y de la tecnología constructiva, que se oponen a todo proceso evolutivo que podría implicar cambios entre las premisas pragmáticas de las cuales se parte y la arquitectura resultante. En cierto modo, este rasgo no evolutivo de la arquitectura vernácula la singulariza y anula toda posible comparación con lo “culto” o lo “erudito” en las formas construidas. Aun cuando existen en aquélla procesos de cambio tecnológico, éstos son invariablemente convolutivos, cuando no regresivos. Prueba de ello es el impacto letal que ha tenido y sigue teniendo la intru-sión violenta o repentina de tecnologías foráneas novedosas en un medio geográfico y socio-económico predominantemente vernacular. La llegada del primer tren cargado de tejas de zinc corrugado, y luego, mucho más tarde, del primer camión cargado de tejas de asbesto-cemento, a una re- gión colombiana donde sólo existía hasta entonces la artesanía regional de las cubiertas en paja o palma, o la teja de arcilla tradicional, no requiere mayor comentario ni ilustraciones reiterativas de una dolorosa realidad.
Dentro de un proceso no-evolutivo no puede haber margen de adap-tabilidad a una situación nueva ni la capacidad para absorber una realidad cambiante a través de esquemas conceptuales estáticos, congelados en el tiempo. La utilización sucesiva de variados materiales y técnicas es, justamente, la característica esencial de un proceso evolutivo. Así, el sistema estructural en madera utilizado desde finales del siglo XVIII en la arquitectura vernácula norteamericana (de origen colonial multi-europeo) llamado “balloon-frame” (armazón de globo) basado en un esqueleto de postes delgados colocados a corta distancia unos de otros, y el sistema de horcones o postes observable en malocas y otras estructuras indígenas suramericanas, obedecen al mismo principio de planteamiento y funcionamiento estructural. Pero el “balloon-frame” (de origen europeo) evolucionó dinámicamente y aceptó la introducción de cambios de materiales y perfeccionamientos de variado orden, incluyendo su utilización en la arquitectura naval y en el diseño aeronáutico. El sistema elástico de varas delgadas y horcones de las “malocas” precolombinas, en cambio, comienza y termina con éstas. Des-de luego, se podría construir una “maloca” actual utilizando tubos plásticos de cierta elasticidad, amarrados con cuerdas de fibra sintética, pero aún el esperpento así logrado no representaría ningún avance evolutivo con res-pecto a lo que se obtendría utilizando solamente los materiales disponibles en algún remoto paraje de la selva amazónica. Esta limitación no implica una inferioridad del sistema indoamericano con respecto al anglosajón, sino una simple diferencia de rasgos técnicos inherentes a uno y otro, además de ilustrar la influencia que tienen en la edificación vernácula, las ca-racterísticas de comportamiento y estructura fibrosa o cristalográfica de los materiales propios de cada región geográfica.
Que el énfasis en la historia arquitectónica haya sido, tradicionalmente, sobre los procesos y edificaciones “cultos” es explicable. Se trata de otra historia, u otro compartimento de la historia, producto de la constatación europea post-renacentista, de que la arquitectura “culta” o “erudita” era susceptible de interpretaciones estructuradas siguiendo las metodologías derivadas de los esquemas filosóficos posteriores a la escolástica. Arquitecturas que no cambian, o no ofrecen metamorfosis estilísticas, obviamente no se prestan a la culturización de la cual ha sido objeto la arquitectura monumental.
Es en este punto del tema cuando surge la tendencia a considerar o valorar la construcción vernácula desde el punto de vista de la arquitectura “culta”, observándola con alguna condescendencia, y llamándola “ingenua”. Se podrían invertir los términos de esto, y señalar cómo sería el constructor vernáculo, desde su clásico rigor minimalista en la creación de espacios y en su implacable selectividad en el uso de materiales y técnicas de construcción, quien podría mirar con irónica superioridad los desmañados esfuerzos de arquitectos y constructores “culturizados”, plagados de deficiencias técnicas y desplantes de diseño inexplicables, o de dudosa es-tética. Puede estar ocurriendo entonces que se esté tomando por “inge- nua” la arquitectura de lo esencial, de lo irreductible. Nótese la conclusión de fondo que es posible derivar del estudio de la construcción precolom-bina y la del período colonial, en el género doméstico, en territorio colombiano: el constructor colonial erige lo único que sabe (o recuerda), pero el constructor indígena levanta exclusivamente lo que puede. El primero superpone tradiciones y usanzas europeas al medio ambiente del Nuevo Mundo. El segundo se ve obligado a derivar su propia base tradicional partiendo de cero, como un náufrago en una isla desierta. El resultado son dos formas de vernacularidad notablemente diferentes, y en más de un aspec-to, divergentes.
La imagen del náufrago en su isla es particularmente adecuada para ilustrar la historia cíclica de la construcción vernácula. El “tiempo” de esta última se podría describir como el que mediría un reloj de arena que invirtiéramos de cuando en cuando, al azar de nuestro paso al lado de él, olvidándolo a veces, o recordándolo insistentemente. En esos intervalos del reloj de arena imaginario el constructor vernáculo, es decir, el náufrago en el océano del tiempo histórico, reinventa, una y otra vez, con variado éxito, la ordenación del espacio, y redescubre, por secretos senderos del instinto o la inteligencia, el uso de los materiales disponibles. De uno a otro siglo, de uno a otro continente, en la jungla, el desierto, el borde del mar o la cumbre montañosa, se inclina y recoge arcilla, acumula piedras, arrastra árboles caídos, re-inventa instrumentos de uso múltiple, aprende nuevamente a excavar, redescubre los secretos del comportamiento estructural mientras toma conciencia de una nueva dimensión de su espacio vital. El drama del duro acceso a la tecnología constructiva es, en esencia, siempre el mismo, reiterado a través de la historia: el del único mamífero del planeta carente de gruesa piel grasosa, plumas, pelo corporal espeso, escamas o caparazón, cuyo enorme y complejo cerebro lo hizo insatisfecho con el refugio y protección que las cavernas naturales podían proveer y lo llevó por el tortuoso camino de la búsqueda de las formas construidas.
En ese proceso aparece el rasgo dominante de lo vernáculo: a iguales requerimientos o necesidades físicas de espacio vital y albergue van a co-rresponder, inevitablemente, formas construidas esencialmente uniformes. Pero dentro de esta uniformidad, coexiste una sutil y abundantísima variedad. Así como todos los seres humanos (excepto los afligidos por alguna forma de polidigitalismo) tienen diez dedos, pero la variedad de huellas digitales parece ser infinita, la variedad dentro de la uniformidad tipológica de la construcción vernácula es su característica más notable.
El origen de esta variedad es antropológico: la igualdad biológica de los seres humanos produce inevitables resultados físicos similares. Puesto que aquéllos tienen una cabeza única y sólo dos brazos, su indumentaria ofre-cerá la similaridad de tener una sola abertura para el cuello y siempre dos para sus extremidades superiores. Pero, si los requerimientos “físicos” son iguales, o muy similares, la “variedad” deriva de las necesidades o exigen-cias “psicológicas“. La necesidad física de albergue viene planteada para el ser humano de modo integral con sus exigencias y reacciones cognoscitivas y perceptuales de valores y significados ambientales. El mismo tipo de organización espacial puede tener una ambientación radicalmente diferente, y significar nociones totalmente diversas para dos grupos humanos distintos, sin que dimensionalmente se pueda observar variación alguna.
La llamativa riqueza expresiva de la arquitectura vernácula requiere, como la música popular, una enorme dosis de reiteración de recursos for-males para transmitir sus mensajes en clave significativa. La rutina cuotidiana, la copla y la trova popular ofrecen analogías directas con las reiteradas formas rítmicas de la construcción vernácula. En cierto modo, se puede considerar la construcción vernácula entendida como un sistema de “constantes” tecnológicas orientadas a producir siempre el mismo resultado, dado que el origen causal de esas constantes tampoco ofrece cambios ra-dicales.
La observación de la construcción vernácula muestra cómo el mane- jo de un determinado material se mantiene invariable a través del tiempo; cómo el orden cronológico de los descubrimientos sobre el comportamien-to estructural de la madera, la piedra o la arcilla, es invariablemente el mismo; cómo las más diversas culturas coinciden y persisten en el uso de ciertos materiales y técnicas, aunque hayan constatado las limitaciones o inadecuaciones de unos y otras. Se podría decir, con las debidas excepciones, que la historia de la arquitectura “culta” es la de la moda formal y el cambio tecnológico, al paso que la de la construcción vernácula es la de la permanencia y las constantes.
Entre una y otra ha existido, no una compartimentación, como se podría deducir de las apreciaciones de críticos e historiadores, sino una fértil interacción. Prueba de ello es la dificultad para establecer dónde termina lo “culto” y comienza lo vernáculo. Esto ha quedado consignado por parte de los autores del presente volumen, por cuanto incluyen construcciones caribeñas que son módulos prefabricados en madera en los EE. UU., diseñados bajo la teoría arquitectónica del espacio genérico y versátil, utilizable como vivienda, oficina, taller, etc. El tono vernáculo que podrían tener reside en el uso del color y el tiempo que llevan ahí (un máximo de 90 años) a la vista de todo el mundo, tornándose más y más propios, más y más familiares, sin cambiar esencialmente, como una frontera entre la arquitectura industrializada y lo netamente vernáculo.
En la historia colombiana, como en la de cualquier otra región del planeta, la arquitectura culta ha tomado y le ha dado a la vernácula aportes múltiples, y las influencias mutuas han sido complejas y notables. El bohío indígena se incorporó prontamente al conjunto de edificaciones complementarias de las casas de hacienda coloniales, al igual que el tambo de los esclavos y el trapiche, donde las técnicas constructivas y la organización de espacios presentan una apretada simbiosis entre las tradiciones europeas y los aportes indígenas. El rancho o la casa campesina del altiplano andino colombiano no serían lo que han venido siendo sin el origen modélico de la casa campestre andaluza de época colonial. Al repasar las ilustraciones de este libro afloran aquí y allá rasgos y remembranzas de arquitectura “culta” que, así, adquieren singulares significados nuevos. Pueden estar allí la mano y el ojo del constructor que ha trabajado en la ciudad, o si alguien rememora la casa de campo “antigua” de los terratenientes de la comarca, o las del pueblo vecino.
En ocasiones, el proceso es inverso. Quién hubiera pensado que el colmo del esnobismo arquitectónico fuese colocar una cubierta de paja sobre una casa diseñada por un arquitecto de moda, con arreglo a lo que “se lleva hoy”. Ese aporte vernáculo deja automáticamente de serlo, para convertirse allí en un disfraz, perdiendo su función verdadera y tornándose en una simple decoración superpuesta a la cubierta “real”, levantada con materiales modernos.
No es posible establecer con claridad dónde se inicia lo vernáculo y dónde se diluye éste en otros campos de las formas construidas. ¿En qué momento de la historia de la casa campesina ha surgido, por un proceso de estricta pragmática, toda una teoría, es decir, una metafísica, un comienzo de formulación académica del proceso creador de la vivienda campestre? ¿Cuándo el grupo de constructores de un pueblo, o de una comarca, empieza a reemplazar las tradiciones locales por usanzas y tecnologías derivadas de la edificación “culta” o industrializada? ¿Cómo detectar los síntomas de ese proceso si éstos se pueden tomar indistintamente como vernacularización de lo industrial o industrialización de lo vernáculo? Así, una gran parte de los ejemplos escogidos para ilustrar este volumen serían casos limítrofes. Habría que admitir entonces que la estricta pureza vernacular sería la de los espacios habitables colectivos indígenas, de modo exclusivo.
Las leyendas y los mitos respecto de la construcción vernácula son abundantes. Van desde el origen mitológico (o extraterrestre) de los conocimientos técnicos necesarios para levantar determinada forma estructural hasta la idea de una rigurosa relación, sine qua non, entre clima, recursos disponibles localmente y formas construidas, que es el punto central del catecismo vernacular. Pasando por alto el fascinante aspecto de la mitología arquitectónica (particularmente hermosa en las culturas indoamericanas), cabe esbozar algunas reservas sobre el tema clima-recursos-forma construida. Son escasos los ejemplos (dentro o fuera del campo abarcado por este libro) en los cuales se produce una síntesis de esa trilogía. La casa rural, de planta compacta, por ejemplo, se produce con idéntica volumetría en todos los climas imaginables del territorio colombiano, desde los gélidos páramos andinos hasta el infierno hirviente del trópico bajo. Si resulta adecuada al clima en un punto de esa escala, es obvio que no lo es en otros, y más aún, no surge como una respuesta a las condiciones climáticas sino como esquema abstracto, derivado de conceptos tecnológicos. Le queda al estoicismo del campesino o del colono, lo de llegar a un arreglo con el clima. Desde luego, es claro que al menos en teoría, lo vernáculo consiste en que, don- de no hay árboles surgirá una arquitectura de tierra o piedra, pero no faltan los casos en los cuales los grupos de constructores improvisados recorrieron enormes distancias e hicieron esfuerzos sobrehumanos para llevar a los lugares escogidos para edificar, materiales que por ignotas razones, eran de su preferencia. Lo lógico, desde luego, es lo primero, pero lo fascinante es lo segundo.
Tampoco es, en lo vernáculo, una regla absoluta, la creación de formas exclusivamente derivadas de las características de los materiales disponibles en el lugar o la comarca. Abundan los ejemplos de escasa comprensión técnica del posible comportamiento de aquéllos: véase el uso de machones de adobe como si fuesen pilastras de piedra; columnas de madera como si fuesen machones de mampostería; bahareque colocado como si fuese un en-tablado rígido; tapia pisada sometida a esfuerzos torsionales, los cuales sólo producen fracturas y desmoronamiento. En fin de cuentas, no hay que ol-vidar que aun la más notable torpeza técnica puede, en ocasiones, dar espléndidos resultados estéticos y ambientales...
El presente inventario visual de construcción vernácula escoge hacer referencia solamente al género de la vivienda, aunque luego multiplique ésta para configurar calles y silueta urbana, entendidas éstas como una suma de vernacularidades. Pero, si el énfasis es aquí sobre la construcción en el campo, es claro, también, que no todo en esta selección visual es arquitectura rural. Lo vernáculo conformó, en cierto momento de la historia, un 98% de lo construido en pueblos y ciudades pequeñas colombianas, pero ha ido desapareciendo cada vez más velozmente, durante los últimos 60 años del siglo XX, quedando progresivamente restringido a las regiones más inaccesibles o menos desarrolladas socio-económicamente. En el contexto urbano actual lo vernáculo sobrevive mucho más difícilmente que en el medio rural. A esto habría que añadir un rasgo inherentemente propio de la construcción vernácula: muy poca, o casi ninguna de ella se crea o se construye bajo la premisa de una extraordinaria durabilidad. Se supone que no le es dado al constructor “vernáculo” una escogencia de cierto reperto- rio de materiales disponibles, teniendo que trabajar exclusivamente con lo que halle a mano, lo que implica que la mayoría de los que encuentre a su paso serán más o menos efímeros por naturaleza. Los procesos técnicos a los cuales los tiene que someter los harán algo más efímeros aún. Muchos grupos indígenas americanos, africanos y asiáticos continúan aceptando ese hecho y construyendo casas y lugares de culto religioso que no se conciben como estructuras duraderas, y se abandonan, o se destruyen y se reemplazan al cabo de un tiempo predeterminado. Lo efímero es un rasgo esencial en lo vernáculo, y resulta de gran interés, puesto que el énfasis de la arquitectura “culta” ha sido siempre sobre lo duradero. Una cubierta de palma, un piso de esterilla, un muro de bahareque implican el uso de ma-teriales de origen vegetal que se emplean en estado “muerto”, previa interrupción de un ciclo de vida, o en el caso del barro, previa extracción de su lugar natural. La palma, la caña y el esparto terminarán por desintegrarse en su degradación bioquímica, y la arcilla pasará, por secamiento y retracción, a terrones, desmoronamiento y pulverización. El rancho, la maloca, el templo shintoísta japonés son efímeros, pero ¿qué arquitecto que se respete puede pensar que sus obras no sean eternas? Lo vernáculo es inherente-mente más temporal que la construcción que lo reemplaza. Su eventual destrucción, voluntaria o por causa natural, está prevista de antemano, implícita o explícitamente, así las ideas que hicieron posible su creación sean, como se afirmó anteriormente, intemporales, duraderas y estables. Los cri-terios constructivos sobreviven incólumes a través del tiempo, pero la ma-terialización de ellos tiene corta vida.
Al multiplicar la casa vernácula, ¿resulta de ello una calle o un trozo de vida urbana vernácula? La pureza vernacular estaría en un poblado Kogi, de la Sierra Nevada de Santa Marta, pero ¿cómo identificar en un poblado del altiplano andino, y de origen colonial, lo que pueda tener de vernacu-lar? Lo que hoy vemos en ellos son algunos restos de calles hermosas y evocadoras trazadas siguiendo libremente tradiciones y teorías urbanísticas españolas que mal se podrían tomar por vernáculas. Es verdad que la memoria de los pueblos del sur de España acompañaría a los fundadores y constructores “iniciales” de estos pueblos, pero esa vaga vernacularidad en su tarea pionera sería válida solamente para ellos, mas no para sus lejanísimos descendientes colombianos. Ya en el siglo XX, los primeros habrían pasado de la tradición vernácula a la historia “culta”. Por otra parte, las más de las veces la fisonomía arquitectónica de estos pueblos de altiplano es creación de núcleos de artesanos de la construcción que son ya intermediarios insertos en la trama social, entre los eventuales usuarios de las casas y el sistema económico-administrativo colonial. Todo lo anterior sería contrario a las premisas de lo que constituye la vernacularidad teórica. Prácticamente nada de las calles o la silueta urbana, y ni aun la relación de lo urbano con el lugar o el paisaje sería “nativo” o “del país”. Otra historia sería que, con frecuencia, ese ajuste al lugar y al paisaje fuera tan certero y poético que lo construido pareciera natural, instalado desde siempre allí, como si hubiese surgido de las propias entrañas de la tierra.
La tendencia cultural a reivindicar la construcción vernácula, de la cual forma parte el presente volumen, tiene orígenes dispares. Hasta ahora, el interés por los fenómenos arquitectónicos “incultos” ha sido privilegio de antropólogos o exploradores-fotógrafos en trance de exotismos o de “nunca visto antes”. Sobran comentarios a la sofisticada ingenuidad con la cual se califica como “rara” o “extraña” la construcción vernácula, o se la muestra como una simpática pero trivial desviación de la arquitectura “de verdad”. Para los antropólogos la actividad constructora no está a la par con la tarea de moldear vasijas de arcilla o fabricar ranitas de lámina de cobre con alguna proporción de oro. Sólo cuando a un grupo humano se le ocurre levan-tar una tremenda pirámide o un fabuloso templo, que no son “vernáculos”, la arquitectura recobra la jerarquía que debe tener. Pero, pensar y construir una gran “maloca” es un proceso infinitamente más complejo, más importante y meritorio, más representativo de las capacidades humanas, y más valioso como índice de las virtudes y posibilidades de un grupo humano, que labrar una nariguera en una lámina dorada o reponer los trastos para cocinar. La maloca, como el rancho campesino, son límites físicos para la existencia. Sería hermoso pensar que la arquitectura vernácula fuese, literalmente, aquella que se teje en torno a la vida. Y no alrededor de alguna idea abstracta o una ideología política.
Las imágenes que conforman este libro están aquí, fundamentalmente por ser bellas, para proponer y difundir ideas de orden y belleza poco co-nocidas y apreciadas, pero no para ahondar en sus razones de ser y evaluar la dimensión existencial o técnica que llevan implícita. Eso sería objeto de otro volumen muy diferente. Existen ya en Colombia algunas publicaciones en esta otra dimensión del tema, producto del interés técnico de arquitectos inclinados a las cuestiones de historia y patrimonio cultural, y que constituyen la otra raíz de la tendencia reivindicatoria de la construcción vernácula.
Estas imágenes enfatizan una pureza y un rigor formal inexistentes en las creaciones de arquitectos y constructores profesionales. No hay en lo vernáculo el cúmulo de efectos, adiciones arbitrarias, engaños visuales o confusiones que abundan en la arquitectura profesional. Lo vernáculo ex-cluye ese lamentable vagar a tientas en la noche de las formas, puesto que va solamente a lo esencial, y así crea un sistema de valores éticos y estéti- cos que justificadamente han despertado el interés y la envidia de arquitectos e historiadores.
Sería un error ver en esta selección –necesariamente reducida– del vas-to mundo de la construcción vernácula solamente unas imágenes que muestran cómo ven los fotógrafos las formas construidas. Las convenciones utilizadas aquí para indicar calidades visuales o señalar determinada relación arquitectura-paisaje, deben lograr algo más: despertar interrogantes respecto de lo que hay más allá de esas convenciones. Tras esas formas, siempre las mismas pero a la vez interminablemente variadas, ¿qué hay? ¿El vacío existencial, o una compleja maraña de relaciones físicas, intuitivas y emocionales con el espacio habitable?
Quien aún tenga dudas al respecto, que asista a un amanecer en el campo y vea surgir de la noche y la neblina una y otra casa campesina, o llegue a un rancho tropical bajo una tormenta como del fin del mundo. Sólo entonces se comprenderá qué se entiende por “paisaje” y “refugio” y por qué se dice que la casa vernácula buscó “refugio en el paisaje”.