- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Cartagena de IndiasVisión panorámica desde el aire / Corona de imágenes sobre la "Reina de las Indias" |
Corona de imágenes sobre la "Reina de las Indias"
Iglesia de San Pedro Claver. Carlos Hoyos.
Catedral. Calle de los Santos de Piedra. Carlos Hoyos.
Iglesia de San Pedro Claver. Carlos Hoyos.
Iglesia de San Pedro Claver. Carlos Hoyos.
Plazuela de La Merced. Carlos Hoyos.
Calle de la Estrella y Calle de la Mantilla al fondo. Carlos Hoyos.
Plaza de La Aduana. Carlos Hoyos.
Las Bóvedas. Playa de las Bóvedas, barrio San Diego. Carlos Hoyos.
Las Bóvedas. Playa de las Bóvedas, barrio San Diego. Carlos Hoyos.
Calle de Don Sancho. Carlos Hoyos.
Las Bóvedas. Playa de las Bóvedas, barrio San Diego. Carlos Hoyos.
Calle de Ricaurte. Carlos Hoyos.
Gertrudis. Escultura de Fernando Botero. Donada a la ciudad en el 2001, popularmente conocida como “la Gorda de Botero”. Carlos Hoyos.
Universidad de Cartagena. Carlos Hoyos.
Universidad de Cartagena. Carlos Hoyos.
Obelisco Parque El Centenario. Carlos Hoyos.
Parque Camellón de los Mártires. Carlos Hoyos.
Baluarte de San Ángel, Bocachica. Carlos Hoyos.
Baluarte de Santiago Apóstol. Carlos Hoyos.
Antiguo Cuartel del Regimiento de Fijo, claustro Jorge Tadeo Lozano y teatro Heredia. Carlos Hoyos.
Plaza de La Aduana y monumento a Cristóbal Colón. Carlos Hoyos.
Baluarte de Santiago Apóstol. Carlos Hoyos.
Patio casa colonial. Carlos Hoyos.
Casa Román. En su origen fue una casa sencilla, reformada con materiales traídos por don Enrique Román. La realizó el arquitecto Alfredo Badenes, quien le imprimió un refinado estilo morisco. Carlos Hoyos.
Ciudad amurallada con Baluarte de Santo Domingo al fondo. Carlos Hoyos.
Patio casa colonial. Carlos Hoyos.
Monasterio de La Popa. Carlos Hoyos.
Cerro de La Popa. Vigía inmóvil y referente de la ciudad, desde todos sus ángulos. Carlos Hoyos.
Teatro Heredia y Universidad Jorge Tadeo Lozano, sobre la Plaza de La Merced. Carlos Hoyos.
Islas del Rosario. Carlos Hoyos.
Caño de la Guasa, Islas del Rosario. Carlos Hoyos.
Islas del Rosario. Carlos Hoyos.
Playa Blanca, Islas de Barú. Carlos Hoyos.
Fuerte de San José, Islas de Barú. Carlos Hoyos.
Fuerte de San José, Bocachica. Carlos Hoyos.
Fuerte de San Bernardo, Bocachica. Carlos Hoyos.
Fuerte de San Fernando, Bocachica. Carlos Hoyos.
Ruina Santa Cruz de Castillogrande y faro. Carlos Hoyos.
Fuerte de San Juan de Manzanillo. Carlos Hoyos.
Monumento a la Virgen. Carlos Hoyos.
Isla El Chivo y el terminal marítimo al fondo. Carlos Hoyos.
Fuerte San Sebastián de Pastelillo. Carlos Hoyos.
Entrada a Manga. Carlos Hoyos.
Bahía de las Ánimas, al fondo iglesia y convento de San Pedro Claver. Carlos Hoyos.
Muelle de los Pegasos, Bahía de las Ánimas y centro de convenciones. Carlos Hoyos.
Parque El Centenario. Carlos Hoyos.
Arcos del parque El Centenario. Carlos Hoyos.
Obelisco, parque El Centenario. Carlos Hoyos.
Parque Camellón de los Mártires. Carlos Hoyos.
Parque Camellón de los Mártires. Carlos Hoyos.
Plaza de la Paz, Torre del Reloj y al fondo Plaza de los Coches. Carlos Hoyos.
Torre del Reloj. Carlos Hoyos.
Plaza de los Coches. Carlos Hoyos.
Plaza de los Coches. Monumento a Don Pedro de Heredia. Carlos Hoyos.
Torre del Reloj, Centro de Convenciones e iglesia de San Francisco, Getsemaní. Carlos Hoyos.
Calle de la Ronda, a la derecha Baluarte de San Ignacio de Loyola. Carlos Hoyos.
Plazoleta de los Almirantes. Carlos Hoyos.
Alcaldía, en Plaza de La Aduana. Carlos Hoyos.
Plaza de San Pedro, convento, iglesia y Museo de Arte Moderno. Carlos Hoyos.
Iglesia de San Pedro Claver. Carlos Hoyos.
Iglesia de San Pedro Claver. Carlos Hoyos.
Plazoleta lateral de San Pedro Claver con escultura del santo, realizada por el maestro Enrique Grau. Carlos Hoyos.
Calle San Juan de Dios. Carlos Hoyos.
Plaza de San Pedro Claver. Carlos Hoyos.
Monumento a Simón Bolívar. Carlos Hoyos.
Parque de Bolívar. Carlos Hoyos.
Gobernación de Bolívar. Plaza de la Proclamación. Carlos Hoyos.
Catedral de Cartagena. Carlos Hoyos.
Calle de Don Sancho. Carlos Hoyos.
Calle de Don Sancho hacia la Plaza de La Merced, al fondo Plataforma de las Ballestas, sector más antiguo de las murallas. Carlos Hoyos.
Panorámica de la ciudad entre la Plaza de la Merced y el Baluarte de Santo Domingo. Carlos Hoyos.
Parque Fernández de Madrid. Barrio San Diego. Carlos Hoyos.
Iglesia de Santo Toribio. Parque Fernández de Madrid. Carlos Hoyos.
Escuela de Bellas Artes, Parque de San Diego y Hotel Santa Clara al fondo. Carlos Hoyos.
Parque de San Diego. Carlos Hoyos.
Parque de San Diego. Carlos Hoyos.
Baluarte de Santa Clara, al fondo el Hotel Santa Clara, antiguo claustro de las clarisas. Barrio San Diego. Carlos Hoyos.
Patio casa contemporánea. Arquitecto Rogelio Salmona. Carlos Hoyos.
Patio antiguo convento de las clarisas, hoy Hotel Santa Clara. Carlos Hoyos.
Playa de la Artillería. Antiguo Cuartel de Artillería. Carlos Hoyos.
Callejón de los Estribos. Detalle de la iglesia de Santo Domingo. Carlos Hoyos.
Fachada iglesia de Santo Domingo. Carlos Hoyos.
Plaza e iglesia de Santo Domingo. Carlos Hoyos.
Claustro y torre de iglesia de Santo Domingo. Carlos Hoyos.
Plaza de Santo Domingo. Calle de Nuestra Señora del Rosario, Edificio Cuesta. Carlos Hoyos.
Plaza de Santo Domingo, balcón y convento de Santo Domingo. Carlos Hoyos.
Calle de Nuestra Señora del Carmen. Carlos Hoyos.
Calle de la Vicaría de Santa Teresa, al fondo Calle de Las Damas. Carlos Hoyos.
Parque de La Marina y ciudad amurallada al fondo. Carlos Hoyos.
Plaza de Santa Teresa, al fondo iglesia de San Pedro Claver. Carlos Hoyos.
Calle de Ricaurte, a la derecha antiguo claustro de Santa Teresa. Carlos Hoyos.
Calle de Vicente García, al fondo Calle del Coliseo. Carlos Hoyos.
Torre y patio Universidad de Cartagena, torre de la catedral al fondo. Carlos Hoyos.
Patio Universidad de Cartagena. Carlos Hoyos.
Parte posterior de las Bóvedas. Colegio Salesiano. Carlos Hoyos.
Baluarte de San Lucas, barrio San Diego. Carlos Hoyos.
Casa de Rafael Núñez, barrio El Cabrero. Carlos Hoyos.
Casa de Rafael Núñez, barrio El Cabrero. Carlos Hoyos.
Monumento a Rafael Núñez. Parque Apolo, barrio El Cabrero. Carlos Hoyos.
Templete de El Cabrero. Carlos Hoyos.
Templete de El Cabrero. Carlos Hoyos.
Ermita de El Cabrero. Carlos Hoyos.
Circo-teatro La Serrezuela. Carlos Hoyos.
India Catalina, escultura de Eladio Gil. Carlos Hoyos.
Fachada del Circo-teatro. Carlos Hoyos.
Baluartes de San Miguel, de Santa Teresa y Puente Heredia. Carlos Hoyos.
Blas de Lezo. Escultura en el Castillo de San Felipe de Barajas (Fuerte). Carlos Hoyos.
Los zapatos viejos, en el Castillo de San Felipe de Barajas (Fuerte). Carlos Hoyos.
Fuerte de San Felipe de Barajas. Carlos Hoyos.
Fuerte de San Felipe de Barajas. Carlos Hoyos.
Cementerio de Manga. Carlos Hoyos.
Casa Familia Vélez. Carlos Hoyos.
Ciénaga Las Quintas. Cerro de La Popa al fondo. Carlos Hoyos.
Fuerte de San Fernando, Bocachica. Carlos Hoyos.
Vista de la ciudad hacia el occidente desde la cúpula de la catedral. Carlos Hoyos.
Calle de La Mantilla. Carlos Hoyos.
Obelisco Parque El Centenario. Carlos Hoyos.
Terraza El Arsenal. Carlos Hoyos.
Antiguo Cuartel del Regimiento de Fijo, claustro Jorge Tadeo Lozano y teatro Heredia. Carlos Hoyos.
Playa Blanca, Islas de Barú. Carlos Hoyos.
Ciénaga de la Virgen con el cerro de La Popa a la derecha al fondo. Carlos Hoyos.
Monumento a los Alcatraces. Carlos Hoyos.
Casa Familia Covo. Carlos Hoyos.
Casa de Huéspedes Ilustres, Fuerte de San Juan de Manzanillo. Carlos Hoyos.
Casa de Huéspedes Ilustres, Fuerte de San Juan de Manzanillo. Carlos Hoyos.
Panorámica de la ciudad entre la Plaza de La Merced y el Baluarte de Santo Domingo. Carlos Hoyos.
Texto de: Óscar Collazos
“Al salir el sol, El Narciso entraba, viento en popa, en el canal de Bocachica, apenas de unas pocas brazas de ancho y, sin embargo, bastante profundo para admitir los mayores navíos de guerra”. Así describía el viajero francés Eliseo Reclus su arribo a Cartagena de Indias. Había iniciado su travesía en 1855. De este viaje queda un valioso testimonio sobre su breve paso por La Heroica: Viaje a la Sierra Nevada de Santa Marta.
“De cada lado se distinguen las rocas agudas esparcidas en el fondo del agua argentada; a medida que se avanza, la cintura de arrecifes se estrecha alrededor del tortuoso canal, mostrándose los escollos en todas las direcciones (...)” –escribe Reclus.
El viajero francés se adentra en la primera línea de fortificaciones que protegía la entrada del puerto de Cartagena. “Después de haber bordeado durante minutos, entramos en la rada de Cartagena, cuyas aguas tranquilas tienen una superficie de 18 millas cuadradas. Completamente resguardada hacia el lado del mar, al sur por la Isla de Barú, al oeste por la Isla de Tierra Bomba y por arrecifes y bancos de arena; al norte por el archipiélago sobre el cual está construida la ciudad de Cartagena, esta rada se desarrolla en un magnífico semicírculo que penetra mucho en el interior de la costa (...)”.
La mirada fotográfica de Reclus no registra su paso por el archipiélago de las Islas del Rosario, pero en su viaje hacia el interior de Cartagena de Indias describe con asombrosa fidelidad lo que, muchos años después, ha estado en el objetivo de fotógrafos y cronistas. En efecto, desde 1860, cuando llega la fotografía con sus precarios recursos técnicos, Cartagena de Indias se convierte en objetivo de fotógrafos aficionados, dedicados a confeccionar tarjetas de visitas e imágenes hoy casi invisibles. No es sino a partir de 1870 cuando se empiezan a registrar aspectos históricos de la ciudad, reunidos hoy en el importante “Archivo Jaspe”. Otros archivos, como los de Próspero Valiente y Juan Trucco, además del de la empresa de aviación Scadta, podrían servir de contraste a la contemplación de este libro. No está de más recordar que el apellido Trucco se asocia al nombre de Juan Bautista Moreno y Trucco, el primer cartagenero que, a finales del siglo xix, concibió la finca raíz como una actividad necesaria a la ciudad que empezaba a expandirse.
En 1880 se toman las primeras fotos de exteriores. Esplendor pasado y nueva decadencia, éste es el contenido del registro fotográfico en los primeros años del siglo xx. La ciudad que el viajero descubrió a mediados del siglo xix, había entrado en franca y lamentable decadencia. “Por las calles, que limitan a lo lejos la masa sombría de las murallas y en que se ven conventos llenos de grietas y elevadas iglesias de oblicuas paredes, pasaban cojos, tuertos, leprosos, enfermos de todas clases (...)” –registra el observador europeo.
No era este paisaje humano característica exclusiva de la gran ciudad caribeña. Lo era también de algunas ciudades europeas en los siglos xviii y xix. Basta, para comprobarlo, leer las novelas de Víctor Hugo o Charles Dickens, donde abundan, en París y Londres, “cortes de los milagros” como la descrita por Reclus.
Pero Reclus también registra el antiguo esplendor de la ciudad. “De todos los puntos de la costa por donde pudieran exportarse para Europa los productos de la hoya del Magdalena, uno, por excelencia, Cartagena, presentaba facilidades para la defensa, y por esta razón el Gobierno español le había dado el monopolio de los cambios en una longitud de 3000 kilómetros de ribera”. Habla el cronista de “prosperidad ficticia”, desvanecida después de la Independencia. ¿Ficticia o efímera? Escribe Reclus sobre “la Reina de las Indias” y su grandeza colonial, pero su mirada se detiene también en el abigarrado paisaje urbano de la ciudad y en rituales colectivos en los que se advierte el mestizaje de su población. Europea, indígena y africana; blanca, mestiza, negra y mulata, Cartagena de Indias no es ajena al enriquecedor componente triétnico de otras ciudades caribeñas. Ni lo seguirá siendo con el correr de los años, hecho en que reposa su dinámica vida cultural.
Se trata de la misma grandeza, registrada tres siglos atrás por el gran cronista Juan de Castellanos. “Fue luego la ciudad de Cartagena/ frecuentada de barcos y navíos;/ y en breve tiempo la ribera llena/ de ricos y costosos atavíos, / que vienen a buscar dorada vena/ y a conquistar no vistos señoritos; / los españoles van en crecimiento/ y las contrataciones en aumento (...)”.
La Cartagena de don Juan de Castellanos acababa de nacer como plaza estratégica en el Caribe. Al contemplar la dinámica vertiginosa de la ciudad, el cronista se maravilla “Llegaron pues al puerto dos navíos/ que del nombre de Dios iban a España;/ holgáronse de ver aquel arena/ con renombre de nueva Cartagena”.
Cuando se lee la crónica de Reclus o se repasan las reseñas de Conquista y Colonia, la mirada da un salto en el tiempo y se encuentra con la ciudad progresivamente restablecida de su marasmo y decadencia a partir de la segunda mitad del siglo xx. La mirada vuelve entonces hacia la Cartagena de nuestros días. Declarada por la Unesco, en 1985, Patrimonio Histórico y Cultural de la Humanidad, es ahora ruta casi obligada para los viajeros del mundo.
La antigua Calamarí –“con apacible y excelente puerto”– así la describe Juan de Castellanos- se restauró a ritmo acelerado en los últimos treinta años del siglo xx hasta ofrecer el paisaje natural, arquitectónico y humano de nuestros días. “La poesía de las ruinas y las noches” que encontrara el viajero francés, ha recuperado la poesía luminosa de la ciudad amurallada.
El gigantesco navío que parece ser en las noches el moderno Centro de Convenciones, nos habla del mundo que ha nacido con el prestigio internacional de la ciudad. Anclado sobre lo que fuera el viejo mercado, en el extremo del Arsenal y en las fronteras de Getsemaní, el Centro de Convenciones establece el más grande contraste con la ciudad amurallada que se extendía hacia la histórica barriada.
Getsemaní, negra y mulata fundación barrial, cabildo de donde saliera el primer grito de independencia, no pone límite a la vieja ciudad sino que la prolonga. Flanqueado por las calles de la Media Luna y la Calle Larga, el barrio tiene, como ninguno en Cartagena, el sabor local y la altivez de saberse vinculado a las revueltas de su independencia. Un apretado conjunto de calles y estrechos callejones que empiezan o confluyen en la Calle Larga y la Media Luna, le da una identidad singularmente doméstica a este Getsemaní de humildes artesanos y pequeños comerciantes. A sus espaldas, hacia el poniente, se levantan edificaciones tan importantes como los teatros Cartagena y Colón. O el Parque del Centenario, desde donde se mira hacia la vieja y hoy ruinosa sede del Club Cartagena, cuyas fachadas y estructuras darán pie, seguramente, a su pronta restauración.
Desde allí, atravesando el Camellón de los Mártires, dando unas pocas zancadas por la Plaza de la Independencia, se abren las tres bocas de la Torre del Reloj y se penetra de nuevo en la ciudad amurallada. Getsemaní se convierte así en apéndice urbanístico de la Cartagena histórica. Apéndice urbanístico y protagonista de sus gestas.
En efecto, un once de noviembre de 1811, el pueblo salió a las calles a tronchar el tronco que amarraba a Cartagena al árbol de la España ultramarina. Cuatro años duraría, como se sabe, el contento libertario. Fernando VII enviaría en 1815 al “Pacificador” Pablo Morillo, que sitiaría durante 121 días, con pólvora y hambre, a la “Reina de las Indias”. El monarca se resistía a perder una de sus posesiones privilegiadas de América. Murallas y baluartes dejaron entonces de ser emplazamientos defensivos. Se convirtieron en mazmorras. Lo recuerdan aún guías turísticos y ciudadanos del común: entre los episodios de la infamia colonial, Cartagena escribió las mejores páginas de su dignidad histórica.
No se sorprenda el visitante cuando, en noviembre, en largos días de vísperas festivas, se encuentre con la celebración multitudinaria de aquella fecha. Las fiestas novembrinas unen a los cartageneros en un extenuante jolgorio de días.
El viaje de Reclus parece reanudarse siglo y medio después en este libro. Partiendo de las Islas del Rosario y Barú, la cámara teleguiada, empotrada en la “cabina” de un espectacular helicóptero de aeromodelismo provisto de un sofisticado monitor en tierra, penetra en la bahía, rodea la cintura de la ciudad, recorre la Ciénaga de la Virgen y los “caños” y, finalmente, la abarca, detalle a detalle. Ya lo ha hecho el ojo privilegiado del fotógrafo en su aproximación a la Bahía de las Ánimas, en su vuelo de pájaro inteligente por el archipiélago de las Islas del Rosario y las costas de Barú.
Cámara y fotógrafo dirigen así una mirada novedosa y exigente a la ciudad quizá más mirada y fotografiada de Colombia.
Inmodificable en su historia, distinta y cambiante según la lente que la mire y las épocas que condicionaron su progreso; cambiante también en los ciclos históricos que van del apogeo a la decadencia y, de nuevo, al esplendor, Cartagena de Indias es redescubierta en este libro gracias al milagro de la tecnología y a la sensibilidad del fotógrafo que dispara en el detalle oportuno. Editor y fotógrafo, pues la aventura de este libro los ha unido en tentativas fallidas y finalmente felices desde las primeras horas del día hasta el anochecer. El libro no ha nacido de la elección azarosa de fotografías sino de un gran proyecto editorial, esa especie de guión previo que le dio espacio y razón de ser a cada una de las fotografías.
A medida que se avanza en la contemplación de las páginas de este libro, se advertirá que nunca antes la ciudad había sido vista desde ángulos privilegiados de calles y monumentos. Tampoco se había visto, con tanta cercanía, en su reveladora intimidad. El detalle, tras largas búsquedas, aparece en la singularidad de su belleza. Cartagena es vista y registrada de nuevo en una especie de alejamiento panorámico y acercamiento progresivo al detalle preciso. ¿Cuál es el resultado? Una amplia visión de mural y un delicado registro de orfebrería.
Como toda ciudad, Cartagena de Indias tiene sus monumentos emblemáticos. Bastaría ver uno de esos monumentos, de arquitectura religiosa o civil, para evocar de inmediato su identidad. Toda identidad se forja con el reconocimiento del pasado y el significado que ha tenido su patrimonio tangible. La memoria cultural se hace con la fijación y evocación de esos símbolos.
Si se prescinde en lo posible del paisaje humano (que ya no es la “corte de los milagros” que reseñara Reclus), la ciudad aparece desnuda en su magnificencia, espléndidamente dormida en un largo sueño de siglos. Este libro ha prescindido deliberadamente del paisaje humano, que se asoma ocasionalmente a los balcones o se entromete en el registro de sus calles. No es un libro de usos y costumbres –que los hay valiosos–, sino el más acabado compendio de la riqueza patrimonial de Cartagena de Indias.
¿Cuáles son las imágenes que quedan en la memoria del visitante que estuvo alguna vez en Cartagena de Indias? Unas pocas, pero significativas. Unas pocas que, comparadas con las de otras ciudades del Caribe, son muchas. Recordará el Castillo de San Felipe de Barajas, la más grande obra de su género en América. El monumento de la India Catalina, homenaje a la hermosa joven de Zamba –hoy Galerazamba–, convertida en símbolo de las luchas indígenas y, paradójicamente, en protagonista de una polémica que no cesa: ¿fue leal a su pueblo o fue, simplemente, una traidora Malinche, como la indígena que acompañó a Hernán Cortés en su aventura de destrucción y muerte?
Todo monumento es aquí un retazo de la historia. La Torre del Reloj, la catedral o la iglesia de San Pedro, la estatua a don Pedro de Heredia, el monumento a los “zapatos viejos” con que se recuerda al poeta Luis Carlos López, en fin, señas de identidad que, fijadas en la memoria, identifican y definen.
Si la memoria es fiel a esta iconografía urbana, se recordarán baluartes que ciñen la cintura de la vieja ciudad a manera de brazos de gruesa y sólida piedra. Una densa y oscura pátina recubre sus superficies. A lo largo de las murallas se emplazan dieciséis de los veintitrés baluartes construidos originalmente.
No se olvide que, desde 1570, según consta en el Archivo de Indias de Sevilla, ya existían croquis de la ciudad en los que se veían cañones de defensa apuntando hacia la entrada de la bahía. Para consolidar su prosperidad comercial, Cartagena de Indias fue concebida, entre los siglos xvi y xviii, como gran obra de la ingeniería militar. Con el correr de los años, sobre todo a partir de finales del siglo xix, Cartagena se vio abocada a seguir siendo nostalgia militar o a expandirse como ciudad civil. De esta época datan las primeras iniciativas empresariales que la proyectaron hacia los desafíos del siglo xx. Cartagena tenía que romper las costuras que la limitaban a su trazado colonial. Y lo hizo mientras la “ciudad vieja” caía en un patético estado de deterioro y agonía. Todavía en 1960, nadie concebía que tanta riqueza patrimonial viviera entre ruinas y escombros y a la espera de iniciativas que aliviaran su postración.
Fotografías de la primera mitad del siglo xx dan cuenta de esa postración. Y es precisamente gracias a esos testimonios como se puede valorar el inmenso esfuerzo realizado para recuperar todo aquello que la corrosión del tiempo y los ímpetus destructivos de la naturaleza tropical no habían podido destruir.Plazas de trazado rectangular, de evidente reminiscencia hispánica, como las de Santo Domingo, dominada por el convento que le da nombre; y la de San Diego, pequeña y recogida, más parque que plaza, flanqueada hoy por el hotel construido en el antiguo convento de las clarisas; la de Fernández de Madrid, popular y populosa, en una de cuyas esquinas se alza la preciosa iglesia de Santo Toribio; la de San Pedro, al pie de la iglesia donde reposan los restos de Pedro Claver, el “apóstol de los negros”; la de la Aduana, vecina a ésta, abierta por uno de sus ángulos hacia la Plaza de los Coches, éstas son las plazas que dominan el recinto amurallado. El registro de uno cualquiera de sus signos arquitectónicos basta para reconocerlas.
A diario, en todas las épocas del año, los turistas recorren estas plazas bajo la canícula del día o en el amable frescor de las tardes, cuando una suave brisa sopla desde el Caribe. Local y cosmopolita, la ciudad se abre entonces al fasto de sus noches “de rumba”. Los guías, conductores de coches tirados por caballos, van desgranando a diario el nombre de calles y monumentos, informan sobre los propietarios actuales de mansiones que parecerían no ser mansiones, recitan el texto elemental de un pequeño manual de la historia social y urbanística de Cartagena. “La casa del Premio Nobel García Márquez”, dicen al pasar frente a la moderna y no obstante discreta construcción de altos muros concebida en un predio vacío por el arquitecto Rogelio Salmona.
El recorrido de una a otra plaza permite entrar en un laberíntico trazado de calles de las que, si se desea, se sale azarosamente para volver al lugar de origen. Conservan su nombre, que en muchos casos nombran oficios o el destino que tuvieron en épocas pasadas. Nombran una Cartagena de Indias doméstica y parroquial, pues es de esta familiaridad de donde la memoria histórica crea el vínculo entre presente y pasado. En la de La Chichería no hay chichería, en la del Estanco no existe estanco. ¿Dónde está el arsenal en la que así se llama? ¿Cuál es la anécdota que evoca la llamada Tumbamuertos? Algunas de esas calles evocan una vida social y comercial desaparecida.
Si se ha visto una vez, se reconocerá en las viejas arcadas que miran hacia la Torre del Reloj otro de los símbolos de la ciudad, éste sí festivo y carnavalesco. En su marco queda el Portal de los Dulces, donde el pregón callejero sigue vivo. Perdura en barriadas populares y se extiende hacia el centro, se riega hacia toda la ciudad, como una reminiscencia del Caribe colonial. “¡Peeeeto, peeeeto! –grita el pregonero. “Fruuutasss”, grita con musicalidad la palenquera en su humilde comercio cotidiano. “¡Aleeegría! ¡Plataniiitos! ¡Ñaaaame, yuuuuuca!”– grita el carretero.
Es así como el paisaje humano se corresponde con el viejo semblante de la ciudad renacida. El Portal de los Dulces ya no es el ruinoso lugar que registraron las imágenes de finales del siglo xix. Hoy es un pintoresco corredor protegido del sol y de las lluvias. “La ciudad de las arcadas”, llamó Alejo Carpentier a La Habana. Numerosas son también las arcadas que protegen del sol y la lluvia a los transeúntes cartageneros.
Estos son algunos de los símbolos de la ciudad que Felipe II llamó alguna vez, cuando la dotó de su primer escudo, “Cartagena de Nuestras Indias”. Es el próspero puerto “que antes por lengua de los indios se decía Calamar”, según hace constar el cronista anónimo que hizo la relación de la Conquista.
Lo que se recordaba como símbolo emblemático no había tenido hasta ahora el precioso valor del detalle. La memoria de viajeros y nativos congelaba los conjuntos. Lo que recrea este libro es, precisamente, el conjunto y sus detalles, el todo y sus partes, la panorámica y el primer plano. Vista de esta manera, desde la inquieta lente que busca y se detiene en su objetivo, Cartagena de Indias es tan inédita como distinta.
A 470 años de fundada, la vieja ciudad colonial se encierra y acorrala (“Corralito de Piedra”, así la llamó Daniel Lemaitre Tono). Se acorrala para distinguirse de la moderna: de Bocagrande o Castillogrande, hacia donde se expandió la Cartagena turística. En medio de grandes edificios modernos, quedan aún espaciosas casas de vivienda, construidas hacia los años cuarenta del siglo xx. La ciudad se extendió hacia Manga, isla unida a la otra Cartagena por puentes levantados sobre brazos de mar y caños. En Manga, más modernista que moderna, más republicana que colonial, quedan aún espléndidas mansiones habitadas por familias tradicionales de la ciudad, vinculadas al mundo empresarial y social que estimuló el despegue de Cartagena hacia la modernidad.
Se dice que los nativos de una ciudad aplazan a veces el conocimiento del espacio donde viven. Lo aplazan porque viven en él, porque son parte de topografía urbana y paisaje. Están allí, con la sensación de estar para siempre. Sólo la curiosidad de historiadores y cronistas, la búsqueda de lo singular en lo cotidiano –que es obsesión de los artistas– se detiene excepcionalmente en lo que revelan las imágenes de este libro.
Un mirador excepcional: La Popa. Ya Reclus, en su reseña histórica, se siente emocionado por esa “masa escueta que domina el pequeño archipiélago de Cartagena”. Escribe: “A mis pies se levantaban las torres, las altas murallas, los terraplenes de la ciudadela, cubiertos de árboles y semejantes a jardines suspendidos (...)”. Testigo privilegiado de siglos, La Popa es mirador y punto de referencia. Desde donde se mire, por donde se entre, desde la bahía o desde el norte que conduce a Barranquilla, desde la cercana Turbaco, la Popa es el mojón desde donde se puede divisar entera “la ciudad apretada en sus murallas macizas”.
Los conventos que Reclus viera ya no son “conventos arruinados”. Sigue allí, eso sí, invariable, el “vasto semicírculo del mar, resplandeciente con los rayos de sol del ocaso”. La naturaleza sólo ha sido modificada para unir lo que antes estaba separado: islas comunicadas hoy en un mismo tejido urbano.
Militar, civil y religiosa, la arquitectura de Cartagena concilió tres propósitos: ser plaza inexpugnable, centro de comercio y sede de la fe cristiana de Roma en esta parte de las Indias Occidentales.
Paulatinamente, los “conventos arruinados” fueron sometidos a rigurosas intervenciones y remodelaciones, dándoseles en algunos casos usos que se corresponden con la ciudad turística. Prestigiosos hoteles de cadenas internacionales se asientan ahora en los de Santa Teresa y Santa Clara. Otros, como el de Santo Domingo, experimentan, gracias a la cooperación internacional, la última fase de su restauración.
¿Cómo no detenerse en el sólido paisaje de los fuertes?
Ciudad fortificada como ninguna en el Caribe, encuentra en estas obras el sello de su importancia militar. San Fernando, en Bocachica, San José de Manzanillo, San Sebastián de Pastelillo; San Lorenzo, en los restos del Baluarte del Reducto –por donde se accede a la Isla de Manga–, allí, por esas portentosas obras de ingeniería militar pasa la historia de La Heroica. Es, diríamos, la historia que se abre hacia el pasado. Otra historia, la que se abre a la vida familiar o se refugia en la devoción religiosa, vive cercada por las murallas. Otra historia, ominosa, pasa por muros, escalinatas y salones del Palacio de la Inquisición, en el Parque de Bolívar.
Dos grandes escritores del Caribe –Gabriel García Márquez y Germán Espinosa– han recreado, desde la imaginación novelesca, historia e intimidad, paisaje y vida social de la Cartagena del siglo xviii. García Márquez en Del amor y otros demonios, novela que nace en las ruinas de lo que fuera el antiguo convento de las Clarisas; Germán Espinosa en su ya clásica novela La tejedora de coronas. Y en la primera obra literaria de importancia que recreó la presencia funesta del Tribunal del Santo Oficio en Cartagena de Indias: Los cortejos del diablo.
En estas obras espléndidas, el alma de la ciudad histórica pasa por un entramado social bello y magnífico, deplorable en sus servidumbres coloniales y revelador, trágicamente revelador en las inquisiciones que se le impusieron desde la corona española. Empezado el siglo xx, la ciudad tendría su voz poética en “la comedia tropical” –como la definió Jorge Zalamea– del poeta Luis Carlos López. Cartagena es todavía una aldea.
La lente del fotógrafo continúa su exploración. Se abre en panorámicas, se cierra en curiosidades casi inadvertidas. No se trata solamente de una “visión panorámica desde el aire”. Desde el aire se atrapan también el moho vegetal y mineral que recubre murallas, baluartes y fuertes, las alas desplegadas del ave que planea en la cúspide de un blanco promontorio, la figura dominante de don Pedro de Heredia, con su mirada dirigida hacia la Plaza de los Coches. Al achicarse la toma panorámica, la lente se fija en el detalle insólito: dota de movimiento a lo inmóvil, modifica las formas que, miradas desde arriba, parecen desafiar la armonía de monumentos y edificaciones.
Los tejados son miradores, las tejas superficies pintadas por el tiempo. Y sobre tejados y miradores, las cúpulas. Dominan la vista las de la catedral, San Pedro y Santo Domingo. Desde allí, desde estos miradores excepcionales, la ciudad es abarcada hacia la proximidad del mar o hasta los confines de la Ciénaga de la Virgen.
Como en toda ciudad de mar, pero sobre todo como en toda ciudad caribeña, la luz impone metamorfosis al color. Ilumina y sombrea. Éste es el tempo de la luz atrapada por la cámara en las primeras horas del día y en la agonía del atardecer. En el centro del parque que lleva su nombre, Bolívar parece cabalgar en otro episodio de su gloria. Casi a sus espaldas, acaso porque el Libertador se propuso abolir servidumbres pasadas, se levanta el Palacio de la Inquisición, que en pocos meses tendrá de nuevo la dignidad arquitectónica de sus orígenes. En la de Santo Domingo, Gertrudis, la escultura de Fernando Botero, se extiende en su ingenua desnudez oscura.
Los balcones, sembrados de plantas, exhiben el torneado exquisito de la madera, hablan de una ciudad restaurada con celo, celosa también en la restauración que se haga en todo aquello que es historia. En sus interiores, ocultos a la mirada del paseante, patios y jardines solariegos, mangos y palmeras, surtidores, aljibes redescubiertos en los procesos de restauración. La mirada del paseante callejero no descubre esta intimidad, que empieza más allá de los muros. No sabe que en el proceso de restauración juega un papel importantísimo la arqueología y la historia del urbanismo.
La conciencia que Cartagena ha alimentado sobre su patrimonio, convierte en discusión pública toda “reforma” que se haga a sus monumentos. Discusión a menudo apasionada, pero discusión que revela la existencia de un ojo vigilante. El presente debe hacerse sin soslayar el pasado. Cada vez con más rigor, toda restauración de “la ciudad vieja” pasa por severas exigencias administrativas.
Este libro se puede abrir por cualquiera de sus páginas, pero también siguiendo secuencias topográficas. Editor y fotógrafo han querido hacer un libro con itinerario, yo diría que con itinerario argumentado. Lo aconsejable sería entonces que se siguieran las rutas que trazan editor y fotógrafo: desde el mar hacia la ciudad, desde el archipiélago de islas hacia la bahía. Habrá que detenerse en fuertes y baluartes, desviarse por las intrincadas rutas de ciénaga y caños. Cuando se haya seguido este itinerario, se entrará en la intimidad del “corralito”.
Nada de cuanto hay de significativo en el paisaje monumental o arquitectónico de Cartagena de Indias ha sido olvidado. Cuando editor y fotógrafo creían haber dejado un vacío, volvían a su ardua empresa de búsqueda. ¿Faltaba registrar la Casa de Huéspedes Ilustres, en el Fuerte de Manzanillo? Había que conseguir permiso de acceso y visita del presidente de la república. No podía faltar la histórica casa de don Rafael Núñez en El Cabrero. Ni el templete donde se erigen bustos a grandes hombres de la historia de Cartagena, homenaje también a la Constitución Política de 1886. ¿Cómo no dedicar generoso espacio al edificio donde tiene su sede la Universidad de Cartagena? ¿Cómo no registrar las Bóvedas de San Diego, hoy mercado de artesanías? No se podía pasar de largo por las mansiones que todavía dan cuenta del esplendor de Manga, sede de ilustres familias, asiento también de una próspera clase social que, en algún momento de decadencia del “centro histórico”, se desplazó hacia la isla, desde cuyo paseo marítimo se contempla la bahía y, al otro extremo, Bocagrande y Castillogrande. Más allá, Tierra Bomba, antigua isla del cacique Carex.
La lente capta el vivo colorido de la ciudad vieja. El blanco, el amarillo, el azul, el ocre. Atrapa esos “jardines colgantes” que embellecen los balcones. Y esa preciosura, el Teatro Heredia, recientemente restaurado, a unos pocos pasos de las murallas, destacando solitario y magnífico al lado del Claustro de la Merced, antigua sede de la Universidad Jorge Tadeo Lozano. Preciosura en su género: en escala un poco reducida, el “Heredia” es una muestra singular entre los muchos “teatros a la italiana” que se construyeron en América. Inaugurado en 1911, fue durante mucho tiempo escenario de espectáculos nacionales e internacionales. Le sobrevino décadas después la decadencia. No fue sino a finales del siglo xx cuando el Estado se propuso su restauración. La joya que contemplamos ahora abrió definitivamente sus puertas en 1998.
Adornan, en su bóveda y telón de boca, las pinturas del maestro Enrique Grau. Alegóricas y exuberantes reconstruyen la ciudad desde la óptica imaginaria del artista.
A este extenso paseo invitan las páginas del libro. Quien no conozca Cartagena, la descubrirá magnífica; quien la conozca, la reconocerá sorprendido en aquello que le había pasado desapercibido.
Cartagena de Indias |
#AmorPorColombia
Cartagena de Indias Visión panorámica desde el aire / Corona de imágenes sobre la "Reina de las Indias"
Corona de imágenes sobre la "Reina de las Indias"
Iglesia de San Pedro Claver. Carlos Hoyos.
Catedral. Calle de los Santos de Piedra. Carlos Hoyos.
Iglesia de San Pedro Claver. Carlos Hoyos.
Iglesia de San Pedro Claver. Carlos Hoyos.
Plazuela de La Merced. Carlos Hoyos.
Calle de la Estrella y Calle de la Mantilla al fondo. Carlos Hoyos.
Plaza de La Aduana. Carlos Hoyos.
Las Bóvedas. Playa de las Bóvedas, barrio San Diego. Carlos Hoyos.
Las Bóvedas. Playa de las Bóvedas, barrio San Diego. Carlos Hoyos.
Calle de Don Sancho. Carlos Hoyos.
Las Bóvedas. Playa de las Bóvedas, barrio San Diego. Carlos Hoyos.
Calle de Ricaurte. Carlos Hoyos.
Gertrudis. Escultura de Fernando Botero. Donada a la ciudad en el 2001, popularmente conocida como “la Gorda de Botero”. Carlos Hoyos.
Universidad de Cartagena. Carlos Hoyos.
Universidad de Cartagena. Carlos Hoyos.
Obelisco Parque El Centenario. Carlos Hoyos.
Parque Camellón de los Mártires. Carlos Hoyos.
Baluarte de San Ángel, Bocachica. Carlos Hoyos.
Baluarte de Santiago Apóstol. Carlos Hoyos.
Antiguo Cuartel del Regimiento de Fijo, claustro Jorge Tadeo Lozano y teatro Heredia. Carlos Hoyos.
Plaza de La Aduana y monumento a Cristóbal Colón. Carlos Hoyos.
Baluarte de Santiago Apóstol. Carlos Hoyos.
Patio casa colonial. Carlos Hoyos.
Casa Román. En su origen fue una casa sencilla, reformada con materiales traídos por don Enrique Román. La realizó el arquitecto Alfredo Badenes, quien le imprimió un refinado estilo morisco. Carlos Hoyos.
Ciudad amurallada con Baluarte de Santo Domingo al fondo. Carlos Hoyos.
Patio casa colonial. Carlos Hoyos.
Monasterio de La Popa. Carlos Hoyos.
Cerro de La Popa. Vigía inmóvil y referente de la ciudad, desde todos sus ángulos. Carlos Hoyos.
Teatro Heredia y Universidad Jorge Tadeo Lozano, sobre la Plaza de La Merced. Carlos Hoyos.
Islas del Rosario. Carlos Hoyos.
Caño de la Guasa, Islas del Rosario. Carlos Hoyos.
Islas del Rosario. Carlos Hoyos.
Playa Blanca, Islas de Barú. Carlos Hoyos.
Fuerte de San José, Islas de Barú. Carlos Hoyos.
Fuerte de San José, Bocachica. Carlos Hoyos.
Fuerte de San Bernardo, Bocachica. Carlos Hoyos.
Fuerte de San Fernando, Bocachica. Carlos Hoyos.
Ruina Santa Cruz de Castillogrande y faro. Carlos Hoyos.
Fuerte de San Juan de Manzanillo. Carlos Hoyos.
Monumento a la Virgen. Carlos Hoyos.
Isla El Chivo y el terminal marítimo al fondo. Carlos Hoyos.
Fuerte San Sebastián de Pastelillo. Carlos Hoyos.
Entrada a Manga. Carlos Hoyos.
Bahía de las Ánimas, al fondo iglesia y convento de San Pedro Claver. Carlos Hoyos.
Muelle de los Pegasos, Bahía de las Ánimas y centro de convenciones. Carlos Hoyos.
Parque El Centenario. Carlos Hoyos.
Arcos del parque El Centenario. Carlos Hoyos.
Obelisco, parque El Centenario. Carlos Hoyos.
Parque Camellón de los Mártires. Carlos Hoyos.
Parque Camellón de los Mártires. Carlos Hoyos.
Plaza de la Paz, Torre del Reloj y al fondo Plaza de los Coches. Carlos Hoyos.
Torre del Reloj. Carlos Hoyos.
Plaza de los Coches. Carlos Hoyos.
Plaza de los Coches. Monumento a Don Pedro de Heredia. Carlos Hoyos.
Torre del Reloj, Centro de Convenciones e iglesia de San Francisco, Getsemaní. Carlos Hoyos.
Calle de la Ronda, a la derecha Baluarte de San Ignacio de Loyola. Carlos Hoyos.
Plazoleta de los Almirantes. Carlos Hoyos.
Alcaldía, en Plaza de La Aduana. Carlos Hoyos.
Plaza de San Pedro, convento, iglesia y Museo de Arte Moderno. Carlos Hoyos.
Iglesia de San Pedro Claver. Carlos Hoyos.
Iglesia de San Pedro Claver. Carlos Hoyos.
Plazoleta lateral de San Pedro Claver con escultura del santo, realizada por el maestro Enrique Grau. Carlos Hoyos.
Calle San Juan de Dios. Carlos Hoyos.
Plaza de San Pedro Claver. Carlos Hoyos.
Monumento a Simón Bolívar. Carlos Hoyos.
Parque de Bolívar. Carlos Hoyos.
Gobernación de Bolívar. Plaza de la Proclamación. Carlos Hoyos.
Catedral de Cartagena. Carlos Hoyos.
Calle de Don Sancho. Carlos Hoyos.
Calle de Don Sancho hacia la Plaza de La Merced, al fondo Plataforma de las Ballestas, sector más antiguo de las murallas. Carlos Hoyos.
Panorámica de la ciudad entre la Plaza de la Merced y el Baluarte de Santo Domingo. Carlos Hoyos.
Parque Fernández de Madrid. Barrio San Diego. Carlos Hoyos.
Iglesia de Santo Toribio. Parque Fernández de Madrid. Carlos Hoyos.
Escuela de Bellas Artes, Parque de San Diego y Hotel Santa Clara al fondo. Carlos Hoyos.
Parque de San Diego. Carlos Hoyos.
Parque de San Diego. Carlos Hoyos.
Baluarte de Santa Clara, al fondo el Hotel Santa Clara, antiguo claustro de las clarisas. Barrio San Diego. Carlos Hoyos.
Patio casa contemporánea. Arquitecto Rogelio Salmona. Carlos Hoyos.
Patio antiguo convento de las clarisas, hoy Hotel Santa Clara. Carlos Hoyos.
Playa de la Artillería. Antiguo Cuartel de Artillería. Carlos Hoyos.
Callejón de los Estribos. Detalle de la iglesia de Santo Domingo. Carlos Hoyos.
Fachada iglesia de Santo Domingo. Carlos Hoyos.
Plaza e iglesia de Santo Domingo. Carlos Hoyos.
Claustro y torre de iglesia de Santo Domingo. Carlos Hoyos.
Plaza de Santo Domingo. Calle de Nuestra Señora del Rosario, Edificio Cuesta. Carlos Hoyos.
Plaza de Santo Domingo, balcón y convento de Santo Domingo. Carlos Hoyos.
Calle de Nuestra Señora del Carmen. Carlos Hoyos.
Calle de la Vicaría de Santa Teresa, al fondo Calle de Las Damas. Carlos Hoyos.
Parque de La Marina y ciudad amurallada al fondo. Carlos Hoyos.
Plaza de Santa Teresa, al fondo iglesia de San Pedro Claver. Carlos Hoyos.
Calle de Ricaurte, a la derecha antiguo claustro de Santa Teresa. Carlos Hoyos.
Calle de Vicente García, al fondo Calle del Coliseo. Carlos Hoyos.
Torre y patio Universidad de Cartagena, torre de la catedral al fondo. Carlos Hoyos.
Patio Universidad de Cartagena. Carlos Hoyos.
Parte posterior de las Bóvedas. Colegio Salesiano. Carlos Hoyos.
Baluarte de San Lucas, barrio San Diego. Carlos Hoyos.
Casa de Rafael Núñez, barrio El Cabrero. Carlos Hoyos.
Casa de Rafael Núñez, barrio El Cabrero. Carlos Hoyos.
Monumento a Rafael Núñez. Parque Apolo, barrio El Cabrero. Carlos Hoyos.
Templete de El Cabrero. Carlos Hoyos.
Templete de El Cabrero. Carlos Hoyos.
Ermita de El Cabrero. Carlos Hoyos.
Circo-teatro La Serrezuela. Carlos Hoyos.
India Catalina, escultura de Eladio Gil. Carlos Hoyos.
Fachada del Circo-teatro. Carlos Hoyos.
Baluartes de San Miguel, de Santa Teresa y Puente Heredia. Carlos Hoyos.
Blas de Lezo. Escultura en el Castillo de San Felipe de Barajas (Fuerte). Carlos Hoyos.
Los zapatos viejos, en el Castillo de San Felipe de Barajas (Fuerte). Carlos Hoyos.
Fuerte de San Felipe de Barajas. Carlos Hoyos.
Fuerte de San Felipe de Barajas. Carlos Hoyos.
Cementerio de Manga. Carlos Hoyos.
Casa Familia Vélez. Carlos Hoyos.
Ciénaga Las Quintas. Cerro de La Popa al fondo. Carlos Hoyos.
Fuerte de San Fernando, Bocachica. Carlos Hoyos.
Vista de la ciudad hacia el occidente desde la cúpula de la catedral. Carlos Hoyos.
Calle de La Mantilla. Carlos Hoyos.
Obelisco Parque El Centenario. Carlos Hoyos.
Terraza El Arsenal. Carlos Hoyos.
Antiguo Cuartel del Regimiento de Fijo, claustro Jorge Tadeo Lozano y teatro Heredia. Carlos Hoyos.
Playa Blanca, Islas de Barú. Carlos Hoyos.
Ciénaga de la Virgen con el cerro de La Popa a la derecha al fondo. Carlos Hoyos.
Monumento a los Alcatraces. Carlos Hoyos.
Casa Familia Covo. Carlos Hoyos.
Casa de Huéspedes Ilustres, Fuerte de San Juan de Manzanillo. Carlos Hoyos.
Casa de Huéspedes Ilustres, Fuerte de San Juan de Manzanillo. Carlos Hoyos.
Panorámica de la ciudad entre la Plaza de La Merced y el Baluarte de Santo Domingo. Carlos Hoyos.
Texto de: Óscar Collazos
“Al salir el sol, El Narciso entraba, viento en popa, en el canal de Bocachica, apenas de unas pocas brazas de ancho y, sin embargo, bastante profundo para admitir los mayores navíos de guerra”. Así describía el viajero francés Eliseo Reclus su arribo a Cartagena de Indias. Había iniciado su travesía en 1855. De este viaje queda un valioso testimonio sobre su breve paso por La Heroica: Viaje a la Sierra Nevada de Santa Marta.
“De cada lado se distinguen las rocas agudas esparcidas en el fondo del agua argentada; a medida que se avanza, la cintura de arrecifes se estrecha alrededor del tortuoso canal, mostrándose los escollos en todas las direcciones (...)” –escribe Reclus.
El viajero francés se adentra en la primera línea de fortificaciones que protegía la entrada del puerto de Cartagena. “Después de haber bordeado durante minutos, entramos en la rada de Cartagena, cuyas aguas tranquilas tienen una superficie de 18 millas cuadradas. Completamente resguardada hacia el lado del mar, al sur por la Isla de Barú, al oeste por la Isla de Tierra Bomba y por arrecifes y bancos de arena; al norte por el archipiélago sobre el cual está construida la ciudad de Cartagena, esta rada se desarrolla en un magnífico semicírculo que penetra mucho en el interior de la costa (...)”.
La mirada fotográfica de Reclus no registra su paso por el archipiélago de las Islas del Rosario, pero en su viaje hacia el interior de Cartagena de Indias describe con asombrosa fidelidad lo que, muchos años después, ha estado en el objetivo de fotógrafos y cronistas. En efecto, desde 1860, cuando llega la fotografía con sus precarios recursos técnicos, Cartagena de Indias se convierte en objetivo de fotógrafos aficionados, dedicados a confeccionar tarjetas de visitas e imágenes hoy casi invisibles. No es sino a partir de 1870 cuando se empiezan a registrar aspectos históricos de la ciudad, reunidos hoy en el importante “Archivo Jaspe”. Otros archivos, como los de Próspero Valiente y Juan Trucco, además del de la empresa de aviación Scadta, podrían servir de contraste a la contemplación de este libro. No está de más recordar que el apellido Trucco se asocia al nombre de Juan Bautista Moreno y Trucco, el primer cartagenero que, a finales del siglo xix, concibió la finca raíz como una actividad necesaria a la ciudad que empezaba a expandirse.
En 1880 se toman las primeras fotos de exteriores. Esplendor pasado y nueva decadencia, éste es el contenido del registro fotográfico en los primeros años del siglo xx. La ciudad que el viajero descubrió a mediados del siglo xix, había entrado en franca y lamentable decadencia. “Por las calles, que limitan a lo lejos la masa sombría de las murallas y en que se ven conventos llenos de grietas y elevadas iglesias de oblicuas paredes, pasaban cojos, tuertos, leprosos, enfermos de todas clases (...)” –registra el observador europeo.
No era este paisaje humano característica exclusiva de la gran ciudad caribeña. Lo era también de algunas ciudades europeas en los siglos xviii y xix. Basta, para comprobarlo, leer las novelas de Víctor Hugo o Charles Dickens, donde abundan, en París y Londres, “cortes de los milagros” como la descrita por Reclus.
Pero Reclus también registra el antiguo esplendor de la ciudad. “De todos los puntos de la costa por donde pudieran exportarse para Europa los productos de la hoya del Magdalena, uno, por excelencia, Cartagena, presentaba facilidades para la defensa, y por esta razón el Gobierno español le había dado el monopolio de los cambios en una longitud de 3000 kilómetros de ribera”. Habla el cronista de “prosperidad ficticia”, desvanecida después de la Independencia. ¿Ficticia o efímera? Escribe Reclus sobre “la Reina de las Indias” y su grandeza colonial, pero su mirada se detiene también en el abigarrado paisaje urbano de la ciudad y en rituales colectivos en los que se advierte el mestizaje de su población. Europea, indígena y africana; blanca, mestiza, negra y mulata, Cartagena de Indias no es ajena al enriquecedor componente triétnico de otras ciudades caribeñas. Ni lo seguirá siendo con el correr de los años, hecho en que reposa su dinámica vida cultural.
Se trata de la misma grandeza, registrada tres siglos atrás por el gran cronista Juan de Castellanos. “Fue luego la ciudad de Cartagena/ frecuentada de barcos y navíos;/ y en breve tiempo la ribera llena/ de ricos y costosos atavíos, / que vienen a buscar dorada vena/ y a conquistar no vistos señoritos; / los españoles van en crecimiento/ y las contrataciones en aumento (...)”.
La Cartagena de don Juan de Castellanos acababa de nacer como plaza estratégica en el Caribe. Al contemplar la dinámica vertiginosa de la ciudad, el cronista se maravilla “Llegaron pues al puerto dos navíos/ que del nombre de Dios iban a España;/ holgáronse de ver aquel arena/ con renombre de nueva Cartagena”.
Cuando se lee la crónica de Reclus o se repasan las reseñas de Conquista y Colonia, la mirada da un salto en el tiempo y se encuentra con la ciudad progresivamente restablecida de su marasmo y decadencia a partir de la segunda mitad del siglo xx. La mirada vuelve entonces hacia la Cartagena de nuestros días. Declarada por la Unesco, en 1985, Patrimonio Histórico y Cultural de la Humanidad, es ahora ruta casi obligada para los viajeros del mundo.
La antigua Calamarí –“con apacible y excelente puerto”– así la describe Juan de Castellanos- se restauró a ritmo acelerado en los últimos treinta años del siglo xx hasta ofrecer el paisaje natural, arquitectónico y humano de nuestros días. “La poesía de las ruinas y las noches” que encontrara el viajero francés, ha recuperado la poesía luminosa de la ciudad amurallada.
El gigantesco navío que parece ser en las noches el moderno Centro de Convenciones, nos habla del mundo que ha nacido con el prestigio internacional de la ciudad. Anclado sobre lo que fuera el viejo mercado, en el extremo del Arsenal y en las fronteras de Getsemaní, el Centro de Convenciones establece el más grande contraste con la ciudad amurallada que se extendía hacia la histórica barriada.
Getsemaní, negra y mulata fundación barrial, cabildo de donde saliera el primer grito de independencia, no pone límite a la vieja ciudad sino que la prolonga. Flanqueado por las calles de la Media Luna y la Calle Larga, el barrio tiene, como ninguno en Cartagena, el sabor local y la altivez de saberse vinculado a las revueltas de su independencia. Un apretado conjunto de calles y estrechos callejones que empiezan o confluyen en la Calle Larga y la Media Luna, le da una identidad singularmente doméstica a este Getsemaní de humildes artesanos y pequeños comerciantes. A sus espaldas, hacia el poniente, se levantan edificaciones tan importantes como los teatros Cartagena y Colón. O el Parque del Centenario, desde donde se mira hacia la vieja y hoy ruinosa sede del Club Cartagena, cuyas fachadas y estructuras darán pie, seguramente, a su pronta restauración.
Desde allí, atravesando el Camellón de los Mártires, dando unas pocas zancadas por la Plaza de la Independencia, se abren las tres bocas de la Torre del Reloj y se penetra de nuevo en la ciudad amurallada. Getsemaní se convierte así en apéndice urbanístico de la Cartagena histórica. Apéndice urbanístico y protagonista de sus gestas.
En efecto, un once de noviembre de 1811, el pueblo salió a las calles a tronchar el tronco que amarraba a Cartagena al árbol de la España ultramarina. Cuatro años duraría, como se sabe, el contento libertario. Fernando VII enviaría en 1815 al “Pacificador” Pablo Morillo, que sitiaría durante 121 días, con pólvora y hambre, a la “Reina de las Indias”. El monarca se resistía a perder una de sus posesiones privilegiadas de América. Murallas y baluartes dejaron entonces de ser emplazamientos defensivos. Se convirtieron en mazmorras. Lo recuerdan aún guías turísticos y ciudadanos del común: entre los episodios de la infamia colonial, Cartagena escribió las mejores páginas de su dignidad histórica.
No se sorprenda el visitante cuando, en noviembre, en largos días de vísperas festivas, se encuentre con la celebración multitudinaria de aquella fecha. Las fiestas novembrinas unen a los cartageneros en un extenuante jolgorio de días.
El viaje de Reclus parece reanudarse siglo y medio después en este libro. Partiendo de las Islas del Rosario y Barú, la cámara teleguiada, empotrada en la “cabina” de un espectacular helicóptero de aeromodelismo provisto de un sofisticado monitor en tierra, penetra en la bahía, rodea la cintura de la ciudad, recorre la Ciénaga de la Virgen y los “caños” y, finalmente, la abarca, detalle a detalle. Ya lo ha hecho el ojo privilegiado del fotógrafo en su aproximación a la Bahía de las Ánimas, en su vuelo de pájaro inteligente por el archipiélago de las Islas del Rosario y las costas de Barú.
Cámara y fotógrafo dirigen así una mirada novedosa y exigente a la ciudad quizá más mirada y fotografiada de Colombia.
Inmodificable en su historia, distinta y cambiante según la lente que la mire y las épocas que condicionaron su progreso; cambiante también en los ciclos históricos que van del apogeo a la decadencia y, de nuevo, al esplendor, Cartagena de Indias es redescubierta en este libro gracias al milagro de la tecnología y a la sensibilidad del fotógrafo que dispara en el detalle oportuno. Editor y fotógrafo, pues la aventura de este libro los ha unido en tentativas fallidas y finalmente felices desde las primeras horas del día hasta el anochecer. El libro no ha nacido de la elección azarosa de fotografías sino de un gran proyecto editorial, esa especie de guión previo que le dio espacio y razón de ser a cada una de las fotografías.
A medida que se avanza en la contemplación de las páginas de este libro, se advertirá que nunca antes la ciudad había sido vista desde ángulos privilegiados de calles y monumentos. Tampoco se había visto, con tanta cercanía, en su reveladora intimidad. El detalle, tras largas búsquedas, aparece en la singularidad de su belleza. Cartagena es vista y registrada de nuevo en una especie de alejamiento panorámico y acercamiento progresivo al detalle preciso. ¿Cuál es el resultado? Una amplia visión de mural y un delicado registro de orfebrería.
Como toda ciudad, Cartagena de Indias tiene sus monumentos emblemáticos. Bastaría ver uno de esos monumentos, de arquitectura religiosa o civil, para evocar de inmediato su identidad. Toda identidad se forja con el reconocimiento del pasado y el significado que ha tenido su patrimonio tangible. La memoria cultural se hace con la fijación y evocación de esos símbolos.
Si se prescinde en lo posible del paisaje humano (que ya no es la “corte de los milagros” que reseñara Reclus), la ciudad aparece desnuda en su magnificencia, espléndidamente dormida en un largo sueño de siglos. Este libro ha prescindido deliberadamente del paisaje humano, que se asoma ocasionalmente a los balcones o se entromete en el registro de sus calles. No es un libro de usos y costumbres –que los hay valiosos–, sino el más acabado compendio de la riqueza patrimonial de Cartagena de Indias.
¿Cuáles son las imágenes que quedan en la memoria del visitante que estuvo alguna vez en Cartagena de Indias? Unas pocas, pero significativas. Unas pocas que, comparadas con las de otras ciudades del Caribe, son muchas. Recordará el Castillo de San Felipe de Barajas, la más grande obra de su género en América. El monumento de la India Catalina, homenaje a la hermosa joven de Zamba –hoy Galerazamba–, convertida en símbolo de las luchas indígenas y, paradójicamente, en protagonista de una polémica que no cesa: ¿fue leal a su pueblo o fue, simplemente, una traidora Malinche, como la indígena que acompañó a Hernán Cortés en su aventura de destrucción y muerte?
Todo monumento es aquí un retazo de la historia. La Torre del Reloj, la catedral o la iglesia de San Pedro, la estatua a don Pedro de Heredia, el monumento a los “zapatos viejos” con que se recuerda al poeta Luis Carlos López, en fin, señas de identidad que, fijadas en la memoria, identifican y definen.
Si la memoria es fiel a esta iconografía urbana, se recordarán baluartes que ciñen la cintura de la vieja ciudad a manera de brazos de gruesa y sólida piedra. Una densa y oscura pátina recubre sus superficies. A lo largo de las murallas se emplazan dieciséis de los veintitrés baluartes construidos originalmente.
No se olvide que, desde 1570, según consta en el Archivo de Indias de Sevilla, ya existían croquis de la ciudad en los que se veían cañones de defensa apuntando hacia la entrada de la bahía. Para consolidar su prosperidad comercial, Cartagena de Indias fue concebida, entre los siglos xvi y xviii, como gran obra de la ingeniería militar. Con el correr de los años, sobre todo a partir de finales del siglo xix, Cartagena se vio abocada a seguir siendo nostalgia militar o a expandirse como ciudad civil. De esta época datan las primeras iniciativas empresariales que la proyectaron hacia los desafíos del siglo xx. Cartagena tenía que romper las costuras que la limitaban a su trazado colonial. Y lo hizo mientras la “ciudad vieja” caía en un patético estado de deterioro y agonía. Todavía en 1960, nadie concebía que tanta riqueza patrimonial viviera entre ruinas y escombros y a la espera de iniciativas que aliviaran su postración.
Fotografías de la primera mitad del siglo xx dan cuenta de esa postración. Y es precisamente gracias a esos testimonios como se puede valorar el inmenso esfuerzo realizado para recuperar todo aquello que la corrosión del tiempo y los ímpetus destructivos de la naturaleza tropical no habían podido destruir.Plazas de trazado rectangular, de evidente reminiscencia hispánica, como las de Santo Domingo, dominada por el convento que le da nombre; y la de San Diego, pequeña y recogida, más parque que plaza, flanqueada hoy por el hotel construido en el antiguo convento de las clarisas; la de Fernández de Madrid, popular y populosa, en una de cuyas esquinas se alza la preciosa iglesia de Santo Toribio; la de San Pedro, al pie de la iglesia donde reposan los restos de Pedro Claver, el “apóstol de los negros”; la de la Aduana, vecina a ésta, abierta por uno de sus ángulos hacia la Plaza de los Coches, éstas son las plazas que dominan el recinto amurallado. El registro de uno cualquiera de sus signos arquitectónicos basta para reconocerlas.
A diario, en todas las épocas del año, los turistas recorren estas plazas bajo la canícula del día o en el amable frescor de las tardes, cuando una suave brisa sopla desde el Caribe. Local y cosmopolita, la ciudad se abre entonces al fasto de sus noches “de rumba”. Los guías, conductores de coches tirados por caballos, van desgranando a diario el nombre de calles y monumentos, informan sobre los propietarios actuales de mansiones que parecerían no ser mansiones, recitan el texto elemental de un pequeño manual de la historia social y urbanística de Cartagena. “La casa del Premio Nobel García Márquez”, dicen al pasar frente a la moderna y no obstante discreta construcción de altos muros concebida en un predio vacío por el arquitecto Rogelio Salmona.
El recorrido de una a otra plaza permite entrar en un laberíntico trazado de calles de las que, si se desea, se sale azarosamente para volver al lugar de origen. Conservan su nombre, que en muchos casos nombran oficios o el destino que tuvieron en épocas pasadas. Nombran una Cartagena de Indias doméstica y parroquial, pues es de esta familiaridad de donde la memoria histórica crea el vínculo entre presente y pasado. En la de La Chichería no hay chichería, en la del Estanco no existe estanco. ¿Dónde está el arsenal en la que así se llama? ¿Cuál es la anécdota que evoca la llamada Tumbamuertos? Algunas de esas calles evocan una vida social y comercial desaparecida.
Si se ha visto una vez, se reconocerá en las viejas arcadas que miran hacia la Torre del Reloj otro de los símbolos de la ciudad, éste sí festivo y carnavalesco. En su marco queda el Portal de los Dulces, donde el pregón callejero sigue vivo. Perdura en barriadas populares y se extiende hacia el centro, se riega hacia toda la ciudad, como una reminiscencia del Caribe colonial. “¡Peeeeto, peeeeto! –grita el pregonero. “Fruuutasss”, grita con musicalidad la palenquera en su humilde comercio cotidiano. “¡Aleeegría! ¡Plataniiitos! ¡Ñaaaame, yuuuuuca!”– grita el carretero.
Es así como el paisaje humano se corresponde con el viejo semblante de la ciudad renacida. El Portal de los Dulces ya no es el ruinoso lugar que registraron las imágenes de finales del siglo xix. Hoy es un pintoresco corredor protegido del sol y de las lluvias. “La ciudad de las arcadas”, llamó Alejo Carpentier a La Habana. Numerosas son también las arcadas que protegen del sol y la lluvia a los transeúntes cartageneros.
Estos son algunos de los símbolos de la ciudad que Felipe II llamó alguna vez, cuando la dotó de su primer escudo, “Cartagena de Nuestras Indias”. Es el próspero puerto “que antes por lengua de los indios se decía Calamar”, según hace constar el cronista anónimo que hizo la relación de la Conquista.
Lo que se recordaba como símbolo emblemático no había tenido hasta ahora el precioso valor del detalle. La memoria de viajeros y nativos congelaba los conjuntos. Lo que recrea este libro es, precisamente, el conjunto y sus detalles, el todo y sus partes, la panorámica y el primer plano. Vista de esta manera, desde la inquieta lente que busca y se detiene en su objetivo, Cartagena de Indias es tan inédita como distinta.
A 470 años de fundada, la vieja ciudad colonial se encierra y acorrala (“Corralito de Piedra”, así la llamó Daniel Lemaitre Tono). Se acorrala para distinguirse de la moderna: de Bocagrande o Castillogrande, hacia donde se expandió la Cartagena turística. En medio de grandes edificios modernos, quedan aún espaciosas casas de vivienda, construidas hacia los años cuarenta del siglo xx. La ciudad se extendió hacia Manga, isla unida a la otra Cartagena por puentes levantados sobre brazos de mar y caños. En Manga, más modernista que moderna, más republicana que colonial, quedan aún espléndidas mansiones habitadas por familias tradicionales de la ciudad, vinculadas al mundo empresarial y social que estimuló el despegue de Cartagena hacia la modernidad.
Se dice que los nativos de una ciudad aplazan a veces el conocimiento del espacio donde viven. Lo aplazan porque viven en él, porque son parte de topografía urbana y paisaje. Están allí, con la sensación de estar para siempre. Sólo la curiosidad de historiadores y cronistas, la búsqueda de lo singular en lo cotidiano –que es obsesión de los artistas– se detiene excepcionalmente en lo que revelan las imágenes de este libro.
Un mirador excepcional: La Popa. Ya Reclus, en su reseña histórica, se siente emocionado por esa “masa escueta que domina el pequeño archipiélago de Cartagena”. Escribe: “A mis pies se levantaban las torres, las altas murallas, los terraplenes de la ciudadela, cubiertos de árboles y semejantes a jardines suspendidos (...)”. Testigo privilegiado de siglos, La Popa es mirador y punto de referencia. Desde donde se mire, por donde se entre, desde la bahía o desde el norte que conduce a Barranquilla, desde la cercana Turbaco, la Popa es el mojón desde donde se puede divisar entera “la ciudad apretada en sus murallas macizas”.
Los conventos que Reclus viera ya no son “conventos arruinados”. Sigue allí, eso sí, invariable, el “vasto semicírculo del mar, resplandeciente con los rayos de sol del ocaso”. La naturaleza sólo ha sido modificada para unir lo que antes estaba separado: islas comunicadas hoy en un mismo tejido urbano.
Militar, civil y religiosa, la arquitectura de Cartagena concilió tres propósitos: ser plaza inexpugnable, centro de comercio y sede de la fe cristiana de Roma en esta parte de las Indias Occidentales.
Paulatinamente, los “conventos arruinados” fueron sometidos a rigurosas intervenciones y remodelaciones, dándoseles en algunos casos usos que se corresponden con la ciudad turística. Prestigiosos hoteles de cadenas internacionales se asientan ahora en los de Santa Teresa y Santa Clara. Otros, como el de Santo Domingo, experimentan, gracias a la cooperación internacional, la última fase de su restauración.
¿Cómo no detenerse en el sólido paisaje de los fuertes?
Ciudad fortificada como ninguna en el Caribe, encuentra en estas obras el sello de su importancia militar. San Fernando, en Bocachica, San José de Manzanillo, San Sebastián de Pastelillo; San Lorenzo, en los restos del Baluarte del Reducto –por donde se accede a la Isla de Manga–, allí, por esas portentosas obras de ingeniería militar pasa la historia de La Heroica. Es, diríamos, la historia que se abre hacia el pasado. Otra historia, la que se abre a la vida familiar o se refugia en la devoción religiosa, vive cercada por las murallas. Otra historia, ominosa, pasa por muros, escalinatas y salones del Palacio de la Inquisición, en el Parque de Bolívar.
Dos grandes escritores del Caribe –Gabriel García Márquez y Germán Espinosa– han recreado, desde la imaginación novelesca, historia e intimidad, paisaje y vida social de la Cartagena del siglo xviii. García Márquez en Del amor y otros demonios, novela que nace en las ruinas de lo que fuera el antiguo convento de las Clarisas; Germán Espinosa en su ya clásica novela La tejedora de coronas. Y en la primera obra literaria de importancia que recreó la presencia funesta del Tribunal del Santo Oficio en Cartagena de Indias: Los cortejos del diablo.
En estas obras espléndidas, el alma de la ciudad histórica pasa por un entramado social bello y magnífico, deplorable en sus servidumbres coloniales y revelador, trágicamente revelador en las inquisiciones que se le impusieron desde la corona española. Empezado el siglo xx, la ciudad tendría su voz poética en “la comedia tropical” –como la definió Jorge Zalamea– del poeta Luis Carlos López. Cartagena es todavía una aldea.
La lente del fotógrafo continúa su exploración. Se abre en panorámicas, se cierra en curiosidades casi inadvertidas. No se trata solamente de una “visión panorámica desde el aire”. Desde el aire se atrapan también el moho vegetal y mineral que recubre murallas, baluartes y fuertes, las alas desplegadas del ave que planea en la cúspide de un blanco promontorio, la figura dominante de don Pedro de Heredia, con su mirada dirigida hacia la Plaza de los Coches. Al achicarse la toma panorámica, la lente se fija en el detalle insólito: dota de movimiento a lo inmóvil, modifica las formas que, miradas desde arriba, parecen desafiar la armonía de monumentos y edificaciones.
Los tejados son miradores, las tejas superficies pintadas por el tiempo. Y sobre tejados y miradores, las cúpulas. Dominan la vista las de la catedral, San Pedro y Santo Domingo. Desde allí, desde estos miradores excepcionales, la ciudad es abarcada hacia la proximidad del mar o hasta los confines de la Ciénaga de la Virgen.
Como en toda ciudad de mar, pero sobre todo como en toda ciudad caribeña, la luz impone metamorfosis al color. Ilumina y sombrea. Éste es el tempo de la luz atrapada por la cámara en las primeras horas del día y en la agonía del atardecer. En el centro del parque que lleva su nombre, Bolívar parece cabalgar en otro episodio de su gloria. Casi a sus espaldas, acaso porque el Libertador se propuso abolir servidumbres pasadas, se levanta el Palacio de la Inquisición, que en pocos meses tendrá de nuevo la dignidad arquitectónica de sus orígenes. En la de Santo Domingo, Gertrudis, la escultura de Fernando Botero, se extiende en su ingenua desnudez oscura.
Los balcones, sembrados de plantas, exhiben el torneado exquisito de la madera, hablan de una ciudad restaurada con celo, celosa también en la restauración que se haga en todo aquello que es historia. En sus interiores, ocultos a la mirada del paseante, patios y jardines solariegos, mangos y palmeras, surtidores, aljibes redescubiertos en los procesos de restauración. La mirada del paseante callejero no descubre esta intimidad, que empieza más allá de los muros. No sabe que en el proceso de restauración juega un papel importantísimo la arqueología y la historia del urbanismo.
La conciencia que Cartagena ha alimentado sobre su patrimonio, convierte en discusión pública toda “reforma” que se haga a sus monumentos. Discusión a menudo apasionada, pero discusión que revela la existencia de un ojo vigilante. El presente debe hacerse sin soslayar el pasado. Cada vez con más rigor, toda restauración de “la ciudad vieja” pasa por severas exigencias administrativas.
Este libro se puede abrir por cualquiera de sus páginas, pero también siguiendo secuencias topográficas. Editor y fotógrafo han querido hacer un libro con itinerario, yo diría que con itinerario argumentado. Lo aconsejable sería entonces que se siguieran las rutas que trazan editor y fotógrafo: desde el mar hacia la ciudad, desde el archipiélago de islas hacia la bahía. Habrá que detenerse en fuertes y baluartes, desviarse por las intrincadas rutas de ciénaga y caños. Cuando se haya seguido este itinerario, se entrará en la intimidad del “corralito”.
Nada de cuanto hay de significativo en el paisaje monumental o arquitectónico de Cartagena de Indias ha sido olvidado. Cuando editor y fotógrafo creían haber dejado un vacío, volvían a su ardua empresa de búsqueda. ¿Faltaba registrar la Casa de Huéspedes Ilustres, en el Fuerte de Manzanillo? Había que conseguir permiso de acceso y visita del presidente de la república. No podía faltar la histórica casa de don Rafael Núñez en El Cabrero. Ni el templete donde se erigen bustos a grandes hombres de la historia de Cartagena, homenaje también a la Constitución Política de 1886. ¿Cómo no dedicar generoso espacio al edificio donde tiene su sede la Universidad de Cartagena? ¿Cómo no registrar las Bóvedas de San Diego, hoy mercado de artesanías? No se podía pasar de largo por las mansiones que todavía dan cuenta del esplendor de Manga, sede de ilustres familias, asiento también de una próspera clase social que, en algún momento de decadencia del “centro histórico”, se desplazó hacia la isla, desde cuyo paseo marítimo se contempla la bahía y, al otro extremo, Bocagrande y Castillogrande. Más allá, Tierra Bomba, antigua isla del cacique Carex.
La lente capta el vivo colorido de la ciudad vieja. El blanco, el amarillo, el azul, el ocre. Atrapa esos “jardines colgantes” que embellecen los balcones. Y esa preciosura, el Teatro Heredia, recientemente restaurado, a unos pocos pasos de las murallas, destacando solitario y magnífico al lado del Claustro de la Merced, antigua sede de la Universidad Jorge Tadeo Lozano. Preciosura en su género: en escala un poco reducida, el “Heredia” es una muestra singular entre los muchos “teatros a la italiana” que se construyeron en América. Inaugurado en 1911, fue durante mucho tiempo escenario de espectáculos nacionales e internacionales. Le sobrevino décadas después la decadencia. No fue sino a finales del siglo xx cuando el Estado se propuso su restauración. La joya que contemplamos ahora abrió definitivamente sus puertas en 1998.
Adornan, en su bóveda y telón de boca, las pinturas del maestro Enrique Grau. Alegóricas y exuberantes reconstruyen la ciudad desde la óptica imaginaria del artista.
A este extenso paseo invitan las páginas del libro. Quien no conozca Cartagena, la descubrirá magnífica; quien la conozca, la reconocerá sorprendido en aquello que le había pasado desapercibido.