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- Salmona (1998)
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- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
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- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
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- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
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- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
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- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Apalaanchi
Las gentes del litoral wayuu
Manaure. Santiago Harker.
Santiago Harker.
Santiago Harker.
Santiago Harker.
Santiago Harker.
Texto de: Weildler Guerra Curvelo
El universo apalaanchi existe en las comunidades de la costa oriental de la península de La Guajira. Su vasto territorio comprende no solo las rancherías indígenas ubicadas en el litoral, sino también sus caladeros de pesca en las aguas y fondos de un Caribe primigenio y aún no domesticado. Desde Bahía Honda hasta Camarones los apalaanchi —gentes de playa— que perciben el mar como su territorio, han vivido de los recursos naturales presentes en el entorno costero. En aguas abiertas encuentran peces, crustáceos y moluscos; en lagunas litorales capturan lisas y camarones; aglomeran conos de sal en las salinas naturales y de las arenas de la playa extraen diversos bivalvos.
A lo largo de la costa encontramos a los pescadores de Camarones, conocedores de relatos marinos; a los diestros lanceadores de Las Delicias, a los hábiles musicheros navegantes nocturnos y conocedores de estrellas y a los buzos de cabeza de Carrizal, otrora dueños de los bancos de perlas. El histórico asentamiento de indios de Carrizal es la reserva más auténtica del universo apalaanchi, donde aún resuenan los nombres de Baltasar y Pacho Gámez, los caciques del siglo xviii a quienes la Corona española dio un trato especial. Aún se guarda la memoria de tres de sus buceadores más famosos del siglo pasado: Tuto, Foliaco y Sharetao del clan Uliana, arquetipos del hombre apalaanchi.
La tradición oral de las comunidades costeras wayuu es fértil en elementos propios del entorno marino. Bien se trate de fenómenos atmosféricos u oceanográficos, de conjuntos de estrellas, crustáceos, peces o aves del litoral, numerosas narraciones sobre estos seres se expresan en forma de mitos, cuentos, leyendas o relatos humorísticos, algunos de los cuales tienen connotaciones eróticas que los Wayuu disfrutan al narrar y escuchar.
Los habitantes indígenas del litoral guajiro tienen un conocimiento del entorno costero mediado por el afecto. Perciben la dimensión temporal y espacial de eventos naturales que son a la vez importantes y frágiles, tales como las migraciones, los lugares donde se concentran para el desove, el apareamiento y la cría, o los sitios que albergan especies raras o en peligro de extinción. La cosmogonía apalaanchi se expresa a través de ricas metáforas y manejos simbólicos que recrean su propio mundo.
Cuando aún no existían los seres humanos en el universo, Yolija, el pelícano, era ya un avesado pescador que ansiaba apoderarse de las redes que empleaba la estrella Simiriyuu en sus faenas marinas; para ello le pidió en préstamo sus instrumentos de pesca con la promesa de devolverlos muy pronto. La ingenua estrella cedió sus redes al sagaz Yolija, quien huyendo de Simiriyuu viajó con ellas desde la Alta Guajira hasta las playas de Kari Kari, cerca a Camarones. La angustiada Simiriyuu lo buscó hasta encontrarlo en los confines del territorio wayuu. Sin embargo, el audaz pelícano, al verse descubierto, ocultó las redes en su pico para evitar que su dueña se las quitara. Desde entonces los pelícanos tienen abultada la parte inferior de su pico, pues allí esconden las redes hurtadas. En la época del año en que esta estrella aparece para anunciar los vientos, los pelícanos caen derribados en su vuelo por las ráfagas de viento y sufren los piojos que la ofendida estrella les envía como castigo por haber robado sus redes.
El viento es fundamental para la navegación a vela a la que aún recurren en La Guajira muchos pescadores. Para los Wayuu los vientos alisios del nordeste, dominantes en la península, provienen de Jepira, su mundo sobrenatural cuya entrada está en el Cabo de la Vela. Por tal motivo los llaman con el nombre emblemático de jepirachi. Según su procedencia mencionan a palaapajat, el viento del norte, que viene del mar; a palaijatu, el viento del noroeste; a wopujetu, el de los caminos del oeste; a aruleshi, el viento pastor del sureste; a joutai, el viento ardiente y fuerte del este que suele traer el hambre. Llaman mimitshi al viento apacible de la bonanza y wawai al viento aullador de tormentas y huracanes. A través de la práctica y los relatos, los niños playeros aprenden la importancia de los vientos para la navegación y la pesca; saben que jepirachi, viento amoroso, es uno y varios, femenino y masculino a la vez. Deben, además, aprender que un falso viento llamado jepira lujut simula ser jepirashi y puede meterse dentro de éste para confundir a los ingenuos navegantes que se aventuran en el mar confiando en su impulso.
Los pescadores wayuu cuentan que cuando no hay brisa deben silbar para que ésta llegue y llene las velas de su embarcación. En tiempos antiguos tocaban el ulupu o caracol gigante para llamarla. Hoy llaman al viento diciendo: “ven, viento; ahí viene el viento; corre viento, ¿qué vas a hacer con nosotros?, estamos con hambre y queremos regresar a casa”. El pescador canta para no dormirse. Canta historias de guerras y de combates con tiburones; le canta a una mujer playera de la que está enamorado y le canta también a su canoa, a la cual compara con un caballo veloz.
Conocer los astros es indispensable para la navegación nocturna y para organizar las tareas según los ciclos estacionales. Los pescadores wayuu distinguen varios tipos de astros: llaman joroots a los planetas y las estrellas más luminosas, mientras asignan nombres específicos como Pamo o Jichí, asociados a seres míticos, a los astros titilantes que corresponden a estrellas comunes. Llaman alwuasu o “caminos de embarcaciones” a conjuntos de astros tales como la Osa Mayor, en los que se apoyan durante la noche para encontrar el rumbo de la navegación y facilitar la pesca. Igualmente, las “estrellas despertadoras” les sirven para determinar el inicio de la pesca vespertina y nocturna. Encuentran también en el firmamento arroyos-camino llamados luopu, que permiten el paso de una constelación a otra, a semejanza de los cauces subacuáticos que atraviesan los densos jardines coralinos y las extensas praderas marinas.
Algunos cantos chamánicos mencionan las estrellas empalizadas, Kalawa, que actúan como las trampas que los apalaanchi colocan en las bocas de las lagunas litorales para atrapar a los peces. En los rituales de curación, la mujer ouutsü ayuda a las almas de las personas gravemente enfermas a saltar esas trampas para evitar caer en las redes de la muerte.
Ocupan lugar protagónico en el singular universo apaalanchi, tan diferente al de los pastores wayuu, el cangrejo jemeipa que cuida las nidadas de las pequeñas tortugas hasta la eclosión de los huevos; jepirashi, el viento del nordeste, padre amoroso de los pescadores que refresca las duras condiciones del desierto guajiro; warutta, el caracol que pastorea y encorrala los peces haciéndolos inaccesibles a los pescadores, y el grotesco wakuko, pez escorpión que vigila con celo las langostas y arroja flechas a los buceadores que merman las riquezas marinas.
Simaluna palaa, el mar primigenio, es considerado el espacio cimarrón por excelencia. Los términos cimarrón y simaluuna hacen alusión a lugares antiguos, inhóspitos y desconocidos, donde habitan seres no domesticados. Se asocian en la tierra a zonas boscosas y en el mar a zonas de oleaje que conllevan riesgo para el cazador-pescador. Allí todavía habitan mamíferos como los jaguares, reptiles como las serpientes, peces como el tiburón, insectos como las abejas o aves de rapiña como el gavilán. Un auténtico apalaanchi, pescador tradicional, incursiona en Simaluna palaa, donde se percibe a sí mismo como cazador de peces. Sin embargo, los recursos que utiliza para seguir la huella son diferentes de los que emplea un cazador cuando acecha su presa en tierra.
El apalaanchi pone el canalete en su oreja para rastrear a sus presas en los fondos y enfrentarlas con el chuus o el jatpuna, los arpones habituales wayuu. Sabe, como buen cazador, que tanto él como su presa tientan la muerte. Sabe que piouy el tiburón, el jaguar del mar, acecha en las aguas custodiando el ganado de Pulowi, ese ser hiperfemenino dueño de los animales marinos, a quien deberá ofrecer infusiones de malambo para acceder a sus rebaños sin recibir castigo. Los habitantes del litoral conocen de cerca la incertidumbre asociada a la pesca en un ambiente tan complejo y azaroso.
Las mujeres y niños apalaanchi extraen de la arena de la playa diversos bivalvos como el erótico pichipichi, capaz de fecundar a las mujeres que extienden sus piernas sobre la arena. En las aguas de palaa aguardan al apalanchi sus mujeres acuáticas, las tortugas que seduciéndolo coquetean alrededor de su embarcación. En la playa le esperan, al retornar de su faena, sus mujeres de tierra.
Mientras los hombres limpian el pescado sus mujeres de tierra lo descaman y preparan para su venta en los mercados locales, organizando los peces plateros o pequeños en “ensartas” con la misma destreza con que arman los collares de oro, de tumas o de coral. Las ensartas se clasifican según el número de peces que las componen y el color del pescado. Las hay amarillas de las mojarras amarillas, blancas de los diversos peces blancos, rojas de los pargos y las habría verdes si las armaran con peces loros.
Los mercados de los centros urbanos guajiros a donde los apalaanchi llevan su pesca son espacios de diálogo —y en ocasiones de controversia— entre mujeres wayuu y mujeres blancas, alijunas, con sus diferentes visiones del mundo.
Un ama de casa criolla manifestaba a una vendedora indígena su indignación por el alto precio del pescado. Como única respuesta, la mujer wayuu le preguntó con quién había dormido la noche anterior. Más ofendida aun la compradora contestó: —Con mi legítimo esposo. Entonces la vendedora le replicó: —En cambio yo estuve sola toda la noche porque mi marido estaba pescando. ¿Quién paga entonces mi soledad y el frío de mis noches?
El apalaanchi es completamente libertario. Palaa, el mar, le asegura alimento en abundancia, pues entre las riquezas que ofrece y las necesidades del pescador solo median su conocimiento y su destreza. Sabe que toda riqueza material esconde una trampa que conduce a la pérdida de la libertad; por lo tanto, ni el vanidoso pastor ni el astuto comerciante, alijuna, pueden confundirlo. No lo seducen ni el dinero que obsesiona a los blancos ni la acumulación de animales que desvela a los pastores. Compadece al pastor que padece los rigores del verano buscando satisfacer la sed y el hambre de sus ovejas y pregunta en tono de burla acerca de esa mutua relación: ¿quién es ahí realmente el dueño de quién?
Esta actitud libertaria del apalaanchi viene de siempre. El general riohachero Francisco Pichón describió en su Geografía de la península de La Guajira (1947) la vida en los campamentos temporales de pesca de perlas que levantaban los buceadores indígenas durante la estación primaveral:
…Para los buzos de cabeza guajiros la pesca de perlas es libre y la hacen sin compromiso que coarte su primitiva libertad. Se embriagan por el regocijo que les produce una faena productiva; imponen su voluntad a los mercaderes que les rodean y frecuentemente alarman al vecindario con los escándalos que forman sus orgías.
Este es el universo cosmogónico de la playa wayuu, donde desaparecen las barreras que separan lo humano de lo no humano.
Allí vive el mero, manso y trabajador como los miembros del clan pushaina; también el jurel, migrante andariego como las gentes del clan apûshana y el pargo pluma, zorro del mar, del clan wariliyuu. En sus aguas se encuentran los cardúmenes de bonitos que marchan apretujados hacia los velorios del mar, como lo hacen los Wayuu en los funerales de tierra. Este es el mundo de hombres y mujeres que reconocen en palaa, el mar, un ser vivo, antiguo y mitológico del que derivan su sustento, pero que al igual que sus hijos, los apalaanchi, es también indómito y libertario.
#AmorPorColombia
Apalaanchi
Las gentes del litoral wayuu
Manaure. Santiago Harker.
Santiago Harker.
Santiago Harker.
Santiago Harker.
Santiago Harker.
Texto de: Weildler Guerra Curvelo
El universo apalaanchi existe en las comunidades de la costa oriental de la península de La Guajira. Su vasto territorio comprende no solo las rancherías indígenas ubicadas en el litoral, sino también sus caladeros de pesca en las aguas y fondos de un Caribe primigenio y aún no domesticado. Desde Bahía Honda hasta Camarones los apalaanchi —gentes de playa— que perciben el mar como su territorio, han vivido de los recursos naturales presentes en el entorno costero. En aguas abiertas encuentran peces, crustáceos y moluscos; en lagunas litorales capturan lisas y camarones; aglomeran conos de sal en las salinas naturales y de las arenas de la playa extraen diversos bivalvos.
A lo largo de la costa encontramos a los pescadores de Camarones, conocedores de relatos marinos; a los diestros lanceadores de Las Delicias, a los hábiles musicheros navegantes nocturnos y conocedores de estrellas y a los buzos de cabeza de Carrizal, otrora dueños de los bancos de perlas. El histórico asentamiento de indios de Carrizal es la reserva más auténtica del universo apalaanchi, donde aún resuenan los nombres de Baltasar y Pacho Gámez, los caciques del siglo xviii a quienes la Corona española dio un trato especial. Aún se guarda la memoria de tres de sus buceadores más famosos del siglo pasado: Tuto, Foliaco y Sharetao del clan Uliana, arquetipos del hombre apalaanchi.
La tradición oral de las comunidades costeras wayuu es fértil en elementos propios del entorno marino. Bien se trate de fenómenos atmosféricos u oceanográficos, de conjuntos de estrellas, crustáceos, peces o aves del litoral, numerosas narraciones sobre estos seres se expresan en forma de mitos, cuentos, leyendas o relatos humorísticos, algunos de los cuales tienen connotaciones eróticas que los Wayuu disfrutan al narrar y escuchar.
Los habitantes indígenas del litoral guajiro tienen un conocimiento del entorno costero mediado por el afecto. Perciben la dimensión temporal y espacial de eventos naturales que son a la vez importantes y frágiles, tales como las migraciones, los lugares donde se concentran para el desove, el apareamiento y la cría, o los sitios que albergan especies raras o en peligro de extinción. La cosmogonía apalaanchi se expresa a través de ricas metáforas y manejos simbólicos que recrean su propio mundo.
Cuando aún no existían los seres humanos en el universo, Yolija, el pelícano, era ya un avesado pescador que ansiaba apoderarse de las redes que empleaba la estrella Simiriyuu en sus faenas marinas; para ello le pidió en préstamo sus instrumentos de pesca con la promesa de devolverlos muy pronto. La ingenua estrella cedió sus redes al sagaz Yolija, quien huyendo de Simiriyuu viajó con ellas desde la Alta Guajira hasta las playas de Kari Kari, cerca a Camarones. La angustiada Simiriyuu lo buscó hasta encontrarlo en los confines del territorio wayuu. Sin embargo, el audaz pelícano, al verse descubierto, ocultó las redes en su pico para evitar que su dueña se las quitara. Desde entonces los pelícanos tienen abultada la parte inferior de su pico, pues allí esconden las redes hurtadas. En la época del año en que esta estrella aparece para anunciar los vientos, los pelícanos caen derribados en su vuelo por las ráfagas de viento y sufren los piojos que la ofendida estrella les envía como castigo por haber robado sus redes.
El viento es fundamental para la navegación a vela a la que aún recurren en La Guajira muchos pescadores. Para los Wayuu los vientos alisios del nordeste, dominantes en la península, provienen de Jepira, su mundo sobrenatural cuya entrada está en el Cabo de la Vela. Por tal motivo los llaman con el nombre emblemático de jepirachi. Según su procedencia mencionan a palaapajat, el viento del norte, que viene del mar; a palaijatu, el viento del noroeste; a wopujetu, el de los caminos del oeste; a aruleshi, el viento pastor del sureste; a joutai, el viento ardiente y fuerte del este que suele traer el hambre. Llaman mimitshi al viento apacible de la bonanza y wawai al viento aullador de tormentas y huracanes. A través de la práctica y los relatos, los niños playeros aprenden la importancia de los vientos para la navegación y la pesca; saben que jepirachi, viento amoroso, es uno y varios, femenino y masculino a la vez. Deben, además, aprender que un falso viento llamado jepira lujut simula ser jepirashi y puede meterse dentro de éste para confundir a los ingenuos navegantes que se aventuran en el mar confiando en su impulso.
Los pescadores wayuu cuentan que cuando no hay brisa deben silbar para que ésta llegue y llene las velas de su embarcación. En tiempos antiguos tocaban el ulupu o caracol gigante para llamarla. Hoy llaman al viento diciendo: “ven, viento; ahí viene el viento; corre viento, ¿qué vas a hacer con nosotros?, estamos con hambre y queremos regresar a casa”. El pescador canta para no dormirse. Canta historias de guerras y de combates con tiburones; le canta a una mujer playera de la que está enamorado y le canta también a su canoa, a la cual compara con un caballo veloz.
Conocer los astros es indispensable para la navegación nocturna y para organizar las tareas según los ciclos estacionales. Los pescadores wayuu distinguen varios tipos de astros: llaman joroots a los planetas y las estrellas más luminosas, mientras asignan nombres específicos como Pamo o Jichí, asociados a seres míticos, a los astros titilantes que corresponden a estrellas comunes. Llaman alwuasu o “caminos de embarcaciones” a conjuntos de astros tales como la Osa Mayor, en los que se apoyan durante la noche para encontrar el rumbo de la navegación y facilitar la pesca. Igualmente, las “estrellas despertadoras” les sirven para determinar el inicio de la pesca vespertina y nocturna. Encuentran también en el firmamento arroyos-camino llamados luopu, que permiten el paso de una constelación a otra, a semejanza de los cauces subacuáticos que atraviesan los densos jardines coralinos y las extensas praderas marinas.
Algunos cantos chamánicos mencionan las estrellas empalizadas, Kalawa, que actúan como las trampas que los apalaanchi colocan en las bocas de las lagunas litorales para atrapar a los peces. En los rituales de curación, la mujer ouutsü ayuda a las almas de las personas gravemente enfermas a saltar esas trampas para evitar caer en las redes de la muerte.
Ocupan lugar protagónico en el singular universo apaalanchi, tan diferente al de los pastores wayuu, el cangrejo jemeipa que cuida las nidadas de las pequeñas tortugas hasta la eclosión de los huevos; jepirashi, el viento del nordeste, padre amoroso de los pescadores que refresca las duras condiciones del desierto guajiro; warutta, el caracol que pastorea y encorrala los peces haciéndolos inaccesibles a los pescadores, y el grotesco wakuko, pez escorpión que vigila con celo las langostas y arroja flechas a los buceadores que merman las riquezas marinas.
Simaluna palaa, el mar primigenio, es considerado el espacio cimarrón por excelencia. Los términos cimarrón y simaluuna hacen alusión a lugares antiguos, inhóspitos y desconocidos, donde habitan seres no domesticados. Se asocian en la tierra a zonas boscosas y en el mar a zonas de oleaje que conllevan riesgo para el cazador-pescador. Allí todavía habitan mamíferos como los jaguares, reptiles como las serpientes, peces como el tiburón, insectos como las abejas o aves de rapiña como el gavilán. Un auténtico apalaanchi, pescador tradicional, incursiona en Simaluna palaa, donde se percibe a sí mismo como cazador de peces. Sin embargo, los recursos que utiliza para seguir la huella son diferentes de los que emplea un cazador cuando acecha su presa en tierra.
El apalaanchi pone el canalete en su oreja para rastrear a sus presas en los fondos y enfrentarlas con el chuus o el jatpuna, los arpones habituales wayuu. Sabe, como buen cazador, que tanto él como su presa tientan la muerte. Sabe que piouy el tiburón, el jaguar del mar, acecha en las aguas custodiando el ganado de Pulowi, ese ser hiperfemenino dueño de los animales marinos, a quien deberá ofrecer infusiones de malambo para acceder a sus rebaños sin recibir castigo. Los habitantes del litoral conocen de cerca la incertidumbre asociada a la pesca en un ambiente tan complejo y azaroso.
Las mujeres y niños apalaanchi extraen de la arena de la playa diversos bivalvos como el erótico pichipichi, capaz de fecundar a las mujeres que extienden sus piernas sobre la arena. En las aguas de palaa aguardan al apalanchi sus mujeres acuáticas, las tortugas que seduciéndolo coquetean alrededor de su embarcación. En la playa le esperan, al retornar de su faena, sus mujeres de tierra.
Mientras los hombres limpian el pescado sus mujeres de tierra lo descaman y preparan para su venta en los mercados locales, organizando los peces plateros o pequeños en “ensartas” con la misma destreza con que arman los collares de oro, de tumas o de coral. Las ensartas se clasifican según el número de peces que las componen y el color del pescado. Las hay amarillas de las mojarras amarillas, blancas de los diversos peces blancos, rojas de los pargos y las habría verdes si las armaran con peces loros.
Los mercados de los centros urbanos guajiros a donde los apalaanchi llevan su pesca son espacios de diálogo —y en ocasiones de controversia— entre mujeres wayuu y mujeres blancas, alijunas, con sus diferentes visiones del mundo.
Un ama de casa criolla manifestaba a una vendedora indígena su indignación por el alto precio del pescado. Como única respuesta, la mujer wayuu le preguntó con quién había dormido la noche anterior. Más ofendida aun la compradora contestó: —Con mi legítimo esposo. Entonces la vendedora le replicó: —En cambio yo estuve sola toda la noche porque mi marido estaba pescando. ¿Quién paga entonces mi soledad y el frío de mis noches?
El apalaanchi es completamente libertario. Palaa, el mar, le asegura alimento en abundancia, pues entre las riquezas que ofrece y las necesidades del pescador solo median su conocimiento y su destreza. Sabe que toda riqueza material esconde una trampa que conduce a la pérdida de la libertad; por lo tanto, ni el vanidoso pastor ni el astuto comerciante, alijuna, pueden confundirlo. No lo seducen ni el dinero que obsesiona a los blancos ni la acumulación de animales que desvela a los pastores. Compadece al pastor que padece los rigores del verano buscando satisfacer la sed y el hambre de sus ovejas y pregunta en tono de burla acerca de esa mutua relación: ¿quién es ahí realmente el dueño de quién?
Esta actitud libertaria del apalaanchi viene de siempre. El general riohachero Francisco Pichón describió en su Geografía de la península de La Guajira (1947) la vida en los campamentos temporales de pesca de perlas que levantaban los buceadores indígenas durante la estación primaveral:
…Para los buzos de cabeza guajiros la pesca de perlas es libre y la hacen sin compromiso que coarte su primitiva libertad. Se embriagan por el regocijo que les produce una faena productiva; imponen su voluntad a los mercaderes que les rodean y frecuentemente alarman al vecindario con los escándalos que forman sus orgías.
Este es el universo cosmogónico de la playa wayuu, donde desaparecen las barreras que separan lo humano de lo no humano.
Allí vive el mero, manso y trabajador como los miembros del clan pushaina; también el jurel, migrante andariego como las gentes del clan apûshana y el pargo pluma, zorro del mar, del clan wariliyuu. En sus aguas se encuentran los cardúmenes de bonitos que marchan apretujados hacia los velorios del mar, como lo hacen los Wayuu en los funerales de tierra. Este es el mundo de hombres y mujeres que reconocen en palaa, el mar, un ser vivo, antiguo y mitológico del que derivan su sustento, pero que al igual que sus hijos, los apalaanchi, es también indómito y libertario.