- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
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- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Historia fabulosa
La Constitución del Colegio, dictada por fray Cristóbal de Torres en 1654, fue inspirada en las del Colegio del arzobispo de Salamanca y originalmente impresa en Madrid por Cristóbal de Araque y Ponce de León.
La Constitución del Colegio, dictada por fray Cristóbal de Torres en 1654, fue inspirada en las del Colegio del arzobispo de Salamanca y originalmente impresa en Madrid por Cristóbal de Araque y Ponce de León.
La revolución de mayo de 1968, con epicentro en París, también llegó hasta el claustro, como lo muestra este afiche.
La revolución de mayo de 1968, con epicentro en París, también llegó hasta el claustro, como lo muestra este afiche.
La revolución de mayo de 1968, con epicentro en París, también llegó hasta el claustro, como lo muestra este afiche.
Placa conmemorativa en los muros del claustro.
Placa conmemorativa en los muros del claustro.
Placa conmemorativa en los muros del claustro.
Placa conmemorativa en los muros del claustro.
Placa conmemorativa en los muros del claustro.
Placa conmemorativa en los muros del claustro.
Llama conmemorativa del 350 aniversario del Colegio.
Fachada de la capilla. Grabado de Flórez, en Papel periódico ilustrado. Hacia 1883.
Estatua de fray Cristóbal de Torres en el patio central.
Escalera principal en 1890 con el rótulo y las barandas antes de su reconstruccción en 1918.
Monseñor Carrasquilla, catedráticos y colegiales en el año 1898.
Monseñor Carrasquilla, catedráticos y colegiales en el año 1908. Sentados al centro, Juan C. Trujillo, catedrático en derecho romano; Nicasio Anzola, catedrático en derecho civil y mercantil; Manuel José Barón, catedrático en procedimiento judicial; Jenaro Jiménez, vicerrector; monseñor Carrasquilla; Carlos Ucrós, catedrático de religión y Francisco Vergara y Velazco, catedrático de historia de Colombia, entre otros.
Sofá imperio que perteneció al Libertador.
Placa conmemorativa en los muros del claustro.
Certificación de renta nominal.
Testimonio de reconocimiento a monseñor Castro Silva.
La Constitución del Colegio, dictada por fray Cristóbal de Torres en 1654, fue inspirada en las del Colegio del arzobispo de Salamanca y originalmente impresa en Madrid por Cristóbal de Araque y Ponce de León.
Texto de: Luis Enrique Nieto Arango
Fray Cristóbal de Torres, como su coterráneo el Cid Campeador, continúa ganando batallas después de muerto: la primera de ellas frente a sus hermanos de la orden de predicadores. Cercano a los ochenta años, y luego de tramitar durante 6 años ante la corte de Felipe IV el permiso para fundar el Colegio, el arzobispo de Santa Fe en el Nuevo Reino de Granada nombra como rector y vicerrector a dos dominicos, pero se reserva el derecho de designar los colegiales que, revestidos de la beca blanca con la cruz de Calatrava, vivirán en el claustro construido en la margen izquierda del río San Francisco, dentro del cual dedicarán largos años al estudio de las artes y las letras, para luego aprender la teología, la jurisprudencia o la medicina.
El jueves 18 de diciembre de 1653 concurre a la misa solemne de inauguración del Colegio lo más granado del reino: la Real Audiencia presidida por el marqués de Miranda y Auta; los Cabildos Secular y Eclesiástico; las comunidades de dominicos, franciscanos y agustinos; el clero secular y muchas más gentes de pro, con excepción de los jesuitas que ya advierten el surgimiento de otro competidor en su puja con los dominicos por hacerse reconocer el privilegio de otorgar grados universitarios. En lugar destacado y preferente, los primeros quince colegiales, escogidos por fray Cristóbal. Sobre éstos el notario deja constancia: “No hubo religioso alguno colegial, sin embargo de que me consta se hicieron muchas y exactas diligencias por los religiosos del señor santo Domingo, para que hubiera colegiales religiosos, del dicho orden en dicho Colegio”.
Queda así protocolizado el disenso con los frailes que consideraban el Colegio como de propiedad de la Provincia de Santo Domingo para educar a sus religiosos. Duro enfrentamiento se produce entre el fundador y sus hermanos, pues éste, en febrero de 1654 revoca la comisión a los dominicos, destituyendo rector y vicerrector, nombrando a Cristóbal de Araque y Ponce de León rector perpetuo y encargándolo del pleito por esta causa que finalmente será fallado en Madrid, en julio de 1664, a los 10 años de la muerte de Cristóbal de Torres, mediante sentencia de Felipe IV que asume el patronato del Colegio y ordena a la Audiencia de Santa Fe cumplir con las Constituciones dictadas por el arzobispo.
Al año siguiente la Real Audiencia pone en posesión del claustro y de sus haciendas al bachiller Juan Peláez Sotelo, nombrado vicerrector por el rector Araque desde la península, de la cual nunca regresaría, y ante vivas propuestas del rector depuesto, fray Juan del Rosario, notifica el acuerdo de que los dominicos salgan inmediatamente del Colegio “pena de que serán habidos por extraños de estos reinos”.
Émulo entonces de su paisano el Cid, Cristóbal de Torres obtiene una victoria post mortem y logra consolidar su idea de un Colegio para la nobleza secular del reino, autónomo gracias a las pingües rentas que le ha destinado y gobernado por los colegiales de número a la manera de su homólogo en Salamanca: el del arzobispo, a su vez, proveniente del de San Clemente en Bolonia.
Muchos años después, el 29 de abril de 1793, fray Cristóbal logra otro triunfo póstumo. Su voluntad testamentaria de ser enterrado en la capilla de su Colegio es, por fin, acatada gracias a la perseverancia del rector Fernando Caicedo y Flórez y a pesar de la oposición de la Real Audiencia. Luego de exhumados sus restos, enterrados al pie del altar mayor de la catedral, son llevados en una urna acompañados de un magnífico cortejo, presidido por el virrey José de Ezpeleta y por el arzobispo Jaime Martínez Compañón, así como por el Cabildo Eclesiástico, el señor rector y sus colegiales, las comunidades religiosas y los alumnos del Colegio de San Bartolomé, cuyos colegiales habían perdido en otro pleito, resuelto por el mismísimo rey Felipe V en 1723, la pretensión de preceder a los rosaristas en los actos públicos.
El desfile, luego de dar la vuelta a la plaza mayor, se dirige por la calle real al Colegio y allí, luego de la santa misa celebrada de pontifical por el arzobispo y de histórica homilía pronunciada por el rector Caicedo y Flórez, deposita la urna con las cenizas de fray Cristóbal en el mausoleo que hasta hoy remata su estatua orante y de ingenua factura, muy semejante a la que adorna desde su construcción, y a pesar de los siete terremotos que la han destruido, la capilla de Nuestra Señora del Rosario conocida como la Bordadita.
Esta voluntad supérstite del fundador acaso está significando que sus despojos, como en los versos de aquel célebre soneto de su amigo y compañero de corte Francisco de Quevedo titulado: “Amor constante más allá de la muerte: serán ceniza, más tendrá sentido / polvo serán, más polvo enamorado” (¡y obstinado se diría!).
No decae esa férrea voluntad con el transcurso de los años y los siglos. La centuria del diecinueve, una vez consolidada la república –vocablo citado por fray Cristóbal en las Constituciones con el sentido de res publica: el bien común de que habla santo Tomás– fue ya no una batalla sino recia guerra por la autonomía del Colegio. Autonomía que el Fundador había asegurado y reafirmado mediante el pleito con los dominicos.
Ya desde la segunda mitad del siglo xviii se contempló la incorporación del Colegio a la universidad pública y, producida la independencia, a partir de 1820 se asumió que éste dependía de la Universidad Central, pues los grados debían recibirse en la Tomística, atribución que subsistió hasta el año 1826 en que ésta pasó a la Universidad Central de acuerdo con el plan de enseñanza de Santander.
Durante los complejos vaivenes del siglo xix se mantuvo el forcejeo por el Colegio que pasó a ser parte de la universidad del primer distrito y cuyo patronato se disputaban la nación y la Cámara Provincial de Cundinamarca. En 1860 el intendente del Distrito Nacional de Cundinamarca decretó la expropiación del Colegio y lo convirtió en cárcel. En 1861, al vencer en la guerra civil, el general Tomás Cipriano de Mosquera estableció en el claustro un Colegio militar y una escuela que se sostendría con las rentas de la fundación.
Luego de esta ocupación castrense la pugna entre Cundinamarca y la nación por el Rosario continuó con muchos escarceos judiciales, legislativos y administrativos. Por ejemplo, en 1880, Rafael Núñez se dedicó a organizar el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. En 1881, durante el 4 y 6 de noviembre se reunió una convención de hijos del Colegio, la cual nombró una comisión de éstos para elaborar un proyecto reformatorio de las Constituciones originales que, respetándolas, armonizara con las instituciones de la república.
Durante todo este tiempo y hasta diciembre de 1882 en que se sancionó la Ley 89 sobre instrucción pública, reconociendo su autonomía, el Colegio fue objeto de toda clase de organizaciones y reorganizaciones, agregándolo y segregándolo alternadamente de la Universidad Nacional. Sus rectores eran de libre nombramiento y remoción del presidente, que en 1890 designó para dirigirlo al doctor Rafael María Carrasquilla quien dictó las Constituciones Nuevas en 1893, primera reforma hecha a las originales y que aún hoy rige en varios aspectos.
En noviembre de 1899 durante la “Guerra de los Mil Días”, el gobierno nacional se apoderó del edificio del Colegio y lo destinó para cuartel de una división del ejército. Tal como había sucedido varias veces a partir de la ocupación que en 1816 hizo el pacificador Morillo, convirtiendo el claustro, a la vez de cuartel, en cárcel.
Esta autonomía, otorgada por la Regeneración, de todas maneras y a pesar del resurgimiento del Colegio durante esa rectoría que duró hasta 1930, fue precaria pues el rector al igual que los consiliarios no eran nombrados por los colegiales. Los intentos de volver al régimen electivo consagrado en las Constituciones por fray Cristóbal fueron rechazados; un colegial que en 1910 solicitó formalmente al presidente de la república la elección de rector, vicerrector y consiliarios fue extrañado de la comunidad y su petición negada por el presidente encargado Ramón González Valencia.
A la muerte de monseñor Carrasquilla, cuya personalidad dejó honda huella en el Colegio y en el país , se restableció el régimen electivo. La consiliatura hubo de dictar un acuerdo para recordar en que consistía pues no se guardaba cabal memoria de éste, debido al tiempo transcurrido desde su última aplicación.
Como resultado del agitado proceso que culminó con la elección de monseñor José Vicente Castro Silva, quien como catedrático había estado vinculado al Colegio desde 1909, hubo un amago de cierre de la Facultad de Jurisprudencia y de apertura de una Facultad de Ciencias Naturales. La Facultad de Filosofía y Letras no sobrevivió a su fundador monseñor Carrasquilla. La de Jurisprudencia, restaurada en 1906, fue reabierta en 1932.
En 1968, luego de sucesivas elecciones trienales, falleció Castro Silva y fue sucedido por el doctor Antonio Rocha Alvira, una vez se conoció la no aceptación de Alberto Lleras Camargo, designado para la Rectoría por el presidente de la república, al escoger entre su nombre y el del doctor Samuel Barrientos Restrepo quien en la votación del cuerpo elector obtuvo un voto más, sin que ninguno hubiera alcanzado la mayoría requerida, haciendo necesaria la intervención del patrono.
Todavía en 1971 el doctor Rocha, ante la despistada afirmación de algún abogado ajeno al claustro de que el Rosario era una institución oficial, tuvo que salir con todo su arsenal jurídico y su saber histórico a defender esa autonomía tan difícil de mantener, que en tantos momentos se ha visto en peligro y que de no ser por la sombra tutelar de fray Cristóbal habría desaparecido presa de las apetencias políticas.
Después de 350 años de la fundación del Colegio las luchas de fray Cristóbal no cesan y queda alguna de mucha monta que se ha venido librando de tiempo atrás: como se sabe el arzobispo entregó a su obra valiosas propiedades raíces, unas en el altiplano sabanero y otras en la región de Mesitas, cuyo municipio por eso se llama El Colegio.
Muy conciente de su valor el fundador dedicó el primer título de las Constituciones precisamente a la descripción y a las instrucciones para el manejo de estos bienes, sabedor que la propiedad por sí misma no significaba mucho y que era el trabajo el que producía valor:
Considerando que las haciendas no son más de lo que se hace en ellas, y por ello se llamaron haciendas; y atendiendo, que las divinas letras las honraron con el nombre de substancias, por ser la fortaleza fundamental de las comunidades; y reparando que todo lo que se puede hacer en las haciendas, es un buen gobierno, que atiende a su perpetuidad y aumentos, juzgamos por la cosa más importante, que los que gobernaren el Colegio se junten uno o dos días por lo menos cada semana a conferir las materias pertenecientes a la conservación y aumentos de las haciendas del Colegio, dando primer lugar a las que fueren de mayor importancia, entre las cuales, la primera es sin duda el buen gobierno de las haciendas de Calandayma y Jagual. (Título I Punto Segundo. Perteneciente a las haciendas en su buen gobierno. Constituciones)
La deficiente administración de los dominicos durante once años en algo menguó estas haciendas que luego sufrieron todos los avatares del país en el siglo xix. Se alquilaron para generar rentas y finalmente, previendo el zarpazo de la desamortización, fueron vendidas y su producido se convirtió en préstamos a favor del Colegio, no siempre concedidos con buen tino. En las Constituciones llamadas Nuevas de 1893, dice así monseñor Carrasquilla al tratar de los haberes del Colegio:
Las revoluciones políticas que han agitado a esta república, leyes contrarias al derecho de la propiedad que en épocas anteriores se expidieron disposiciones inconsultas sobre la venta de algunas fincas raíces de este Colegio, hicieron que vinieran a menos sus pingües caudales. (Título I)
En 1816 al llegar Pablo Morillo a Santa Fe y ocupar el claustro lo primero que tomó como botín fueron los recursos que encontró en la caja de caudales. Tiempo más adelante, cuando la desamortización, los agentes generales de manos muertas recibieron el pago de varios capitales con sus intereses que habían sido prestados por el Colegio a particulares.
Por la ocupación del edificio del Rosario para utilizarlo como cárcel en la guerra civil de 1860-1861, la Corte Suprema Federal reconoció, gracias a una demanda del rector Francisco Eustaquio Álvarez, una deuda a favor del Colegio.
Con el correr del tiempo estos tres hechos: la Pacificación, la desamortización y la ocupación, generaron obligaciones reconocidas por el gobierno y expresadas en diferentes leyes y decretos. En 1919, por iniciativa de don Esteban Jaramillo, ministro de Hacienda, se organizó la deuda pública interna y el Colegio del Rosario recibió tres certificaciones de renta nominal sobre el tesoro de la república por valor de $164,oo, $23 504,oo y $166 666,68 pesos oro. Desde esa fecha el gobierno nacional ha reconocido en la ley de presupuesto estas sumas y pagado cumplidamente intereses del 6% anual sobre el capital.
Luego de una cuidadosa investigación histórica y jurídica el Colegio, aconsejado por sus hijos más preclaros, en 1997 solicitó al gobierno nacional la indexación y la amortización del capital, lo que fue negado, iniciándose así un proceso judicial que está en conocimiento del Consejo de Estado.
Nuevamente surge Cristóbal de Torres, con la tozudez propia de los castellanos, batallando para que el producido de las haciendas legadas a su Colegio le sea reintegrado a su valor actual.
Pero de todas estas, y muchas más, batallas que contra huestes más poderosas que las sarracenas ha librado el ilustrísimo señor maestro don fray Cristóbal de Torres y Motones, de la orden de predicadores, confesor y predicador de sus majestades y arzobispo de Santa Fe ninguna tan sobrenatural y contundente como la sostenida contra el capellán de honor de Su Majestad, fraile de la orden militar de Santiago, deán de la catedral de Santa Fe, licenciado don Pedro Márquez de Gaceta y Sánchez del Portal, con quien la víspera del Domingo de Ramos de 1653 tuvo un gran altercado.
El deán, “sacerdote de genio díscolo y costumbres mundanas” rechazó airado y con palabras soeces el nombramiento que el arzobispo hizo de un nuevo capellán de coro. Ante la actitud descomedida de Márquez de Gaceta fray Cristóbal, por medio de su provisor Cristóbal de Araque y Ponce de León, lo arrestó y lo mantuvo en su domicilio con guardias de vista. Sólo el 10 de julio de 1654, dos días después de muerto el arzobispo fue puesto en libertad el canónigo, quien nunca aceptó el doblegamiento al que se le sometía y buscó el amparo oficial dirigiéndose al rey, representado en la Real Audiencia, acusando al Arzobispo de rigor excesivo: “es tan grande el terror que causa vuestro arzobispo que el letrado no se atreve a decir en las peticiones lo que debe y nadie se va a atrever a decir en mis descargos”.
Un año después, en julio de 1655, el fraile de la orden militar don Pedro Márquez de Gaceta ascendió al altar mayor de la catedral para celebrar la misa, debajo justamente del cual había sido enterrado el arzobispo. De pronto los ministros ayudantes escucharon de sus labios este despropósito “quien le dixera al señor Torres, que lo avía de tener debaxo de mis pies”. Al terminar los oficios y desvestirse en la sacristía, el deán salió a dar gracias y, al arrodillarse, se sintió herido de muerte, dio un salto gritando repetidas veces “el señor arzobispo me ha muerto”. Pocos días después y en diligencia judicial que consta en documento público, antes de expirar declaró lo siguiente: “Estando de rodillas, dando gracias, vi al señor D. Fr. Christoval de Torres vestido de pontifical, parado en medio del altar, y me miró de suerte que sólo con mirarme, me ha quitado la vida”.
Esta historia, que haría palidecer al propio Cid Campeador y horrorizar a sus enemigos moros, hace parte de la leyenda dorada del Colegio Mayor y de su fundador que, inmenso, verde e impertérrito, mira desde su eternidad a todos los que ingresan al claustro.
Pero como unas son de cal y otras de arena hay alguna batalla que fray Cristóbal no ha ganado del todo. En las Constituciones dice así el arzobispo:
Disponemos que sean tratados con toda decencia los colegiales y convictores en la comida; y que su ordinario sea algún asado por principio, o de tocino o de lomo de cabrito. Que luego se les dé o gigote de carnero, o de albóndigas, o pastel en bote o cosa semejante. Lo tercero, la olla con vaca y ternero, con tocino y repollo, y lo último, postre de algún dulce del trapiche, o queso, o cosa semejante. Y los días de capilla se les añada un cuarto de ave o conejos, tórtolas o perdices, que parece que basta para el regalo decente con templanza cristiana; y a la cena algún gigote o ajiaco con los mismos postres. Mas los viernes y días de cuaresma se les dará un par de huevos y guisado de garbanzos, alverjas o habas, dos pescados, arroz y postre a comer, y lo mismo el sábado. Mas el viernes no se les dé de cenar sino algunas yerbas aderezadas y algún postre de dulce. Los sábados se les podrá dar de cenar algunas yerbas, una tortilla de huevos y su postre. (Título III - Constitución IX)
Atrás en la Constitución III del mismo título advirtió fray Cristóbal que será fiesta solemnísima la de Nuestra Señora del Rosario y que este día “cuidará el rector de regalar el Colegio convidando a las personas de su obligación… mas no queremos que los platos excedan de ocho buenos, sin principios y postres, pues no es justa la profanidad en tal día y en tal Colegio”.
Estas previsiones para el buen pero moderado yantar parece que no siempre fueron atendidas, dando lugar a sonados enfrentamientos entre las autoridades y los colegiales. Así, en 1796, cuando el Colegio vivía la tensión que las ideas propias de la Ilustración trajeron al claustro, dividiendo a la población estudiantil entre “novatores” y “peripatos”, por lo escaso, crudo y desaseado de la comida los colegiales formaron un tumulto, alegando que estaban muertos de hambre y que culminó, luego de gran escándalo en el cual intervino hasta el virrey Ezpeleta, con el retiro del rector Antonio Nicolás Martínez Caso.
Ya en tiempos de la república, bajo la rectoría del doctor Nicolás Esguerra, el padre de un estudiante de apellido Torrijos se queja de la deficiente alimentación que generaba descontento por parte de algunos internos. El asunto llegó hasta el gobernador de Cundinamarca que visitó el claustro, pues el Rector decidió que aquel funcionario debía constatar por él mismo la calidad y la cantidad de la alimentación y así juzgar las quejas que se le habían formulado. El registro del Estado, correspondiente al 13 de junio de 1871, da cuenta de todo este incidente, que culmina con el consejo al padre por parte del rector de que “el año entrante no traiga a este Colegio al citado hijo de usted, al menos si yo hubiera de continuar como rector”.
Mucho tiempo después el óleo de la escalera central, que representa a la Virgen de Loreto, ascendiendo al cielo en una casa elevada por los ángeles, mostraba en el medio un orificio bastante grande, como si un proyectil la hubiera perforado. Según supimos, por un testigo presencial, el daño había sido causado por un alumno interno en los años cuarenta del siglo xx, durante una huelga por la mala calidad de la comida. Para demostrarla lanzó sobre el cuadro un pan de una dureza tal que se incrustó en el lienzo, dejando su huella hasta 1981 en que se restauró la obra de Gaspar de Figueroa.
La epigrafía tuvo uno de sus mejores cultores en Colombia en monseñor Castro Silva que escribió buena parte de las placas conmemorativas que adornan el claustro y constituyen una verdadera lección de historia patria. Los muros del Colegio en verdad hablan, narrando la gesta, alguna vez heroica y otra vez dolorosa, que ha sido la formación de la nación colombiana. En estas fotografías una muestra de esas inscripciones en mármol que tanto enseñan de la Patria como del buen decir.
La inauguración de la placa conmemorativa de José María del Castillo y Rada, escrita por Castro Silva, coincidió con la terminación de la guerra con el Perú y produjo una protesta del embajador de ese país que consideró inapropiada la alusión a la financiación de la independencia peruana. La relacionada con Antonio Morales de manera lapidaria recuerda el incidente, fraguado en el claustro, que culminó con el grito de independencia del 20 de julio. Las dedicadas a García de Toledo, Pedro Fermín de Vargas y Policarpa Salavarrieta, redactadas al igual que la anterior por monseñor Castro Silva son testimonio de la presencia del claustro y de sus hijos en momentos trascendentes para la historia.
La dedicada a Rafael Uribe Uribe es obra de monseñor Germán Pinilla Monroy y sintetiza la vida de este doctor en jurisprudencia del Rosario. La inscripción latina en memoria del rector magnífico que fue Rafael María Carrasquilla es de la autoría de Alejandro Aráoz Fraser. Son estas tantas, pues, y muchas otras más, las que podrían llamarse con un justo oxímoron: Historias fabulosas, que el claustro encierra y cultiva y que hacen parte de lo real maravilloso, tan propio de la patria, vacilante y aún en formación, que el Rosario ha ayudado a formar, acompañándola desde la cuna en la próspera y en la adversa circunstancia.
La imagen de la Bordadita, por ejemplo, patrona insustituible y que vela a partir del nacimiento y después de la muerte por todos los rosaristas, en cuya capilla encontramos esperanza y refugio, se ha atribuido siempre a las manos regias de doña Margarita, hija de Carlos de Austria, mujer de Felipe III y madre de Felipe IV, primer patrono del claustro. Ella murió en 1611 cinco años antes de ser nombrado fray Cristóbal predicador de palacio. Ante esta confrontación cronológica se ha dicho que la imagen sagrada fue bordada por Mariana de Austria, mujer de Felipe IV, pero ésta llegó a la corte en 1649 cuando fray Cristóbal ya estaba en Santa Fe. En realidad, el Colegio guarda cuatro imágenes bordadas de la Santísima Virgen, todas de gran belleza y, una de ellas, la de la sede que hoy se llama Arrayanes, ostenta la siguiente leyenda: “la bordó doña Josefa Vergara y Caycedo en 60 días; se acabó el 24 de diciembre del año de 1786”.
Al cumplirse en 1953 el tercer centenario de la fundación del Colegio, los rosaristas de distintas épocas, encabezados por el presidente Eduardo Santos y por el doctor Antonio Rocha, dejaron testimonio de su admiración y gratitud por monseñor José Vicente Castro Silva en un pergamino, obsequiando a la vez su magnífico retrato al óleo, obra del maestro Ricardo Gómez Campuzano, que luego de su muerte en 1968 fue instalado en el aula máxima.
De la Bordadita de la capilla también se ha dicho que lleva en su manto la Cruz de Boyacá con la cual en efecto fue condecorada en 1953. Vista de cerca la presea resulta ser una medalla que la Asamblea de Cundinamarca impuso a monseñor Carrasquilla en 1915.
Soto voce, por los corredores del claustro, de tarde en tarde y desde el siglo xviii, circula el rumor de que José Celestino Mutis, el sabio sacerdote “padre de la ciencia americana” cumplía en estas tierras del Nuevo Reino una secreta misión masónica por encargo de las logias madrileñas. De ahí que la generación trágica que llevó a cabo el proceso de emancipación se hubiera formado bajo su égida y Pedro Fermín de Vargas, secretario de la Expedición Botánica, fuese el primer masón granadino, iniciado en la logia Lautaro de Londres.
El rector que en 1801 otorgó a Mutis la beca de colegial, Fernando Caycedo y Flórez, primer arzobispo de la época republicana, también haría parte de esta conjura al igual que el rector Andrés Rosillo y Meruelo. En realidad la pertenencia a la francmasonería estuvo muy en boga durante el siglo xix y bien entrado éste, cuando recibe su grado de Doctor en Jurisprudencia Rafael Uribe Uribe, los profesores que actúan de jurados lo inician en la noche siguiente en la logia Estrella del Tequendama. Uribe, al igual que el cronista José María Cordovés Moure, quien va a ser consiliario del claustro hasta su muerte en 1918, se apartan de esa afiliación y de sus ritos, como ya lo había hecho en su tiempo el propio Libertador Simón Bolívar, iniciado en el Gran Oriente de Francia.
A propósito del Libertador, que mediante decreto estableció en cabeza de los gobernantes de Colombia el patronato del Colegio en reemplazo de los monarcas de Castilla, no hay memoria de que haya pasado por el claustro. Sin embargo, en el salón rectoral su recuerdo está siempre presente. Allí frente al bargueño del siglo xvii –en cuyo cajón secreto, sólo conocido por los rectores, se guarda el manuscrito original de las Constituciones– campea el sofá imperio de fabricación vienesa, tapizado en terciopelo rojo, en cuyos brazos se destaca en alto relieve el uroboros, esa mítica serpiente que se muerde la cola. En ese sofá, alguna vez parte del mobiliario de la Quinta de Bolívar, asentó sus encallecidas posaderas de jinete, que le hicieron ganar el apodo de “culo de fierro”, el “Padre de la Patria” al lado, según se sabe, de las de la libertadora del Libertador doña Manuela Saénz.
Aún en nuestros tiempos, por el correo de las brujas, llega la noticia de que, en vísperas del arribo del pacificador Morillo, los rosaristas pudientes llevaron dineros y joyas al claustro para esconderlos en un lugar hasta hoy desconocido y que, con seguridad, lo seguirá siendo pues está custodiado por un fantasma que muchos juran haberse topado en las noches y cuya aparición paraliza de temor a quienes han intentado la búsqueda del tesoro.
Ninguna leyenda del claustro ha hecho más carrera que la del jeroglífico presuntamente dibujado por Francisco José de Caldas, en 1816, cuando “por esta escala descendió de la prisión al patíbulo para ascender a la inmortalidad”, según la bella frase que monseñor Carrasquilla perpetuó en el mármol. El garabato, que otros atribuyen al prócer Joaquín Camacho en idéntica circunstancia, y del que se empezó a hablar sólo a partir de 1872, sería la letra zeta del alfabeto griego y, en un alarde de imaginación y poesía, se ha interpretado por: ¡Oh larga y negra partida! El organismo oficial rector de la ciencia y la tecnología tiene hoy como logotipo ese signo, que ha llegado a ser inseparable del recuerdo del sabio mártir.
Podríamos extendernos ad infinitum en el recuento de tantas leyendas que sobre el claustro, cuna de la república, ha recogido con imaginación desbordada la tradición oral y que, sin lugar a dudas, el tiempo cubrirá con la pátina dorada de la verdad, pero al igual que el gran cronista de Santa Fe Juan Rodríguez Freile termina su maravilloso libro El Carnero el ocho de septiembre de 1635, registrando la llegada a su sede episcopal de Cristóbal de Torres y de su comitiva, ya se escucha clamoroso su retorno al claustro para renovar, por otros 350 años, el esfuerzo de seguir contribuyendo a la formación de Colombia, esta “nación a pesar de sí misma”.
El 29 de octubre de 2002, en ceremonia presidida por el presidente de la República y patrono del Colegio doctor Álvaro Uribe Vélez encendieron esta llama María alejandra Oejuela Rey y Juan Pablo Bocanegra de Castro alumnos de transición del Colegio de Arrayanes, acompañados del doctor Héctor Julio Becerra, colegial catedrático y ex consiliario que en representación de los egresados llevó la palabra en el acto solemne de conmemoración del tercer centenario en 1953.
#AmorPorColombia
Historia fabulosa
La Constitución del Colegio, dictada por fray Cristóbal de Torres en 1654, fue inspirada en las del Colegio del arzobispo de Salamanca y originalmente impresa en Madrid por Cristóbal de Araque y Ponce de León.
La Constitución del Colegio, dictada por fray Cristóbal de Torres en 1654, fue inspirada en las del Colegio del arzobispo de Salamanca y originalmente impresa en Madrid por Cristóbal de Araque y Ponce de León.
La revolución de mayo de 1968, con epicentro en París, también llegó hasta el claustro, como lo muestra este afiche.
La revolución de mayo de 1968, con epicentro en París, también llegó hasta el claustro, como lo muestra este afiche.
La revolución de mayo de 1968, con epicentro en París, también llegó hasta el claustro, como lo muestra este afiche.
Placa conmemorativa en los muros del claustro.
Placa conmemorativa en los muros del claustro.
Placa conmemorativa en los muros del claustro.
Placa conmemorativa en los muros del claustro.
Placa conmemorativa en los muros del claustro.
Placa conmemorativa en los muros del claustro.
Llama conmemorativa del 350 aniversario del Colegio.
Fachada de la capilla. Grabado de Flórez, en Papel periódico ilustrado. Hacia 1883.
Estatua de fray Cristóbal de Torres en el patio central.
Escalera principal en 1890 con el rótulo y las barandas antes de su reconstruccción en 1918.
Monseñor Carrasquilla, catedráticos y colegiales en el año 1898.
Monseñor Carrasquilla, catedráticos y colegiales en el año 1908. Sentados al centro, Juan C. Trujillo, catedrático en derecho romano; Nicasio Anzola, catedrático en derecho civil y mercantil; Manuel José Barón, catedrático en procedimiento judicial; Jenaro Jiménez, vicerrector; monseñor Carrasquilla; Carlos Ucrós, catedrático de religión y Francisco Vergara y Velazco, catedrático de historia de Colombia, entre otros.
Sofá imperio que perteneció al Libertador.
Placa conmemorativa en los muros del claustro.
Certificación de renta nominal.
Testimonio de reconocimiento a monseñor Castro Silva.
La Constitución del Colegio, dictada por fray Cristóbal de Torres en 1654, fue inspirada en las del Colegio del arzobispo de Salamanca y originalmente impresa en Madrid por Cristóbal de Araque y Ponce de León.
Texto de: Luis Enrique Nieto Arango
Fray Cristóbal de Torres, como su coterráneo el Cid Campeador, continúa ganando batallas después de muerto: la primera de ellas frente a sus hermanos de la orden de predicadores. Cercano a los ochenta años, y luego de tramitar durante 6 años ante la corte de Felipe IV el permiso para fundar el Colegio, el arzobispo de Santa Fe en el Nuevo Reino de Granada nombra como rector y vicerrector a dos dominicos, pero se reserva el derecho de designar los colegiales que, revestidos de la beca blanca con la cruz de Calatrava, vivirán en el claustro construido en la margen izquierda del río San Francisco, dentro del cual dedicarán largos años al estudio de las artes y las letras, para luego aprender la teología, la jurisprudencia o la medicina.
El jueves 18 de diciembre de 1653 concurre a la misa solemne de inauguración del Colegio lo más granado del reino: la Real Audiencia presidida por el marqués de Miranda y Auta; los Cabildos Secular y Eclesiástico; las comunidades de dominicos, franciscanos y agustinos; el clero secular y muchas más gentes de pro, con excepción de los jesuitas que ya advierten el surgimiento de otro competidor en su puja con los dominicos por hacerse reconocer el privilegio de otorgar grados universitarios. En lugar destacado y preferente, los primeros quince colegiales, escogidos por fray Cristóbal. Sobre éstos el notario deja constancia: “No hubo religioso alguno colegial, sin embargo de que me consta se hicieron muchas y exactas diligencias por los religiosos del señor santo Domingo, para que hubiera colegiales religiosos, del dicho orden en dicho Colegio”.
Queda así protocolizado el disenso con los frailes que consideraban el Colegio como de propiedad de la Provincia de Santo Domingo para educar a sus religiosos. Duro enfrentamiento se produce entre el fundador y sus hermanos, pues éste, en febrero de 1654 revoca la comisión a los dominicos, destituyendo rector y vicerrector, nombrando a Cristóbal de Araque y Ponce de León rector perpetuo y encargándolo del pleito por esta causa que finalmente será fallado en Madrid, en julio de 1664, a los 10 años de la muerte de Cristóbal de Torres, mediante sentencia de Felipe IV que asume el patronato del Colegio y ordena a la Audiencia de Santa Fe cumplir con las Constituciones dictadas por el arzobispo.
Al año siguiente la Real Audiencia pone en posesión del claustro y de sus haciendas al bachiller Juan Peláez Sotelo, nombrado vicerrector por el rector Araque desde la península, de la cual nunca regresaría, y ante vivas propuestas del rector depuesto, fray Juan del Rosario, notifica el acuerdo de que los dominicos salgan inmediatamente del Colegio “pena de que serán habidos por extraños de estos reinos”.
Émulo entonces de su paisano el Cid, Cristóbal de Torres obtiene una victoria post mortem y logra consolidar su idea de un Colegio para la nobleza secular del reino, autónomo gracias a las pingües rentas que le ha destinado y gobernado por los colegiales de número a la manera de su homólogo en Salamanca: el del arzobispo, a su vez, proveniente del de San Clemente en Bolonia.
Muchos años después, el 29 de abril de 1793, fray Cristóbal logra otro triunfo póstumo. Su voluntad testamentaria de ser enterrado en la capilla de su Colegio es, por fin, acatada gracias a la perseverancia del rector Fernando Caicedo y Flórez y a pesar de la oposición de la Real Audiencia. Luego de exhumados sus restos, enterrados al pie del altar mayor de la catedral, son llevados en una urna acompañados de un magnífico cortejo, presidido por el virrey José de Ezpeleta y por el arzobispo Jaime Martínez Compañón, así como por el Cabildo Eclesiástico, el señor rector y sus colegiales, las comunidades religiosas y los alumnos del Colegio de San Bartolomé, cuyos colegiales habían perdido en otro pleito, resuelto por el mismísimo rey Felipe V en 1723, la pretensión de preceder a los rosaristas en los actos públicos.
El desfile, luego de dar la vuelta a la plaza mayor, se dirige por la calle real al Colegio y allí, luego de la santa misa celebrada de pontifical por el arzobispo y de histórica homilía pronunciada por el rector Caicedo y Flórez, deposita la urna con las cenizas de fray Cristóbal en el mausoleo que hasta hoy remata su estatua orante y de ingenua factura, muy semejante a la que adorna desde su construcción, y a pesar de los siete terremotos que la han destruido, la capilla de Nuestra Señora del Rosario conocida como la Bordadita.
Esta voluntad supérstite del fundador acaso está significando que sus despojos, como en los versos de aquel célebre soneto de su amigo y compañero de corte Francisco de Quevedo titulado: “Amor constante más allá de la muerte: serán ceniza, más tendrá sentido / polvo serán, más polvo enamorado” (¡y obstinado se diría!).
No decae esa férrea voluntad con el transcurso de los años y los siglos. La centuria del diecinueve, una vez consolidada la república –vocablo citado por fray Cristóbal en las Constituciones con el sentido de res publica: el bien común de que habla santo Tomás– fue ya no una batalla sino recia guerra por la autonomía del Colegio. Autonomía que el Fundador había asegurado y reafirmado mediante el pleito con los dominicos.
Ya desde la segunda mitad del siglo xviii se contempló la incorporación del Colegio a la universidad pública y, producida la independencia, a partir de 1820 se asumió que éste dependía de la Universidad Central, pues los grados debían recibirse en la Tomística, atribución que subsistió hasta el año 1826 en que ésta pasó a la Universidad Central de acuerdo con el plan de enseñanza de Santander.
Durante los complejos vaivenes del siglo xix se mantuvo el forcejeo por el Colegio que pasó a ser parte de la universidad del primer distrito y cuyo patronato se disputaban la nación y la Cámara Provincial de Cundinamarca. En 1860 el intendente del Distrito Nacional de Cundinamarca decretó la expropiación del Colegio y lo convirtió en cárcel. En 1861, al vencer en la guerra civil, el general Tomás Cipriano de Mosquera estableció en el claustro un Colegio militar y una escuela que se sostendría con las rentas de la fundación.
Luego de esta ocupación castrense la pugna entre Cundinamarca y la nación por el Rosario continuó con muchos escarceos judiciales, legislativos y administrativos. Por ejemplo, en 1880, Rafael Núñez se dedicó a organizar el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. En 1881, durante el 4 y 6 de noviembre se reunió una convención de hijos del Colegio, la cual nombró una comisión de éstos para elaborar un proyecto reformatorio de las Constituciones originales que, respetándolas, armonizara con las instituciones de la república.
Durante todo este tiempo y hasta diciembre de 1882 en que se sancionó la Ley 89 sobre instrucción pública, reconociendo su autonomía, el Colegio fue objeto de toda clase de organizaciones y reorganizaciones, agregándolo y segregándolo alternadamente de la Universidad Nacional. Sus rectores eran de libre nombramiento y remoción del presidente, que en 1890 designó para dirigirlo al doctor Rafael María Carrasquilla quien dictó las Constituciones Nuevas en 1893, primera reforma hecha a las originales y que aún hoy rige en varios aspectos.
En noviembre de 1899 durante la “Guerra de los Mil Días”, el gobierno nacional se apoderó del edificio del Colegio y lo destinó para cuartel de una división del ejército. Tal como había sucedido varias veces a partir de la ocupación que en 1816 hizo el pacificador Morillo, convirtiendo el claustro, a la vez de cuartel, en cárcel.
Esta autonomía, otorgada por la Regeneración, de todas maneras y a pesar del resurgimiento del Colegio durante esa rectoría que duró hasta 1930, fue precaria pues el rector al igual que los consiliarios no eran nombrados por los colegiales. Los intentos de volver al régimen electivo consagrado en las Constituciones por fray Cristóbal fueron rechazados; un colegial que en 1910 solicitó formalmente al presidente de la república la elección de rector, vicerrector y consiliarios fue extrañado de la comunidad y su petición negada por el presidente encargado Ramón González Valencia.
A la muerte de monseñor Carrasquilla, cuya personalidad dejó honda huella en el Colegio y en el país , se restableció el régimen electivo. La consiliatura hubo de dictar un acuerdo para recordar en que consistía pues no se guardaba cabal memoria de éste, debido al tiempo transcurrido desde su última aplicación.
Como resultado del agitado proceso que culminó con la elección de monseñor José Vicente Castro Silva, quien como catedrático había estado vinculado al Colegio desde 1909, hubo un amago de cierre de la Facultad de Jurisprudencia y de apertura de una Facultad de Ciencias Naturales. La Facultad de Filosofía y Letras no sobrevivió a su fundador monseñor Carrasquilla. La de Jurisprudencia, restaurada en 1906, fue reabierta en 1932.
En 1968, luego de sucesivas elecciones trienales, falleció Castro Silva y fue sucedido por el doctor Antonio Rocha Alvira, una vez se conoció la no aceptación de Alberto Lleras Camargo, designado para la Rectoría por el presidente de la república, al escoger entre su nombre y el del doctor Samuel Barrientos Restrepo quien en la votación del cuerpo elector obtuvo un voto más, sin que ninguno hubiera alcanzado la mayoría requerida, haciendo necesaria la intervención del patrono.
Todavía en 1971 el doctor Rocha, ante la despistada afirmación de algún abogado ajeno al claustro de que el Rosario era una institución oficial, tuvo que salir con todo su arsenal jurídico y su saber histórico a defender esa autonomía tan difícil de mantener, que en tantos momentos se ha visto en peligro y que de no ser por la sombra tutelar de fray Cristóbal habría desaparecido presa de las apetencias políticas.
Después de 350 años de la fundación del Colegio las luchas de fray Cristóbal no cesan y queda alguna de mucha monta que se ha venido librando de tiempo atrás: como se sabe el arzobispo entregó a su obra valiosas propiedades raíces, unas en el altiplano sabanero y otras en la región de Mesitas, cuyo municipio por eso se llama El Colegio.
Muy conciente de su valor el fundador dedicó el primer título de las Constituciones precisamente a la descripción y a las instrucciones para el manejo de estos bienes, sabedor que la propiedad por sí misma no significaba mucho y que era el trabajo el que producía valor:
Considerando que las haciendas no son más de lo que se hace en ellas, y por ello se llamaron haciendas; y atendiendo, que las divinas letras las honraron con el nombre de substancias, por ser la fortaleza fundamental de las comunidades; y reparando que todo lo que se puede hacer en las haciendas, es un buen gobierno, que atiende a su perpetuidad y aumentos, juzgamos por la cosa más importante, que los que gobernaren el Colegio se junten uno o dos días por lo menos cada semana a conferir las materias pertenecientes a la conservación y aumentos de las haciendas del Colegio, dando primer lugar a las que fueren de mayor importancia, entre las cuales, la primera es sin duda el buen gobierno de las haciendas de Calandayma y Jagual. (Título I Punto Segundo. Perteneciente a las haciendas en su buen gobierno. Constituciones)
La deficiente administración de los dominicos durante once años en algo menguó estas haciendas que luego sufrieron todos los avatares del país en el siglo xix. Se alquilaron para generar rentas y finalmente, previendo el zarpazo de la desamortización, fueron vendidas y su producido se convirtió en préstamos a favor del Colegio, no siempre concedidos con buen tino. En las Constituciones llamadas Nuevas de 1893, dice así monseñor Carrasquilla al tratar de los haberes del Colegio:
Las revoluciones políticas que han agitado a esta república, leyes contrarias al derecho de la propiedad que en épocas anteriores se expidieron disposiciones inconsultas sobre la venta de algunas fincas raíces de este Colegio, hicieron que vinieran a menos sus pingües caudales. (Título I)
En 1816 al llegar Pablo Morillo a Santa Fe y ocupar el claustro lo primero que tomó como botín fueron los recursos que encontró en la caja de caudales. Tiempo más adelante, cuando la desamortización, los agentes generales de manos muertas recibieron el pago de varios capitales con sus intereses que habían sido prestados por el Colegio a particulares.
Por la ocupación del edificio del Rosario para utilizarlo como cárcel en la guerra civil de 1860-1861, la Corte Suprema Federal reconoció, gracias a una demanda del rector Francisco Eustaquio Álvarez, una deuda a favor del Colegio.
Con el correr del tiempo estos tres hechos: la Pacificación, la desamortización y la ocupación, generaron obligaciones reconocidas por el gobierno y expresadas en diferentes leyes y decretos. En 1919, por iniciativa de don Esteban Jaramillo, ministro de Hacienda, se organizó la deuda pública interna y el Colegio del Rosario recibió tres certificaciones de renta nominal sobre el tesoro de la república por valor de $164,oo, $23 504,oo y $166 666,68 pesos oro. Desde esa fecha el gobierno nacional ha reconocido en la ley de presupuesto estas sumas y pagado cumplidamente intereses del 6% anual sobre el capital.
Luego de una cuidadosa investigación histórica y jurídica el Colegio, aconsejado por sus hijos más preclaros, en 1997 solicitó al gobierno nacional la indexación y la amortización del capital, lo que fue negado, iniciándose así un proceso judicial que está en conocimiento del Consejo de Estado.
Nuevamente surge Cristóbal de Torres, con la tozudez propia de los castellanos, batallando para que el producido de las haciendas legadas a su Colegio le sea reintegrado a su valor actual.
Pero de todas estas, y muchas más, batallas que contra huestes más poderosas que las sarracenas ha librado el ilustrísimo señor maestro don fray Cristóbal de Torres y Motones, de la orden de predicadores, confesor y predicador de sus majestades y arzobispo de Santa Fe ninguna tan sobrenatural y contundente como la sostenida contra el capellán de honor de Su Majestad, fraile de la orden militar de Santiago, deán de la catedral de Santa Fe, licenciado don Pedro Márquez de Gaceta y Sánchez del Portal, con quien la víspera del Domingo de Ramos de 1653 tuvo un gran altercado.
El deán, “sacerdote de genio díscolo y costumbres mundanas” rechazó airado y con palabras soeces el nombramiento que el arzobispo hizo de un nuevo capellán de coro. Ante la actitud descomedida de Márquez de Gaceta fray Cristóbal, por medio de su provisor Cristóbal de Araque y Ponce de León, lo arrestó y lo mantuvo en su domicilio con guardias de vista. Sólo el 10 de julio de 1654, dos días después de muerto el arzobispo fue puesto en libertad el canónigo, quien nunca aceptó el doblegamiento al que se le sometía y buscó el amparo oficial dirigiéndose al rey, representado en la Real Audiencia, acusando al Arzobispo de rigor excesivo: “es tan grande el terror que causa vuestro arzobispo que el letrado no se atreve a decir en las peticiones lo que debe y nadie se va a atrever a decir en mis descargos”.
Un año después, en julio de 1655, el fraile de la orden militar don Pedro Márquez de Gaceta ascendió al altar mayor de la catedral para celebrar la misa, debajo justamente del cual había sido enterrado el arzobispo. De pronto los ministros ayudantes escucharon de sus labios este despropósito “quien le dixera al señor Torres, que lo avía de tener debaxo de mis pies”. Al terminar los oficios y desvestirse en la sacristía, el deán salió a dar gracias y, al arrodillarse, se sintió herido de muerte, dio un salto gritando repetidas veces “el señor arzobispo me ha muerto”. Pocos días después y en diligencia judicial que consta en documento público, antes de expirar declaró lo siguiente: “Estando de rodillas, dando gracias, vi al señor D. Fr. Christoval de Torres vestido de pontifical, parado en medio del altar, y me miró de suerte que sólo con mirarme, me ha quitado la vida”.
Esta historia, que haría palidecer al propio Cid Campeador y horrorizar a sus enemigos moros, hace parte de la leyenda dorada del Colegio Mayor y de su fundador que, inmenso, verde e impertérrito, mira desde su eternidad a todos los que ingresan al claustro.
Pero como unas son de cal y otras de arena hay alguna batalla que fray Cristóbal no ha ganado del todo. En las Constituciones dice así el arzobispo:
Disponemos que sean tratados con toda decencia los colegiales y convictores en la comida; y que su ordinario sea algún asado por principio, o de tocino o de lomo de cabrito. Que luego se les dé o gigote de carnero, o de albóndigas, o pastel en bote o cosa semejante. Lo tercero, la olla con vaca y ternero, con tocino y repollo, y lo último, postre de algún dulce del trapiche, o queso, o cosa semejante. Y los días de capilla se les añada un cuarto de ave o conejos, tórtolas o perdices, que parece que basta para el regalo decente con templanza cristiana; y a la cena algún gigote o ajiaco con los mismos postres. Mas los viernes y días de cuaresma se les dará un par de huevos y guisado de garbanzos, alverjas o habas, dos pescados, arroz y postre a comer, y lo mismo el sábado. Mas el viernes no se les dé de cenar sino algunas yerbas aderezadas y algún postre de dulce. Los sábados se les podrá dar de cenar algunas yerbas, una tortilla de huevos y su postre. (Título III - Constitución IX)
Atrás en la Constitución III del mismo título advirtió fray Cristóbal que será fiesta solemnísima la de Nuestra Señora del Rosario y que este día “cuidará el rector de regalar el Colegio convidando a las personas de su obligación… mas no queremos que los platos excedan de ocho buenos, sin principios y postres, pues no es justa la profanidad en tal día y en tal Colegio”.
Estas previsiones para el buen pero moderado yantar parece que no siempre fueron atendidas, dando lugar a sonados enfrentamientos entre las autoridades y los colegiales. Así, en 1796, cuando el Colegio vivía la tensión que las ideas propias de la Ilustración trajeron al claustro, dividiendo a la población estudiantil entre “novatores” y “peripatos”, por lo escaso, crudo y desaseado de la comida los colegiales formaron un tumulto, alegando que estaban muertos de hambre y que culminó, luego de gran escándalo en el cual intervino hasta el virrey Ezpeleta, con el retiro del rector Antonio Nicolás Martínez Caso.
Ya en tiempos de la república, bajo la rectoría del doctor Nicolás Esguerra, el padre de un estudiante de apellido Torrijos se queja de la deficiente alimentación que generaba descontento por parte de algunos internos. El asunto llegó hasta el gobernador de Cundinamarca que visitó el claustro, pues el Rector decidió que aquel funcionario debía constatar por él mismo la calidad y la cantidad de la alimentación y así juzgar las quejas que se le habían formulado. El registro del Estado, correspondiente al 13 de junio de 1871, da cuenta de todo este incidente, que culmina con el consejo al padre por parte del rector de que “el año entrante no traiga a este Colegio al citado hijo de usted, al menos si yo hubiera de continuar como rector”.
Mucho tiempo después el óleo de la escalera central, que representa a la Virgen de Loreto, ascendiendo al cielo en una casa elevada por los ángeles, mostraba en el medio un orificio bastante grande, como si un proyectil la hubiera perforado. Según supimos, por un testigo presencial, el daño había sido causado por un alumno interno en los años cuarenta del siglo xx, durante una huelga por la mala calidad de la comida. Para demostrarla lanzó sobre el cuadro un pan de una dureza tal que se incrustó en el lienzo, dejando su huella hasta 1981 en que se restauró la obra de Gaspar de Figueroa.
La epigrafía tuvo uno de sus mejores cultores en Colombia en monseñor Castro Silva que escribió buena parte de las placas conmemorativas que adornan el claustro y constituyen una verdadera lección de historia patria. Los muros del Colegio en verdad hablan, narrando la gesta, alguna vez heroica y otra vez dolorosa, que ha sido la formación de la nación colombiana. En estas fotografías una muestra de esas inscripciones en mármol que tanto enseñan de la Patria como del buen decir.
La inauguración de la placa conmemorativa de José María del Castillo y Rada, escrita por Castro Silva, coincidió con la terminación de la guerra con el Perú y produjo una protesta del embajador de ese país que consideró inapropiada la alusión a la financiación de la independencia peruana. La relacionada con Antonio Morales de manera lapidaria recuerda el incidente, fraguado en el claustro, que culminó con el grito de independencia del 20 de julio. Las dedicadas a García de Toledo, Pedro Fermín de Vargas y Policarpa Salavarrieta, redactadas al igual que la anterior por monseñor Castro Silva son testimonio de la presencia del claustro y de sus hijos en momentos trascendentes para la historia.
La dedicada a Rafael Uribe Uribe es obra de monseñor Germán Pinilla Monroy y sintetiza la vida de este doctor en jurisprudencia del Rosario. La inscripción latina en memoria del rector magnífico que fue Rafael María Carrasquilla es de la autoría de Alejandro Aráoz Fraser. Son estas tantas, pues, y muchas otras más, las que podrían llamarse con un justo oxímoron: Historias fabulosas, que el claustro encierra y cultiva y que hacen parte de lo real maravilloso, tan propio de la patria, vacilante y aún en formación, que el Rosario ha ayudado a formar, acompañándola desde la cuna en la próspera y en la adversa circunstancia.
La imagen de la Bordadita, por ejemplo, patrona insustituible y que vela a partir del nacimiento y después de la muerte por todos los rosaristas, en cuya capilla encontramos esperanza y refugio, se ha atribuido siempre a las manos regias de doña Margarita, hija de Carlos de Austria, mujer de Felipe III y madre de Felipe IV, primer patrono del claustro. Ella murió en 1611 cinco años antes de ser nombrado fray Cristóbal predicador de palacio. Ante esta confrontación cronológica se ha dicho que la imagen sagrada fue bordada por Mariana de Austria, mujer de Felipe IV, pero ésta llegó a la corte en 1649 cuando fray Cristóbal ya estaba en Santa Fe. En realidad, el Colegio guarda cuatro imágenes bordadas de la Santísima Virgen, todas de gran belleza y, una de ellas, la de la sede que hoy se llama Arrayanes, ostenta la siguiente leyenda: “la bordó doña Josefa Vergara y Caycedo en 60 días; se acabó el 24 de diciembre del año de 1786”.
Al cumplirse en 1953 el tercer centenario de la fundación del Colegio, los rosaristas de distintas épocas, encabezados por el presidente Eduardo Santos y por el doctor Antonio Rocha, dejaron testimonio de su admiración y gratitud por monseñor José Vicente Castro Silva en un pergamino, obsequiando a la vez su magnífico retrato al óleo, obra del maestro Ricardo Gómez Campuzano, que luego de su muerte en 1968 fue instalado en el aula máxima.
De la Bordadita de la capilla también se ha dicho que lleva en su manto la Cruz de Boyacá con la cual en efecto fue condecorada en 1953. Vista de cerca la presea resulta ser una medalla que la Asamblea de Cundinamarca impuso a monseñor Carrasquilla en 1915.
Soto voce, por los corredores del claustro, de tarde en tarde y desde el siglo xviii, circula el rumor de que José Celestino Mutis, el sabio sacerdote “padre de la ciencia americana” cumplía en estas tierras del Nuevo Reino una secreta misión masónica por encargo de las logias madrileñas. De ahí que la generación trágica que llevó a cabo el proceso de emancipación se hubiera formado bajo su égida y Pedro Fermín de Vargas, secretario de la Expedición Botánica, fuese el primer masón granadino, iniciado en la logia Lautaro de Londres.
El rector que en 1801 otorgó a Mutis la beca de colegial, Fernando Caycedo y Flórez, primer arzobispo de la época republicana, también haría parte de esta conjura al igual que el rector Andrés Rosillo y Meruelo. En realidad la pertenencia a la francmasonería estuvo muy en boga durante el siglo xix y bien entrado éste, cuando recibe su grado de Doctor en Jurisprudencia Rafael Uribe Uribe, los profesores que actúan de jurados lo inician en la noche siguiente en la logia Estrella del Tequendama. Uribe, al igual que el cronista José María Cordovés Moure, quien va a ser consiliario del claustro hasta su muerte en 1918, se apartan de esa afiliación y de sus ritos, como ya lo había hecho en su tiempo el propio Libertador Simón Bolívar, iniciado en el Gran Oriente de Francia.
A propósito del Libertador, que mediante decreto estableció en cabeza de los gobernantes de Colombia el patronato del Colegio en reemplazo de los monarcas de Castilla, no hay memoria de que haya pasado por el claustro. Sin embargo, en el salón rectoral su recuerdo está siempre presente. Allí frente al bargueño del siglo xvii –en cuyo cajón secreto, sólo conocido por los rectores, se guarda el manuscrito original de las Constituciones– campea el sofá imperio de fabricación vienesa, tapizado en terciopelo rojo, en cuyos brazos se destaca en alto relieve el uroboros, esa mítica serpiente que se muerde la cola. En ese sofá, alguna vez parte del mobiliario de la Quinta de Bolívar, asentó sus encallecidas posaderas de jinete, que le hicieron ganar el apodo de “culo de fierro”, el “Padre de la Patria” al lado, según se sabe, de las de la libertadora del Libertador doña Manuela Saénz.
Aún en nuestros tiempos, por el correo de las brujas, llega la noticia de que, en vísperas del arribo del pacificador Morillo, los rosaristas pudientes llevaron dineros y joyas al claustro para esconderlos en un lugar hasta hoy desconocido y que, con seguridad, lo seguirá siendo pues está custodiado por un fantasma que muchos juran haberse topado en las noches y cuya aparición paraliza de temor a quienes han intentado la búsqueda del tesoro.
Ninguna leyenda del claustro ha hecho más carrera que la del jeroglífico presuntamente dibujado por Francisco José de Caldas, en 1816, cuando “por esta escala descendió de la prisión al patíbulo para ascender a la inmortalidad”, según la bella frase que monseñor Carrasquilla perpetuó en el mármol. El garabato, que otros atribuyen al prócer Joaquín Camacho en idéntica circunstancia, y del que se empezó a hablar sólo a partir de 1872, sería la letra zeta del alfabeto griego y, en un alarde de imaginación y poesía, se ha interpretado por: ¡Oh larga y negra partida! El organismo oficial rector de la ciencia y la tecnología tiene hoy como logotipo ese signo, que ha llegado a ser inseparable del recuerdo del sabio mártir.
Podríamos extendernos ad infinitum en el recuento de tantas leyendas que sobre el claustro, cuna de la república, ha recogido con imaginación desbordada la tradición oral y que, sin lugar a dudas, el tiempo cubrirá con la pátina dorada de la verdad, pero al igual que el gran cronista de Santa Fe Juan Rodríguez Freile termina su maravilloso libro El Carnero el ocho de septiembre de 1635, registrando la llegada a su sede episcopal de Cristóbal de Torres y de su comitiva, ya se escucha clamoroso su retorno al claustro para renovar, por otros 350 años, el esfuerzo de seguir contribuyendo a la formación de Colombia, esta “nación a pesar de sí misma”.
El 29 de octubre de 2002, en ceremonia presidida por el presidente de la República y patrono del Colegio doctor Álvaro Uribe Vélez encendieron esta llama María alejandra Oejuela Rey y Juan Pablo Bocanegra de Castro alumnos de transición del Colegio de Arrayanes, acompañados del doctor Héctor Julio Becerra, colegial catedrático y ex consiliario que en representación de los egresados llevó la palabra en el acto solemne de conmemoración del tercer centenario en 1953.