- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Natural
Sin título | Óleo sobre lienzo | 120 cm x 70 cm | 1991
Tábula rasa | Óleo sobre tela | 100 cm x 170 cm | 2000
Texto de: Javier Gil
Son muchas y aparentemente diversas las obras y proyectos artísticos de Pedro Ruiz. No obstante es factible encontrar en ellos una coherencia que los cargue de sentido. Quisiera aventurar una lectura que evidencie relaciones y continuidades en su trabajo. Para ello es importante viajar por distintos momentos, obras y notas de cuaderno, pero desafiando cualquier aproximación lineal y cronológica. Como en todo proceso creador, la construcción de una etapa recoge y redimensiona las anteriores, la producción de una imagen no se distancia de otras imágenes y producciones del mismo artista. En las obras se producen avances y retornos, idas y venidas, que hacen que el conjunto de la obra se explique desde movimientos y dinámicas temporales más complejas.
En consecuencia, se abordan tres aspectos: por un lado la pasión de pintor y dibujante y las posibilidades que ofrece el trabajo plástico para percibir y crear mundos; por el otro, la naturaleza como tema, pero también como dispositivo de creación poética y metafórica. Por último, su acercamiento a realidades socioculturales, pero siempre siendo fiel a los dos primeros aspectos. Tres puntos de vista pero todos tejiéndose en una trama única.
Líneas soñadoras
Desde sus primeros trabajos y apuntes es indeclinable la vocación de pintor y dibujante de Pedro Ruiz. Sencillo, sin mediaciones discursivas, sin afán de ilustrar conceptos o razones distintas al hecho perceptivo, sus dibujos viajan por las formas redescubriendo la realidad. Como dibujante celebra las apariencias, es fiel a ellas, pero se permite deshacer y rehacer el mundo mediante líneas soñadoras, sin prisa, sin sometimientos a finalidades representativas. Las líneas viajan libremente, sin objetivo aparente, sin apuntar a un destino, gozan del instante y se niegan a ser un instrumento para algo distinto que su propio discurrir. Varios de los dibujos de los libros de apuntes, de 1996 y 1997, así lo señalan. En ellos se percibe cómo los pliegues y despliegues formales generan un terreno propicio para que cualquier forma se abra estableciendo nuevas relaciones. Las tramas, la abundancia de trazos, el juego de líneas, lo ponen en contacto con la naturaleza a través de resonancias formales que circulan naturalmente. Aparece el fluir como elemento central para producir el encuentro de planos, dimensiones y mundos, esa condición explicaría la facilidad que se transparenta en sus trabajos para desarrollar vestuarios de piezas teatrales, o ilustraciones para cuentos. En uno y otro caso las líneas se desenvuelven naturalmente para acercar universos distantes.
La relación con lo natural es una constante en su trabajo, y no solamente desde el punto de vista temático, formas y ritmos se mueven en consonancia con los de la naturaleza. Varias obras plantean ese encuentro desde diversos lugares: afinidades entre el hombre y el jaguar, por ejemplo, o entre la mujer y el universo de las flores a través de una especie de “florecimiento” de cabellos y vestidos. También entre cuerpo y naturaleza, o entre el impulso ascendente de lo humano y la extensión vertical de las palmas; o entre la levedad de la memoria y la inconstancia de las mariposas. También lo hace planteando contrastes, como en la serie Ciudades perdidas (1988), en la cual deja ver la extraña presencia de rascacielos en inconmensurables ámbitos selváticos, o en aquellas obras denominadas Naturaleza Viva mediante plantas exuberantes que desbordan las macetas con las que intentamos controlarlas y domesticarlas.
Pedro Ruiz jamás ha renunciado a la condición de pintor, incluso cuando aparenta alejarse lo hace para acercarse de nuevo a ella. Pareciera que confiara obsesivamente en la capacidad de pensar y descubrir que tiene el ojo del pintor, para él la creación es asunto de percepción, de habitar largamente algo y hacerlo con atención desmesurada a líneas, colores, puntos de vista. En esa obsesión por lo manifiesto, lo no manifestado empieza a emerger. Es la sencillez del que sabe sin saber. Klee afirmaba que el pintor lo sabe todo, pero solamente lo sabe después, aludiendo quizás a la entrega al hacer confiando en los mundos que se labran inconsciente y secretamente.
Esa mirada sencilla, sin trasfondos ni intencionalidades conceptuales, se evidencia en las obras correspondientes a la serie Hi 8 (2001) y en la serie Fotografías (2004). La primera se compone de muchas pinturas sobre personas, lugares, objetos, previamente capturadas por cámara de video. Nada extraordinario sucede en ellas, nada, salvo la vida misma, captada en cualquier momento o lugar, y sin el deseo de establecer valores que carguen lo observado de sentido o trascendencia. Se trata del pintor que más que pintar del natural pinta con naturalidad, que más que pintar la naturaleza procede como ella, con la mano, lejos de artificios, sin la ambición de significados profundos. Son imágenes que anteponen lo detenido a lo sucesivo, lo manual a lo tecnológico, lo nimio a los grandes sucesos, por ello se liberan de cualquier función utilitaria, de la necesidad de decir algo. Paradójicamente, desde esa simpleza, desde ese deseo ya no de lo extra-ordinario sino de lo ordinario, algo ocurre. Cada objeto o persona, desconectado del ruido cotidiano y aislado de los contextos en que rutinariamente se inscribe y desaparece, adquiere una especie de desnudez existencial, una extrañeza inadvertida en la cotidianidad. Es la potencia de lo singular presente en un retrato que nos muestra al sujeto absoluto, alejado de todo lo que no es él, al margen de toda exterioridad. O la soledad sin lamentaciones de una flor emergiendo del cemento, o el amanecer de otra flor apareciendo espontáneamente de los amarres de un delantal. Es la fuerza del instante perceptivo, fuerza y sentido inmanente al hecho pictórico.
Ese tránsito de la imagen mediada tecnológicamente a la pintura, reaparece en la serie Fotografías (2004). Allí la pregunta deja de ser qué le hace la tecnología a la pintura, y más bien sería: qué le hace la pintura a la imagen tecnológica. A través de Pedro Ruiz podemos aventurar algunas respuestas. Las pinturas son en blanco y negro, con un brillo que inevitablemente las asocia a las fotografías de origen, los temas son diversos y van desde la pintura de una Venus de Boticelli, hasta la de un astronauta, pasando por un niño indígena, o la virgen de la Macarena, o por aquellas imágenes que reaparecerán constantemente en trabajos posteriores como las del remero portando hojas en su canoa o los aviones fumigando la tierra con glifosato. Como sucedía con la serie Hi 8, la pintura revela, no en el sentido de descubrir sino de volver a velar, de cargar de misterio las imágenes anodinas de una fotografía cualquiera. Así, la función netamente referencial de lo fotográfico cede su lugar a la ambigüedad de lo pictórico, ambigüedad suministrada por el trazo, el gesto, la pincelada, el encuadre. La clave reside en sostener la tensión entre lo fotográfico y lo pictórico, son trabajos a mitad de camino entre uno y otro, en algunos casos los trayectos son varios como ocurre con la imagen de la Venus, la cual procede de una pintura, pasa por la fotografía y retorna la pintura. En esos movimientos, y de manera casi espontánea, lo pintado se transforma y transforma, sutil pero significativamente; basta apreciarlo en esta obra, la cual hace ver el rostro y el cabello de la Venus de forma inédita, contraponiendo el hermetismo del rostro con la fuerza patética de las ondulaciones del cabello.
Incluso la foto documental de los aviones, con su pretensión de verdad propia del género documental, alcanza una intensificación especial al ser mediada por la pintura. Allí accede a la verdad del arte, al exceso de realidad implícito en lo artístico. En suma, con estas obras evidencia un conocimiento inscrito en el acto de pintar, un conocimiento natural, sin trapecismos, situado en el mismo terreno de lo referencial, desde dentro de la fotografía pero subvirtiéndola. Mediante esa operación, sencilla y compleja a la vez, tiende a sacralizar lo referenciado, pues lo suspende en un vacío de sentido que —paradójicamente— lo ritualiza y lo llena de un significado inasible. La ficción pictórica, entre real e irreal, da a ver, re-crea el mundo fotografiado, muestra un renacer de las cosas y allí reside su verdad.
Como la naturaleza
La naturaleza, entonces, es tema pero también actitud, forma de ver, recurso para pensar plásticamente. Cuando Pedro Ruiz observa una hoja, cuando mira casi neuróticamente plantas y flores, seguramente capta resonancias, ecos, metáforas, conexiones. Basta apreciar en las mencionadas imágenes de la serie Fotografías el penacho del niño indígena y la corona de la virgen de La Candelaria, en ellas se aprecia una explosión de flores, una suerte de campo energético coronando sus respectivos cerebros. Esa relación se hace presente reiteradamente en dibujos y obras en las cuales el cerebro deviene estallido de flores. Esa abundancia de formas y colores, esa sobredosis cromática, progresivamente se convierte en un pilar de obras posteriores.
Más allá de un tema se trata de una apuesta obsesiva por el mundo natural. Una apuesta que lo aproxima a cosmovisiones de la América precolombina ligadas a la sacralización de la naturaleza y moduladas por una especie de pacto divino entre lo humano y las demás especies. Desde esa conciencia fundamentada en simpatías y analogías, la relación con el mundo natural se centra más en ponerse en contacto, en clave de escucha y resonancia, y no en situarse en una posición de dominio y control. La naturaleza, lejos de ser objeto enfrentado al sujeto racional, es parte de él mismo y ello supone el desplazamiento de una relación marcada por distancias y dicotomías a una relación de copertenencia. Lo sacro en este contexto no es algo trascendente, algo fuera de este mundo, es la relación misma con la existencia. Lo sacro es inmanente a la vida.
Ese sistema cognitivo, a base de resonancias, se detiene más en las relaciones que en las identidades. Se abre a un tejido donde las líneas de un paisaje resuenan con un rostro, y ambos con el movimiento de un animal y el sonido del agua. Así mismo, una flor contiene otros mundos, sus movimientos se corresponden con otras realidades. Es evidente que la captación de esta eco-lógica, de esa interdependencia relacional, desborda la tendencia analítica y diseccionadora de la mente racional; prácticamente exige de una estética para su percepción y comprensión.
Es allí donde al arte le cabe una palabra. A ese universo de ecos y correspondencias se accede más fácilmente desde la afección, la imaginación o la intuición estética; nuestro lenguaje, ligado al “ser”, a las identidades cerradas, a los contornos bien diferenciados, difícilmente puede dar cuenta de esas realidades. El pensamiento metafórico nos ayuda a sentir esa realidad invisible a los ojos, en tanto que privilegia las relaciones por encima de las entidades individualizadas y separadas. Esa concepción poblada de ritmos, devenires, ecos y resonancias, hermana lo poético con lo místico y con parte de la ciencia actual, muy sensible a estas visiones. Todos apelan a la danza de las formas para comprender esa realidad vibrante, creadora, dinámica e interdependiente. Progresivamente los trabajos de Pedro Ruiz se focalizan en esos mundos, lo hacen manifiesto mediante la aglomeración danzante y vibrante de campos de flores, los cuales por su propia dinámica interna parecen zonas de color abstractas. Esas relaciones desde un principio caracterizaban sus trabajos, pero, con el tiempo, la representación más realista va cediendo paso a formas y colores en trance, justamente animadas por el deseo de penetrar en los ritmos internos de la naturaleza. Love is in the air, Desplazamientos y Oro así lo consignan. En muchas obras de estas series la naturaleza adquiere proporciones desmedidas, son como campos energéticos, espacios vibracionales. Ese amasijo de formas, ese estallido de música y color, posiblemente le permiten establecer afinidades con estéticas como la hindú o la mexicana, ambas muy barrocas, plenas de dinamismo y vitalidad.
Tres elementos recurrentes de esta permanente escenificación del mundo natural son las flores, los árboles y las mariposas. Siguiendo a Mario Satz 1 es factible extraer argumentos para comprender la riqueza metafórica de esos elementos y su presencia en la obra de Pedro Ruiz. Según Satz, la palabra “flor”, para los griegos "antos", significa “lo máximo”, “lo que culmina”; en latín flox es asociable a “llama”, “fuego”, “brillo”, “la luz que corona”. Es fácil extraer las vinculaciones de la flor con el mundo de la luz, y de paso con la elevación espiritual: la flor se eleva por encima de la tierra para buscar la luz y morir en la dicha de su entrega.
También se advierten las relaciones con las iconografías de las vírgenes, no en vano sus mantos suelen llenarse de flores. Es una figura que simboliza la tierra, la “mater”, la madre florida y fecunda, la misma que exaltaban los indígenas para quienes no fue un problema producir una simbiosis entre la madre tierra y dichas iconografías. En sus mantos azules las estrellas son como flores celestes, así como las flores bien podrían poblar los campos de estrellas. La flor, como la mariposa, parece espiritualizar la materia; por ello su afinidad es evidente: así como una flor es una mariposa detenida, esta es el ascenso de una flor, sugiere el propio Satz. En muchas culturas las palabras asociadas al alma se relacionan con el viento y el aire, de allí que el vuelo de las mariposas se vinculara con el ascender del alma. En Grecia, “psique”, es decir el alma, se convierte en mariposa; en los códices precolombinos las mariposas ascienden desde la boca de las muertas, como retornando a su primordial misterio y respondiendo a la llamada de la luz, la misma luz que tienen dibujada en sus alas.
Estas anotaciones nutren de sentido las frecuentes apariciones de flores y mariposas en las obras de Pedro Ruiz. La aparición de ellas, sorprendentes en cantidad y tamaño, alude a un deseo de significar que rebasa el mero juego decorativo. Es bueno recordar una vez más la serie Las alas de la memoria (1998), en ella las alas de las mariposas contienen imágenes y fragmentos de memoria, el recurso metafórico se ve potenciado por el dispositivo de exhibición, asociable a una pieza de museo destinada a conservar la memoria y, por qué no, también asimilable a una redefinición del álbum familiar.
Los árboles también son recurrentes en sus trabajos, las palmeras en particular aparecen constantemente, elevándose vertiginosamente hacia el cielo. Quizás donde se hace más explícita su relación con el hombre es en una obra participante en la muestra Medidas Naturales (2001). Alrededor de una palmera natural dispuso un círculo de sillas que aludían al hombre, el árbol allí deviene metáfora de crecimiento y elevación. Luego sintetizó esas ideas en un objeto, las sillas aladas, las cuales, en un juego de presencia-ausente, se podían relacionar con la pulsión ascendente del hombre. También lo condensó en las sillas con patas exageradamente prolongadas. No está de más recordar la simbólica figura de Jacob quien soñaba con una escalera que ligaba la tierra al cielo y por la cual subían y bajaban ángeles. Una escalera asociable con la imagen del árbol, y, por qué no, también con ese otro árbol que sirve de sostén a la verticalidad humana como es la columna vertebral. Ambos estallando, en las bóvedas del cielo y del cráneo, en flores y frutos luminosos. Mario Satz lo expresa de manera precisa y preciosa: “Marcel Granet cuenta que un famoso monje taoísta llamado Lingyum obtuvo su iluminación contemplando un melocotonero en flor, y que entró en tal estado de éxtasis que, como Jacob ante el almendro angélico, llegó a ver el ascenso y descenso de los diminutos seres de luz que tejían señales de felicidad en los pétalos de las flores”.2
El anhelo de aproximarse a la naturaleza llevó a Pedro Ruiz a encabezar el proyecto Biblioteca Natural (1999), una propuesta de reflexión, discusión y creación con personas de diversas disciplinas, alrededor de ese tema. Sirvió como antecedente para el surgimiento del grupo Nadieøpina, conformado por un equipo de prometedores artistas con quienes desarrolló proyectos, diálogos y acciones acerca del arte contemporáneo. Pese a lo significativo que resultó para él la actividad de este colectivo, por ejemplo para las mencionadas series de Hi 8 y Fotografías, su trabajo no renunció a una relación con la naturaleza desde sus posibilidades artísticas y metafóricas. Fruto de esa obstinación fueron las sillas aladas e incluso el uso de modalidades de observación y exposición de procedencia científica pero no exentas del lenguaje y la seducción de lo artístico. Incluso la serie Oro abiertamente remite a ellas pero invitando a una contemplación estética más detenida. Para Pedro Ruiz las naturalezas no están muertas sino vivas, por ello evita un acercamiento frío y analítico, sus modos de aproximación priorizan la comprensión afectiva, emocional e imaginativa propia del arte y en particular de la pintura. La imaginación, lejos de ser fantasía o evasión de la realidad, es intensificación de la misma, contribuye al vuelo de las formas, afirma lo posible elevándose por encima de lo fijo y lo delimitado. La imaginación es anhelo de realidad.
Love is in the air
Love is in the air (2008) se puede apreciar como un grupo de obras individuales, pero sobre todo es una instalación, una atmósfera global y multisensorial, un espacio ambientado por viejas canciones románticas y por la predominancia del color rojo de la amapola. Ese tono general se contrasta con pinturas, en grises y negros, representando aviones regando glifosato sobre la tierra. El conjunto genera impresiones ambiguas y plenas de connotaciones dispares, las cuales, unidas al tono irónico dominante, sitúan al espectador en una sensación de encantadora extrañeza, en una especie de innombrable atracción.
Love is in the air marca un salto en su proceso creador. Emplea iconografías ya trabajadas pero dispuestas de manera novedosa, resignificadas con la intención de formular un comentario cultural y sociopolítico, antes no tan explícito. Algunas de ellas reaparecieron conjurándose para realizar una singular versión sobre las relaciones entre mundos tan distantes como el amor, las fumigaciones y la naturaleza. Por lo general, sus trabajos articulan cambio y continuidad al unísono, las nuevas propuestas son un viaje con y desde imágenes previas pero encaminadas hacia nuevos puertos de sentido. La imagen no es un objeto cerrado, es un punto de encuentro de tiempos, instancias, pulsiones, pasiones, que se conjuntan en un momento dado. Un presente tejido de pasados diversos.
Como ocurre con las dinámicas de creación artísticas, nunca se retorna a la misma imagen, esta se desplaza y, a su vez, desplaza el significado de las imágenes con las que se relaciona. Lo original se transforma, no cesa de rehacerse en sus trayectos hacia el pasado y hacia el futuro. Y no solamente se trata de contenidos, se trata de idas y venidas de aspectos meramente formales, ya sea el trazo, los ritmos lineales, las tramas y movimientos. Se presenta, entonces, un juego de repetición y diferencia. Las improntas no se borran nunca del todo pero tampoco se dan de manera idéntica, la imagen trenza el tiempo, moviliza momentos distintos, allí reside la inquietante ambigüedad de la obra. Este retorno de lo diferente es frecuente en los trabajos de Pedro Ruiz y se produce con particular intensidad en un montaje como el de Love is in the air. La naturaleza, particularmente expresada en flores y hojas rojas, retorna como mancha, plena de expresividad pasional y dolorosa. Las flores regresan pero estableciendo vínculos insospechados, ya sea con la ropa de camuflaje de soldados, o con canciones y letras de amor. Los aviones, anteriormente presentes en la serie Fotografías, también se actualizan imprimiéndole a la muestra una tensión ya explorada entre fotografía documental y pintura.
La instalación aglutina una serie de sensaciones dispares: dolor, humor, evocaciones amorosas, todo mezclado en un singular maridaje de elementos emocionales y sociales, de aspectos subjetivos y objetivos. Es el imposible verosímil propio de la ficción artística, una condensación de planos de sentido tan lejanos como inesperados, pero sin duda convincentes. Los títulos de las obras hablan de lo amoroso y, sin embargo, y paradójicamente, lo que vemos es la repetida agresión sobre la naturaleza con la acción de los aviones de fumigación. El tono nostálgico de amor perdido se hace extensivo a la pérdida de conexión con la naturaleza. Esta ya no es objeto amoroso, como en el pasado ideal evocado por las canciones, es objeto de conquista y violencia. Su cuerpo yacente y horizontal no recibe un afecto germinador, en su lugar las zonas sombrías del cielo le envían un fuego destructor.
Una vez más hace notar la desaparición del sentimiento de pertenencia hacia la naturaleza; esta no se experimenta afectivamente, por el contrario, plantas y flores resultan amenazantes y se exterminan desde una visión que desconoce sus usos sacros. El consumo de ciertas plantas, anteriormente enmarcado en prácticas rituales ligadas a tiempos y espacios sagrados, hoy se combate como delito o evasión. Algunos las reducen a un consumo rutinario y carente de ese trasfondo, otros a sus ventajas económicas; unos y otros empobrecen su percepción, tanto como aquellos que creen encontrar soluciones en su exterminio mediante fumigaciones. Detrás del ataque a la naturaleza se esconde la pérdida de una concepción en la que la sanidad física y espiritual era sinónimo de armonización e interdependencia con ella, mientras que lo patológico significaba la ruptura de ese equilibrio sacro. Es la distancia entre un sistema cognitivo fundamentado en simpatías y analogías y otro fundamentado en dicotomías y separaciones
Buena parte de la muestra se sintetiza en una imagen categórica: un soldado vestido con ropa de camuflaje, pero de tonos rojos, esa singular indumentaria condensa los distintos y distantes sentidos involucrados en la exposición. Por su tamaño desmesurado, y por su presencia casi que física, preside la instalación; la desacralización de la naturaleza encuentra en esta especie de figura sacerdotal un emblema de esa otra sacralización, la del control y dominio, la de una cultura falocéntrica representada en las armas y en aviones expulsando su líquido destructor sobre el cuerpo femenino de la naturaleza.
Pero también ese rojo emocional y pasional transmuta lo fálico y masculino, como si la misma naturaleza se tomara esa violenta realidad tan dominante en Colombia para ablandarla amorosamente. Así como el militar se camufla de naturaleza, esta se camufla de militar, su propia exuberancia se posa sobre él. Otra imagen expresiva de ese esperanzador llamado, y que de alguna manera extiende la operación realizada con la indumentaria militar, la encontramos en una obra semejante que representa una ametralladora vestida de flores. La naturaleza termina por hacer de las armas una particular escultura, o una no menos singular pintura floral.
Love is in the air se carga de una ironía anteriormente no muy explícita en sus obras, no así en sus cuadernos de apuntes. Con ese tono irónico Pedro Ruiz agrega un ingrediente muy contemporáneo a su trabajo. Con ella asoma lo paradojal y la renuncia a verdades y absolutos. La ironía se libera de todo fundamento y finalidad, no impone, relativiza; no sanciona, sugiere; no es certera, es ambigua; sus signos no son seguros sino flotantes. La ironía sabe ser profunda porque es frágil, amiga de lo trivial. No afirma una verdad, reflexiona sonriendo, sonríe reflexionando.
El dorado desplazado
Déjate llevar hacia ese océano vivificante a través de vastos ríos,
o por arroyos llenos de encantos como los aforismos del dominio gráfico con sus múltiples ramificaciones.
Paul Klee
La serie Oro (2010) es fácilmente asociable a la leyenda de El Dorado, una construcción imaginaria pero en ningún caso disociable de referencias económicas y políticas. El descubrimiento de América no se puede entender al margen de la voluntad colonial europea. Como parte de ese dispositivo de expansión, el europeo inventó al indígena americano como el “otro”, el otro de la razón occidental, el otro sobre quien proyectar sus propios miedos y fantasmas. Así, representado en términos de sus propios estereotipos culturales, terminó por definirlo como un ser primitivo e instintivo, es decir, como lo opuesto a la imagen del hombre civilizado y racional, propio de la modernidad europea.
Esa lógica era necesaria para la empresa colonizadora. Las representaciones de sí mismo y del otro, agenciadas por instituciones, códigos de comportamiento, ideales, deseos, pedagogías, leyes, valores y creencias, eran claramente funcionales a los objetivos de conquista y dominación. Leyendas como la de El Dorado establecían nexos entre representaciones religiosas, culturales y económicas. Apoyada en el color dorado, ligado a lo espiritual, posiblemente la leyenda acercaba la búsqueda del oro a una empresa evangelizadora la cual —a su vez— engranaba con el anhelo del viaje a lo desconocido. A ese propósito también servía el desarrollo de la técnica y la ciencia, tal es el caso del barco como recurso para conquistar el mundo, y del mapa como guía y registro científico. Sin duda, el capitalismo abría otra mirada sobre la naturaleza.
Oro nos entrega otro viaje y otro mapa de estos mundos. En sencillas canoas se desplaza otro oro, el espíritu de una naturaleza fecunda. Sin prisa, el remero, una imagen recurrente en sus obras, traslada muchas imágenes alusivas a la abundancia del mundo natural americano. Es evidente, por un lado, el contraste llamativo entre la sencillez del remero, expresado en la limpieza de las formas que lo representan, y un mundo desbordado y desbordante. Por otra parte, como lo advertíamos en Love is in the air, de nuevo presenciamos la resonancia con imágenes anteriores, en particular con las denominadas naturalezas vivas, que nos entregaban esa fuerza expansiva del mundo natural sobrepasando las macetas que pretendían contenerla y domesticarla. Tanto en ellas como en estas obras se hace imposible contener y formalizar esa fuerza con nuestros esquemas.
El remero es otra figura que aparece constantemente en sus pinturas. Y lo hace siempre de manera llamativa: en ocasiones en medio de un silencio primordial, otras veces como atractor de bancos de flores o de peces que parecen racimos energéticos; en otras ocasiones como portador de mundos plenos de formas y colores. Siempre pintado con su ritmo meditacional, desplazándose serenamente y con completa entrega al instante de contemplación de la naturaleza. El remero del mundo caribeño muchas veces porta una especie de casa pequeña en su canoa, en su representación en Oro ocurre algo similar pero diferente: transporta un mundo de imágenes que terminan por convertirse en símbolo del hogar a lo largo de su desplazamiento. En su deambular por las aguas el remero conforma un mismo campo energético con el paisaje que va recorriendo, basta emprender ese recorrido para sentir que el viajero, el ritmo de la canoa, el remero y la naturaleza entonan la misma melodía.
Así, el doloroso desplazamiento forzado que experimentan muchas personas en este país se hace más esperanzador desde el recuerdo de esa naturaleza viva y vibrante. La verdadera riqueza que se transporta, el verdadero Dorado, es ese universo imaginario y simbólico.
#AmorPorColombia
Natural
Sin título | Óleo sobre lienzo | 120 cm x 70 cm | 1991
Tábula rasa | Óleo sobre tela | 100 cm x 170 cm | 2000
Texto de: Javier Gil
Son muchas y aparentemente diversas las obras y proyectos artísticos de Pedro Ruiz. No obstante es factible encontrar en ellos una coherencia que los cargue de sentido. Quisiera aventurar una lectura que evidencie relaciones y continuidades en su trabajo. Para ello es importante viajar por distintos momentos, obras y notas de cuaderno, pero desafiando cualquier aproximación lineal y cronológica. Como en todo proceso creador, la construcción de una etapa recoge y redimensiona las anteriores, la producción de una imagen no se distancia de otras imágenes y producciones del mismo artista. En las obras se producen avances y retornos, idas y venidas, que hacen que el conjunto de la obra se explique desde movimientos y dinámicas temporales más complejas.
En consecuencia, se abordan tres aspectos: por un lado la pasión de pintor y dibujante y las posibilidades que ofrece el trabajo plástico para percibir y crear mundos; por el otro, la naturaleza como tema, pero también como dispositivo de creación poética y metafórica. Por último, su acercamiento a realidades socioculturales, pero siempre siendo fiel a los dos primeros aspectos. Tres puntos de vista pero todos tejiéndose en una trama única.
Líneas soñadoras
Desde sus primeros trabajos y apuntes es indeclinable la vocación de pintor y dibujante de Pedro Ruiz. Sencillo, sin mediaciones discursivas, sin afán de ilustrar conceptos o razones distintas al hecho perceptivo, sus dibujos viajan por las formas redescubriendo la realidad. Como dibujante celebra las apariencias, es fiel a ellas, pero se permite deshacer y rehacer el mundo mediante líneas soñadoras, sin prisa, sin sometimientos a finalidades representativas. Las líneas viajan libremente, sin objetivo aparente, sin apuntar a un destino, gozan del instante y se niegan a ser un instrumento para algo distinto que su propio discurrir. Varios de los dibujos de los libros de apuntes, de 1996 y 1997, así lo señalan. En ellos se percibe cómo los pliegues y despliegues formales generan un terreno propicio para que cualquier forma se abra estableciendo nuevas relaciones. Las tramas, la abundancia de trazos, el juego de líneas, lo ponen en contacto con la naturaleza a través de resonancias formales que circulan naturalmente. Aparece el fluir como elemento central para producir el encuentro de planos, dimensiones y mundos, esa condición explicaría la facilidad que se transparenta en sus trabajos para desarrollar vestuarios de piezas teatrales, o ilustraciones para cuentos. En uno y otro caso las líneas se desenvuelven naturalmente para acercar universos distantes.
La relación con lo natural es una constante en su trabajo, y no solamente desde el punto de vista temático, formas y ritmos se mueven en consonancia con los de la naturaleza. Varias obras plantean ese encuentro desde diversos lugares: afinidades entre el hombre y el jaguar, por ejemplo, o entre la mujer y el universo de las flores a través de una especie de “florecimiento” de cabellos y vestidos. También entre cuerpo y naturaleza, o entre el impulso ascendente de lo humano y la extensión vertical de las palmas; o entre la levedad de la memoria y la inconstancia de las mariposas. También lo hace planteando contrastes, como en la serie Ciudades perdidas (1988), en la cual deja ver la extraña presencia de rascacielos en inconmensurables ámbitos selváticos, o en aquellas obras denominadas Naturaleza Viva mediante plantas exuberantes que desbordan las macetas con las que intentamos controlarlas y domesticarlas.
Pedro Ruiz jamás ha renunciado a la condición de pintor, incluso cuando aparenta alejarse lo hace para acercarse de nuevo a ella. Pareciera que confiara obsesivamente en la capacidad de pensar y descubrir que tiene el ojo del pintor, para él la creación es asunto de percepción, de habitar largamente algo y hacerlo con atención desmesurada a líneas, colores, puntos de vista. En esa obsesión por lo manifiesto, lo no manifestado empieza a emerger. Es la sencillez del que sabe sin saber. Klee afirmaba que el pintor lo sabe todo, pero solamente lo sabe después, aludiendo quizás a la entrega al hacer confiando en los mundos que se labran inconsciente y secretamente.
Esa mirada sencilla, sin trasfondos ni intencionalidades conceptuales, se evidencia en las obras correspondientes a la serie Hi 8 (2001) y en la serie Fotografías (2004). La primera se compone de muchas pinturas sobre personas, lugares, objetos, previamente capturadas por cámara de video. Nada extraordinario sucede en ellas, nada, salvo la vida misma, captada en cualquier momento o lugar, y sin el deseo de establecer valores que carguen lo observado de sentido o trascendencia. Se trata del pintor que más que pintar del natural pinta con naturalidad, que más que pintar la naturaleza procede como ella, con la mano, lejos de artificios, sin la ambición de significados profundos. Son imágenes que anteponen lo detenido a lo sucesivo, lo manual a lo tecnológico, lo nimio a los grandes sucesos, por ello se liberan de cualquier función utilitaria, de la necesidad de decir algo. Paradójicamente, desde esa simpleza, desde ese deseo ya no de lo extra-ordinario sino de lo ordinario, algo ocurre. Cada objeto o persona, desconectado del ruido cotidiano y aislado de los contextos en que rutinariamente se inscribe y desaparece, adquiere una especie de desnudez existencial, una extrañeza inadvertida en la cotidianidad. Es la potencia de lo singular presente en un retrato que nos muestra al sujeto absoluto, alejado de todo lo que no es él, al margen de toda exterioridad. O la soledad sin lamentaciones de una flor emergiendo del cemento, o el amanecer de otra flor apareciendo espontáneamente de los amarres de un delantal. Es la fuerza del instante perceptivo, fuerza y sentido inmanente al hecho pictórico.
Ese tránsito de la imagen mediada tecnológicamente a la pintura, reaparece en la serie Fotografías (2004). Allí la pregunta deja de ser qué le hace la tecnología a la pintura, y más bien sería: qué le hace la pintura a la imagen tecnológica. A través de Pedro Ruiz podemos aventurar algunas respuestas. Las pinturas son en blanco y negro, con un brillo que inevitablemente las asocia a las fotografías de origen, los temas son diversos y van desde la pintura de una Venus de Boticelli, hasta la de un astronauta, pasando por un niño indígena, o la virgen de la Macarena, o por aquellas imágenes que reaparecerán constantemente en trabajos posteriores como las del remero portando hojas en su canoa o los aviones fumigando la tierra con glifosato. Como sucedía con la serie Hi 8, la pintura revela, no en el sentido de descubrir sino de volver a velar, de cargar de misterio las imágenes anodinas de una fotografía cualquiera. Así, la función netamente referencial de lo fotográfico cede su lugar a la ambigüedad de lo pictórico, ambigüedad suministrada por el trazo, el gesto, la pincelada, el encuadre. La clave reside en sostener la tensión entre lo fotográfico y lo pictórico, son trabajos a mitad de camino entre uno y otro, en algunos casos los trayectos son varios como ocurre con la imagen de la Venus, la cual procede de una pintura, pasa por la fotografía y retorna la pintura. En esos movimientos, y de manera casi espontánea, lo pintado se transforma y transforma, sutil pero significativamente; basta apreciarlo en esta obra, la cual hace ver el rostro y el cabello de la Venus de forma inédita, contraponiendo el hermetismo del rostro con la fuerza patética de las ondulaciones del cabello.
Incluso la foto documental de los aviones, con su pretensión de verdad propia del género documental, alcanza una intensificación especial al ser mediada por la pintura. Allí accede a la verdad del arte, al exceso de realidad implícito en lo artístico. En suma, con estas obras evidencia un conocimiento inscrito en el acto de pintar, un conocimiento natural, sin trapecismos, situado en el mismo terreno de lo referencial, desde dentro de la fotografía pero subvirtiéndola. Mediante esa operación, sencilla y compleja a la vez, tiende a sacralizar lo referenciado, pues lo suspende en un vacío de sentido que —paradójicamente— lo ritualiza y lo llena de un significado inasible. La ficción pictórica, entre real e irreal, da a ver, re-crea el mundo fotografiado, muestra un renacer de las cosas y allí reside su verdad.
Como la naturaleza
La naturaleza, entonces, es tema pero también actitud, forma de ver, recurso para pensar plásticamente. Cuando Pedro Ruiz observa una hoja, cuando mira casi neuróticamente plantas y flores, seguramente capta resonancias, ecos, metáforas, conexiones. Basta apreciar en las mencionadas imágenes de la serie Fotografías el penacho del niño indígena y la corona de la virgen de La Candelaria, en ellas se aprecia una explosión de flores, una suerte de campo energético coronando sus respectivos cerebros. Esa relación se hace presente reiteradamente en dibujos y obras en las cuales el cerebro deviene estallido de flores. Esa abundancia de formas y colores, esa sobredosis cromática, progresivamente se convierte en un pilar de obras posteriores.
Más allá de un tema se trata de una apuesta obsesiva por el mundo natural. Una apuesta que lo aproxima a cosmovisiones de la América precolombina ligadas a la sacralización de la naturaleza y moduladas por una especie de pacto divino entre lo humano y las demás especies. Desde esa conciencia fundamentada en simpatías y analogías, la relación con el mundo natural se centra más en ponerse en contacto, en clave de escucha y resonancia, y no en situarse en una posición de dominio y control. La naturaleza, lejos de ser objeto enfrentado al sujeto racional, es parte de él mismo y ello supone el desplazamiento de una relación marcada por distancias y dicotomías a una relación de copertenencia. Lo sacro en este contexto no es algo trascendente, algo fuera de este mundo, es la relación misma con la existencia. Lo sacro es inmanente a la vida.
Ese sistema cognitivo, a base de resonancias, se detiene más en las relaciones que en las identidades. Se abre a un tejido donde las líneas de un paisaje resuenan con un rostro, y ambos con el movimiento de un animal y el sonido del agua. Así mismo, una flor contiene otros mundos, sus movimientos se corresponden con otras realidades. Es evidente que la captación de esta eco-lógica, de esa interdependencia relacional, desborda la tendencia analítica y diseccionadora de la mente racional; prácticamente exige de una estética para su percepción y comprensión.
Es allí donde al arte le cabe una palabra. A ese universo de ecos y correspondencias se accede más fácilmente desde la afección, la imaginación o la intuición estética; nuestro lenguaje, ligado al “ser”, a las identidades cerradas, a los contornos bien diferenciados, difícilmente puede dar cuenta de esas realidades. El pensamiento metafórico nos ayuda a sentir esa realidad invisible a los ojos, en tanto que privilegia las relaciones por encima de las entidades individualizadas y separadas. Esa concepción poblada de ritmos, devenires, ecos y resonancias, hermana lo poético con lo místico y con parte de la ciencia actual, muy sensible a estas visiones. Todos apelan a la danza de las formas para comprender esa realidad vibrante, creadora, dinámica e interdependiente. Progresivamente los trabajos de Pedro Ruiz se focalizan en esos mundos, lo hacen manifiesto mediante la aglomeración danzante y vibrante de campos de flores, los cuales por su propia dinámica interna parecen zonas de color abstractas. Esas relaciones desde un principio caracterizaban sus trabajos, pero, con el tiempo, la representación más realista va cediendo paso a formas y colores en trance, justamente animadas por el deseo de penetrar en los ritmos internos de la naturaleza. Love is in the air, Desplazamientos y Oro así lo consignan. En muchas obras de estas series la naturaleza adquiere proporciones desmedidas, son como campos energéticos, espacios vibracionales. Ese amasijo de formas, ese estallido de música y color, posiblemente le permiten establecer afinidades con estéticas como la hindú o la mexicana, ambas muy barrocas, plenas de dinamismo y vitalidad.
Tres elementos recurrentes de esta permanente escenificación del mundo natural son las flores, los árboles y las mariposas. Siguiendo a Mario Satz 1 es factible extraer argumentos para comprender la riqueza metafórica de esos elementos y su presencia en la obra de Pedro Ruiz. Según Satz, la palabra “flor”, para los griegos "antos", significa “lo máximo”, “lo que culmina”; en latín flox es asociable a “llama”, “fuego”, “brillo”, “la luz que corona”. Es fácil extraer las vinculaciones de la flor con el mundo de la luz, y de paso con la elevación espiritual: la flor se eleva por encima de la tierra para buscar la luz y morir en la dicha de su entrega.
También se advierten las relaciones con las iconografías de las vírgenes, no en vano sus mantos suelen llenarse de flores. Es una figura que simboliza la tierra, la “mater”, la madre florida y fecunda, la misma que exaltaban los indígenas para quienes no fue un problema producir una simbiosis entre la madre tierra y dichas iconografías. En sus mantos azules las estrellas son como flores celestes, así como las flores bien podrían poblar los campos de estrellas. La flor, como la mariposa, parece espiritualizar la materia; por ello su afinidad es evidente: así como una flor es una mariposa detenida, esta es el ascenso de una flor, sugiere el propio Satz. En muchas culturas las palabras asociadas al alma se relacionan con el viento y el aire, de allí que el vuelo de las mariposas se vinculara con el ascender del alma. En Grecia, “psique”, es decir el alma, se convierte en mariposa; en los códices precolombinos las mariposas ascienden desde la boca de las muertas, como retornando a su primordial misterio y respondiendo a la llamada de la luz, la misma luz que tienen dibujada en sus alas.
Estas anotaciones nutren de sentido las frecuentes apariciones de flores y mariposas en las obras de Pedro Ruiz. La aparición de ellas, sorprendentes en cantidad y tamaño, alude a un deseo de significar que rebasa el mero juego decorativo. Es bueno recordar una vez más la serie Las alas de la memoria (1998), en ella las alas de las mariposas contienen imágenes y fragmentos de memoria, el recurso metafórico se ve potenciado por el dispositivo de exhibición, asociable a una pieza de museo destinada a conservar la memoria y, por qué no, también asimilable a una redefinición del álbum familiar.
Los árboles también son recurrentes en sus trabajos, las palmeras en particular aparecen constantemente, elevándose vertiginosamente hacia el cielo. Quizás donde se hace más explícita su relación con el hombre es en una obra participante en la muestra Medidas Naturales (2001). Alrededor de una palmera natural dispuso un círculo de sillas que aludían al hombre, el árbol allí deviene metáfora de crecimiento y elevación. Luego sintetizó esas ideas en un objeto, las sillas aladas, las cuales, en un juego de presencia-ausente, se podían relacionar con la pulsión ascendente del hombre. También lo condensó en las sillas con patas exageradamente prolongadas. No está de más recordar la simbólica figura de Jacob quien soñaba con una escalera que ligaba la tierra al cielo y por la cual subían y bajaban ángeles. Una escalera asociable con la imagen del árbol, y, por qué no, también con ese otro árbol que sirve de sostén a la verticalidad humana como es la columna vertebral. Ambos estallando, en las bóvedas del cielo y del cráneo, en flores y frutos luminosos. Mario Satz lo expresa de manera precisa y preciosa: “Marcel Granet cuenta que un famoso monje taoísta llamado Lingyum obtuvo su iluminación contemplando un melocotonero en flor, y que entró en tal estado de éxtasis que, como Jacob ante el almendro angélico, llegó a ver el ascenso y descenso de los diminutos seres de luz que tejían señales de felicidad en los pétalos de las flores”.2
El anhelo de aproximarse a la naturaleza llevó a Pedro Ruiz a encabezar el proyecto Biblioteca Natural (1999), una propuesta de reflexión, discusión y creación con personas de diversas disciplinas, alrededor de ese tema. Sirvió como antecedente para el surgimiento del grupo Nadieøpina, conformado por un equipo de prometedores artistas con quienes desarrolló proyectos, diálogos y acciones acerca del arte contemporáneo. Pese a lo significativo que resultó para él la actividad de este colectivo, por ejemplo para las mencionadas series de Hi 8 y Fotografías, su trabajo no renunció a una relación con la naturaleza desde sus posibilidades artísticas y metafóricas. Fruto de esa obstinación fueron las sillas aladas e incluso el uso de modalidades de observación y exposición de procedencia científica pero no exentas del lenguaje y la seducción de lo artístico. Incluso la serie Oro abiertamente remite a ellas pero invitando a una contemplación estética más detenida. Para Pedro Ruiz las naturalezas no están muertas sino vivas, por ello evita un acercamiento frío y analítico, sus modos de aproximación priorizan la comprensión afectiva, emocional e imaginativa propia del arte y en particular de la pintura. La imaginación, lejos de ser fantasía o evasión de la realidad, es intensificación de la misma, contribuye al vuelo de las formas, afirma lo posible elevándose por encima de lo fijo y lo delimitado. La imaginación es anhelo de realidad.
Love is in the air
Love is in the air (2008) se puede apreciar como un grupo de obras individuales, pero sobre todo es una instalación, una atmósfera global y multisensorial, un espacio ambientado por viejas canciones románticas y por la predominancia del color rojo de la amapola. Ese tono general se contrasta con pinturas, en grises y negros, representando aviones regando glifosato sobre la tierra. El conjunto genera impresiones ambiguas y plenas de connotaciones dispares, las cuales, unidas al tono irónico dominante, sitúan al espectador en una sensación de encantadora extrañeza, en una especie de innombrable atracción.
Love is in the air marca un salto en su proceso creador. Emplea iconografías ya trabajadas pero dispuestas de manera novedosa, resignificadas con la intención de formular un comentario cultural y sociopolítico, antes no tan explícito. Algunas de ellas reaparecieron conjurándose para realizar una singular versión sobre las relaciones entre mundos tan distantes como el amor, las fumigaciones y la naturaleza. Por lo general, sus trabajos articulan cambio y continuidad al unísono, las nuevas propuestas son un viaje con y desde imágenes previas pero encaminadas hacia nuevos puertos de sentido. La imagen no es un objeto cerrado, es un punto de encuentro de tiempos, instancias, pulsiones, pasiones, que se conjuntan en un momento dado. Un presente tejido de pasados diversos.
Como ocurre con las dinámicas de creación artísticas, nunca se retorna a la misma imagen, esta se desplaza y, a su vez, desplaza el significado de las imágenes con las que se relaciona. Lo original se transforma, no cesa de rehacerse en sus trayectos hacia el pasado y hacia el futuro. Y no solamente se trata de contenidos, se trata de idas y venidas de aspectos meramente formales, ya sea el trazo, los ritmos lineales, las tramas y movimientos. Se presenta, entonces, un juego de repetición y diferencia. Las improntas no se borran nunca del todo pero tampoco se dan de manera idéntica, la imagen trenza el tiempo, moviliza momentos distintos, allí reside la inquietante ambigüedad de la obra. Este retorno de lo diferente es frecuente en los trabajos de Pedro Ruiz y se produce con particular intensidad en un montaje como el de Love is in the air. La naturaleza, particularmente expresada en flores y hojas rojas, retorna como mancha, plena de expresividad pasional y dolorosa. Las flores regresan pero estableciendo vínculos insospechados, ya sea con la ropa de camuflaje de soldados, o con canciones y letras de amor. Los aviones, anteriormente presentes en la serie Fotografías, también se actualizan imprimiéndole a la muestra una tensión ya explorada entre fotografía documental y pintura.
La instalación aglutina una serie de sensaciones dispares: dolor, humor, evocaciones amorosas, todo mezclado en un singular maridaje de elementos emocionales y sociales, de aspectos subjetivos y objetivos. Es el imposible verosímil propio de la ficción artística, una condensación de planos de sentido tan lejanos como inesperados, pero sin duda convincentes. Los títulos de las obras hablan de lo amoroso y, sin embargo, y paradójicamente, lo que vemos es la repetida agresión sobre la naturaleza con la acción de los aviones de fumigación. El tono nostálgico de amor perdido se hace extensivo a la pérdida de conexión con la naturaleza. Esta ya no es objeto amoroso, como en el pasado ideal evocado por las canciones, es objeto de conquista y violencia. Su cuerpo yacente y horizontal no recibe un afecto germinador, en su lugar las zonas sombrías del cielo le envían un fuego destructor.
Una vez más hace notar la desaparición del sentimiento de pertenencia hacia la naturaleza; esta no se experimenta afectivamente, por el contrario, plantas y flores resultan amenazantes y se exterminan desde una visión que desconoce sus usos sacros. El consumo de ciertas plantas, anteriormente enmarcado en prácticas rituales ligadas a tiempos y espacios sagrados, hoy se combate como delito o evasión. Algunos las reducen a un consumo rutinario y carente de ese trasfondo, otros a sus ventajas económicas; unos y otros empobrecen su percepción, tanto como aquellos que creen encontrar soluciones en su exterminio mediante fumigaciones. Detrás del ataque a la naturaleza se esconde la pérdida de una concepción en la que la sanidad física y espiritual era sinónimo de armonización e interdependencia con ella, mientras que lo patológico significaba la ruptura de ese equilibrio sacro. Es la distancia entre un sistema cognitivo fundamentado en simpatías y analogías y otro fundamentado en dicotomías y separaciones
Buena parte de la muestra se sintetiza en una imagen categórica: un soldado vestido con ropa de camuflaje, pero de tonos rojos, esa singular indumentaria condensa los distintos y distantes sentidos involucrados en la exposición. Por su tamaño desmesurado, y por su presencia casi que física, preside la instalación; la desacralización de la naturaleza encuentra en esta especie de figura sacerdotal un emblema de esa otra sacralización, la del control y dominio, la de una cultura falocéntrica representada en las armas y en aviones expulsando su líquido destructor sobre el cuerpo femenino de la naturaleza.
Pero también ese rojo emocional y pasional transmuta lo fálico y masculino, como si la misma naturaleza se tomara esa violenta realidad tan dominante en Colombia para ablandarla amorosamente. Así como el militar se camufla de naturaleza, esta se camufla de militar, su propia exuberancia se posa sobre él. Otra imagen expresiva de ese esperanzador llamado, y que de alguna manera extiende la operación realizada con la indumentaria militar, la encontramos en una obra semejante que representa una ametralladora vestida de flores. La naturaleza termina por hacer de las armas una particular escultura, o una no menos singular pintura floral.
Love is in the air se carga de una ironía anteriormente no muy explícita en sus obras, no así en sus cuadernos de apuntes. Con ese tono irónico Pedro Ruiz agrega un ingrediente muy contemporáneo a su trabajo. Con ella asoma lo paradojal y la renuncia a verdades y absolutos. La ironía se libera de todo fundamento y finalidad, no impone, relativiza; no sanciona, sugiere; no es certera, es ambigua; sus signos no son seguros sino flotantes. La ironía sabe ser profunda porque es frágil, amiga de lo trivial. No afirma una verdad, reflexiona sonriendo, sonríe reflexionando.
El dorado desplazado
Déjate llevar hacia ese océano vivificante a través de vastos ríos,
o por arroyos llenos de encantos como los aforismos del dominio gráfico con sus múltiples ramificaciones.
Paul Klee
La serie Oro (2010) es fácilmente asociable a la leyenda de El Dorado, una construcción imaginaria pero en ningún caso disociable de referencias económicas y políticas. El descubrimiento de América no se puede entender al margen de la voluntad colonial europea. Como parte de ese dispositivo de expansión, el europeo inventó al indígena americano como el “otro”, el otro de la razón occidental, el otro sobre quien proyectar sus propios miedos y fantasmas. Así, representado en términos de sus propios estereotipos culturales, terminó por definirlo como un ser primitivo e instintivo, es decir, como lo opuesto a la imagen del hombre civilizado y racional, propio de la modernidad europea.
Esa lógica era necesaria para la empresa colonizadora. Las representaciones de sí mismo y del otro, agenciadas por instituciones, códigos de comportamiento, ideales, deseos, pedagogías, leyes, valores y creencias, eran claramente funcionales a los objetivos de conquista y dominación. Leyendas como la de El Dorado establecían nexos entre representaciones religiosas, culturales y económicas. Apoyada en el color dorado, ligado a lo espiritual, posiblemente la leyenda acercaba la búsqueda del oro a una empresa evangelizadora la cual —a su vez— engranaba con el anhelo del viaje a lo desconocido. A ese propósito también servía el desarrollo de la técnica y la ciencia, tal es el caso del barco como recurso para conquistar el mundo, y del mapa como guía y registro científico. Sin duda, el capitalismo abría otra mirada sobre la naturaleza.
Oro nos entrega otro viaje y otro mapa de estos mundos. En sencillas canoas se desplaza otro oro, el espíritu de una naturaleza fecunda. Sin prisa, el remero, una imagen recurrente en sus obras, traslada muchas imágenes alusivas a la abundancia del mundo natural americano. Es evidente, por un lado, el contraste llamativo entre la sencillez del remero, expresado en la limpieza de las formas que lo representan, y un mundo desbordado y desbordante. Por otra parte, como lo advertíamos en Love is in the air, de nuevo presenciamos la resonancia con imágenes anteriores, en particular con las denominadas naturalezas vivas, que nos entregaban esa fuerza expansiva del mundo natural sobrepasando las macetas que pretendían contenerla y domesticarla. Tanto en ellas como en estas obras se hace imposible contener y formalizar esa fuerza con nuestros esquemas.
El remero es otra figura que aparece constantemente en sus pinturas. Y lo hace siempre de manera llamativa: en ocasiones en medio de un silencio primordial, otras veces como atractor de bancos de flores o de peces que parecen racimos energéticos; en otras ocasiones como portador de mundos plenos de formas y colores. Siempre pintado con su ritmo meditacional, desplazándose serenamente y con completa entrega al instante de contemplación de la naturaleza. El remero del mundo caribeño muchas veces porta una especie de casa pequeña en su canoa, en su representación en Oro ocurre algo similar pero diferente: transporta un mundo de imágenes que terminan por convertirse en símbolo del hogar a lo largo de su desplazamiento. En su deambular por las aguas el remero conforma un mismo campo energético con el paisaje que va recorriendo, basta emprender ese recorrido para sentir que el viajero, el ritmo de la canoa, el remero y la naturaleza entonan la misma melodía.
Así, el doloroso desplazamiento forzado que experimentan muchas personas en este país se hace más esperanzador desde el recuerdo de esa naturaleza viva y vibrante. La verdadera riqueza que se transporta, el verdadero Dorado, es ese universo imaginario y simbólico.