- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Desplazamientos
Desplazamiento n.° 118 | Óleo sobre tela | 150 cm x 100 cm | 2009
Desplazamiento n.° 1 | Óleo sobre tela | 80 cm x 100 cm | 2004
Desplazamiento n.° 121 | Óleo sobre tela | 100 cm x 150 cm | 2009
Desplazamiento n.° 111 | Óleo sobre tela | 110 cm x 150 cm | 2008
Desplazamiento n.° 117 | Óleo sobre tela | 110 cm x 150 cm | 2009
Desplazamiento n.° 127 | Óleo sobre tela | 100 cm x 150 cm | 2010
Desplazamiento n.° 119 | Óleo sobre tela | 100 cm x 150 cm | 2009
Desplazamiento n.° 29 | Óleo sobre tela | 150 cm x 60 cm | 2004
Desplazamiento n.° 30 | Óleo sobre tela | 150 cm x 60 cm | 2004
Desplazamiento n.° 133 | Óleo sobre tela | 100 cm x 170 cm | 2010
Desplazamiento n.° 122 | Óleo sobre lienzo | 100 cm x 150 cm | 2009
Desplazamiento n.° 67 | 25 cm x 51 cm | Óleo sobre tela | 2005
Texto de: William Ospina
Lo más importante para nosotros debería ser que esto no está sucediendo por primera vez. Una historia que se repite y se repite necesita una explicación, y casi se diría que necesita un conjuro. ¿Qué relación podemos establecer entre el éxodo y el lenguaje? Tal vez que el éxodo arrebata y el lenguaje conserva. Todo lo que se pierde queda escrito en el alma. Y sin duda, cuanto más dolorosamente se perdió, y cuanto más querido era lo perdido, tanto más arraiga en la memoria su huella. Porque nadie abandona con gusto lo que ama. Y la memoria es entonces ese paraje, esa región que no puede sernos arrebatada. Tal vez esto nos ayude a pensar por qué Colombia, obligada desde el comienzo a adherir a unas ideas de progreso que siempre suponen destierro, que siempre imponen desarraigo, parece negarse más que otros pueblos a creer ciegamente en la felicidad que nos propone la modernidad. La resistencia de Colombia a adherir a las modas de la época de una manera irrestricta no nace tanto de un esfuerzo racional, no es un ejercicio intelectual. Es fruto de un dolor, es casi una reacción física. ¿Por qué tendríamos que idolatrar un modelo que nunca ha procurado seducirnos, que siempre ha procurado imponerse por la vía de la violencia y el despojo? En general, América Latina representa a los ojos alarmados de ciertas almas ávidas de modernidad una tierra incapaz de lanzarse con decisión hacia lo que suele llamarse el progreso; una cultura desordenada que vacila en entregarse a la pasión transformadora con el ímpetu y la eficiencia de los Estados Unidos o de Europa. Pero el que quiere entender debe ver en todo esto hechos significativos y no errores desesperantes. Y aquí sería preciso hablar de la ciudad. La ciudad creció sobre nuestros campos más como una orden que como un orden, nació como un ideal impuesto por la lógica de las invasiones. Los pueblos nativos de estas regiones ecuatoriales no fundaron su idea de la cultura y la sociedad en un orden urbano excluyente de la naturaleza. Ni siquiera el Cuzco ni Tenochtitlán fueron construidas aquí. Porque una ciudad es una respuesta, y la ciudad de tipo europeo es la respuesta a una naturaleza hostil. Recuerdo ahora que una de las más frecuentes fantasías de la conquista de América, y de los siglos coloniales, una persistente leyenda que floreció tanto en Europa como en la propia América, fue la tesis de que estas tierras americanas eran hostiles a la vida. Bouffon y Hegel sostenían que en América la vida animal era contrahecha y deforme, y que aquí hasta las propias especies europeas degeneraban. Tuvo que venir Humbolt a comienzos del siglo xix a burlarse de la ignorancia doctoral de Hegel y de sus prejuicios eurocéntricos. Tuvo que decirle que viniera a comprobar por sí mismo la debilidad y la pequeñez de los enormes caimanes del Magdalena. Y también fue Humbolt quien sostuvo que la leyenda de que estas tierras eran inhóspitas por su abundancia de insectos y serpientes era insostenible. No habrían podido sobrevivir tan vastas comunidades como las que pueblan las regiones equinocciales, dijo, si la naturaleza fuera tan hostil como se piensa. No habrían habitado la selva amazónica más de siete millones de personas antes de la llegada de los europeos. Pero nosotros podemos ir más lejos. No es aquí donde la naturaleza es hostil a la vida. Hay que afirmar con claridad lo contrario: más bien es Europa el continente hostil a la vida, y también por supuesto Norteamérica. Es allí donde el sol asoma solo unos pocos meses, a veces unos pocos días del año, y en cambio el resto del tiempo sobre esas tierras avanza un frío implacable que adormece el paisaje y aflige el cuerpo y hace triste al espíritu. Es allá donde es preciso construir ciudades para capturar el calor y el frío e impedir que escapen. Si alguien en Europa decidiera vivir todo el año al aire libre, con balcones abiertos a los montes y a las llanuras, seguramente moriría. En cambio, ¿quién no ha experimentado en nuestra tierra la felicidad singular de pasar la noche en una hamaca junto a los bosques y las estrellas? ¿Quién ignora que en muchas regiones de estas tierras equinocciales es posible vivir todo el año sin tener que protegerse del aire y del cielo? La verdad es que esta tierra no nos hace cautelosos, no nos hace previsivos y, sobre todo, no nos hace acumuladores. Quien puede pescar todo el año, quien puede colgar una hamaca en cualquier parte, quien ve los árboles siempre cubiertos de follajes y de frutos no desarrolla ese instinto acumulador que volvió a los europeos tan metódicos, tan disciplinados, tan industriosos, y tan enemigos de la naturaleza, tan empeñados en dominarla. De algún modo podría afirmarse que aquí no es necesario dominar a la naturaleza, que aquí basta con comprenderla. Siempre me llamó la atención que los viajeros de Europa, que descubrieron para Europa el Amazonas, a mediados del siglo xvi, tuvieran que ir por esos húmedos calores acorazados con sus armaduras, forrados en cosas que los protegieran de todos los peligros que vivían y que imaginaban, de las flechas, de las serpientes, de los insectos. Todo ello contribuyó a formar en ellos, y en nosotros, sus descendientes, la idea de que la selva era un infierno. Pero podemos ver a los Nukak-makú avanzando desnudos por la selva, sobreviviendo desnudos en la selva, desplazándose sabiamente por ese territorio, en una polis nómada llena de memoria, de destreza y ternura. Allí asoma una asombrosa contradicción, un asombroso choque entre dos miradas sobre el mundo, entre dos versiones del mundo. Pero ese choque que vemos ahí en su forma extrema (de un lado Lope de Aguirre, acorazado, enloquecido, tratando de dominar una selva que obedece leyes muy distintas y distantes del organismo europeo, y del otro el pueblo Nukak-makú, que vive la selva como un hogar y una patria), lo podemos deducir por todas partes en esa cruzada feroz que se llamó la Conquista de América.
Parece que estuviera hablando de explicaciones arcaicas, que estuviera tratando de explicar el presente por cosas que ocurrieron hace cinco siglos. Pero es que la lógica de la Conquista de América sigue viva en los avances de todos los ejércitos que amenazan y arrojan a los pueblos al éxodo forzoso. Lo arcaico no es la explicación, es el problema. El cuadro colombiano es inquietante porque la historia se repite sin fin, calcando el esquema del comienzo. En cada territorio una comunidad llena de sabidurías sobre el suelo, sobre los árboles, sobre los climas, sobre la fauna. De mitos sobre las águilas y las garzas en la sierra de Santa Marta, de mitos que se inscriben y se pintan con achiote y nogal sobre los cuerpos en las selvas lluviosas del Chocó, de mitos sobre las enfermedades, sobre los peces, sobre los árboles, en las llanuras del Vichada, de mitos sobre el árbol de los frutos, sobre la anaconda celeste, sobre la picadura del mosquito que es también el acto sexual y que es también el saber cósmico de los chamanes en las selvas del Vaupés y del Amazonas. En cada territorio una lengua, una memoria, una idea de la polis, una sabiduría nacida de la observación y de la experiencia. Y de pronto llegan la hordas que no quieren aprender nada, que solo quieren civilizar. Y es trágico ver ese verbo ilustre, civilizar, convertido en sinónimo de arrasar bosques, envilecer las aguas, destruir las comunidades, borrar los viejos vínculos con el territorio, despreciar los conocimientos y sembrar sobre el mundo así saqueado los cimientos de las civilizaciones remotas, nacidas de otros suelos, de otros climas, de otros árboles, de otros dioses. No es extraño que por mucho que lo intenten, esos modelos no prosperen. Casi siempre están hechos contra la tierra y en contra del agua, contra las nieblas y contra los bosques, contra los lazos del amor y contra las lógicas del clima. Y lo que surgen son ciudades que enmarañan de otra lógica, de otros miedos y de otros sueños. A veces me pregunto por qué en tierras tan propicias para la vida logramos hacer que los campos se volvieran hostiles, no porque lo sea su naturaleza ni su clima, sino porque los invade el miedo, los avasalla el terror, porque los tiraniza la muerte. La ciudad así fundada no seduce, no cautiva la imaginación, está siempre procurando ser algo que no alcanza a ser, siempre desgarrada por una imposibilidad y por una locura. No alcanza la belleza y la armonía que logró a veces el orden urbano en regiones del mundo donde el orden era profundamente necesario. No logra tampoco ser un ámbito de comunicación y de alianza, porque en su raíz no hay una comunidad unida por la memoria, ni por la conciencia de un origen común. La ciudad, repito, no se nos ofrece como un orden sino como una orden. Y para lograr que las gentes adhieran a ella, no se esgrimen sus armonías seductoras y sus símbolos fascinantes, sino el terror. Así crecieron estas ciudades nuestras, no alimentadas por un proyecto civilizador y por un sueño fraterno, sino avivadas por un incendio, convertidas en el precario refugio contra unas hordas empeñadas en hacer de los campos un reino de opulencia para el cual la gente, desde el comienzo, era un estorbo. Pero ese reino de opulencia no llega nunca, porque no es un proyecto verosímil, porque no nace del conocimiento ni de la clarividencia sino de la ambición y la brutalidad. Y esas tierras equinocciales requieren sutileza, requieren pensamiento, requieren dioses menos hegemónicos, requieren una reverencia profunda por la diversidad, porque, como dijo el poeta, aquí “el verde es de todos los colores”. Estamos en la franja solar del planeta, donde la vida es perenne pero es frágil. Donde todo necesita de todo. Aquí no podemos uniformar ni al paisaje ni a los seres humanos. Aquí cada matiz es vital. Para destruir pueden bastar la fuerza, la violencia y la profanación, pero para construir se necesitan diversidad, inspiración, pensamiento y fuerza creadora. Para la fuerza de la destrucción, todos esos seres a los que se desplaza, a los que se expulsa, son idénticos, son obstáculos a los que no hay que escuchar, a los que más bien hay que acallar. Pero para el futuro creador que merecemos y que conquistaremos, cada uno de ellos es distinto y es único. Cada uno sabe algo vital para que la tierra renazca.Entonces, el lenguaje se convierte en el principal instrumento para hacer resurgir el humus fecundo que está en la tierra, pero que está también en la memoria. Y casi entendemos, porque en Colombia no es que se haya urbanizado el campo sino que se ruralizó la ciudad. Pero es que también a la ciudad hay que inventarla, como lo quería Rimbaud del amor. Y que no sea ya una ciudad enfrentada al campo, ni ajena al campo, ni que parasite del campo, sino un diálogo entre las construcciones humanas y los misterios de la naturaleza. Y el vasto bosque equinoccial requerirá que sus habitantes no vivan en el desconocimiento del mundo, ni en el aislamiento que hoy los desampara. Tenemos el deber de descubrir cuál es el orden que puede salvar a estas selvas, a esta agua, a estas nieblas, y cómo podemos aliar nuestra vocación urbana con este recuerdo de un reino mágico perdido. Más deseado cuanto más prohibido. Porque es evidente que lo que estamos viviendo no es un accidente sino una obsesión. Por eso dije al comienzo que lo más importante para nosotros debería ser que esto no está ocurriendo por primera vez. Que una historia que se repite y se repite, desde los tiempos de la Conquista, necesita una explicación, y casi se diría necesita un conjuro. ¿Qué relación podemos establecer entre el éxodo y el lenguaje? Lo que el éxodo arrebata, el lenguaje lo conserva. Así decía Aurelio Arturo: “Trajimos sin pensarlo en el habla los valles”. Lo que se pierde queda escrito en el alma. Cuanto más dolorosamente se perdió, cuanto más querido era lo perdido, tanto más arraiga en la memoria. Porque nadie abandona con gusto lo que ama. Y la memoria, como el amor, es aquello que no puede sernos arrebatado, es la voz que nos recuerda cada día todo lo que tenemos que recuperar.
#AmorPorColombia
Desplazamientos
Desplazamiento n.° 118 | Óleo sobre tela | 150 cm x 100 cm | 2009
Desplazamiento n.° 1 | Óleo sobre tela | 80 cm x 100 cm | 2004
Desplazamiento n.° 121 | Óleo sobre tela | 100 cm x 150 cm | 2009
Desplazamiento n.° 111 | Óleo sobre tela | 110 cm x 150 cm | 2008
Desplazamiento n.° 117 | Óleo sobre tela | 110 cm x 150 cm | 2009
Desplazamiento n.° 127 | Óleo sobre tela | 100 cm x 150 cm | 2010
Desplazamiento n.° 119 | Óleo sobre tela | 100 cm x 150 cm | 2009
Desplazamiento n.° 29 | Óleo sobre tela | 150 cm x 60 cm | 2004
Desplazamiento n.° 30 | Óleo sobre tela | 150 cm x 60 cm | 2004
Desplazamiento n.° 133 | Óleo sobre tela | 100 cm x 170 cm | 2010
Desplazamiento n.° 122 | Óleo sobre lienzo | 100 cm x 150 cm | 2009
Desplazamiento n.° 67 | 25 cm x 51 cm | Óleo sobre tela | 2005
Texto de: William Ospina
Lo más importante para nosotros debería ser que esto no está sucediendo por primera vez. Una historia que se repite y se repite necesita una explicación, y casi se diría que necesita un conjuro. ¿Qué relación podemos establecer entre el éxodo y el lenguaje? Tal vez que el éxodo arrebata y el lenguaje conserva. Todo lo que se pierde queda escrito en el alma. Y sin duda, cuanto más dolorosamente se perdió, y cuanto más querido era lo perdido, tanto más arraiga en la memoria su huella. Porque nadie abandona con gusto lo que ama. Y la memoria es entonces ese paraje, esa región que no puede sernos arrebatada. Tal vez esto nos ayude a pensar por qué Colombia, obligada desde el comienzo a adherir a unas ideas de progreso que siempre suponen destierro, que siempre imponen desarraigo, parece negarse más que otros pueblos a creer ciegamente en la felicidad que nos propone la modernidad. La resistencia de Colombia a adherir a las modas de la época de una manera irrestricta no nace tanto de un esfuerzo racional, no es un ejercicio intelectual. Es fruto de un dolor, es casi una reacción física. ¿Por qué tendríamos que idolatrar un modelo que nunca ha procurado seducirnos, que siempre ha procurado imponerse por la vía de la violencia y el despojo? En general, América Latina representa a los ojos alarmados de ciertas almas ávidas de modernidad una tierra incapaz de lanzarse con decisión hacia lo que suele llamarse el progreso; una cultura desordenada que vacila en entregarse a la pasión transformadora con el ímpetu y la eficiencia de los Estados Unidos o de Europa. Pero el que quiere entender debe ver en todo esto hechos significativos y no errores desesperantes. Y aquí sería preciso hablar de la ciudad. La ciudad creció sobre nuestros campos más como una orden que como un orden, nació como un ideal impuesto por la lógica de las invasiones. Los pueblos nativos de estas regiones ecuatoriales no fundaron su idea de la cultura y la sociedad en un orden urbano excluyente de la naturaleza. Ni siquiera el Cuzco ni Tenochtitlán fueron construidas aquí. Porque una ciudad es una respuesta, y la ciudad de tipo europeo es la respuesta a una naturaleza hostil. Recuerdo ahora que una de las más frecuentes fantasías de la conquista de América, y de los siglos coloniales, una persistente leyenda que floreció tanto en Europa como en la propia América, fue la tesis de que estas tierras americanas eran hostiles a la vida. Bouffon y Hegel sostenían que en América la vida animal era contrahecha y deforme, y que aquí hasta las propias especies europeas degeneraban. Tuvo que venir Humbolt a comienzos del siglo xix a burlarse de la ignorancia doctoral de Hegel y de sus prejuicios eurocéntricos. Tuvo que decirle que viniera a comprobar por sí mismo la debilidad y la pequeñez de los enormes caimanes del Magdalena. Y también fue Humbolt quien sostuvo que la leyenda de que estas tierras eran inhóspitas por su abundancia de insectos y serpientes era insostenible. No habrían podido sobrevivir tan vastas comunidades como las que pueblan las regiones equinocciales, dijo, si la naturaleza fuera tan hostil como se piensa. No habrían habitado la selva amazónica más de siete millones de personas antes de la llegada de los europeos. Pero nosotros podemos ir más lejos. No es aquí donde la naturaleza es hostil a la vida. Hay que afirmar con claridad lo contrario: más bien es Europa el continente hostil a la vida, y también por supuesto Norteamérica. Es allí donde el sol asoma solo unos pocos meses, a veces unos pocos días del año, y en cambio el resto del tiempo sobre esas tierras avanza un frío implacable que adormece el paisaje y aflige el cuerpo y hace triste al espíritu. Es allá donde es preciso construir ciudades para capturar el calor y el frío e impedir que escapen. Si alguien en Europa decidiera vivir todo el año al aire libre, con balcones abiertos a los montes y a las llanuras, seguramente moriría. En cambio, ¿quién no ha experimentado en nuestra tierra la felicidad singular de pasar la noche en una hamaca junto a los bosques y las estrellas? ¿Quién ignora que en muchas regiones de estas tierras equinocciales es posible vivir todo el año sin tener que protegerse del aire y del cielo? La verdad es que esta tierra no nos hace cautelosos, no nos hace previsivos y, sobre todo, no nos hace acumuladores. Quien puede pescar todo el año, quien puede colgar una hamaca en cualquier parte, quien ve los árboles siempre cubiertos de follajes y de frutos no desarrolla ese instinto acumulador que volvió a los europeos tan metódicos, tan disciplinados, tan industriosos, y tan enemigos de la naturaleza, tan empeñados en dominarla. De algún modo podría afirmarse que aquí no es necesario dominar a la naturaleza, que aquí basta con comprenderla. Siempre me llamó la atención que los viajeros de Europa, que descubrieron para Europa el Amazonas, a mediados del siglo xvi, tuvieran que ir por esos húmedos calores acorazados con sus armaduras, forrados en cosas que los protegieran de todos los peligros que vivían y que imaginaban, de las flechas, de las serpientes, de los insectos. Todo ello contribuyó a formar en ellos, y en nosotros, sus descendientes, la idea de que la selva era un infierno. Pero podemos ver a los Nukak-makú avanzando desnudos por la selva, sobreviviendo desnudos en la selva, desplazándose sabiamente por ese territorio, en una polis nómada llena de memoria, de destreza y ternura. Allí asoma una asombrosa contradicción, un asombroso choque entre dos miradas sobre el mundo, entre dos versiones del mundo. Pero ese choque que vemos ahí en su forma extrema (de un lado Lope de Aguirre, acorazado, enloquecido, tratando de dominar una selva que obedece leyes muy distintas y distantes del organismo europeo, y del otro el pueblo Nukak-makú, que vive la selva como un hogar y una patria), lo podemos deducir por todas partes en esa cruzada feroz que se llamó la Conquista de América.
Parece que estuviera hablando de explicaciones arcaicas, que estuviera tratando de explicar el presente por cosas que ocurrieron hace cinco siglos. Pero es que la lógica de la Conquista de América sigue viva en los avances de todos los ejércitos que amenazan y arrojan a los pueblos al éxodo forzoso. Lo arcaico no es la explicación, es el problema. El cuadro colombiano es inquietante porque la historia se repite sin fin, calcando el esquema del comienzo. En cada territorio una comunidad llena de sabidurías sobre el suelo, sobre los árboles, sobre los climas, sobre la fauna. De mitos sobre las águilas y las garzas en la sierra de Santa Marta, de mitos que se inscriben y se pintan con achiote y nogal sobre los cuerpos en las selvas lluviosas del Chocó, de mitos sobre las enfermedades, sobre los peces, sobre los árboles, en las llanuras del Vichada, de mitos sobre el árbol de los frutos, sobre la anaconda celeste, sobre la picadura del mosquito que es también el acto sexual y que es también el saber cósmico de los chamanes en las selvas del Vaupés y del Amazonas. En cada territorio una lengua, una memoria, una idea de la polis, una sabiduría nacida de la observación y de la experiencia. Y de pronto llegan la hordas que no quieren aprender nada, que solo quieren civilizar. Y es trágico ver ese verbo ilustre, civilizar, convertido en sinónimo de arrasar bosques, envilecer las aguas, destruir las comunidades, borrar los viejos vínculos con el territorio, despreciar los conocimientos y sembrar sobre el mundo así saqueado los cimientos de las civilizaciones remotas, nacidas de otros suelos, de otros climas, de otros árboles, de otros dioses. No es extraño que por mucho que lo intenten, esos modelos no prosperen. Casi siempre están hechos contra la tierra y en contra del agua, contra las nieblas y contra los bosques, contra los lazos del amor y contra las lógicas del clima. Y lo que surgen son ciudades que enmarañan de otra lógica, de otros miedos y de otros sueños. A veces me pregunto por qué en tierras tan propicias para la vida logramos hacer que los campos se volvieran hostiles, no porque lo sea su naturaleza ni su clima, sino porque los invade el miedo, los avasalla el terror, porque los tiraniza la muerte. La ciudad así fundada no seduce, no cautiva la imaginación, está siempre procurando ser algo que no alcanza a ser, siempre desgarrada por una imposibilidad y por una locura. No alcanza la belleza y la armonía que logró a veces el orden urbano en regiones del mundo donde el orden era profundamente necesario. No logra tampoco ser un ámbito de comunicación y de alianza, porque en su raíz no hay una comunidad unida por la memoria, ni por la conciencia de un origen común. La ciudad, repito, no se nos ofrece como un orden sino como una orden. Y para lograr que las gentes adhieran a ella, no se esgrimen sus armonías seductoras y sus símbolos fascinantes, sino el terror. Así crecieron estas ciudades nuestras, no alimentadas por un proyecto civilizador y por un sueño fraterno, sino avivadas por un incendio, convertidas en el precario refugio contra unas hordas empeñadas en hacer de los campos un reino de opulencia para el cual la gente, desde el comienzo, era un estorbo. Pero ese reino de opulencia no llega nunca, porque no es un proyecto verosímil, porque no nace del conocimiento ni de la clarividencia sino de la ambición y la brutalidad. Y esas tierras equinocciales requieren sutileza, requieren pensamiento, requieren dioses menos hegemónicos, requieren una reverencia profunda por la diversidad, porque, como dijo el poeta, aquí “el verde es de todos los colores”. Estamos en la franja solar del planeta, donde la vida es perenne pero es frágil. Donde todo necesita de todo. Aquí no podemos uniformar ni al paisaje ni a los seres humanos. Aquí cada matiz es vital. Para destruir pueden bastar la fuerza, la violencia y la profanación, pero para construir se necesitan diversidad, inspiración, pensamiento y fuerza creadora. Para la fuerza de la destrucción, todos esos seres a los que se desplaza, a los que se expulsa, son idénticos, son obstáculos a los que no hay que escuchar, a los que más bien hay que acallar. Pero para el futuro creador que merecemos y que conquistaremos, cada uno de ellos es distinto y es único. Cada uno sabe algo vital para que la tierra renazca.Entonces, el lenguaje se convierte en el principal instrumento para hacer resurgir el humus fecundo que está en la tierra, pero que está también en la memoria. Y casi entendemos, porque en Colombia no es que se haya urbanizado el campo sino que se ruralizó la ciudad. Pero es que también a la ciudad hay que inventarla, como lo quería Rimbaud del amor. Y que no sea ya una ciudad enfrentada al campo, ni ajena al campo, ni que parasite del campo, sino un diálogo entre las construcciones humanas y los misterios de la naturaleza. Y el vasto bosque equinoccial requerirá que sus habitantes no vivan en el desconocimiento del mundo, ni en el aislamiento que hoy los desampara. Tenemos el deber de descubrir cuál es el orden que puede salvar a estas selvas, a esta agua, a estas nieblas, y cómo podemos aliar nuestra vocación urbana con este recuerdo de un reino mágico perdido. Más deseado cuanto más prohibido. Porque es evidente que lo que estamos viviendo no es un accidente sino una obsesión. Por eso dije al comienzo que lo más importante para nosotros debería ser que esto no está ocurriendo por primera vez. Que una historia que se repite y se repite, desde los tiempos de la Conquista, necesita una explicación, y casi se diría necesita un conjuro. ¿Qué relación podemos establecer entre el éxodo y el lenguaje? Lo que el éxodo arrebata, el lenguaje lo conserva. Así decía Aurelio Arturo: “Trajimos sin pensarlo en el habla los valles”. Lo que se pierde queda escrito en el alma. Cuanto más dolorosamente se perdió, cuanto más querido era lo perdido, tanto más arraiga en la memoria. Porque nadie abandona con gusto lo que ama. Y la memoria, como el amor, es aquello que no puede sernos arrebatado, es la voz que nos recuerda cada día todo lo que tenemos que recuperar.