- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Pedro Nel Gómez pintor y poeta de su pueblo
El maestro (Autorretrato). Acuarela. 1960
Texto de Carlos Jiménez Gómez
Los mundos del espíritu no se excluyen necesariamente, sino que sus manifestaciones recíprocamente se complementan. El cultivo de las aversiones sistemáticas en el mundo del arte y de la cultura no da otro fruto que cegar la sensibilidad y la inteligencia a alguna luz, no importa de dónde provenga, y privar al espectador del goce, tal vez muy hondo, que obras y realizaciones innovadoras habrían de depararnos desde algunos ángulos de creación que no son nuestros preferidos, si supiéramos lavar nuestra mirada de los prejuicios que la obnubilan. Es necesario salir al encuentro de la obra de arte en la escala de valores que le es propia y que la ha engendrado, en el mismo campo en que ha sido soñada trabajada, en el calor de los elementos que la constituyen. Piénsese lo que se quiera de la pintura figurativa, debe aceptarse que para gustarla y comprenderla hay que desentrañar el proceso de sus orígenes, remontar su historia hasta sus raíces, esforzarse en entender las íntimas razones en gracia de las cuales cuadros y escuelas, a través de los años, han ido gestando una concepción que para ser lo que es tiene motivos muy profundos.
Fatigada de su culto milenario a la realidad y de su imitación uniforme, la pintura se lanza desde fines del siglo XIX a una empresa de absoluta voluntad creadora, de invención original y nueva, de rebeldía contra todas las formas de una tradición de la que progresivamente se va desligando más todos los días. Ya no la realidad visible sino como punto de partida y materia prima de la invención; ahora se tratará de la búsqueda de las formas que la realidad esconde, del hallazgo de las posibilidades innumerables cuya manifestación cegó la forma existente, pero cuya creación y recomposición ofrecen un campo ilimitado a la imaginación completamente libre. Una sensibilidad insatisfecha se niega a reposar contemplativamente en medio de las cosas, destruye el orden que les pertenece y las utiliza para crear con sus fragmentos un mundo, el mundo para sí. El mundo del arte cede su sitio al propio de cada artista.
Detrás de estas libertades hay mucho, una filosofía sin sistema, en cuyos laberintos diariamente se extravía el inerme espectador que, neófito en sus doctrinas, habita inocente y feliz en medio de lo que lo rodea, y que no acierta a justificar un cambio cuya necesidad, nacida en las evoluciones de la más refinada cultura, nunca había antes sentido. Por este camino el arte estrechó sin proponérselo el círculo, antes mayoritario, de sus devotos. ¿A dónde irá a parar este afán cada vez más osado y original? ¿A dónde esta sucesión de mundos, interminable y de personalísimo albedrío? Cualquiera que fuere la respuesta, hasta de sus resultados más positivos tendrán que seguir ayunos los incapaces de esta aguda comprensión y quienes persistan inflexiblemente en la admiración exclusiva de lo ya consagrado. Un cuadro es una integración de elementos y valores diversos cuya realización ideal hace la armonía de la obra perfecta. Cada época trabaja los que mejor captan su interés; y la historia de la pintura es la sucesión de una apasionada vocación en que, de entre dichos elementos, unos y otros se sustituyen, saltando desde el fondo hasta el primer plano de la contemplación.
La más profunda revolución en el arte de nuestro tiempo se inicia con la aparición, en la década de 1870 a 1880, del impresionismo, esbozado ya en las obras de los grandes maestros venecianos del siglo XV. Es la primera la de la luz, donde los cuerpos flotan y se desdibujan. Viene luego el expresionismo a desgarrar las formas para hacerlas capaces de significar todo el sentido del espíritu creador. Y el cubismo descompone los objetos reales y rehace, abstrayéndola de entre sus vestigios, una nueva visión, ,enteramente constructiva, de la realidad. En las obras propiamente no figurativas, el ímpetu creativo se libera de toda referencia al mundo real; la obra de arte se convierte en un mundo aparte, cerrado, hijo solamente de la imaginación creadora, en una libertad sin modelos preestablecidos. Dibujo y composición, luz y color, equilibrio y armonía, masas y espacios, formas y volúmenes, dimensionalidad, elementos estructurales y pictóricos, constituyen valores técnicos específicos destinados primordialmente a la apreciación de los sentidos.
De esta manera el arte pictórico ha ido internándose en la pesquisa de su propio ser, de sus componentes más íntimos y de sus últimos repliegues constitutivos. Es ésta una exploración de todos sus elementos y posibilidades técnicas, emprendida con un furioso rigor, armado de la razón. La pintura que descompone el mundo para volver a fabricarlo y que construye uno sin relación con el existente, es, a la par que consonancia con el desarrollo de las ciencias, también una proyección de la crisis del espíritu occidental, en donde la razón ha ido desarticulando todas las concepciones, puesto en tela de juicio todos los principios y desmentido alternativamente todos los esquemas, desgarrando también la unidad de la obra de arte; un arte que no puede escaparle porque está, como nosotros -impedidos para rechazarlo?, inserto también en el mismo proceso de la historia y de la cultura. Este arte se ha ido retirando hacia el mundo de la forma sensible, su dúctil medio de expresión, desdeñan do todo lo demás. A medida que quema los vestigios de su pasado, enmudece para el simple espectador, si éste carece de un adiestramiento que lo ponga en comunicación con todos aquellos secretos gracias a los cuales ha sido producido y que lo introduzca en la significación de un lenguaje cifrado a menudo inescrutable.
Si dos colores hacen un contraste feliz o hay en el cuadro un tratamiento afortunado de la perspectiva, de rigor matemático, o la composición es de perfección verdaderamente geométrica, ello puede producir un placer estético. Pero no lo es todo, salvo para los fríos especialistas. Estos se van quedando todos los días más solitarios en la alabanza de los valores específicos de la pintura cuando a ella todo lo reducen, como pintura sólo para pintores, olvidando que de todo medio expresivo, apenas natural es esperar una voluntad de lenguaje y una intención de comunicación. El encasillamiento en una faena de taller puramente experimental, en que el artista medita a profundidad acerca de sus medios, tiene toda una lógica histórica, produce también obras de extraordinario interés, pero rompe el fenómeno principal en que el arte encarna como producto de cultura: su esencia de relación, el ser naturalmente ámbito de participación de los milagros de la sensibilidad y de la belleza. Cuando los artistas se quieren quedar ellos solos con el arte y sus críticos engolosinados, encerrarse con su obra en un mundo en el que no pueda ser contemplada ni entendida, el arte ha escapado a su centro de gravitación. Y ello no puede ocurrir indefinidamente. Luego de ahondar en la sabiduría de las particularidades a que se había enajenado, su destino es regresar al reino de la comunicación humana, que es donde se asientan los valores definitivos y perdurables. No se trata de una anhelada reincorporación a etapas superadas ya en un cuerpo de síntesis siempre más ricas y progresivas, sino de su nueva vinculación, a través de formas cada vez más perfectas, a valores más absolutos y extensos, más satisfactorios para la plenitud de la conciencia humana. Sólo una crítica mediocre puede omitir el enlace de la obra de arte con otros valores que los de su técnica peculiar.
En su investigación implacable, el pintor se sumerge en el reino de lo sensible hasta realizar una verdadera odisea entre el mundo de las cosas, para mirarlas por dentro, asir sus imperceptibles reconditeces y desplegarlas luego a nuestros ojos desconcertados. Ya no reconocemos nuestro universo en ese botín, a veces maravilloso, ganado tras las fronteras de los fenómenos. Es ya la pintura en trance de absolver delante de nosotros sus problemas intelectuales, toda la suma de los interrogantes que se había formulado. Pero si la pintura nos demanda por sus limitaciones, nosotros nos preguntamos ante los cuadros por lo que tenga que ver con sus difíciles conquistas cuanto querían entregarnos nuestros sentidos; frías hazañas del análisis, llevado a velados territorios en hombros de una libertad creadora sin concesiones, hasta la tiranía de la inapariencia.
En la intimidad de la estancia, el cuadro así inventado es un monumento de deleites que vive su absoluto reposo. Allí espera, porque es al espectador a quien corresponde emprender intencionadamente su marcha hacia el ámbito que lo envuelve. En el salón donde su inmovilidad irradia, el contemplador voluntariamente lo incorpora a su biografía y se trenza con él en el diálogo para el cual ha salido a buscarlo. Es una permutación de albedríos y decisiones individuales; el artista ha creado a capricho, el espectador lo escoge porque en sus honduras así le place. El caballete crea para quien quiera mirar lo que se traza sobre su dorso; es, por eso, el laboratorio natural de todas las ocurrencias de todas las ingeniosidades. En su área diminuta, la conciencia solitaria y la sensibilidad introvertida y ensimismada graban el periplo de sus aventuras más extravagantes y originales.
No así la pintura monumental, echada como red al paso de todo el mundo y creada para eso, con la intención de envolver todo lo que lo rodea en la magia de su deslumbrante belleza. No hay el espectador sino el transeúnte; ni la pasividad de la tela admirada pero siempre a la espera, sino la empresa activa de captar y retener su interés. No es la cámara apartada y silenciosa sino la varonil intrusión en medio del bullicio. No el marco sino la arquitectura. No se la guarda en el museo a que llega quien así lo quiere, sino que se la expone a la luz pública y en sitio concurrido, en forma tal que al menos apasionado su encuentro le resulte inevitable. Para ver un lienzo se ha hecho previamente una tregua en la obsesión de negocios y asuntos; el mural se mira en el tráfago de las ocupaciones, mientras se va o se viene, se ora o se trabaja; está hecho para una comunión del arte con el hilo revuelto de nuestras emociones y con el transcurso llano de nuestras vidas; supone un diálogo indeliberado del arte con sus contemporáneos. El mural sin preguntas y respuestas de sus conciudadanos semeja un desterrado, y sólo por esa circunstancia se ve forzado a retornar a la calidad de pintura de caballete, creada para el recinto misterioso del museo. Requiere, por eso, un lenguaje más elaborado y universal.
Detenerse a la vera del óleo o la acuarela es ya tomar conciencia de que existe un valor llamado el arte. El mural está destinado a la mirada de muchos que nunca han visto un cuadro, tal vez sí apenas una lámina en serie. El estilo de caballete y todas sus licencias aparecen como extraviados en una pintura mural cuyos medios de expresión están más condicionados. Esta afirmación tendrá que ser menos rotunda si se invierte el planteamiento. Y un mural en recinto privado es un monumento que vive la vida de un cuadro, una vida que no le pertenece, a cambio de la negación de la que le es propia. Está ahí descentrado, como lo estaría un cuadro permanentemente expuesto en la avenida o en el parque. Como ciertos murales hechos con la mentalidad de la más arbitraria pintura de nuestro tiempo, típica de planteamientos y problemas cuyo natural teatro es el laboratorio de los artistas libres en riña completa con el pasado. El cuadro puede ser ensayo y exploración; el mural es, premeditadamente, un llamado a la generalidad de los fieles, de los ciudadanos. Son dos categorías aparte, a cada una de las cuales corresponde una atmósfera que le dicta sus libertades y limitaciones. El mural reclama para sí la energía, el movimiento, algo más que la simple dinámica de los sentidos, y, puesto que intenta reproducir todo el contexto de lo real y verdadero, llama a nuestra contemplación, como el espectáculo a la del espectador que desde una colina mira reconstruir una batalla.
No son obra del inseguro azar las grandes líneas de la tradición pictórica monumental a través de las diversas épocas de la historia. Ni sus características entrañan una mera constante o dato histórico, sino la proyección de los presupuestos de un arte que hunde sus raíces más profundas en lo colectivo, de donde extrae toda la fuerza y la savia de que se alimenta, y que a lo colectivo devuelve todo el cromatismo de su follaje. En medio de sus transparencias , el caminante adivina los pensamientos y obsesiones que lo rodean, la conciencia de su contorno y el espíritu de su tiempo. Es en la pintura mural donde la condición del artista está más de relieve ligada a su medio y a la conciencia de su época; es allí menos posible al artista vivir una existencia humana y socialmente descentrada. Allí importa, más que en ningún otro aspecto, comprender todos los factores históricos que lo rodean, la vida que se vive. Puede darse una voz disonante; pero, en desquite, una tradición eleva, asentada sólidamente sobre sus más firmes fundamentos, la mística de una comunión del arte y del artista con su medio y con su éra. Fantasía y Verdad. No puede llevarse allí este ánimo de enfrentar a la técnica con el espíritu. Porque el mural es el mejor campo de integración de todos los elementos de la creación artística.
La pintura italiana, desde el Giotto y atravesando todo el Cuatrocientos, hasta ascender a las más altas cumbres del Renacimiento clásico, nos brinda una creación portentosa en todos los sentidos y apta para el análisis del más exigente vocabulario plástico. El enfrentamiento de los más concretos problemas de la pintura y las soluciones con que comenzó en sus obras a alborear el arte moderno, no fueron obstáculo para que brotara de su paleta todo un mundo pleno de emoción y de significado, representación de la vida, y de cuya estructura el arte luego fue como desgajando aspectos y detalles hasta atomizar mínimamente sus conceptos, dejando a veces sólo el esqueleto frío de donde toda concepción ha sido cuidadosamente extrañada. Aquel fue el gran tratado de la pintura. La posteridad lo ha ido repasando por capítulos y valores. Y, en tanto que sólo pintura, aquellas obras dicen al crítico sagaz acerca del espíritu que las penetra, como los textos del Alighieri al lector menos avezado en cuanto a los ideales de su tiempo. Y no propiamente podrán resumirse sus obras bajo el mote de mera literatura. Porque ellas realizaron valores profundos de orden técnico, sin estacionarse en la mera ilustración, que es la visualización escueta y superficial de los fenómenos en que el tema debe ser traducido.
El mural está en sitios públicos, edificios, capillas y catedrales, y va dirigido a "la gente"; no al crítico sofista que en su retorta aísla los valores vitales de la gama del espectro, sino a ese monstruo anónimo y finalmente sensible que se llama todo el mundo. Nace predestinado a y participar en la vida de la ciudad o el pueblo, aún en la vida del Estado, como sucedió antiguamente entre los griegos. De lo cual bien se deduce qué cosas podrán ser o no su asunto; y este deberá sesgar las direcciones de una alta dignidad, para que su monumentalidad lo haga compatible con la dimensión insólita y con la duración de los materiales eternizadores en que debe asentarse. Enfrentado al espacio como a su único límite, expuesto a las miradas de todos, salido al campo abierto donde la comunidad humana realiza sus pasiones y sus designios, el monumento colorístico enarbola sus formas al par que narra pensamientos de su creador en un lenguaje feliz, capaz de persuadir hoy y mañana. Para su estructura perdurable, todas las generaciones habrán de ser sus contemporáneos.
Y si su mirada evoca la idea de una compenetración total del artista con sus circunstancias de espacio y tiempo, ello obedece en gran parte a la consideración de lo que la pintura al fresco ha sido en las épocas de su mayor florecimiento: entre los griegos, en el Renacimiento italiano, en la plástica contemporánea del área caribe. Épico o mítico, religioso o político, el fresco ha representado el papel de una decoración escenográfica en la trama vital del pueblo que lo engendra. Es popular y de masas, pues nunca fue obra de minorías misántropas y enclaustradas. Para ensalzarlos o historiarlos, consagratoriamente, siempre ha significado una alusión a episodios reales, de carne y hueso, de vida y verdad. Por sus humedecidas superficies pasea un hálito emocional igualmente devoto del arte más estricto que de la palpitante historia. Es la concepción del mundo en auge lo que ha dejado allí sucesivamente su huella.
Huelga toda referencia a la mentalidad primitiva de los tiempos prehistóricos, que en las pinturas rupestres dejó esparcidas las estilizadas siluetas de animales extraños, escenas de caza y pesca y de cosechas, y frisos con grupos de arqueros y en competencia bélica. Igual que a Egipto; desde las pinturas al temple de Beni?Hassan, la decoración monumental conserva memoria del culto a los muertos en mausoleos y templos funerarios, en torno a los cuales los pueblos detenían su paso atándose a un domicilio fijo, con sitio en donde congregarse: en las obras del Antiguo Imperio, palacios, casas, templos, las decoraciones murales representaban hazañas heroicas (K. Woermann), batallas, desfiles militares, asedios de fortalezas, danzas guerreras y desafíos, destinados a ensalzar el ánima del guerrero difunto, al lado de escenas de la vida real. Su valor trascendía la intención puramente ornamental, enlazadas como estaban a las concepciones populares más arraigadas sobre la vida y sobre la muerte.
Pero fue en la Atenas de Pericles donde la pintura propiamente al fresco conoció su primer esplendor. El alma griega había sorbido la plenitud después de sus victorias militares sobre el poderío persa, inaugurando con su exaltación prodigiosa del alma nacional el desarrollo del siglo V antes de Cristo. En torno al templo, la escultura y la pintura de primeros planos elevaron a toda su madurez el arte que Nietzsche y Spengler llamaron apolíneo, inespacial, antes del conocimiento de las leyes de la perspectiva. Comentando aquel pensamiento de Hegel según el cual las artes plásticas sirvieron al pueblo griego para mirarse y tomar conciencia de sí, Hans Freyer llama a este arte verdaderamente político. La pintura al fresco de Polignoto, de Micón, de Paneno y de los de sus escuelas, prepararon el camino, antes del descubrimiento de las técnicas del claroscuro y de las combinaciones calorísticas, tanto a la pintura de Apolodoro y de Policleto como al apogeo de la escultura en Fidias y en Praxiteles.
Todo este desenvolvimiento se centra en torno a las creaciones de la arquitectura; pórticos y frontones, frisos y paramentos, santuarios de los héroes y vestíbulos de los edificios abiertos al público, consistorios, deambulatorios y sitios de esparcimiento, ofrecían a la mirada del pueblo superficies de cuyo fondo a sus propios ojos iba emergiendo la rica coreografía del mito y de los episodios de la leyenda e historia de Atenas. De lo histórico los pintores tomaron más que la escultura. El carácter suntuario no era límite para los propósitos de la obra de arte, que extraía temas y figuras de su candente fusión con el alma de su Ciudad y de su medio. Aparte las referencias literarias de los viajeros y cronistas de entonces, puede ello mirarse en los reflejos de esta pintura monumental que hoy se conservan, debido a la poderosa influencia de la pintura de Micón y de Polignoto sobre los vasos griegos. Son las ánforas, cráteras y demás productos de la decoración sobre cerámica antigua lo que ha permitido reconstruir elementos con base en los cuales el conocimiento actual sobre la pintura al fresco de esa época ha podido fragmentariamente organizarse. Los doce dioses, Apolo, Patroclo, Teseo en su lucha con las Amazonas y su duelo con los Centauros, Perseo y los Luchadores, los héroes protectores, el mundo subterráneo y los castigos infernales, la teogonía, el viaje de los Argonautas a la Cólquida, fueron representados sobre los muros. El repaso veloz por las páginas de aquella historia ya entrega al lector profano la grandiosa dimensión de estos motivos en el ámbito de la cultura y la vida de la época. Y, al lado del mito, en igualdad de planos y para completar la simbología, como enunciado de los valores en que firmemente se sustentaban la conciencia y la vida colectivas, la leyenda y la historia: escenas de la Ilíada y de la Odisea, el sitio, saqueo y destrucción de Troya, la matanza por Ulises de los pretendientes, las batallas de la guerra del Peloponeso, y, con inscripciones nominales, los rostros de los personajes públicos y de los generales en las batallas de Maratón y Mantinea, encuentros navales, las victorias de los atenienses al lado de los Siete contra Tebas. Y ello en Platea, en Atenas, en Onasis, en Delfos, alternando con episodios contemporáneos de todo orden.
Como un apéndice de la pintura al fresco griega debe ser mencionada la decoración mural en las cámaras sepulcrales etruscas, que revelan una marcada influencia griega de la época helenística. Son numerosas las ciudades de la baja Italia en donde los artistas dejaron representados cortejos fúnebres, danzas y certámenes alusivos a las solemnidades funerarias, simulacros de combates y grupos de guerreros victoriosos que regresan y son recibidos y saludados por las mujeres, igualmente que ciertos pasajes de la vida de Ulises.
Para entender el carácter popular de esta pintura, basta considerar que el griego no estaba menos familiarizado con la mitología que con la historia y la epopeya. Es fácil comprenderlo en la lectura de Burckhardt, de su "Historia de la Cultura Griega". El arte griego era arte religioso, ligado a lo permanente y llamado a la representación de los dioses. El culto, aún entre los más pobres, encarnaba la forma más hermosa de la existencia; todo hacer se hallaba entre los griegos entreverado con las celebraciones religiosas. La gran fuerza de la religión radicaba en el hecho de constituir una potencia objetiva de la vida. Podremos recordarlo luego en el examen del arte puramente religioso de fines de la Edad Media en Italia. En un comienzo el alma primitiva se sustrajo a los sentimientos del terror mediante la poetización teogónica, y la fantasía popular se aplicó a encarnar en figuras antropomórficas la naturaleza de lo divino, con el cual el pueblo mantuvo siempre a través de la religión una relación viva y ardiente. No era para extrañarse el contenido naturalístico del mito. La religión griega fue una creación espontánea de la nación, de origen y transmisión laicas, unificada sólo por la obra de los rapsodas, pero ausente de cualquier doctrina o revelación y libre de la imposición de cualquier culto sacerdotal.
La misma filosofía nada alcanzó a aportar a las grandes concepciones del mito, pues, a su arribo, las encontró ya bien formadas. En cada griego había un sacrificador, como correspondía a una cultura donde la religión se asentaba primordialmente sobre el culto doméstico. La compenetración del pueblo con la religión mítica hacía posible al teatro lo que ?enorme escollo? está negado al drama histórico de nuestro tiempo: urdir una trama mínima en torno a personajes conocidos del público y acerca de cuyos antecedentes y peripecias vitales, acerca de cuyo más profundo significado, toda explicación estaba excusada. Saint Víctor vuelve a repetir cómo el teatro griego no aspiraba a la renovación de su asunto. Este empozamiento del hombre de entonces en el mundo de lo religioso y el haber centrado la cultura en desarrollo de sus grandes obras en ese mundo de profunda saturación humana, fue lo que hizo del arte griego un producto eminentemente popular, a través del cual el artista dialogaba sin proponérselo con las masas: extraordinario florecimiento que se hace posible de tarde en tarde y sólo cuando los caminos del arte y los del pueblo ?alejado el primero de su habitual función de puro divertimiento? cruzan sus direcciones. El pueblo griego se movía a sus anchas en medio del arte y de la cultura. Y a sus raíces más hondas se enfrentaba por igual cuando asistía a las representaciones de Sófocles y Esquilo, del Edipo o del Prometeo, que cuando miraba los trabajos murales de Micón o de Polignoto. También el drama tenía un origen religioso; había nacido del culto dionisíaco. La forma humana, en toda la desnudez de su anatomía, lucía allí sus más perfectas proporciones, no aprendida en los talleres ni tomada de modelo, sino directamente en la contemplación de los espectáculos públicos, en la espectación agonal de los gimnasios y de los estadios.
Un nuevo surgir de la pintura al fresco coincide luego con la plena madurez de la conciencia cristiana hacia fines de la Edad Media, y avanza desde los albores al crepúsculo del Renacimiento Italiano, hasta su disolución en medio de las contradicciones de la Reforma y las primeras muestras del Barroco. Una corriente de poderosa espiritualidad fluye por los cauces del mosaico bizantino, rico y misterioso, hacia la vidriera policroma, gota de luz del ventanal gótico, primero, y luego hacia los muros de los monasterios y de los templos, impregnando todas las artes y todos los pensamientos. Es la religiosidad que empapa y preside en su dimensión total la vida y el quehacer del hombre. Una concepción del mundo fuertemente arraigada y difundida enlaza y presta sentido a todas las actividades y se impone visiblemente a la generalidad de los vivientes por la presencia permanente, en toda la estructura y dirección de la sociedad, del elemento eclesiástico. La Iglesia forja entonces sus empresas con la obsesión de revivir bajo su égida la unidad y el espíritu universal del extinto Imperio Romano. Ella modela y educa la mentalidad ambiente, destacándose en todas partes merced al peso de las fuerzas del trasmundo, presentes por doquier con la filosofía y la afectividad que lo caracterizan.
El elemento laico, afirma Buhler, está latente; y sólo a partir del siglo XII comienza a preludiar tímidamente el advenimiento del Humanismo y del Renacimiento. Pero aún todo es piedad, cuyos rayos calientan las más inconmovibles profundidades del alma popular, la misma que albergó la leyenda, construyó lenta y prolijamente a través de los siglos las catedrales, engrosó las peregrinaciones y realizó las inverosímiles hazañas de las Cruzadas. Mosaístas, tallistas, ingenieros, escultores, grabadores, vidrieros, arquitectos, fresquistas, todos van a inspirarse en esa fuente de religiosidad: lo que llevan dentro, lo que enciende la mística colectiva y mueve a las grandes masas humanas de aquella éra portentosa, cuyo espíritu está siempre vuelto al plano de la trascendencia.
El siglo XII fue de especial reverberación del apasionamiento religioso. Fue entonces cuando en Francia apareció el gótico, que se esparciría luego por Alemania e Inglaterra y aún por Italia. Hasta la materia fue consecuentemente idealizada: las dimensiones horizontales y graves del romano y su columna redonda cedieron su lugar a la columna puntiaguda y a las líneas volátiles y ascensionales del gótico. Era un mundo donde el santoral, la historia sagrada, el Evangelio y los milagros, todo el cielo cristiano, constelaban, desdibujando sus fronteras, el sueño y la vigilia del hombre. Ya vendrían posteriormente la naturaleza y el paisaje, el mito y sus formas desnudas, la historia y los elementos contemporáneos, la mundanidad, a disputarles su sitio. Pero ahora la mente había intensificado el culto hasta rodearse de él como de una realidad tangible y concreta. De allí fluyen los colores hacia la paleta del Cuatrocientos: aquella minuciosa preciosidad con que los pintores trabajan las alas de los ángeles, su amoroso enlucir los rostros de las Madonas, la espiritualidad que abruma de recóndita unción los perfiles de los santos. Del trasfondo de esa psicología colectiva fueron brotando con extraordinaria energía los grandes monumentos al fresco, cuya tradición desde los griegos fue dejando a todo lo largo de la Edad Media en el Arte Italiano sus huellas innumerables.
Entre los siglos 1 y VI, el mosaico afirma su primacía sobre el fresco en las basílicas protocristianas. Su mayor consistencia y preciosidad explican este predominio de la luminosa decoración mosaica, que, al decir de Carli y Del?Acqua, descompone los valores plásticos y claroscurales, recogiendo la más viva tradición impresionista de la pintura romana. Preciosas pinturas al fresco enriquecen el desenvolvimiento artístico de la Edad Media, entre los siglos VI y X, en los cuales resuenan ecos de la tradición cristiana de Roma y de Oriente y comienzan a afirmarse caracteres decididamente bizantinos, que a distancia todavía son a menudo perceptibles, entreverados con las rasgos góticos de los mismos albores del Renacimiento, y que empiezan a difundirse, reorganizados por reminiscencias neohelenísticas, en el período que va del siglo X al XII de nuestra éra. Mosaicos y frescos van produciendo por igual a lo largo de este período la pintura mediterránea, que en cenobios y abadías traza una obra de caracteres populares. Son narraciones de tema tradicional, que enlaza a su línea musical los motivos de la iconografía cristiana. Más culta y refinada, a su lado la corriente romana desenvolvía su virtud lineal, yendo a culminar en las obras de Pietro Cavallini, cuya influencia sobre el Giotto habría de ser decisiva. Personalísimas reelaboraciones de gusto bizantino corresponderá dar luego ?agrega Carli ?a Cimabue: en Florencia, a Buoninsegna en Siena, llevando la pintura medieval al grado de su más espléndida madurez estilística
El arte bizantino aparece condicionado fundamentalmente por la mentalidad de la iconoclasia. Sus obras son destellos de un mundo irreal, finamente coloreado, en medio del cual las figuras frontalmente presentadas aparecen rígidas e inmóviles, llenando el alma con el aure de una invasora solemnidad. Apenas se apela a ellas como a apariciones de ensueño y de lo absoluto, porque excitan la devoción y son tan inescapables que resultan ideales para sumergir al espectador en un mundo incorpóreo y casi fantástico. La línea que los diseña, sin relieve ni espacio, es una construcción de dos planos, sutil y maravillosa. Así aparecen creadas aquellas primeras obras, que preparan la transición de la pintura italiana hacia el arte del primer Renacimiento. Sin trazos ingenuos del pincel sobre el fondo dorado de los lienzos, de composición inefable, apenas elemental, Pietás y Maestàs, obras que, al decir de Lionello Venturi, son decoración y pretexto para cantos gregorianos graves y solemnes.
La pintura es la última de las artes en desprenderse del estilo bizantino, que conoció su apogeo entre los siglos VI y XII. Es hacia los comienzos del Trescientos cuando capillas, iglesias y palacios, comienzan a exornar sus muros con asuntos tomados del espíritu religioso. Cavallini y Cimabue son los maestros que acaban de preparar el camino para la aparición de Giotto di Bondone, genio fundador del arte moderno.
A través del Cuatrocientos y hasta las culminaciones del Renacimiento, escribe Luis de la Encina, la pintura italiana se lanza en persecución apasionada de sus valores concretos, especialmente del movimiento. El nuevo estilo, simplificando la ejecución y más atento al conjunto que al detalle, conquista corporeidad, solidez constructiva, arquitecturamiento de las masas y tratamiento técnico profundo del espacio, adentrándose resueltamente y con dramatismo en la solución de los grandes problemas plásticos, aquéllos que permitan a la pintura alinderar el mundo que le pertenece. El siglo XVI coronará esta búsqueda finalmente, con su unidad de la composición.
Temas religiosos siguen predominando todavía. Fra Angélico se destaca por el aliento místico de su producción y Masaccio por su poderoso realismo; una ojeada comparativa de su obra y del arte que le antecede, da la impresión de tropezarse abruptamente, en medio de ángeles y rostros de ensueño, con el perfil de la vida callejera y de la realidad encarnada en figuras de este mundo. El arte del Cuatrocientos entra de lleno en el mundo del Renacimiento, influido por la transformación histórica que lo produjo.
La pintura se enriquece entonces con las huellas del naturalismo en una época en que, según frase muy citada de Burckhardt, el hombre parece haber descubierto el mundo exterior. Verocchio da comienzo al paisaje, que luego encontrará su cima en Giorgione. Cuando el gran compás del Renacimiento se abre, también la pintura testimonia la lucha entre los elementos cristianos y grecorromanos de la cultura, Edad Media y Antigüedad, con sus cánones estéticos y sus temas, el grado de libertad de su espíritu, ,convencional o revolucionario, que, antes de sustituirse, aparecen trenzados, hacia una fase de transición en que las formas paganas comienzan a rodear y a expresar motivos religiosos. Se inician episodios y personajes contemporáneos, en Lippi, Del Castagno, Botticelli, Ghirlandaio, Mantegna.
Numerosos fenómenos habían acelerado la transformación del espíritu medieval, de su peculiar concepción del mundo y de sus costumbres; la cultura, la crisis del espíritu religioso, los anhelos de reforma de la vida eclesiástica, el intercambio comercial y el contacto con otros pueblos, las aportaciones extrañas proporcionadas por el proceso de las Cruzadas, la decadencia de la vida feudal y el auge de las ciudades, fueron en esta materia factores de extraordinaria influencia. Desde centros como la corte florentina de Lorenzo el Magnífico salen aprestigiados los gustos "paganos", que liberan al hombre y lo vuelven hacia el mundo clásico. Por oposición al espíritu comunal de la Edad Media, el individualismo comienza a ganar terreno gradualmente. Aparece el retrato como una conquista del humanismo; Pollaiuollo y Verocchio se consagran al estudio de la anatomía humana, auxiliar indispensable del arte pietorico, y comienzan a cultivar el desnudo.
Leonardo, Rafael y Miguel Ángel son las grandes figuras del Renacimiento clásico. Lucca Signorelli había preludiado, titánico, al gran fresquista de la Sixtina con la "terrible" fuerza de sus grandes tenias. Mitología, historia, Biblia son sus motivos preferidos. Leonardo Da Vinci fije cultor de la naturaleza y de la figura humana. Adolfo Venturi nos pinta a Rafael y a Miguel Ángel en paralelo de contrastes: Rafael, todo gracia, indolencia y abandono, es "ausencia de pasión y de ímpetu dramático; en su obra se proyecta el espíritu de la Corte"; Miguel Ángel, patético, una conciencia moral sobre el significado histórico de su época, un mundo en profunda crisis, en desengaño, rebelión y alzamiento contra el dogma secular. "El esfuerzo, la lucha, la angustia, fueron los elementos vitales de su arte poderoso. Pintó la historia de una humanidad grande, culpable, oprimida, insidiada por la desgracia y por la muerte, en lucha con el destino".
Mientras tanto los Venecianos (Giovanni Bellini, Carpaccio, Giorgione, Tiziano, más tarde Tintoretto y Veronese), herederos del colorido bizantino, trabajaban en los grandes caminos de la luz y del color?, la pintura florentina había coronado ya la perfección de la obra de arte en la más soberbia síntesis de sus elementos. Fue la Edad Media una gigantesca fragua de que salieron cristalizadas grandes creaciones: había definido étnicamente las nacionalidades, esbozado la configuración de los futuros Estados, acrisolado las lenguas nacionales, producido la epopeya y fundado las grandes literaturas, los monumentos de la filosofía y las sumas de la teología; en este crisol halló su temperatura de fusión todo el coro de las artes, desde la miniatura hasta las catedrales.
Promediado el siglo XVI, la prodigalidad del barroco comenzaba a invadir todos los países de Europa, maduros ya para las contradicciones de la Reforma; unas contradicciones que, desgarrando la unidad de la conciencia occidental y del mundo cristiano, de cuyo fondo ideológico había brotado toda la savia que vivificó la arquitectura, la escultura, la pintura al fresco, dejaban al mundo a las puertas de la éra moderna y de los primeros resplandores del racionalismo. A sus posteriores rayos, el arte, acosado por innumerables teoremas de la técnica y de la reflexión escrutadora, iría avanzando hacia la primacía del oficio. Lo esperaba en sus muy remotas llanuras, el alejamiento progresivo hacia una dorada penumbra en dónde resolver, en arduas y abstrusas soledades, sus peculiares, incomunicables problemas.
Que la pintura tenga su propio ámbito no significa que sólo se la pueda concebir cerrada a otros mundos. La emoción plástica no se da en el vacío, sino implicada dentro de los enlaces de la afectividad humana con la rica trama de los estímulos que la comprometen,? la perfección que le es propia y a la que aspira, deberá ser siempre concebida como creada en las formas: ningún contenido pugna con ella. No necesita de asunto, de literatura. Puede hacerse de todo lo visible; las variaciones en la visión de un mismo objeto pueden ser otros tantos cuadros de personalidad propia. El tema es lo de menos; pero la existencia de un tema no necesariamente la perjudica; solo será para el pintor una tentación que puede distraer su sentido plástico y cromático, Es un problema psicológico; pero superado el peligro, la obra Se consuma. Estoy distante por igual de la exigencia de un tema en calidad de condición para la obra de arte, como del nuevo dogma de que su presencia desaloja fatalmente toda calidad. No se puede decir a priori qué es lo preferible; se trata de ver la obra para juzgar su calidad específica. Todo puede caber en el cuadro, porque la obra de arte es un ámbito de profundidades siempre desconocidas. Esta es una cuestión del genio del pintor. Que se imponga por hoy pintar sólo para críticos y pintores, eso es cosa distinta. Pero no sólo la percepción de la materia y su tratamiento estético son algo importante; frutas sobre un mantel, flores en un botellón, son ya tema rico para la pintura. La hay en una manzana de Cézarine, en una batalla de Paolo Uccelo o en un ángel músico de Fra Angélico, como en una obra de Picasso. Una verdad si debe establecerse claramente: que si la pasión del oficio no predomina, el perderá su propia calidad; y que toda temática cuya violencia furiosa irrumpa restando al artista el equilibrio de su sensibilidad creadora, echará a perder el cuadro. Pero el Renacimiento Italiano supo armonizar en su mayoría estos factores. La pintura no perdió su calidad por el hecho de servir de lenguaje a una concepción del mundo; entrevemos el universo ideal que dejó grabado en lienzos y murales, tras el velo de una técnica maravillosa. Allí los sentidos están a su ambiente en su alegre función de instrumentos perceptivos.
Con terna distinto vuelve a aparecer en el siglo XX la pintura al fresco, y ya en la América Latina, en el llamado Renacimiento Mejicano. Esta reaparición ocurrió en condiciones históricas de extraordinaria energía cuya comprensión es fundamental para el análisis del fenómeno artístico. Esta pintura nació al calor de un acontecimiento de trascendencia histórica. La revolución sacudió horizontal y verticalmente la estructura de la sociedad, comprometiendo todas las instituciones en un intento que nada dejó fuera de su alcance, de su anhelo transformador,
Un conflicto sangriento de enormes proporciones alumbró a través de un largo período de la historia nacional la conciencia de que Méjico se hallaba en trance de definir su verdadera esencia. Y así se saturó profundamente toda la dirección de la cultura, vuelta desde entonces sobre sí misma, embargada por la pasión de expresar sus propias realidades en un país dado intensamente a la empresa de encontrarse. El meollo del espíritu revolucionario invadió todos los ámbitos con su pasión de romper el cascarón de las estructuras coloniales, sustentadas por una organización que el movimiento revolucionario empezaba a minar. Vino de allí la búsqueda de lo aborigen, el acercamiento a lo popular. El fervor del proceso revolucionario hizo de todo lenguaje una forma de la acción, acción urgida y vehemente. El realismo era apenas actitud natural en medio de lo histórico en actualísima efervescencia.
La pintura dio espaldas a la tradición muerta y al peso de la fría academia. Todo quehacer humano tiene sus propias posibilidades de expresión artística. Para comprender hasta qué ignorado fondo estas circunstancias embargaron la inteligencia de entonces, la frase de Malraux es una guía indispensable: "La revolución desempeña en nuestros días el papel que antiguamente desempeñó la vida eterna". Se fundaron escuelas de pintura al aire libre; el nacimiento de la nueva pintura hacía de sus dos temas una fuente de maduración de la conciencia social. Desde José Guadalupe Posada, todos los sentimientos de rechazo que nutrían la revolución hicieron su aparición en la obra artística. Arte y política crecieron al mismo impulso. Y los grandes pintores, al par que soldados activos y artistas vocacionales, eran polemistas, teorizantes, escritores de los temas de su oficio. La pintura descriptiva, el afiche, el cartel, el llamado de propaganda, pusieron su contenido intencionalmente al servicio de la causa Histórica. En ella, la crítica de todos los factores sociales negativos contra los cuales la revolución había surgido como un torrente, continuaría luchando para la consolidación de su ideal. Alabanza, exaltación, música tierna en la alegoría de los hechos propicios; la lucha del pueblo, la gesta militar, el alma del país en salto sobre las conjuras de su frustración. Un mesianismo predicado con el agua al cuello, mientras la vida trama el ciclo de nuestra suerte, erigida sobre un país que se sentía el gran enviado de auroras continentales. Mientras tanto, entre el influjo de la desconcertada y caótica pintura europea, el renacimiento mejicano, nacido en la devolución de renacentistas italianos, soñaba con hacer también una revolución nueva en el arte, que todos los días soltaba más sus amarras para comprometerse con la vida.
Quizás no existan otras circunstancias ejemplares de lo que es la suerte del arte en medio de vicisitudes extrañas a su propia naturaleza. La pintura mejicana?Orozco, Rivera, Síqueiros, igualmente muralistas como Tamayo, Castellanos, Zalce, Chávez?, vivían un drama histórico que restaba en máximo grado a la pintura las posibilidades de esa concentración serena en sus valores específicos. La historia invadía el taller, apelando al mensaje del artista y amenazándolo, al mismo tiempo, con alejarlo de lo que encerrado podría soñar como su propia salvación. El ideal es una perfección multifacética, que resista el análisis y la más exigente contemplación desde cualquiera de sus ángulos, sin que el espectador corra el riesgo de la desilusión y el desen canto por hacer abstracción de los valores restantes. La meta debería ser la obra total y unitaria, bien integrada, en la que los elementos no necesitan escudar, unos tras los otros, sus propias debilidades.
En los pintores mejicanos, las circunstancias eran especialmente impropias para un equilibrio tan arduo; es la suerte de todo arte que padece la violencia de las horas de crisis. Su creación es, por eso, desigual: Rivera y Siqueiros, más vulnerables desde el momento de sus enunciados sociales y políticos y de su sentido socialmente funcional de la creación. Orozco, lenguaje altamente depurado, simbólico., bajo la piel de los episodios, un dramático buceador de la verdadera esencia de lo humano, en ademán deliberadamente menos fungible y perecedero. El arte perdurable es el de aquellas obras en que el artista pudo gobernar el mundo de sus anhelos, en el afán de la síntesis esquiva. Pero sus reveses no se deben a su contenido político sino al insuceso del artífice, de dejarse desequilibrar por la fuerza pasional de sus criaturas. Es un problema que debe afrontar diariamente el dramaturgo frente a sus personajes. El arte puede decir lo que prefiera y ponerse al servicio de lo que le plazca. Sólo que deberá vigilar sus propios lindes: pero esto nada prueba por sí mismo contra el tema político, sino que advierte sólo sobre sus tremendos peligros.
Pero el fresco no es solamente la decoración, ni el mero valor de enlucimiento arquitectónico. Se nutre de una fuerza espiritual que lo habilita como arte para el gran público. Una muda prueba de ello, el fresco mejicano: el ciclo se agota cuando la narración uniforme y la repetición declamatoria atestiguan el desgaste del espíritu de que se alimentó en sus mejores tiempos. No le bastaban las crónicas de los episodios militares. También el fresco italiano, superada la agonía de la crisis religiosa e incapaz de vivir de la mitología y del culto de las formas antiguas, cerró su historia cuando no pudo vivir más del espíritu religioso, disuelto en los azares de la Reforma. Es la vida, pasión y muerte de una manifestación cuya innata grandiosidad no halla raíces posibles en otro suelo que las corrientes de una profunda alma colectiva. Las condiciones de aparición de la pintura al fresco son, sin embargo, un enigma verdaderamente misterioso.
El mural surgió en Méjico del fondo de una vigorosa vocación plástica nacional. Mejicanos y Mayas habían impreso desde el siglo III antes de Cristo, sobre los muros de los palacios y de los templos, sus temas principalmente religiosos, todos los mitos que eran su medio de expresión y en que encarnaban su vida y su cultura. Guerreros, danzantes, jerarcas y dignidades quedaron estampados Sobre los frescos de la rica era precortesiana. Los monumentos, sucesivamente descubiertos, de Monte Albán, de Chichen-Itza, de Teotihuacan y de Bonampak, brillan por entre las centurias como el espejo de una constante universal en la historia del arte, cuando de su dorado encierro sale a convivir entre los mismos azares de toda lenguaje nacional.
Una pasajera síntesis, hilvanada desde el punto de mira de la historia y de la cultura más que desde el ángulo del especialista, recordar los hechos y conceptos sobre el particular. Niéguenlo los críticos especializados, si su asepsia así se lo demanda; en el complejo reino que reclama sólo para sí, la historia de la cultura será historia incompleta si desdeña tan rico medio de expresión. Hablo de la cultura a secas, aquélla que sabe buscar lo que le pertenece por encima de las disputas de los técnicos y del laberinto obscurecido de las denominaciones.
No todas las claves para conocer a un artistas se encuentra en su obra; porque, si bien es cierto que en ella están concentradas unas calidad personales, no puede decirse que éstas basten para comprenderlo. No es el factor personal el único que influye en la labor creadora. Más aún que en el individuo esto puede ser apreciado con respecto a la generación, y mejor que en la obra de pensamiento en la de arte, ¿Quién podrá agotar en una explicación sencilla la importancia de aquella corriente huidiza que se llama la tradición? Son numerosos los elementos que conforman la biografía de una labor de cultura: el medio y la época, la herencia que se recibe, las ideas y emociones del medio vital. El artista se presenta así como una criba de semillas y materiales imperceptibles.
Hay una sociología de la creación como hay una sociología del conocimiento. Sin su consideración las guías de cualquier interpretación resultan incompletas. Es siguiendo su recorrido como se da con las raíces vitales de lo espiritual y en su enlace con el manto profundo de lo colectivo. Por ignoradas sendas el artista busca en esta corriente impersonal el hilo indicador de sus propios pasos. El creador resulta así debiendo a su suelo una magnitud que, asumida en su objetiva significación, llega aún a sorprenderlo. Una cultura sólo en el plano de lo puramente consciente es un anhelo de perfección; primero es una necesidad ciega de hallazgo y expresión lo que nutre la fuente de donde brota. Tras el velo de las realizaciones con o sin fortuna, subyace siempre el secreto de una inquietud que informa la mejor definición de lo humano. Es el artista quien se empeña en dar las perfecciones de la norma y el canon a estas simientes de cultura que lo humano vierte en el caudal de la historia, para que, en el plasma de las aspiraciones artísticas, labren maravillosamente su propio surco.
A la intimidad de la vida campesina debe Antioquia un estrato cultural excepcionalmente valioso, De las minas y de las estancias procede su mejor folclor, por cuyas venas circula, rica en sápidas ondas, una gran savia popular. Porque todo fenómeno socio?económico y en la medida de su alcance e influencia, llega a convertirse en el núcleo de una formación cultural y en centro de un repertorio de, ideas, sentimientos y valores, con sus propias proyecciones económicas, sociales, psicológicas e históricas dentro de la vida de las comunidades humanas. No se ha hecho el escrutinio de lo que la cultura Antioqueña debe al oro y a los pueblos; en el balance final, deberán indudablemente adscribirse al primero los orígenes de la plástica y, especialmente, de ese raro fenómeno de la aparición y el apogeo de la pintura mural, y a los pueblos y aldeas los primeros impulsos de la tarea literaria
"Porque el oro emborracha. Se mete en la cabeza como el aguardiente", escribe Efe Gómez en uno de sus relatos. En ellos nos pinta ese mundo de buscadores de la quimera del oro, que en la tupida selva exploran los arenales auríferos de las corrientes y las cintas doradas de los socavones, Mundo para los ojos, para el tacto; todo ansiedad. y, a menudo, la tragedia. En el apartamiento de la selva se libra la batalla solitaria del hombre con la naturaleza. Allí el cateo y la pesquisa de los filones, el lavado en las corrientes aluviales, bajo el esplendor del trópico, primitivo y desnudo, zambullidores y barequeras están cercados por la manigua misteriosa e impenetrable y por las hirsutas deidades que en ella han asentado su reino pavoroso.
Efe Gómez es el escritor de la mina y de la selva. Sus páginas tienen estremecimientos y pasiones bravías, indagación psicológica. Pero, ante todo, hay en ellas culto a las formas, revelación de lo que las formas son como taller de los sentidos, como modelación plástica del gusto. Su prosa es toda deleitación en lo sensible. Hay amoroso detenimiento en todo: olores, sabores, sensaciones táctiles y visuales, las formas de las cosas y de los cuerpos, los colores del cielo y del paisaje. Donde los sentidos algo perciben se ve a la pluma andareguear vivazmente. Las descripciones son solazadas, minuciosas, con transparencias de acuarela maestra. Los sentidos son caudalosos ríos de que se alimenta la conciencia. Y el desnudo siempre reaparece en una recurrente meditación de anatomía primaria. Es inevitable chocar con musculaturas, torsos, pechos, piernas. Hay la danza de los gestos, como rostros que una luz ilumina en medio de las tinieblas, en la noche de los rezos; o grupos escultóricos, como coros en movimiento, escenas de nadadores y de zambullidores, secuencias de danzas, cuerpos en lucha. Y todo va respirando salud, felicidad fisiológica, frescura de la vida tensa y vibrante. En medio, ciertas observaciones psicológicas y el sentimiento de pujanza de quien se contempla en lucha con la naturaleza. Y estas labores, con solas las manos. Sólo después vino la técnica a enriquecerías. La minería fue siempre industria de pobres herramientas. Pero la pasión del minero no es encontrar sino buscar, estar siempre camino del deseo; hablo de los mineros de verdad, a la antigua. Su lucha fue desesperación. Cuando se agotaron los yacimientos, los capitales emigraron a otras actividades. El minero se quedó solo.
La más vieja riqueza de Antioquia son sus tesoros minerales. La minería ha sido en si desarrollo un factor poderoso y, junto con el café y el comercio, la primera base de su industrialización y el motor de su expansión económica. Es difícil para el simple lector de nuestros días medir en su extraordinario significado el fenómeno del oro y aferrar su importancia como determinante de un proceso histórico. Hoy sabemos, y a duras penas, que en el Nordeste del Departamento sobreviven unas generaciones enviciadas, incapaces de reorientación, merodeando en torno a las poderosas inversiones extranjeras. El setenta por ciento de nuestra producción nacional es obra de estas empresas. Pero el barequero sigue esgrimiendo su batea, como espectro de una época que siempre se creyó superada definitivamente.
En el corazón de la Colonia el oro anida como clave de los hechos históricos, económicos, sociales, políticos, de los simples hechos humanos. Tras su espejismo caminaron los sueños de los Reyes y las tropas de los Conquistadores. El oro lo explica casi todo en una larga época: las hazañas de la Conquista, la extirpación del indio, la importación del esclavo, la mezcla de razas, la filosofía económica de la Corona, el atraso de grandes regiones, el desarrollo tardío del Occidente colombiano; a salvo de esta fiebre, la zona oriental pudo desarrollar una sana colonización. La agricultura y el taller manufacturero pudieron marchar en desarrollo ascendente allí donde la naturaleza no había dado a las comunidades esta "triste fortuna". Nieto Arteta hace un importante paralelo entre las regiones de Santander y de Antioquia, marcando las diferencias resultantes de la preeminencia de la minería: ausencia de comunicaciones, falta de trabajo productivo, enseñanza deficiente, propensión al despilfarro, carencia de los hábitos de ahorro indispensables para cimentar una auténtica prosperidad. La paradoja de la miseria que brota de la mina es un fenómeno de enorme significado.
La historia del oro se confunde con la del pueblo antioqueño en sus mismos orígenes, desde los tiempos de la Conquista que describen las crónicas de Cíeza de León y las hazañas de Robledo, cuando los españoles lo robaban hasta de las sepulturas. La leyenda de El Dorado impregna este nacimiento de nuestra cultura. Ya él había envuelto en sus mirajes toda la tierra de las Indias, donde, según Fernández de Piedrahíta, llegaron a juntarse montones de oro tan crecidos que de uno a otro extremo dos infantes a caballo apenas podían divisarse. Núñez de Balboa refiere historias de gordos granos de oro que, al decir de los indios, eran del mismo tamaño de las naranjas. En esta danza fabulosa que empobrecía todos los días las poblaciones y desalentaba las faenas agrícolas, Antioquia ocupó siempre un primer puesto. Por todas partes quedan las huellas del laboreo: desviaciones de ríos, cortes de rocas, acueductos y socavones, aventaderos saqueados. Hasta el punto de que Parson cita regiones en las cuales "hoy en día no hay un solo arroyo que no lleve señales evidentes de antiguos trabajaderos". Suya es la cita de una comunicación escrita al Virrey a mediados del siglo XVIII y según la cual "hay tanta mina en la provincia, que es apenas posible asentar el pie que no sea sobre oro".
Siempre ocupó Antioquia destacado lugar con su producción aurífera, que extrajo de todas partes: en Buriticá y Santa Rosa de Osos, en Titiribí, Frontino y Zaragoza, en Caceres y Remedios, Anorí, Amalfi y Segovia. Sus rendimientos fueron determinantes de una relativa prosperidad de la región. El trabajo indígena y la mano de obra esclava fueron ocasionando mezclas de sangre que contribuyeron a definir su tipo étnico. El agotamiento progresivo de las minas y las nuevas búsquedas de lechos del metal precioso, fueron determinando el desplazamiento masivo de las gentes a todo lo ancho de su territorio. Fue igualmente en busca de oro y de nuevas tierras, acosados por la pobreza, como los primeros antioqueños iniciaron su movilización sobre las riberas del Arma hacia el año 1787. La explosión demográfica que la caracteriza canalizó así su vigoroso latido en las corrientes migratorias que trazaron posteriormente derroteros a la colonización antioqueña del Occidente Colombiano.
La minería que hoy queda en el Nordeste es industria fuertemente capitalizada. Por largo tiempo no fue ya el testimonio vivo de la odisea minera de Antioquia: su éra clásica encarnó en una gesta popular, peleada bravíamente, epopeya del hombre desnudo que juega su pasión contra las fuerzas misteriosas de la naturaleza. Numerosos de entre sus héroes flotaron ahogados en las corrientes o quedaron de una vez inhumados en las profundidades de los socavones.
Una vida propia bullía en torno a estas explotaciones mineras, ubicadas en apartadas regiones, montuosas o selváticas. Los pequeños pueblos crecieron al impulso de las minas próximas, y los que no le deben su fundación encontraron en ellas la razón, sucesivamente, de su prosperidad y de su decadencia. Nacer allí era surgir bajo el peso de una fe viva, en la corte ineludible de sus pasiones dominantes, entre sus instituciones y costumbres, atado al dinamismo de su patrimonio cultural. Allí la huraña vida popular, en el aislamiento clásico de la vivienda rural propia del medio nuestro, cedió al influjo de una vigorosa alma colectiva, producto de una faena que era obra de muchedumbres.
La minería estimuló constantes migraciones internas y una relativa movilidad de población; estas fusiones y contactos actuaron indudablemente como una fuente de enriquecimiento del acervo cultural. Porque este fluir a la selva o la montaña apartada, de gentes de raros y varios oficios ajenos a la llana mentalidad, no se produjo nunca por las solas razones de la depauperada agricultura antioqueña, de procesos sociales introvertidos y poco halagüeños.
Los rendimientos mineros de Antioquia, en cuanto a esa minería marginal de que provienen los menores porcentajes de oro de nuestros días, son hoy, en su mayor parte, la suma de una actividad inorgánica muy esparcida, que por las manos de miríadas de pequeños mineros vacia su cornucopia. Porque ha subsistido con desigual intensidad una minería esencialmente popular, de míseros frutos, que se sostiene con las migajas de una tradición, brillante en otros tiempos. La fiebre del oro encontró buen caldo psicológico en el pueblo antioqueño y en sus reacciones ante un medio físico duro, que las condiciones socioeconómicas y las formas feudales de la tenencia de la tierra han venido haciendo cada día más resistente e improductivo. Sea quizás la exigencia íntima del tributo que se espera de una naturaleza con la que se vive en armonioso contacto, que despliega patentemente gran riqueza y poderío, rica y avara al mismo tiempo, pero en medio de la cual el hombre no logra superar los límites de una existencia pobre. De ahí la necesidad y el ademán de ir a desdoblar sus pliegues para mirarla codiciosamente por dentro.
Es este el ángulo desde el cual se ve cómo la minería antioqueña representó una avanzada de las gentes de la gleba. Del peón del campo hizo el aspirante a un tesoro; de un pueblo desmantelado, una comunidad en trance de presentidas reestructuraciones sociales. A esta luz, la minería fue para nuestro pueblo una tentativa de liberación económica y social y una real vena de descarga afectiva. No es mera casualidad que le sea inherente un goce estético innegable; ni que tras las minas saqueadas haya ido quedando un venere de manifestaciones artísticas hondamente sentidas, del folclor, de la expresión plástica y del color, de la literatura. El oro forjó como, su raro subproducto, de gran vocación, los elementos iniciales de una cultura.
La minería todavía hoy sigue siendo una puerta de escape para el destino adverso representado por la agricultura y toda su constelación de males, tal y como se lo medio. Alberga en lo más íntimo un sentido de rechazo, de insatisfacción y de lucha contra todas las negativas. En ella se sentirán, si se la escudriña, otear irrupciones nuevas y originales. En un momento de nuestra historia, la corriente del desarrollo se vio precipitada necesariamente por sus flancos. En la considera de estos hechos es el espectáculo de unos cuantos peones que en el es del oro olvidan la frustración que acecha como fatalidad sus condiciones de vida. En Boyacá puede hoy mismo mirarse otro tanto, si se va a Muzo y a los pueblos vecinos; el campesino mira amado las montañas esmeraldíferas y de contrabando se mete por meses en las quebradas, a espiar las piedras escapadas del laboreo de las minas. La agricultura también allí está herida de muerte por esta pesadilla.
Disminuyó la producción minera. La congelación del precio internacional del oro la desestímulo por mucho tiempo desde la tercera década de este siglo. Pero aún se cava por los buscadores en todo el territorio antioqueño. Golpean, desmenuzan el terrón y lo lavan. Grandes tesoros arden todavía en la imaginación popular. Ininterrumpidamente han venido perpetuándose dinastías de cateadores, guaqueros, seguidores de luces nocturnas que anuncian enigmas o entierros, caudales escondidos, oro elaborado o amonedado, en los muros de las construcciones antiguas. Basta hojear las estadísticas oficiales de producción para darse cuenta de los rendimientos de esta faena y mirar su mapa económico: el seterita por ciento de los Municipios antioqueños siguen contabilizando rendimientos mineros, del oro y de la plata. Es una actividad que por mucho tiempo se silenció resignadamente, pero que no deja morir el alma que la sustenta.
Los barequeros son hoy coros de pobres que merodean en torno a los establecimientos mineros, armados de bateas como de escudos. Por allí pululan mujeres, niños y ancianos, la abuela que enseña a menear el trasto a la niña que empieza, el rostro negro y el mulato. Las mujeres van de pañuelo en la cabeza y prendido al cinturón un recipiente donde el oro va desgranando su mazorca diminuta. Zambullidos a medio cuerpo y doblados sobre el azogue de las corrientes, en arco los torsos bajo el sol abierto, las barequeras auscultan los aluviones de la lluvia maravillosa y con sus uñas escarban los pedregales. Por charcos y remansos van haciendo rítmicos zarandeos, dibujando de la nada esbelteces y movimientos, y, con el revoloteo de sus brazos, bordando sobre el telón de la selva líneas de sorprendente hermosura. Las mariposas de sus manos van y vienen en el oleaje, deshilando nubes y abriendo los párpados del metal encantado. En sus manos humildes despliega sus pétalos la flor numerosa y dorada. Los rostros de los barequeros se asoman con ansiedad como al espejo de sus sueños, para ver cómo sobre el color pardo de las Últimas arenas el oro aletea en de las aguas. Un ritual de deidades míticas, lloronas madreselvas y Patasolas, preside en el corazón de la selva el nacimiento de la sortija y del trofeo, de la diadema regia y de la ufanía del orfebre y del joyero.
Ya el oro fue la más rica fuente de expresión artística en las primeras poblaciones colombianas. Por todas partes estilos Calima y Quimbáya, Tolima y Darién, Muisca, Sinú y Tayronas han ido apareciendo en tumbas y santuarios las huellas de ese orfebre milagroso que fue el indio colombiano. Su metalurgia del oro constituye un suceso plástico y decorativo incomparable y único en el mundo, de extraña belleza, como para dejar atónitos a críticos y antropólogos, que han encontrado allí, como Carli afirma en su "Orfebrería Prehispánico de Colombia", las técnicas más sabias, perfectas y refinadas. Nariqueras y orejeras, cetros y pectorales, brazaletes y anillos, diademas, caracoles encantados, vasos funerarios y ceremoniales, armas y utensilios para ofertas votivas, hilos y filigranas diminutas, amorosamente trenzadas, en figuras zoo y antropornorfas, componen ese tesoro que los grupos indígenas crearon con habilidad sorprendente. Es El Dorado, que lenta y tardíamente ha ido emergiendo del fondo de culturas y tradiciones antes impenetrables y desconocidas.
El mundo de los buscadores de oro se encuentra regido por afectos de gran valor psicológico, Confinada a los linderos de la manigua y siempre disputándole sus límites, o en los laberintos subterráneos, esta actividad ansiosa, que es por esencia pura y típica pasión, está asediada por fuertes núcleos emocionales. Son el desencanto, el miedo, la tragedia, la ambición insaciable, la ilusión momentánea de poder, la vida en trance de siempre reiniciada aventura. El Dorado se aleja a menudo y la suerte del Rey Midas viene a visitar al minero, pero convertida en espejismo incesante. Es la tensión persistente de los ojos, de todos los sentidos, que acechan los rastros del oro. La minería, en el nerviosismo de sus búsquedas voluptuosas, tiene que despertar un gran sentido de lo plástico, volcando de continuo al ser sobre las exterioridades de su mundo.
Pero esos avatares dibujan su lienzo con tintas sombrías, cuya atmósfera es el reino del mito. Sus regiones son la cuna del más rico folclor, creación de una mezcla de razas, de todos los colores y matices, desde el negro cimarrón, traído para ahondar en los socavones, hasta el blanco que de su viaje hace un paréntesis para tentar fortuna. Es Arturo Escobar Uribe quien, en sus "Mitos de Antioquia", nos habla, por ello, del terror de la mítica minera, "con el atuendo de la superchería indoafricana, que impera en el Nechí, en el Bajo Cauca y en Segovia de Antioquia".
Allí pululan la Llorona y la Madremonte, la Patetarro y el Mohán, el Hojarasquín del Monte, el Bracamonte y las Ilusiones, las más diversas figuraciones de la minería en el Ripiero, el Machaquero y la Diosa de las Aguas. Este coro misterioso celebra todos los ritos del espíritu de la selva: acongoja las noches, ululante; brama y se carcajea; aterroriza, seduce y abandona a los mineros en sus dédalos subterráneos; los sacrifica; desorienta a los caminantes luego de sus lujuriantes caricias; anuncia las pestes y las inundaciones, arruina las sementeras, emponzoña las aguas; asusta y persigue a los animales y rapta a los niños, protege a las doncellas y las venga de sus violadores. Es numen proteico y contradictorio, que se metamorfosea en todas las caras del bien y del mal y en todas las manifestaciones de la psicología de la afectividad. Son éstas, personificaciones cuya suma proyecta sobre los acaeceres y los días una rudimentaria concepción y exégesis del universo,
La mítica minera es terrorífica. Las circunstancias han dejado allí su huella. Denota sentimiento vital de angustia en el hombre por la hostilidad del medio: se le ve transido de su insignificancia y de su debilidad, abrumado por la sensación de su pequeñez ante el espectáculo resistente, lento e inconmovible de la naturaleza; sus deidades la protegen de toda intrusión codiciosa, como a dominico intocable y sagrado. El repaso de estos contenidos emocionales venidos de la soledad y el encierro en la selva, arroja un residuo de inferioridad y de desamparo del hombre en medio de las fuerzas del mundo físico y de su prepotencia invencible. La mitología minera antioqueña guarda los ecos y sabores de la brega azarosa y aventurera, cercada de espanto, bordeada y ceñida a quemarropa por el fracaso y por la tragedia. Es una imaginería popular sobresaltada y puesta prematuramente bajo el signo de la adversidad y de la desgracia. No obstante, la larga convivencia del duende y el minero, de rica tradición, ha ido haciendo tersos y familiares los perfiles de tales engendros de la fantasía.
Si seguimos la obra de Escobar Uribe, podremos definir lo que estos demonios significan. Todos los grandes mitos son, al fin y al cabo, temas universales.
La Patasola es diosa selvática de cabellera hirsuta, nariz ganchuda, ojos desorbitados y colmillos felinos; de un solo pecho. Enigma de los cazadores y protectora de los animales, asusta desde la tarde en los lindes de los montes, se alimenta de la sangre de los niños, a quienes engaña y seduce en la espesura, metamorfoseándose en mariposa. Carrasquilla la describe diciendo que "de tres zancadas desgaja los frutales, rompe los cercos, hunde los techos y cuanto topa, con su única pezuña hendida como la de un marrano babilónico".
La Patetarro es deidad desgreñada, perversa y vengativa, que persigue a los profanadores de la selva, grita en las noches y en las oscuridades con voz agorera y ríe en las oquedades, y, anunciando desastres y hechos calamitosos ?pestes e inundaciones-, siembra ruina y destrucción. En el tarro que cubre y remata su pierna trozada, acumula las supuraciones con que baña luego los sitios sobre los cuales quiere desencadenar la catástrofe.
De la gran diosa Dabaibe, la de inmenso poder, a quien toca presidir los grandes fenómenos naturales ?lluvia y rayo, tormentas y tempestades?, parece descender la Madremonte o Madreselva, genio montaraz amante del pastoreo, que chilla en las noches con chillidos disformes, guardián de la inviolabilidad de los montes. La Madremonte daña a quienes quiere perder, bañándose en las cabeceras de los ríos para emponzoñar sus aguas con plagas de toda clase.
Genio protector de los montes y de los ríos, el Mohán o Mohana, popularmente llamado el "muan", es vampiro que acecha a los niños y a las doncellas. Su estatura es enorme y desproporcionados sus rasgos. Es temible por su apariencia, tanto como por sus hazañas.
El Hojarasquín del Monte es monstruo cubierto de hojas secas; hombre poseído por el demonio en castigo de acciones horrendas, brama en las escondidas profundidades de los montes, que nunca abandona.
Un escultor hubo en Antioquia que, enraizado en su tierra y en su pueblo, extrajo lo mejor de su obra de esta fuente de primitiva poesía. Esta temática elemental fue su vivencia más honda y sincera y la que le entregó lo más auténtico de su creación: un manantial de formas muy simples y depuradas, en las que aletea con toda su frescura la mitología campesina. Cuando quiso tomar prestados no estaban en su herencia biológica, se le veía dar traspiés en el vacío y ceder a equívocos de mal lograda monumentalidad. Un cerco de malquerencia desdeñosa había ido creciendo en torno a su maravillosa fuerza vital; esa inauténtica concepción de una cultura genioide que saturaba por los días de su labor las capillas contemporáneas, quería silenciosamente morder su merecido prestigio. Un poco a ciegas por falta de guías culturales orientadoras en su propia formación, José Horacio Betancur fue dejando testimonios de su talento creador. Las realizaciones que alimentó en su mentalidad autóctona, son verdaderamente afortunadas y no se deberían olvidar. Porque hay que decir que la conspiración de los críticos nunca ganó una batalla al artista de verdad.
Tras los rasgos locales de lo mitológico ?nuestra mitología incompleta, desarticulada y feísta? bulle siempre una corriente universal, que es la raíz común a todos los mitos. En ellos se enlazan sutilmente el más alto producto de las culturas clásicas y el tosco sueño de los primitivos, que torna figura y corporeidad; una misma génesis los emparenta en el fondo, como a polimorfismos "o variaciones distintas de un mismo tema musical". El parentesco puede ser perseguido sin asombrarse, si se toma el trabajo de tender las más sorpresivas relaciones entre la mitología de milenarias aristocracias, pasando por el Popol?Vuh, hasta llegar a las creaciones del genio montaraz. En esta conclusión abundar las investigaciones de la antropología y de la psicología. Malinowski asigna al mito función y fuerza culturales, como a un ingrediente vital de la civilización humana, estatuto mitológico, germen de la epopeya, de la tragedia y la novela. "El mito no es un símbolo sino la expresión directa de su tema", una realidad viviente. Los estudios de Jung y de Kérenyi esclarecen, a su vez, recónditos aspectos valorativos.
Se desprende de su lectura que el proceso del mito es una función viviente que existe también en el psiquismo del hombre civilizado, debiéndose admitir la existencia de elementos mitógenos constitutivos del psiquismo inconsciente. Es de allí de donde mana la importancia en esta materia, del concepto de los arquetipos, como factores hereditarios y cauces colectivos del alma humana y raíces verdaderas aunque invisibles de la conciencia individual. Sólo por ellos pueden explicarse las recreaciones autóctonas, independientes de toda tradición. Lo importante del mito está en su relación con las grandes realidades del mundo espiritual. Es nuestra pérdida de contacto con estas realidades lo que ha venido produciendo el extrañamiento de la mitología, suma de proyecciones que pertenecen al mundo poético. Pero reaparecen siempre las reelaboraciones originales del núcleo temático que encarna el "mitologema", ese caudal de elementos antiguos transmitidos por la tradición, verdaderas realidades vivas. Porque la disposición del espíritu primitivo, según Jung, no inventa mitos sino que los vive. Ellos son los productos impersonales de la actividad inconsciente de la imaginación. El estado de espíritu primitivo se distingue del civilizado principalmente en que la extensión e intensidad de la conciencia están en aquellos menos desarrollados. El mito, precisa Malinowski, expresa, exalta y codifica creencias, custodia y legitima la moralidad, garantiza la eficiencia del ritual y contiene reglas prácticas para aleccionar al hombre, constituyendo un elemento vital de la civilización humana.
Cuando un artista trabaja materiales mitológicos, rastrea el más profundo cauce de lo colectivo y, tras la singularidad de las apariencias, llama a lo universal cuya esencia sabe escapar a toda metamorfosis. Obra suya será a partir de ese momento, hacer de la creación un espejo en que todo ser humano pueda buscar algo suyo; será entonces el diálogo del hombre con su obra de arte.
Es necesario saber en qué suelo la obra de arte hunde sus raíces. Sólo así se hace posible aspirar a la comprensión de su significado en el contexto de su propia sociedad y de su propia cultura. No menos que la vida bullente en torno, aquel pasado cuya hondura apenas se vislumbra condiciona el genio creador y las modalidades de su expresión; sólo ellas pueden explicar los rasgos de una creación cuyos orígenes se internan en antecedentes siempre indescifrables.
Puede de la obra de arte afirmarse lo que de la cultura en general: que no es mero producto estético, función mental o contemplación (que los árboles no dejen ver el bosque, ni sea fácil asumir en su integridad las relaciones de todo orden en que se dan sus manifestaciones, no es razón en contrario); ella viene a florecer en lo más formal del acaecer humano, pero cargada primero del profundo sentido vital que la engendra y al cual debe los cauces de su existencia. Los colores de la obra de arte brotan de entre las grietas de un proceso que, en última instancia, es escuetamente el destino enfrentado a sus necesidades y a sus pendencias, y su valor más profundo existe cuando lo expresan.
Por los senderos del análisis, mientras indagan por las veladas motivaciones de un ser humano que lo estético engalana como la carne al esqueleto, el historiador y el sociólogo, el político también, se cruzan con el crítico inconsciente que arde aprisionado en las redes de la forma sin sentido. Puede el poeta exclamar: Se canta mientras se camina. Pero el camino no empieza con él. Se trata de buscar cómo el canto tampoco; y así la estrofa de hoy es el eco de una voz muy antigua. Sumerjamos en la oscuridad toda biografía personal: queda a través de los siglos ese gran poeta que es el hombre, un poeta muy viejo que va lavando con los días que llegan su garganta y sus cuerdas bucales. Inscripciones en piedra o gestas orales, plumas de avestruz sobre pergamino o estilográfica, instrumentos de una misma conciencia humana que canta sin fatigarse, hoy como ayer, diciendo con formas cambiantes su problema. Rompecabezas para los diletantes del arte sin historia, cuyos juicios no conocen otro tiempo que su tiempo ni otro mundo que los centímetros bajo la suela de sus zapatos.
Como en las soledades del mar súbita una isla brota secretamente de la tierra firme, de pronto, en forma inesperada, salta la herencia de entre los dedos del artista creador y en medio de sus intuiciones se iluminan desde los remotos orígenes las praderas del tiempo lejano. Y un hilo de oro, bordado en extraños insondables, deja al trasluz la persistencia de residuos que parecían definitivamente olvidados. Son ecos oídos a gran distancia y cuya reaparición es siempre un hecho misterioso.
Pedro Nel Gómez viene de tierras mineras. Nació en Anorí, un paréntesis en la selva, como todos los pueblos del Norte y del Nordeste, todavía hoy remotos, fragosos y apenas accesibles, hacia zonas en donde las últimas estribaciones de la Cordillera Central comienzan a alternar con las primeras planicies del ancho valle del Magdalena y sus ríos tributarios.
La racha pobladora de Antioquia marchó empujada por las hambrunas, ansiosa de tierras de labranza o tras la ilusión de los tesoros de las minas. Estos pueblos nacieron de la pesadilla del oro; otra corriente colonizadora habría difícilmente avanzado hasta tales lejanías. A la cabeza de este desplazamiento, a través de los bosques y los raudales, iban exploradores, buscadores de vetas y de aluviones, "en indagación de placeres auríferos". En torno a bodegas, rancherías y reales de minas, con el desfloramiento de los tesoros iba la migración progresiva de inversionistas, comerciantes, trabajadores, hacia los nacientes poblados y su ascenso a caseríos y capillas, Parroquias y Distritos.
Así fueron naciendo, a partir del siglo XVI, entre otros, Anorí, Amalfí, Belmira, Carolina Don Matías, Entrerríos, Guarne, Riogrande, San Pedro, Santa Rosa, Segovia, Titiribí, Yolombó y Zaragoza. Y, tras el clásico esplendor, la inevitable decadencia, como fruto del agotamiento de las minas y el empobrecimiento de las poblaciones. Uribe Ángel describe los desolados despojos de alguno de estos centros mineros: "Concluido el laboreo, no quedan sobre la superficie sino escasos matorrales, altos barrancos, zanjas profundas, miserables praderas y tierra amarillenta". Donde no ha intervenido, como en Zaragoza y Segovia, la explotación bajo la forma de gran empresa, las masas, incapaces de una total reorientación hacia los trabajos de la agricultura, siguen viviendo a porfía de estos rezagos.
Pero varias, a veces numerosas generaciones de una misma tradición y un mismo culto, han arraigado a menudo la pasión en el fondo de la colectividad. Y ello nada tiene de raro en un pueblo que vive en las cercanías del que alguna vez fue llamado "nuevo Pactolo", el Nechí; donde se habla de pueblos enteros edificados sobre "Dorados" de maravilla, y que tramontó las cordilleras, invadió los pantanos y desafió la fiebre y las leyendas terroríficas. Allí se sigue creyendo que el oro es una realidad, una reserva de fábula, enterrada más profundamente aún que las superficiales galerías que la rondaron inútilmente en otro tiempo. Se explicaba de esta manera cómo allí la minería sigue ocupando la vida de muchas gentes que en tiempo pasado, alumbrando los socavones y mirando en el espejo de las corrientes embrujadas, tuvieron en el oro al padre de una floreciente industria, semilla fallida de una solución histórica, de una cultura y de un cambio económico y social.
Por los días iníciales de Pedro Nel Gómez, al inaugurarse el siglo XX, su pueblo vivía la crónica de la decadencia minera. Esta mala hora era de impacto en la visión de un mundo forjado en la faena común más que en la solitaria brega pastoril y agrícola; a la vida aislacionista y misántropa, se sobreponía una dimensión nueva. Buen punto de partida para la intuición de los conflictos de nuestra época.
Pedro Nel Gómez descendía de mineros, a su vez hijos de emigrantes que habían abandonado las tierras más áridas del oriente, donde la vida, por las condiciones de la agricultura, era harto impropicia. Heredero de esta peripecia vital en que encarna un inesperado tema sociológico y político, el pintor pudo allí confirmar las motivaciones psicológicas que aportaba su sangre, y en ese plasma echar el germen de vivencias directas e inmediatas sentidas en carne propia. Los elementos de la realidad y las elaboraciones subjetivas dan un salto intempestivo y se personifican en un empeño creador. Herencia, paisaje, cruzada popular, sus formas y movimientos sensibles, la fantasía del oro y sus preciosistas cortes de transmutación aladínea, un día cristalizaron, incorporándose, en un gran pintor y poeta de su pueblo, que nació entre los mitos y la simbología de los oficios mineros, en medio de una naturaleza cerrada, entre torsos desnudos, expuestos, en escenografías de probada autenticidad, al sol y al aire del trópico, en alegórico proyectarse sobre un fondo decorado con los más copiosos elementos naturales.
Extraña metalurgia hizo de esta fusión un producto humano cuyo enraizamiento en su medio original no le hubiera permitido reñir con el universo, ni a este reñir con el primer término de una síntesis fecunda cuyo influjo le ha deparado siempre armonioso y robusto crecimiento. Y a la par lo estético y lo humano en su vida: creador plástico, sí, y soberbio, pero también vocación extraordinaria por lo histórico del hombre, y ambos factores con igual fuerza. Su espíritu ha sido un crucero de todas las solicitaciones espirituales. Y así, mientras piensa la forma, otros contenidos libres van trabajando su ánimo. En su obra hay un lento y sereno discurrir de la belleza plástica, en fuertes y vigorosos trazos; empero, fluyen en la transparencia de su corriente concepciones como cuerpos lancinantes, al tiempo que planteamientos de gran hondura. Su obra se descompone en un gran canto de alabanza al drama de un pueblo, cuya representación de uno a otro muro, de una a otra acuarela, se desdobla en melodiosos grupos de figuras humanas, siempre presentes, que traen a la memoria, por su aparición insistente en medio de los acontecimientos, las funciones que al coro estaban asignadas en el teatro griego. Las circunstancias singulares que germinaron en Pedro Nel Gómez fueron un acicate que hizo madurar en sus obras, incubadas siempre en largas veladas y estudios, una visión de la vida del pueblo antioqueño. Sin este derrotero un artista no pasaría, aparte sus calidades profesionales, de ser un mero cronista de episodios deshilvanados.
La formación matemática recibida en la Universidad dotó a Pedro Nel Gómez de instrumentos igualmente útiles en su labor artística. Su insaciable espíritu científico ha ido proveyendo a su paleta de manantiales renovadores, de una tesonera voluntad de búsqueda y perfeccionamiento. El permanente contacto con la Universidad, en la doble experiencia interrumpida de discípulo y de maestro, lo ha mantenido en el nervio de todas las disciplinas espirituales, codiciosamente abierto a la asimilación de los más heterogéneos problemas. El ha podido asistir golosa y apasionadamente a los más diversos episodios de nuestra vida cultural y política; y desde su desdeñoso promontorio, de aparente frialdad y huída de su medio, ha podido mantenerse, gracias a su castigada disciplina de intelectual sin asuetos, como el concentrado amante y el agudo observador de la sociedad en la que le tocó nacer y vivir.
Sin este amor a su tierra, amor del corazón y de la inteligencia crítica y sabedora de lo que es mejor, su obra no podría ser comprendida. Ella es fruto de una vida enlucida con vocación, sensibilidad y bien equipado talento, y dedicada infatigablemente a todas las manifestaciones de la cultura en sus formas más serias e intrincadas. Ha sido fecundo este alternar el aula universitaria con el estudio del pintor, la rica biblioteca con la selva inhóspite, la emoción estética con la consideración más serena de los problemas científicos. Este trajín diverso es lo que le ha deparado esa su integración psicológica y vital, tan importante en un artista ambicioso, necesitado de saber su puesto en el universo.
Si una formación cultural es indispensable para el trabajo del artista, es en gracia del papel que está llamada a desempeñar en el curso de su evolución. Sin ella, la orientación en la marcha no puede ser sino labor instintiva, corazonada y adivinación. Pero debemos recordar que la intuición no lo puede todo; se le escapan forzosamente precisiones de concepto y pautas renovadoras, que ha menester quien, siempre hacia adelante, necesita puntos de referencia ciertos para mover su planta en territorios desconocidos. Una brújula bien exacta, enriquecida y auxiliada con todos los elementos de una buena dirección, es insustituible como oráculo personal que nos enseña lo que somos y lo que no, nuestras fuerzas y debilidades, las relaciones más íntimas y fatales con el medio, el camino que nos corresponde y, en su sinuosa carrera, las oportunas y periódicas correcciones de rumbo. Porque cualquier forma de cultura resulta realización imposible sin el presupuesto lógico de la inteligencia y de su diario ejercicio.
Si bien anotadas cartas de navegación Pedro Nel Gómez sería una entidad trunca, y ello no sólo en el plano de sus significados sociológicos y culturales. Bastaría detenerse a pensar en las buenas horas de investigación y meditación que los aspectos extrapictóricos y los contenidos de sus formas plásticas le han demandado; en su necesario conocimiento y dominio de temas tan hetereogéneos y en el don de apreciación del acervo colectivo que respalda una decisión de hacer creación artística. Sin estas premisas y sin su comprensión adecuada, no sería explicable una obra tan sustantiva y corpórea, tan respetable en medio de todas las polémicas que suscita, tan de verdad y en términos de mundo. Pero, además y pese a su carácter telúrico, reñido con la mala acepción de la provincia fanática e intensa, la suya es obra que anhela y llama al universo. Porque el artista sincero se dice: aquí nací, estos son mis límites. . . , pero, ¿y el mundo? ¿Cómo renunciar a sus riquezas y a sus tentadoras dimensiones? El que esto sienta como debate tendrá que lanzarse en busca de la síntesis que define nuestro puesto justo. Esta lucha, de nobles vicisitudes, es la mejor partera en la faena de la cultura.
De sus tierras mineras, de sus temporadas de campo como Ingeniero, de sus viajes al terreno para plantar su caballete en medio de la naturaleza, Pedro Nel Gómez derivó amor y conocimiento de la luz y de los colores. De esas primeras épocas proceden su vocación de fino acuarelista y su devoción por los temas del paisaje. Corot fue su primer fanatismo profesional. Sus cuadros y murales tienen paisaje de fondo; la naturaleza irrumpe en ellos por todas partes. Esta inseparable fusión de lo natural y de lo humano constituye, con el sello obsesivo y persistente de su presencia, uno de sus rasgos más esenciales y personales.
Cuando, en 1924, viajó a Europa, el pintor había asimilado ya las que serían más tarde grandes direcciones de su pintura, lo que hoy es una obra y una cumbre señera en el último período de la pintura colombiana. Pedro Nel Gómez permaneció en Europa hasta 1931. Este interregno había resultado suficiente para la maduración del contraste entre dos épocas: el país manso y colonial del siglo XIX y primeras décadas del XX y una sociedad avocada a las grandes crisis y transformaciones de la época moderna. Y apto también para una creciente toma de conciencia política. Su recorrido de Europa fue hecho en un sentido inverso: de lo contemporáneo a lo antiguo, del modernismo a las formas clásicas más puras. Desembarcado en Holanda, por el camino de sus pintores intimistas penetró en la fiebre de las últimas tendencias pictóricas que se disputaban el interés de París: impresionismo, Fauves, expresionismo, cubismo. Y luego Italia. Grecia más tarde. En Italia, especialmente el impacto psicológico de los tesoros artísticos de la provincia toscana.
Pero esta visión de Europa era también la de una crisis mundial, vivida en su centro: la subsiguiente a la primera guerra. Un pobre pintor latinoamericano debió pasarla mal en aquellas horas de depresión y de empobrecimiento. Sin calefacción para el invierno, Europa por los años veinte no era ambiente como para que pudiera esperarse del novel artista y viajero el confinamiento en un mundo de valores profesionales excluyentes. Algo debió desprenderse del hecho de que no podía tratarse sólo de una experiencia artística. Tampoco la emoción es meramente una voluntad estética. Esta suma de circunstancias capitales no podía menos que despertar aun mas y acentuar la energía psicológica y el coeficiente de un arsenal de fuerzas, materiales y motivaciones acumulados gracias a un proceso de simbiosis del hombre con su medio. Este sentido de la realidad, capacidad para ver lo que se vive y esta en rededor para vivir en función suya, hallaría su mejor estimulo en la peregrinación del contemplador, en su ir y venir sorbiendo ávidamente todas y cada una de las pinceladas de renacimiento en Italia.
En las creaciones de sus frascos pudo el hombre de entonces descifrar los factores de su concepción del mundo, palparse a sí mismo en la combustión de sus afanes y de sus sueños y contemplar los vestigios de una tradición ecuménica viva en los albores de una renovación en lucha definitiva con el pasado, Y, a la inversa, todavía hoy se va a sus muros a la caza de perfiles espirituales que permitan reconstruir precisamente la imagen de su cultura. La pintura medieval y renacentista captó profundamente una edad del espíritu y una época en la historia de la humanidad. ¿Qué mejor maestro para quien anhelaba integrar plásticamente todas las articulaciones de su campo contemporáneo?
El contacto con las mayores invenciones del genio artístico europeo, que a unos espíritus produce la enajenación de sí mismos, arraiga a los otros aún más en su propio universo. No pueden nuestra historia y nuestra cultura ser comprendidas si las miramos por los ojos de los europeos, extraños a nuestro ser, a nuestra idiosincrasia y a nuestros problemas; prisioneros, además, del complejo de un imperialismo cultural que nos reduce a la simple condición de mercados consumidores improductivos, para goce esterilizante de sus obras geniales, y que nos condena al rango irredimible de meras plazas de importación; importación de sistemas, de ciclos institucionales e históricos, de pautas y criterios valorativos. Nos remiten filosofías, programas, profundos análisis de pasiones y sentimientos, aguda comprensión de las vicisitudes del ser, teorías y abstracciones; les remitimos productos primarios, flacos cargamentos sin clientela, divagaciones insustanciales. Entre nuestros escollos está, naturalmente, la sensación de la incurable inferioridad latinoamericana. Esperamos que los críticos de fuera nos juzguen y aprueben para saber cómo debemos ser juzgados. Después de Europa, que venga el diluvio. Nuestro subconsciente nos borra así del mapa ahora y para siempre.
Fue superando este lastre un forme de nuestra mentalidad, su autodesdén y la incapacidad de toda fe en sí mismo, como Pedro Nel Gómez pudo dar comienzo a la realización de una obra por cuya riqueza y amplitud de desarrollo se destaca en el escaso número de los constructores latinoamericanos que han llevado a cabo la tarea de expresar a plenitud su propio talento. Y que lo han hecho superando las categorías mentales de su horizonte comarcano, mediante laboriosa incorporación a un plano de preocupaciones universales. Lucha consciente de largos años ha sido este ir destellando desde la paleta multicolor, temas, motivos e inquietudes de máxima ambición. Porque el volcarse sobre su propio ámbito no ha restado al artista responsabilidad ante las técnicas de su oficio, ni ablandado su riguroso juicio crítico, formado en el sosegado espectáculo de grandes Maestros. Desde los mismos días de su regreso, Pedro Nel trabaja infatigablemente como tiene que saberlo hacer fresquista profesional, cuyo arte. es una disciplina feroz. La decadencia del fresco tiene relación primordial con este hecho evidente.
Lejos de esos estetas sumidos en el aislamiento siempre ser hombre de su tiempo, cuya vida y obra se funden en una sola unidad. Sus murales son una retrospectiva de la sociedad en que vive ; su vida; en ocasiones, una participación personal en los hechos de su historia viviente, como si se tratara en ellos de una pintura en ebullición. Es ésta una transposición vital de los términos, entre el muro y la realidad, mera variación en el tiempo si el trabajo artístico es realista y veraz Su procedencia de las clases medias rurales, el espectáculo de las minas como fenómeno de significado socio?económico evidente, la visión de las traumatizadas sociedades europeas de postguerra y el ejemplo de las revoluciones triunfantes de México y de Rusia; la extraordinaria importancia que para la transformación del país y de su mentalidad representaron los agitados años del cambio político nacional en la década de 1930 a 1940, todo ello confluía a preparar el marco de una irresistible tentación revolucionaria. En ella iba implícita la tendencia nacionalista factor previo indispensable de conciencia anhelante de afirmación y reivindicación de todas nuestras posibilidades.
En el idioma de los bellos colores, murales, óleos y acuarelas suyas nos dicen de esta mística e insurgencia y de su ideario, encaminados hacia la búsqueda y revelación de nuestros propios signos. La tónica de los nuevos acontecimientos, depositarios de la fe de toda la intelectualidad colombiana de avanzada de entonces, alentaba estas esperanzas.
La obra de Pedro Nel Gómez está, pues, con razón, cargada de una fuerte intención social. Su pintura no es mero gusto de los sentidos, ni sus frescos, apenas, piezas funcionales de la decoración arquitectónica. Este acento recorre serenamente su organismo, como parte sustancial de su biología; sin él, su pintura no podría ser pensada sin cercenarle valores adicionales indiscutibles. El ingrediente sociológico e histórico se hace imprescindible para explicarla. Lejos de la anécdota y del cartel, ella discurre por el cauce de una depuración de formas y de una elaboración poética de la realidad, que allí se transfigura. El pueblo asoma en ella su imagen por todas partes; la nutre de su aliento, siempre fresca y renovadoramente, El arte así se torna, sin desmendro de sus propios valores, fuerza constructiva de la nacionalidad, que esclarece y define.
Numerosos estudios del pintor que el público no conoce han ido destilando este afán y despojándolo de sus vestigios transitorios y accidentales. Cuando el teatro descorre su telón y se encienden en medio de la repentina oscuridad del recinto las luces del proscenio, hay una tensión, una magia ambiente propicia para el milagro y la revelación. La obra aparece como una criatura acabada de nacer, o naciente apenas a los ojos de los espectadores. Muchas vigilias respaldan, sin embargo, esta inefable apariencia. Muchos signos sobre el papel, el purgatorio del actor solitario, un concierto de factores que van de la utilería al trance creador, preceden, sepultadas en un plano ignorado, el hallazgo de la obra perfecta. Este secreto laberinto de búsquedas y porfías misteriosas viene a cumplir, propóngaselo o no, una doble función. En el plano individual, la literatura y el arte propician la aparición y perfeccionamiento de la personalidad; en el plano social, la brega aparentemente deshilvanada de esa estirpe de creadores, impele, selecciona y descarta, queriendo desentrañar el exacto perfil del alma colectiva, contribuyendo a forjarle su verdadera identidad.
Este secreto trabajo, cumplido a conciencia, y el cultivo de un fino sentido estético, permite salvar una obra de los reflejos negativos que sobre su imagen pueden proyectar la insomne vocación y ocasional militancia políticas, porque que se imponen finalmente el taller y la estudiosa dedicación no interrumpida. En Pedro Nel Gómez, ellos han cumplido la función de neutralizar cualesquiera efectos frustratorios o influencias desnaturalizadoras de la praxis apasionada, aún la de aquellas horas de ardida juventud en que a las montoneras congregadas en las plazas de Medellín, se hablaba de la defensa de la riqueza nacional, de los tesoros artísticos nacionales o de la propiedad de nuestros hidrocarburos.
Porque la irrupción del país el la corriente turbulenta de la vida moderna y su percepción de los más cruciales acontecimientos universales, fueron sentidas por su generación como un sacudimiento. Excitando toda la fisiología de la creación, estos hechos inyectaron en los organismos pautas ambiciosas y fervor nacionalista y, con Cl gran despertar, la intuición de que es menester rescatar los oficios intelectuales del inconducente vagabundaje entre los libros y las exclamaciones, para fijar la cultura concretamente, a la búsqueda de un destino nuevo. Fue una hora suprema y no desperdiciada, ésta de la provincia en plan de estrenar dimensiones, cuya crítica salida al mundo encendió por doquiera los fuegos abrasadores del primer entusiasmo, capaz de conferir inusitados alcances de deseo y de penetración.
Este aletear de todos los anhelos fue una simiente de pensamientos grandes y de concepciones audaces; desinstaló la mente de sus habitáculos lugareños y sembró el descontento con todos los resabios y poquedades. De esta conmoción de) psiquismo queda un acervo importante. El repaso de las obras de Pedro Nel Gómez no puede menos que suscitar la idea de un designio nuevo y de un lenguaje de alta estirpe, cuya expresión supo en la apartada brega aislar el episodio y el folclor, el lastre de las epidermis regionales, para fijar en su valor exacto los elementos de pura sustancia. El no es un mero narrador sino un intérprete; no el simple testigo o cronista de sus anales sino el investigador minucioso; ni apenas el amanuense de sus hechos contemporáneos, pues hay en él un portador de valores que jerarquiza analíticamente los que han sido materiales de su trabajo, Su obra es el estudio de una vida colectiva en un interesante momento de su proceso, con todas sus implicaciones históricas y culturales, económicas y sociológicas. Sería necio negar a esta faena creadora el propósito central de una visión de profundidad, no por más inadvertida menos compensada y feliz en sus resultados. Al pintor hay que agregar en él la dimensión nueva que le corresponde.
Porque posee el hombre un anhelo intenso de conocer, de verse representado y en la transfiguración de la forma artística. Este deseo vehemente hace parte del amor que se tiene a sí mismo. Por él se busca en los cuadros, en los libros y en los secretos de la ciencia. Pero, a su vez, el artista padece la necesidad íntima de la expresión, de la manifestación de todo su mundo interior. Son dos maneras diferentes de formular la misma pregunta. Lo que el profano busca en la obra creada, el artista lo persigue en la posibilidad creadora y en el proceso de la creación. Pero la materia del arte no es un hombre abstracto, ni una idea pura, sino una cierta y determinada expresión de la vida. Hay grandes artistas; pero preferimos entre ellos al que se revela capaz de sentir al hombre en su condición concreta y real, en sus circunstancias de tiempo y espacio, a través de un poderoso esfuerzo de intuición y de elaboración transmutadora, capaz también de elevar estos materiales contingentes a la dignidad perdurable del arte y de su categoría verdaderamente esencial. El artista debe ser capaz de mostrar que el enzarzamiento del hombre en la tupida red de los hechos cotidianos, da modalidades originales al problema del ser, del destino y de la conciencia. Nunca será capaz el arte de redimir al hombre, pero puede abrirle al menos las puertas del conocimiento intuitivo. Su procedencia de lo vivido le infunde esa fuerza y solidez tan convincentes que exhiben las obras nacidas de la fusión del artista con la realidad. En la cima está aquella morada perfecta que Dilthey localiza cuando escribe: "Homero, Shakespeare, Cervantes, con su conocimiento intuitivo, parecen captar el mundo tal y como es en sí, parece como si la naturaleza mis nos mirase a través de sus ojos, con su sentido que lo abarca todo, sin preferencias ni exclusiones, actuando en un mar de colores y figuras".
Es muy claro que aquel adiestramiento en la vieja y en la nueva Europa y en los dinamismos de su cultura y de su historia, deberían plasmar en una mentalidad joven y alerta surcos muy profundos e influir en su concepción artística y vital. Pero, hecho el avituallamiento, corresponde siempre a un espectador que no se consuela de su suerte de tal, acudir a su deslinde, para que sepa qué direcciones ha de imprimir a su camino. El artista ausculta entonces por qué vertiente de la sangre afluyen a su sensibilidad los elementos que habrán de ser su materia prima. Deberá escrutar, para que perciba que no ha nacido en la gran Toscana, que no hay en su patrimonio beldades de corte, coros de ángeles y músicos celestiales, ni duerme bajo sus plantas inquietas la cultura madre de una gran proeza mitológica o de una aristocracia de la fantasía. Se impone así el regreso al propio hilo de Ariadna por las rutas de la propia valoración, y la apología dichosa de una vida oculta en los horizontes de sus propias promesas.
Porque no hay aquí Euménides o Erinnias eufónicas largamente consagradas; ni los ritos de Apolo nacieron en estas escarpaduras andinas. Las pueblan solamente modestas familias hijas de la rusticación, Patasolas, Lloronas y Hojarasquines, Patetarros de cacofonía repelente, deidades musgosas, concebidas en las humedades germinales del trópico. Aquí la real alegoría vive, vaya de ejemplo, de las barequeras como únicas reinas; carnaciones róseas, musculaturas de labor, desnudeces frutales, formas ya tentadoras o flácidas, entidades femeninas en eclosión de verismo hogareño. Carne palpitante, doblada bajo el hechizo de la luz sin eclipses y frente al gran escenario de una naturaleza bañada en la plenitud del zenit ecuatorial. Aquí reclamaban al pintor su ancestro y las que fueron primeras escuelas de sus sentidos, no las Gracias de Botticelli ni las musas de la estatuaria griega, moldeadas egregiamente en la misma divinidad.
Este será un regreso sin traumatismos para quien vivió siempre centrado en su propio mundo, para quien lo ha aprendido desde las primeras impresiones infantiles en la pura oteada de lo popular, derivando de allí una inclinación invencible y gozosa. No hay por esta vía esfuerzo sobrehumano en retomar los primeros pasos, para reasumir por personales motivaciones un propósito de reivindicación de la dignidad de lo primitivo que ya el arte emprendía merced al giro de una evolución muy compleja. Pedro Nel Gómez respiraba, por razones de origen, las pautas de un arcaísmo muy potente y decisivo, el raro foco de una intensa gesta en medio campo. Allí tenía su cantera. Porque lo decisivo no es el asunto sino el artista. Sus pulmones se recogían para un trabajo de gran aliento; no meras policromías en la cabeza de un alfiler. Y ello no podía ser confinándose en el papel más sólito de lo que evocamos en el concepto de artista, sino
situándose aún más lejos en un intento de fusión y de penetración en los primeros secretos de una cultura recién nacida. Misión ambiciosa de intérprete que se arma con la carga de Sísifo.
El artista se acerca a la vida y toma de su corriente: su movimiento, energía y frescura es lo que su obra recoge y alberga en la vasija de sus formas; como el corte de un momento de su metamorfosis, su faz cambiante se aquieta en el cuadro y espera la serena ronda del espectador, que da vueltas y retorna de uno a otro aspecto y así se complace. Sobre la superficie del cuadro, la misma ola viene y le sugiere cada vez nuevos enlaces. No daña el que se trate de un objeto o de una larga serie de imágenes cuyo juego y composición llevan relaciones asociativas a otros asuntos, y que la obra aprisione lo vivo y se nutra de su fuerza.
Una vida en plenitud es la suya, que responde bien a aquella sentencia Stendhaliana según la cual es feliz el hombre cuyo oficio es su pasión. Pedro Nel Gómez vive la pintura igualmente que pinta la vida, siempre en permanente fusión de sí; dibujante y acuarelista de todas las horas, fresquista, cualquiera de cuyos instantes, sorprendido al azar, representa un hito en la lenta maduración de sus proyectos murales, investiga y selecciona en todas partes sus materiales, en una labor como de minería constante que arruma uno tras otro pacientemente sus granos. De allí que, yendo, se detenga para pintar tumultos en las calles, atletas en los estadios, vastedades geológicas desde las ventanillas de los aviones, gráciles danzantes en el ballet o músicos en las penumbras de los conciertos. Amorosamente se estaciona todos los días para explorar una mirada, un rostro que llora, unos zapatos de labriego o el repliegue simple de una capa. Mineros. Madres. Campesinos. Niños. Entierros. Paisajes. Asesinados. Todo lo ha ido engarzando, uno tras otro pigmento de la vasta superficie policromada. Y todo vivido, igualmente en el pulso anheloso del esteta que en la honda entraña del intérprete de lo humano. Componen su obra ricas galerías de todos los motivos y temas fundamentales; se puede por ella excursionar como coleccionista en busca de expresiones o rasgos psicológicos, de perfiles femeninos, de escenas familiares o alabanzas de la maternidad o del trabajo, de cantos del taller o de la fábrica, ya en la ciudad o en el campo, en medio de los episodios de la vida del pueblo.
Hasta puede afirmarse que sobre el pueblo y vida nuestros hay en su pintura más, en ideas y emociones, que en el paginaje de numerosos libros. Y si todo está sentido apasionadamente, anda también respaldado por un análisis sereno. Por el amor a sus gentes, por la minuciosa maestría que le ha deparado su conocimiento, por ese sabor a vida vivida y real que en los exigentes valores de su oficio ha ido decantando y que empapan y ennoblecen sus formas, es inevitable evocar ante sus cuadros ese encanto que, por encima de los géneros y de las técnicas, nos comunican las obras maestras. Una aquilataciòn de años ha ido imprimiendo a estas cristalizaciones un sello clásico, no sólo en el obvio sentido del vocablo y de sus modelos preferidos, sino también gracias ala transfiguración en arquetipos, de estos valores del medio que han ocupado siempre su pintura.
La suya es toda una obra, en el sentido de que no está constituida por una sucesión de arbitrariedades caprichosas, sino por una articulación coherente y exhaustiva, de esas que no pueden ser sino el fruto de una vida. El resultado es un conjunto vasto, rico en sentido, que da testimonio de una encumbrada concepción del hombre y de la práctica de un humanismo orgánico e integral. Es realización honda y honrada, hecho no para adular nuestros prejuicios sino en función de más ambiciosos propósitos. No es Pedro Nel Gómez un mero decorador para la sensualidad de nuestros salones. Apena a las gentes la fealdad de las gentes en sus cuadros, la desnudez de sus imágenes, lo hirsuto y frontal de sus planteamientos. Pero sentimos cómo están ellas centradas en una realidad muy profunda. Antioquia no es urna de grandes refinamientos; lo antioqueño desciende de colonizadores y campesinos a salto de barrancos, taludes y cordilleras. Y su literatura y su arte no pueden escapar a los imperativos propios de un tal origen.
La técnica en que una pintura sea ejecutada no comunica por sí misma a la obra de arte una calidad particular; pero cada técnica pictórica impone por el camino de sus materiales su propio espíritu e infunde a la creación una cierta personalidad. Es de la necesidad de afrontar sus peculiares problemas de donde brotan las virtudes por las cuales en primer lugar la obra se especifica y distingue.
Así, el óleo es pintura en que los pigmentos van disueltos en aceite. El proceso de su lenta desecación se aviene bien con la ejecución fría y el perfeccionismo. Permite al pintor la repetición y el maquillaje y demorar sobre el lienzo largamente, en las fruiciones del retoque y del modelado, en un tiempo de ejecución suficiente para el espíritu más exigente e insatisfecho.
La acuarela es lo contrario, y por ello se hermana con la pintura al fresco. En ella el agua es ligamento y diluyente. Su ejecución es fluida y nerviosa, rápida la pincelada, y al pintor exige seguridad y acierto. No es campo de estudio detenido sino solaz de inspiración plástica y colorística. La emoción sobrevuela la cartulina aguada para que el trazo more cómodamente en su medio transparente. La historia de la acuarela está ligada, con razón, al tema del paisaje, ese cuerpo inestable en rápida e imperceptible transformación, como el mejor instrumento para captar atmósferas y lejanías, sombras y ámbitos luminosos, cielos únicos y cambiantes. Es pintura viva y temperamental, para hacer en el caballete plantado en medio de la naturaleza vibrante; allí la pupila caza con agilidad y confía el hallazgo al pincel que se agita presurosamente. La acuarela es, por contraposición al óleo, etérea e ingrávida. De allí su dificultad y su encanto.
Pierre Cabannes escribía en "Lets Arts" acerca del origen de la acuarela y de su auge. En los albores del siglo XIX hubo en Londres tantos pintores a ella dedicados, que pudo surgir allí la "Water?color Society"; los acuarelistas atravesaron luego el Canal de la Mancha e invadieron el Continente Europeo, instalándose en los lugares más pintorescos. Cabannes expresa cómo la acuarela, tan ágil como el ojo y gracias a su poder para captar lo fugitivo con el solo golpe de la vista, es un extraordinario medio para las anotaciones coloreadas, una verdadera "estenografía pictórica".
Miguel Ángel llamó a la técnica del fresco "pintura varonil". Su ejecución está íntimamente ligada a muy arduas faenas artesanales y plantea complejos problemas técnicos. Sobre el muro debidamente acondicionado, es primero la colocación del mortero, una mezcla de cal con arena gruesa. Se obtiene así un soporte para el enlucido del estuco, capa de arena fina y tamizada en unión con cal, previamente por su remojo hasta la saturación, en largo proceso. De la necesidad de incorporar la pintura al estuco húmedo todavía, deriva esta técnica su nombre. El obrero prepara diariamente el área de estuco para la tarea que el pintor ejecutará en cada jornada. Y éste debe emprenderla inmediatamente, sobre la pared fresca, antes de que hayan secado sus materiales. Sobre la superficie bruñida, antes de la evaporación del agua, el pintor tiene que operar con rapidez, haciendo uso de todo su dominio técnico. La ejecución es prácticamente irremediable. De Leonardo y de Délacroix se dice que no cultivaron la pintura al fresco por no prestarse su técnica a una elaboración libre y perfecta. Hay fatalidad en cada pincelada. El trazo ha de ser espontáneo y seguro, impulsado por nervio sensitivo y feliz. Sobre el estuco húmedo e impregnado, la cal absorbe el anhídrido carbónico del aire, formando así el carbonato de cal, que transforma los colores en tintas insolubles. A la dispendiosa e incómoda tarea debe aportar el pintor concepciones ya robustas y maduras, sometidas a todas las fases de la gestación y la elaboración: ideas, bocetos, proyectos, cartones, y calcarlos como guías de trabajo sobre el paramento de la ejecución. Es una labor tesonera, de agotamiento físico y espiritual. Pero demanda, al mismo tiempo, la incorporación funcional del fresco en la arquitectura del edificio; porque un fresco es parte de la construcción, no un gigantesco cuadro levantado al azar sobre paredes públicas.
Un examen de conjunto de la obra de Pedro Nel Gómez nos convence de que todas sus técnicas son tributarias de su arte mural; y de que su obra al fresco es la expresión culminante de su oficio, como el escenario de lo que se ha tejido entre bambalinas, minuciosamente. El fresco es el apogeo de sus figuras y de sus formas; las técnicas menores son su laboratorio, como si cada pincelada supiera entrever remotamente la superficie monumental. Es la suya una pintura orgánicamente condicionada en todas sus manifestaciones por la perspectiva mural. Así, sus figuras y temas murales han sido lavados y depurados por el agua clara de la acuarela, trabajados cariciosamente en las vacancias del óleo paciente y remansado.
Estas técnicas son las que han permitido a sus imágenes emigrar, como en las moradas sucesivas de una larga metamorfosis que en el dibujo tiene su punto de partida y al fresco por horizonte. Llevan, por eso, en su composición y vigor plásticos, desde el cuadrilátero del caballete, gérmenes de pintura mural. ¿Dónde la explicación de este sumergirse de la técnica acuarelística en el mundo de la temática humana y del desnudo, en forma tan apasionada y original en toda su historia, sino en el establecimiento inconsciente de una secuencia lógica entre la acuarela y el fresco? Su acuarela ha venido sirviendo de taller al fresquista, sirviéndole de memoria para sus impresiones fugaces. Toda la población de sus enfoques murales, la riqueza de tratamiento que ha podido evitar la estereotipia y el tic de la repetición, descienden por línea directa de su mundo acuarelado; como las creaciones míticas son hijas de la pintura de campo en Berrío o en el Nordeste, como su diosa de las aguas es una transfiguración de la deidad concebida y pintada en la manigua del Carare. Porque la mitología aborigen y autóctona de nuestros campos ha encontrado en él al artista que le ha permitido una especie de transfiguración hacia más evolucionadas formas del arte y de la cultura. Es como si, al purgarse andando de una a otra tela, lograran hacerse dignas de la mayor consagración. El interés por la figura humana y por la naturaleza, que impide a nuestra peculiar mentalidad divorciar uno de otro término, es la mejor explicación del florecimiento en Antioquia de la única verdadera escuela de acuarelistas que haya habido en la pintura latinoamericana. A la cabeza está Pedro Nel Gómez, padre de este fenómeno singular, maestro de la técnica aquí y en cualquier medio artístico, con una magisterio que tiene sus primeras raíces en obras de más de sesenta años de anterioridad. Es decir que, en esta forma, el movimiento acuarelístico de Antioquia es corolario de la pintura al fresco; su origen se aclara por la necesidad que el fresco tiene de una especie de purgatorio en dónde acrisolar previamente las concepciones plásticas.
Con trazos vigorosos y tintas caldeadas en el corazón del trópico, los pinceles de Pedro Nel Gómez han ido hilvanando un tejido multicolor y bordando en él mineros y deidades, arrieros y amazonas, héroes y maternidades. De lo humano, de lo animal, de lo fantástico se han ido nutriendo sus creaciones. Tras la malla de los rasgos materiales bulle un espíritu; allí es donde hay que escrutar la significación de su obra de arte.
Una guía fundamental de interpretación radica en comprender el sentido en que el pintor ha ido orientando su vida artística; no como el esteta engolfado en el virtuosismo y cegado por las técnicas, que aísla de las demás porciones del mundo su ideal de belleza. Oficiante de su taller y minucioso artesano, acuciado por la investigación profunda de todos los secretos profesionales, no se ha quedado allí, sin embargo. Al quietismo contemplativo ha opuesto una incorporación vital a su época y a su pueblo. Y todas las circunstancias del universo que lo rodea han tomado formas y colores para su obra. El fresco ha sido en él, más que un elemento de decoración, un lenguaje ambicioso en el cual se pueda significar toda la agitación de lo humano, un medio de comunicación con sus contemporáneos. La dimensión en las concepciones que el fresco reclama demanda del artista una cierta adecuación psicológica y espiritual.
Pedro Nel Gómez ha calado tan hondo en nuestro mundo, que se hace necesario saturarse de sus componentes para asirlo y comprenderlo. Nutrido y consanguinizado con todos sus fenómenos, es menester tomar en cuenta para gustarlo, nuestra idiosincrasia, nuestra capacidad y nuestros defectos. Porque no se trata solamente de la asimilación de los valores del pueblo como valores de la masa: palpita en su obra una concepción muy alta del pueblo como complejo cultural e histórico, como quehacer y destino colectivo, con proyecciones sobre sus orígenes y sobre las sendas de su futuro. Y este avatar impone el llamado a una visión muy amplia, retrospectivamente y en el devenir histórico. Los dos puntos se enlazan: de un extremo, el surco originario; del otro, el avizoramiento de la posteridad. La obra del "Sena" en el Pedregal, en Medellín, es una síntesis de afirmación, con la pujanza creadora del optimismo y un final sin el cual hubiera faltado claridad al ciclo de lo antioqueño como concepción de ambiciosa profundidad. Es justo reconocer que en esta investigación Pedro Nel es pionero y fundador; y que cualquiera que sea el alcance de un estudio sobre dicho tema, inexplicablemente inexistente hoy en forma completa, deberá recordarse siempre que fue su pintura la que señaló los más originales caminos.
De esta afición vienen las andanzas en busca de los hontanares de lo arcaico y de lo primitivo, sus encuentros con el espíritu de las deidades y con todas las manifestaciones de lo mítico. De ahí también su interés por la naturaleza, que no es en él mera emoción poética o pasión plástica, sino también cauce y función del desenvolvimiento histórico. Al fondo de sus creaciones hay siempre un pedazo de selva, la cresta de las cordilleras andinas; contra los ardores del trópico, un refrescante brochazo de acuarela. El crea con el espíritu de lo antioqueño, educado en el espectáculo vigoroso y solemne de sus montañas y maniguas culticolores, de sus aguas resonantes y de sus cielos abiertos. Una pedagogía para el espíritu tenso o sosegado, un estímulo para su sentido telúrico, que doblega al ser sobre la materia de su mundo y sobre el espectáculo físico del universo. De allí el sentimiento de lo cósmico, el hondo resonar de los enigmas de la ciencia, algo diferente del abstraccionismo sin otro sustento que los falsos estados oníricos.
De allí esa constante de su humanismo, esa fe en el hombre y en sus fueros, en las cosas que hace y en las que sueña y trabaja. Sus frescos respiran y trasudan una excelsa atmósfera moral, la más alta cima de la dignidad de lo humano. Ese culto a la desnudez tiene mucho que ver con ésta su filosofía de "el hombre primero que todo".
Es notable su insistencia en la exaltación de los valores colectivos a su juicio más decisivos: la industria del oro, los petróleos y, en general, las riquezas minerales, las reservas hidráulicas, su afán nacionalista, el celoso acierto en la revitalización de todo lo indolatino, que nos distingue e individualiza. Y, en general, el innegable sentido político que alienta en su obra; no el cartel callejero o el grito pintado, ni la monserga demagógica, sino la más alta acepción del término. Acompasadamente marchan su plasticidad y su instinto social. Hay que advertir el brío de sus barequeras, brigadas rítmicas de aire conquistador y guerrero, cuando emergen de trasfondos selváticos para precipitarse, como sobre presa enemiga, sobre el tesoro de las corrientes. El oro en sus bateas parece botín. Sus barequeras, en grupos de onduladas y cadenciosas anatomías, bateas por armas, parecen dejar tras de sí un eco de épica bulliciosa.
A estas implicaciones se acerca Pedro Nel Gómez con una gran admiración por los atributos constitutivos de nuestra psicología popular; toda su obra es una alabanza del trabajo humano, de su primera pobreza y del progreso que lo sucede. La minería es su tema preferido. Mineros de socavón y barequeros y barequeras en las corrientes, su tragedia, sus entierros. El poema del oro en las paredes del Banco Popular de Medellín es, indudablemente, una de las más hermosas páginas de toda nuestra cultura. Y siempre al lado, obreros, telares, fábricas, oficios domésticos, todas las manifestaciones del trabajo liberador. Y no podía faltar el tema de la mujer en esta culminación de lo antioqueño; nunca están solos los varones de sus cuadros. En su obra es insistente la presencia de lo femenino, el dulce llamado del amor. Hay mujeres en las fábricas y en los entierros, en los pantanos de las minas y en las manifestaciones populares; como nervio pujante. Y como un espectáculo novedoso, al par que idea, en un ambiente donde la mujer fue siempre mera decoración. Otras veces anda su imagen como el acento inefable de la vida, circuyéndolo todo con su misterio. Hay maternidades por doquiera; entre las cogederas de café, bajo la luna menguante a la salida de las fábricas, entre el humo de los talleres. Cuando el arriero remonta los Andes, una mujer jadea tiernamente a su lado, con un niño entre el rebozo. Oleada de la ideología que desborda los diques de las cordilleras. Este tema es coyuntura hacia toda su investigación del carácter, de la psicología, del sentimiento cósmico del hombre en la búsqueda de los secretos de la ciencia.
El desnudo de Pedro Nel Gómez presta a su obra esa consistencia de lo vivido y de lo real, la verdad como modelo en el campo abierto, no el artificio del estudio en encierro. De allí esa corporeidad que exhiben siempre sus creaciones. La minería ?un pueblo en almendra primitiva, milagro de plasticidad? es históricamente un determinante de su pasión por el desnudo humano. La acuarela no había sido llevada en este tema más allá de la naturaleza muerta y del retrato. El desnudo infunde prestigio y nobleza a su pintura al fresco.
La labor pictórica de Pedro Nel Gómez viene de antes del año 20; su actividad como fresquista, de 1934. Su vida se ha desarrollado en un cierto paralelismo con la famosa trilogía mejicana de Orozco, Rivera y Siqueiros. Las condiciones de evolución y realización de uno y otros han marchado parejas por muchos conceptos, y este es un fenómeno en el cual no se han detenido lo suficiente quienes, olvidando la común pertenencia a idénticas coordenadas históricas, sociopolíticas y culturales, exageran la comunidad de rasgos entre el muralista colombiano y la escuela del fresco en Méjico. Cierto afán de expropiación de lo nativo y local, auto?expropiación paradójica pero endémica, nos hace temer que los países de la retaguardia cultural americana estén necesitando una madre europea en su propio medio, para transferirle su complejo de enajenación.
Con respecto a la generalidad de nuestros tópicos culturales debería superarse, por incompleto, todo enfoque como manifestación de un mundo encerrado y aparte. Casualmente los fresquistas americanos han sido notables por su contribución a la tarea de despertar en el híbrido continente hispánico la conciencia de sus lazos comunes y de su común destino y solidaridad. La fe en un mundo nuevo en sí mismo considerado. No se debe fraccionar en el papel lo que tiene unidad real en los hechos, pues con ello nada se gana sino sólo oscurecer su comprensión. América llegará a edificar su propia cultura, pero ésta y un espíritu propio sólo podrán ser afirmados a medida que el agregado de expresiones locales vaya logrando testimoniar la existencia de una misma génesis.
El fresco en nuestro continente procede técnica y espiritualmente del renacentista. En Florencia tomaron impulso para sus vuelos, por igual Diego Rivera y Pedro Nel Gómez. Aquel más educado en el arte parisino, éste más italiano y clásico. De allí que el mural latinoamericano haya nacido bajo el signo de la incorporación del arte público a la concepción del mundo propio de la época y a los más conturbadores problemas del alma colectiva. La técnica de la pintura al fresco, considerada históricamente, ubica por sí misma al artista en el marco de las motivaciones psicológicas de sus contemporáneos.
Y contemporáneos son también el fresco colombiano y el de Méjico, aunque éste se apoye en una tradición plástica y cultural más rica y más antigua. Impulsado por el espíritu de cooperación con su época y con su pueblo, huelga decir que bajo el efecto de las mismas tendencias y escuelas del arte moderno, el fresco aquí y allá confrontaba circunstancias históricas y espirituales sustancialmente idénticas. ¿0 no es uno y mismo problema, matizado diversamente por el grado de evolución, el que afronta la sociedad latinoamericana desde Méjico hasta el extremo sur del continente? ¿No es cierto también que existe una conciencia unificada, más o menos amplia, de uno a otro punto del mapa americano, sobre la identidad de su situación? Quien quiera tomar de ella sus materiales, se dará la mano, tal vez sin saberlo, con el pintor, el novelista, el poeta de la pampa austral, del desierto peruano, de la cordillera colombiana: de Buenos Aires a las orillas del Río Grande.
Hay un fenómeno que emparenta también a unos y otros pintores y es la toma de conciencia de un destino propio para nuestros pueblos, estado de ánimo que se extendió a todos los sectores intelectuales avanzados. De allí ese bullir de lo nacional, de lo propio, de lo autóctono. Una deliberada investigación de la personalidad por apelación a sus acervos más característicos. Esta evolución de lo nacional tiene en Pedro Nel Gómez raíces en una concepción aún más vasta.
Bajo este amor a lo propio, Pedro Nel ha venido trabajando en la soledad no perturbada. No ha gozado de la misma libertad de acción de los artistas mejicanos; más bien ha debido encarar muchas veces la ceguera de alma y el obtuso sentido de sus conciudadanos.
Sin rendirse a las dificultades, en un curioso dentro y fuera de la sociedad en que vive, ha ido labrando una obra de maravillosa y bien desenvuelta unidad.
Hay dos maneras extremas de concebir y manipular socialmente la profesión y los oficios artísticos e intelectuales.
Una es la consideración de que toda sociedad que trabaja está obligada al margen de un ocio fecundo y a la coexistencia simpática con una casta ociosa que crea y piensa cosas e ideas desprovistas de aplicabilidad útil inmediata, como que ella misma y sus acciones están desasidas de los poderes y los afanes prácticos de todos los días. A la pura brega animal, prosa escueta, se contraponen la poesía y dignidad de los bohemios y los abstraídos, como su tributo y contrapartida. Ellos están situados un poco por encima, en niveles propicios cuya superioridad justifica un cierto respeto admirativo. Es más: esta visión reposa profundamente en la realidad de que no podemos aspirar a igual comprensión de la diversidad humana y de lo psicológico en toda la riqueza de su tipología.
En Antioquia se profesa una visión distinta. El poeta y el filósofo no son formas sociales sino profundas elecciones de la vida individual. Allá todo el mundo con las cosas que le interesan. Hacer buenos versos o malos negocios son variaciones indistintas de la biografía personal. Y de que alguien se afane aquí o en esto otro nadie quiere percatarse: todos a lo suyo y que el concierto de la vida humana siga tan campante. En todos los órdenes de la existencia, más se oculta que se publica. Hay un volcamiento apasionado de cada hombre sobre la que ha elegido como su tarea. Lo demás es inadvertencia y desentendimiento. Esta es una lucha secretamente cruel por el poder. El que busca, y no importa qué: si unos pesos o un ideal, está rodeado de gentes que por todas partes andan también buscando: como si existiera un común denominador de inseguridad.
Este modo de ver y vivir plantea implicaciones muy trascendentales. Cada quien está solo. Y para la justificación de sus quehaceres deberá atenerse a la fuerza de sus íntimas compensaciones. A falta de proyección social para su trabajo ?todos andamos realizándonos, que cada cual lo haga por su camino?, el artista deberá asumirlo todo en el plano de sus motivaciones personales. Un tal vivir hacia adentro, en el carácter introvertido de la vida colectiva, sin suscitaciones extrínsecas, es impropio para la vanidad y la simulación, para los papeles sociales sin honda raíz en la individualidad. En ausencia de apoyo en los equívocos y las complacencias ambientes, el individuo solitario no tendrá más camino que apelar a sus propias reservas; sin las poderosas razones de su íntimo querer, el hombre se queda sin resortes para su perseverancia. Y sin otro incentivo que su profunda gana personal.
Así, en término breve se pone a cada cual en su lugar; el falso idealista y el cantor de los primeros años pronto se encuentran avocados a la realidad de lo que verdaderamente son. De allí que en ese medio sea relativamente escaso el número de los desadaptados a perpetuidad, de los histriones engañados para siempre, de las vocaciones a medias. El que resiste la prueba infernal lleva seguramente en lo profundo una fuente de verdad. Están de más allí barbas y boinas, pipas y melenas, crónicos corbatines y versos a toda hora bajo el atuendo estrafalario; porque lo patibulario y lo bohemio, la mirada vacía y el drama personal profesionalizado carecen allí de carisma y de función social.
No hay santos y señas ni distintivos de castas. Cuando se da una verdarera vocación, rápida mente comprende que ha de realizarse como una área para sí. Y entonces se pone a trabajar. Resultado: pocas vocaciones definitivas; pero vocaciones intelectuales auténticas (que se alimentan de si mismas); vidas plenas de realización. Y, contra el intento social de una falsa uniformidad, el aislamiento, pero entonces no la soledad vacía del desorientado sino el íntimo soliloquio de quien ha aprendido que enfrentar seriamente su trabajo es la forma que le corresponde de adaptación. Como otros se dedican a hacer fortuna, este empeñará su talento en lo que constituye motivo de su fe. Pero, además, ingloriosamente mimetizado en el común rasero, viviendo de una cosa pero para otra, la que es su alma de verdad. Y ello en la simultaneidad ordenada de dos planos vitales concurrentes: la aventura idealista al lado del cotidiano afán.
Como grandes pasiones solitarias, vegetación de páramo, sin público y sin esa oportunidad de confrontarse objetivamente que pueden ofrecer el medio social y la refracción operada por la crítica, han nacido y crecido en Antioquia, continúan haciéndolo, cuantos han fraguado en obra perdurable. Esta vía negativa ha sido la paradójica contribución y el poderoso estímulo del ambiente. En su frialdad y distancia congénitas, Antioquia ha resultado ser una forja de autenticidad y responsabilidad creadora para sus vocaciones. Constantes en la creación a fuerza de su propia fe; y en el plano de la vida práctica, lejanos, escépticos e inasimilados, que todo lo ven y lo desdeñan casi todo.
Pedro Nel Gómez también necesitó a su tiempo aprender a soportar filosóficamente la impenetrable dureza del ambiente y a crear descartándolo: sin adulaciones, sin vanos compromisos, en la posesión de su íntima libertad creadora y del don de la sinceridad y la franqueza. Pero siempre adelante y creando para un tiempo futuro, para un después siempre preterido que reciba su lección.
Es la de Pedro Nel Gómez de las más orgánicas concepciones en la reciente historia del arte colombiano. Sus obras son un goce de los sentidos y otras tantas páginas de indagación humana y espiritual. Son luces con transparencia de agua clara, espacios vibrantes de color, volúmenes de una consistencia corpórea que entre las formas disuelve la tersa superficie del muro y excusa al tacto su faena sensual. He aquí el fruto de una existencia apasionada, cuyas búsquedas quedan en el mural, en el óleo, en la acuarela diestra, en sus tallas en piedra, hasta las cuales ha llevado también los perfiles de los soñadores del oro.
Artesano infatigable y artista insatisfecho, Pedro Nel Gómez ha prestado el testimonio del alma regional y nacional y de sus cauces históricos. A la evolución social y política de su pueblo ha aportado realizaciones meritorias. Enriqueciendo nuestro autoconocimiento nos ha entregado una fuerza de cambio, la que nos permite enfrentar los azares del futuro conservando nuestra propia alma; la que, para centrarnos, nos eleva a la dignidad del amor intelectual y del conocimiento.
Y si alguien ha querido erigirlo en símbolo de un camino recorrido a ojos abiertos, no es por huero antioqueñismo, ni por considerar a Antioquia la gran cultura o el modelo más alto. Sino, críticamente, en la de que este núcleo, homogéneo y suficientemente definido en el proceso de su sucesión histórica, brinda, por gracia de tales caracteres, un campo sólido para el análisis y el enjuiciamiento. Porque en su recuento es saludable ir haciendo deducciones a partir del fenómeno humano y hacia el campo cultural, para interpretar en coherencia ininterrumpida nuestra cultura por nuestro pueblo.
#AmorPorColombia
Pedro Nel Gómez pintor y poeta de su pueblo
El maestro (Autorretrato). Acuarela. 1960
Texto de Carlos Jiménez Gómez
Los mundos del espíritu no se excluyen necesariamente, sino que sus manifestaciones recíprocamente se complementan. El cultivo de las aversiones sistemáticas en el mundo del arte y de la cultura no da otro fruto que cegar la sensibilidad y la inteligencia a alguna luz, no importa de dónde provenga, y privar al espectador del goce, tal vez muy hondo, que obras y realizaciones innovadoras habrían de depararnos desde algunos ángulos de creación que no son nuestros preferidos, si supiéramos lavar nuestra mirada de los prejuicios que la obnubilan. Es necesario salir al encuentro de la obra de arte en la escala de valores que le es propia y que la ha engendrado, en el mismo campo en que ha sido soñada trabajada, en el calor de los elementos que la constituyen. Piénsese lo que se quiera de la pintura figurativa, debe aceptarse que para gustarla y comprenderla hay que desentrañar el proceso de sus orígenes, remontar su historia hasta sus raíces, esforzarse en entender las íntimas razones en gracia de las cuales cuadros y escuelas, a través de los años, han ido gestando una concepción que para ser lo que es tiene motivos muy profundos.
Fatigada de su culto milenario a la realidad y de su imitación uniforme, la pintura se lanza desde fines del siglo XIX a una empresa de absoluta voluntad creadora, de invención original y nueva, de rebeldía contra todas las formas de una tradición de la que progresivamente se va desligando más todos los días. Ya no la realidad visible sino como punto de partida y materia prima de la invención; ahora se tratará de la búsqueda de las formas que la realidad esconde, del hallazgo de las posibilidades innumerables cuya manifestación cegó la forma existente, pero cuya creación y recomposición ofrecen un campo ilimitado a la imaginación completamente libre. Una sensibilidad insatisfecha se niega a reposar contemplativamente en medio de las cosas, destruye el orden que les pertenece y las utiliza para crear con sus fragmentos un mundo, el mundo para sí. El mundo del arte cede su sitio al propio de cada artista.
Detrás de estas libertades hay mucho, una filosofía sin sistema, en cuyos laberintos diariamente se extravía el inerme espectador que, neófito en sus doctrinas, habita inocente y feliz en medio de lo que lo rodea, y que no acierta a justificar un cambio cuya necesidad, nacida en las evoluciones de la más refinada cultura, nunca había antes sentido. Por este camino el arte estrechó sin proponérselo el círculo, antes mayoritario, de sus devotos. ¿A dónde irá a parar este afán cada vez más osado y original? ¿A dónde esta sucesión de mundos, interminable y de personalísimo albedrío? Cualquiera que fuere la respuesta, hasta de sus resultados más positivos tendrán que seguir ayunos los incapaces de esta aguda comprensión y quienes persistan inflexiblemente en la admiración exclusiva de lo ya consagrado. Un cuadro es una integración de elementos y valores diversos cuya realización ideal hace la armonía de la obra perfecta. Cada época trabaja los que mejor captan su interés; y la historia de la pintura es la sucesión de una apasionada vocación en que, de entre dichos elementos, unos y otros se sustituyen, saltando desde el fondo hasta el primer plano de la contemplación.
La más profunda revolución en el arte de nuestro tiempo se inicia con la aparición, en la década de 1870 a 1880, del impresionismo, esbozado ya en las obras de los grandes maestros venecianos del siglo XV. Es la primera la de la luz, donde los cuerpos flotan y se desdibujan. Viene luego el expresionismo a desgarrar las formas para hacerlas capaces de significar todo el sentido del espíritu creador. Y el cubismo descompone los objetos reales y rehace, abstrayéndola de entre sus vestigios, una nueva visión, ,enteramente constructiva, de la realidad. En las obras propiamente no figurativas, el ímpetu creativo se libera de toda referencia al mundo real; la obra de arte se convierte en un mundo aparte, cerrado, hijo solamente de la imaginación creadora, en una libertad sin modelos preestablecidos. Dibujo y composición, luz y color, equilibrio y armonía, masas y espacios, formas y volúmenes, dimensionalidad, elementos estructurales y pictóricos, constituyen valores técnicos específicos destinados primordialmente a la apreciación de los sentidos.
De esta manera el arte pictórico ha ido internándose en la pesquisa de su propio ser, de sus componentes más íntimos y de sus últimos repliegues constitutivos. Es ésta una exploración de todos sus elementos y posibilidades técnicas, emprendida con un furioso rigor, armado de la razón. La pintura que descompone el mundo para volver a fabricarlo y que construye uno sin relación con el existente, es, a la par que consonancia con el desarrollo de las ciencias, también una proyección de la crisis del espíritu occidental, en donde la razón ha ido desarticulando todas las concepciones, puesto en tela de juicio todos los principios y desmentido alternativamente todos los esquemas, desgarrando también la unidad de la obra de arte; un arte que no puede escaparle porque está, como nosotros -impedidos para rechazarlo?, inserto también en el mismo proceso de la historia y de la cultura. Este arte se ha ido retirando hacia el mundo de la forma sensible, su dúctil medio de expresión, desdeñan do todo lo demás. A medida que quema los vestigios de su pasado, enmudece para el simple espectador, si éste carece de un adiestramiento que lo ponga en comunicación con todos aquellos secretos gracias a los cuales ha sido producido y que lo introduzca en la significación de un lenguaje cifrado a menudo inescrutable.
Si dos colores hacen un contraste feliz o hay en el cuadro un tratamiento afortunado de la perspectiva, de rigor matemático, o la composición es de perfección verdaderamente geométrica, ello puede producir un placer estético. Pero no lo es todo, salvo para los fríos especialistas. Estos se van quedando todos los días más solitarios en la alabanza de los valores específicos de la pintura cuando a ella todo lo reducen, como pintura sólo para pintores, olvidando que de todo medio expresivo, apenas natural es esperar una voluntad de lenguaje y una intención de comunicación. El encasillamiento en una faena de taller puramente experimental, en que el artista medita a profundidad acerca de sus medios, tiene toda una lógica histórica, produce también obras de extraordinario interés, pero rompe el fenómeno principal en que el arte encarna como producto de cultura: su esencia de relación, el ser naturalmente ámbito de participación de los milagros de la sensibilidad y de la belleza. Cuando los artistas se quieren quedar ellos solos con el arte y sus críticos engolosinados, encerrarse con su obra en un mundo en el que no pueda ser contemplada ni entendida, el arte ha escapado a su centro de gravitación. Y ello no puede ocurrir indefinidamente. Luego de ahondar en la sabiduría de las particularidades a que se había enajenado, su destino es regresar al reino de la comunicación humana, que es donde se asientan los valores definitivos y perdurables. No se trata de una anhelada reincorporación a etapas superadas ya en un cuerpo de síntesis siempre más ricas y progresivas, sino de su nueva vinculación, a través de formas cada vez más perfectas, a valores más absolutos y extensos, más satisfactorios para la plenitud de la conciencia humana. Sólo una crítica mediocre puede omitir el enlace de la obra de arte con otros valores que los de su técnica peculiar.
En su investigación implacable, el pintor se sumerge en el reino de lo sensible hasta realizar una verdadera odisea entre el mundo de las cosas, para mirarlas por dentro, asir sus imperceptibles reconditeces y desplegarlas luego a nuestros ojos desconcertados. Ya no reconocemos nuestro universo en ese botín, a veces maravilloso, ganado tras las fronteras de los fenómenos. Es ya la pintura en trance de absolver delante de nosotros sus problemas intelectuales, toda la suma de los interrogantes que se había formulado. Pero si la pintura nos demanda por sus limitaciones, nosotros nos preguntamos ante los cuadros por lo que tenga que ver con sus difíciles conquistas cuanto querían entregarnos nuestros sentidos; frías hazañas del análisis, llevado a velados territorios en hombros de una libertad creadora sin concesiones, hasta la tiranía de la inapariencia.
En la intimidad de la estancia, el cuadro así inventado es un monumento de deleites que vive su absoluto reposo. Allí espera, porque es al espectador a quien corresponde emprender intencionadamente su marcha hacia el ámbito que lo envuelve. En el salón donde su inmovilidad irradia, el contemplador voluntariamente lo incorpora a su biografía y se trenza con él en el diálogo para el cual ha salido a buscarlo. Es una permutación de albedríos y decisiones individuales; el artista ha creado a capricho, el espectador lo escoge porque en sus honduras así le place. El caballete crea para quien quiera mirar lo que se traza sobre su dorso; es, por eso, el laboratorio natural de todas las ocurrencias de todas las ingeniosidades. En su área diminuta, la conciencia solitaria y la sensibilidad introvertida y ensimismada graban el periplo de sus aventuras más extravagantes y originales.
No así la pintura monumental, echada como red al paso de todo el mundo y creada para eso, con la intención de envolver todo lo que lo rodea en la magia de su deslumbrante belleza. No hay el espectador sino el transeúnte; ni la pasividad de la tela admirada pero siempre a la espera, sino la empresa activa de captar y retener su interés. No es la cámara apartada y silenciosa sino la varonil intrusión en medio del bullicio. No el marco sino la arquitectura. No se la guarda en el museo a que llega quien así lo quiere, sino que se la expone a la luz pública y en sitio concurrido, en forma tal que al menos apasionado su encuentro le resulte inevitable. Para ver un lienzo se ha hecho previamente una tregua en la obsesión de negocios y asuntos; el mural se mira en el tráfago de las ocupaciones, mientras se va o se viene, se ora o se trabaja; está hecho para una comunión del arte con el hilo revuelto de nuestras emociones y con el transcurso llano de nuestras vidas; supone un diálogo indeliberado del arte con sus contemporáneos. El mural sin preguntas y respuestas de sus conciudadanos semeja un desterrado, y sólo por esa circunstancia se ve forzado a retornar a la calidad de pintura de caballete, creada para el recinto misterioso del museo. Requiere, por eso, un lenguaje más elaborado y universal.
Detenerse a la vera del óleo o la acuarela es ya tomar conciencia de que existe un valor llamado el arte. El mural está destinado a la mirada de muchos que nunca han visto un cuadro, tal vez sí apenas una lámina en serie. El estilo de caballete y todas sus licencias aparecen como extraviados en una pintura mural cuyos medios de expresión están más condicionados. Esta afirmación tendrá que ser menos rotunda si se invierte el planteamiento. Y un mural en recinto privado es un monumento que vive la vida de un cuadro, una vida que no le pertenece, a cambio de la negación de la que le es propia. Está ahí descentrado, como lo estaría un cuadro permanentemente expuesto en la avenida o en el parque. Como ciertos murales hechos con la mentalidad de la más arbitraria pintura de nuestro tiempo, típica de planteamientos y problemas cuyo natural teatro es el laboratorio de los artistas libres en riña completa con el pasado. El cuadro puede ser ensayo y exploración; el mural es, premeditadamente, un llamado a la generalidad de los fieles, de los ciudadanos. Son dos categorías aparte, a cada una de las cuales corresponde una atmósfera que le dicta sus libertades y limitaciones. El mural reclama para sí la energía, el movimiento, algo más que la simple dinámica de los sentidos, y, puesto que intenta reproducir todo el contexto de lo real y verdadero, llama a nuestra contemplación, como el espectáculo a la del espectador que desde una colina mira reconstruir una batalla.
No son obra del inseguro azar las grandes líneas de la tradición pictórica monumental a través de las diversas épocas de la historia. Ni sus características entrañan una mera constante o dato histórico, sino la proyección de los presupuestos de un arte que hunde sus raíces más profundas en lo colectivo, de donde extrae toda la fuerza y la savia de que se alimenta, y que a lo colectivo devuelve todo el cromatismo de su follaje. En medio de sus transparencias , el caminante adivina los pensamientos y obsesiones que lo rodean, la conciencia de su contorno y el espíritu de su tiempo. Es en la pintura mural donde la condición del artista está más de relieve ligada a su medio y a la conciencia de su época; es allí menos posible al artista vivir una existencia humana y socialmente descentrada. Allí importa, más que en ningún otro aspecto, comprender todos los factores históricos que lo rodean, la vida que se vive. Puede darse una voz disonante; pero, en desquite, una tradición eleva, asentada sólidamente sobre sus más firmes fundamentos, la mística de una comunión del arte y del artista con su medio y con su éra. Fantasía y Verdad. No puede llevarse allí este ánimo de enfrentar a la técnica con el espíritu. Porque el mural es el mejor campo de integración de todos los elementos de la creación artística.
La pintura italiana, desde el Giotto y atravesando todo el Cuatrocientos, hasta ascender a las más altas cumbres del Renacimiento clásico, nos brinda una creación portentosa en todos los sentidos y apta para el análisis del más exigente vocabulario plástico. El enfrentamiento de los más concretos problemas de la pintura y las soluciones con que comenzó en sus obras a alborear el arte moderno, no fueron obstáculo para que brotara de su paleta todo un mundo pleno de emoción y de significado, representación de la vida, y de cuya estructura el arte luego fue como desgajando aspectos y detalles hasta atomizar mínimamente sus conceptos, dejando a veces sólo el esqueleto frío de donde toda concepción ha sido cuidadosamente extrañada. Aquel fue el gran tratado de la pintura. La posteridad lo ha ido repasando por capítulos y valores. Y, en tanto que sólo pintura, aquellas obras dicen al crítico sagaz acerca del espíritu que las penetra, como los textos del Alighieri al lector menos avezado en cuanto a los ideales de su tiempo. Y no propiamente podrán resumirse sus obras bajo el mote de mera literatura. Porque ellas realizaron valores profundos de orden técnico, sin estacionarse en la mera ilustración, que es la visualización escueta y superficial de los fenómenos en que el tema debe ser traducido.
El mural está en sitios públicos, edificios, capillas y catedrales, y va dirigido a "la gente"; no al crítico sofista que en su retorta aísla los valores vitales de la gama del espectro, sino a ese monstruo anónimo y finalmente sensible que se llama todo el mundo. Nace predestinado a y participar en la vida de la ciudad o el pueblo, aún en la vida del Estado, como sucedió antiguamente entre los griegos. De lo cual bien se deduce qué cosas podrán ser o no su asunto; y este deberá sesgar las direcciones de una alta dignidad, para que su monumentalidad lo haga compatible con la dimensión insólita y con la duración de los materiales eternizadores en que debe asentarse. Enfrentado al espacio como a su único límite, expuesto a las miradas de todos, salido al campo abierto donde la comunidad humana realiza sus pasiones y sus designios, el monumento colorístico enarbola sus formas al par que narra pensamientos de su creador en un lenguaje feliz, capaz de persuadir hoy y mañana. Para su estructura perdurable, todas las generaciones habrán de ser sus contemporáneos.
Y si su mirada evoca la idea de una compenetración total del artista con sus circunstancias de espacio y tiempo, ello obedece en gran parte a la consideración de lo que la pintura al fresco ha sido en las épocas de su mayor florecimiento: entre los griegos, en el Renacimiento italiano, en la plástica contemporánea del área caribe. Épico o mítico, religioso o político, el fresco ha representado el papel de una decoración escenográfica en la trama vital del pueblo que lo engendra. Es popular y de masas, pues nunca fue obra de minorías misántropas y enclaustradas. Para ensalzarlos o historiarlos, consagratoriamente, siempre ha significado una alusión a episodios reales, de carne y hueso, de vida y verdad. Por sus humedecidas superficies pasea un hálito emocional igualmente devoto del arte más estricto que de la palpitante historia. Es la concepción del mundo en auge lo que ha dejado allí sucesivamente su huella.
Huelga toda referencia a la mentalidad primitiva de los tiempos prehistóricos, que en las pinturas rupestres dejó esparcidas las estilizadas siluetas de animales extraños, escenas de caza y pesca y de cosechas, y frisos con grupos de arqueros y en competencia bélica. Igual que a Egipto; desde las pinturas al temple de Beni?Hassan, la decoración monumental conserva memoria del culto a los muertos en mausoleos y templos funerarios, en torno a los cuales los pueblos detenían su paso atándose a un domicilio fijo, con sitio en donde congregarse: en las obras del Antiguo Imperio, palacios, casas, templos, las decoraciones murales representaban hazañas heroicas (K. Woermann), batallas, desfiles militares, asedios de fortalezas, danzas guerreras y desafíos, destinados a ensalzar el ánima del guerrero difunto, al lado de escenas de la vida real. Su valor trascendía la intención puramente ornamental, enlazadas como estaban a las concepciones populares más arraigadas sobre la vida y sobre la muerte.
Pero fue en la Atenas de Pericles donde la pintura propiamente al fresco conoció su primer esplendor. El alma griega había sorbido la plenitud después de sus victorias militares sobre el poderío persa, inaugurando con su exaltación prodigiosa del alma nacional el desarrollo del siglo V antes de Cristo. En torno al templo, la escultura y la pintura de primeros planos elevaron a toda su madurez el arte que Nietzsche y Spengler llamaron apolíneo, inespacial, antes del conocimiento de las leyes de la perspectiva. Comentando aquel pensamiento de Hegel según el cual las artes plásticas sirvieron al pueblo griego para mirarse y tomar conciencia de sí, Hans Freyer llama a este arte verdaderamente político. La pintura al fresco de Polignoto, de Micón, de Paneno y de los de sus escuelas, prepararon el camino, antes del descubrimiento de las técnicas del claroscuro y de las combinaciones calorísticas, tanto a la pintura de Apolodoro y de Policleto como al apogeo de la escultura en Fidias y en Praxiteles.
Todo este desenvolvimiento se centra en torno a las creaciones de la arquitectura; pórticos y frontones, frisos y paramentos, santuarios de los héroes y vestíbulos de los edificios abiertos al público, consistorios, deambulatorios y sitios de esparcimiento, ofrecían a la mirada del pueblo superficies de cuyo fondo a sus propios ojos iba emergiendo la rica coreografía del mito y de los episodios de la leyenda e historia de Atenas. De lo histórico los pintores tomaron más que la escultura. El carácter suntuario no era límite para los propósitos de la obra de arte, que extraía temas y figuras de su candente fusión con el alma de su Ciudad y de su medio. Aparte las referencias literarias de los viajeros y cronistas de entonces, puede ello mirarse en los reflejos de esta pintura monumental que hoy se conservan, debido a la poderosa influencia de la pintura de Micón y de Polignoto sobre los vasos griegos. Son las ánforas, cráteras y demás productos de la decoración sobre cerámica antigua lo que ha permitido reconstruir elementos con base en los cuales el conocimiento actual sobre la pintura al fresco de esa época ha podido fragmentariamente organizarse. Los doce dioses, Apolo, Patroclo, Teseo en su lucha con las Amazonas y su duelo con los Centauros, Perseo y los Luchadores, los héroes protectores, el mundo subterráneo y los castigos infernales, la teogonía, el viaje de los Argonautas a la Cólquida, fueron representados sobre los muros. El repaso veloz por las páginas de aquella historia ya entrega al lector profano la grandiosa dimensión de estos motivos en el ámbito de la cultura y la vida de la época. Y, al lado del mito, en igualdad de planos y para completar la simbología, como enunciado de los valores en que firmemente se sustentaban la conciencia y la vida colectivas, la leyenda y la historia: escenas de la Ilíada y de la Odisea, el sitio, saqueo y destrucción de Troya, la matanza por Ulises de los pretendientes, las batallas de la guerra del Peloponeso, y, con inscripciones nominales, los rostros de los personajes públicos y de los generales en las batallas de Maratón y Mantinea, encuentros navales, las victorias de los atenienses al lado de los Siete contra Tebas. Y ello en Platea, en Atenas, en Onasis, en Delfos, alternando con episodios contemporáneos de todo orden.
Como un apéndice de la pintura al fresco griega debe ser mencionada la decoración mural en las cámaras sepulcrales etruscas, que revelan una marcada influencia griega de la época helenística. Son numerosas las ciudades de la baja Italia en donde los artistas dejaron representados cortejos fúnebres, danzas y certámenes alusivos a las solemnidades funerarias, simulacros de combates y grupos de guerreros victoriosos que regresan y son recibidos y saludados por las mujeres, igualmente que ciertos pasajes de la vida de Ulises.
Para entender el carácter popular de esta pintura, basta considerar que el griego no estaba menos familiarizado con la mitología que con la historia y la epopeya. Es fácil comprenderlo en la lectura de Burckhardt, de su "Historia de la Cultura Griega". El arte griego era arte religioso, ligado a lo permanente y llamado a la representación de los dioses. El culto, aún entre los más pobres, encarnaba la forma más hermosa de la existencia; todo hacer se hallaba entre los griegos entreverado con las celebraciones religiosas. La gran fuerza de la religión radicaba en el hecho de constituir una potencia objetiva de la vida. Podremos recordarlo luego en el examen del arte puramente religioso de fines de la Edad Media en Italia. En un comienzo el alma primitiva se sustrajo a los sentimientos del terror mediante la poetización teogónica, y la fantasía popular se aplicó a encarnar en figuras antropomórficas la naturaleza de lo divino, con el cual el pueblo mantuvo siempre a través de la religión una relación viva y ardiente. No era para extrañarse el contenido naturalístico del mito. La religión griega fue una creación espontánea de la nación, de origen y transmisión laicas, unificada sólo por la obra de los rapsodas, pero ausente de cualquier doctrina o revelación y libre de la imposición de cualquier culto sacerdotal.
La misma filosofía nada alcanzó a aportar a las grandes concepciones del mito, pues, a su arribo, las encontró ya bien formadas. En cada griego había un sacrificador, como correspondía a una cultura donde la religión se asentaba primordialmente sobre el culto doméstico. La compenetración del pueblo con la religión mítica hacía posible al teatro lo que ?enorme escollo? está negado al drama histórico de nuestro tiempo: urdir una trama mínima en torno a personajes conocidos del público y acerca de cuyos antecedentes y peripecias vitales, acerca de cuyo más profundo significado, toda explicación estaba excusada. Saint Víctor vuelve a repetir cómo el teatro griego no aspiraba a la renovación de su asunto. Este empozamiento del hombre de entonces en el mundo de lo religioso y el haber centrado la cultura en desarrollo de sus grandes obras en ese mundo de profunda saturación humana, fue lo que hizo del arte griego un producto eminentemente popular, a través del cual el artista dialogaba sin proponérselo con las masas: extraordinario florecimiento que se hace posible de tarde en tarde y sólo cuando los caminos del arte y los del pueblo ?alejado el primero de su habitual función de puro divertimiento? cruzan sus direcciones. El pueblo griego se movía a sus anchas en medio del arte y de la cultura. Y a sus raíces más hondas se enfrentaba por igual cuando asistía a las representaciones de Sófocles y Esquilo, del Edipo o del Prometeo, que cuando miraba los trabajos murales de Micón o de Polignoto. También el drama tenía un origen religioso; había nacido del culto dionisíaco. La forma humana, en toda la desnudez de su anatomía, lucía allí sus más perfectas proporciones, no aprendida en los talleres ni tomada de modelo, sino directamente en la contemplación de los espectáculos públicos, en la espectación agonal de los gimnasios y de los estadios.
Un nuevo surgir de la pintura al fresco coincide luego con la plena madurez de la conciencia cristiana hacia fines de la Edad Media, y avanza desde los albores al crepúsculo del Renacimiento Italiano, hasta su disolución en medio de las contradicciones de la Reforma y las primeras muestras del Barroco. Una corriente de poderosa espiritualidad fluye por los cauces del mosaico bizantino, rico y misterioso, hacia la vidriera policroma, gota de luz del ventanal gótico, primero, y luego hacia los muros de los monasterios y de los templos, impregnando todas las artes y todos los pensamientos. Es la religiosidad que empapa y preside en su dimensión total la vida y el quehacer del hombre. Una concepción del mundo fuertemente arraigada y difundida enlaza y presta sentido a todas las actividades y se impone visiblemente a la generalidad de los vivientes por la presencia permanente, en toda la estructura y dirección de la sociedad, del elemento eclesiástico. La Iglesia forja entonces sus empresas con la obsesión de revivir bajo su égida la unidad y el espíritu universal del extinto Imperio Romano. Ella modela y educa la mentalidad ambiente, destacándose en todas partes merced al peso de las fuerzas del trasmundo, presentes por doquier con la filosofía y la afectividad que lo caracterizan.
El elemento laico, afirma Buhler, está latente; y sólo a partir del siglo XII comienza a preludiar tímidamente el advenimiento del Humanismo y del Renacimiento. Pero aún todo es piedad, cuyos rayos calientan las más inconmovibles profundidades del alma popular, la misma que albergó la leyenda, construyó lenta y prolijamente a través de los siglos las catedrales, engrosó las peregrinaciones y realizó las inverosímiles hazañas de las Cruzadas. Mosaístas, tallistas, ingenieros, escultores, grabadores, vidrieros, arquitectos, fresquistas, todos van a inspirarse en esa fuente de religiosidad: lo que llevan dentro, lo que enciende la mística colectiva y mueve a las grandes masas humanas de aquella éra portentosa, cuyo espíritu está siempre vuelto al plano de la trascendencia.
El siglo XII fue de especial reverberación del apasionamiento religioso. Fue entonces cuando en Francia apareció el gótico, que se esparciría luego por Alemania e Inglaterra y aún por Italia. Hasta la materia fue consecuentemente idealizada: las dimensiones horizontales y graves del romano y su columna redonda cedieron su lugar a la columna puntiaguda y a las líneas volátiles y ascensionales del gótico. Era un mundo donde el santoral, la historia sagrada, el Evangelio y los milagros, todo el cielo cristiano, constelaban, desdibujando sus fronteras, el sueño y la vigilia del hombre. Ya vendrían posteriormente la naturaleza y el paisaje, el mito y sus formas desnudas, la historia y los elementos contemporáneos, la mundanidad, a disputarles su sitio. Pero ahora la mente había intensificado el culto hasta rodearse de él como de una realidad tangible y concreta. De allí fluyen los colores hacia la paleta del Cuatrocientos: aquella minuciosa preciosidad con que los pintores trabajan las alas de los ángeles, su amoroso enlucir los rostros de las Madonas, la espiritualidad que abruma de recóndita unción los perfiles de los santos. Del trasfondo de esa psicología colectiva fueron brotando con extraordinaria energía los grandes monumentos al fresco, cuya tradición desde los griegos fue dejando a todo lo largo de la Edad Media en el Arte Italiano sus huellas innumerables.
Entre los siglos 1 y VI, el mosaico afirma su primacía sobre el fresco en las basílicas protocristianas. Su mayor consistencia y preciosidad explican este predominio de la luminosa decoración mosaica, que, al decir de Carli y Del?Acqua, descompone los valores plásticos y claroscurales, recogiendo la más viva tradición impresionista de la pintura romana. Preciosas pinturas al fresco enriquecen el desenvolvimiento artístico de la Edad Media, entre los siglos VI y X, en los cuales resuenan ecos de la tradición cristiana de Roma y de Oriente y comienzan a afirmarse caracteres decididamente bizantinos, que a distancia todavía son a menudo perceptibles, entreverados con las rasgos góticos de los mismos albores del Renacimiento, y que empiezan a difundirse, reorganizados por reminiscencias neohelenísticas, en el período que va del siglo X al XII de nuestra éra. Mosaicos y frescos van produciendo por igual a lo largo de este período la pintura mediterránea, que en cenobios y abadías traza una obra de caracteres populares. Son narraciones de tema tradicional, que enlaza a su línea musical los motivos de la iconografía cristiana. Más culta y refinada, a su lado la corriente romana desenvolvía su virtud lineal, yendo a culminar en las obras de Pietro Cavallini, cuya influencia sobre el Giotto habría de ser decisiva. Personalísimas reelaboraciones de gusto bizantino corresponderá dar luego ?agrega Carli ?a Cimabue: en Florencia, a Buoninsegna en Siena, llevando la pintura medieval al grado de su más espléndida madurez estilística
El arte bizantino aparece condicionado fundamentalmente por la mentalidad de la iconoclasia. Sus obras son destellos de un mundo irreal, finamente coloreado, en medio del cual las figuras frontalmente presentadas aparecen rígidas e inmóviles, llenando el alma con el aure de una invasora solemnidad. Apenas se apela a ellas como a apariciones de ensueño y de lo absoluto, porque excitan la devoción y son tan inescapables que resultan ideales para sumergir al espectador en un mundo incorpóreo y casi fantástico. La línea que los diseña, sin relieve ni espacio, es una construcción de dos planos, sutil y maravillosa. Así aparecen creadas aquellas primeras obras, que preparan la transición de la pintura italiana hacia el arte del primer Renacimiento. Sin trazos ingenuos del pincel sobre el fondo dorado de los lienzos, de composición inefable, apenas elemental, Pietás y Maestàs, obras que, al decir de Lionello Venturi, son decoración y pretexto para cantos gregorianos graves y solemnes.
La pintura es la última de las artes en desprenderse del estilo bizantino, que conoció su apogeo entre los siglos VI y XII. Es hacia los comienzos del Trescientos cuando capillas, iglesias y palacios, comienzan a exornar sus muros con asuntos tomados del espíritu religioso. Cavallini y Cimabue son los maestros que acaban de preparar el camino para la aparición de Giotto di Bondone, genio fundador del arte moderno.
A través del Cuatrocientos y hasta las culminaciones del Renacimiento, escribe Luis de la Encina, la pintura italiana se lanza en persecución apasionada de sus valores concretos, especialmente del movimiento. El nuevo estilo, simplificando la ejecución y más atento al conjunto que al detalle, conquista corporeidad, solidez constructiva, arquitecturamiento de las masas y tratamiento técnico profundo del espacio, adentrándose resueltamente y con dramatismo en la solución de los grandes problemas plásticos, aquéllos que permitan a la pintura alinderar el mundo que le pertenece. El siglo XVI coronará esta búsqueda finalmente, con su unidad de la composición.
Temas religiosos siguen predominando todavía. Fra Angélico se destaca por el aliento místico de su producción y Masaccio por su poderoso realismo; una ojeada comparativa de su obra y del arte que le antecede, da la impresión de tropezarse abruptamente, en medio de ángeles y rostros de ensueño, con el perfil de la vida callejera y de la realidad encarnada en figuras de este mundo. El arte del Cuatrocientos entra de lleno en el mundo del Renacimiento, influido por la transformación histórica que lo produjo.
La pintura se enriquece entonces con las huellas del naturalismo en una época en que, según frase muy citada de Burckhardt, el hombre parece haber descubierto el mundo exterior. Verocchio da comienzo al paisaje, que luego encontrará su cima en Giorgione. Cuando el gran compás del Renacimiento se abre, también la pintura testimonia la lucha entre los elementos cristianos y grecorromanos de la cultura, Edad Media y Antigüedad, con sus cánones estéticos y sus temas, el grado de libertad de su espíritu, ,convencional o revolucionario, que, antes de sustituirse, aparecen trenzados, hacia una fase de transición en que las formas paganas comienzan a rodear y a expresar motivos religiosos. Se inician episodios y personajes contemporáneos, en Lippi, Del Castagno, Botticelli, Ghirlandaio, Mantegna.
Numerosos fenómenos habían acelerado la transformación del espíritu medieval, de su peculiar concepción del mundo y de sus costumbres; la cultura, la crisis del espíritu religioso, los anhelos de reforma de la vida eclesiástica, el intercambio comercial y el contacto con otros pueblos, las aportaciones extrañas proporcionadas por el proceso de las Cruzadas, la decadencia de la vida feudal y el auge de las ciudades, fueron en esta materia factores de extraordinaria influencia. Desde centros como la corte florentina de Lorenzo el Magnífico salen aprestigiados los gustos "paganos", que liberan al hombre y lo vuelven hacia el mundo clásico. Por oposición al espíritu comunal de la Edad Media, el individualismo comienza a ganar terreno gradualmente. Aparece el retrato como una conquista del humanismo; Pollaiuollo y Verocchio se consagran al estudio de la anatomía humana, auxiliar indispensable del arte pietorico, y comienzan a cultivar el desnudo.
Leonardo, Rafael y Miguel Ángel son las grandes figuras del Renacimiento clásico. Lucca Signorelli había preludiado, titánico, al gran fresquista de la Sixtina con la "terrible" fuerza de sus grandes tenias. Mitología, historia, Biblia son sus motivos preferidos. Leonardo Da Vinci fije cultor de la naturaleza y de la figura humana. Adolfo Venturi nos pinta a Rafael y a Miguel Ángel en paralelo de contrastes: Rafael, todo gracia, indolencia y abandono, es "ausencia de pasión y de ímpetu dramático; en su obra se proyecta el espíritu de la Corte"; Miguel Ángel, patético, una conciencia moral sobre el significado histórico de su época, un mundo en profunda crisis, en desengaño, rebelión y alzamiento contra el dogma secular. "El esfuerzo, la lucha, la angustia, fueron los elementos vitales de su arte poderoso. Pintó la historia de una humanidad grande, culpable, oprimida, insidiada por la desgracia y por la muerte, en lucha con el destino".
Mientras tanto los Venecianos (Giovanni Bellini, Carpaccio, Giorgione, Tiziano, más tarde Tintoretto y Veronese), herederos del colorido bizantino, trabajaban en los grandes caminos de la luz y del color?, la pintura florentina había coronado ya la perfección de la obra de arte en la más soberbia síntesis de sus elementos. Fue la Edad Media una gigantesca fragua de que salieron cristalizadas grandes creaciones: había definido étnicamente las nacionalidades, esbozado la configuración de los futuros Estados, acrisolado las lenguas nacionales, producido la epopeya y fundado las grandes literaturas, los monumentos de la filosofía y las sumas de la teología; en este crisol halló su temperatura de fusión todo el coro de las artes, desde la miniatura hasta las catedrales.
Promediado el siglo XVI, la prodigalidad del barroco comenzaba a invadir todos los países de Europa, maduros ya para las contradicciones de la Reforma; unas contradicciones que, desgarrando la unidad de la conciencia occidental y del mundo cristiano, de cuyo fondo ideológico había brotado toda la savia que vivificó la arquitectura, la escultura, la pintura al fresco, dejaban al mundo a las puertas de la éra moderna y de los primeros resplandores del racionalismo. A sus posteriores rayos, el arte, acosado por innumerables teoremas de la técnica y de la reflexión escrutadora, iría avanzando hacia la primacía del oficio. Lo esperaba en sus muy remotas llanuras, el alejamiento progresivo hacia una dorada penumbra en dónde resolver, en arduas y abstrusas soledades, sus peculiares, incomunicables problemas.
Que la pintura tenga su propio ámbito no significa que sólo se la pueda concebir cerrada a otros mundos. La emoción plástica no se da en el vacío, sino implicada dentro de los enlaces de la afectividad humana con la rica trama de los estímulos que la comprometen,? la perfección que le es propia y a la que aspira, deberá ser siempre concebida como creada en las formas: ningún contenido pugna con ella. No necesita de asunto, de literatura. Puede hacerse de todo lo visible; las variaciones en la visión de un mismo objeto pueden ser otros tantos cuadros de personalidad propia. El tema es lo de menos; pero la existencia de un tema no necesariamente la perjudica; solo será para el pintor una tentación que puede distraer su sentido plástico y cromático, Es un problema psicológico; pero superado el peligro, la obra Se consuma. Estoy distante por igual de la exigencia de un tema en calidad de condición para la obra de arte, como del nuevo dogma de que su presencia desaloja fatalmente toda calidad. No se puede decir a priori qué es lo preferible; se trata de ver la obra para juzgar su calidad específica. Todo puede caber en el cuadro, porque la obra de arte es un ámbito de profundidades siempre desconocidas. Esta es una cuestión del genio del pintor. Que se imponga por hoy pintar sólo para críticos y pintores, eso es cosa distinta. Pero no sólo la percepción de la materia y su tratamiento estético son algo importante; frutas sobre un mantel, flores en un botellón, son ya tema rico para la pintura. La hay en una manzana de Cézarine, en una batalla de Paolo Uccelo o en un ángel músico de Fra Angélico, como en una obra de Picasso. Una verdad si debe establecerse claramente: que si la pasión del oficio no predomina, el perderá su propia calidad; y que toda temática cuya violencia furiosa irrumpa restando al artista el equilibrio de su sensibilidad creadora, echará a perder el cuadro. Pero el Renacimiento Italiano supo armonizar en su mayoría estos factores. La pintura no perdió su calidad por el hecho de servir de lenguaje a una concepción del mundo; entrevemos el universo ideal que dejó grabado en lienzos y murales, tras el velo de una técnica maravillosa. Allí los sentidos están a su ambiente en su alegre función de instrumentos perceptivos.
Con terna distinto vuelve a aparecer en el siglo XX la pintura al fresco, y ya en la América Latina, en el llamado Renacimiento Mejicano. Esta reaparición ocurrió en condiciones históricas de extraordinaria energía cuya comprensión es fundamental para el análisis del fenómeno artístico. Esta pintura nació al calor de un acontecimiento de trascendencia histórica. La revolución sacudió horizontal y verticalmente la estructura de la sociedad, comprometiendo todas las instituciones en un intento que nada dejó fuera de su alcance, de su anhelo transformador,
Un conflicto sangriento de enormes proporciones alumbró a través de un largo período de la historia nacional la conciencia de que Méjico se hallaba en trance de definir su verdadera esencia. Y así se saturó profundamente toda la dirección de la cultura, vuelta desde entonces sobre sí misma, embargada por la pasión de expresar sus propias realidades en un país dado intensamente a la empresa de encontrarse. El meollo del espíritu revolucionario invadió todos los ámbitos con su pasión de romper el cascarón de las estructuras coloniales, sustentadas por una organización que el movimiento revolucionario empezaba a minar. Vino de allí la búsqueda de lo aborigen, el acercamiento a lo popular. El fervor del proceso revolucionario hizo de todo lenguaje una forma de la acción, acción urgida y vehemente. El realismo era apenas actitud natural en medio de lo histórico en actualísima efervescencia.
La pintura dio espaldas a la tradición muerta y al peso de la fría academia. Todo quehacer humano tiene sus propias posibilidades de expresión artística. Para comprender hasta qué ignorado fondo estas circunstancias embargaron la inteligencia de entonces, la frase de Malraux es una guía indispensable: "La revolución desempeña en nuestros días el papel que antiguamente desempeñó la vida eterna". Se fundaron escuelas de pintura al aire libre; el nacimiento de la nueva pintura hacía de sus dos temas una fuente de maduración de la conciencia social. Desde José Guadalupe Posada, todos los sentimientos de rechazo que nutrían la revolución hicieron su aparición en la obra artística. Arte y política crecieron al mismo impulso. Y los grandes pintores, al par que soldados activos y artistas vocacionales, eran polemistas, teorizantes, escritores de los temas de su oficio. La pintura descriptiva, el afiche, el cartel, el llamado de propaganda, pusieron su contenido intencionalmente al servicio de la causa Histórica. En ella, la crítica de todos los factores sociales negativos contra los cuales la revolución había surgido como un torrente, continuaría luchando para la consolidación de su ideal. Alabanza, exaltación, música tierna en la alegoría de los hechos propicios; la lucha del pueblo, la gesta militar, el alma del país en salto sobre las conjuras de su frustración. Un mesianismo predicado con el agua al cuello, mientras la vida trama el ciclo de nuestra suerte, erigida sobre un país que se sentía el gran enviado de auroras continentales. Mientras tanto, entre el influjo de la desconcertada y caótica pintura europea, el renacimiento mejicano, nacido en la devolución de renacentistas italianos, soñaba con hacer también una revolución nueva en el arte, que todos los días soltaba más sus amarras para comprometerse con la vida.
Quizás no existan otras circunstancias ejemplares de lo que es la suerte del arte en medio de vicisitudes extrañas a su propia naturaleza. La pintura mejicana?Orozco, Rivera, Síqueiros, igualmente muralistas como Tamayo, Castellanos, Zalce, Chávez?, vivían un drama histórico que restaba en máximo grado a la pintura las posibilidades de esa concentración serena en sus valores específicos. La historia invadía el taller, apelando al mensaje del artista y amenazándolo, al mismo tiempo, con alejarlo de lo que encerrado podría soñar como su propia salvación. El ideal es una perfección multifacética, que resista el análisis y la más exigente contemplación desde cualquiera de sus ángulos, sin que el espectador corra el riesgo de la desilusión y el desen canto por hacer abstracción de los valores restantes. La meta debería ser la obra total y unitaria, bien integrada, en la que los elementos no necesitan escudar, unos tras los otros, sus propias debilidades.
En los pintores mejicanos, las circunstancias eran especialmente impropias para un equilibrio tan arduo; es la suerte de todo arte que padece la violencia de las horas de crisis. Su creación es, por eso, desigual: Rivera y Siqueiros, más vulnerables desde el momento de sus enunciados sociales y políticos y de su sentido socialmente funcional de la creación. Orozco, lenguaje altamente depurado, simbólico., bajo la piel de los episodios, un dramático buceador de la verdadera esencia de lo humano, en ademán deliberadamente menos fungible y perecedero. El arte perdurable es el de aquellas obras en que el artista pudo gobernar el mundo de sus anhelos, en el afán de la síntesis esquiva. Pero sus reveses no se deben a su contenido político sino al insuceso del artífice, de dejarse desequilibrar por la fuerza pasional de sus criaturas. Es un problema que debe afrontar diariamente el dramaturgo frente a sus personajes. El arte puede decir lo que prefiera y ponerse al servicio de lo que le plazca. Sólo que deberá vigilar sus propios lindes: pero esto nada prueba por sí mismo contra el tema político, sino que advierte sólo sobre sus tremendos peligros.
Pero el fresco no es solamente la decoración, ni el mero valor de enlucimiento arquitectónico. Se nutre de una fuerza espiritual que lo habilita como arte para el gran público. Una muda prueba de ello, el fresco mejicano: el ciclo se agota cuando la narración uniforme y la repetición declamatoria atestiguan el desgaste del espíritu de que se alimentó en sus mejores tiempos. No le bastaban las crónicas de los episodios militares. También el fresco italiano, superada la agonía de la crisis religiosa e incapaz de vivir de la mitología y del culto de las formas antiguas, cerró su historia cuando no pudo vivir más del espíritu religioso, disuelto en los azares de la Reforma. Es la vida, pasión y muerte de una manifestación cuya innata grandiosidad no halla raíces posibles en otro suelo que las corrientes de una profunda alma colectiva. Las condiciones de aparición de la pintura al fresco son, sin embargo, un enigma verdaderamente misterioso.
El mural surgió en Méjico del fondo de una vigorosa vocación plástica nacional. Mejicanos y Mayas habían impreso desde el siglo III antes de Cristo, sobre los muros de los palacios y de los templos, sus temas principalmente religiosos, todos los mitos que eran su medio de expresión y en que encarnaban su vida y su cultura. Guerreros, danzantes, jerarcas y dignidades quedaron estampados Sobre los frescos de la rica era precortesiana. Los monumentos, sucesivamente descubiertos, de Monte Albán, de Chichen-Itza, de Teotihuacan y de Bonampak, brillan por entre las centurias como el espejo de una constante universal en la historia del arte, cuando de su dorado encierro sale a convivir entre los mismos azares de toda lenguaje nacional.
Una pasajera síntesis, hilvanada desde el punto de mira de la historia y de la cultura más que desde el ángulo del especialista, recordar los hechos y conceptos sobre el particular. Niéguenlo los críticos especializados, si su asepsia así se lo demanda; en el complejo reino que reclama sólo para sí, la historia de la cultura será historia incompleta si desdeña tan rico medio de expresión. Hablo de la cultura a secas, aquélla que sabe buscar lo que le pertenece por encima de las disputas de los técnicos y del laberinto obscurecido de las denominaciones.
No todas las claves para conocer a un artistas se encuentra en su obra; porque, si bien es cierto que en ella están concentradas unas calidad personales, no puede decirse que éstas basten para comprenderlo. No es el factor personal el único que influye en la labor creadora. Más aún que en el individuo esto puede ser apreciado con respecto a la generación, y mejor que en la obra de pensamiento en la de arte, ¿Quién podrá agotar en una explicación sencilla la importancia de aquella corriente huidiza que se llama la tradición? Son numerosos los elementos que conforman la biografía de una labor de cultura: el medio y la época, la herencia que se recibe, las ideas y emociones del medio vital. El artista se presenta así como una criba de semillas y materiales imperceptibles.
Hay una sociología de la creación como hay una sociología del conocimiento. Sin su consideración las guías de cualquier interpretación resultan incompletas. Es siguiendo su recorrido como se da con las raíces vitales de lo espiritual y en su enlace con el manto profundo de lo colectivo. Por ignoradas sendas el artista busca en esta corriente impersonal el hilo indicador de sus propios pasos. El creador resulta así debiendo a su suelo una magnitud que, asumida en su objetiva significación, llega aún a sorprenderlo. Una cultura sólo en el plano de lo puramente consciente es un anhelo de perfección; primero es una necesidad ciega de hallazgo y expresión lo que nutre la fuente de donde brota. Tras el velo de las realizaciones con o sin fortuna, subyace siempre el secreto de una inquietud que informa la mejor definición de lo humano. Es el artista quien se empeña en dar las perfecciones de la norma y el canon a estas simientes de cultura que lo humano vierte en el caudal de la historia, para que, en el plasma de las aspiraciones artísticas, labren maravillosamente su propio surco.
A la intimidad de la vida campesina debe Antioquia un estrato cultural excepcionalmente valioso, De las minas y de las estancias procede su mejor folclor, por cuyas venas circula, rica en sápidas ondas, una gran savia popular. Porque todo fenómeno socio?económico y en la medida de su alcance e influencia, llega a convertirse en el núcleo de una formación cultural y en centro de un repertorio de, ideas, sentimientos y valores, con sus propias proyecciones económicas, sociales, psicológicas e históricas dentro de la vida de las comunidades humanas. No se ha hecho el escrutinio de lo que la cultura Antioqueña debe al oro y a los pueblos; en el balance final, deberán indudablemente adscribirse al primero los orígenes de la plástica y, especialmente, de ese raro fenómeno de la aparición y el apogeo de la pintura mural, y a los pueblos y aldeas los primeros impulsos de la tarea literaria
"Porque el oro emborracha. Se mete en la cabeza como el aguardiente", escribe Efe Gómez en uno de sus relatos. En ellos nos pinta ese mundo de buscadores de la quimera del oro, que en la tupida selva exploran los arenales auríferos de las corrientes y las cintas doradas de los socavones, Mundo para los ojos, para el tacto; todo ansiedad. y, a menudo, la tragedia. En el apartamiento de la selva se libra la batalla solitaria del hombre con la naturaleza. Allí el cateo y la pesquisa de los filones, el lavado en las corrientes aluviales, bajo el esplendor del trópico, primitivo y desnudo, zambullidores y barequeras están cercados por la manigua misteriosa e impenetrable y por las hirsutas deidades que en ella han asentado su reino pavoroso.
Efe Gómez es el escritor de la mina y de la selva. Sus páginas tienen estremecimientos y pasiones bravías, indagación psicológica. Pero, ante todo, hay en ellas culto a las formas, revelación de lo que las formas son como taller de los sentidos, como modelación plástica del gusto. Su prosa es toda deleitación en lo sensible. Hay amoroso detenimiento en todo: olores, sabores, sensaciones táctiles y visuales, las formas de las cosas y de los cuerpos, los colores del cielo y del paisaje. Donde los sentidos algo perciben se ve a la pluma andareguear vivazmente. Las descripciones son solazadas, minuciosas, con transparencias de acuarela maestra. Los sentidos son caudalosos ríos de que se alimenta la conciencia. Y el desnudo siempre reaparece en una recurrente meditación de anatomía primaria. Es inevitable chocar con musculaturas, torsos, pechos, piernas. Hay la danza de los gestos, como rostros que una luz ilumina en medio de las tinieblas, en la noche de los rezos; o grupos escultóricos, como coros en movimiento, escenas de nadadores y de zambullidores, secuencias de danzas, cuerpos en lucha. Y todo va respirando salud, felicidad fisiológica, frescura de la vida tensa y vibrante. En medio, ciertas observaciones psicológicas y el sentimiento de pujanza de quien se contempla en lucha con la naturaleza. Y estas labores, con solas las manos. Sólo después vino la técnica a enriquecerías. La minería fue siempre industria de pobres herramientas. Pero la pasión del minero no es encontrar sino buscar, estar siempre camino del deseo; hablo de los mineros de verdad, a la antigua. Su lucha fue desesperación. Cuando se agotaron los yacimientos, los capitales emigraron a otras actividades. El minero se quedó solo.
La más vieja riqueza de Antioquia son sus tesoros minerales. La minería ha sido en si desarrollo un factor poderoso y, junto con el café y el comercio, la primera base de su industrialización y el motor de su expansión económica. Es difícil para el simple lector de nuestros días medir en su extraordinario significado el fenómeno del oro y aferrar su importancia como determinante de un proceso histórico. Hoy sabemos, y a duras penas, que en el Nordeste del Departamento sobreviven unas generaciones enviciadas, incapaces de reorientación, merodeando en torno a las poderosas inversiones extranjeras. El setenta por ciento de nuestra producción nacional es obra de estas empresas. Pero el barequero sigue esgrimiendo su batea, como espectro de una época que siempre se creyó superada definitivamente.
En el corazón de la Colonia el oro anida como clave de los hechos históricos, económicos, sociales, políticos, de los simples hechos humanos. Tras su espejismo caminaron los sueños de los Reyes y las tropas de los Conquistadores. El oro lo explica casi todo en una larga época: las hazañas de la Conquista, la extirpación del indio, la importación del esclavo, la mezcla de razas, la filosofía económica de la Corona, el atraso de grandes regiones, el desarrollo tardío del Occidente colombiano; a salvo de esta fiebre, la zona oriental pudo desarrollar una sana colonización. La agricultura y el taller manufacturero pudieron marchar en desarrollo ascendente allí donde la naturaleza no había dado a las comunidades esta "triste fortuna". Nieto Arteta hace un importante paralelo entre las regiones de Santander y de Antioquia, marcando las diferencias resultantes de la preeminencia de la minería: ausencia de comunicaciones, falta de trabajo productivo, enseñanza deficiente, propensión al despilfarro, carencia de los hábitos de ahorro indispensables para cimentar una auténtica prosperidad. La paradoja de la miseria que brota de la mina es un fenómeno de enorme significado.
La historia del oro se confunde con la del pueblo antioqueño en sus mismos orígenes, desde los tiempos de la Conquista que describen las crónicas de Cíeza de León y las hazañas de Robledo, cuando los españoles lo robaban hasta de las sepulturas. La leyenda de El Dorado impregna este nacimiento de nuestra cultura. Ya él había envuelto en sus mirajes toda la tierra de las Indias, donde, según Fernández de Piedrahíta, llegaron a juntarse montones de oro tan crecidos que de uno a otro extremo dos infantes a caballo apenas podían divisarse. Núñez de Balboa refiere historias de gordos granos de oro que, al decir de los indios, eran del mismo tamaño de las naranjas. En esta danza fabulosa que empobrecía todos los días las poblaciones y desalentaba las faenas agrícolas, Antioquia ocupó siempre un primer puesto. Por todas partes quedan las huellas del laboreo: desviaciones de ríos, cortes de rocas, acueductos y socavones, aventaderos saqueados. Hasta el punto de que Parson cita regiones en las cuales "hoy en día no hay un solo arroyo que no lleve señales evidentes de antiguos trabajaderos". Suya es la cita de una comunicación escrita al Virrey a mediados del siglo XVIII y según la cual "hay tanta mina en la provincia, que es apenas posible asentar el pie que no sea sobre oro".
Siempre ocupó Antioquia destacado lugar con su producción aurífera, que extrajo de todas partes: en Buriticá y Santa Rosa de Osos, en Titiribí, Frontino y Zaragoza, en Caceres y Remedios, Anorí, Amalfi y Segovia. Sus rendimientos fueron determinantes de una relativa prosperidad de la región. El trabajo indígena y la mano de obra esclava fueron ocasionando mezclas de sangre que contribuyeron a definir su tipo étnico. El agotamiento progresivo de las minas y las nuevas búsquedas de lechos del metal precioso, fueron determinando el desplazamiento masivo de las gentes a todo lo ancho de su territorio. Fue igualmente en busca de oro y de nuevas tierras, acosados por la pobreza, como los primeros antioqueños iniciaron su movilización sobre las riberas del Arma hacia el año 1787. La explosión demográfica que la caracteriza canalizó así su vigoroso latido en las corrientes migratorias que trazaron posteriormente derroteros a la colonización antioqueña del Occidente Colombiano.
La minería que hoy queda en el Nordeste es industria fuertemente capitalizada. Por largo tiempo no fue ya el testimonio vivo de la odisea minera de Antioquia: su éra clásica encarnó en una gesta popular, peleada bravíamente, epopeya del hombre desnudo que juega su pasión contra las fuerzas misteriosas de la naturaleza. Numerosos de entre sus héroes flotaron ahogados en las corrientes o quedaron de una vez inhumados en las profundidades de los socavones.
Una vida propia bullía en torno a estas explotaciones mineras, ubicadas en apartadas regiones, montuosas o selváticas. Los pequeños pueblos crecieron al impulso de las minas próximas, y los que no le deben su fundación encontraron en ellas la razón, sucesivamente, de su prosperidad y de su decadencia. Nacer allí era surgir bajo el peso de una fe viva, en la corte ineludible de sus pasiones dominantes, entre sus instituciones y costumbres, atado al dinamismo de su patrimonio cultural. Allí la huraña vida popular, en el aislamiento clásico de la vivienda rural propia del medio nuestro, cedió al influjo de una vigorosa alma colectiva, producto de una faena que era obra de muchedumbres.
La minería estimuló constantes migraciones internas y una relativa movilidad de población; estas fusiones y contactos actuaron indudablemente como una fuente de enriquecimiento del acervo cultural. Porque este fluir a la selva o la montaña apartada, de gentes de raros y varios oficios ajenos a la llana mentalidad, no se produjo nunca por las solas razones de la depauperada agricultura antioqueña, de procesos sociales introvertidos y poco halagüeños.
Los rendimientos mineros de Antioquia, en cuanto a esa minería marginal de que provienen los menores porcentajes de oro de nuestros días, son hoy, en su mayor parte, la suma de una actividad inorgánica muy esparcida, que por las manos de miríadas de pequeños mineros vacia su cornucopia. Porque ha subsistido con desigual intensidad una minería esencialmente popular, de míseros frutos, que se sostiene con las migajas de una tradición, brillante en otros tiempos. La fiebre del oro encontró buen caldo psicológico en el pueblo antioqueño y en sus reacciones ante un medio físico duro, que las condiciones socioeconómicas y las formas feudales de la tenencia de la tierra han venido haciendo cada día más resistente e improductivo. Sea quizás la exigencia íntima del tributo que se espera de una naturaleza con la que se vive en armonioso contacto, que despliega patentemente gran riqueza y poderío, rica y avara al mismo tiempo, pero en medio de la cual el hombre no logra superar los límites de una existencia pobre. De ahí la necesidad y el ademán de ir a desdoblar sus pliegues para mirarla codiciosamente por dentro.
Es este el ángulo desde el cual se ve cómo la minería antioqueña representó una avanzada de las gentes de la gleba. Del peón del campo hizo el aspirante a un tesoro; de un pueblo desmantelado, una comunidad en trance de presentidas reestructuraciones sociales. A esta luz, la minería fue para nuestro pueblo una tentativa de liberación económica y social y una real vena de descarga afectiva. No es mera casualidad que le sea inherente un goce estético innegable; ni que tras las minas saqueadas haya ido quedando un venere de manifestaciones artísticas hondamente sentidas, del folclor, de la expresión plástica y del color, de la literatura. El oro forjó como, su raro subproducto, de gran vocación, los elementos iniciales de una cultura.
La minería todavía hoy sigue siendo una puerta de escape para el destino adverso representado por la agricultura y toda su constelación de males, tal y como se lo medio. Alberga en lo más íntimo un sentido de rechazo, de insatisfacción y de lucha contra todas las negativas. En ella se sentirán, si se la escudriña, otear irrupciones nuevas y originales. En un momento de nuestra historia, la corriente del desarrollo se vio precipitada necesariamente por sus flancos. En la considera de estos hechos es el espectáculo de unos cuantos peones que en el es del oro olvidan la frustración que acecha como fatalidad sus condiciones de vida. En Boyacá puede hoy mismo mirarse otro tanto, si se va a Muzo y a los pueblos vecinos; el campesino mira amado las montañas esmeraldíferas y de contrabando se mete por meses en las quebradas, a espiar las piedras escapadas del laboreo de las minas. La agricultura también allí está herida de muerte por esta pesadilla.
Disminuyó la producción minera. La congelación del precio internacional del oro la desestímulo por mucho tiempo desde la tercera década de este siglo. Pero aún se cava por los buscadores en todo el territorio antioqueño. Golpean, desmenuzan el terrón y lo lavan. Grandes tesoros arden todavía en la imaginación popular. Ininterrumpidamente han venido perpetuándose dinastías de cateadores, guaqueros, seguidores de luces nocturnas que anuncian enigmas o entierros, caudales escondidos, oro elaborado o amonedado, en los muros de las construcciones antiguas. Basta hojear las estadísticas oficiales de producción para darse cuenta de los rendimientos de esta faena y mirar su mapa económico: el seterita por ciento de los Municipios antioqueños siguen contabilizando rendimientos mineros, del oro y de la plata. Es una actividad que por mucho tiempo se silenció resignadamente, pero que no deja morir el alma que la sustenta.
Los barequeros son hoy coros de pobres que merodean en torno a los establecimientos mineros, armados de bateas como de escudos. Por allí pululan mujeres, niños y ancianos, la abuela que enseña a menear el trasto a la niña que empieza, el rostro negro y el mulato. Las mujeres van de pañuelo en la cabeza y prendido al cinturón un recipiente donde el oro va desgranando su mazorca diminuta. Zambullidos a medio cuerpo y doblados sobre el azogue de las corrientes, en arco los torsos bajo el sol abierto, las barequeras auscultan los aluviones de la lluvia maravillosa y con sus uñas escarban los pedregales. Por charcos y remansos van haciendo rítmicos zarandeos, dibujando de la nada esbelteces y movimientos, y, con el revoloteo de sus brazos, bordando sobre el telón de la selva líneas de sorprendente hermosura. Las mariposas de sus manos van y vienen en el oleaje, deshilando nubes y abriendo los párpados del metal encantado. En sus manos humildes despliega sus pétalos la flor numerosa y dorada. Los rostros de los barequeros se asoman con ansiedad como al espejo de sus sueños, para ver cómo sobre el color pardo de las Últimas arenas el oro aletea en de las aguas. Un ritual de deidades míticas, lloronas madreselvas y Patasolas, preside en el corazón de la selva el nacimiento de la sortija y del trofeo, de la diadema regia y de la ufanía del orfebre y del joyero.
Ya el oro fue la más rica fuente de expresión artística en las primeras poblaciones colombianas. Por todas partes estilos Calima y Quimbáya, Tolima y Darién, Muisca, Sinú y Tayronas han ido apareciendo en tumbas y santuarios las huellas de ese orfebre milagroso que fue el indio colombiano. Su metalurgia del oro constituye un suceso plástico y decorativo incomparable y único en el mundo, de extraña belleza, como para dejar atónitos a críticos y antropólogos, que han encontrado allí, como Carli afirma en su "Orfebrería Prehispánico de Colombia", las técnicas más sabias, perfectas y refinadas. Nariqueras y orejeras, cetros y pectorales, brazaletes y anillos, diademas, caracoles encantados, vasos funerarios y ceremoniales, armas y utensilios para ofertas votivas, hilos y filigranas diminutas, amorosamente trenzadas, en figuras zoo y antropornorfas, componen ese tesoro que los grupos indígenas crearon con habilidad sorprendente. Es El Dorado, que lenta y tardíamente ha ido emergiendo del fondo de culturas y tradiciones antes impenetrables y desconocidas.
El mundo de los buscadores de oro se encuentra regido por afectos de gran valor psicológico, Confinada a los linderos de la manigua y siempre disputándole sus límites, o en los laberintos subterráneos, esta actividad ansiosa, que es por esencia pura y típica pasión, está asediada por fuertes núcleos emocionales. Son el desencanto, el miedo, la tragedia, la ambición insaciable, la ilusión momentánea de poder, la vida en trance de siempre reiniciada aventura. El Dorado se aleja a menudo y la suerte del Rey Midas viene a visitar al minero, pero convertida en espejismo incesante. Es la tensión persistente de los ojos, de todos los sentidos, que acechan los rastros del oro. La minería, en el nerviosismo de sus búsquedas voluptuosas, tiene que despertar un gran sentido de lo plástico, volcando de continuo al ser sobre las exterioridades de su mundo.
Pero esos avatares dibujan su lienzo con tintas sombrías, cuya atmósfera es el reino del mito. Sus regiones son la cuna del más rico folclor, creación de una mezcla de razas, de todos los colores y matices, desde el negro cimarrón, traído para ahondar en los socavones, hasta el blanco que de su viaje hace un paréntesis para tentar fortuna. Es Arturo Escobar Uribe quien, en sus "Mitos de Antioquia", nos habla, por ello, del terror de la mítica minera, "con el atuendo de la superchería indoafricana, que impera en el Nechí, en el Bajo Cauca y en Segovia de Antioquia".
Allí pululan la Llorona y la Madremonte, la Patetarro y el Mohán, el Hojarasquín del Monte, el Bracamonte y las Ilusiones, las más diversas figuraciones de la minería en el Ripiero, el Machaquero y la Diosa de las Aguas. Este coro misterioso celebra todos los ritos del espíritu de la selva: acongoja las noches, ululante; brama y se carcajea; aterroriza, seduce y abandona a los mineros en sus dédalos subterráneos; los sacrifica; desorienta a los caminantes luego de sus lujuriantes caricias; anuncia las pestes y las inundaciones, arruina las sementeras, emponzoña las aguas; asusta y persigue a los animales y rapta a los niños, protege a las doncellas y las venga de sus violadores. Es numen proteico y contradictorio, que se metamorfosea en todas las caras del bien y del mal y en todas las manifestaciones de la psicología de la afectividad. Son éstas, personificaciones cuya suma proyecta sobre los acaeceres y los días una rudimentaria concepción y exégesis del universo,
La mítica minera es terrorífica. Las circunstancias han dejado allí su huella. Denota sentimiento vital de angustia en el hombre por la hostilidad del medio: se le ve transido de su insignificancia y de su debilidad, abrumado por la sensación de su pequeñez ante el espectáculo resistente, lento e inconmovible de la naturaleza; sus deidades la protegen de toda intrusión codiciosa, como a dominico intocable y sagrado. El repaso de estos contenidos emocionales venidos de la soledad y el encierro en la selva, arroja un residuo de inferioridad y de desamparo del hombre en medio de las fuerzas del mundo físico y de su prepotencia invencible. La mitología minera antioqueña guarda los ecos y sabores de la brega azarosa y aventurera, cercada de espanto, bordeada y ceñida a quemarropa por el fracaso y por la tragedia. Es una imaginería popular sobresaltada y puesta prematuramente bajo el signo de la adversidad y de la desgracia. No obstante, la larga convivencia del duende y el minero, de rica tradición, ha ido haciendo tersos y familiares los perfiles de tales engendros de la fantasía.
Si seguimos la obra de Escobar Uribe, podremos definir lo que estos demonios significan. Todos los grandes mitos son, al fin y al cabo, temas universales.
La Patasola es diosa selvática de cabellera hirsuta, nariz ganchuda, ojos desorbitados y colmillos felinos; de un solo pecho. Enigma de los cazadores y protectora de los animales, asusta desde la tarde en los lindes de los montes, se alimenta de la sangre de los niños, a quienes engaña y seduce en la espesura, metamorfoseándose en mariposa. Carrasquilla la describe diciendo que "de tres zancadas desgaja los frutales, rompe los cercos, hunde los techos y cuanto topa, con su única pezuña hendida como la de un marrano babilónico".
La Patetarro es deidad desgreñada, perversa y vengativa, que persigue a los profanadores de la selva, grita en las noches y en las oscuridades con voz agorera y ríe en las oquedades, y, anunciando desastres y hechos calamitosos ?pestes e inundaciones-, siembra ruina y destrucción. En el tarro que cubre y remata su pierna trozada, acumula las supuraciones con que baña luego los sitios sobre los cuales quiere desencadenar la catástrofe.
De la gran diosa Dabaibe, la de inmenso poder, a quien toca presidir los grandes fenómenos naturales ?lluvia y rayo, tormentas y tempestades?, parece descender la Madremonte o Madreselva, genio montaraz amante del pastoreo, que chilla en las noches con chillidos disformes, guardián de la inviolabilidad de los montes. La Madremonte daña a quienes quiere perder, bañándose en las cabeceras de los ríos para emponzoñar sus aguas con plagas de toda clase.
Genio protector de los montes y de los ríos, el Mohán o Mohana, popularmente llamado el "muan", es vampiro que acecha a los niños y a las doncellas. Su estatura es enorme y desproporcionados sus rasgos. Es temible por su apariencia, tanto como por sus hazañas.
El Hojarasquín del Monte es monstruo cubierto de hojas secas; hombre poseído por el demonio en castigo de acciones horrendas, brama en las escondidas profundidades de los montes, que nunca abandona.
Un escultor hubo en Antioquia que, enraizado en su tierra y en su pueblo, extrajo lo mejor de su obra de esta fuente de primitiva poesía. Esta temática elemental fue su vivencia más honda y sincera y la que le entregó lo más auténtico de su creación: un manantial de formas muy simples y depuradas, en las que aletea con toda su frescura la mitología campesina. Cuando quiso tomar prestados no estaban en su herencia biológica, se le veía dar traspiés en el vacío y ceder a equívocos de mal lograda monumentalidad. Un cerco de malquerencia desdeñosa había ido creciendo en torno a su maravillosa fuerza vital; esa inauténtica concepción de una cultura genioide que saturaba por los días de su labor las capillas contemporáneas, quería silenciosamente morder su merecido prestigio. Un poco a ciegas por falta de guías culturales orientadoras en su propia formación, José Horacio Betancur fue dejando testimonios de su talento creador. Las realizaciones que alimentó en su mentalidad autóctona, son verdaderamente afortunadas y no se deberían olvidar. Porque hay que decir que la conspiración de los críticos nunca ganó una batalla al artista de verdad.
Tras los rasgos locales de lo mitológico ?nuestra mitología incompleta, desarticulada y feísta? bulle siempre una corriente universal, que es la raíz común a todos los mitos. En ellos se enlazan sutilmente el más alto producto de las culturas clásicas y el tosco sueño de los primitivos, que torna figura y corporeidad; una misma génesis los emparenta en el fondo, como a polimorfismos "o variaciones distintas de un mismo tema musical". El parentesco puede ser perseguido sin asombrarse, si se toma el trabajo de tender las más sorpresivas relaciones entre la mitología de milenarias aristocracias, pasando por el Popol?Vuh, hasta llegar a las creaciones del genio montaraz. En esta conclusión abundar las investigaciones de la antropología y de la psicología. Malinowski asigna al mito función y fuerza culturales, como a un ingrediente vital de la civilización humana, estatuto mitológico, germen de la epopeya, de la tragedia y la novela. "El mito no es un símbolo sino la expresión directa de su tema", una realidad viviente. Los estudios de Jung y de Kérenyi esclarecen, a su vez, recónditos aspectos valorativos.
Se desprende de su lectura que el proceso del mito es una función viviente que existe también en el psiquismo del hombre civilizado, debiéndose admitir la existencia de elementos mitógenos constitutivos del psiquismo inconsciente. Es de allí de donde mana la importancia en esta materia, del concepto de los arquetipos, como factores hereditarios y cauces colectivos del alma humana y raíces verdaderas aunque invisibles de la conciencia individual. Sólo por ellos pueden explicarse las recreaciones autóctonas, independientes de toda tradición. Lo importante del mito está en su relación con las grandes realidades del mundo espiritual. Es nuestra pérdida de contacto con estas realidades lo que ha venido produciendo el extrañamiento de la mitología, suma de proyecciones que pertenecen al mundo poético. Pero reaparecen siempre las reelaboraciones originales del núcleo temático que encarna el "mitologema", ese caudal de elementos antiguos transmitidos por la tradición, verdaderas realidades vivas. Porque la disposición del espíritu primitivo, según Jung, no inventa mitos sino que los vive. Ellos son los productos impersonales de la actividad inconsciente de la imaginación. El estado de espíritu primitivo se distingue del civilizado principalmente en que la extensión e intensidad de la conciencia están en aquellos menos desarrollados. El mito, precisa Malinowski, expresa, exalta y codifica creencias, custodia y legitima la moralidad, garantiza la eficiencia del ritual y contiene reglas prácticas para aleccionar al hombre, constituyendo un elemento vital de la civilización humana.
Cuando un artista trabaja materiales mitológicos, rastrea el más profundo cauce de lo colectivo y, tras la singularidad de las apariencias, llama a lo universal cuya esencia sabe escapar a toda metamorfosis. Obra suya será a partir de ese momento, hacer de la creación un espejo en que todo ser humano pueda buscar algo suyo; será entonces el diálogo del hombre con su obra de arte.
Es necesario saber en qué suelo la obra de arte hunde sus raíces. Sólo así se hace posible aspirar a la comprensión de su significado en el contexto de su propia sociedad y de su propia cultura. No menos que la vida bullente en torno, aquel pasado cuya hondura apenas se vislumbra condiciona el genio creador y las modalidades de su expresión; sólo ellas pueden explicar los rasgos de una creación cuyos orígenes se internan en antecedentes siempre indescifrables.
Puede de la obra de arte afirmarse lo que de la cultura en general: que no es mero producto estético, función mental o contemplación (que los árboles no dejen ver el bosque, ni sea fácil asumir en su integridad las relaciones de todo orden en que se dan sus manifestaciones, no es razón en contrario); ella viene a florecer en lo más formal del acaecer humano, pero cargada primero del profundo sentido vital que la engendra y al cual debe los cauces de su existencia. Los colores de la obra de arte brotan de entre las grietas de un proceso que, en última instancia, es escuetamente el destino enfrentado a sus necesidades y a sus pendencias, y su valor más profundo existe cuando lo expresan.
Por los senderos del análisis, mientras indagan por las veladas motivaciones de un ser humano que lo estético engalana como la carne al esqueleto, el historiador y el sociólogo, el político también, se cruzan con el crítico inconsciente que arde aprisionado en las redes de la forma sin sentido. Puede el poeta exclamar: Se canta mientras se camina. Pero el camino no empieza con él. Se trata de buscar cómo el canto tampoco; y así la estrofa de hoy es el eco de una voz muy antigua. Sumerjamos en la oscuridad toda biografía personal: queda a través de los siglos ese gran poeta que es el hombre, un poeta muy viejo que va lavando con los días que llegan su garganta y sus cuerdas bucales. Inscripciones en piedra o gestas orales, plumas de avestruz sobre pergamino o estilográfica, instrumentos de una misma conciencia humana que canta sin fatigarse, hoy como ayer, diciendo con formas cambiantes su problema. Rompecabezas para los diletantes del arte sin historia, cuyos juicios no conocen otro tiempo que su tiempo ni otro mundo que los centímetros bajo la suela de sus zapatos.
Como en las soledades del mar súbita una isla brota secretamente de la tierra firme, de pronto, en forma inesperada, salta la herencia de entre los dedos del artista creador y en medio de sus intuiciones se iluminan desde los remotos orígenes las praderas del tiempo lejano. Y un hilo de oro, bordado en extraños insondables, deja al trasluz la persistencia de residuos que parecían definitivamente olvidados. Son ecos oídos a gran distancia y cuya reaparición es siempre un hecho misterioso.
Pedro Nel Gómez viene de tierras mineras. Nació en Anorí, un paréntesis en la selva, como todos los pueblos del Norte y del Nordeste, todavía hoy remotos, fragosos y apenas accesibles, hacia zonas en donde las últimas estribaciones de la Cordillera Central comienzan a alternar con las primeras planicies del ancho valle del Magdalena y sus ríos tributarios.
La racha pobladora de Antioquia marchó empujada por las hambrunas, ansiosa de tierras de labranza o tras la ilusión de los tesoros de las minas. Estos pueblos nacieron de la pesadilla del oro; otra corriente colonizadora habría difícilmente avanzado hasta tales lejanías. A la cabeza de este desplazamiento, a través de los bosques y los raudales, iban exploradores, buscadores de vetas y de aluviones, "en indagación de placeres auríferos". En torno a bodegas, rancherías y reales de minas, con el desfloramiento de los tesoros iba la migración progresiva de inversionistas, comerciantes, trabajadores, hacia los nacientes poblados y su ascenso a caseríos y capillas, Parroquias y Distritos.
Así fueron naciendo, a partir del siglo XVI, entre otros, Anorí, Amalfí, Belmira, Carolina Don Matías, Entrerríos, Guarne, Riogrande, San Pedro, Santa Rosa, Segovia, Titiribí, Yolombó y Zaragoza. Y, tras el clásico esplendor, la inevitable decadencia, como fruto del agotamiento de las minas y el empobrecimiento de las poblaciones. Uribe Ángel describe los desolados despojos de alguno de estos centros mineros: "Concluido el laboreo, no quedan sobre la superficie sino escasos matorrales, altos barrancos, zanjas profundas, miserables praderas y tierra amarillenta". Donde no ha intervenido, como en Zaragoza y Segovia, la explotación bajo la forma de gran empresa, las masas, incapaces de una total reorientación hacia los trabajos de la agricultura, siguen viviendo a porfía de estos rezagos.
Pero varias, a veces numerosas generaciones de una misma tradición y un mismo culto, han arraigado a menudo la pasión en el fondo de la colectividad. Y ello nada tiene de raro en un pueblo que vive en las cercanías del que alguna vez fue llamado "nuevo Pactolo", el Nechí; donde se habla de pueblos enteros edificados sobre "Dorados" de maravilla, y que tramontó las cordilleras, invadió los pantanos y desafió la fiebre y las leyendas terroríficas. Allí se sigue creyendo que el oro es una realidad, una reserva de fábula, enterrada más profundamente aún que las superficiales galerías que la rondaron inútilmente en otro tiempo. Se explicaba de esta manera cómo allí la minería sigue ocupando la vida de muchas gentes que en tiempo pasado, alumbrando los socavones y mirando en el espejo de las corrientes embrujadas, tuvieron en el oro al padre de una floreciente industria, semilla fallida de una solución histórica, de una cultura y de un cambio económico y social.
Por los días iníciales de Pedro Nel Gómez, al inaugurarse el siglo XX, su pueblo vivía la crónica de la decadencia minera. Esta mala hora era de impacto en la visión de un mundo forjado en la faena común más que en la solitaria brega pastoril y agrícola; a la vida aislacionista y misántropa, se sobreponía una dimensión nueva. Buen punto de partida para la intuición de los conflictos de nuestra época.
Pedro Nel Gómez descendía de mineros, a su vez hijos de emigrantes que habían abandonado las tierras más áridas del oriente, donde la vida, por las condiciones de la agricultura, era harto impropicia. Heredero de esta peripecia vital en que encarna un inesperado tema sociológico y político, el pintor pudo allí confirmar las motivaciones psicológicas que aportaba su sangre, y en ese plasma echar el germen de vivencias directas e inmediatas sentidas en carne propia. Los elementos de la realidad y las elaboraciones subjetivas dan un salto intempestivo y se personifican en un empeño creador. Herencia, paisaje, cruzada popular, sus formas y movimientos sensibles, la fantasía del oro y sus preciosistas cortes de transmutación aladínea, un día cristalizaron, incorporándose, en un gran pintor y poeta de su pueblo, que nació entre los mitos y la simbología de los oficios mineros, en medio de una naturaleza cerrada, entre torsos desnudos, expuestos, en escenografías de probada autenticidad, al sol y al aire del trópico, en alegórico proyectarse sobre un fondo decorado con los más copiosos elementos naturales.
Extraña metalurgia hizo de esta fusión un producto humano cuyo enraizamiento en su medio original no le hubiera permitido reñir con el universo, ni a este reñir con el primer término de una síntesis fecunda cuyo influjo le ha deparado siempre armonioso y robusto crecimiento. Y a la par lo estético y lo humano en su vida: creador plástico, sí, y soberbio, pero también vocación extraordinaria por lo histórico del hombre, y ambos factores con igual fuerza. Su espíritu ha sido un crucero de todas las solicitaciones espirituales. Y así, mientras piensa la forma, otros contenidos libres van trabajando su ánimo. En su obra hay un lento y sereno discurrir de la belleza plástica, en fuertes y vigorosos trazos; empero, fluyen en la transparencia de su corriente concepciones como cuerpos lancinantes, al tiempo que planteamientos de gran hondura. Su obra se descompone en un gran canto de alabanza al drama de un pueblo, cuya representación de uno a otro muro, de una a otra acuarela, se desdobla en melodiosos grupos de figuras humanas, siempre presentes, que traen a la memoria, por su aparición insistente en medio de los acontecimientos, las funciones que al coro estaban asignadas en el teatro griego. Las circunstancias singulares que germinaron en Pedro Nel Gómez fueron un acicate que hizo madurar en sus obras, incubadas siempre en largas veladas y estudios, una visión de la vida del pueblo antioqueño. Sin este derrotero un artista no pasaría, aparte sus calidades profesionales, de ser un mero cronista de episodios deshilvanados.
La formación matemática recibida en la Universidad dotó a Pedro Nel Gómez de instrumentos igualmente útiles en su labor artística. Su insaciable espíritu científico ha ido proveyendo a su paleta de manantiales renovadores, de una tesonera voluntad de búsqueda y perfeccionamiento. El permanente contacto con la Universidad, en la doble experiencia interrumpida de discípulo y de maestro, lo ha mantenido en el nervio de todas las disciplinas espirituales, codiciosamente abierto a la asimilación de los más heterogéneos problemas. El ha podido asistir golosa y apasionadamente a los más diversos episodios de nuestra vida cultural y política; y desde su desdeñoso promontorio, de aparente frialdad y huída de su medio, ha podido mantenerse, gracias a su castigada disciplina de intelectual sin asuetos, como el concentrado amante y el agudo observador de la sociedad en la que le tocó nacer y vivir.
Sin este amor a su tierra, amor del corazón y de la inteligencia crítica y sabedora de lo que es mejor, su obra no podría ser comprendida. Ella es fruto de una vida enlucida con vocación, sensibilidad y bien equipado talento, y dedicada infatigablemente a todas las manifestaciones de la cultura en sus formas más serias e intrincadas. Ha sido fecundo este alternar el aula universitaria con el estudio del pintor, la rica biblioteca con la selva inhóspite, la emoción estética con la consideración más serena de los problemas científicos. Este trajín diverso es lo que le ha deparado esa su integración psicológica y vital, tan importante en un artista ambicioso, necesitado de saber su puesto en el universo.
Si una formación cultural es indispensable para el trabajo del artista, es en gracia del papel que está llamada a desempeñar en el curso de su evolución. Sin ella, la orientación en la marcha no puede ser sino labor instintiva, corazonada y adivinación. Pero debemos recordar que la intuición no lo puede todo; se le escapan forzosamente precisiones de concepto y pautas renovadoras, que ha menester quien, siempre hacia adelante, necesita puntos de referencia ciertos para mover su planta en territorios desconocidos. Una brújula bien exacta, enriquecida y auxiliada con todos los elementos de una buena dirección, es insustituible como oráculo personal que nos enseña lo que somos y lo que no, nuestras fuerzas y debilidades, las relaciones más íntimas y fatales con el medio, el camino que nos corresponde y, en su sinuosa carrera, las oportunas y periódicas correcciones de rumbo. Porque cualquier forma de cultura resulta realización imposible sin el presupuesto lógico de la inteligencia y de su diario ejercicio.
Si bien anotadas cartas de navegación Pedro Nel Gómez sería una entidad trunca, y ello no sólo en el plano de sus significados sociológicos y culturales. Bastaría detenerse a pensar en las buenas horas de investigación y meditación que los aspectos extrapictóricos y los contenidos de sus formas plásticas le han demandado; en su necesario conocimiento y dominio de temas tan hetereogéneos y en el don de apreciación del acervo colectivo que respalda una decisión de hacer creación artística. Sin estas premisas y sin su comprensión adecuada, no sería explicable una obra tan sustantiva y corpórea, tan respetable en medio de todas las polémicas que suscita, tan de verdad y en términos de mundo. Pero, además y pese a su carácter telúrico, reñido con la mala acepción de la provincia fanática e intensa, la suya es obra que anhela y llama al universo. Porque el artista sincero se dice: aquí nací, estos son mis límites. . . , pero, ¿y el mundo? ¿Cómo renunciar a sus riquezas y a sus tentadoras dimensiones? El que esto sienta como debate tendrá que lanzarse en busca de la síntesis que define nuestro puesto justo. Esta lucha, de nobles vicisitudes, es la mejor partera en la faena de la cultura.
De sus tierras mineras, de sus temporadas de campo como Ingeniero, de sus viajes al terreno para plantar su caballete en medio de la naturaleza, Pedro Nel Gómez derivó amor y conocimiento de la luz y de los colores. De esas primeras épocas proceden su vocación de fino acuarelista y su devoción por los temas del paisaje. Corot fue su primer fanatismo profesional. Sus cuadros y murales tienen paisaje de fondo; la naturaleza irrumpe en ellos por todas partes. Esta inseparable fusión de lo natural y de lo humano constituye, con el sello obsesivo y persistente de su presencia, uno de sus rasgos más esenciales y personales.
Cuando, en 1924, viajó a Europa, el pintor había asimilado ya las que serían más tarde grandes direcciones de su pintura, lo que hoy es una obra y una cumbre señera en el último período de la pintura colombiana. Pedro Nel Gómez permaneció en Europa hasta 1931. Este interregno había resultado suficiente para la maduración del contraste entre dos épocas: el país manso y colonial del siglo XIX y primeras décadas del XX y una sociedad avocada a las grandes crisis y transformaciones de la época moderna. Y apto también para una creciente toma de conciencia política. Su recorrido de Europa fue hecho en un sentido inverso: de lo contemporáneo a lo antiguo, del modernismo a las formas clásicas más puras. Desembarcado en Holanda, por el camino de sus pintores intimistas penetró en la fiebre de las últimas tendencias pictóricas que se disputaban el interés de París: impresionismo, Fauves, expresionismo, cubismo. Y luego Italia. Grecia más tarde. En Italia, especialmente el impacto psicológico de los tesoros artísticos de la provincia toscana.
Pero esta visión de Europa era también la de una crisis mundial, vivida en su centro: la subsiguiente a la primera guerra. Un pobre pintor latinoamericano debió pasarla mal en aquellas horas de depresión y de empobrecimiento. Sin calefacción para el invierno, Europa por los años veinte no era ambiente como para que pudiera esperarse del novel artista y viajero el confinamiento en un mundo de valores profesionales excluyentes. Algo debió desprenderse del hecho de que no podía tratarse sólo de una experiencia artística. Tampoco la emoción es meramente una voluntad estética. Esta suma de circunstancias capitales no podía menos que despertar aun mas y acentuar la energía psicológica y el coeficiente de un arsenal de fuerzas, materiales y motivaciones acumulados gracias a un proceso de simbiosis del hombre con su medio. Este sentido de la realidad, capacidad para ver lo que se vive y esta en rededor para vivir en función suya, hallaría su mejor estimulo en la peregrinación del contemplador, en su ir y venir sorbiendo ávidamente todas y cada una de las pinceladas de renacimiento en Italia.
En las creaciones de sus frascos pudo el hombre de entonces descifrar los factores de su concepción del mundo, palparse a sí mismo en la combustión de sus afanes y de sus sueños y contemplar los vestigios de una tradición ecuménica viva en los albores de una renovación en lucha definitiva con el pasado, Y, a la inversa, todavía hoy se va a sus muros a la caza de perfiles espirituales que permitan reconstruir precisamente la imagen de su cultura. La pintura medieval y renacentista captó profundamente una edad del espíritu y una época en la historia de la humanidad. ¿Qué mejor maestro para quien anhelaba integrar plásticamente todas las articulaciones de su campo contemporáneo?
El contacto con las mayores invenciones del genio artístico europeo, que a unos espíritus produce la enajenación de sí mismos, arraiga a los otros aún más en su propio universo. No pueden nuestra historia y nuestra cultura ser comprendidas si las miramos por los ojos de los europeos, extraños a nuestro ser, a nuestra idiosincrasia y a nuestros problemas; prisioneros, además, del complejo de un imperialismo cultural que nos reduce a la simple condición de mercados consumidores improductivos, para goce esterilizante de sus obras geniales, y que nos condena al rango irredimible de meras plazas de importación; importación de sistemas, de ciclos institucionales e históricos, de pautas y criterios valorativos. Nos remiten filosofías, programas, profundos análisis de pasiones y sentimientos, aguda comprensión de las vicisitudes del ser, teorías y abstracciones; les remitimos productos primarios, flacos cargamentos sin clientela, divagaciones insustanciales. Entre nuestros escollos está, naturalmente, la sensación de la incurable inferioridad latinoamericana. Esperamos que los críticos de fuera nos juzguen y aprueben para saber cómo debemos ser juzgados. Después de Europa, que venga el diluvio. Nuestro subconsciente nos borra así del mapa ahora y para siempre.
Fue superando este lastre un forme de nuestra mentalidad, su autodesdén y la incapacidad de toda fe en sí mismo, como Pedro Nel Gómez pudo dar comienzo a la realización de una obra por cuya riqueza y amplitud de desarrollo se destaca en el escaso número de los constructores latinoamericanos que han llevado a cabo la tarea de expresar a plenitud su propio talento. Y que lo han hecho superando las categorías mentales de su horizonte comarcano, mediante laboriosa incorporación a un plano de preocupaciones universales. Lucha consciente de largos años ha sido este ir destellando desde la paleta multicolor, temas, motivos e inquietudes de máxima ambición. Porque el volcarse sobre su propio ámbito no ha restado al artista responsabilidad ante las técnicas de su oficio, ni ablandado su riguroso juicio crítico, formado en el sosegado espectáculo de grandes Maestros. Desde los mismos días de su regreso, Pedro Nel trabaja infatigablemente como tiene que saberlo hacer fresquista profesional, cuyo arte. es una disciplina feroz. La decadencia del fresco tiene relación primordial con este hecho evidente.
Lejos de esos estetas sumidos en el aislamiento siempre ser hombre de su tiempo, cuya vida y obra se funden en una sola unidad. Sus murales son una retrospectiva de la sociedad en que vive ; su vida; en ocasiones, una participación personal en los hechos de su historia viviente, como si se tratara en ellos de una pintura en ebullición. Es ésta una transposición vital de los términos, entre el muro y la realidad, mera variación en el tiempo si el trabajo artístico es realista y veraz Su procedencia de las clases medias rurales, el espectáculo de las minas como fenómeno de significado socio?económico evidente, la visión de las traumatizadas sociedades europeas de postguerra y el ejemplo de las revoluciones triunfantes de México y de Rusia; la extraordinaria importancia que para la transformación del país y de su mentalidad representaron los agitados años del cambio político nacional en la década de 1930 a 1940, todo ello confluía a preparar el marco de una irresistible tentación revolucionaria. En ella iba implícita la tendencia nacionalista factor previo indispensable de conciencia anhelante de afirmación y reivindicación de todas nuestras posibilidades.
En el idioma de los bellos colores, murales, óleos y acuarelas suyas nos dicen de esta mística e insurgencia y de su ideario, encaminados hacia la búsqueda y revelación de nuestros propios signos. La tónica de los nuevos acontecimientos, depositarios de la fe de toda la intelectualidad colombiana de avanzada de entonces, alentaba estas esperanzas.
La obra de Pedro Nel Gómez está, pues, con razón, cargada de una fuerte intención social. Su pintura no es mero gusto de los sentidos, ni sus frescos, apenas, piezas funcionales de la decoración arquitectónica. Este acento recorre serenamente su organismo, como parte sustancial de su biología; sin él, su pintura no podría ser pensada sin cercenarle valores adicionales indiscutibles. El ingrediente sociológico e histórico se hace imprescindible para explicarla. Lejos de la anécdota y del cartel, ella discurre por el cauce de una depuración de formas y de una elaboración poética de la realidad, que allí se transfigura. El pueblo asoma en ella su imagen por todas partes; la nutre de su aliento, siempre fresca y renovadoramente, El arte así se torna, sin desmendro de sus propios valores, fuerza constructiva de la nacionalidad, que esclarece y define.
Numerosos estudios del pintor que el público no conoce han ido destilando este afán y despojándolo de sus vestigios transitorios y accidentales. Cuando el teatro descorre su telón y se encienden en medio de la repentina oscuridad del recinto las luces del proscenio, hay una tensión, una magia ambiente propicia para el milagro y la revelación. La obra aparece como una criatura acabada de nacer, o naciente apenas a los ojos de los espectadores. Muchas vigilias respaldan, sin embargo, esta inefable apariencia. Muchos signos sobre el papel, el purgatorio del actor solitario, un concierto de factores que van de la utilería al trance creador, preceden, sepultadas en un plano ignorado, el hallazgo de la obra perfecta. Este secreto laberinto de búsquedas y porfías misteriosas viene a cumplir, propóngaselo o no, una doble función. En el plano individual, la literatura y el arte propician la aparición y perfeccionamiento de la personalidad; en el plano social, la brega aparentemente deshilvanada de esa estirpe de creadores, impele, selecciona y descarta, queriendo desentrañar el exacto perfil del alma colectiva, contribuyendo a forjarle su verdadera identidad.
Este secreto trabajo, cumplido a conciencia, y el cultivo de un fino sentido estético, permite salvar una obra de los reflejos negativos que sobre su imagen pueden proyectar la insomne vocación y ocasional militancia políticas, porque que se imponen finalmente el taller y la estudiosa dedicación no interrumpida. En Pedro Nel Gómez, ellos han cumplido la función de neutralizar cualesquiera efectos frustratorios o influencias desnaturalizadoras de la praxis apasionada, aún la de aquellas horas de ardida juventud en que a las montoneras congregadas en las plazas de Medellín, se hablaba de la defensa de la riqueza nacional, de los tesoros artísticos nacionales o de la propiedad de nuestros hidrocarburos.
Porque la irrupción del país el la corriente turbulenta de la vida moderna y su percepción de los más cruciales acontecimientos universales, fueron sentidas por su generación como un sacudimiento. Excitando toda la fisiología de la creación, estos hechos inyectaron en los organismos pautas ambiciosas y fervor nacionalista y, con Cl gran despertar, la intuición de que es menester rescatar los oficios intelectuales del inconducente vagabundaje entre los libros y las exclamaciones, para fijar la cultura concretamente, a la búsqueda de un destino nuevo. Fue una hora suprema y no desperdiciada, ésta de la provincia en plan de estrenar dimensiones, cuya crítica salida al mundo encendió por doquiera los fuegos abrasadores del primer entusiasmo, capaz de conferir inusitados alcances de deseo y de penetración.
Este aletear de todos los anhelos fue una simiente de pensamientos grandes y de concepciones audaces; desinstaló la mente de sus habitáculos lugareños y sembró el descontento con todos los resabios y poquedades. De esta conmoción de) psiquismo queda un acervo importante. El repaso de las obras de Pedro Nel Gómez no puede menos que suscitar la idea de un designio nuevo y de un lenguaje de alta estirpe, cuya expresión supo en la apartada brega aislar el episodio y el folclor, el lastre de las epidermis regionales, para fijar en su valor exacto los elementos de pura sustancia. El no es un mero narrador sino un intérprete; no el simple testigo o cronista de sus anales sino el investigador minucioso; ni apenas el amanuense de sus hechos contemporáneos, pues hay en él un portador de valores que jerarquiza analíticamente los que han sido materiales de su trabajo, Su obra es el estudio de una vida colectiva en un interesante momento de su proceso, con todas sus implicaciones históricas y culturales, económicas y sociológicas. Sería necio negar a esta faena creadora el propósito central de una visión de profundidad, no por más inadvertida menos compensada y feliz en sus resultados. Al pintor hay que agregar en él la dimensión nueva que le corresponde.
Porque posee el hombre un anhelo intenso de conocer, de verse representado y en la transfiguración de la forma artística. Este deseo vehemente hace parte del amor que se tiene a sí mismo. Por él se busca en los cuadros, en los libros y en los secretos de la ciencia. Pero, a su vez, el artista padece la necesidad íntima de la expresión, de la manifestación de todo su mundo interior. Son dos maneras diferentes de formular la misma pregunta. Lo que el profano busca en la obra creada, el artista lo persigue en la posibilidad creadora y en el proceso de la creación. Pero la materia del arte no es un hombre abstracto, ni una idea pura, sino una cierta y determinada expresión de la vida. Hay grandes artistas; pero preferimos entre ellos al que se revela capaz de sentir al hombre en su condición concreta y real, en sus circunstancias de tiempo y espacio, a través de un poderoso esfuerzo de intuición y de elaboración transmutadora, capaz también de elevar estos materiales contingentes a la dignidad perdurable del arte y de su categoría verdaderamente esencial. El artista debe ser capaz de mostrar que el enzarzamiento del hombre en la tupida red de los hechos cotidianos, da modalidades originales al problema del ser, del destino y de la conciencia. Nunca será capaz el arte de redimir al hombre, pero puede abrirle al menos las puertas del conocimiento intuitivo. Su procedencia de lo vivido le infunde esa fuerza y solidez tan convincentes que exhiben las obras nacidas de la fusión del artista con la realidad. En la cima está aquella morada perfecta que Dilthey localiza cuando escribe: "Homero, Shakespeare, Cervantes, con su conocimiento intuitivo, parecen captar el mundo tal y como es en sí, parece como si la naturaleza mis nos mirase a través de sus ojos, con su sentido que lo abarca todo, sin preferencias ni exclusiones, actuando en un mar de colores y figuras".
Es muy claro que aquel adiestramiento en la vieja y en la nueva Europa y en los dinamismos de su cultura y de su historia, deberían plasmar en una mentalidad joven y alerta surcos muy profundos e influir en su concepción artística y vital. Pero, hecho el avituallamiento, corresponde siempre a un espectador que no se consuela de su suerte de tal, acudir a su deslinde, para que sepa qué direcciones ha de imprimir a su camino. El artista ausculta entonces por qué vertiente de la sangre afluyen a su sensibilidad los elementos que habrán de ser su materia prima. Deberá escrutar, para que perciba que no ha nacido en la gran Toscana, que no hay en su patrimonio beldades de corte, coros de ángeles y músicos celestiales, ni duerme bajo sus plantas inquietas la cultura madre de una gran proeza mitológica o de una aristocracia de la fantasía. Se impone así el regreso al propio hilo de Ariadna por las rutas de la propia valoración, y la apología dichosa de una vida oculta en los horizontes de sus propias promesas.
Porque no hay aquí Euménides o Erinnias eufónicas largamente consagradas; ni los ritos de Apolo nacieron en estas escarpaduras andinas. Las pueblan solamente modestas familias hijas de la rusticación, Patasolas, Lloronas y Hojarasquines, Patetarros de cacofonía repelente, deidades musgosas, concebidas en las humedades germinales del trópico. Aquí la real alegoría vive, vaya de ejemplo, de las barequeras como únicas reinas; carnaciones róseas, musculaturas de labor, desnudeces frutales, formas ya tentadoras o flácidas, entidades femeninas en eclosión de verismo hogareño. Carne palpitante, doblada bajo el hechizo de la luz sin eclipses y frente al gran escenario de una naturaleza bañada en la plenitud del zenit ecuatorial. Aquí reclamaban al pintor su ancestro y las que fueron primeras escuelas de sus sentidos, no las Gracias de Botticelli ni las musas de la estatuaria griega, moldeadas egregiamente en la misma divinidad.
Este será un regreso sin traumatismos para quien vivió siempre centrado en su propio mundo, para quien lo ha aprendido desde las primeras impresiones infantiles en la pura oteada de lo popular, derivando de allí una inclinación invencible y gozosa. No hay por esta vía esfuerzo sobrehumano en retomar los primeros pasos, para reasumir por personales motivaciones un propósito de reivindicación de la dignidad de lo primitivo que ya el arte emprendía merced al giro de una evolución muy compleja. Pedro Nel Gómez respiraba, por razones de origen, las pautas de un arcaísmo muy potente y decisivo, el raro foco de una intensa gesta en medio campo. Allí tenía su cantera. Porque lo decisivo no es el asunto sino el artista. Sus pulmones se recogían para un trabajo de gran aliento; no meras policromías en la cabeza de un alfiler. Y ello no podía ser confinándose en el papel más sólito de lo que evocamos en el concepto de artista, sino
situándose aún más lejos en un intento de fusión y de penetración en los primeros secretos de una cultura recién nacida. Misión ambiciosa de intérprete que se arma con la carga de Sísifo.
El artista se acerca a la vida y toma de su corriente: su movimiento, energía y frescura es lo que su obra recoge y alberga en la vasija de sus formas; como el corte de un momento de su metamorfosis, su faz cambiante se aquieta en el cuadro y espera la serena ronda del espectador, que da vueltas y retorna de uno a otro aspecto y así se complace. Sobre la superficie del cuadro, la misma ola viene y le sugiere cada vez nuevos enlaces. No daña el que se trate de un objeto o de una larga serie de imágenes cuyo juego y composición llevan relaciones asociativas a otros asuntos, y que la obra aprisione lo vivo y se nutra de su fuerza.
Una vida en plenitud es la suya, que responde bien a aquella sentencia Stendhaliana según la cual es feliz el hombre cuyo oficio es su pasión. Pedro Nel Gómez vive la pintura igualmente que pinta la vida, siempre en permanente fusión de sí; dibujante y acuarelista de todas las horas, fresquista, cualquiera de cuyos instantes, sorprendido al azar, representa un hito en la lenta maduración de sus proyectos murales, investiga y selecciona en todas partes sus materiales, en una labor como de minería constante que arruma uno tras otro pacientemente sus granos. De allí que, yendo, se detenga para pintar tumultos en las calles, atletas en los estadios, vastedades geológicas desde las ventanillas de los aviones, gráciles danzantes en el ballet o músicos en las penumbras de los conciertos. Amorosamente se estaciona todos los días para explorar una mirada, un rostro que llora, unos zapatos de labriego o el repliegue simple de una capa. Mineros. Madres. Campesinos. Niños. Entierros. Paisajes. Asesinados. Todo lo ha ido engarzando, uno tras otro pigmento de la vasta superficie policromada. Y todo vivido, igualmente en el pulso anheloso del esteta que en la honda entraña del intérprete de lo humano. Componen su obra ricas galerías de todos los motivos y temas fundamentales; se puede por ella excursionar como coleccionista en busca de expresiones o rasgos psicológicos, de perfiles femeninos, de escenas familiares o alabanzas de la maternidad o del trabajo, de cantos del taller o de la fábrica, ya en la ciudad o en el campo, en medio de los episodios de la vida del pueblo.
Hasta puede afirmarse que sobre el pueblo y vida nuestros hay en su pintura más, en ideas y emociones, que en el paginaje de numerosos libros. Y si todo está sentido apasionadamente, anda también respaldado por un análisis sereno. Por el amor a sus gentes, por la minuciosa maestría que le ha deparado su conocimiento, por ese sabor a vida vivida y real que en los exigentes valores de su oficio ha ido decantando y que empapan y ennoblecen sus formas, es inevitable evocar ante sus cuadros ese encanto que, por encima de los géneros y de las técnicas, nos comunican las obras maestras. Una aquilataciòn de años ha ido imprimiendo a estas cristalizaciones un sello clásico, no sólo en el obvio sentido del vocablo y de sus modelos preferidos, sino también gracias ala transfiguración en arquetipos, de estos valores del medio que han ocupado siempre su pintura.
La suya es toda una obra, en el sentido de que no está constituida por una sucesión de arbitrariedades caprichosas, sino por una articulación coherente y exhaustiva, de esas que no pueden ser sino el fruto de una vida. El resultado es un conjunto vasto, rico en sentido, que da testimonio de una encumbrada concepción del hombre y de la práctica de un humanismo orgánico e integral. Es realización honda y honrada, hecho no para adular nuestros prejuicios sino en función de más ambiciosos propósitos. No es Pedro Nel Gómez un mero decorador para la sensualidad de nuestros salones. Apena a las gentes la fealdad de las gentes en sus cuadros, la desnudez de sus imágenes, lo hirsuto y frontal de sus planteamientos. Pero sentimos cómo están ellas centradas en una realidad muy profunda. Antioquia no es urna de grandes refinamientos; lo antioqueño desciende de colonizadores y campesinos a salto de barrancos, taludes y cordilleras. Y su literatura y su arte no pueden escapar a los imperativos propios de un tal origen.
La técnica en que una pintura sea ejecutada no comunica por sí misma a la obra de arte una calidad particular; pero cada técnica pictórica impone por el camino de sus materiales su propio espíritu e infunde a la creación una cierta personalidad. Es de la necesidad de afrontar sus peculiares problemas de donde brotan las virtudes por las cuales en primer lugar la obra se especifica y distingue.
Así, el óleo es pintura en que los pigmentos van disueltos en aceite. El proceso de su lenta desecación se aviene bien con la ejecución fría y el perfeccionismo. Permite al pintor la repetición y el maquillaje y demorar sobre el lienzo largamente, en las fruiciones del retoque y del modelado, en un tiempo de ejecución suficiente para el espíritu más exigente e insatisfecho.
La acuarela es lo contrario, y por ello se hermana con la pintura al fresco. En ella el agua es ligamento y diluyente. Su ejecución es fluida y nerviosa, rápida la pincelada, y al pintor exige seguridad y acierto. No es campo de estudio detenido sino solaz de inspiración plástica y colorística. La emoción sobrevuela la cartulina aguada para que el trazo more cómodamente en su medio transparente. La historia de la acuarela está ligada, con razón, al tema del paisaje, ese cuerpo inestable en rápida e imperceptible transformación, como el mejor instrumento para captar atmósferas y lejanías, sombras y ámbitos luminosos, cielos únicos y cambiantes. Es pintura viva y temperamental, para hacer en el caballete plantado en medio de la naturaleza vibrante; allí la pupila caza con agilidad y confía el hallazgo al pincel que se agita presurosamente. La acuarela es, por contraposición al óleo, etérea e ingrávida. De allí su dificultad y su encanto.
Pierre Cabannes escribía en "Lets Arts" acerca del origen de la acuarela y de su auge. En los albores del siglo XIX hubo en Londres tantos pintores a ella dedicados, que pudo surgir allí la "Water?color Society"; los acuarelistas atravesaron luego el Canal de la Mancha e invadieron el Continente Europeo, instalándose en los lugares más pintorescos. Cabannes expresa cómo la acuarela, tan ágil como el ojo y gracias a su poder para captar lo fugitivo con el solo golpe de la vista, es un extraordinario medio para las anotaciones coloreadas, una verdadera "estenografía pictórica".
Miguel Ángel llamó a la técnica del fresco "pintura varonil". Su ejecución está íntimamente ligada a muy arduas faenas artesanales y plantea complejos problemas técnicos. Sobre el muro debidamente acondicionado, es primero la colocación del mortero, una mezcla de cal con arena gruesa. Se obtiene así un soporte para el enlucido del estuco, capa de arena fina y tamizada en unión con cal, previamente por su remojo hasta la saturación, en largo proceso. De la necesidad de incorporar la pintura al estuco húmedo todavía, deriva esta técnica su nombre. El obrero prepara diariamente el área de estuco para la tarea que el pintor ejecutará en cada jornada. Y éste debe emprenderla inmediatamente, sobre la pared fresca, antes de que hayan secado sus materiales. Sobre la superficie bruñida, antes de la evaporación del agua, el pintor tiene que operar con rapidez, haciendo uso de todo su dominio técnico. La ejecución es prácticamente irremediable. De Leonardo y de Délacroix se dice que no cultivaron la pintura al fresco por no prestarse su técnica a una elaboración libre y perfecta. Hay fatalidad en cada pincelada. El trazo ha de ser espontáneo y seguro, impulsado por nervio sensitivo y feliz. Sobre el estuco húmedo e impregnado, la cal absorbe el anhídrido carbónico del aire, formando así el carbonato de cal, que transforma los colores en tintas insolubles. A la dispendiosa e incómoda tarea debe aportar el pintor concepciones ya robustas y maduras, sometidas a todas las fases de la gestación y la elaboración: ideas, bocetos, proyectos, cartones, y calcarlos como guías de trabajo sobre el paramento de la ejecución. Es una labor tesonera, de agotamiento físico y espiritual. Pero demanda, al mismo tiempo, la incorporación funcional del fresco en la arquitectura del edificio; porque un fresco es parte de la construcción, no un gigantesco cuadro levantado al azar sobre paredes públicas.
Un examen de conjunto de la obra de Pedro Nel Gómez nos convence de que todas sus técnicas son tributarias de su arte mural; y de que su obra al fresco es la expresión culminante de su oficio, como el escenario de lo que se ha tejido entre bambalinas, minuciosamente. El fresco es el apogeo de sus figuras y de sus formas; las técnicas menores son su laboratorio, como si cada pincelada supiera entrever remotamente la superficie monumental. Es la suya una pintura orgánicamente condicionada en todas sus manifestaciones por la perspectiva mural. Así, sus figuras y temas murales han sido lavados y depurados por el agua clara de la acuarela, trabajados cariciosamente en las vacancias del óleo paciente y remansado.
Estas técnicas son las que han permitido a sus imágenes emigrar, como en las moradas sucesivas de una larga metamorfosis que en el dibujo tiene su punto de partida y al fresco por horizonte. Llevan, por eso, en su composición y vigor plásticos, desde el cuadrilátero del caballete, gérmenes de pintura mural. ¿Dónde la explicación de este sumergirse de la técnica acuarelística en el mundo de la temática humana y del desnudo, en forma tan apasionada y original en toda su historia, sino en el establecimiento inconsciente de una secuencia lógica entre la acuarela y el fresco? Su acuarela ha venido sirviendo de taller al fresquista, sirviéndole de memoria para sus impresiones fugaces. Toda la población de sus enfoques murales, la riqueza de tratamiento que ha podido evitar la estereotipia y el tic de la repetición, descienden por línea directa de su mundo acuarelado; como las creaciones míticas son hijas de la pintura de campo en Berrío o en el Nordeste, como su diosa de las aguas es una transfiguración de la deidad concebida y pintada en la manigua del Carare. Porque la mitología aborigen y autóctona de nuestros campos ha encontrado en él al artista que le ha permitido una especie de transfiguración hacia más evolucionadas formas del arte y de la cultura. Es como si, al purgarse andando de una a otra tela, lograran hacerse dignas de la mayor consagración. El interés por la figura humana y por la naturaleza, que impide a nuestra peculiar mentalidad divorciar uno de otro término, es la mejor explicación del florecimiento en Antioquia de la única verdadera escuela de acuarelistas que haya habido en la pintura latinoamericana. A la cabeza está Pedro Nel Gómez, padre de este fenómeno singular, maestro de la técnica aquí y en cualquier medio artístico, con una magisterio que tiene sus primeras raíces en obras de más de sesenta años de anterioridad. Es decir que, en esta forma, el movimiento acuarelístico de Antioquia es corolario de la pintura al fresco; su origen se aclara por la necesidad que el fresco tiene de una especie de purgatorio en dónde acrisolar previamente las concepciones plásticas.
Con trazos vigorosos y tintas caldeadas en el corazón del trópico, los pinceles de Pedro Nel Gómez han ido hilvanando un tejido multicolor y bordando en él mineros y deidades, arrieros y amazonas, héroes y maternidades. De lo humano, de lo animal, de lo fantástico se han ido nutriendo sus creaciones. Tras la malla de los rasgos materiales bulle un espíritu; allí es donde hay que escrutar la significación de su obra de arte.
Una guía fundamental de interpretación radica en comprender el sentido en que el pintor ha ido orientando su vida artística; no como el esteta engolfado en el virtuosismo y cegado por las técnicas, que aísla de las demás porciones del mundo su ideal de belleza. Oficiante de su taller y minucioso artesano, acuciado por la investigación profunda de todos los secretos profesionales, no se ha quedado allí, sin embargo. Al quietismo contemplativo ha opuesto una incorporación vital a su época y a su pueblo. Y todas las circunstancias del universo que lo rodea han tomado formas y colores para su obra. El fresco ha sido en él, más que un elemento de decoración, un lenguaje ambicioso en el cual se pueda significar toda la agitación de lo humano, un medio de comunicación con sus contemporáneos. La dimensión en las concepciones que el fresco reclama demanda del artista una cierta adecuación psicológica y espiritual.
Pedro Nel Gómez ha calado tan hondo en nuestro mundo, que se hace necesario saturarse de sus componentes para asirlo y comprenderlo. Nutrido y consanguinizado con todos sus fenómenos, es menester tomar en cuenta para gustarlo, nuestra idiosincrasia, nuestra capacidad y nuestros defectos. Porque no se trata solamente de la asimilación de los valores del pueblo como valores de la masa: palpita en su obra una concepción muy alta del pueblo como complejo cultural e histórico, como quehacer y destino colectivo, con proyecciones sobre sus orígenes y sobre las sendas de su futuro. Y este avatar impone el llamado a una visión muy amplia, retrospectivamente y en el devenir histórico. Los dos puntos se enlazan: de un extremo, el surco originario; del otro, el avizoramiento de la posteridad. La obra del "Sena" en el Pedregal, en Medellín, es una síntesis de afirmación, con la pujanza creadora del optimismo y un final sin el cual hubiera faltado claridad al ciclo de lo antioqueño como concepción de ambiciosa profundidad. Es justo reconocer que en esta investigación Pedro Nel es pionero y fundador; y que cualquiera que sea el alcance de un estudio sobre dicho tema, inexplicablemente inexistente hoy en forma completa, deberá recordarse siempre que fue su pintura la que señaló los más originales caminos.
De esta afición vienen las andanzas en busca de los hontanares de lo arcaico y de lo primitivo, sus encuentros con el espíritu de las deidades y con todas las manifestaciones de lo mítico. De ahí también su interés por la naturaleza, que no es en él mera emoción poética o pasión plástica, sino también cauce y función del desenvolvimiento histórico. Al fondo de sus creaciones hay siempre un pedazo de selva, la cresta de las cordilleras andinas; contra los ardores del trópico, un refrescante brochazo de acuarela. El crea con el espíritu de lo antioqueño, educado en el espectáculo vigoroso y solemne de sus montañas y maniguas culticolores, de sus aguas resonantes y de sus cielos abiertos. Una pedagogía para el espíritu tenso o sosegado, un estímulo para su sentido telúrico, que doblega al ser sobre la materia de su mundo y sobre el espectáculo físico del universo. De allí el sentimiento de lo cósmico, el hondo resonar de los enigmas de la ciencia, algo diferente del abstraccionismo sin otro sustento que los falsos estados oníricos.
De allí esa constante de su humanismo, esa fe en el hombre y en sus fueros, en las cosas que hace y en las que sueña y trabaja. Sus frescos respiran y trasudan una excelsa atmósfera moral, la más alta cima de la dignidad de lo humano. Ese culto a la desnudez tiene mucho que ver con ésta su filosofía de "el hombre primero que todo".
Es notable su insistencia en la exaltación de los valores colectivos a su juicio más decisivos: la industria del oro, los petróleos y, en general, las riquezas minerales, las reservas hidráulicas, su afán nacionalista, el celoso acierto en la revitalización de todo lo indolatino, que nos distingue e individualiza. Y, en general, el innegable sentido político que alienta en su obra; no el cartel callejero o el grito pintado, ni la monserga demagógica, sino la más alta acepción del término. Acompasadamente marchan su plasticidad y su instinto social. Hay que advertir el brío de sus barequeras, brigadas rítmicas de aire conquistador y guerrero, cuando emergen de trasfondos selváticos para precipitarse, como sobre presa enemiga, sobre el tesoro de las corrientes. El oro en sus bateas parece botín. Sus barequeras, en grupos de onduladas y cadenciosas anatomías, bateas por armas, parecen dejar tras de sí un eco de épica bulliciosa.
A estas implicaciones se acerca Pedro Nel Gómez con una gran admiración por los atributos constitutivos de nuestra psicología popular; toda su obra es una alabanza del trabajo humano, de su primera pobreza y del progreso que lo sucede. La minería es su tema preferido. Mineros de socavón y barequeros y barequeras en las corrientes, su tragedia, sus entierros. El poema del oro en las paredes del Banco Popular de Medellín es, indudablemente, una de las más hermosas páginas de toda nuestra cultura. Y siempre al lado, obreros, telares, fábricas, oficios domésticos, todas las manifestaciones del trabajo liberador. Y no podía faltar el tema de la mujer en esta culminación de lo antioqueño; nunca están solos los varones de sus cuadros. En su obra es insistente la presencia de lo femenino, el dulce llamado del amor. Hay mujeres en las fábricas y en los entierros, en los pantanos de las minas y en las manifestaciones populares; como nervio pujante. Y como un espectáculo novedoso, al par que idea, en un ambiente donde la mujer fue siempre mera decoración. Otras veces anda su imagen como el acento inefable de la vida, circuyéndolo todo con su misterio. Hay maternidades por doquiera; entre las cogederas de café, bajo la luna menguante a la salida de las fábricas, entre el humo de los talleres. Cuando el arriero remonta los Andes, una mujer jadea tiernamente a su lado, con un niño entre el rebozo. Oleada de la ideología que desborda los diques de las cordilleras. Este tema es coyuntura hacia toda su investigación del carácter, de la psicología, del sentimiento cósmico del hombre en la búsqueda de los secretos de la ciencia.
El desnudo de Pedro Nel Gómez presta a su obra esa consistencia de lo vivido y de lo real, la verdad como modelo en el campo abierto, no el artificio del estudio en encierro. De allí esa corporeidad que exhiben siempre sus creaciones. La minería ?un pueblo en almendra primitiva, milagro de plasticidad? es históricamente un determinante de su pasión por el desnudo humano. La acuarela no había sido llevada en este tema más allá de la naturaleza muerta y del retrato. El desnudo infunde prestigio y nobleza a su pintura al fresco.
La labor pictórica de Pedro Nel Gómez viene de antes del año 20; su actividad como fresquista, de 1934. Su vida se ha desarrollado en un cierto paralelismo con la famosa trilogía mejicana de Orozco, Rivera y Siqueiros. Las condiciones de evolución y realización de uno y otros han marchado parejas por muchos conceptos, y este es un fenómeno en el cual no se han detenido lo suficiente quienes, olvidando la común pertenencia a idénticas coordenadas históricas, sociopolíticas y culturales, exageran la comunidad de rasgos entre el muralista colombiano y la escuela del fresco en Méjico. Cierto afán de expropiación de lo nativo y local, auto?expropiación paradójica pero endémica, nos hace temer que los países de la retaguardia cultural americana estén necesitando una madre europea en su propio medio, para transferirle su complejo de enajenación.
Con respecto a la generalidad de nuestros tópicos culturales debería superarse, por incompleto, todo enfoque como manifestación de un mundo encerrado y aparte. Casualmente los fresquistas americanos han sido notables por su contribución a la tarea de despertar en el híbrido continente hispánico la conciencia de sus lazos comunes y de su común destino y solidaridad. La fe en un mundo nuevo en sí mismo considerado. No se debe fraccionar en el papel lo que tiene unidad real en los hechos, pues con ello nada se gana sino sólo oscurecer su comprensión. América llegará a edificar su propia cultura, pero ésta y un espíritu propio sólo podrán ser afirmados a medida que el agregado de expresiones locales vaya logrando testimoniar la existencia de una misma génesis.
El fresco en nuestro continente procede técnica y espiritualmente del renacentista. En Florencia tomaron impulso para sus vuelos, por igual Diego Rivera y Pedro Nel Gómez. Aquel más educado en el arte parisino, éste más italiano y clásico. De allí que el mural latinoamericano haya nacido bajo el signo de la incorporación del arte público a la concepción del mundo propio de la época y a los más conturbadores problemas del alma colectiva. La técnica de la pintura al fresco, considerada históricamente, ubica por sí misma al artista en el marco de las motivaciones psicológicas de sus contemporáneos.
Y contemporáneos son también el fresco colombiano y el de Méjico, aunque éste se apoye en una tradición plástica y cultural más rica y más antigua. Impulsado por el espíritu de cooperación con su época y con su pueblo, huelga decir que bajo el efecto de las mismas tendencias y escuelas del arte moderno, el fresco aquí y allá confrontaba circunstancias históricas y espirituales sustancialmente idénticas. ¿0 no es uno y mismo problema, matizado diversamente por el grado de evolución, el que afronta la sociedad latinoamericana desde Méjico hasta el extremo sur del continente? ¿No es cierto también que existe una conciencia unificada, más o menos amplia, de uno a otro punto del mapa americano, sobre la identidad de su situación? Quien quiera tomar de ella sus materiales, se dará la mano, tal vez sin saberlo, con el pintor, el novelista, el poeta de la pampa austral, del desierto peruano, de la cordillera colombiana: de Buenos Aires a las orillas del Río Grande.
Hay un fenómeno que emparenta también a unos y otros pintores y es la toma de conciencia de un destino propio para nuestros pueblos, estado de ánimo que se extendió a todos los sectores intelectuales avanzados. De allí ese bullir de lo nacional, de lo propio, de lo autóctono. Una deliberada investigación de la personalidad por apelación a sus acervos más característicos. Esta evolución de lo nacional tiene en Pedro Nel Gómez raíces en una concepción aún más vasta.
Bajo este amor a lo propio, Pedro Nel ha venido trabajando en la soledad no perturbada. No ha gozado de la misma libertad de acción de los artistas mejicanos; más bien ha debido encarar muchas veces la ceguera de alma y el obtuso sentido de sus conciudadanos.
Sin rendirse a las dificultades, en un curioso dentro y fuera de la sociedad en que vive, ha ido labrando una obra de maravillosa y bien desenvuelta unidad.
Hay dos maneras extremas de concebir y manipular socialmente la profesión y los oficios artísticos e intelectuales.
Una es la consideración de que toda sociedad que trabaja está obligada al margen de un ocio fecundo y a la coexistencia simpática con una casta ociosa que crea y piensa cosas e ideas desprovistas de aplicabilidad útil inmediata, como que ella misma y sus acciones están desasidas de los poderes y los afanes prácticos de todos los días. A la pura brega animal, prosa escueta, se contraponen la poesía y dignidad de los bohemios y los abstraídos, como su tributo y contrapartida. Ellos están situados un poco por encima, en niveles propicios cuya superioridad justifica un cierto respeto admirativo. Es más: esta visión reposa profundamente en la realidad de que no podemos aspirar a igual comprensión de la diversidad humana y de lo psicológico en toda la riqueza de su tipología.
En Antioquia se profesa una visión distinta. El poeta y el filósofo no son formas sociales sino profundas elecciones de la vida individual. Allá todo el mundo con las cosas que le interesan. Hacer buenos versos o malos negocios son variaciones indistintas de la biografía personal. Y de que alguien se afane aquí o en esto otro nadie quiere percatarse: todos a lo suyo y que el concierto de la vida humana siga tan campante. En todos los órdenes de la existencia, más se oculta que se publica. Hay un volcamiento apasionado de cada hombre sobre la que ha elegido como su tarea. Lo demás es inadvertencia y desentendimiento. Esta es una lucha secretamente cruel por el poder. El que busca, y no importa qué: si unos pesos o un ideal, está rodeado de gentes que por todas partes andan también buscando: como si existiera un común denominador de inseguridad.
Este modo de ver y vivir plantea implicaciones muy trascendentales. Cada quien está solo. Y para la justificación de sus quehaceres deberá atenerse a la fuerza de sus íntimas compensaciones. A falta de proyección social para su trabajo ?todos andamos realizándonos, que cada cual lo haga por su camino?, el artista deberá asumirlo todo en el plano de sus motivaciones personales. Un tal vivir hacia adentro, en el carácter introvertido de la vida colectiva, sin suscitaciones extrínsecas, es impropio para la vanidad y la simulación, para los papeles sociales sin honda raíz en la individualidad. En ausencia de apoyo en los equívocos y las complacencias ambientes, el individuo solitario no tendrá más camino que apelar a sus propias reservas; sin las poderosas razones de su íntimo querer, el hombre se queda sin resortes para su perseverancia. Y sin otro incentivo que su profunda gana personal.
Así, en término breve se pone a cada cual en su lugar; el falso idealista y el cantor de los primeros años pronto se encuentran avocados a la realidad de lo que verdaderamente son. De allí que en ese medio sea relativamente escaso el número de los desadaptados a perpetuidad, de los histriones engañados para siempre, de las vocaciones a medias. El que resiste la prueba infernal lleva seguramente en lo profundo una fuente de verdad. Están de más allí barbas y boinas, pipas y melenas, crónicos corbatines y versos a toda hora bajo el atuendo estrafalario; porque lo patibulario y lo bohemio, la mirada vacía y el drama personal profesionalizado carecen allí de carisma y de función social.
No hay santos y señas ni distintivos de castas. Cuando se da una verdarera vocación, rápida mente comprende que ha de realizarse como una área para sí. Y entonces se pone a trabajar. Resultado: pocas vocaciones definitivas; pero vocaciones intelectuales auténticas (que se alimentan de si mismas); vidas plenas de realización. Y, contra el intento social de una falsa uniformidad, el aislamiento, pero entonces no la soledad vacía del desorientado sino el íntimo soliloquio de quien ha aprendido que enfrentar seriamente su trabajo es la forma que le corresponde de adaptación. Como otros se dedican a hacer fortuna, este empeñará su talento en lo que constituye motivo de su fe. Pero, además, ingloriosamente mimetizado en el común rasero, viviendo de una cosa pero para otra, la que es su alma de verdad. Y ello en la simultaneidad ordenada de dos planos vitales concurrentes: la aventura idealista al lado del cotidiano afán.
Como grandes pasiones solitarias, vegetación de páramo, sin público y sin esa oportunidad de confrontarse objetivamente que pueden ofrecer el medio social y la refracción operada por la crítica, han nacido y crecido en Antioquia, continúan haciéndolo, cuantos han fraguado en obra perdurable. Esta vía negativa ha sido la paradójica contribución y el poderoso estímulo del ambiente. En su frialdad y distancia congénitas, Antioquia ha resultado ser una forja de autenticidad y responsabilidad creadora para sus vocaciones. Constantes en la creación a fuerza de su propia fe; y en el plano de la vida práctica, lejanos, escépticos e inasimilados, que todo lo ven y lo desdeñan casi todo.
Pedro Nel Gómez también necesitó a su tiempo aprender a soportar filosóficamente la impenetrable dureza del ambiente y a crear descartándolo: sin adulaciones, sin vanos compromisos, en la posesión de su íntima libertad creadora y del don de la sinceridad y la franqueza. Pero siempre adelante y creando para un tiempo futuro, para un después siempre preterido que reciba su lección.
Es la de Pedro Nel Gómez de las más orgánicas concepciones en la reciente historia del arte colombiano. Sus obras son un goce de los sentidos y otras tantas páginas de indagación humana y espiritual. Son luces con transparencia de agua clara, espacios vibrantes de color, volúmenes de una consistencia corpórea que entre las formas disuelve la tersa superficie del muro y excusa al tacto su faena sensual. He aquí el fruto de una existencia apasionada, cuyas búsquedas quedan en el mural, en el óleo, en la acuarela diestra, en sus tallas en piedra, hasta las cuales ha llevado también los perfiles de los soñadores del oro.
Artesano infatigable y artista insatisfecho, Pedro Nel Gómez ha prestado el testimonio del alma regional y nacional y de sus cauces históricos. A la evolución social y política de su pueblo ha aportado realizaciones meritorias. Enriqueciendo nuestro autoconocimiento nos ha entregado una fuerza de cambio, la que nos permite enfrentar los azares del futuro conservando nuestra propia alma; la que, para centrarnos, nos eleva a la dignidad del amor intelectual y del conocimiento.
Y si alguien ha querido erigirlo en símbolo de un camino recorrido a ojos abiertos, no es por huero antioqueñismo, ni por considerar a Antioquia la gran cultura o el modelo más alto. Sino, críticamente, en la de que este núcleo, homogéneo y suficientemente definido en el proceso de su sucesión histórica, brinda, por gracia de tales caracteres, un campo sólido para el análisis y el enjuiciamiento. Porque en su recuento es saludable ir haciendo deducciones a partir del fenómeno humano y hacia el campo cultural, para interpretar en coherencia ininterrumpida nuestra cultura por nuestro pueblo.