- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Edgar Negret y la extrañeza del lenguaje
El gran soporte - Tierradentro (detalle) / 1997
Texto de: Carlos Jiménez
I
En la plenitud de su madurez, con todas sus facultades intactas, Edgar Negret ha cerrado completamente el círculo. Ya no aprende más a hablar: habla. Ya no inventa: hace. Ha recobrado, aunque radicalmente cambiados, los legados y motivos que aplazó en el momento decisivo de hacer suyo el proyecto estético más radical de la modernidad. Proyecto ajeno, para él y para todos, que ha recibido nombres como los de suprematismo, abstracción, constructivismo, minimalismo. Lo hizo suyo cuando era poco más que un adolescente, en los años cincuenta, en Nueva York1, donde Clement Greenberg más que ofrecer en sus densos y oscuros ensayos de la época un análisis de los cuadros y los pintores reunidos en lo que se llamó el action painting, ofrecía una vigorosa reformulación del paradigma estético kantiano2. Sobre todo en lo referido al concepto de lo sublime3. O sea, el desacuerdo entre la sensibilidad y las potencias infinitas de la razón que Greenberg reinterpretó en clave exasperadamente romántica, presentando la obra de arte como la huella o el testigo mudo de la lucha de la razón por sobrepasar los estrechos límites de la sensibilidad. Obra de arte en consecuencia intransitiva, dedicada en exclusiva a la representación de ese conflicto y por lo mismo se asume liberada de la tarea de representar al mundo y, todavía más, de la tarea de describirlo objetivamente. El modelo por excelencia de esta concepción fue la pintura de Jackson Pollock y de los otros pintores que con él hicieron escuela. La Escuela de Nueva York, precisamente. El rechazo a este paradigma, cuyo dominio llegó a ser total y hasta totalitario en el Nueva York del que vengo hablando, no se hizo esperar. Lo encarnó en primera instancia ese grupo de artistas con los que Negret llegó a formar algo semejante a una banda juvenil y al mismo tiempo rigurosa y decidida. La componían Robert Indiana, Ellsworth Kelly, Agnes Martin, Louise Nevelson, Jack Youngerman y el propio Negret4. Al principio de sus actividades fueron marginados de los centros de exposiciones claves de la época: las célebres galerías de arte de la calle 57 y los museos, sobre todo el mítico MOMA, el sancta sanctorum de la modernidad en la plenitud de su confianza en sí misma. Pero al final de la década esos mismos escenarios terminaron aceptándolos, porque ellos –pero sobre todo Kelly y desde luego Negret– habían conseguido en el ínterin poner en pie con su obra una alternativa consistente a la propuesta excesiva, desesperada, del action painting. O del expresionismo abstracto, como ya por esas mismas fechas le nombraban. Alternativa en una línea de frialdad y reduccionismo formal, sintáctico y semántico que ya anticipaba el grado cero del minimalismo. Que vendría un poco después, como se sabe, para convertirse en un arte donde ya no había lugar ni para el informalismo ni para las agonías y los desgarramientos interiores que tanto habían atormentado a Pollock y a los que fueron como él. Ni para sus brochazos agresivos ni para sus drippings, ni para ningún otro de sus desafueros formales.
II
Este enfriamiento de la subjetividad del artista, que se manifestó en el trabajo de casi todos los integrantes del grupo como apuesta por el lenguaje de las formas geométricas simples, tuvo como consecuencia llevar hasta un límite extremo el proyecto estético de la modernidad. El proyecto da por hecho que el arte por–venir no es el resultado de una inmersión en el mundo o en el inconsciente del artista sino en las infinitas posibilidades abiertas por un lenguaje de matriz geométrica, absoluto y autosuficiente, que se basta a sí mismo para enunciar sus propias certezas, sin necesidad de que éstas sean válidas por los datos de los sentidos ni por ninguna otra información emitida por el mundo. O por sus apariencias.
Cierto, los rasgos cruciales de esta radicalización del proyecto moderno ya han sido puestos de relieve de uno o de otro modo, tanto por los defensores como por los críticos de la modernidad que tanto han proliferado en las dos últimas décadas. Lo que probablemente no se ha dicho con suficiente claridad es que para el artista puesto en la encrucijada de asumir ese arte radical, y por lo tanto el lenguaje que debía hablar si quería ser un artista de ese radicalismo, no podía ser sino una lengua extraña que debía de aprender del mismo modo que se aprenden las lenguas extranjeras o los lenguajes artificiales como las matemáticas. O, ahora, el lenguaje de los ordenadores. Aprender y al mismo tiempo experimentar de una manera extrema la situación excéntrica, exterior, que depara el uso de un lenguaje ajeno a la propia vida. Los lenguajes llamados naturales o históricos son simultáneamente un modo de vivir más que un conjunto de reglas de juego, como propuso Wittgenstein5, y dentro de ellos los hablantes son como peces en el agua. O, como agua en el agua, según la feliz metáfora acuñada por Georges Bataille para referirse a la experiencia religiosa primordial6.
Cuando alguien habla se distancia de sí mismo evidentemente, pero nunca tanto como para perderse a sí mismo en esa distancia. En cambio los lenguajes artificiales son exteriores a los modos de vida porque no son –o todavía no son– modos de vida. Son construcciones platónicas que como esos templos dóricos que exigían del fiel que se sometía a los dioses que guardaban mantenerse siempre fuera. Fuera siempre.
El lenguaje alienígena de la modernidad sedujo a Edgar Negret en sus años de residencia en Nueva York, inhibiendo o postergando simultáneamente asuntos que para él eran todavía decisivos. Él venía de la remota Popayán, una ciudad de las de antes, equiparable a alguna de las “cien ciudades del silencio” de las que habló D’Annunzio a propósito de la Italia del novecentismo7, celebrada por Humboldt cuando la visitó hace dos siglos, y que a pesar de sus siglos8, de la intensidad de su vida cívica, y de la experiencia hecha sabiduría en todos y cada uno de sus habitantes, desde los aristócratas esclavistas hasta sus ñapangas, no podía ofrecer aparentemente ninguna guía a ese jovencísimo Negret que, trasladado a Nueva York, intentaba aprender el lenguaje estético más desafiante y absoluto de la modernidad.
De algo le habrá servido, sin embargo, freudianamente, la imagen de su padre, el General. Quizás inspirándose en su ejemplo se dedicó con una disciplina casi marcial a aprender esa lengua extranjera, esforzándose tanto en aprenderla como en hacerla crecer. Extranjera, como ya dije, a su vida, a su memoria, a su propio cuerpo, extranjera.
III
Y lo consiguió. El temprano reconocimiento de su arte en Nueva York, en París, en España, en la propia Documenta de Kassel de 1968, prueban que lo supo hacer. Pero como nada es unívoco o lineal, tal y como postula la geometría moderna, Negret aprendió distorsionando lo que aprendía, torciendo sin pensarlo la línea recta que lo unía con la meta que pretendía alcanzar. Él lo ha contado muchas veces sin que probablemente se hayan advertido claramente todas las consecuencias de lo que contaba. Contó que en su primera estancia en Nueva York, a final de la década del cuarenta, no sabía cómo seguir adelante, insatisfecho con sus primeros trabajos escultóricos de Popayán y de Cali, los años de su formación, quizá porque a pesar de su abstracción dichos trabajos dependían todavía de la gravedad, del peso, la densidad, los colores dados y la textura de la piedra. Como todo aprendiz ávido quería aprender desembarazándose de lo que antes sabía, para dar lugar dentro de sí a ese estado de vaciamiento en el cual el único saber que se tiene es el saber que hacer con la cabeza y las propias manos. De allí que decidiera ser igualmente inventor y fabricante y que para hacerlo eligiera al que entonces era el más nuevo de todos los metales: el aluminio. Invención muy reciente cuando Negret estaba en la tarea de convertirse en escultor y que nada tenía que ver ni con el mármol ni con el granito, ni con ninguna otra de las piedras en las que se han condensado todas las edades de la Tierra, su proteiforme y multisecular biografía. Ni con el hierro, nacido según un mito arcaico de la cuenca del Danubio, de la petrificación del cráneo vengativo de Abel9. Ni siquiera con el cobre, ni aun con el bronce. Aluminio, sólo aluminio. Metal de la aeronáutica, de la producción en serie, tan dispuesto a negar en sí mismo la dureza legendaria de sus antecesores metálicos y tan maleable, que lo más difícil es, según lo comprobó Negret gracias a su propia experiencia, borrar las huellas que dejan en su superficie los martillazos. Y junto al aluminio los tornillos, tan prosaicos y prácticos, que ni siquiera los utilizó il miglior fabro, el Prometeo de la escultura moderna: Julio González10. Nada de fuego, ni de fragua, ni de soplete. En su lugar tornillos. Y en lugar de la aleación y la fundición, imposibles sin la acción ardiente, directa, del fuego, el trabajo estrictamente constructivo de doblar láminas de aluminio, de perforarlas en los extremos y de unirlas con tuercas y tornillos. Negret no sería nadie si no fuera porque, a la par que Alexander Calder, fue quien primero se atrevió a romper completamente con la tradición multisecular de su arte, hecha de talla y de fraguado, de talla de piedras y maderas y de forja de metales.
Este es el primer círculo que se completa en su obra. El arte es ajeno al mundo, como quería Kant según Greenberg, su lengua es geométrica como quisieron Malevich y Mondrian, sus procedimientos son técnicos, su materia es un material siempre plástico, en su caso el aluminio. El artista es simultáneamente, un inventor y un aprendiz. Aprende inventando. Inventa aprendiendo. Redondo. El círculo, sin embargo, no logra suturar un hiato. El artista es un hombre. ¿Qué tanto de hombre queda cuando ese hombre se convierte en un artista de la modernidad? En el curso de los muchos diálogos que hemos tenido sobre su vida y su obra, Negret me dijo en una ocasión: “Yo he sido siempre un poco barroco. Tenía que serlo, según Jorge Oteiza, porque me lo exigía el trópico”. Yo no estoy seguro de esa identificación entre el barroco y el trópico en la que tanto insistía Alejo Carpentier antes o después de Oteiza, no lo sé. En cambio estoy seguro de que Negret, en los años de su radicalismo modernista, cuando aprendía e inventaba para poder aprender, inhibió su condición humana al punto de permitirle que se manifestara sólo en el modo como distorsionaba la diáfana perfección de sus modelos geométricos, curvándolos, pintándolos, obligándolos a responder a escorzos y diagonales manieristas, tal y como lo testimonian sus primeros Navegantes, sus Puentes, sus Escaleras. A la ética luterana, actualizada por el minimalismo, según la cual una cosa es lo que es sin dar lugar ni a la ilusión ni al engaño11, Negret opuso en su obra la disolución de esa misma ética en la ilusión barroca. Greenberg había valorado sobremanera, como ya dije, esa figura trágica del yo romántico, encarnada como nadie para él por Pollock, capaz de hacer iguales en sus cuadros el fracaso de su arte y el del espíritu en su conflicto irresuelto con la gravedad y los límites de la materia. Negret nunca fue tan patético. Más aún: nunca el patetismo fue su modo ni su estilo. Se limitó, sin agonías ni pasiones desgarradoras, a aligerar, a torcer, a ensamblar y a colorear sin que ninguna de esas operaciones, tanto técnicas como estilísticas, pudieran ser denunciadas como una ruptura abierta con las premisas del lenguaje alienado de la modernidad que estaba haciendo suyo. Nada en sus obras de su primera, de su segunda, de su tercera fase obró abiertamente en contra de las tautologías geométricas. Pero a ninguna de ellas la dejó en paz, intacta en su redonda autosuficiencia. Siempre las sometió a tensiones soterradas, amenazadas de desequilibrio, sujetas a una elegancia al borde de serlo en demasía. Insisto: eran todavía los tiempos del aprendizaje. La sujeción de la obra a la circunferencia perfecta de una sintaxis y de una semántica hilomórficas, alterado sutilmente por una estrategia manierista. Pero tiempos de aprendizaje al fin y al cabo. Ahora, ante la espléndida obra de madurez de Negret ya no puede hablarse de aprendizaje. La lengua abstracta de la modernidad ya está olvidada, al igual que deben olvidarse las lenguas históricas cuando se las quiere hablar. Cuando se las puede hablar. En la obra de Negret –tan vivaz como son vivaces las buenas conversaciones– el Verbo se ha hecho carne y habita afortunadamente entre nosotros.
Cuando Negret habla es inseparable de su lenguaje: quitas una escultura y anulas una parte de él, tan indispensable para él como una oreja, como un dedo, como un alvéolo pulmonar, como el maxilar. Gracias a esta milagrosa fusión ya podemos saber quién es Negret cuando vemos una escultura de Negret. Y en esa fusión Negret ha recuperado su vida y la historia y la naturaleza de las que inevitablemente está hecha su vida. Las que debió olvidar en la crucial etapa de Nueva York.
IV
Pensemos en su vida y en su relación con la religión. Él nació en una familia católica y entre católicos y desde entonces ese catolicismo infantil se ha transformado sucesivamente hasta convertirse en mística. Para él, ahora, la vida es sagrada como lo es el arte, el único vínculo que todavía permanece entre lo humano y lo sagrado. En la primera fase de ese proceso de mutaciones está la figura de Cristo y la de las vírgenes y santos dispuestos en las iglesias, las capillas y los claustros de su Popayán natal, que él, sin embargo, empezó a intrerpretar tempranamente en una clave distinta a la humanista, fijada y sellada por la estética tridentina12. Lo empezó a hacer, en los años cuarenta, cuando era apenas un adolescente, tallando piezas como la Cabeza del Bautista, La Mano de Dios, Anunciación o Virgen, muy distantes en su aspecto de la figuración tridentina. El siguiente paso lo dio en Nueva York, entre 1949 y 1950. Allí, en esos años, y en los talleres libres del Clay Club and Sculpture Center, presentó Rostro de Cristo, una pieza hecha con un enredo de alambre de púas puesto encima de un leño que nadie aceptó ni quiso entender. Desde luego no era académica ni moderna y por lo mismo fue considerada por sus profesores y sus condiscípulos de entonces, como una pieza fallida. Sólo que ellos no captaron ni podían captar que ese “entre” la academia y la modernidad había sido abierto y sostenido por la voluntad de Negret de introducir en su arte y –de paso en el arte moderno que estaba en trance de hacer suyo– una dimensión mística. Y cuando aquí digo mística me siento obligado a aclarar que se trata de una versión singular del cristianismo que disuelve, por así decirlo, el cuerpo humano, limitado, mortal de Cristo en el ámbito proteiforme, ilimitado y vital de la naturaleza. Para este misticismo, específicamente cristiano, que arranca con Francisco de Asis y se prolonga en el naturalismo romántico y en el ecologismo actual, la naturaleza –y no la Iglesia como quieren los clérigos– es el auténtico cuerpo místico de Jesús, que convoca más, mucho más, al amor que la obediencia al Señor. El misticismo cristiano emergió en abierto conflicto con la estrategia de representación artística de Cristo, del Padre, de la Virgen y del Espíritu Santo, legitimada inicialmente por el Concilio de Nicea del siglo iv y ratificado una y otra y otra vez, en sucesivos concilios, por la Iglesia13. El espíritu y todavía más la naturaleza no tienen ninguna representación figurativa posible y si alguna figura puede evocarlos o convocarlos esa figura sólo puede ser alegórica. Como lo son la paloma blanca o la llama sobre la cabeza de los apóstoles durante el Pentecostés, representando al Espíritu Santo. Negret ha eludido, sin embargo, estas tácticas aleatorias, y ha preferido confiar en que sus esculturas abstractas, mecánicas, sean suficientemente misteriosas como para convocar al espíritu. O a Cristo. O a la naturaleza. O en cualquier caso a lo sagrado.
Sí, el misterio. Muchos años ha tardado Negret en comunicarnos como escultor esa palabra: misterio. Me la ha repetido muchas veces en los diálogos que antes he mencionado: “Yo siempre he obrado guiado por una mano que me llevaba a donde tenía que ir”. “Veo cosas, las escucho, las guardo en alguna parte y vuelven sólo cuando las necesito”. Obediencia al misterio. Ese que no tenía ningún lugar en la estética de la modernidad y menos en la transparencia radical del minimalismo. El misterio. Y, sin embargo, poco se entiende de la obra de las dos últimas décadas de Negret si no se lo toma en cuenta. Si regresó a Colombia al final de los años cincuenta, obedeciendo al llamado perentorio que le hizo su hermano Gerardo desde su lecho de muerte, abandonando los beneficios del primer triunfo que su obra, como ya dije, había logrado en Nueva York, lo hizo por razones en definitiva misteriosas. ¿El llamado de la sangre? ¿El llamado de la tierra? Nadie, ni siquiera él lo sabe. Lo que él sabe y lo ha hecho saber a todos quienes hemos querido escucharle es que aún cuando estaba lejos, en la América del Norte o en Europa, sintió siempre activo un nexo ingobernable con la tierra en la que ha nacido. Añado un dato que no es un misterio sino un enigma. En 1953, al final de su primera estancia de tres años en París, obtiene una beca de la Unesco y le ofrecen la posibilidad de usarla donde él quiera. Y en vez de utilizarla, como habría sido de esperar, para visitar en la condición de aprendiz alguno de los centros donde entonces se incuba el lenguaje emergente de la modernidad, la usa para realizar una larguísima visita a los navajos, en Arizona, uno de los pueblos más antiguos y sabios entre los sobrevivientes a la invasión y al exterminio colonialista soportados por América. Los había conocido por referencias puramente librescas en Popayán, enriquecidas después por los documentos conservados en el Museo del Hombre de París. Esos pocos indicios fueron, sin embargo, para él suficientes. Los navajos proponían algo que para él era irresistible. Extraordinario. “Sus curanderos trazaban cada noche, durante nueve noches consecutivas, grandes dibujos de colores en la tierra como modo de combatir el mal que se había apoderado del enfermo. Completaban cada dibujo y el enfermo se arrastraba sobre él deshaciéndolo. Cuando deshacía el último se curaba, y el curandero, que en muchas ocasiones vivía lejos, se marchaba. Y lo más sorprendente, se marchaba en un Cadillac. Eran increíbles. También lo atrajeron los andaquíes, los más antiguos, que vivían en unos desfiladeros de vértigo, en unas cuevas a las que sólo se podía llegar por medio de escaleras de cuerda. En ellas habían buscado refugio de las temibles depredaciones de los apaches, de los sioux y de otras tribus guerreras de Norteamérica”. Los ritos y usos de esas tribus se le ofrecieron entonces como un misterio y ese misterio como una forma de sacralidad. Por eso no es casual que las primeras obras hechas en Nueva York, durante su segunda instancia, al final de los años cincuenta, que ya corresponden plenamente a su lenguaje de láminas de aluminio, de tuercas y de tornillos, las haya bautizado Aparatos mágicos. Lo eran, lo son, en realidad. Eran, o son, el equivalente de esas piezas que él vio entre los pueblos, las Kachinas, que consisten como él ha contado en muchas plumas de colores atadas a un madero, que se ofrecen como un medio de intercambio humano con lo sagrado.
V
Sé que la interpretación que estoy ofreciendo de las intenciones y del significado de la primera gran etapa, digamos metálica, de la obra de Negret, puede parecer forzada porque sus apelaciones y referencias a la mística y lo sagrado contradicen abiertamente interpretaciones de la misma, evidentemente modernas. E inclusive positivistas. Pero no creo traicionarlo: él mismo se ha esforzado en las dos últimas décadas, en anular los cortes tajantes entre el pasado, el presente y el futuro haciendo de toda su obra un tejido, en la que cada obra aislada es un nudo y en la que cada serie es un hilo o el tramo de un hilo que se extiende de un extremo a otro de lo que él pretende sea un conjunto único y felizmente heterogéneo. Los hilos de su vida y de su obra entretejidos con los hilos de todas las vidas y de todas las obras de esta generación y de todas las generaciones de la América que le conciernen. Un crítico mexicano, a propósito de la exposición de Negret en el Museo Tamayo de la capital de México, escribió un artículo en el que quiso resumir su trayectoria en una fórmula: de la máquina al mito. No le faltó razón. De algún modo esos son los pasos que en definitiva él ha dado como artista. Pero esta fórmula admite, sin embargo, corrección y enriquecimiento. Y para hacerlo debo volver a mis largas conversaciones con él en las que sus palabras han ido y han vuelto sobre el pasado y el presente de su vida y su trabajo sin que pudiera hacerse una distinción tajante entre cada una de esas etapas. En realidad, al uno y al otro los entrelazan los hilos de un tapiz inextricable, que en su crecimiento va formando figuras definidas en las que se articulan sin conflicto, armónicamente, lo próximo y lo remoto, las materias incongruentes de la memoria y del olvido. Materias pertenecientes tanto a su vida como a muchas otras vidas. Por eso cuando nos sentamos por primera vez a hablar sobre las claves de interpretación de su obra más reciente se disparó como una flecha sobre uno de sus Aparatos mágicos, uno de los más antiguos. Y por eso mismo, en otro de nuestros encuentros, parado en su estudio delante de uno de sus ábacos, me dijo, rematando su detallada explicación del mismo: “Como sabemos nada o casi nada sobre cómo funcionaban los ábacos o los quipus de los incas, me gusta hacer piezas en las que propongo mi propia interpretación de su forma de funcionamiento. Y siempre acierto”. Y seguramente acierta. Para él entonces no cuenta ninguna de esas distancias insalvables con respecto a las ruinas y los vestigios del pasado en los que se funda la arqueología, que, como lo dejó ver Michel Foucault, es la auténtica ontología de la modernidad. Los incas para Negret están vivos porque él está vivo, porque él cree que es descendiente del último o penúltimo inca. O están vivos porque, transportado por una travesía a pie por uno de los senderos embebidos de niebla que llevan a Machu Picchu, fue capaz de adivinar el plano secreto del acueducto del Cuzco y convertirlo en una de sus más enigmáticas piezas. E igualmente fue capaz de trazar el mapa entero del imperio, dejando rotundamente en negro la parte correspondiente a la Amazonia. “Nunca la entendieron”, afirma absolutamente seguro, como si él mismo hubiera compartido esa incomprensión.
El mito, entonces para él, en pleno funcionamiento, y no simple ni principalmente como cosmogonía o narraciones legendarias. Negret evidentemente ama a las unas y a las otras. Ama los libros clásicos de la América arcaica, en especial el Chilan Balam, al que juzga mejor y más intenso que el Popol-Vuh. Y es lector asiduo de José María Arguedas y de Juan Rulfo, a quienes estima tanto como a ese poeta anónimo que cantó en versos memorables la dolorosa caída de la capital del imperio incaico. Pero si Negret puede ser calificado como un artista mitológico es ante todo por su capacidad de mantener vivo tanto en su obra como en el devenir de su vida lo arcaico –que a tantos les parece definitivamente muerto– sometiéndolo a metamorfosis incesantes. A otras lecturas, a otros enunciados, a otros usos. De allí que le salgan tan bien las versiones contemporáneas de motivos antiquísimos y de figuras precolombinas. La serpiente emplumada, las pirámides aztecas, los hipogeos de San Agustín, los espejos de agua de los incas, por ejemplo. Así como los ábacos y los quipus antes mencionados. O esa escultura formidable, extraña, inquietante, dedicada a las ventanas de Comala, en las que asoman los aparecidos, los que todavía viven aun cuando están muertos. Sobre cada uno de estos motivos Negret ha hecho piezas memorables, poderosas e intensas, en las que ni siquiera la apuesta declarada de su autor por el desciframiento de códigos olvidados, consigue privarlas de su misterio.
VI
Sí, el misterio, otra vez el misterio. No puedo alejarme de esta palabra cuando doy vueltas en torno a las esculturas más recientes de Negret, que, a pesar del aluminio, de los vibrantes colores, de la exhibición y no del ocultamiento de sus reglas de composición y de sus métodos constructivos, se instalan irremediablemente en el misterio. En definitiva, él tenía razón cuando, como ya conté, dirigió mi atención sobre uno de los Aparatos mágicos de hace casi cuarenta años. Todas sus obras recientes, sin excluir sus homenajes a gente tan dispar entre sí como Rufino Tamayo o Manuel Cepeda, son Aparatos mágicos o Kachinas, medios de dialogar con lo sagrado. O si se prefiere, de conjurar aquello que nos sobrepasa y gobierna. Y que seguimos sin comprender.
Notas
- 1: Este dato y todos los otros datos referidos a las estancias de Negret en Nueva York, así como las afirmaciones o declaraciones que se citan entre comilladas a lo largo del texto tienen su fuente en las numerosas conversaciones que mantuvimos en su estudio de Bogotá durante los años de 1996 y 1997. Dichas conversaciones fueron grabadas.
- 2: Clement Greenberg. Avant Garde and Kitsch. New York. Harpers. 1963
- 3: Emmanuel Kant. Crítica de la facultad de juzgar. Caracas. Monte Ávila,1992
- 4: Bárbara Rose. La escuela de Nueva York. Madrid. Cátedra, 1987.
#AmorPorColombia
Edgar Negret y la extrañeza del lenguaje
El gran soporte - Tierradentro (detalle) / 1997
Texto de: Carlos Jiménez
I
En la plenitud de su madurez, con todas sus facultades intactas, Edgar Negret ha cerrado completamente el círculo. Ya no aprende más a hablar: habla. Ya no inventa: hace. Ha recobrado, aunque radicalmente cambiados, los legados y motivos que aplazó en el momento decisivo de hacer suyo el proyecto estético más radical de la modernidad. Proyecto ajeno, para él y para todos, que ha recibido nombres como los de suprematismo, abstracción, constructivismo, minimalismo. Lo hizo suyo cuando era poco más que un adolescente, en los años cincuenta, en Nueva York1, donde Clement Greenberg más que ofrecer en sus densos y oscuros ensayos de la época un análisis de los cuadros y los pintores reunidos en lo que se llamó el action painting, ofrecía una vigorosa reformulación del paradigma estético kantiano2. Sobre todo en lo referido al concepto de lo sublime3. O sea, el desacuerdo entre la sensibilidad y las potencias infinitas de la razón que Greenberg reinterpretó en clave exasperadamente romántica, presentando la obra de arte como la huella o el testigo mudo de la lucha de la razón por sobrepasar los estrechos límites de la sensibilidad. Obra de arte en consecuencia intransitiva, dedicada en exclusiva a la representación de ese conflicto y por lo mismo se asume liberada de la tarea de representar al mundo y, todavía más, de la tarea de describirlo objetivamente. El modelo por excelencia de esta concepción fue la pintura de Jackson Pollock y de los otros pintores que con él hicieron escuela. La Escuela de Nueva York, precisamente. El rechazo a este paradigma, cuyo dominio llegó a ser total y hasta totalitario en el Nueva York del que vengo hablando, no se hizo esperar. Lo encarnó en primera instancia ese grupo de artistas con los que Negret llegó a formar algo semejante a una banda juvenil y al mismo tiempo rigurosa y decidida. La componían Robert Indiana, Ellsworth Kelly, Agnes Martin, Louise Nevelson, Jack Youngerman y el propio Negret4. Al principio de sus actividades fueron marginados de los centros de exposiciones claves de la época: las célebres galerías de arte de la calle 57 y los museos, sobre todo el mítico MOMA, el sancta sanctorum de la modernidad en la plenitud de su confianza en sí misma. Pero al final de la década esos mismos escenarios terminaron aceptándolos, porque ellos –pero sobre todo Kelly y desde luego Negret– habían conseguido en el ínterin poner en pie con su obra una alternativa consistente a la propuesta excesiva, desesperada, del action painting. O del expresionismo abstracto, como ya por esas mismas fechas le nombraban. Alternativa en una línea de frialdad y reduccionismo formal, sintáctico y semántico que ya anticipaba el grado cero del minimalismo. Que vendría un poco después, como se sabe, para convertirse en un arte donde ya no había lugar ni para el informalismo ni para las agonías y los desgarramientos interiores que tanto habían atormentado a Pollock y a los que fueron como él. Ni para sus brochazos agresivos ni para sus drippings, ni para ningún otro de sus desafueros formales.
II
Este enfriamiento de la subjetividad del artista, que se manifestó en el trabajo de casi todos los integrantes del grupo como apuesta por el lenguaje de las formas geométricas simples, tuvo como consecuencia llevar hasta un límite extremo el proyecto estético de la modernidad. El proyecto da por hecho que el arte por–venir no es el resultado de una inmersión en el mundo o en el inconsciente del artista sino en las infinitas posibilidades abiertas por un lenguaje de matriz geométrica, absoluto y autosuficiente, que se basta a sí mismo para enunciar sus propias certezas, sin necesidad de que éstas sean válidas por los datos de los sentidos ni por ninguna otra información emitida por el mundo. O por sus apariencias.
Cierto, los rasgos cruciales de esta radicalización del proyecto moderno ya han sido puestos de relieve de uno o de otro modo, tanto por los defensores como por los críticos de la modernidad que tanto han proliferado en las dos últimas décadas. Lo que probablemente no se ha dicho con suficiente claridad es que para el artista puesto en la encrucijada de asumir ese arte radical, y por lo tanto el lenguaje que debía hablar si quería ser un artista de ese radicalismo, no podía ser sino una lengua extraña que debía de aprender del mismo modo que se aprenden las lenguas extranjeras o los lenguajes artificiales como las matemáticas. O, ahora, el lenguaje de los ordenadores. Aprender y al mismo tiempo experimentar de una manera extrema la situación excéntrica, exterior, que depara el uso de un lenguaje ajeno a la propia vida. Los lenguajes llamados naturales o históricos son simultáneamente un modo de vivir más que un conjunto de reglas de juego, como propuso Wittgenstein5, y dentro de ellos los hablantes son como peces en el agua. O, como agua en el agua, según la feliz metáfora acuñada por Georges Bataille para referirse a la experiencia religiosa primordial6.
Cuando alguien habla se distancia de sí mismo evidentemente, pero nunca tanto como para perderse a sí mismo en esa distancia. En cambio los lenguajes artificiales son exteriores a los modos de vida porque no son –o todavía no son– modos de vida. Son construcciones platónicas que como esos templos dóricos que exigían del fiel que se sometía a los dioses que guardaban mantenerse siempre fuera. Fuera siempre.
El lenguaje alienígena de la modernidad sedujo a Edgar Negret en sus años de residencia en Nueva York, inhibiendo o postergando simultáneamente asuntos que para él eran todavía decisivos. Él venía de la remota Popayán, una ciudad de las de antes, equiparable a alguna de las “cien ciudades del silencio” de las que habló D’Annunzio a propósito de la Italia del novecentismo7, celebrada por Humboldt cuando la visitó hace dos siglos, y que a pesar de sus siglos8, de la intensidad de su vida cívica, y de la experiencia hecha sabiduría en todos y cada uno de sus habitantes, desde los aristócratas esclavistas hasta sus ñapangas, no podía ofrecer aparentemente ninguna guía a ese jovencísimo Negret que, trasladado a Nueva York, intentaba aprender el lenguaje estético más desafiante y absoluto de la modernidad.
De algo le habrá servido, sin embargo, freudianamente, la imagen de su padre, el General. Quizás inspirándose en su ejemplo se dedicó con una disciplina casi marcial a aprender esa lengua extranjera, esforzándose tanto en aprenderla como en hacerla crecer. Extranjera, como ya dije, a su vida, a su memoria, a su propio cuerpo, extranjera.
III
Y lo consiguió. El temprano reconocimiento de su arte en Nueva York, en París, en España, en la propia Documenta de Kassel de 1968, prueban que lo supo hacer. Pero como nada es unívoco o lineal, tal y como postula la geometría moderna, Negret aprendió distorsionando lo que aprendía, torciendo sin pensarlo la línea recta que lo unía con la meta que pretendía alcanzar. Él lo ha contado muchas veces sin que probablemente se hayan advertido claramente todas las consecuencias de lo que contaba. Contó que en su primera estancia en Nueva York, a final de la década del cuarenta, no sabía cómo seguir adelante, insatisfecho con sus primeros trabajos escultóricos de Popayán y de Cali, los años de su formación, quizá porque a pesar de su abstracción dichos trabajos dependían todavía de la gravedad, del peso, la densidad, los colores dados y la textura de la piedra. Como todo aprendiz ávido quería aprender desembarazándose de lo que antes sabía, para dar lugar dentro de sí a ese estado de vaciamiento en el cual el único saber que se tiene es el saber que hacer con la cabeza y las propias manos. De allí que decidiera ser igualmente inventor y fabricante y que para hacerlo eligiera al que entonces era el más nuevo de todos los metales: el aluminio. Invención muy reciente cuando Negret estaba en la tarea de convertirse en escultor y que nada tenía que ver ni con el mármol ni con el granito, ni con ninguna otra de las piedras en las que se han condensado todas las edades de la Tierra, su proteiforme y multisecular biografía. Ni con el hierro, nacido según un mito arcaico de la cuenca del Danubio, de la petrificación del cráneo vengativo de Abel9. Ni siquiera con el cobre, ni aun con el bronce. Aluminio, sólo aluminio. Metal de la aeronáutica, de la producción en serie, tan dispuesto a negar en sí mismo la dureza legendaria de sus antecesores metálicos y tan maleable, que lo más difícil es, según lo comprobó Negret gracias a su propia experiencia, borrar las huellas que dejan en su superficie los martillazos. Y junto al aluminio los tornillos, tan prosaicos y prácticos, que ni siquiera los utilizó il miglior fabro, el Prometeo de la escultura moderna: Julio González10. Nada de fuego, ni de fragua, ni de soplete. En su lugar tornillos. Y en lugar de la aleación y la fundición, imposibles sin la acción ardiente, directa, del fuego, el trabajo estrictamente constructivo de doblar láminas de aluminio, de perforarlas en los extremos y de unirlas con tuercas y tornillos. Negret no sería nadie si no fuera porque, a la par que Alexander Calder, fue quien primero se atrevió a romper completamente con la tradición multisecular de su arte, hecha de talla y de fraguado, de talla de piedras y maderas y de forja de metales.
Este es el primer círculo que se completa en su obra. El arte es ajeno al mundo, como quería Kant según Greenberg, su lengua es geométrica como quisieron Malevich y Mondrian, sus procedimientos son técnicos, su materia es un material siempre plástico, en su caso el aluminio. El artista es simultáneamente, un inventor y un aprendiz. Aprende inventando. Inventa aprendiendo. Redondo. El círculo, sin embargo, no logra suturar un hiato. El artista es un hombre. ¿Qué tanto de hombre queda cuando ese hombre se convierte en un artista de la modernidad? En el curso de los muchos diálogos que hemos tenido sobre su vida y su obra, Negret me dijo en una ocasión: “Yo he sido siempre un poco barroco. Tenía que serlo, según Jorge Oteiza, porque me lo exigía el trópico”. Yo no estoy seguro de esa identificación entre el barroco y el trópico en la que tanto insistía Alejo Carpentier antes o después de Oteiza, no lo sé. En cambio estoy seguro de que Negret, en los años de su radicalismo modernista, cuando aprendía e inventaba para poder aprender, inhibió su condición humana al punto de permitirle que se manifestara sólo en el modo como distorsionaba la diáfana perfección de sus modelos geométricos, curvándolos, pintándolos, obligándolos a responder a escorzos y diagonales manieristas, tal y como lo testimonian sus primeros Navegantes, sus Puentes, sus Escaleras. A la ética luterana, actualizada por el minimalismo, según la cual una cosa es lo que es sin dar lugar ni a la ilusión ni al engaño11, Negret opuso en su obra la disolución de esa misma ética en la ilusión barroca. Greenberg había valorado sobremanera, como ya dije, esa figura trágica del yo romántico, encarnada como nadie para él por Pollock, capaz de hacer iguales en sus cuadros el fracaso de su arte y el del espíritu en su conflicto irresuelto con la gravedad y los límites de la materia. Negret nunca fue tan patético. Más aún: nunca el patetismo fue su modo ni su estilo. Se limitó, sin agonías ni pasiones desgarradoras, a aligerar, a torcer, a ensamblar y a colorear sin que ninguna de esas operaciones, tanto técnicas como estilísticas, pudieran ser denunciadas como una ruptura abierta con las premisas del lenguaje alienado de la modernidad que estaba haciendo suyo. Nada en sus obras de su primera, de su segunda, de su tercera fase obró abiertamente en contra de las tautologías geométricas. Pero a ninguna de ellas la dejó en paz, intacta en su redonda autosuficiencia. Siempre las sometió a tensiones soterradas, amenazadas de desequilibrio, sujetas a una elegancia al borde de serlo en demasía. Insisto: eran todavía los tiempos del aprendizaje. La sujeción de la obra a la circunferencia perfecta de una sintaxis y de una semántica hilomórficas, alterado sutilmente por una estrategia manierista. Pero tiempos de aprendizaje al fin y al cabo. Ahora, ante la espléndida obra de madurez de Negret ya no puede hablarse de aprendizaje. La lengua abstracta de la modernidad ya está olvidada, al igual que deben olvidarse las lenguas históricas cuando se las quiere hablar. Cuando se las puede hablar. En la obra de Negret –tan vivaz como son vivaces las buenas conversaciones– el Verbo se ha hecho carne y habita afortunadamente entre nosotros.
Cuando Negret habla es inseparable de su lenguaje: quitas una escultura y anulas una parte de él, tan indispensable para él como una oreja, como un dedo, como un alvéolo pulmonar, como el maxilar. Gracias a esta milagrosa fusión ya podemos saber quién es Negret cuando vemos una escultura de Negret. Y en esa fusión Negret ha recuperado su vida y la historia y la naturaleza de las que inevitablemente está hecha su vida. Las que debió olvidar en la crucial etapa de Nueva York.
IV
Pensemos en su vida y en su relación con la religión. Él nació en una familia católica y entre católicos y desde entonces ese catolicismo infantil se ha transformado sucesivamente hasta convertirse en mística. Para él, ahora, la vida es sagrada como lo es el arte, el único vínculo que todavía permanece entre lo humano y lo sagrado. En la primera fase de ese proceso de mutaciones está la figura de Cristo y la de las vírgenes y santos dispuestos en las iglesias, las capillas y los claustros de su Popayán natal, que él, sin embargo, empezó a intrerpretar tempranamente en una clave distinta a la humanista, fijada y sellada por la estética tridentina12. Lo empezó a hacer, en los años cuarenta, cuando era apenas un adolescente, tallando piezas como la Cabeza del Bautista, La Mano de Dios, Anunciación o Virgen, muy distantes en su aspecto de la figuración tridentina. El siguiente paso lo dio en Nueva York, entre 1949 y 1950. Allí, en esos años, y en los talleres libres del Clay Club and Sculpture Center, presentó Rostro de Cristo, una pieza hecha con un enredo de alambre de púas puesto encima de un leño que nadie aceptó ni quiso entender. Desde luego no era académica ni moderna y por lo mismo fue considerada por sus profesores y sus condiscípulos de entonces, como una pieza fallida. Sólo que ellos no captaron ni podían captar que ese “entre” la academia y la modernidad había sido abierto y sostenido por la voluntad de Negret de introducir en su arte y –de paso en el arte moderno que estaba en trance de hacer suyo– una dimensión mística. Y cuando aquí digo mística me siento obligado a aclarar que se trata de una versión singular del cristianismo que disuelve, por así decirlo, el cuerpo humano, limitado, mortal de Cristo en el ámbito proteiforme, ilimitado y vital de la naturaleza. Para este misticismo, específicamente cristiano, que arranca con Francisco de Asis y se prolonga en el naturalismo romántico y en el ecologismo actual, la naturaleza –y no la Iglesia como quieren los clérigos– es el auténtico cuerpo místico de Jesús, que convoca más, mucho más, al amor que la obediencia al Señor. El misticismo cristiano emergió en abierto conflicto con la estrategia de representación artística de Cristo, del Padre, de la Virgen y del Espíritu Santo, legitimada inicialmente por el Concilio de Nicea del siglo iv y ratificado una y otra y otra vez, en sucesivos concilios, por la Iglesia13. El espíritu y todavía más la naturaleza no tienen ninguna representación figurativa posible y si alguna figura puede evocarlos o convocarlos esa figura sólo puede ser alegórica. Como lo son la paloma blanca o la llama sobre la cabeza de los apóstoles durante el Pentecostés, representando al Espíritu Santo. Negret ha eludido, sin embargo, estas tácticas aleatorias, y ha preferido confiar en que sus esculturas abstractas, mecánicas, sean suficientemente misteriosas como para convocar al espíritu. O a Cristo. O a la naturaleza. O en cualquier caso a lo sagrado.
Sí, el misterio. Muchos años ha tardado Negret en comunicarnos como escultor esa palabra: misterio. Me la ha repetido muchas veces en los diálogos que antes he mencionado: “Yo siempre he obrado guiado por una mano que me llevaba a donde tenía que ir”. “Veo cosas, las escucho, las guardo en alguna parte y vuelven sólo cuando las necesito”. Obediencia al misterio. Ese que no tenía ningún lugar en la estética de la modernidad y menos en la transparencia radical del minimalismo. El misterio. Y, sin embargo, poco se entiende de la obra de las dos últimas décadas de Negret si no se lo toma en cuenta. Si regresó a Colombia al final de los años cincuenta, obedeciendo al llamado perentorio que le hizo su hermano Gerardo desde su lecho de muerte, abandonando los beneficios del primer triunfo que su obra, como ya dije, había logrado en Nueva York, lo hizo por razones en definitiva misteriosas. ¿El llamado de la sangre? ¿El llamado de la tierra? Nadie, ni siquiera él lo sabe. Lo que él sabe y lo ha hecho saber a todos quienes hemos querido escucharle es que aún cuando estaba lejos, en la América del Norte o en Europa, sintió siempre activo un nexo ingobernable con la tierra en la que ha nacido. Añado un dato que no es un misterio sino un enigma. En 1953, al final de su primera estancia de tres años en París, obtiene una beca de la Unesco y le ofrecen la posibilidad de usarla donde él quiera. Y en vez de utilizarla, como habría sido de esperar, para visitar en la condición de aprendiz alguno de los centros donde entonces se incuba el lenguaje emergente de la modernidad, la usa para realizar una larguísima visita a los navajos, en Arizona, uno de los pueblos más antiguos y sabios entre los sobrevivientes a la invasión y al exterminio colonialista soportados por América. Los había conocido por referencias puramente librescas en Popayán, enriquecidas después por los documentos conservados en el Museo del Hombre de París. Esos pocos indicios fueron, sin embargo, para él suficientes. Los navajos proponían algo que para él era irresistible. Extraordinario. “Sus curanderos trazaban cada noche, durante nueve noches consecutivas, grandes dibujos de colores en la tierra como modo de combatir el mal que se había apoderado del enfermo. Completaban cada dibujo y el enfermo se arrastraba sobre él deshaciéndolo. Cuando deshacía el último se curaba, y el curandero, que en muchas ocasiones vivía lejos, se marchaba. Y lo más sorprendente, se marchaba en un Cadillac. Eran increíbles. También lo atrajeron los andaquíes, los más antiguos, que vivían en unos desfiladeros de vértigo, en unas cuevas a las que sólo se podía llegar por medio de escaleras de cuerda. En ellas habían buscado refugio de las temibles depredaciones de los apaches, de los sioux y de otras tribus guerreras de Norteamérica”. Los ritos y usos de esas tribus se le ofrecieron entonces como un misterio y ese misterio como una forma de sacralidad. Por eso no es casual que las primeras obras hechas en Nueva York, durante su segunda instancia, al final de los años cincuenta, que ya corresponden plenamente a su lenguaje de láminas de aluminio, de tuercas y de tornillos, las haya bautizado Aparatos mágicos. Lo eran, lo son, en realidad. Eran, o son, el equivalente de esas piezas que él vio entre los pueblos, las Kachinas, que consisten como él ha contado en muchas plumas de colores atadas a un madero, que se ofrecen como un medio de intercambio humano con lo sagrado.
V
Sé que la interpretación que estoy ofreciendo de las intenciones y del significado de la primera gran etapa, digamos metálica, de la obra de Negret, puede parecer forzada porque sus apelaciones y referencias a la mística y lo sagrado contradicen abiertamente interpretaciones de la misma, evidentemente modernas. E inclusive positivistas. Pero no creo traicionarlo: él mismo se ha esforzado en las dos últimas décadas, en anular los cortes tajantes entre el pasado, el presente y el futuro haciendo de toda su obra un tejido, en la que cada obra aislada es un nudo y en la que cada serie es un hilo o el tramo de un hilo que se extiende de un extremo a otro de lo que él pretende sea un conjunto único y felizmente heterogéneo. Los hilos de su vida y de su obra entretejidos con los hilos de todas las vidas y de todas las obras de esta generación y de todas las generaciones de la América que le conciernen. Un crítico mexicano, a propósito de la exposición de Negret en el Museo Tamayo de la capital de México, escribió un artículo en el que quiso resumir su trayectoria en una fórmula: de la máquina al mito. No le faltó razón. De algún modo esos son los pasos que en definitiva él ha dado como artista. Pero esta fórmula admite, sin embargo, corrección y enriquecimiento. Y para hacerlo debo volver a mis largas conversaciones con él en las que sus palabras han ido y han vuelto sobre el pasado y el presente de su vida y su trabajo sin que pudiera hacerse una distinción tajante entre cada una de esas etapas. En realidad, al uno y al otro los entrelazan los hilos de un tapiz inextricable, que en su crecimiento va formando figuras definidas en las que se articulan sin conflicto, armónicamente, lo próximo y lo remoto, las materias incongruentes de la memoria y del olvido. Materias pertenecientes tanto a su vida como a muchas otras vidas. Por eso cuando nos sentamos por primera vez a hablar sobre las claves de interpretación de su obra más reciente se disparó como una flecha sobre uno de sus Aparatos mágicos, uno de los más antiguos. Y por eso mismo, en otro de nuestros encuentros, parado en su estudio delante de uno de sus ábacos, me dijo, rematando su detallada explicación del mismo: “Como sabemos nada o casi nada sobre cómo funcionaban los ábacos o los quipus de los incas, me gusta hacer piezas en las que propongo mi propia interpretación de su forma de funcionamiento. Y siempre acierto”. Y seguramente acierta. Para él entonces no cuenta ninguna de esas distancias insalvables con respecto a las ruinas y los vestigios del pasado en los que se funda la arqueología, que, como lo dejó ver Michel Foucault, es la auténtica ontología de la modernidad. Los incas para Negret están vivos porque él está vivo, porque él cree que es descendiente del último o penúltimo inca. O están vivos porque, transportado por una travesía a pie por uno de los senderos embebidos de niebla que llevan a Machu Picchu, fue capaz de adivinar el plano secreto del acueducto del Cuzco y convertirlo en una de sus más enigmáticas piezas. E igualmente fue capaz de trazar el mapa entero del imperio, dejando rotundamente en negro la parte correspondiente a la Amazonia. “Nunca la entendieron”, afirma absolutamente seguro, como si él mismo hubiera compartido esa incomprensión.
El mito, entonces para él, en pleno funcionamiento, y no simple ni principalmente como cosmogonía o narraciones legendarias. Negret evidentemente ama a las unas y a las otras. Ama los libros clásicos de la América arcaica, en especial el Chilan Balam, al que juzga mejor y más intenso que el Popol-Vuh. Y es lector asiduo de José María Arguedas y de Juan Rulfo, a quienes estima tanto como a ese poeta anónimo que cantó en versos memorables la dolorosa caída de la capital del imperio incaico. Pero si Negret puede ser calificado como un artista mitológico es ante todo por su capacidad de mantener vivo tanto en su obra como en el devenir de su vida lo arcaico –que a tantos les parece definitivamente muerto– sometiéndolo a metamorfosis incesantes. A otras lecturas, a otros enunciados, a otros usos. De allí que le salgan tan bien las versiones contemporáneas de motivos antiquísimos y de figuras precolombinas. La serpiente emplumada, las pirámides aztecas, los hipogeos de San Agustín, los espejos de agua de los incas, por ejemplo. Así como los ábacos y los quipus antes mencionados. O esa escultura formidable, extraña, inquietante, dedicada a las ventanas de Comala, en las que asoman los aparecidos, los que todavía viven aun cuando están muertos. Sobre cada uno de estos motivos Negret ha hecho piezas memorables, poderosas e intensas, en las que ni siquiera la apuesta declarada de su autor por el desciframiento de códigos olvidados, consigue privarlas de su misterio.
VI
Sí, el misterio, otra vez el misterio. No puedo alejarme de esta palabra cuando doy vueltas en torno a las esculturas más recientes de Negret, que, a pesar del aluminio, de los vibrantes colores, de la exhibición y no del ocultamiento de sus reglas de composición y de sus métodos constructivos, se instalan irremediablemente en el misterio. En definitiva, él tenía razón cuando, como ya conté, dirigió mi atención sobre uno de los Aparatos mágicos de hace casi cuarenta años. Todas sus obras recientes, sin excluir sus homenajes a gente tan dispar entre sí como Rufino Tamayo o Manuel Cepeda, son Aparatos mágicos o Kachinas, medios de dialogar con lo sagrado. O si se prefiere, de conjurar aquello que nos sobrepasa y gobierna. Y que seguimos sin comprender.
Notas
- 1: Este dato y todos los otros datos referidos a las estancias de Negret en Nueva York, así como las afirmaciones o declaraciones que se citan entre comilladas a lo largo del texto tienen su fuente en las numerosas conversaciones que mantuvimos en su estudio de Bogotá durante los años de 1996 y 1997. Dichas conversaciones fueron grabadas.
- 2: Clement Greenberg. Avant Garde and Kitsch. New York. Harpers. 1963
- 3: Emmanuel Kant. Crítica de la facultad de juzgar. Caracas. Monte Ávila,1992
- 4: Bárbara Rose. La escuela de Nueva York. Madrid. Cátedra, 1987.