- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
El espejo en jirones
Bailarina. 1983.
El estudio. 1983. Óleo sobre tela. 200 x 200 cm
La carta. 1983. Óleo sobre tela. 121 x 75 cm
Las flores. 1983. Óleo sobre tela. 130 x 81 cm
Dos periódicos. 1983. Óleo sobre tela. 130 x 81 cm
El recorrido. 1983. Óleo sobre tela. 161 x 106 cm
N.A
N.A
Cabeza V. 1997. Madera y hierro. 154,9 x 116,8 x 60,9 cm
Cabeza III. 1997. Madera y hierro. 157,5 x 137,2 x 73,6 cm
Cabeza IV. 1997. Madera y hierro. 185.4 x 248,9 x 76,2 cm
Cabeza I. 1997. Madera y hierro. 180,3 x 132 x 68,6 cm
N.A
Paisaje urbano. 1997. Óleo sobre arpillera. 188 x 114.3 cm
The bridge. 1997. Óleo sobre arpillera. 226 x 160 cm
En el suelo. 1983. Óleo sobre tela. 100 x 81 cm
La paleta. 1983. Óleo sobre tela. 93 x 73 cm
La modelo y el cuadro. 1983. Óleo sobre tela. 162,5 x 107,5 cm
Estudio. 1983. Óleo sobre tela. 100 x 81 cm
La mesa. 1983. Óleo sobre tela. 162 x 130 cm
El estudio II. 1983. Óleo sobre tela. 93 x 73 cm
Interior rojo. 1983. Óleo sobre tela. 100 x 81 cm
A la manera de Miró. 1983. Óleo sobre tela. 130 x 97 cm
N.A
Retrato con rayas blancas y negras. 1997. Óleo sobre arpillera. 170 x 170 cm
Infanta V. 1985. Óleo sobre tela. 198 x 147 cm
Conde Duque de Olivares III. 1985. Óleo sobre yute. 100 x 81 cm
La Infanta Margarita. Velázquez. (Detalle)
Bodegón Morandi VII. 1985. Hierro. 55 x 90 x 62 cm
Infanta I. 1985. Madera con incrustaciones de hierro. 170 x 190 x 40 cm
La Infanta doña Margarita IV. 1985. Óleo sobre yute. 100 x 81 cm
La Infanta doña Margarita VI. 1985. Collage y óleo sobre papel. 84 x 68 cm
Derecha, Retrato con sombrero y lazo. 1997.
El perro III. 1985. Óleo sobre yute. 239 x 170 cm
Fernando VII. 1985. Óleo sobre lino 99 x 80 cm
El banquero Raimundo Fucar.1985. Óleo sobre lino. 129 x 96 cm
Rodrigo de la Fuente III. 1986. Óleo sobre lino. 100 x 81 cm
Picasso como pretexto. 1986. Madera. 88 x 23 x 55 cm
Felipe IV, III. 1985. Óleo sobre lino. 100 x 81 cm
Caballero desconocido. 1986. Óleo sobre lino. 100 x 81 cm
Rembrandt. 1986. Óleo sobre lino. 130 x 100 cm
Picasso como pretexto VI. 1997. Óleo sobre arpillera. 187.9 x 149.9 cm
Conde Duque de Olivares V. 1986. Óleo sobre lino. 210 x 147 cm
El Cardenal Fernando Niño de Guevada III. 1986. Óleo sobre lino. 120 x 75 cm
Picasso como pretexto. 1986. Técnica mixta sobre lino. 80 x 60 cm
Collage 87-II. 1987. Collage. 38 x 56 cm
Matisse como pretexto. 1987. Óleo sobre yute. 170 x 241 cm
Collage 87-XII. 1987. Collage. 56 x 38 cm
Collage 87-IX. 1987. Collage. 56 x 30 cm
Conde Duque de Olivares. 1987. Óleo sobre yute. 130 x 130 cm
Perfil con imágenes de Sonia Delaunay I. 1997. Óleo sobre arpillera. 200,7 x 150 cm
Matisse como pretexto. 1987. Óleo sobre lino. 130 x 164 cm
Collage 87-I. 1987. Collage. 56 x 38 cm
Personaje de la balsa de la medusa. 1987. Óleo sobre lino. 146 x 116 cm
Collage 87-IV. 1987. Collage. 38 x 57 cm
Matisse como pretexto. 1987. Madera. 96 x 226 x 172 cm
Rembrandt II. 1987. Óleo sobre cartón. 106 x 74,5 cm
Rembrandt. 1987. Óleo sobre tela. 100 x 81 cm
El Cardenal. 1987. Óleo sobre tela. 100 x 81 cm
Rubens como pretexto. 1988. Técnica mixta sobre arpillera. 160 x 105 cm
Mujer en el baño. 1989. Óleo sobre arpillera. 127 x 143,5 cm
Zurbarán como pretexto. 1988. Técnica mixta sobre arpillera. 140 x 130 cm
Zurbarán como pretexto. 1988. Técnica mixta sobre arpillera. 240 x 170 cm
Matisse como pretexto. 1988. Ténica mixta sobre arpillera. 97 x 130 cm
Ribera como pretexto. 1988. Técnica mixta sobre arpillera. 200 x 105 cm
El baño. 1989. Óleo sobre arpillera. 101,6 x 165 c
Mujer en el baño. 1989. Óleo sobre arpillera. 127 x 143,5 cm
Mickey Mouse II. 1989. Óleo sobre arpillera. 228,6 x 182,8 cm
Mickey Mouse como pretexto. 1989. Óleo sobre arpillera. 168,3 x 127,6 cm
Felipe IV. 1989. Óleo sobre arpillera. 202 x 105 cm
Tres figuras Rubens. 1989. Técnica mixta sobre arpillera. 221 x 181 cm
Matisse como pretexto. 1989. Óleo sobre arpillera. 130 x 163 cm
El Conde Duque. 1990. Técnica mixta sobre arpillera. 238 x 139 cm
N.A
Hélène. 1989. Óleo sobre arpillera. 127 x 205,7 cm
Retrato con adornos en el sombrero. 1997. Óleo sobre arpillera. 199 x 132 cm
N.A
Boticelli como pretexto. 1992. Óleo sobre arpillera. 200 x 170 cm
Joven con sombrero ocre. 1992. Óleo sobre arpillera. 190 x 127 cm
Retrato con mancha ocre. 1992. Óleo sobre arpillera. 200,7 x 180,3 cm
Dama con tocado blanco. 1992. Óleo sobre arpillera. 200 x 180 cm
Manet como pretexto. 1992. Óleo sobre arpillera. 234 x 188 cm
Retrato de mujer con mancha azul. 1992. Óleo sobre arpillera. 182 x 142 cm
Retrato de una joven de la nobleza. 1992. Óleo sobre arpillera. 185 x 114 cm
Retrato con mantilla dorada. 1992. Óleo sobre arpillera. 132 x 104 cm
Perfil con fondo azul. 1992. Óleo sobre arpillera. 185 x 114 cm
Retrato con collar rojo. 1997. Óleo sobre arpillera. 189 x 122 cm
Retrato de Elizabeth. 1992. Óleo sobre arpillera. 145 x 109 cm
Bodegón con libros. 1992. Madera. 104 x 172 x 73 cm
Retrato de señora con diadema. 1992. Óleo sobre arpillera. 147 x 104 cm
Mujer sentada. 1992. Madera. 96 x 144 x 84 cm
La Infanta Margarita. 1992. Bronce. Edición de 4. 170 x 120 x 93 cm
La Infanta Margarita. 1992. Madera. 168 x 127 x 86 cm
Untitled I. 1992. Encaústicas sobre papel. 149 x 83 cm
Untitled II. 1992. Encaústicas sobre papel. 180 x 109 cm
Untitled III. 1992. Encaústicas sobre papel. 160 x 66 cm
Untitled IV. 1992. Encaústicas sobre papel. 121 x 66 cm
Untitled V. 1992. Encaústicas sobre papel. 128 x 66 cm
Untitled VII. 1992. Encaústicas sobre papel.123 x 78 cm
Untitled. 1992. Encaústicas sobre papel. 117 x 106 cm
Retrato con gorguera. 1991. Óleo sobre arpillera. 198 x 125 cm
Bodegón con libros. 1993. Madera. 123 x 138 x 69 cm
N.A
Carta con trébol. 1993. Óleo sobre arpillera. 170 x 200 cm
Figura con adornos de oro. 1993. Óleo sobre arpillera. 163 x 112 cm
Retrato de una dama con cuello blanco. 1993. Óleo sobre arpillera. 200 x 180 cm
Bodegón en negro y amarillo. 1993. Óleo sobre arpillera. 165 x 234 cm Página 231, Bodegón con fondo negro. 1993. Óleo sobre arpillera. 170 x 240 cm
Libros. 1997. Óleo sobre arpillera. 200,7 x 200,7 cm
Mesa con lámpara y libros. 1993. Madera. 144 x 113 x 104 cm
Tres limones. 1993. Óleo sobre arpillera. 130 x 195 cm
Bodegón con jarro y fondo azul. 1993. Óleo sobre arpillera. 175 x 195 cm
Bodegón en negro y amarillo. 1993. Óleo sobre arpillera. 165 x 234 cm
Tres cartas. 1993. Óleo sobre arpillera. 65 x 96 cm
Dama con sombrero blanco. 1993. Óleo sobre arpillera. 200 x 200 cm
Desnudo con fondo azul. 1993. Óleo sobre arpillera.149 x 200 cm
Retrato con sombrero y plumas. 1994. Óleo sobre arpillera. 193 x 160 cm
Perfil ocre. 1994. Óleo sobre arpillera. 201 x 135 cm
Retrato con rayas azules. 1997. Óleo sobre arpillera. 180 x 147 cm
Abanico sobre flores blancas. 1994. Técnica mixta sobre papel montado en tabla. 104 x 79 cm
Cabeza con adornos blancos. 1994. Óleo sobre arpillera. 153 x 128 cm
Manet como pretexto II. 1994. Óleo sobre arpillera. 224 x 160 cm
Manet como pretexto III. 1994. Óleo sobre arpillera. 224 x 160 cm
Perfil con fondo azul. 1994. Óleo sobre lienzo. 190 x 157 cm
Zapato azul con fondo blanco. 1994. Óleo sobre arpillera. 198 x 124 cm
El sofá rojo. 1994. Óleo sobre arpillera. 187 x 165 cm
Retrato de dama con collar amarillo. 1994. Óleo sobre lienzo. 153 x 125 cm
Zapato de tacón blanco. 1994. Óleo sobre arpillera. 200 x 149 cm
Retrato en verdes. 1997. Óleo sobre arpillera. 185 x 147 cm
Sombrero marrón. 1994. Óleo sobre arpillera. 186 x 121 cm
Sombrero gris y negro. 1994. Óleo sobre arpillera. 149 x 205 cm
Sombrero con fondo blanco. 1994. Óleo sobre arpillera. 198 x 152 cm
Zapato en un escaparate amarillo. 1994. Óleo sobre arpillera. 160 x 137 cm
Tetera azul. 1994. Óleo sobre arpillera. 208 x 157 cm
Libros IV. 1995. Madera. 302 x 403 x 30 cm. (Detalle)
Abanico plateado. 1994. Técnica mixta sobre papel montado en tabla. 79 x 104 cm
Jarro azul. 1994. Óleo sobre arpillera. 182 x 203 cm
N.A
El paraguas. 1994. Óleo sobre arpillera. 182 x 147 cm
Escaparate de abanicos. 1994. Óleo sobre arpillera. 195 x 106 cm
El frasco de perfume. 1994. Óleo sobre arpillera. 160 x 121 cm
La bota. 1994. Óleo sobre arpillera. 201 x 150 cm
Dos botines. 1994. Óleo sobre lienzo.149 x 200 cm
Retrato con sombrero blanco. 1994. Óleo sobre arpillera. 205 x 185 cm
La taza. 1994. Óleo sobre arpillera. 200 x 150 cm
El jarrón. 1994. Encaústicas sobre papel. 101 x 81 cm
Mesa con libros. 1994. Madera. 99 x 116 x 87 cm
Cafetera blanca sobre fondo negro. 1994. Óleo sobre arpillera. 193 x 154 cm
Marguerite. 1997. Óleo sobre arpillera. 184 x 120 cm
El bolso. 1994. Óleo sobre arpillera. 187 x 144 cm
Hoja. 1995. Óleo sobre arpillera. 196 x 146 cm
El guante. 1995. Óleo sobre arpillera. 200 x 150 cm
Perfil de mujer con azul y rojo. 1995. Óleo sobre arpillera. 200 x 130 cm
Retrato de un joven con fondo amarillo. 1995. Óleo sobre arpillera. 150 x 150 cm
N.A
Vasijas griegas I. 1995. Madera. 210 x 157 x 63 cm
Vasijas griegas I. 1995. Óleo sobre arpillera. 258 x 198 cm
Vasijas griegas II. 1995. Óleo sobre arpillera. 258 x 198 cm
Vasijas griegas III. 1995. Óleo sobre arpillera. 258 x 198 cm
Retrato en marrón, verde y azul. 1997. Óleo sobre arpillera. 199 x 130 cm
Mesa con libros y figura. 1995. Madera. 182 x 129 x 68 cm
La ciudad. 1997. Óleo sobre arpillera. 200 x 200 cm
Perfil con imágenes de Sonia Delaunay II. 1997. Óleo sobre arpillera. 170 x 170 cm
La ciudad: la noche. 1997. Óleo sobre arpillera. 200,7 x 147 cm
La ciudad: el día. 1997. Óleo sobre arpillera. 195,6 x 129,5 cm
Figura de Matisse con fondo rojo. 1997. Óleo sobre arpillera. 198 x 140 cm
Retrato con sombrero blanco sobre fondo rojo. 1997. Óleo sobre arpillera. 198 x 140 cm
N.A
N.A
N.A
La chica con la pelota. 1990. Óleo sobre arpillera. 243 x 142 cm
Mickey Mouse IV. 1990. Óleo sobre arpillera. 187 x 218 cm
El diez. 1990. Óleo sobre lienzo. 193 x 218 cm
Lichtenstein como pretexto I. 1990. Óleo sobre arpillera. 228 x 182 cm
Retrato de una monja. 1990. Óleo sobre arpillera. 229 x 187 cm
Retrato con tocado blanco. 1990. Óleo sobre arpillera.182 x 144 cm
El Conde Duque. 1990. Óleo sobre arpillera. 198 x 127 cm
La Infanta Margarita. 1990. Óleo sobre arpillera. 233 x 167 cm
Retrato de una dama. 1990. Óleo sobre arpillera.193 x 127 cm
Caballero. 1990. Óleo sobre arpillera. 182,9 x 144,8 cm
Carlos IV. 1990. Óleo sobre lienzo. 203 x 106 cm
Desnudo. 1990. Óleo sobre lienzo. 198 x 127 cm
Retrato de un joven. 1990. Óleo sobre arpillera. 238 x 213 cm
Lichtenstein como pretexto III. 1990. Óleo sobre arpillera. 243 x 162 cm
Chica en la playa. 1990. Óleo sobre arpillera. 198 x 127 cm
El Greco como pretexto. 1990. Técnica mixta. 106,7 x 187,9 cm
Masaccio como pretexto I. 1990. Óleo sobre arpillera. 162 x 209 cm
Eva. 1991. Óleo sobre arpillera. 182 x 104 cm
Portrait of Henry VIII. 1991. Óleo sobre arpillera. 203,2 x 149,8 cm
Retrato de Jane Seymour. 1991. Óleo sobre arpillera. 238,8 x 170,2 cm
Antonio del Pollaiulo. 1991. Óleo sobre arpillera. 195 x 129 cm
Retrato. 1991. Óleo sobre arpillera. 187 x 114 cm
Retrato con mantilla plata. 1991. Óleo sobre arpillera. 236 x 165 cm
Retrato con marco. 1991. Óleo sobre arpillera. 218 x 182 cm
Margaret. 1991. Óleo sobre arpillera. 236 x 200 cm
Marie de Bourgogne. 1991. Óleo sobre arpillera. 241 x 170 cm
Retrato de Margravine II. 1991. Óleo sobre arpillera. 173 x 140 cm
Retrato de Margravine III. 1991. Óleo sobre arpillera. 171 x 140 cm
N.A
Retrato con sombrero. 1991. Óleo sobre arpillera. 130 x 106 cm
Retrato con turbante. 1991. Óleo sobre arpillera. 155 x 121 cm
Mickey con pantalón rojo. 1991. Óleo sobre arpillera. 238 x 167 cm
Sin título. 1991. Collage de técnica mixta. 158 x 109 cm
Retrato con gorguera. 1991. Óleo sobre arpillera. 198 x 125 cm
Francesco d‘Este. 1991. Óleo sobre arpillera. 187 x 114 cm
François Clonet. 1991. Óleo sobre arpillera. 198 x 129 cm
Portrait of a young woman. 1991. Óleo sobre arpillera. 185 x 111 cm
Retrato de la Infanta Margarita. 1991. Óleo sobre arpillera. 203 x 182 cm
Composition. 1991. Óleo sobre arpillera. 233,7 x 212 cm
La reina Mariana VI. 1982. Madera. 178 x 76 x 53 cm
N.A
La reina Mariana IV. 1982. Madera. 180 x 100 x 60 cm
Reina Mariana con lunares. 1982. Óleo sobre tela. 130 x 81 cm
Oír a la reina.1982. Collage sobre tela. 100 x 81 cm
La noticia. 1982. Óleo sobre tela. 100 x 81 cm
Carboncillos sobre tela. 1982. Óleo y carbón sobre tela. 100 x 81 cm
Dos reinas. 1982. Óleo sobre tela. 150 x 130 cm
Composición. 1982. Óleo sobre tela. 100 x 81 cm
La reina Mariana XII. 1982. Madera. 153 x 115 x 100 cm
Capa negra. 1982. Óleo sobre tela. 200 x 200 cm
Personaje con bastón y banda. 1982. Óleo sobre tela. 200 x 200 cm
Personaje del paraguas. 1982. Óleo sobre tela. 150 x 103 cm
Obertura I. 1982. Óleo sobre tela. 170 x 240 cm
Entrando en el recinto, 1982. Óleo sobre tela, 200 x 200 cm
La lluvia neoplasticista. 1982. Óleo sobre tela. 200 x 200 cm
Paisaje de género con lluvia. 1982. Óleo sobre tela. 150 x 150 cm
La playa. 1982. Óleo sobre tela. 81 x 130 cm
El puerto. 1982. Óleo sobre tela. 130 x 162 cm
Bodegón Morandi IV. 1985. Alabastro. 50 x 100 x 62 cm
Bodegón Morandi II. 1985. Piedra. 56 x 110 x 78 cm
La reina Mariana III. 1982. Madera y hierro. 164 x 57 x 42 cm
La reina Mariana I. 1982. Madera con incrustaciones de plomo. 90 x 68 x 23 cm
La reina Mariana XVII. 1982. Madera con incrustaciones de hierro. 107 x 70 x 29 cm
La reina Mariana XVI. 1982. Madera con incrustaciones de hierro. 91 x 60 x 27 cm
La reina Mariana XI. 1982. Madera y hierro. 149 x 74 x 26 cm
Rectángulos negros sobre fondo blanco. 1982. Óleo sobre tela. 100 x 81 cm
A la manera de Paul Klee. 1982. Óleo sobre tela. 100 x 81 cm
Con distintos recortes. 1982. Óleo y collage sobre tela. 100 x 81 cm
Texto de: Tomás Llorens
En 1996 se cumplen quince años de la muerte de Rafael Solbes y de la desaparición del Equipo Crónica. Quince años, pues, del segundo comienzo de la trayectoria artística de Manolo Valdés; el primer comienzo, con el Equipo Crónica, había tenido lugar a finales de 1964, algo más de quince años atrás. Tres décadas suman un tiempo del que se puede hablar en clave histórica. Convendría, así, que nos preguntemos qué ha ocurrido en la historia del arte durante esos treinta años bien cumplidos que constituyen la experiencia artística de Manolo Valdés, cuál es el fondo en el que se perfila esa figura, partida en dos mitades más o menos iguales, que forma el conjunto de su obra.
Creo que hoy tenemos suficiente distancia para reconocer, coincidiendo en el tiempo con la formación del Equipo Crónica en España, los indicios de una crisis que había de alterar profundamente la condición del arte moderno. Primera y principal expresión de esa crisis, el movimiento pop, en el que, si lo entendemos ampliamente, habría que inscribir el programa del Equipo Crónica, puede verse a la vez como moderno y como antimoderno (o “post-moderno”, según se diría al cabo de pocos años).
El movimiento pop era moderno, en primer lugar, porque había nacido ostentando el signo más variable de la modernidad, ese empeño en innovar al que Harold Osborne aplicó la denominación paradójica de “tradición de lo nuevo”. Era moderno, más específicamente, porque, como lo hicieron en su día las vanguardias históricas, situaba esa ruptura en el nivel del lenguaje. La crítica que los artistas pop dirigían contra la época artística precedente, una época dominada por el expresionismo abstracto y el informalismo, era del mismo tipo que las vanguardias de comienzos de siglo dirigían contra el impresionismo. Estaba motivada por la convicción de que era necesario construir un lenguaje artístico nuevo porque el que prevalecía había perdido, como resultado de una difusión abusiva, su función semántica, su capacidad de expresión auténtica. Finalmente, el movimiento pop era moderno por su intento de colonizar artísticamente aspectos de la experiencia humana que habían sido hasta entonces ajenos al ámbito de lo artístico. Ese intento podría reconocerse como una manifestación más de la pulsión, por así decirlo extroversiva, que desde el dadaísmo y las vanguardias históricas ha venido presionando con intensidad variable sobre la conciencia del artista moderno.
Creo que para ciertos artistas pop, especialmente los europeos, esta extroversión equivalía a una verdadera inversión de la modernidad, algo que iba más allá de las rupturas precedentes en la ya larga historia de la “tradición de lo nuevo”. Una diferencia significativa estribaba en el carácter de la crítica del lenguaje. Lo que el movimiento pop proponía como antídoto del desgaste, por divulgación excesiva, del lenguaje de la pintura abstracta, era un nuevo lenguaje caracterizado por materiales icónicos que procedían de los medios de comunicación masiva, es decir, paradójicamente, de la divulgación absoluta. Es cierto que ya en otras ocasiones, en el contexto de los movimientos dadaísta o surrealista, por ejemplo, los artistas modernos habían recurrido a materiales parecidos. Pero los habían usado como elementos de un collage arqueológico, como fragmentos de un mundo muerto; los citaban apelando a la capacidad de sorpresa latente en su descontextualización. En cambio ahora, al menos para ciertos artistas, no había collage ni descontextualización aparente; se trataba de pintar, sin prevenciones ni precauciones, pintar en el sentido más pleno de la palabra, es decir, en su sentido transitivo. Pintar, en otras palabras, no por pintar, sin más, sino por la necesidad o el deseo de pintar algo, una cosa, un objeto, un tema. No puedo detenerme en este punto, que he abordado otras veces en el pasado al comentar la trayectoria del Equipo Crónica. Lo menciono aquí sólo para indicar la profundidad de un cambio de lenguaje que iba más allá de las rupturas habituales de la “tradición de lo nuevo”, para incidir en la práctica lingüística misma, en el paradigma que configura la imagen del artista como tal, su relación con la obra de arte.
El cambio consistía en abandonar el paradigma moderno para volver a un viejo paradigma de la creación artística. La modernidad como “tradición de lo nuevo” se basa en una concepción expresiva de la relación entre el artista y su obra, cuyas raíces se prolongan en el pasado hasta la revolución romántica. Para describir cómo se instauró esta concepción expresiva, un historiador de la literatura, M.H. Abrams, usó en 1953 una imagen que me parece de una gran elocuencia y pertinencia. Según la poética clásica, la función de la creación artística, tanto si era literaria como si era pictórica, consistía en reflejar el mundo como lo haría un espejo. El movimiento romántico, dice Abrams, trajo consigo un cambio profundo; el paradigma del espejo se sustituye por una especie de paradigma de la lámpara. En lugar de reflejar el mundo, la función de la creación artística sería hacerlo visible, alumbrarlo con la luz de la fantasía creativa; o, mejor aún (usando una imagen que resulta más familiar para el hombre del siglo XX), exteriorizarlo o proyectarlo como lo haría un proyector cinematográfico.
Cuestionando, más allá de su crítica al expresionismo abstracto, el principio más general que hace de la creación una expresión o efusión de la subjetividad del artista, el movimiento pop suponía, o al menos permitía para algunos de sus seguidores, una especie de retorno al paradigma del espejo. Pero un retorno en el que lo reflejado no sería ya, como lo había sido para la poética clásica, el mundo natural sino el mundo cultural moderno, con toda su artificialidad, toda su fragmentación, todo su destino efímero. La obra de arte como espejo (poético) de la fragmentación cultural de su entorno; tal sería, al menos para ciertos artistas, la ruptura que el movimiento pop habría traído consigo. Y en algunos casos, como el del Equipo Crónica (o el de Kitaj), ese espejo debía dar cuenta no sólo de la fragmentación, la artificialidad y la mutabilidad, sino también de las tensiones internas y el dinamismo histórico de ese entorno cultural que constituía su mundo de referencia.
Conforme fue madurando la experiencia del Equipo Crónica, ese entorno hacia el que su obra se dirigía como un espejo fue haciéndose, desde su perspectiva, cada vez más complejo. El proceso se manifiesta en dos direcciones principales: la exploración de la especificidad de la pintura como disciplina y la inscripción, en la obra misma, de una cierta dimensión biográfica, subjetiva (de una subjetividad paradójica, necesariamente artificial dado el parti pris de la autoría en equipo). En otras ocasiones anteriores me he ocupado de estas dos líneas conductoras. Aquí bastaría señalar su complementariedad. La disciplina de la pintura se revela a través de su historia, y así, tanto su tempo cultural específicio como el artificioso tempo seudobiográfico del Equipo se acabaron instituyendo en homólogos de aquel tiempo histórico “real” que, perdida la inicial e ingenua confianza con que el Equipo Crónica imaginaba poderlo ver reflejado directamente en su obra, se presentaba cada vez más inasible, finalmente ajeno e irreductible, en su naturaleza, a la creación artística. Como la naturaleza del mundo es finalmente ajena e irreductible a la del espejo.
A lo largo de la década de los setenta, siguiendo una trayectoria parecida a la de otros artistas de la primera generación pop, como Kitaj, Jim Dine, o, en cierto modo, Lichtenstein, la pintura del Equipo Crónica fue haciéndose cada vez más pictoricista.
En el curso de 1977 a 1978 el Equipo abandonó la pintura acrílica por el óleo, un cambio técnico que respondía, muy deliberadamente, a esta evolución. En 1980 y 1981 hubo varios acontecimientos que de algún modo venían a converger con esa tendencia al pictoricismo y, al mismo tiempo, a ponerla a prueba, tanto en España como fuera de nuestro país. Recuerdo haber comentado extensamente con Rafael Solbes y Manolo Valdés la exposición A New Spirit in Painting, que ofrecía entonces el testimonio internacional más importante de una vuelta a la pintura tras las actitudes antipictóricas de las neovanguardias de los años 70. Algunas de las revisiones históricas que la exposición proponía, como la de la obra figurativa de Hélion o la del último Picasso, coincidían con opciones que el Equipo Crónica había mantenido polémicamente desde tiempo atrás. Otros aspectos, por ejemplo la presencia de algunos jóvenes artistas italianos o norteamericanos, nos parecían más discutibles. La novedad más interesante desde la perspectiva del Equipo Crónica era seguramente el neoexpresionismo alemán. Su impacto puede apreciarse en las obras con las que Manolo Valdés inició su trayectoria de artista solitario, tras la muerte de Rafael Solbes en el otoño de ese mismo año.
Conforme un artista madura su obra se hace más lenta y reflexiva, como si echara raíces en un territorio que le es cada vez más propio, y que no es otro que aquel hacia el que la historia y su propio y libre juicio le han ido dirigiendo. La primera frontera de ese territorio para Manolo Valdés la da la crisis de la modernidad, tal como se puso de manifiesto en el movimiento pop de los años sesenta, una crisis que para el Equipo Crónica se resolvió en una (sólo aparentemente paradójica) defensa de la modernidad por medio del rechazo de la vanguardia. La defensa de la pintura, la defensa de la visualidad, el elogio del oficio y una reivindicación de la condición “espectacular” de la creación artística, su vocación de “reflejar” el mundo que se extiende a su alrededor, son los rasgos principales que caracterizan, frente a otros territorios transitados por otros artistas, la patria final de adopción de la obra de Manolo Valdés.
Defensa de la visualidad, en primer lugar frente al menosprecio de lo visual que un cierto neovanguardismo de inspiración esquemáticamente duchampiana había venido (y en parte sigue) esgrimiendo desde comienzos de los setenta. Para Manolo Valdés se trata de una afirmación de la complejidad intelectual y afectiva de la mirada. La constatación de que su fenomenología la ha hecho ya inseparable de la historia del conocimiento (recordemos que la metáfora del espejo se encuentra en el centro no sólo de la poética clásica, sino también de la epistemología prekantiana); inseparable, además, de la historia del deseo y de la esperanza y por lo tanto de las normas sociales.
Defensa de la pintura como expresión de lo visual, en consecuencia con lo anterior; y, además, defensa del oficio del pintor como tradición, frente a la concepción vanguardista de la pintura como invención sistemática. Elogio, por tanto, de la capacidad de continuar frente a la capacidad de romper, de la capacidad de asimilar frente a la capacidad de excluir, de la virtud que Lévi-Strauss describía como “bricolage”, frente a la exaltación vanguardista de la pureza. Un tomar partido por la virtud retórica de la ecfrasis, esa capacidad de la pintura (que, a veces, como cualidad extraordinaria, tiene la literatura) de presentarnos los paisajes del deseo “como si estuviéramos allí”, frente al partido radicalmente gramatical de las vanguardias.
Pero en este retorno el paradigma del espejo trae consigo, al mismo tiempo, algo totalmente nuevo. La obra de Manolo Valdés, en su primera y en su segunda mitad, tanto antes como después de 1981; se inscribe, a pesar (o, mejor, según he dicho antes, por razón) de su posición antivanguardista, en lo que Stephen Spender, con aguda pertinencia, llamó “la lucha de lo moderno”: Una lucha que supone la búsqueda de la máxima economía y eficacia en la expresión, la preferencia por lo inacabado y auténtico sobre lo acabado y perfecto. En definitiva una creación artística saturada por una aguda consciencia del presente, incluso cuando, inevitablemente, se refiere al pasado. La “tradición de lo nuevo” sería, desde esta actitud, no una cadena de invenciones gramaticales, sino una sucesión de reinterpretaciones hermenéuticas. Sus objetos, los frutos de la modernidad, darían testimonio, no de la construcción (o deconstrucción) de unas nuevas reglas lingüísticas, sino de nuestra relación, necesariamente nueva, con respecto a la comunidad histórica de quienes, en el pasado, se han ocupado de la pintura y sus imágenes, han trabajado y se han esforzado en el mismo oficio.
En 1982, en un texto escrito para el catálogo de la primera exposición de Manolo Valdés tras la muerte de Rafael Solbes y que se titulaba “Empezar de nuevo”, me referí también a ese río del tiempo de la pintura. Una imagen, casi obsesiva, acabó por introducírseme en el texto. La del joven que, en el Bautismo de Cristo de Piero, situado a la derecha del Bautista, pero bastante lejos, en el fondo, se quita (o se pone) la túnica para entrar en el río y recibir el bautismo. Es una imagen sorprendente por lo que tiene de instantánea. La figura del joven se reconoce de perfil a lo lejos, desnuda de cintura hacia abajo; de cintura hacia arriba la oculta la forma blanca de la túnica. Esa misma imagen reaparece casi dos siglos más tarde, transmitida quién sabe por qué vericuetos de la tradición de los talleres, en un cuadro de Poussin. O quizás se trata de una reinvención; como lo es muy probablemente la figura, bastante diferente en apariencia, pero no tanto en la acción, del soldado que en la parte superior, hacia la izquierda de la escena, del dibujo de La Batalla de Cascina de Miguel Ángel (según la copia que se conserva en Holkham Hall), se viste la camisa, mojado el cuerpo aún por el agua del río, antes de coger las armas.
Hace treinta años, allá en el comienzo de ese período que enmarca la vida artística de Manolo Valdés, todos estábamos convencidos de que la pintura era un arma. ¿Arma para qué? ¿En qué guerra? La del futuro de la sociedad española, obviamente. Y de la sociedad europea, o la sociedad, tout court. Del hombre. Esa convicción se extiende a lo largo de la obra del equipo Crónica. Se extiende y crece; pero también madura y, con ello, cambia, se modifica, se transforma en cosas diversas.
Si se la considera solamente a la luz de las circunstancias españolas, se corre el riesgo de malentenderla, de reducirla a un esquema simplista. No fue un fenómeno solamente español; piénsese por ejemplo en los casos de Hamilton y de Kitaj, –a los que ya me he referido antes y que fueron un paradigma constante para el trabajo de Manolo Valdés y Rafael Solbes. Hasta el final; los pasteles que el Equipo hizo en sus dos últimos años eran una manera de adherirse a la reivindicación polémica de Degas que Kitaj había lanzado desde la National Gallery de Londres.
En cierto modo se trataba de apurar hasta el fondo la vocación polémica de la modernidad. La ambición del artista moderno de fundir arte y vida, con toda la complejidad de sus contingencias, incluyendo las más casuales y biográficas.
(“Nos amours sont enfants / de cette guerre et triomphants” fue el curioso epitalamio que Apollinaire compuso para la boda de Picasso –refiriéndose, de paso, a la suya propia– en 1918. El poeta murió, por cierto, a las pocas semanas, alcanzado póstumamente por esa guerra en la que creía haber triunfado).
Pero se trataba también de abandonar el campo de las batallas de juventud. Tras la Primera Guerra Mundial sólo los artistas provincianos o de segunda fila siguieron comportándose con la simplicidad polémica de la infancia del nuevo siglo. Poco a poco se extinguieron las vanguardias. Una cosa parecida ocurrió con las neovanguardias de los años setenta. En España la muerte del general Franco añadió un factor “sobredeterminante” (por decirlo con un adjetivo que solía usarse entonces) a ese amplio movimiento del mundo artístico internacional. Pocos fueron los que siguieron creyendo por un tiempo que la vida se tejía empezando siempre desde cero, como en la historia de Adán y Eva.
Pero, ¿quería esto decir para Valdés, que tenía que dejar de ver la pintura como un arma, una herramienta para conquistar o desbrozar algo, un campo que sólo podía ser mantenido mediante un combate continuado, incesante? Antes de responder de algún modo a esta pregunta (que evidentemente no tiene respuesta cabal) conviene meditar por un momento en las circunstancias en que Valdés tuvo que comenzar de nuevo su carrera de artista a finales de 1981. Comenzar solo, porque ya no era posible continuar trabajando en compañía. Nunca llegaremos a saber bien, nos dice Pierre Daix, lo que supuso para Picasso la muerte de Apollinaire. Algún atisbo, sin embargo, lo podemos ver en la obra misma. Allí donde los coetáneos veían un cambio radical –el piso en la calle La Boètie, la vida con Olga, la inspiración clasicista, el espejismo de un nuevo orden– Picasso insistía: “¿no veis que se trata de lo mismo?, continuar con otros medios”.
La pintura como arma para conquistar (o defender) el campo de la visualidad. Maneras de ver, por decirlo con el título del primer libro de John Berger —que tanto le gustó a Solbes—. Maneras de ver de otros; intercambios de maneras de ver, reflejos. La pintura como en un espejo. Como espejo. Pero también como armadura, o vestido que han llevado otros en el pasado durante tantas generaciones. Tantas que no sabemos por cuánto tiempo podremos seguir usando todavía este vestido, arma o espejo en jirones.
#AmorPorColombia
El espejo en jirones
Bailarina. 1983.
El estudio. 1983. Óleo sobre tela. 200 x 200 cm
La carta. 1983. Óleo sobre tela. 121 x 75 cm
Las flores. 1983. Óleo sobre tela. 130 x 81 cm
Dos periódicos. 1983. Óleo sobre tela. 130 x 81 cm
El recorrido. 1983. Óleo sobre tela. 161 x 106 cm
N.A
N.A
Cabeza V. 1997. Madera y hierro. 154,9 x 116,8 x 60,9 cm
Cabeza III. 1997. Madera y hierro. 157,5 x 137,2 x 73,6 cm
Cabeza IV. 1997. Madera y hierro. 185.4 x 248,9 x 76,2 cm
Cabeza I. 1997. Madera y hierro. 180,3 x 132 x 68,6 cm
N.A
Paisaje urbano. 1997. Óleo sobre arpillera. 188 x 114.3 cm
The bridge. 1997. Óleo sobre arpillera. 226 x 160 cm
En el suelo. 1983. Óleo sobre tela. 100 x 81 cm
La paleta. 1983. Óleo sobre tela. 93 x 73 cm
La modelo y el cuadro. 1983. Óleo sobre tela. 162,5 x 107,5 cm
Estudio. 1983. Óleo sobre tela. 100 x 81 cm
La mesa. 1983. Óleo sobre tela. 162 x 130 cm
El estudio II. 1983. Óleo sobre tela. 93 x 73 cm
Interior rojo. 1983. Óleo sobre tela. 100 x 81 cm
A la manera de Miró. 1983. Óleo sobre tela. 130 x 97 cm
N.A
Retrato con rayas blancas y negras. 1997. Óleo sobre arpillera. 170 x 170 cm
Infanta V. 1985. Óleo sobre tela. 198 x 147 cm
Conde Duque de Olivares III. 1985. Óleo sobre yute. 100 x 81 cm
La Infanta Margarita. Velázquez. (Detalle)
Bodegón Morandi VII. 1985. Hierro. 55 x 90 x 62 cm
Infanta I. 1985. Madera con incrustaciones de hierro. 170 x 190 x 40 cm
La Infanta doña Margarita IV. 1985. Óleo sobre yute. 100 x 81 cm
La Infanta doña Margarita VI. 1985. Collage y óleo sobre papel. 84 x 68 cm
Derecha, Retrato con sombrero y lazo. 1997.
El perro III. 1985. Óleo sobre yute. 239 x 170 cm
Fernando VII. 1985. Óleo sobre lino 99 x 80 cm
El banquero Raimundo Fucar.1985. Óleo sobre lino. 129 x 96 cm
Rodrigo de la Fuente III. 1986. Óleo sobre lino. 100 x 81 cm
Picasso como pretexto. 1986. Madera. 88 x 23 x 55 cm
Felipe IV, III. 1985. Óleo sobre lino. 100 x 81 cm
Caballero desconocido. 1986. Óleo sobre lino. 100 x 81 cm
Rembrandt. 1986. Óleo sobre lino. 130 x 100 cm
Picasso como pretexto VI. 1997. Óleo sobre arpillera. 187.9 x 149.9 cm
Conde Duque de Olivares V. 1986. Óleo sobre lino. 210 x 147 cm
El Cardenal Fernando Niño de Guevada III. 1986. Óleo sobre lino. 120 x 75 cm
Picasso como pretexto. 1986. Técnica mixta sobre lino. 80 x 60 cm
Collage 87-II. 1987. Collage. 38 x 56 cm
Matisse como pretexto. 1987. Óleo sobre yute. 170 x 241 cm
Collage 87-XII. 1987. Collage. 56 x 38 cm
Collage 87-IX. 1987. Collage. 56 x 30 cm
Conde Duque de Olivares. 1987. Óleo sobre yute. 130 x 130 cm
Perfil con imágenes de Sonia Delaunay I. 1997. Óleo sobre arpillera. 200,7 x 150 cm
Matisse como pretexto. 1987. Óleo sobre lino. 130 x 164 cm
Collage 87-I. 1987. Collage. 56 x 38 cm
Personaje de la balsa de la medusa. 1987. Óleo sobre lino. 146 x 116 cm
Collage 87-IV. 1987. Collage. 38 x 57 cm
Matisse como pretexto. 1987. Madera. 96 x 226 x 172 cm
Rembrandt II. 1987. Óleo sobre cartón. 106 x 74,5 cm
Rembrandt. 1987. Óleo sobre tela. 100 x 81 cm
El Cardenal. 1987. Óleo sobre tela. 100 x 81 cm
Rubens como pretexto. 1988. Técnica mixta sobre arpillera. 160 x 105 cm
Mujer en el baño. 1989. Óleo sobre arpillera. 127 x 143,5 cm
Zurbarán como pretexto. 1988. Técnica mixta sobre arpillera. 140 x 130 cm
Zurbarán como pretexto. 1988. Técnica mixta sobre arpillera. 240 x 170 cm
Matisse como pretexto. 1988. Ténica mixta sobre arpillera. 97 x 130 cm
Ribera como pretexto. 1988. Técnica mixta sobre arpillera. 200 x 105 cm
El baño. 1989. Óleo sobre arpillera. 101,6 x 165 c
Mujer en el baño. 1989. Óleo sobre arpillera. 127 x 143,5 cm
Mickey Mouse II. 1989. Óleo sobre arpillera. 228,6 x 182,8 cm
Mickey Mouse como pretexto. 1989. Óleo sobre arpillera. 168,3 x 127,6 cm
Felipe IV. 1989. Óleo sobre arpillera. 202 x 105 cm
Tres figuras Rubens. 1989. Técnica mixta sobre arpillera. 221 x 181 cm
Matisse como pretexto. 1989. Óleo sobre arpillera. 130 x 163 cm
El Conde Duque. 1990. Técnica mixta sobre arpillera. 238 x 139 cm
N.A
Hélène. 1989. Óleo sobre arpillera. 127 x 205,7 cm
Retrato con adornos en el sombrero. 1997. Óleo sobre arpillera. 199 x 132 cm
N.A
Boticelli como pretexto. 1992. Óleo sobre arpillera. 200 x 170 cm
Joven con sombrero ocre. 1992. Óleo sobre arpillera. 190 x 127 cm
Retrato con mancha ocre. 1992. Óleo sobre arpillera. 200,7 x 180,3 cm
Dama con tocado blanco. 1992. Óleo sobre arpillera. 200 x 180 cm
Manet como pretexto. 1992. Óleo sobre arpillera. 234 x 188 cm
Retrato de mujer con mancha azul. 1992. Óleo sobre arpillera. 182 x 142 cm
Retrato de una joven de la nobleza. 1992. Óleo sobre arpillera. 185 x 114 cm
Retrato con mantilla dorada. 1992. Óleo sobre arpillera. 132 x 104 cm
Perfil con fondo azul. 1992. Óleo sobre arpillera. 185 x 114 cm
Retrato con collar rojo. 1997. Óleo sobre arpillera. 189 x 122 cm
Retrato de Elizabeth. 1992. Óleo sobre arpillera. 145 x 109 cm
Bodegón con libros. 1992. Madera. 104 x 172 x 73 cm
Retrato de señora con diadema. 1992. Óleo sobre arpillera. 147 x 104 cm
Mujer sentada. 1992. Madera. 96 x 144 x 84 cm
La Infanta Margarita. 1992. Bronce. Edición de 4. 170 x 120 x 93 cm
La Infanta Margarita. 1992. Madera. 168 x 127 x 86 cm
Untitled I. 1992. Encaústicas sobre papel. 149 x 83 cm
Untitled II. 1992. Encaústicas sobre papel. 180 x 109 cm
Untitled III. 1992. Encaústicas sobre papel. 160 x 66 cm
Untitled IV. 1992. Encaústicas sobre papel. 121 x 66 cm
Untitled V. 1992. Encaústicas sobre papel. 128 x 66 cm
Untitled VII. 1992. Encaústicas sobre papel.123 x 78 cm
Untitled. 1992. Encaústicas sobre papel. 117 x 106 cm
Retrato con gorguera. 1991. Óleo sobre arpillera. 198 x 125 cm
Bodegón con libros. 1993. Madera. 123 x 138 x 69 cm
N.A
Carta con trébol. 1993. Óleo sobre arpillera. 170 x 200 cm
Figura con adornos de oro. 1993. Óleo sobre arpillera. 163 x 112 cm
Retrato de una dama con cuello blanco. 1993. Óleo sobre arpillera. 200 x 180 cm
Bodegón en negro y amarillo. 1993. Óleo sobre arpillera. 165 x 234 cm Página 231, Bodegón con fondo negro. 1993. Óleo sobre arpillera. 170 x 240 cm
Libros. 1997. Óleo sobre arpillera. 200,7 x 200,7 cm
Mesa con lámpara y libros. 1993. Madera. 144 x 113 x 104 cm
Tres limones. 1993. Óleo sobre arpillera. 130 x 195 cm
Bodegón con jarro y fondo azul. 1993. Óleo sobre arpillera. 175 x 195 cm
Bodegón en negro y amarillo. 1993. Óleo sobre arpillera. 165 x 234 cm
Tres cartas. 1993. Óleo sobre arpillera. 65 x 96 cm
Dama con sombrero blanco. 1993. Óleo sobre arpillera. 200 x 200 cm
Desnudo con fondo azul. 1993. Óleo sobre arpillera.149 x 200 cm
Retrato con sombrero y plumas. 1994. Óleo sobre arpillera. 193 x 160 cm
Perfil ocre. 1994. Óleo sobre arpillera. 201 x 135 cm
Retrato con rayas azules. 1997. Óleo sobre arpillera. 180 x 147 cm
Abanico sobre flores blancas. 1994. Técnica mixta sobre papel montado en tabla. 104 x 79 cm
Cabeza con adornos blancos. 1994. Óleo sobre arpillera. 153 x 128 cm
Manet como pretexto II. 1994. Óleo sobre arpillera. 224 x 160 cm
Manet como pretexto III. 1994. Óleo sobre arpillera. 224 x 160 cm
Perfil con fondo azul. 1994. Óleo sobre lienzo. 190 x 157 cm
Zapato azul con fondo blanco. 1994. Óleo sobre arpillera. 198 x 124 cm
El sofá rojo. 1994. Óleo sobre arpillera. 187 x 165 cm
Retrato de dama con collar amarillo. 1994. Óleo sobre lienzo. 153 x 125 cm
Zapato de tacón blanco. 1994. Óleo sobre arpillera. 200 x 149 cm
Retrato en verdes. 1997. Óleo sobre arpillera. 185 x 147 cm
Sombrero marrón. 1994. Óleo sobre arpillera. 186 x 121 cm
Sombrero gris y negro. 1994. Óleo sobre arpillera. 149 x 205 cm
Sombrero con fondo blanco. 1994. Óleo sobre arpillera. 198 x 152 cm
Zapato en un escaparate amarillo. 1994. Óleo sobre arpillera. 160 x 137 cm
Tetera azul. 1994. Óleo sobre arpillera. 208 x 157 cm
Libros IV. 1995. Madera. 302 x 403 x 30 cm. (Detalle)
Abanico plateado. 1994. Técnica mixta sobre papel montado en tabla. 79 x 104 cm
Jarro azul. 1994. Óleo sobre arpillera. 182 x 203 cm
N.A
El paraguas. 1994. Óleo sobre arpillera. 182 x 147 cm
Escaparate de abanicos. 1994. Óleo sobre arpillera. 195 x 106 cm
El frasco de perfume. 1994. Óleo sobre arpillera. 160 x 121 cm
La bota. 1994. Óleo sobre arpillera. 201 x 150 cm
Dos botines. 1994. Óleo sobre lienzo.149 x 200 cm
Retrato con sombrero blanco. 1994. Óleo sobre arpillera. 205 x 185 cm
La taza. 1994. Óleo sobre arpillera. 200 x 150 cm
El jarrón. 1994. Encaústicas sobre papel. 101 x 81 cm
Mesa con libros. 1994. Madera. 99 x 116 x 87 cm
Cafetera blanca sobre fondo negro. 1994. Óleo sobre arpillera. 193 x 154 cm
Marguerite. 1997. Óleo sobre arpillera. 184 x 120 cm
El bolso. 1994. Óleo sobre arpillera. 187 x 144 cm
Hoja. 1995. Óleo sobre arpillera. 196 x 146 cm
El guante. 1995. Óleo sobre arpillera. 200 x 150 cm
Perfil de mujer con azul y rojo. 1995. Óleo sobre arpillera. 200 x 130 cm
Retrato de un joven con fondo amarillo. 1995. Óleo sobre arpillera. 150 x 150 cm
N.A
Vasijas griegas I. 1995. Madera. 210 x 157 x 63 cm
Vasijas griegas I. 1995. Óleo sobre arpillera. 258 x 198 cm
Vasijas griegas II. 1995. Óleo sobre arpillera. 258 x 198 cm
Vasijas griegas III. 1995. Óleo sobre arpillera. 258 x 198 cm
Retrato en marrón, verde y azul. 1997. Óleo sobre arpillera. 199 x 130 cm
Mesa con libros y figura. 1995. Madera. 182 x 129 x 68 cm
La ciudad. 1997. Óleo sobre arpillera. 200 x 200 cm
Perfil con imágenes de Sonia Delaunay II. 1997. Óleo sobre arpillera. 170 x 170 cm
La ciudad: la noche. 1997. Óleo sobre arpillera. 200,7 x 147 cm
La ciudad: el día. 1997. Óleo sobre arpillera. 195,6 x 129,5 cm
Figura de Matisse con fondo rojo. 1997. Óleo sobre arpillera. 198 x 140 cm
Retrato con sombrero blanco sobre fondo rojo. 1997. Óleo sobre arpillera. 198 x 140 cm
N.A
N.A
N.A
La chica con la pelota. 1990. Óleo sobre arpillera. 243 x 142 cm
Mickey Mouse IV. 1990. Óleo sobre arpillera. 187 x 218 cm
El diez. 1990. Óleo sobre lienzo. 193 x 218 cm
Lichtenstein como pretexto I. 1990. Óleo sobre arpillera. 228 x 182 cm
Retrato de una monja. 1990. Óleo sobre arpillera. 229 x 187 cm
Retrato con tocado blanco. 1990. Óleo sobre arpillera.182 x 144 cm
El Conde Duque. 1990. Óleo sobre arpillera. 198 x 127 cm
La Infanta Margarita. 1990. Óleo sobre arpillera. 233 x 167 cm
Retrato de una dama. 1990. Óleo sobre arpillera.193 x 127 cm
Caballero. 1990. Óleo sobre arpillera. 182,9 x 144,8 cm
Carlos IV. 1990. Óleo sobre lienzo. 203 x 106 cm
Desnudo. 1990. Óleo sobre lienzo. 198 x 127 cm
Retrato de un joven. 1990. Óleo sobre arpillera. 238 x 213 cm
Lichtenstein como pretexto III. 1990. Óleo sobre arpillera. 243 x 162 cm
Chica en la playa. 1990. Óleo sobre arpillera. 198 x 127 cm
El Greco como pretexto. 1990. Técnica mixta. 106,7 x 187,9 cm
Masaccio como pretexto I. 1990. Óleo sobre arpillera. 162 x 209 cm
Eva. 1991. Óleo sobre arpillera. 182 x 104 cm
Portrait of Henry VIII. 1991. Óleo sobre arpillera. 203,2 x 149,8 cm
Retrato de Jane Seymour. 1991. Óleo sobre arpillera. 238,8 x 170,2 cm
Antonio del Pollaiulo. 1991. Óleo sobre arpillera. 195 x 129 cm
Retrato. 1991. Óleo sobre arpillera. 187 x 114 cm
Retrato con mantilla plata. 1991. Óleo sobre arpillera. 236 x 165 cm
Retrato con marco. 1991. Óleo sobre arpillera. 218 x 182 cm
Margaret. 1991. Óleo sobre arpillera. 236 x 200 cm
Marie de Bourgogne. 1991. Óleo sobre arpillera. 241 x 170 cm
Retrato de Margravine II. 1991. Óleo sobre arpillera. 173 x 140 cm
Retrato de Margravine III. 1991. Óleo sobre arpillera. 171 x 140 cm
N.A
Retrato con sombrero. 1991. Óleo sobre arpillera. 130 x 106 cm
Retrato con turbante. 1991. Óleo sobre arpillera. 155 x 121 cm
Mickey con pantalón rojo. 1991. Óleo sobre arpillera. 238 x 167 cm
Sin título. 1991. Collage de técnica mixta. 158 x 109 cm
Retrato con gorguera. 1991. Óleo sobre arpillera. 198 x 125 cm
Francesco d‘Este. 1991. Óleo sobre arpillera. 187 x 114 cm
François Clonet. 1991. Óleo sobre arpillera. 198 x 129 cm
Portrait of a young woman. 1991. Óleo sobre arpillera. 185 x 111 cm
Retrato de la Infanta Margarita. 1991. Óleo sobre arpillera. 203 x 182 cm
Composition. 1991. Óleo sobre arpillera. 233,7 x 212 cm
La reina Mariana VI. 1982. Madera. 178 x 76 x 53 cm
N.A
La reina Mariana IV. 1982. Madera. 180 x 100 x 60 cm
Reina Mariana con lunares. 1982. Óleo sobre tela. 130 x 81 cm
Oír a la reina.1982. Collage sobre tela. 100 x 81 cm
La noticia. 1982. Óleo sobre tela. 100 x 81 cm
Carboncillos sobre tela. 1982. Óleo y carbón sobre tela. 100 x 81 cm
Dos reinas. 1982. Óleo sobre tela. 150 x 130 cm
Composición. 1982. Óleo sobre tela. 100 x 81 cm
La reina Mariana XII. 1982. Madera. 153 x 115 x 100 cm
Capa negra. 1982. Óleo sobre tela. 200 x 200 cm
Personaje con bastón y banda. 1982. Óleo sobre tela. 200 x 200 cm
Personaje del paraguas. 1982. Óleo sobre tela. 150 x 103 cm
Obertura I. 1982. Óleo sobre tela. 170 x 240 cm
Entrando en el recinto, 1982. Óleo sobre tela, 200 x 200 cm
La lluvia neoplasticista. 1982. Óleo sobre tela. 200 x 200 cm
Paisaje de género con lluvia. 1982. Óleo sobre tela. 150 x 150 cm
La playa. 1982. Óleo sobre tela. 81 x 130 cm
El puerto. 1982. Óleo sobre tela. 130 x 162 cm
Bodegón Morandi IV. 1985. Alabastro. 50 x 100 x 62 cm
Bodegón Morandi II. 1985. Piedra. 56 x 110 x 78 cm
La reina Mariana III. 1982. Madera y hierro. 164 x 57 x 42 cm
La reina Mariana I. 1982. Madera con incrustaciones de plomo. 90 x 68 x 23 cm
La reina Mariana XVII. 1982. Madera con incrustaciones de hierro. 107 x 70 x 29 cm
La reina Mariana XVI. 1982. Madera con incrustaciones de hierro. 91 x 60 x 27 cm
La reina Mariana XI. 1982. Madera y hierro. 149 x 74 x 26 cm
Rectángulos negros sobre fondo blanco. 1982. Óleo sobre tela. 100 x 81 cm
A la manera de Paul Klee. 1982. Óleo sobre tela. 100 x 81 cm
Con distintos recortes. 1982. Óleo y collage sobre tela. 100 x 81 cm
Texto de: Tomás Llorens
En 1996 se cumplen quince años de la muerte de Rafael Solbes y de la desaparición del Equipo Crónica. Quince años, pues, del segundo comienzo de la trayectoria artística de Manolo Valdés; el primer comienzo, con el Equipo Crónica, había tenido lugar a finales de 1964, algo más de quince años atrás. Tres décadas suman un tiempo del que se puede hablar en clave histórica. Convendría, así, que nos preguntemos qué ha ocurrido en la historia del arte durante esos treinta años bien cumplidos que constituyen la experiencia artística de Manolo Valdés, cuál es el fondo en el que se perfila esa figura, partida en dos mitades más o menos iguales, que forma el conjunto de su obra.
Creo que hoy tenemos suficiente distancia para reconocer, coincidiendo en el tiempo con la formación del Equipo Crónica en España, los indicios de una crisis que había de alterar profundamente la condición del arte moderno. Primera y principal expresión de esa crisis, el movimiento pop, en el que, si lo entendemos ampliamente, habría que inscribir el programa del Equipo Crónica, puede verse a la vez como moderno y como antimoderno (o “post-moderno”, según se diría al cabo de pocos años).
El movimiento pop era moderno, en primer lugar, porque había nacido ostentando el signo más variable de la modernidad, ese empeño en innovar al que Harold Osborne aplicó la denominación paradójica de “tradición de lo nuevo”. Era moderno, más específicamente, porque, como lo hicieron en su día las vanguardias históricas, situaba esa ruptura en el nivel del lenguaje. La crítica que los artistas pop dirigían contra la época artística precedente, una época dominada por el expresionismo abstracto y el informalismo, era del mismo tipo que las vanguardias de comienzos de siglo dirigían contra el impresionismo. Estaba motivada por la convicción de que era necesario construir un lenguaje artístico nuevo porque el que prevalecía había perdido, como resultado de una difusión abusiva, su función semántica, su capacidad de expresión auténtica. Finalmente, el movimiento pop era moderno por su intento de colonizar artísticamente aspectos de la experiencia humana que habían sido hasta entonces ajenos al ámbito de lo artístico. Ese intento podría reconocerse como una manifestación más de la pulsión, por así decirlo extroversiva, que desde el dadaísmo y las vanguardias históricas ha venido presionando con intensidad variable sobre la conciencia del artista moderno.
Creo que para ciertos artistas pop, especialmente los europeos, esta extroversión equivalía a una verdadera inversión de la modernidad, algo que iba más allá de las rupturas precedentes en la ya larga historia de la “tradición de lo nuevo”. Una diferencia significativa estribaba en el carácter de la crítica del lenguaje. Lo que el movimiento pop proponía como antídoto del desgaste, por divulgación excesiva, del lenguaje de la pintura abstracta, era un nuevo lenguaje caracterizado por materiales icónicos que procedían de los medios de comunicación masiva, es decir, paradójicamente, de la divulgación absoluta. Es cierto que ya en otras ocasiones, en el contexto de los movimientos dadaísta o surrealista, por ejemplo, los artistas modernos habían recurrido a materiales parecidos. Pero los habían usado como elementos de un collage arqueológico, como fragmentos de un mundo muerto; los citaban apelando a la capacidad de sorpresa latente en su descontextualización. En cambio ahora, al menos para ciertos artistas, no había collage ni descontextualización aparente; se trataba de pintar, sin prevenciones ni precauciones, pintar en el sentido más pleno de la palabra, es decir, en su sentido transitivo. Pintar, en otras palabras, no por pintar, sin más, sino por la necesidad o el deseo de pintar algo, una cosa, un objeto, un tema. No puedo detenerme en este punto, que he abordado otras veces en el pasado al comentar la trayectoria del Equipo Crónica. Lo menciono aquí sólo para indicar la profundidad de un cambio de lenguaje que iba más allá de las rupturas habituales de la “tradición de lo nuevo”, para incidir en la práctica lingüística misma, en el paradigma que configura la imagen del artista como tal, su relación con la obra de arte.
El cambio consistía en abandonar el paradigma moderno para volver a un viejo paradigma de la creación artística. La modernidad como “tradición de lo nuevo” se basa en una concepción expresiva de la relación entre el artista y su obra, cuyas raíces se prolongan en el pasado hasta la revolución romántica. Para describir cómo se instauró esta concepción expresiva, un historiador de la literatura, M.H. Abrams, usó en 1953 una imagen que me parece de una gran elocuencia y pertinencia. Según la poética clásica, la función de la creación artística, tanto si era literaria como si era pictórica, consistía en reflejar el mundo como lo haría un espejo. El movimiento romántico, dice Abrams, trajo consigo un cambio profundo; el paradigma del espejo se sustituye por una especie de paradigma de la lámpara. En lugar de reflejar el mundo, la función de la creación artística sería hacerlo visible, alumbrarlo con la luz de la fantasía creativa; o, mejor aún (usando una imagen que resulta más familiar para el hombre del siglo XX), exteriorizarlo o proyectarlo como lo haría un proyector cinematográfico.
Cuestionando, más allá de su crítica al expresionismo abstracto, el principio más general que hace de la creación una expresión o efusión de la subjetividad del artista, el movimiento pop suponía, o al menos permitía para algunos de sus seguidores, una especie de retorno al paradigma del espejo. Pero un retorno en el que lo reflejado no sería ya, como lo había sido para la poética clásica, el mundo natural sino el mundo cultural moderno, con toda su artificialidad, toda su fragmentación, todo su destino efímero. La obra de arte como espejo (poético) de la fragmentación cultural de su entorno; tal sería, al menos para ciertos artistas, la ruptura que el movimiento pop habría traído consigo. Y en algunos casos, como el del Equipo Crónica (o el de Kitaj), ese espejo debía dar cuenta no sólo de la fragmentación, la artificialidad y la mutabilidad, sino también de las tensiones internas y el dinamismo histórico de ese entorno cultural que constituía su mundo de referencia.
Conforme fue madurando la experiencia del Equipo Crónica, ese entorno hacia el que su obra se dirigía como un espejo fue haciéndose, desde su perspectiva, cada vez más complejo. El proceso se manifiesta en dos direcciones principales: la exploración de la especificidad de la pintura como disciplina y la inscripción, en la obra misma, de una cierta dimensión biográfica, subjetiva (de una subjetividad paradójica, necesariamente artificial dado el parti pris de la autoría en equipo). En otras ocasiones anteriores me he ocupado de estas dos líneas conductoras. Aquí bastaría señalar su complementariedad. La disciplina de la pintura se revela a través de su historia, y así, tanto su tempo cultural específicio como el artificioso tempo seudobiográfico del Equipo se acabaron instituyendo en homólogos de aquel tiempo histórico “real” que, perdida la inicial e ingenua confianza con que el Equipo Crónica imaginaba poderlo ver reflejado directamente en su obra, se presentaba cada vez más inasible, finalmente ajeno e irreductible, en su naturaleza, a la creación artística. Como la naturaleza del mundo es finalmente ajena e irreductible a la del espejo.
A lo largo de la década de los setenta, siguiendo una trayectoria parecida a la de otros artistas de la primera generación pop, como Kitaj, Jim Dine, o, en cierto modo, Lichtenstein, la pintura del Equipo Crónica fue haciéndose cada vez más pictoricista.
En el curso de 1977 a 1978 el Equipo abandonó la pintura acrílica por el óleo, un cambio técnico que respondía, muy deliberadamente, a esta evolución. En 1980 y 1981 hubo varios acontecimientos que de algún modo venían a converger con esa tendencia al pictoricismo y, al mismo tiempo, a ponerla a prueba, tanto en España como fuera de nuestro país. Recuerdo haber comentado extensamente con Rafael Solbes y Manolo Valdés la exposición A New Spirit in Painting, que ofrecía entonces el testimonio internacional más importante de una vuelta a la pintura tras las actitudes antipictóricas de las neovanguardias de los años 70. Algunas de las revisiones históricas que la exposición proponía, como la de la obra figurativa de Hélion o la del último Picasso, coincidían con opciones que el Equipo Crónica había mantenido polémicamente desde tiempo atrás. Otros aspectos, por ejemplo la presencia de algunos jóvenes artistas italianos o norteamericanos, nos parecían más discutibles. La novedad más interesante desde la perspectiva del Equipo Crónica era seguramente el neoexpresionismo alemán. Su impacto puede apreciarse en las obras con las que Manolo Valdés inició su trayectoria de artista solitario, tras la muerte de Rafael Solbes en el otoño de ese mismo año.
Conforme un artista madura su obra se hace más lenta y reflexiva, como si echara raíces en un territorio que le es cada vez más propio, y que no es otro que aquel hacia el que la historia y su propio y libre juicio le han ido dirigiendo. La primera frontera de ese territorio para Manolo Valdés la da la crisis de la modernidad, tal como se puso de manifiesto en el movimiento pop de los años sesenta, una crisis que para el Equipo Crónica se resolvió en una (sólo aparentemente paradójica) defensa de la modernidad por medio del rechazo de la vanguardia. La defensa de la pintura, la defensa de la visualidad, el elogio del oficio y una reivindicación de la condición “espectacular” de la creación artística, su vocación de “reflejar” el mundo que se extiende a su alrededor, son los rasgos principales que caracterizan, frente a otros territorios transitados por otros artistas, la patria final de adopción de la obra de Manolo Valdés.
Defensa de la visualidad, en primer lugar frente al menosprecio de lo visual que un cierto neovanguardismo de inspiración esquemáticamente duchampiana había venido (y en parte sigue) esgrimiendo desde comienzos de los setenta. Para Manolo Valdés se trata de una afirmación de la complejidad intelectual y afectiva de la mirada. La constatación de que su fenomenología la ha hecho ya inseparable de la historia del conocimiento (recordemos que la metáfora del espejo se encuentra en el centro no sólo de la poética clásica, sino también de la epistemología prekantiana); inseparable, además, de la historia del deseo y de la esperanza y por lo tanto de las normas sociales.
Defensa de la pintura como expresión de lo visual, en consecuencia con lo anterior; y, además, defensa del oficio del pintor como tradición, frente a la concepción vanguardista de la pintura como invención sistemática. Elogio, por tanto, de la capacidad de continuar frente a la capacidad de romper, de la capacidad de asimilar frente a la capacidad de excluir, de la virtud que Lévi-Strauss describía como “bricolage”, frente a la exaltación vanguardista de la pureza. Un tomar partido por la virtud retórica de la ecfrasis, esa capacidad de la pintura (que, a veces, como cualidad extraordinaria, tiene la literatura) de presentarnos los paisajes del deseo “como si estuviéramos allí”, frente al partido radicalmente gramatical de las vanguardias.
Pero en este retorno el paradigma del espejo trae consigo, al mismo tiempo, algo totalmente nuevo. La obra de Manolo Valdés, en su primera y en su segunda mitad, tanto antes como después de 1981; se inscribe, a pesar (o, mejor, según he dicho antes, por razón) de su posición antivanguardista, en lo que Stephen Spender, con aguda pertinencia, llamó “la lucha de lo moderno”: Una lucha que supone la búsqueda de la máxima economía y eficacia en la expresión, la preferencia por lo inacabado y auténtico sobre lo acabado y perfecto. En definitiva una creación artística saturada por una aguda consciencia del presente, incluso cuando, inevitablemente, se refiere al pasado. La “tradición de lo nuevo” sería, desde esta actitud, no una cadena de invenciones gramaticales, sino una sucesión de reinterpretaciones hermenéuticas. Sus objetos, los frutos de la modernidad, darían testimonio, no de la construcción (o deconstrucción) de unas nuevas reglas lingüísticas, sino de nuestra relación, necesariamente nueva, con respecto a la comunidad histórica de quienes, en el pasado, se han ocupado de la pintura y sus imágenes, han trabajado y se han esforzado en el mismo oficio.
En 1982, en un texto escrito para el catálogo de la primera exposición de Manolo Valdés tras la muerte de Rafael Solbes y que se titulaba “Empezar de nuevo”, me referí también a ese río del tiempo de la pintura. Una imagen, casi obsesiva, acabó por introducírseme en el texto. La del joven que, en el Bautismo de Cristo de Piero, situado a la derecha del Bautista, pero bastante lejos, en el fondo, se quita (o se pone) la túnica para entrar en el río y recibir el bautismo. Es una imagen sorprendente por lo que tiene de instantánea. La figura del joven se reconoce de perfil a lo lejos, desnuda de cintura hacia abajo; de cintura hacia arriba la oculta la forma blanca de la túnica. Esa misma imagen reaparece casi dos siglos más tarde, transmitida quién sabe por qué vericuetos de la tradición de los talleres, en un cuadro de Poussin. O quizás se trata de una reinvención; como lo es muy probablemente la figura, bastante diferente en apariencia, pero no tanto en la acción, del soldado que en la parte superior, hacia la izquierda de la escena, del dibujo de La Batalla de Cascina de Miguel Ángel (según la copia que se conserva en Holkham Hall), se viste la camisa, mojado el cuerpo aún por el agua del río, antes de coger las armas.
Hace treinta años, allá en el comienzo de ese período que enmarca la vida artística de Manolo Valdés, todos estábamos convencidos de que la pintura era un arma. ¿Arma para qué? ¿En qué guerra? La del futuro de la sociedad española, obviamente. Y de la sociedad europea, o la sociedad, tout court. Del hombre. Esa convicción se extiende a lo largo de la obra del equipo Crónica. Se extiende y crece; pero también madura y, con ello, cambia, se modifica, se transforma en cosas diversas.
Si se la considera solamente a la luz de las circunstancias españolas, se corre el riesgo de malentenderla, de reducirla a un esquema simplista. No fue un fenómeno solamente español; piénsese por ejemplo en los casos de Hamilton y de Kitaj, –a los que ya me he referido antes y que fueron un paradigma constante para el trabajo de Manolo Valdés y Rafael Solbes. Hasta el final; los pasteles que el Equipo hizo en sus dos últimos años eran una manera de adherirse a la reivindicación polémica de Degas que Kitaj había lanzado desde la National Gallery de Londres.
En cierto modo se trataba de apurar hasta el fondo la vocación polémica de la modernidad. La ambición del artista moderno de fundir arte y vida, con toda la complejidad de sus contingencias, incluyendo las más casuales y biográficas.
(“Nos amours sont enfants / de cette guerre et triomphants” fue el curioso epitalamio que Apollinaire compuso para la boda de Picasso –refiriéndose, de paso, a la suya propia– en 1918. El poeta murió, por cierto, a las pocas semanas, alcanzado póstumamente por esa guerra en la que creía haber triunfado).
Pero se trataba también de abandonar el campo de las batallas de juventud. Tras la Primera Guerra Mundial sólo los artistas provincianos o de segunda fila siguieron comportándose con la simplicidad polémica de la infancia del nuevo siglo. Poco a poco se extinguieron las vanguardias. Una cosa parecida ocurrió con las neovanguardias de los años setenta. En España la muerte del general Franco añadió un factor “sobredeterminante” (por decirlo con un adjetivo que solía usarse entonces) a ese amplio movimiento del mundo artístico internacional. Pocos fueron los que siguieron creyendo por un tiempo que la vida se tejía empezando siempre desde cero, como en la historia de Adán y Eva.
Pero, ¿quería esto decir para Valdés, que tenía que dejar de ver la pintura como un arma, una herramienta para conquistar o desbrozar algo, un campo que sólo podía ser mantenido mediante un combate continuado, incesante? Antes de responder de algún modo a esta pregunta (que evidentemente no tiene respuesta cabal) conviene meditar por un momento en las circunstancias en que Valdés tuvo que comenzar de nuevo su carrera de artista a finales de 1981. Comenzar solo, porque ya no era posible continuar trabajando en compañía. Nunca llegaremos a saber bien, nos dice Pierre Daix, lo que supuso para Picasso la muerte de Apollinaire. Algún atisbo, sin embargo, lo podemos ver en la obra misma. Allí donde los coetáneos veían un cambio radical –el piso en la calle La Boètie, la vida con Olga, la inspiración clasicista, el espejismo de un nuevo orden– Picasso insistía: “¿no veis que se trata de lo mismo?, continuar con otros medios”.
La pintura como arma para conquistar (o defender) el campo de la visualidad. Maneras de ver, por decirlo con el título del primer libro de John Berger —que tanto le gustó a Solbes—. Maneras de ver de otros; intercambios de maneras de ver, reflejos. La pintura como en un espejo. Como espejo. Pero también como armadura, o vestido que han llevado otros en el pasado durante tantas generaciones. Tantas que no sabemos por cuánto tiempo podremos seguir usando todavía este vestido, arma o espejo en jirones.