- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Los malos pensamientos
Sanguina sobre papel / 25 cm x 35 cm
Aguada de óleo sobre papel / 26,5 cm x 37,5 cm
Pastel sobre papel / 30 cm x 39 cm
Óleo y aguada de óleo sobre papel / 34 cm x 44 cm
Aguada de óleo sobre papel / 26,5 cm x 37,5 cm
Sanguina sobre papel / 28 cm x 22 cm
Sanguina sobre papel / 22 cm x 28 cm
Tinta sobre papel / 26,5 cm x 38 cm
Aguada de óleo sobre papel Kraft / 21 cm x 25 cm
Carboncillo, sanguina y aguada de óleo sobre papel / 24,5 cm x 30,5 cm
Aguada de óleo sobre papel / 17,5 cm x 24 cm
Carboncillo sobre papel / 31,5 cm x 24 cm
Aguada de óleo sobre papel / 28,5 cm x 38 cm
Aguada de óleo sobre papel / 26 cm x 36 cm
Aguada de óleo sobre papel / 26,5 cm x 28 cm
Óleo y aguada de óleo sobre papel / 26,5 cm x 37,5 cm
Aguada de óleo sobre papel / 26,5 cm x 37,5 cm
Sanguina y aguada de óleo sobre papel / 24,5 cm x 33 cm
Aguada de óleo sobre papel / 28 cm x 19 cm
Aguada de óleo sobre papel / 26,5 cm x 37,5 cm
Lápiz sobre cartón / 30 cm x 40 cm
Carboncillo, sanguina y aguada de óleo sobre papel / 34 cm x 43,5 cm
Sanguina y aguada de óleo sobre papel / 26,5 cm x 38 cm
Sanguina, lápiz y aguada de óleo sobre papel / 28,5 cm x 38 cm
Carboncillo y aguada de óleo sobre papel / 24 cm x 32 cm
Aguada de óleo y sanguina sobre papel / 25 cm x 32,5 cm
Aguada de óleo sobre papel / 26 cm x 37,5 cm
Carboncillo sobre papel / 32 cm x 35 cm
Óleo, sanguina y aguada de óleo sobre papel / 29,5 cm x 39,5 cm
Sanguina y aguada de carboncillo sobre papel / 37,5 cm x 26,5 cm
Aguada de óleo sobre papel / 26,5 cm x 38 cm
Carboncillo, sanguina y aguada de óleo sobre papel / 28 cm x 21 cm
Carboncillo, sanguina y aguada de óleo sobre papel / 28,5 cm x 21 cm
Óleo y aguada de óleo sobre papel / 37,5 cm x 26,5 cm
Aguada de óleo y sanguina sobre papel / 21,5 cm x 26,5 cm
Tinta sobre papel / 33 cm x 23 cm
Pigmentos de óleo y aguada de óleo sobre papel / 23 cm x 31 cm
Tinta y aguada de tinta sobre papel / 26,5 cm x 38 cm
Tinta sobre papel / 26,5 cm x 38 cm
Óleo sobre cartulina / 52 cm x 75 cm
Sanguina, carboncillo y aguada de óleo sobre papel / 57 cm x 77 cm
Carboncillo y pastel sobre papel / 57 cm x 77 cm
Texto de: Antonio Caballero
Toda la pintura de Luis Caballero es erótica. Lo fue desde el principio, desde cuando el pintor no era todavía un realista figurativo, renacentista y manierista, sino un formalista tentado por el expresionismo. Sus composiciones de esa época —fines de los años 60 y principios de los 70— están transidas de tensión erótica, falsamente contenida por la geometría. Una tensión aún veladamente, ambiguamente homosexual, insegura —pues algunos de los cuerpos pintados siguen siendo vaga, ambiguamente femeninos—; pero que inequívocamente son cuerpos, y no simples “figuras”. Ya entonces se declaraba pintor erótico, y los asuntos de sus cuadros eran abiertamente sexuales. Y violentos. De una violencia inseparable de la sexualidad: de la rabia del deseo, del desorden animal de la sexualidad.
En el fondo de esos cuadros de entonces se pueden ver vagas nubes fálicas flotando en el espacio. En tanto que hermano del artista puedo traer a cuento un recuerdo común: nos contaba nuestro padre que él, de niño, obligado en el colegio a confesarle pecados al capellán, se había jactado de que solía tener “malos pensamientos”. Interrogado por el cura sobre cómo eran, tuvo que improvisar: “son unas como nubes...”. Sobre la pintura de Luis Caballero flotaron siempre, como nubes, los malos pensamientos.
Muchas veces lo dijo él mismo en entrevistas de prensa, o en los breves textos que escribió para catálogos de exposiciones o para presentaciones periodísticas. “Tal vez la pulsión creadora es la misma que la pulsión erótica”. O bien: “Dibujar es desear”. O bien: “Pinto los cuerpos que quisiera poseer”. O bien: “La pierna no es una pierna, sino que también hay en ella un interés erótico (pero) el problema es que a pesar de que pinto desnudos en todas las posiciones, la gente solo mira los penes”. Y sí: penes o piernas o cuerpos amarrados, o bocas abiertas en el placer o en el deseo, Caballero siempre pintó para expresar sus ansias sexuales. No para exorcizarlas —como hubiera dicho el cura aquel de las vagas nubes–; sino al contrario, para exhibirlas, para sacarlas a la luz. Y tan explícitamente sexual era su pintura, tan descaradamente provocadora y excitadora de lo que se ha dado en llamar “bajos instintos”, que unos la condenaron por obscena y pornográfica creyéndola inmoral, y otros la codiciaron por obscena y pornográfica, creyéndola afrodisíaca. Una vez un rico narcotraficante le hizo llegar el mensaje de que quería comprarle todo lo que pintara, y al precio que pidiera, con tal de que sus modelos “fueran más bien hembritas”, y no jóvenes machos. Como si la atracción del sexo fuera de verdad mercancía intercambiable a capricho. El negocio no se hizo. Porque Caballero no era un fabricante de erotismo a gusto del consumidor, en serie, como pudieran serlo Boucher o Fragonard en la Francia rococó o Utamaro en el Japón de las “estampas japonesas”, o, más tarde, las revistas Playboy o Hustler en los Estados Unidos (todo ha sido ya mostrado). Sino un erotómano natural y espontáneo, como Miguel Ángel, o como Francis Bacon. Sus maestros.
Porque, claro, esto no es nuevo. A todo lo largo de la historia humana el erotismo ha estado presente en las artes plásticas (y en todas las artes: no se necesita ser Sigmund Freud para haberse dado cuenta); y en muchas épocas ha sido su fuerza dominante. En vano se lo ha querido sofocar en otras bajo el imperio de la autoridad religiosa, o cívica, o de la hipocresía de las buenas costumbres: en el Israel bíblico, en Bizancio, en la España de Trento, en la Inglaterra victoriana, en los Estados Unidos neopuritanos de hoy, para poner solo unos cuantos ejemplos. Acabo de nombrar a Miguel Ángel, cuyos desnudos eróticamente triunfales padecieron la pudibundez de un Papa que los hizo embraguetar para que no hicieran escándalo: y sin embargo ahí siguen. (Y no hace mucho, cuando unos empresarios de la televisión japonesa limpiaron y restauraron los colores de los frescos de la Capilla Sixtina, aparecieron desnudas en el techo nada menos que las nalgas de Dios Padre: como en el refrán, expulsado por la puerta el sexo vuelve de un brinco por la ventana). El erotismo ha estado siempre ahí: en las desnudeces mórbidas talladas en piedra del Egipto faraónico; en la estatuaria griega clásica y en los lúbricos frescos romanos de Pompeya; en la escultura tántrica de los templos de la India; en las aberraciones helenísticas; en el falso pío románico, escondido en los capiteles indecentes de los claustros; en todo el liberado Renacimiento italiano y en el impúdico del Norte, antes de la Reforma castradora; en Rembrandt cuando se suelta el pelo; en el recatado Velázquez de la Contrarreforma igualmente castradora; en el barroco orgásmico de la Roma de Bernini; en Goya —que es el primer artista de Occidente que se atreve a pintar un coño con pelos: el de la duquesa de Alba—; en el simbolismo de William Blake y en el naturalismo de Manet; en el egocentrismo del erotómano Rodin; en la satiriasis obsesiva de Picasso; en todo el surrealismo, de cabo a rabo; en las caricaturas itifálicas de Dubuffet; en las falsamente serenas figuras reclinadas de Moore y en las mujeres devoradoras de De Kooning; en las descargas seminales de Bacon; en las fantasías pederásticas de Balthus; en las cursiladas multimillonarias de Jeff Koons, que fue novio de Cicciolina, profesional del sexo. Gustave Courbet, que por “realista” hizo escándalo en el pacato (en pintura) siglo xix francés, tiene un cuadro que muestra en primer plano (gros plan, close up) una vulva abierta; y la titula “El origen del mundo”: lo que es.
Ya desde el Paleolítico, hace quince o veinte mil años, los primeros hombres modelaban en greda o tallaban en marfil sus “venus esteatopigias” hechas de grandes nalgas y tetas y de labios mayores y menores. Y en lo más hondo de la cueva de Lascaux, cuando apenas estaba naciendo el arte, entre varios cientos de representaciones de ciervos y toros y caballos está pintada una única figura humana: derribado ante las pezuñas de un bisonte que agoniza con las tripas afuera de un lanzazo yace un hombre con cabeza de pájaro con un gran falo erguido, erecto y desafiante.
Todo el arte es erótico. Luis Caballero tenía —y se dispersó a su muerte entre amigos y descuidos— una colección artística de falos de piedra y de madera, de metal y de arcilla, provenientes de ocho o diez visiones estéticas y eróticas distintas: grecorromanas, renacentistas, italianas, pre-incaicas del Perú, de cuero embalsamado de las Nuevas Hébridas, de madera del Amazonas, de plástico de los sex shops de Los Ángeles. Todo el arte es erótico, como las manchas de tinta del test de Rorschach que usan los sicólogos y en las que los pacientes ven, una y otra vez, cuerpos desnudos enredados en intrincadas posturas de coito. Y dicen finalmente: “el obseso sexual es usted, doctor”.
Las pinturas de este libro —pequeños formatos de técnicas diversas: sanguinas, aguadas de óleo, carboncillos, plumillas, acuarelas— son todas aún más provocadoramente eróticas, y aún pornográficas, que el corpus entero de la obra pictórica de Luis Caballero. También suelen ser más activas, más de “obra en mancha”, que sus cuadros de mayor formato y mayor elaboración: esos que por lo general muestran escenas post-coitales de desfallecimiento y de reposo. La “petite mort” de languidez exhausta que sucede al acto sexual en el hombre y en todos los animales —salvo, según el aforismo latino, en el gallo, que canta—. Estos cuadritos son, en cambio, retratos previos: de erección, de excitación, de exaltación del sexo. Penes que se yerguen, bocas que buscan, manos que encuentran. Algunos son cuidadosos estudios anatómicos, didácticos, académicos, casi de manual para estudiantes de urología quirúrgica. Otros tienen la ambición de bocetos para grandes composiciones posteriores: figuras que se abrazan en la pureza de la línea, como proyectos de un gran cuadro (y a lo mejor lo son). Otros son, o parecen, simples ejercicios de estilo. Algunas se ven como meras manchas rápidas que se dirían trazadas a brochazos con el glande del pene todavía lagrimeante de semen.
Estas obras nunca habían sido expuestas en una galería ni publicadas en un libro. No por obscenas, sino por discretas. Fueron pintadas, me parece, más para el artista mismo y su propia delectación morosa que para la exhibición pública. Pero no eran tampoco clandestinas ni secretas: muchas están fechadas y firmadas. Son, sin embargo, obra de taller: para el taller del pintor. Presencias inmediatas. Apuntes, notas del natural, casi sin reflexión compositiva, sin ambición artística propiamente dicha. Visiones del placer y del deseo, anotaciones del placer, para el placer. Malos pensamientos.
La “delectación morosa” de que hablo es un pecado, que puede ser mortal. Harto habló Luis Caballero en sus muchas declaraciones y entrevistas, y en sus pocos textos explicativos, de su infancia agobiada por las imágenes sádicamente lúbricas de la religión católica: Cristos desnudos y sangrantes, “Pietás” como fuentes de lágrimas, madres dolorosas atravesadas por sus siete llagas. (Debo decir que yo, que compartí esa infancia, no la recuerdo así). Agobiada por el sentimiento del pecado, en su adolescencia agravado por la conciencia de su homosexualidad, entendida como una culpa. La delectación morosa, según observa Santo Tomás de Aquino (otro obseso) en la Cuestión Octogésima Octava de su Summa Teológica, que trata de la diferencia entre pecados veniales y mortales, no es pecado mortal “a no ser en aquellas cosas que son pecados mortales por su género (y sin embargo) reciben la aprobación de la razón deliberante”. La define el también moroso y minucioso tratadista como “la complacencia deliberada en un objeto o pensamiento prohibido, sin el ánimo de poseer el objeto o de poner el pensamiento en obra”.
¿Cómo que no? Claro que sí. De lo que se trata en el arte es de poner en obra el pensamiento. De transformar el pensamiento en obra visible, tangible —obra de arte—, para así apropiarse simbólica y físicamente del objeto o del sujeto prohibido o inaccesible, y de poseerlo. Ese es uno de los propósitos, una de las funciones de las artes plásticas. De todas las artes. Llevar a cabo, llevar a efecto, los malos pensamientos.
En este libro hay unos cincuenta.
#AmorPorColombia
Los malos pensamientos
Sanguina sobre papel / 25 cm x 35 cm
Aguada de óleo sobre papel / 26,5 cm x 37,5 cm
Pastel sobre papel / 30 cm x 39 cm
Óleo y aguada de óleo sobre papel / 34 cm x 44 cm
Aguada de óleo sobre papel / 26,5 cm x 37,5 cm
Sanguina sobre papel / 28 cm x 22 cm
Sanguina sobre papel / 22 cm x 28 cm
Tinta sobre papel / 26,5 cm x 38 cm
Aguada de óleo sobre papel Kraft / 21 cm x 25 cm
Carboncillo, sanguina y aguada de óleo sobre papel / 24,5 cm x 30,5 cm
Aguada de óleo sobre papel / 17,5 cm x 24 cm
Carboncillo sobre papel / 31,5 cm x 24 cm
Aguada de óleo sobre papel / 28,5 cm x 38 cm
Aguada de óleo sobre papel / 26 cm x 36 cm
Aguada de óleo sobre papel / 26,5 cm x 28 cm
Óleo y aguada de óleo sobre papel / 26,5 cm x 37,5 cm
Aguada de óleo sobre papel / 26,5 cm x 37,5 cm
Sanguina y aguada de óleo sobre papel / 24,5 cm x 33 cm
Aguada de óleo sobre papel / 28 cm x 19 cm
Aguada de óleo sobre papel / 26,5 cm x 37,5 cm
Lápiz sobre cartón / 30 cm x 40 cm
Carboncillo, sanguina y aguada de óleo sobre papel / 34 cm x 43,5 cm
Sanguina y aguada de óleo sobre papel / 26,5 cm x 38 cm
Sanguina, lápiz y aguada de óleo sobre papel / 28,5 cm x 38 cm
Carboncillo y aguada de óleo sobre papel / 24 cm x 32 cm
Aguada de óleo y sanguina sobre papel / 25 cm x 32,5 cm
Aguada de óleo sobre papel / 26 cm x 37,5 cm
Carboncillo sobre papel / 32 cm x 35 cm
Óleo, sanguina y aguada de óleo sobre papel / 29,5 cm x 39,5 cm
Sanguina y aguada de carboncillo sobre papel / 37,5 cm x 26,5 cm
Aguada de óleo sobre papel / 26,5 cm x 38 cm
Carboncillo, sanguina y aguada de óleo sobre papel / 28 cm x 21 cm
Carboncillo, sanguina y aguada de óleo sobre papel / 28,5 cm x 21 cm
Óleo y aguada de óleo sobre papel / 37,5 cm x 26,5 cm
Aguada de óleo y sanguina sobre papel / 21,5 cm x 26,5 cm
Tinta sobre papel / 33 cm x 23 cm
Pigmentos de óleo y aguada de óleo sobre papel / 23 cm x 31 cm
Tinta y aguada de tinta sobre papel / 26,5 cm x 38 cm
Tinta sobre papel / 26,5 cm x 38 cm
Óleo sobre cartulina / 52 cm x 75 cm
Sanguina, carboncillo y aguada de óleo sobre papel / 57 cm x 77 cm
Carboncillo y pastel sobre papel / 57 cm x 77 cm
Texto de: Antonio Caballero
Toda la pintura de Luis Caballero es erótica. Lo fue desde el principio, desde cuando el pintor no era todavía un realista figurativo, renacentista y manierista, sino un formalista tentado por el expresionismo. Sus composiciones de esa época —fines de los años 60 y principios de los 70— están transidas de tensión erótica, falsamente contenida por la geometría. Una tensión aún veladamente, ambiguamente homosexual, insegura —pues algunos de los cuerpos pintados siguen siendo vaga, ambiguamente femeninos—; pero que inequívocamente son cuerpos, y no simples “figuras”. Ya entonces se declaraba pintor erótico, y los asuntos de sus cuadros eran abiertamente sexuales. Y violentos. De una violencia inseparable de la sexualidad: de la rabia del deseo, del desorden animal de la sexualidad.
En el fondo de esos cuadros de entonces se pueden ver vagas nubes fálicas flotando en el espacio. En tanto que hermano del artista puedo traer a cuento un recuerdo común: nos contaba nuestro padre que él, de niño, obligado en el colegio a confesarle pecados al capellán, se había jactado de que solía tener “malos pensamientos”. Interrogado por el cura sobre cómo eran, tuvo que improvisar: “son unas como nubes...”. Sobre la pintura de Luis Caballero flotaron siempre, como nubes, los malos pensamientos.
Muchas veces lo dijo él mismo en entrevistas de prensa, o en los breves textos que escribió para catálogos de exposiciones o para presentaciones periodísticas. “Tal vez la pulsión creadora es la misma que la pulsión erótica”. O bien: “Dibujar es desear”. O bien: “Pinto los cuerpos que quisiera poseer”. O bien: “La pierna no es una pierna, sino que también hay en ella un interés erótico (pero) el problema es que a pesar de que pinto desnudos en todas las posiciones, la gente solo mira los penes”. Y sí: penes o piernas o cuerpos amarrados, o bocas abiertas en el placer o en el deseo, Caballero siempre pintó para expresar sus ansias sexuales. No para exorcizarlas —como hubiera dicho el cura aquel de las vagas nubes–; sino al contrario, para exhibirlas, para sacarlas a la luz. Y tan explícitamente sexual era su pintura, tan descaradamente provocadora y excitadora de lo que se ha dado en llamar “bajos instintos”, que unos la condenaron por obscena y pornográfica creyéndola inmoral, y otros la codiciaron por obscena y pornográfica, creyéndola afrodisíaca. Una vez un rico narcotraficante le hizo llegar el mensaje de que quería comprarle todo lo que pintara, y al precio que pidiera, con tal de que sus modelos “fueran más bien hembritas”, y no jóvenes machos. Como si la atracción del sexo fuera de verdad mercancía intercambiable a capricho. El negocio no se hizo. Porque Caballero no era un fabricante de erotismo a gusto del consumidor, en serie, como pudieran serlo Boucher o Fragonard en la Francia rococó o Utamaro en el Japón de las “estampas japonesas”, o, más tarde, las revistas Playboy o Hustler en los Estados Unidos (todo ha sido ya mostrado). Sino un erotómano natural y espontáneo, como Miguel Ángel, o como Francis Bacon. Sus maestros.
Porque, claro, esto no es nuevo. A todo lo largo de la historia humana el erotismo ha estado presente en las artes plásticas (y en todas las artes: no se necesita ser Sigmund Freud para haberse dado cuenta); y en muchas épocas ha sido su fuerza dominante. En vano se lo ha querido sofocar en otras bajo el imperio de la autoridad religiosa, o cívica, o de la hipocresía de las buenas costumbres: en el Israel bíblico, en Bizancio, en la España de Trento, en la Inglaterra victoriana, en los Estados Unidos neopuritanos de hoy, para poner solo unos cuantos ejemplos. Acabo de nombrar a Miguel Ángel, cuyos desnudos eróticamente triunfales padecieron la pudibundez de un Papa que los hizo embraguetar para que no hicieran escándalo: y sin embargo ahí siguen. (Y no hace mucho, cuando unos empresarios de la televisión japonesa limpiaron y restauraron los colores de los frescos de la Capilla Sixtina, aparecieron desnudas en el techo nada menos que las nalgas de Dios Padre: como en el refrán, expulsado por la puerta el sexo vuelve de un brinco por la ventana). El erotismo ha estado siempre ahí: en las desnudeces mórbidas talladas en piedra del Egipto faraónico; en la estatuaria griega clásica y en los lúbricos frescos romanos de Pompeya; en la escultura tántrica de los templos de la India; en las aberraciones helenísticas; en el falso pío románico, escondido en los capiteles indecentes de los claustros; en todo el liberado Renacimiento italiano y en el impúdico del Norte, antes de la Reforma castradora; en Rembrandt cuando se suelta el pelo; en el recatado Velázquez de la Contrarreforma igualmente castradora; en el barroco orgásmico de la Roma de Bernini; en Goya —que es el primer artista de Occidente que se atreve a pintar un coño con pelos: el de la duquesa de Alba—; en el simbolismo de William Blake y en el naturalismo de Manet; en el egocentrismo del erotómano Rodin; en la satiriasis obsesiva de Picasso; en todo el surrealismo, de cabo a rabo; en las caricaturas itifálicas de Dubuffet; en las falsamente serenas figuras reclinadas de Moore y en las mujeres devoradoras de De Kooning; en las descargas seminales de Bacon; en las fantasías pederásticas de Balthus; en las cursiladas multimillonarias de Jeff Koons, que fue novio de Cicciolina, profesional del sexo. Gustave Courbet, que por “realista” hizo escándalo en el pacato (en pintura) siglo xix francés, tiene un cuadro que muestra en primer plano (gros plan, close up) una vulva abierta; y la titula “El origen del mundo”: lo que es.
Ya desde el Paleolítico, hace quince o veinte mil años, los primeros hombres modelaban en greda o tallaban en marfil sus “venus esteatopigias” hechas de grandes nalgas y tetas y de labios mayores y menores. Y en lo más hondo de la cueva de Lascaux, cuando apenas estaba naciendo el arte, entre varios cientos de representaciones de ciervos y toros y caballos está pintada una única figura humana: derribado ante las pezuñas de un bisonte que agoniza con las tripas afuera de un lanzazo yace un hombre con cabeza de pájaro con un gran falo erguido, erecto y desafiante.
Todo el arte es erótico. Luis Caballero tenía —y se dispersó a su muerte entre amigos y descuidos— una colección artística de falos de piedra y de madera, de metal y de arcilla, provenientes de ocho o diez visiones estéticas y eróticas distintas: grecorromanas, renacentistas, italianas, pre-incaicas del Perú, de cuero embalsamado de las Nuevas Hébridas, de madera del Amazonas, de plástico de los sex shops de Los Ángeles. Todo el arte es erótico, como las manchas de tinta del test de Rorschach que usan los sicólogos y en las que los pacientes ven, una y otra vez, cuerpos desnudos enredados en intrincadas posturas de coito. Y dicen finalmente: “el obseso sexual es usted, doctor”.
Las pinturas de este libro —pequeños formatos de técnicas diversas: sanguinas, aguadas de óleo, carboncillos, plumillas, acuarelas— son todas aún más provocadoramente eróticas, y aún pornográficas, que el corpus entero de la obra pictórica de Luis Caballero. También suelen ser más activas, más de “obra en mancha”, que sus cuadros de mayor formato y mayor elaboración: esos que por lo general muestran escenas post-coitales de desfallecimiento y de reposo. La “petite mort” de languidez exhausta que sucede al acto sexual en el hombre y en todos los animales —salvo, según el aforismo latino, en el gallo, que canta—. Estos cuadritos son, en cambio, retratos previos: de erección, de excitación, de exaltación del sexo. Penes que se yerguen, bocas que buscan, manos que encuentran. Algunos son cuidadosos estudios anatómicos, didácticos, académicos, casi de manual para estudiantes de urología quirúrgica. Otros tienen la ambición de bocetos para grandes composiciones posteriores: figuras que se abrazan en la pureza de la línea, como proyectos de un gran cuadro (y a lo mejor lo son). Otros son, o parecen, simples ejercicios de estilo. Algunas se ven como meras manchas rápidas que se dirían trazadas a brochazos con el glande del pene todavía lagrimeante de semen.
Estas obras nunca habían sido expuestas en una galería ni publicadas en un libro. No por obscenas, sino por discretas. Fueron pintadas, me parece, más para el artista mismo y su propia delectación morosa que para la exhibición pública. Pero no eran tampoco clandestinas ni secretas: muchas están fechadas y firmadas. Son, sin embargo, obra de taller: para el taller del pintor. Presencias inmediatas. Apuntes, notas del natural, casi sin reflexión compositiva, sin ambición artística propiamente dicha. Visiones del placer y del deseo, anotaciones del placer, para el placer. Malos pensamientos.
La “delectación morosa” de que hablo es un pecado, que puede ser mortal. Harto habló Luis Caballero en sus muchas declaraciones y entrevistas, y en sus pocos textos explicativos, de su infancia agobiada por las imágenes sádicamente lúbricas de la religión católica: Cristos desnudos y sangrantes, “Pietás” como fuentes de lágrimas, madres dolorosas atravesadas por sus siete llagas. (Debo decir que yo, que compartí esa infancia, no la recuerdo así). Agobiada por el sentimiento del pecado, en su adolescencia agravado por la conciencia de su homosexualidad, entendida como una culpa. La delectación morosa, según observa Santo Tomás de Aquino (otro obseso) en la Cuestión Octogésima Octava de su Summa Teológica, que trata de la diferencia entre pecados veniales y mortales, no es pecado mortal “a no ser en aquellas cosas que son pecados mortales por su género (y sin embargo) reciben la aprobación de la razón deliberante”. La define el también moroso y minucioso tratadista como “la complacencia deliberada en un objeto o pensamiento prohibido, sin el ánimo de poseer el objeto o de poner el pensamiento en obra”.
¿Cómo que no? Claro que sí. De lo que se trata en el arte es de poner en obra el pensamiento. De transformar el pensamiento en obra visible, tangible —obra de arte—, para así apropiarse simbólica y físicamente del objeto o del sujeto prohibido o inaccesible, y de poseerlo. Ese es uno de los propósitos, una de las funciones de las artes plásticas. De todas las artes. Llevar a cabo, llevar a efecto, los malos pensamientos.
En este libro hay unos cincuenta.