- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Jardin de palabras
Madrid, Cundinamarca. La construcción de la vía hizo necesario realizar un corte en la ladera de la colina, el que, abandonado a su suerte, se hubiese podido convertir en un lunar en el paisaje. La solución adoptada –una de varias posibles– se destaca por la notable economía en el lenguaje botánico y cromático y por la sorprendente riqueza formal y paisajística resultante. Las curvas paralelas del terraceado en piedra, resaltadas por el hermoso colorido monocromático del geranio hiedra, acompañan y prestan magnificencia a la amplia curvatura de la vía. Claudia Uribe Touri.
Medellín, Antioquia. La penumbra del corredor, elemento característico de unión entre el jardín y la casa de clima medio, contrasta con la luminosidad del jardín. Con una notable sobriedad en el manejo del color y el énfasis puesto en los contrastes de texturas y tonalidades del verde, se ha logrado captar aquí un vivo ejemplo de la riqueza de los ecosistemas del neotrópico americano. Claudia Uribe Touri.
Sogamoso, Boyacá. Este entrañable exponente del legado arquitectónico adquiere realce por medio del contraste entre el blanco enjalbegado de sus muros y el vibrante rojo del holly norteamericano. Al fondo se destaca el verde neutro del pino canadiense, el urapán chino y el eucalipto australiano. En primer plano un retamo español, arbusto que se ha hecho subespontáneo en regiones de clima frío. En este ambiente cosmopolita, el humilde pimiento boyacense se empina al frente de la torre añeja y el cachaco repta al pie de la tapia buscando un rayo de sol para lucir sus flores. Esta composición botánica en la que priman los ejemplares exóticos (término que, tanto en botánica como en simple castellano, significa extranjero, de origen extraño, y no raro, de forma extraña), se ha convertido en típica del altiplano cundiboyacense, donde el uso de las especies nativas constituye la excepción y no la regla. Dijo Enrique Pérez Arbeláez, sabio fundador del Jardín Botánico de Bogotá: “La ignorancia en aspectos claves de la fitogeografía es la que nos lleva a vestir con plumas ajenas, para eventual sonrojo.” Claudia Uribe Touri.
Bogotá. El flamígero holly parece abrir sus fauces para engullir al eventual caminante que ose subir la escalera. Al fondo, la silueta adusta del pino y, abajo, la suavidad del manto de la Virgen y los geranios. Interesante contraste, poco usual en el verde y monótono altiplano. Claudia Uribe Touri.
Museo El Chicó, Bogotá. C omo en otras latitudes, también aquí los principales jardines de las residencias de antaño han pasado a ser parques de uso público, con lo cual se han podido salvar de la desaparición y se han conservado para la comunidad sus valores artísticos, paisajísticos y ambientales. Claudia Uribe Touri.
Cali, Valle del Cauca. A la clara composición formal de este rincón habría que añadir la acertada selección de las especies y el adecuado y esmerado cultivo, todo lo cual hace de éste un ejemplo digno de estudiarse. El delicado balance entre la luz y la sombra permite que cada una de las especies de orquídeas, bromelias y anturios, típicas de la flora nativa del neotrópico, tanto epífitas como terrestres, encuentren su nicho adecuado. Estas son plantas tolerantes en varios aspectos pero muy exigentes en cuanto a la intensidad lumínica. Un exceso de ella podría quemar de manera irreparable y en pocas horas el follaje, mientras que un sombrío excesivo produciría plantas enfermizas, sin floración, susceptibles a los ataques de enfermedades criptógamas. La salud de que goza todo el ecosistema del jardín es evidente en el colorido y la fortaleza del follaje. Claudia Uribe Touri.
Bogotá. E l patio, introvertido, junto con el corredor perimetral, extrovertido, son los dos elementos arquitectónicos más persistentes y arraigados en la arquitectura de todas las regiones y todas las clases sociales en Colombia. En este apacible patio, de origen árabe, se perciben fuertes nexos formales con la estética japonesa. Adviértase el ritmo y sencillez de los elementos arquitectónicos, la naturalidad de los materiales, y la importancia que adquiere dentro de la composición cada una de las pocas plantas y de los escasos objetos que forman el conjunto. Notable ejemplo que ilustra la máxima del movimiento modernista en la arquitectura: “Menos es más.” Claudia Uribe Touri.
Tabio, Cundinamarca. Son frecuentes en nuestro país los jardines que, con notable economía de elementos, logran conjuntos de elevado valor estético y fácil conservación, gracias al adecuado equilibrio de los componentes que evita interferencias entre sus necesidades vitales. Claudia Uribe Touri.
Quinta de Bolívar, Bogotá. Siglo y medio ha transcurrido desde que el Libertador y doña Manuela se marcharon, pero su presencia aún se siente en muchos de los rincones de este privilegiado jardín, bañado, entonces como hoy, por las límpidas aguas del arroyo que baja cantando de los cerros (cuando el verano se lo permite). Los nogales que últimamente han caído en algunas zonas, derrotados por los años, han dado paso a unos jardines soleados, de coloridas platabandas, más risueños, pero también más banales, menos íntimos, menos señoriales, en los que ya es difícil percibir las presencias tutelares. Claudia Uribe Touri.
Quinta de Bolívar, Bogotá. Siglo y medio ha transcurrido desde que el Libertador y doña Manuela se marcharon, pero su presencia aún se siente en muchos de los rincones de este privilegiado jardín, bañado, entonces como hoy, por las límpidas aguas del arroyo que baja cantando de los cerros (cuando el verano se lo permite). Los nogales que últimamente han caído en algunas zonas, derrotados por los años, han dado paso a unos jardines soleados, de coloridas platabandas, más risueños, pero también más banales, menos íntimos, menos señoriales, en los que ya es difícil percibir las presencias tutelares. Claudia Uribe Touri.
Quinta de Bolívar, Bogotá. Aquellos sectores del jardín que aún conservan algo del sabor del pasado, evocan épocas de gloria o duros y prolongados abandonos; el tranquilo discurrir del diario vivir o ruidosos jolgorios, como el que llevó a cabo un grupo de amigos del Libertador el 28 de octubre de 1828, día de San Simón. El Libertador no asistió a este homenaje. “La fiesta presentaba el aspecto más bello, en que todo era bullicio, alegría y movimiento. En las colinas, grupos de danzantes bailaban al compás de la banda del batallón; otros se bañaban en el río, y todos comían y bebían sin tasa, sin pensar en otra cosa sino en que ese rato de solaz se lo debían a Bolívar, su idolatrado Libertador.” Es la descripción de Cordovez Moure. Claudia Uribe Touri.
Museo El Chicó, Bogotá. L a palma siempre ha sido simbólica de la vegetación tropical de climas cálidos. La excepción es la palma de cera del Quindío, que tanto impresionó a Humboldt y otros viajeros menos famosos en unos siglos en que el hombre aún conservaba la capacidad de maravillarse, al verla en agrupaciones gigantescas en el paso de La Línea, a más de 3.000 metros de altura. Su estípite blanco con anillos negros, de más de 60 metros de altura, sobresalía con facilidad por encima del dosel del bosque, como sobresalen las palmas de este jardín. La palma de la cera es no sólo la especie que crece a mayor altura sobre el nivel del mar, sino también la que alcanza una mayor talla en el mundo. No es extraño, entonces, que el Congreso de la República, en su sabiduría, la haya declarado árbol nacional de Colombia, aun sin serlo, pues la característica botánica de un árbol es que posee un tronco leñoso, mientras que el estípite de las palmas está formado por una solidificación de los pecíolos de las hojas, por lo cual las palmas se clasifican como plantas herbáceas, a pesar de su gran tamaño. Claudia Uribe Touri.
Museo El Chicó, Bogotá. L a palma siempre ha sido simbólica de la vegetación tropical de climas cálidos. La excepción es la palma de cera del Quindío, que tanto impresionó a Humboldt y otros viajeros menos famosos en unos siglos en que el hombre aún conservaba la capacidad de maravillarse, al verla en agrupaciones gigantescas en el paso de La Línea, a más de 3.000 metros de altura. Su estípite blanco con anillos negros, de más de 60 metros de altura, sobresalía con facilidad por encima del dosel del bosque, como sobresalen las palmas de este jardín. La palma de la cera es no sólo la especie que crece a mayor altura sobre el nivel del mar, sino también la que alcanza una mayor talla en el mundo. No es extraño, entonces, que el Congreso de la República, en su sabiduría, la haya declarado árbol nacional de Colombia, aun sin serlo, pues la característica botánica de un árbol es que posee un tronco leñoso, mientras que el estípite de las palmas está formado por una solidificación de los pecíolos de las hojas, por lo cual las palmas se clasifican como plantas herbáceas, a pesar de su gran tamaño. Claudia Uribe Touri.
Museo El Chicó, Bogotá. A la manera de la Alhambra, este jardín recibe las aguas de la quebrada a su llegada a la ciudad y las utiliza sabiamente en estanques, cascadas, pilas, albercas, acequias, que alegran y llenan de vida todos los rincones del jardín y del patio central de la casa. Aquí y allá, se destacan los estípites majestuosos de la palma de la cera, orgullo de estos jardines. Claudia Uribe Touri.
Instituto de Cultura y Turismo, Bogotá. Las más acaudaladas e importantes familias bogotanas habitaban en casa de dos pisos. El segundo piso era símbolo de status. En estas casas el patio cumplía una función diferente al de las casas más modestas de un solo piso. En el nivel de la calle solamente se encontraban locales comerciales y dependencias de servicio. La casa propiamente dicha ocupaba el segundo piso. Debido a esta circunstancia, el patio y su vegetación eran para ser apreciados desde los corredores y aposentos del segundo piso pero no constituían un espacio de uso cotidiano, como sí sucedía en la casa de un piso. Los habitantes de estas casonas solían instalar grupos de muebles cerca a las ventanas y balcones del segundo piso que miraban al exterior, y la contemplación de la actividad callejera, tras el velo protector de los visillos, reemplazaba el disfrute privado del patio. Claudia Uribe Touri.
Casa Rafael Pombo, Bogotá. Las más acaudaladas e importantes familias bogotanas habitaban en casa de dos pisos. El segundo piso era símbolo de status. En estas casas el patio cumplía una función diferente al de las casas más modestas de un solo piso. En el nivel de la calle solamente se encontraban locales comerciales y dependencias de servicio. La casa propiamente dicha ocupaba el segundo piso. Debido a esta circunstancia, el patio y su vegetación eran para ser apreciados desde los corredores y aposentos del segundo piso pero no constituían un espacio de uso cotidiano, como sí sucedía en la casa de un piso. Los habitantes de estas casonas solían instalar grupos de muebles cerca a las ventanas y balcones del segundo piso que miraban al exterior, y la contemplación de la actividad callejera, tras el velo protector de los visillos, reemplazaba el disfrute privado del patio. Claudia Uribe Touri.
Palacio de Nariño, Bogotá. E n una casa cuyo inquilino cambia cada cuatro años, los jardines pugnan por adquirir una personalidad y un carácter propios. Se destacan, no obstante, el ingenuo volumen del Observatorio Astronómico y el más pomposo del Palacio Echeverri, que enmarcan el jardín por el Norte y el Occidente, respectivamente. Claudia Uribe Touri.
Palacio de Nariño, Bogotá. En una casa cuyo inquilino cambia cada cuatro años, los jardines pugnan por adquirir una personalidad y un carácter propios. Se destacan, no obstante, el ingenuo volumen del Observatorio Astronómico y el más pomposo del Palacio Echeverri, que enmarcan el jardín por el Norte y el Occidente, respectivamente. Claudia Uribe Touri.
Palacio de Nariño, Bogotá. En una casa cuyo inquilino cambia cada cuatro años, los jardines pugnan por adquirir una personalidad y un carácter propios. Se destacan, no obstante, el ingenuo volumen del Observatorio Astronómico y el más pomposo del Palacio Echeverri, que enmarcan el jardín por el Norte y el Occidente, respectivamente. Claudia Uribe Touri.
Chía, Cundinamarca. Según su ubicación, cada jardín botánico tiene a su cargo el estudio y divulgación de la flora de su área. El Jardín Botánico de Bogotá, por encontrarse situado a 2.600 m. de altura en la cordillera de los Andes, es el único que contiene las asociaciones de la flora alto-andina en sus condiciones naturales. La cascada ha sido construida a fin de crear el ambiente propio para el cultivo de estas especies. Todo aficionado a la jardinería que trabaje en el altiplano cundiboyacense, o en otro lugar de clima similar, debe visitar el jardín y estudiar sus colecciones. Claudia Uribe Touri.
Palacio de San Carlos, Bogotá. Desde 1828, cuando el Libertador instaló allí su residencia y sus despachos, hasta 1982, el Palacio de San Carlos fue sede oficial de los presidentes de Colombia. En su origen fue una amplia residencia particular, en 1605 albergó el Seminario, en 1774 funcionó allí una parte de la Real Biblioteca, en 1783 fue cuartel militar. Hoy es la sede de la Cancillería. Del patio principal se puede destacar la pila, de líneas sobrias y precisas. En el segundo patio sobresale la palma de cera, sembrada por el mismo Bolívar. Es fama que cuando el Libertador manifestó a su edecán el deseo de hacerlo, éste quiso disuadirlo con el argumento de que su crecimiento era extremadamente lento y que tomaría más de cien años su completo desarrollo. “Entonces hay que plantarla cuanto antes”, fue la tajante respuesta de Bolívar. Claudia Uribe Touri.
Bogotá. “Después de tantas y de tan pequeñas cosas, / busca el espíritu mejores aires, mejores aires,” decía Gaspar en su Relato. Como los que se pueden respirar en este jardín, enclavado en pleno centro de la urbe. Las plantas, nativas o exóticas, seleccionadas con gran sensibilidad, se adaptan al nicho que deben ocupar con tal perfección que parecería que estuviesen en su medio natural. El conjunto es de una gran variedad, pero a la vez sereno y amable. Con una relativa economía florística se ha logrado un gran acierto formal y ambiental. Claudia Uribe Touri.
Bogotá. “Después de tantas y de tan pequeñas cosas, / busca el espíritu mejores aires, mejores aires,” decía Gaspar en su Relato. Como los que se pueden respirar en este jardín, enclavado en pleno centro de la urbe. Las plantas, nativas o exóticas, seleccionadas con gran sensibilidad, se adaptan al nicho que deben ocupar con tal perfección que parecería que estuviesen en su medio natural. El conjunto es de una gran variedad, pero a la vez sereno y amable. Con una relativa economía florística se ha logrado un gran acierto formal y ambiental. Claudia Uribe Touri.
Bogotá. “Después de tantas y de tan pequeñas cosas, / busca el espíritu mejores aires, mejores aires,” decía Gaspar en su Relato. Como los que se pueden respirar en este jardín, enclavado en pleno centro de la urbe. Las plantas, nativas o exóticas, seleccionadas con gran sensibilidad, se adaptan al nicho que deben ocupar con tal perfección que parecería que estuviesen en su medio natural. El conjunto es de una gran variedad, pero a la vez sereno y amable. Con una relativa economía florística se ha logrado un gran acierto formal y ambiental. Claudia Uribe Touri.
Bogotá. El agua, en su incesante deambular hacia los lugares bajos, es el gran aliado del paisajista. Por milenios ha ejercido sobre el hombre su fascinación óptica y sonora, en la naturaleza y en los jardines. Estos dos raros ejemplos de jardines colombianos de diseño meticuloso ilustran dos principios compositivos diferentes: el de la izquierda, basado en un eje frontal, produce un efecto artificial y grandilocuente, que, no obstante, no intimida a los cisnes pétreos que se zambullen gozosos en sus aguas. El de la derecha, por el contrario, utiliza un eje de simetría diagonal que, trabajado con gran sutileza, produce una grata sensación de espacio natural. El tiempo, que todo lo pone en su lugar, se encargará de vestir las rocas con verdaderos musgos, helechos y otras plantas propias del ecosistema que con tanta habilidad se ha creado, y no faltarán las aves de pluma que encontrarán aquí el medio propicio para afincar sus nidos y criar sus polluelos. Claudia Uribe Touri.
Bogotá. El agua, en su incesante deambular hacia los lugares bajos, es el gran aliado del paisajista. Por milenios ha ejercido sobre el hombre su fascinación óptica y sonora, en la naturaleza y en los jardines. Estos dos raros ejemplos de jardines colombianos de diseño meticuloso ilustran dos principios compositivos diferentes: el de la izquierda, basado en un eje frontal, produce un efecto artificial y grandilocuente, que, no obstante, no intimida a los cisnes pétreos que se zambullen gozosos en sus aguas. El de la derecha, por el contrario, utiliza un eje de simetría diagonal que, trabajado con gran sutileza, produce una grata sensación de espacio natural. El tiempo, que todo lo pone en su lugar, se encargará de vestir las rocas con verdaderos musgos, helechos y otras plantas propias del ecosistema que con tanta habilidad se ha creado, y no faltarán las aves de pluma que encontrarán aquí el medio propicio para afincar sus nidos y criar sus polluelos. Claudia Uribe Touri.
Bogotá. Tanto la terraza con su vista al lago como el desfiladero de entrada serían capaces de producir sentimientos de euforia entre los admiradores de esa pieza maestra del cine que se llama El jardín de los Fizzi-Contini. Los dos ilustran también el principio de que no hay espacio, por pequeño o restringido que sea, que no pueda convertirse en un gran jardín, en manos de un jardinero sensible. El estudiado descuido de la terraza permite el disfrute sedante del espacio, propio para la reflexión, la meditación y la contemplación, tan necesarios hoy en día. Claudia Uribe Touri.
Bogotá. Tanto la terraza con su vista al lago como el desfiladero de entrada serían capaces de producir sentimientos de euforia entre los admiradores de esa pieza maestra del cine que se llama El jardín de los Fizzi-Contini. Los dos ilustran también el principio de que no hay espacio, por pequeño o restringido que sea, que no pueda convertirse en un gran jardín, en manos de un jardinero sensible. El estudiado descuido de la terraza permite el disfrute sedante del espacio, propio para la reflexión, la meditación y la contemplación, tan necesarios hoy en día. Claudia Uribe Touri.
Tenjo, Cundinamarca. El herbaceus border, o borde herbáceo, es característico de la tradición del jardín inglés, y aquí se aprecia creciendo en todo su esplendor en la sabana de Bogotá. Afinidad de clima, afinidad de forma. Toda la variedad de tamaño, de textura, de color, de floración y de follaje, que son requisito en un buen borde herbáceo, tal como lo define Christopher Lloyd en su clásico The Well Tempered Garden, se encuentran aquí presentes, lo que denota la mano de un jardinero culto y hábil. Claudia Uribe Touri.
La Caro, Cundinamarca. Si algún jardín ha sabido guardar la simplicidad y sencillez del pasado y ser fiel a sus raíces, ha sido sin duda éste. Se puede dejar de visitar Fusca por años y, al regresar, todo está igual, como si hubiera sido ayer. Virtud que se hace día a día más rara en esta época de cambio acelerado. Por eso, conserva vivas todas sus leyendas y todos sus fantasmas intactos. Claudia Uribe Touri.
Chía, Cundinamarca. Un jardín a gran escala, de gran simplicidad formal, basado en la contraposición geométrica de grandes agrupaciones de plantas pertenecientes a unas pocas especies, de colores sutilmente combinados. Claudia Uribe Touri.
Chía, Cundinamarca. Un jardín a gran escala, de gran simplicidad formal, basado en la contraposición geométrica de grandes agrupaciones de plantas pertenecientes a unas pocas especies, de colores sutilmente combinados. Claudia Uribe Touri.
Chía, Cundinamarca. Un jardín a gran escala, de gran simplicidad formal, basado en la contraposición geométrica de grandes agrupaciones de plantas pertenecientes a unas pocas especies, de colores sutilmente combinados. Claudia Uribe Touri.
Chía, Cundinamarca. Abeto, ciprés, tejo, enebro, tuya, tsuga, picea: nombres sonoros y extraños a nuestra experiencia, pues aquí todos se engloban en uno solo, genérico: pino. Son las coníferas del hemisferio norte, que conforman esta bellísima colección que, en combinación con los sauces y eucaliptos de la sabana, contraponen su rica gama de verdes y sus apretadas y austeras formas al torrente de color de los buganviles, que, a pesar de ser más propios de los climas medios y cálidos, es aquí, en el frío de la sabana, donde alcanzan la mayor y más espectacular saturación de color (Aunque sólo la variedad magenta). El conjunto es original e inesperado. La experiencia para quien tiene la fortuna de contemplarlo es inolvidable. Claudia Uribe Touri.
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Texto de: Juan Gustavo Cobo Borda
Entro al jardín. Allí siento el picante aroma de los pinos y la densa ofrenda del magnolio con sus oscuras hojas brillantes de gotas de agua. Ese gigante cáliz vegetal suavizándose en el raso de sus hostias blancas. El jardín, pausa verde entre las duras realidades de ladrillo rojo.
Mi tarea, cuando niño, en la calle 93 de Bogotá, era regar el jardín, a la caída de la tarde. Simétrica teoría de las margaritas. Montículos armados de compactos amarantos. Un Japón pueril desbordándose por la feracidad irreprimible de estas húmedas mesetas andinas. Pronto los contornos se esfuman y todo es apenas una masa tachonada de blancos, de azules, de rosas. De tonos terrestres de altiplano o violeta o magenta. El ocre o el azul ultramarino, de montañas que la luz última sumerge en la liquidez transparente de su atmósfera. No he salido de aquel jardín. Sus límites, infinitos, constituyen mi mundo. Quiero volver a entrar en aquel jardín.
Un jardín que sea como el Jardín que Octavio Paz nos cuenta en su poema de tal título:
Nubes a la deriva, continentes sonámbulos, países sin substancia ni peso, geografías dibujadas por el sol y borradas por el viento. Cuatro muros de adobe. Buganvillas en sus llamas pacíficas mis ojos se bañan. Pasa el aire entre murmullos de follajes y yerbas de rodillas. El heliotropo con morados pasos cruza envuelto en su aroma. Hay un profeta el fresno y un meditabundo el pino. El jardín es pequeño, el cielo inmenso. Verdor sobreviviente en mis escombros en mis ojos te miras y te tocas, te conoces en mí y en mí te piensas, en mí duras y en mí te desvaneces.
Un jardín es un cuerpo vivo, que recorremos con asombro. Lo definen la vista, el tacto, un aroma inconfundible, una hierba que se nos enreda en la botamanga del pantalN. Como Dafne, el jardín quiere atraparnos.
Y sobre todo, la certeza corporal de estar envueltos en una matriz universal la naturaleza misma. Cuando hace frío, con calidez de invernadero. Cuando hace calor, con caricia de brisa recién bañada. En el jardín volvemos a vivir. Respiramos distendidos y acordes con el ritmo de los pies, al caminar. Con la música de la mente, al sentarnos, y mirar en torno nuestro. Escuchamos, en todo cuanto se mueve, nuestra propia voz rimando con el mundo. En el jardín la paz no nos adormece. Aguza, por el contrario, la sensibilidad, al máximo. Incluso en el bordoneo de los insectos, en la duermevela. En el canto del pájaro, cuando nos despierta. En el perenne rumor de su fuente, que viene desde Córdoba y Granada, venciendo al desierto, atraviesa el Atlántico y aquí continúa, en la Casa de Huéspedes en Cartagena. El mismo fluir a la vez cantarino y sabio. Senen Simancas Zabaleta, nativo de Rocha, cerca de Arjona, me habla de los jardines de la Costa. Me dice cómo, sobre la aridez del caracolejo de mar, se aplicó la zahorra de Turbaco; y sobre ella fue creciendo, al lado del reflujo sempiterno del mar, el plumaje de la lluvia de fuego, el chorrillo, el coral rosado, el bonche variado, el croto común, el azahar de la India, con sus pepitas rojas, la flor de La Habana y el mangle, y la cariza, con saborcito marroso que se la comen las iguanas.
Y allí detrás, como telón de fondo, robles y almendros, palma areca y caucho para que a sus pies se extienda la alfombra verde del esparro y los cortejos con su timidez violeta. Hay un jardín real y un jardín imaginario en ambos moramos. El jardín de la costa caribe colombiana y el jardín que tejen las palabras. Un jardín es tan sólo un lenguaje que habla. Que dice palabras tan irreversibles y hermosas como el acanto, de color hueso, o musaenda, con su delicada y sugerente insinuación de gasa al flotar en el viento. De cuadro de Claude Monet (Mujer con parasol) donde mujer y sombrillas se envuelven entre los círculos blancos y la hierba hierve firme a sus pies al sostener todo un mundo que levita cintelleante. Esa mirada de niño en que arden todos los colores. Así la vio Alejandra Pizarnik en su poema Niña en el Jardín.
Un claro en un jardín oscuro o un pequeño espacio de luz entre hojas negras. Allí estoy yo, dueña de mis cuatro años, señora de los pájaros celestes y de los pájaros rojos. Al más hermoso le digo:
Te voy a regalar a no sé quién. Cómo sabes que le gustaré dice. Voy a regalarte digo. Nunca tendrás a quien regalar un pájaro dice el pájaro.
Allí también, en la costa, un jardín poblado de pájaros negro azabache. Las María Mulatas que llenan la atmósfera, saturan el oído y superan, en intensidad cromática, las flores de pronto pálidas, la vegetación mustia ante el desafuero incandescente con que las aves tejen ramas de música, lianas de sonidos armónicamente desgranados. Este concierto arrebatado supera los lenguajes vegetales. Todo el ámbito comienza a mecerse en su vaivén enfervorizado el sonido va de rama en rama. Entre la maleza teje su pentagrama.
Por ello, en la costa, también las enredaderas suspiran y abren sus pulmones al mismo compás con que la brisa bate el óleo espeso del mar. La contenida respiración del artista antes de aplicar un nuevo color para fijar, en vano, el aliento del mundo. Cómo pintar un jardín con palabras.
Desde su balcón, frente a la bahía, y arrebatado por nubes de luz que seducen la vista hasta perderla en su luminosidad devoradora, Jorge Elías Triana, a punto de ser operado de cataratas, pinta caballos azules y montañas naranjas. Los mismos de Gauguin. Los mismos de su Tolima natal. De Tolima a Cartagena, Colombia es aquel país donde el verde es de todos los colores.
La pintura no compite con la naturaleza. Crea otra naturaleza, más asible y compacta. El territorio infinito del cuadro, que tampoco podemos resumir. Hay tantas flores, tantos pintores, y las palabras no alcanzan. Por ello vuelvo a encerrarme en mi propio jardín. Paseo por la mente, donde sólo subsisten un árbol y una piedra. Un banco y una fuente. Pero lo decisivo de todo jardín no es nunca su centro. Son las esquinas y los márgenes allí está la clave. Allí se conservan nuestros secretos más preciados. En la cueva vegetal oficiamos las ceremonias de la soledad y el diálogo.
Fumar a escondidas. Leer un libro. Quietos en el jardín, viajamos por todas partes. Ya no vamos, deambulantes, de la fuente al almácigo de las rosas. De la llave de agua de la manguera a las rejas que aíslan de la calle. Basta con inhalar, pituitaria memoriosa, un perfume salado. Una proximidad de ola para que estalle la pregunta insondable no saber quiénes somos ni de cuál país en realidad formamos parte. La patria es un aroma. El Caribe Los Andes Somos ciudadanos del jardín por antonomasia. El Jardín de la Infancia.
En el jardín nos refugiamos para redescubrir la naturaleza, perdida afuera. A medida que los edificios avanzan implacables, nos escapamos hacia pequeños reductos aislados del mundo por tapias y llaves. El jardín interior, tan secreto y pudoroso como la intimidad preservada de toda ajena mirada.
Así Yolanda Pupo de Mogollón recuerda, con fina nostalgia, cómo antes todos los patios cartageneros se ofrecían generosos al transeúnte. Quienes los habitaban jamás pretendieron ocultar nada vivían y comían a la vista y luego sacaban las mecedoras al porche para ver y ser vistos. Lo primero que se vislumbraba, al fondo, era el patio con el árbol clavado en el centro o recostándose a los flancos. Ahora hay que intuir, más que atisbar, en los descuidos de algún portero receloso, ese espacio cerrado. Donde el almazarrón, color rojo hierro oxidado, de viejos muros, sirve de lienzo para que allí se dibujen erguidos gingers. O, mejor aún, esos bastones de emperador cuyas mazorcas de cera señalan la dignidad altiva de la naturaleza que marca matices y contrastes, entre rojo y rojo, y vence cualquier encierro. Rodeados de aves de paraíso, vuelan libres nuestra mirada las atrapó y ya las llevamos con nosotros, como una antorcha que aún arde, en el espesor de sus llamas naranja.
Más que jardín, patio. Donde veraneras y alstroemerias danzan en torno al árbol frutal del centro un mango, por ejemplo con sus frutos aún biches que ya atraen la música de las mariposas, no forzosamente amarillas, libando ebrias. Zumbando de deseo.
Como lo dijo Lía Rosa Gálvez en su poema Siesta:
En el aire tibio, una mariposa blanca. Zumban las abejas entre las lilas del jardín. Denso, el perfume de los jazmines entra por la ventana y me embriaga.
Teoría del jardín. Para mirar, para caminar, para perderse y encontrarse. El paraíso fue un jardín. Jardín de los placeres o jardín de los suplicios. El jardín es el cuadrado imaginario donde todos los juegos resultan factibles. Me escondo entre los arbustos. Me cito con una fantasía prohibida. Encerrado en el jardín, carezco de fronteras. Siempre hay un jardín más allá. Por ello el niño que riega un árbol, en la película de Tarkovski, está inaugurando su jardín. Raíces en la tierra y la mente dando vueltas, entre nubes y hojas. Un jardín del cual no seremos expulsados, pues la tierra es nuestra y reclama su cuidado.
El tiempo no cuenta en el jardín. Caen las horas, una tras otra, como hojas secas. Al pisarlas, crujen y se hunden de nuevo en la tierra, abonándola. Renovándola. El jardín nos enseña a vivir y a morir. A impedir que en un año de descuido las raíces cuarteen los muros y la selva pujante entreteja, de nuevo, sus nudos, sobre el perenne intento humano de crear obras a su imagen y semejanza, que, al superarlo, intenten la trascendencia, y luego desfallezcan, caídas en la nada.
Los imperios terminan convertidos en ruinas. Sobre ellas un jardín salvaje. Una selva que sacude su melena, el viento, y recobra su poderío irrefrenable. Así las rosadas flores de ocobo extendidas en su horizontal soberanía sobre un mundo que sin lugar a dudas les pertenece, antes, ahora y siempre. Sólo que el hombre insiste en trazar su jardín. Ese contorno que, como la estatua y el poema, se abre, perdido, en la receptividad de unos ojos; y luego se recobra, cerrado, a la espera de nuevos visitantes, que balbucean a solas las palabras que les dicta el jardín de formas y de frases. Canciones que sólo tienen el sentido que les brinda, de a poco, la misma melodía. Tarareo el jardín y de golpe, vacío del todo, sólo queda la planta emblemática. La que siempre amé un bambú. Esbelta resistencia inclinándose ante lo innecesario y resurgiendo erguida ante el también vano tiempo que pasa.
El amarillo de la caña jalonada de anillos. Y el parloteo de todas esas hojillas chismosas, con su locuacidad incesante, que capta cualquier rumor, bulo o infundio, transmitido por el viento, el cual siempre retorna con noticias frescas. El bambú triunfa sobre todo cuanto lo rodea. Alza su cetro gentil. Quiero trazar un bambú, visto y no visto, en el valle del Cauca, hacia la hacienda Piedechinche, rumbo a la casona donde María y Efraín aún viven su idilio. Aquí copiaré con el mismo cuidado de un escolar al hacer su pulcra tarea, en tinta, los nombres de las plantas aparecidas en la novela de Jorge Isaacs.
Písamos e higuerones; rosales y naranjos; violetas, lirios y azucenas; guaduales y sauces; claveles y campanillas moradas de río, pomarrosos y azahares; guayabales y piñuelas, iracales, parásitas, maizales y yarumos; cañas amarillas, magueyes y guabos churimos. Todo suena. Todo sueña. La naturaleza es un poema. Va más allá de quien redactó este catálogo. Pero el jardín también asciende, río arriba, montaña en lo alto, hacia las tierras medias de Quindío y Armenia donde cámbulos y gualandayes prolongan la poesía de Alvaro Mutis, en ese Tolima donde la palma de cera asciende recta y el iguá envuelve el aire entre sus hojas. Donde besitos y azaleas van creando un pequeño mundo de casona florecida desde la chambrana y de la cual nadie puede desligarse. Allí Alvaro Mutis escribió:
Jardín cerrado al tiempo y al uso de los hombres. Intacta, libre, en generoso desorden su materia vegetal invade avenidas y fuentes y altos muros. Hace años cegó rejas, puertas y ventanas y calló para siempre todo ajeno sonido. Un tibio aliento lo recorre y sólo la voz perpetua del agua y algún leve y ciego crujido vegetal lo puebla de ecos familiares. Allí, tal vez, quede memoria de lo que fuiste un día. Allí, tal vez, cierta nocturna sombra de humedad y asombro diga de un nombre, un simple nombre que reina todavía en el clausurado espacio que imagino para rescatar del olvido nuestra fábula.
Por más que hayan tumbado los guamos para el sombrío del café éstos subsisten copudos y protectores del mismo modo que incluso, sin haber tenido casa con patio y en el patio un brevo, hay un parpadeo genético que nos transmite su sabor y su aroma, desde una Colombia que nuestros hijos urbanos no conocen pero que estas líneas buscan transmitirles con su dulce densidad azucarada y el rumor que desde allí nos acompaña. El jardín es ese fruto prohibido que entre todos saboreamos. Como dice Clara Botero, quien ha visto crecer la batatilla en una bacinilla oxidada siempre la llevará consigo, por más que pase quince años en Madrid o en Nueva York.
Jardines de Cali, según recuerda Marcela Quijano, donde cintas y chifleras, ficus y platanillo, suinglia y cecilitas, mantienen en ese clima medio la incomparable riqueza natural que toda Colombia debe preservar como su signo por antonomasia. Donde jazmines y azulinas, en su ramillete, compiten, armNicos, con esa flor roja y grande que bien pudiéramos usar como flor emblemática El Resucitado. Colombia resurge, viva y plena, por cualquiera de sus puntos cardinales.
Pero vuelvo siempre a mi jardín bogotano. Donde el sietecueros se esponja en la belleza rotunda de sus flores moradas y petunias y pensamientos viven en esa atemperada y sin embargo vivaz gama que entre el blanco y el amarillo nunca deja de lanzar su profunda nota grave. Tan intensa casi como la mora de Castilla, apretada a fuerza de color en los globulillos que estallan, sápidos para el paladar y armNicos para la vista, cual panal jugoso. Ese jardín bogotano con su diálogo de contrastes entre la perfecta blancura formal del cartucho y la proliferante masa de fuertes ramas de los geranios. En cada parcela de nuestro territorio esa fuerza grávida brindándonos la variedad de una belleza que no cesa.
En mi pequeño jardín imaginario, y a la vez tan real como la escritura, el mirto comparte con el bambú la preferencia. Quizá porque tanto el uno como el otro señalan una dirección. Elástico uno, rígido el otro, con sus pepas rojas y verdes, el destino de estar allí, nunca en primer plano, siempre mostrando las dimensiones del espacio que nos cobija. El jardín prisión asumida. De la infancia nunca nos escapamos. Del jardín tampoco. Reivindiquemos el jardín, nuestra auténtica patria.
Si uno le pregunta a una costeña qué recuerda del jardín de su casa, o, en otras palabras, qué sobrevive de su infancia, mencionará un trupillo, siempre inclinado en la dirección del viento, y un seto de coralito, que sustituye las paredes y marca los límites. Tal cuadrado mágico con su veleta de dirección para orientarnos tendrá también un eje, Axis Mundi, que marca el centro. Las señoras nunca comprarían una fruta en el mercado pues el árbol de mango, papayo o caimito valorizaba la casa y se erguía en el centro del jardín patio al combinar lo gratuito con lo útil, el desinteresado don de la naturaleza con el disfrute de sus bienes. No sólo de contemplar la naturaleza vive el hombre También de morderla y gustarla.
De igual forma, en Bogotá, Gabriela Arciniegas recorre el jardín como una antigua musa que al pronunciar las palabras claves logra que broten, indiferenciadas dentro del entrelazado verdor, cada una de las individualidades que parece imposible distinguir y que luego, en lo peculiar de su aroma, en la diferencia redonda o aguzada de su contorno, en el contraste, matizado y sin embargo total, del lila al blanco de sus flores, comienzan a vivir, no como una planta sino como un aroma. El gusto aromático de una infusión gracias a la cual nos bebemos todo un jardín, literalmente consustanciados con él, en una garganta que inhala tierra y la devuelve convertida en lenguaje:
Romero
Reseda
Alhucema
Jazmín
Heliotropo
Diosme
La poesía, jardín donde sembramos palabras y esperamos verlas florecer en los ojos del lector. Por ello recorrer Colombia, del mar a la montaña, de la costa al interior, es recorrer una enciclopedia de incesante magia coloreada. De manos que cuidan la belleza y aires que se purifican en perfumes y fragancias. De plantas que nos anonadan, en su esplendor, o nos acompañan, como fieles compañeros de andanzas. El Jardín esa mujer que ofrece la manzana. Ahora riego el jardín con estas palabras. Quiero ser fiel a esa belleza que no nos falla. La del jardín de la infancia, memoria que se expande. Vivo en un jardín perenne la palabra.
#AmorPorColombia
Jardin de palabras
Madrid, Cundinamarca. La construcción de la vía hizo necesario realizar un corte en la ladera de la colina, el que, abandonado a su suerte, se hubiese podido convertir en un lunar en el paisaje. La solución adoptada –una de varias posibles– se destaca por la notable economía en el lenguaje botánico y cromático y por la sorprendente riqueza formal y paisajística resultante. Las curvas paralelas del terraceado en piedra, resaltadas por el hermoso colorido monocromático del geranio hiedra, acompañan y prestan magnificencia a la amplia curvatura de la vía. Claudia Uribe Touri.
Medellín, Antioquia. La penumbra del corredor, elemento característico de unión entre el jardín y la casa de clima medio, contrasta con la luminosidad del jardín. Con una notable sobriedad en el manejo del color y el énfasis puesto en los contrastes de texturas y tonalidades del verde, se ha logrado captar aquí un vivo ejemplo de la riqueza de los ecosistemas del neotrópico americano. Claudia Uribe Touri.
Sogamoso, Boyacá. Este entrañable exponente del legado arquitectónico adquiere realce por medio del contraste entre el blanco enjalbegado de sus muros y el vibrante rojo del holly norteamericano. Al fondo se destaca el verde neutro del pino canadiense, el urapán chino y el eucalipto australiano. En primer plano un retamo español, arbusto que se ha hecho subespontáneo en regiones de clima frío. En este ambiente cosmopolita, el humilde pimiento boyacense se empina al frente de la torre añeja y el cachaco repta al pie de la tapia buscando un rayo de sol para lucir sus flores. Esta composición botánica en la que priman los ejemplares exóticos (término que, tanto en botánica como en simple castellano, significa extranjero, de origen extraño, y no raro, de forma extraña), se ha convertido en típica del altiplano cundiboyacense, donde el uso de las especies nativas constituye la excepción y no la regla. Dijo Enrique Pérez Arbeláez, sabio fundador del Jardín Botánico de Bogotá: “La ignorancia en aspectos claves de la fitogeografía es la que nos lleva a vestir con plumas ajenas, para eventual sonrojo.” Claudia Uribe Touri.
Bogotá. El flamígero holly parece abrir sus fauces para engullir al eventual caminante que ose subir la escalera. Al fondo, la silueta adusta del pino y, abajo, la suavidad del manto de la Virgen y los geranios. Interesante contraste, poco usual en el verde y monótono altiplano. Claudia Uribe Touri.
Museo El Chicó, Bogotá. C omo en otras latitudes, también aquí los principales jardines de las residencias de antaño han pasado a ser parques de uso público, con lo cual se han podido salvar de la desaparición y se han conservado para la comunidad sus valores artísticos, paisajísticos y ambientales. Claudia Uribe Touri.
Cali, Valle del Cauca. A la clara composición formal de este rincón habría que añadir la acertada selección de las especies y el adecuado y esmerado cultivo, todo lo cual hace de éste un ejemplo digno de estudiarse. El delicado balance entre la luz y la sombra permite que cada una de las especies de orquídeas, bromelias y anturios, típicas de la flora nativa del neotrópico, tanto epífitas como terrestres, encuentren su nicho adecuado. Estas son plantas tolerantes en varios aspectos pero muy exigentes en cuanto a la intensidad lumínica. Un exceso de ella podría quemar de manera irreparable y en pocas horas el follaje, mientras que un sombrío excesivo produciría plantas enfermizas, sin floración, susceptibles a los ataques de enfermedades criptógamas. La salud de que goza todo el ecosistema del jardín es evidente en el colorido y la fortaleza del follaje. Claudia Uribe Touri.
Bogotá. E l patio, introvertido, junto con el corredor perimetral, extrovertido, son los dos elementos arquitectónicos más persistentes y arraigados en la arquitectura de todas las regiones y todas las clases sociales en Colombia. En este apacible patio, de origen árabe, se perciben fuertes nexos formales con la estética japonesa. Adviértase el ritmo y sencillez de los elementos arquitectónicos, la naturalidad de los materiales, y la importancia que adquiere dentro de la composición cada una de las pocas plantas y de los escasos objetos que forman el conjunto. Notable ejemplo que ilustra la máxima del movimiento modernista en la arquitectura: “Menos es más.” Claudia Uribe Touri.
Tabio, Cundinamarca. Son frecuentes en nuestro país los jardines que, con notable economía de elementos, logran conjuntos de elevado valor estético y fácil conservación, gracias al adecuado equilibrio de los componentes que evita interferencias entre sus necesidades vitales. Claudia Uribe Touri.
Quinta de Bolívar, Bogotá. Siglo y medio ha transcurrido desde que el Libertador y doña Manuela se marcharon, pero su presencia aún se siente en muchos de los rincones de este privilegiado jardín, bañado, entonces como hoy, por las límpidas aguas del arroyo que baja cantando de los cerros (cuando el verano se lo permite). Los nogales que últimamente han caído en algunas zonas, derrotados por los años, han dado paso a unos jardines soleados, de coloridas platabandas, más risueños, pero también más banales, menos íntimos, menos señoriales, en los que ya es difícil percibir las presencias tutelares. Claudia Uribe Touri.
Quinta de Bolívar, Bogotá. Siglo y medio ha transcurrido desde que el Libertador y doña Manuela se marcharon, pero su presencia aún se siente en muchos de los rincones de este privilegiado jardín, bañado, entonces como hoy, por las límpidas aguas del arroyo que baja cantando de los cerros (cuando el verano se lo permite). Los nogales que últimamente han caído en algunas zonas, derrotados por los años, han dado paso a unos jardines soleados, de coloridas platabandas, más risueños, pero también más banales, menos íntimos, menos señoriales, en los que ya es difícil percibir las presencias tutelares. Claudia Uribe Touri.
Quinta de Bolívar, Bogotá. Aquellos sectores del jardín que aún conservan algo del sabor del pasado, evocan épocas de gloria o duros y prolongados abandonos; el tranquilo discurrir del diario vivir o ruidosos jolgorios, como el que llevó a cabo un grupo de amigos del Libertador el 28 de octubre de 1828, día de San Simón. El Libertador no asistió a este homenaje. “La fiesta presentaba el aspecto más bello, en que todo era bullicio, alegría y movimiento. En las colinas, grupos de danzantes bailaban al compás de la banda del batallón; otros se bañaban en el río, y todos comían y bebían sin tasa, sin pensar en otra cosa sino en que ese rato de solaz se lo debían a Bolívar, su idolatrado Libertador.” Es la descripción de Cordovez Moure. Claudia Uribe Touri.
Museo El Chicó, Bogotá. L a palma siempre ha sido simbólica de la vegetación tropical de climas cálidos. La excepción es la palma de cera del Quindío, que tanto impresionó a Humboldt y otros viajeros menos famosos en unos siglos en que el hombre aún conservaba la capacidad de maravillarse, al verla en agrupaciones gigantescas en el paso de La Línea, a más de 3.000 metros de altura. Su estípite blanco con anillos negros, de más de 60 metros de altura, sobresalía con facilidad por encima del dosel del bosque, como sobresalen las palmas de este jardín. La palma de la cera es no sólo la especie que crece a mayor altura sobre el nivel del mar, sino también la que alcanza una mayor talla en el mundo. No es extraño, entonces, que el Congreso de la República, en su sabiduría, la haya declarado árbol nacional de Colombia, aun sin serlo, pues la característica botánica de un árbol es que posee un tronco leñoso, mientras que el estípite de las palmas está formado por una solidificación de los pecíolos de las hojas, por lo cual las palmas se clasifican como plantas herbáceas, a pesar de su gran tamaño. Claudia Uribe Touri.
Museo El Chicó, Bogotá. L a palma siempre ha sido simbólica de la vegetación tropical de climas cálidos. La excepción es la palma de cera del Quindío, que tanto impresionó a Humboldt y otros viajeros menos famosos en unos siglos en que el hombre aún conservaba la capacidad de maravillarse, al verla en agrupaciones gigantescas en el paso de La Línea, a más de 3.000 metros de altura. Su estípite blanco con anillos negros, de más de 60 metros de altura, sobresalía con facilidad por encima del dosel del bosque, como sobresalen las palmas de este jardín. La palma de la cera es no sólo la especie que crece a mayor altura sobre el nivel del mar, sino también la que alcanza una mayor talla en el mundo. No es extraño, entonces, que el Congreso de la República, en su sabiduría, la haya declarado árbol nacional de Colombia, aun sin serlo, pues la característica botánica de un árbol es que posee un tronco leñoso, mientras que el estípite de las palmas está formado por una solidificación de los pecíolos de las hojas, por lo cual las palmas se clasifican como plantas herbáceas, a pesar de su gran tamaño. Claudia Uribe Touri.
Museo El Chicó, Bogotá. A la manera de la Alhambra, este jardín recibe las aguas de la quebrada a su llegada a la ciudad y las utiliza sabiamente en estanques, cascadas, pilas, albercas, acequias, que alegran y llenan de vida todos los rincones del jardín y del patio central de la casa. Aquí y allá, se destacan los estípites majestuosos de la palma de la cera, orgullo de estos jardines. Claudia Uribe Touri.
Instituto de Cultura y Turismo, Bogotá. Las más acaudaladas e importantes familias bogotanas habitaban en casa de dos pisos. El segundo piso era símbolo de status. En estas casas el patio cumplía una función diferente al de las casas más modestas de un solo piso. En el nivel de la calle solamente se encontraban locales comerciales y dependencias de servicio. La casa propiamente dicha ocupaba el segundo piso. Debido a esta circunstancia, el patio y su vegetación eran para ser apreciados desde los corredores y aposentos del segundo piso pero no constituían un espacio de uso cotidiano, como sí sucedía en la casa de un piso. Los habitantes de estas casonas solían instalar grupos de muebles cerca a las ventanas y balcones del segundo piso que miraban al exterior, y la contemplación de la actividad callejera, tras el velo protector de los visillos, reemplazaba el disfrute privado del patio. Claudia Uribe Touri.
Casa Rafael Pombo, Bogotá. Las más acaudaladas e importantes familias bogotanas habitaban en casa de dos pisos. El segundo piso era símbolo de status. En estas casas el patio cumplía una función diferente al de las casas más modestas de un solo piso. En el nivel de la calle solamente se encontraban locales comerciales y dependencias de servicio. La casa propiamente dicha ocupaba el segundo piso. Debido a esta circunstancia, el patio y su vegetación eran para ser apreciados desde los corredores y aposentos del segundo piso pero no constituían un espacio de uso cotidiano, como sí sucedía en la casa de un piso. Los habitantes de estas casonas solían instalar grupos de muebles cerca a las ventanas y balcones del segundo piso que miraban al exterior, y la contemplación de la actividad callejera, tras el velo protector de los visillos, reemplazaba el disfrute privado del patio. Claudia Uribe Touri.
Palacio de Nariño, Bogotá. E n una casa cuyo inquilino cambia cada cuatro años, los jardines pugnan por adquirir una personalidad y un carácter propios. Se destacan, no obstante, el ingenuo volumen del Observatorio Astronómico y el más pomposo del Palacio Echeverri, que enmarcan el jardín por el Norte y el Occidente, respectivamente. Claudia Uribe Touri.
Palacio de Nariño, Bogotá. En una casa cuyo inquilino cambia cada cuatro años, los jardines pugnan por adquirir una personalidad y un carácter propios. Se destacan, no obstante, el ingenuo volumen del Observatorio Astronómico y el más pomposo del Palacio Echeverri, que enmarcan el jardín por el Norte y el Occidente, respectivamente. Claudia Uribe Touri.
Palacio de Nariño, Bogotá. En una casa cuyo inquilino cambia cada cuatro años, los jardines pugnan por adquirir una personalidad y un carácter propios. Se destacan, no obstante, el ingenuo volumen del Observatorio Astronómico y el más pomposo del Palacio Echeverri, que enmarcan el jardín por el Norte y el Occidente, respectivamente. Claudia Uribe Touri.
Chía, Cundinamarca. Según su ubicación, cada jardín botánico tiene a su cargo el estudio y divulgación de la flora de su área. El Jardín Botánico de Bogotá, por encontrarse situado a 2.600 m. de altura en la cordillera de los Andes, es el único que contiene las asociaciones de la flora alto-andina en sus condiciones naturales. La cascada ha sido construida a fin de crear el ambiente propio para el cultivo de estas especies. Todo aficionado a la jardinería que trabaje en el altiplano cundiboyacense, o en otro lugar de clima similar, debe visitar el jardín y estudiar sus colecciones. Claudia Uribe Touri.
Palacio de San Carlos, Bogotá. Desde 1828, cuando el Libertador instaló allí su residencia y sus despachos, hasta 1982, el Palacio de San Carlos fue sede oficial de los presidentes de Colombia. En su origen fue una amplia residencia particular, en 1605 albergó el Seminario, en 1774 funcionó allí una parte de la Real Biblioteca, en 1783 fue cuartel militar. Hoy es la sede de la Cancillería. Del patio principal se puede destacar la pila, de líneas sobrias y precisas. En el segundo patio sobresale la palma de cera, sembrada por el mismo Bolívar. Es fama que cuando el Libertador manifestó a su edecán el deseo de hacerlo, éste quiso disuadirlo con el argumento de que su crecimiento era extremadamente lento y que tomaría más de cien años su completo desarrollo. “Entonces hay que plantarla cuanto antes”, fue la tajante respuesta de Bolívar. Claudia Uribe Touri.
Bogotá. “Después de tantas y de tan pequeñas cosas, / busca el espíritu mejores aires, mejores aires,” decía Gaspar en su Relato. Como los que se pueden respirar en este jardín, enclavado en pleno centro de la urbe. Las plantas, nativas o exóticas, seleccionadas con gran sensibilidad, se adaptan al nicho que deben ocupar con tal perfección que parecería que estuviesen en su medio natural. El conjunto es de una gran variedad, pero a la vez sereno y amable. Con una relativa economía florística se ha logrado un gran acierto formal y ambiental. Claudia Uribe Touri.
Bogotá. “Después de tantas y de tan pequeñas cosas, / busca el espíritu mejores aires, mejores aires,” decía Gaspar en su Relato. Como los que se pueden respirar en este jardín, enclavado en pleno centro de la urbe. Las plantas, nativas o exóticas, seleccionadas con gran sensibilidad, se adaptan al nicho que deben ocupar con tal perfección que parecería que estuviesen en su medio natural. El conjunto es de una gran variedad, pero a la vez sereno y amable. Con una relativa economía florística se ha logrado un gran acierto formal y ambiental. Claudia Uribe Touri.
Bogotá. “Después de tantas y de tan pequeñas cosas, / busca el espíritu mejores aires, mejores aires,” decía Gaspar en su Relato. Como los que se pueden respirar en este jardín, enclavado en pleno centro de la urbe. Las plantas, nativas o exóticas, seleccionadas con gran sensibilidad, se adaptan al nicho que deben ocupar con tal perfección que parecería que estuviesen en su medio natural. El conjunto es de una gran variedad, pero a la vez sereno y amable. Con una relativa economía florística se ha logrado un gran acierto formal y ambiental. Claudia Uribe Touri.
Bogotá. El agua, en su incesante deambular hacia los lugares bajos, es el gran aliado del paisajista. Por milenios ha ejercido sobre el hombre su fascinación óptica y sonora, en la naturaleza y en los jardines. Estos dos raros ejemplos de jardines colombianos de diseño meticuloso ilustran dos principios compositivos diferentes: el de la izquierda, basado en un eje frontal, produce un efecto artificial y grandilocuente, que, no obstante, no intimida a los cisnes pétreos que se zambullen gozosos en sus aguas. El de la derecha, por el contrario, utiliza un eje de simetría diagonal que, trabajado con gran sutileza, produce una grata sensación de espacio natural. El tiempo, que todo lo pone en su lugar, se encargará de vestir las rocas con verdaderos musgos, helechos y otras plantas propias del ecosistema que con tanta habilidad se ha creado, y no faltarán las aves de pluma que encontrarán aquí el medio propicio para afincar sus nidos y criar sus polluelos. Claudia Uribe Touri.
Bogotá. El agua, en su incesante deambular hacia los lugares bajos, es el gran aliado del paisajista. Por milenios ha ejercido sobre el hombre su fascinación óptica y sonora, en la naturaleza y en los jardines. Estos dos raros ejemplos de jardines colombianos de diseño meticuloso ilustran dos principios compositivos diferentes: el de la izquierda, basado en un eje frontal, produce un efecto artificial y grandilocuente, que, no obstante, no intimida a los cisnes pétreos que se zambullen gozosos en sus aguas. El de la derecha, por el contrario, utiliza un eje de simetría diagonal que, trabajado con gran sutileza, produce una grata sensación de espacio natural. El tiempo, que todo lo pone en su lugar, se encargará de vestir las rocas con verdaderos musgos, helechos y otras plantas propias del ecosistema que con tanta habilidad se ha creado, y no faltarán las aves de pluma que encontrarán aquí el medio propicio para afincar sus nidos y criar sus polluelos. Claudia Uribe Touri.
Bogotá. Tanto la terraza con su vista al lago como el desfiladero de entrada serían capaces de producir sentimientos de euforia entre los admiradores de esa pieza maestra del cine que se llama El jardín de los Fizzi-Contini. Los dos ilustran también el principio de que no hay espacio, por pequeño o restringido que sea, que no pueda convertirse en un gran jardín, en manos de un jardinero sensible. El estudiado descuido de la terraza permite el disfrute sedante del espacio, propio para la reflexión, la meditación y la contemplación, tan necesarios hoy en día. Claudia Uribe Touri.
Bogotá. Tanto la terraza con su vista al lago como el desfiladero de entrada serían capaces de producir sentimientos de euforia entre los admiradores de esa pieza maestra del cine que se llama El jardín de los Fizzi-Contini. Los dos ilustran también el principio de que no hay espacio, por pequeño o restringido que sea, que no pueda convertirse en un gran jardín, en manos de un jardinero sensible. El estudiado descuido de la terraza permite el disfrute sedante del espacio, propio para la reflexión, la meditación y la contemplación, tan necesarios hoy en día. Claudia Uribe Touri.
Tenjo, Cundinamarca. El herbaceus border, o borde herbáceo, es característico de la tradición del jardín inglés, y aquí se aprecia creciendo en todo su esplendor en la sabana de Bogotá. Afinidad de clima, afinidad de forma. Toda la variedad de tamaño, de textura, de color, de floración y de follaje, que son requisito en un buen borde herbáceo, tal como lo define Christopher Lloyd en su clásico The Well Tempered Garden, se encuentran aquí presentes, lo que denota la mano de un jardinero culto y hábil. Claudia Uribe Touri.
La Caro, Cundinamarca. Si algún jardín ha sabido guardar la simplicidad y sencillez del pasado y ser fiel a sus raíces, ha sido sin duda éste. Se puede dejar de visitar Fusca por años y, al regresar, todo está igual, como si hubiera sido ayer. Virtud que se hace día a día más rara en esta época de cambio acelerado. Por eso, conserva vivas todas sus leyendas y todos sus fantasmas intactos. Claudia Uribe Touri.
Chía, Cundinamarca. Un jardín a gran escala, de gran simplicidad formal, basado en la contraposición geométrica de grandes agrupaciones de plantas pertenecientes a unas pocas especies, de colores sutilmente combinados. Claudia Uribe Touri.
Chía, Cundinamarca. Un jardín a gran escala, de gran simplicidad formal, basado en la contraposición geométrica de grandes agrupaciones de plantas pertenecientes a unas pocas especies, de colores sutilmente combinados. Claudia Uribe Touri.
Chía, Cundinamarca. Un jardín a gran escala, de gran simplicidad formal, basado en la contraposición geométrica de grandes agrupaciones de plantas pertenecientes a unas pocas especies, de colores sutilmente combinados. Claudia Uribe Touri.
Chía, Cundinamarca. Abeto, ciprés, tejo, enebro, tuya, tsuga, picea: nombres sonoros y extraños a nuestra experiencia, pues aquí todos se engloban en uno solo, genérico: pino. Son las coníferas del hemisferio norte, que conforman esta bellísima colección que, en combinación con los sauces y eucaliptos de la sabana, contraponen su rica gama de verdes y sus apretadas y austeras formas al torrente de color de los buganviles, que, a pesar de ser más propios de los climas medios y cálidos, es aquí, en el frío de la sabana, donde alcanzan la mayor y más espectacular saturación de color (Aunque sólo la variedad magenta). El conjunto es original e inesperado. La experiencia para quien tiene la fortuna de contemplarlo es inolvidable. Claudia Uribe Touri.
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Texto de: Juan Gustavo Cobo Borda
Entro al jardín. Allí siento el picante aroma de los pinos y la densa ofrenda del magnolio con sus oscuras hojas brillantes de gotas de agua. Ese gigante cáliz vegetal suavizándose en el raso de sus hostias blancas. El jardín, pausa verde entre las duras realidades de ladrillo rojo.
Mi tarea, cuando niño, en la calle 93 de Bogotá, era regar el jardín, a la caída de la tarde. Simétrica teoría de las margaritas. Montículos armados de compactos amarantos. Un Japón pueril desbordándose por la feracidad irreprimible de estas húmedas mesetas andinas. Pronto los contornos se esfuman y todo es apenas una masa tachonada de blancos, de azules, de rosas. De tonos terrestres de altiplano o violeta o magenta. El ocre o el azul ultramarino, de montañas que la luz última sumerge en la liquidez transparente de su atmósfera. No he salido de aquel jardín. Sus límites, infinitos, constituyen mi mundo. Quiero volver a entrar en aquel jardín.
Un jardín que sea como el Jardín que Octavio Paz nos cuenta en su poema de tal título:
Nubes a la deriva, continentes sonámbulos, países sin substancia ni peso, geografías dibujadas por el sol y borradas por el viento. Cuatro muros de adobe. Buganvillas en sus llamas pacíficas mis ojos se bañan. Pasa el aire entre murmullos de follajes y yerbas de rodillas. El heliotropo con morados pasos cruza envuelto en su aroma. Hay un profeta el fresno y un meditabundo el pino. El jardín es pequeño, el cielo inmenso. Verdor sobreviviente en mis escombros en mis ojos te miras y te tocas, te conoces en mí y en mí te piensas, en mí duras y en mí te desvaneces.
Un jardín es un cuerpo vivo, que recorremos con asombro. Lo definen la vista, el tacto, un aroma inconfundible, una hierba que se nos enreda en la botamanga del pantalN. Como Dafne, el jardín quiere atraparnos.
Y sobre todo, la certeza corporal de estar envueltos en una matriz universal la naturaleza misma. Cuando hace frío, con calidez de invernadero. Cuando hace calor, con caricia de brisa recién bañada. En el jardín volvemos a vivir. Respiramos distendidos y acordes con el ritmo de los pies, al caminar. Con la música de la mente, al sentarnos, y mirar en torno nuestro. Escuchamos, en todo cuanto se mueve, nuestra propia voz rimando con el mundo. En el jardín la paz no nos adormece. Aguza, por el contrario, la sensibilidad, al máximo. Incluso en el bordoneo de los insectos, en la duermevela. En el canto del pájaro, cuando nos despierta. En el perenne rumor de su fuente, que viene desde Córdoba y Granada, venciendo al desierto, atraviesa el Atlántico y aquí continúa, en la Casa de Huéspedes en Cartagena. El mismo fluir a la vez cantarino y sabio. Senen Simancas Zabaleta, nativo de Rocha, cerca de Arjona, me habla de los jardines de la Costa. Me dice cómo, sobre la aridez del caracolejo de mar, se aplicó la zahorra de Turbaco; y sobre ella fue creciendo, al lado del reflujo sempiterno del mar, el plumaje de la lluvia de fuego, el chorrillo, el coral rosado, el bonche variado, el croto común, el azahar de la India, con sus pepitas rojas, la flor de La Habana y el mangle, y la cariza, con saborcito marroso que se la comen las iguanas.
Y allí detrás, como telón de fondo, robles y almendros, palma areca y caucho para que a sus pies se extienda la alfombra verde del esparro y los cortejos con su timidez violeta. Hay un jardín real y un jardín imaginario en ambos moramos. El jardín de la costa caribe colombiana y el jardín que tejen las palabras. Un jardín es tan sólo un lenguaje que habla. Que dice palabras tan irreversibles y hermosas como el acanto, de color hueso, o musaenda, con su delicada y sugerente insinuación de gasa al flotar en el viento. De cuadro de Claude Monet (Mujer con parasol) donde mujer y sombrillas se envuelven entre los círculos blancos y la hierba hierve firme a sus pies al sostener todo un mundo que levita cintelleante. Esa mirada de niño en que arden todos los colores. Así la vio Alejandra Pizarnik en su poema Niña en el Jardín.
Un claro en un jardín oscuro o un pequeño espacio de luz entre hojas negras. Allí estoy yo, dueña de mis cuatro años, señora de los pájaros celestes y de los pájaros rojos. Al más hermoso le digo:
Te voy a regalar a no sé quién. Cómo sabes que le gustaré dice. Voy a regalarte digo. Nunca tendrás a quien regalar un pájaro dice el pájaro.
Allí también, en la costa, un jardín poblado de pájaros negro azabache. Las María Mulatas que llenan la atmósfera, saturan el oído y superan, en intensidad cromática, las flores de pronto pálidas, la vegetación mustia ante el desafuero incandescente con que las aves tejen ramas de música, lianas de sonidos armónicamente desgranados. Este concierto arrebatado supera los lenguajes vegetales. Todo el ámbito comienza a mecerse en su vaivén enfervorizado el sonido va de rama en rama. Entre la maleza teje su pentagrama.
Por ello, en la costa, también las enredaderas suspiran y abren sus pulmones al mismo compás con que la brisa bate el óleo espeso del mar. La contenida respiración del artista antes de aplicar un nuevo color para fijar, en vano, el aliento del mundo. Cómo pintar un jardín con palabras.
Desde su balcón, frente a la bahía, y arrebatado por nubes de luz que seducen la vista hasta perderla en su luminosidad devoradora, Jorge Elías Triana, a punto de ser operado de cataratas, pinta caballos azules y montañas naranjas. Los mismos de Gauguin. Los mismos de su Tolima natal. De Tolima a Cartagena, Colombia es aquel país donde el verde es de todos los colores.
La pintura no compite con la naturaleza. Crea otra naturaleza, más asible y compacta. El territorio infinito del cuadro, que tampoco podemos resumir. Hay tantas flores, tantos pintores, y las palabras no alcanzan. Por ello vuelvo a encerrarme en mi propio jardín. Paseo por la mente, donde sólo subsisten un árbol y una piedra. Un banco y una fuente. Pero lo decisivo de todo jardín no es nunca su centro. Son las esquinas y los márgenes allí está la clave. Allí se conservan nuestros secretos más preciados. En la cueva vegetal oficiamos las ceremonias de la soledad y el diálogo.
Fumar a escondidas. Leer un libro. Quietos en el jardín, viajamos por todas partes. Ya no vamos, deambulantes, de la fuente al almácigo de las rosas. De la llave de agua de la manguera a las rejas que aíslan de la calle. Basta con inhalar, pituitaria memoriosa, un perfume salado. Una proximidad de ola para que estalle la pregunta insondable no saber quiénes somos ni de cuál país en realidad formamos parte. La patria es un aroma. El Caribe Los Andes Somos ciudadanos del jardín por antonomasia. El Jardín de la Infancia.
En el jardín nos refugiamos para redescubrir la naturaleza, perdida afuera. A medida que los edificios avanzan implacables, nos escapamos hacia pequeños reductos aislados del mundo por tapias y llaves. El jardín interior, tan secreto y pudoroso como la intimidad preservada de toda ajena mirada.
Así Yolanda Pupo de Mogollón recuerda, con fina nostalgia, cómo antes todos los patios cartageneros se ofrecían generosos al transeúnte. Quienes los habitaban jamás pretendieron ocultar nada vivían y comían a la vista y luego sacaban las mecedoras al porche para ver y ser vistos. Lo primero que se vislumbraba, al fondo, era el patio con el árbol clavado en el centro o recostándose a los flancos. Ahora hay que intuir, más que atisbar, en los descuidos de algún portero receloso, ese espacio cerrado. Donde el almazarrón, color rojo hierro oxidado, de viejos muros, sirve de lienzo para que allí se dibujen erguidos gingers. O, mejor aún, esos bastones de emperador cuyas mazorcas de cera señalan la dignidad altiva de la naturaleza que marca matices y contrastes, entre rojo y rojo, y vence cualquier encierro. Rodeados de aves de paraíso, vuelan libres nuestra mirada las atrapó y ya las llevamos con nosotros, como una antorcha que aún arde, en el espesor de sus llamas naranja.
Más que jardín, patio. Donde veraneras y alstroemerias danzan en torno al árbol frutal del centro un mango, por ejemplo con sus frutos aún biches que ya atraen la música de las mariposas, no forzosamente amarillas, libando ebrias. Zumbando de deseo.
Como lo dijo Lía Rosa Gálvez en su poema Siesta:
En el aire tibio, una mariposa blanca. Zumban las abejas entre las lilas del jardín. Denso, el perfume de los jazmines entra por la ventana y me embriaga.
Teoría del jardín. Para mirar, para caminar, para perderse y encontrarse. El paraíso fue un jardín. Jardín de los placeres o jardín de los suplicios. El jardín es el cuadrado imaginario donde todos los juegos resultan factibles. Me escondo entre los arbustos. Me cito con una fantasía prohibida. Encerrado en el jardín, carezco de fronteras. Siempre hay un jardín más allá. Por ello el niño que riega un árbol, en la película de Tarkovski, está inaugurando su jardín. Raíces en la tierra y la mente dando vueltas, entre nubes y hojas. Un jardín del cual no seremos expulsados, pues la tierra es nuestra y reclama su cuidado.
El tiempo no cuenta en el jardín. Caen las horas, una tras otra, como hojas secas. Al pisarlas, crujen y se hunden de nuevo en la tierra, abonándola. Renovándola. El jardín nos enseña a vivir y a morir. A impedir que en un año de descuido las raíces cuarteen los muros y la selva pujante entreteja, de nuevo, sus nudos, sobre el perenne intento humano de crear obras a su imagen y semejanza, que, al superarlo, intenten la trascendencia, y luego desfallezcan, caídas en la nada.
Los imperios terminan convertidos en ruinas. Sobre ellas un jardín salvaje. Una selva que sacude su melena, el viento, y recobra su poderío irrefrenable. Así las rosadas flores de ocobo extendidas en su horizontal soberanía sobre un mundo que sin lugar a dudas les pertenece, antes, ahora y siempre. Sólo que el hombre insiste en trazar su jardín. Ese contorno que, como la estatua y el poema, se abre, perdido, en la receptividad de unos ojos; y luego se recobra, cerrado, a la espera de nuevos visitantes, que balbucean a solas las palabras que les dicta el jardín de formas y de frases. Canciones que sólo tienen el sentido que les brinda, de a poco, la misma melodía. Tarareo el jardín y de golpe, vacío del todo, sólo queda la planta emblemática. La que siempre amé un bambú. Esbelta resistencia inclinándose ante lo innecesario y resurgiendo erguida ante el también vano tiempo que pasa.
El amarillo de la caña jalonada de anillos. Y el parloteo de todas esas hojillas chismosas, con su locuacidad incesante, que capta cualquier rumor, bulo o infundio, transmitido por el viento, el cual siempre retorna con noticias frescas. El bambú triunfa sobre todo cuanto lo rodea. Alza su cetro gentil. Quiero trazar un bambú, visto y no visto, en el valle del Cauca, hacia la hacienda Piedechinche, rumbo a la casona donde María y Efraín aún viven su idilio. Aquí copiaré con el mismo cuidado de un escolar al hacer su pulcra tarea, en tinta, los nombres de las plantas aparecidas en la novela de Jorge Isaacs.
Písamos e higuerones; rosales y naranjos; violetas, lirios y azucenas; guaduales y sauces; claveles y campanillas moradas de río, pomarrosos y azahares; guayabales y piñuelas, iracales, parásitas, maizales y yarumos; cañas amarillas, magueyes y guabos churimos. Todo suena. Todo sueña. La naturaleza es un poema. Va más allá de quien redactó este catálogo. Pero el jardín también asciende, río arriba, montaña en lo alto, hacia las tierras medias de Quindío y Armenia donde cámbulos y gualandayes prolongan la poesía de Alvaro Mutis, en ese Tolima donde la palma de cera asciende recta y el iguá envuelve el aire entre sus hojas. Donde besitos y azaleas van creando un pequeño mundo de casona florecida desde la chambrana y de la cual nadie puede desligarse. Allí Alvaro Mutis escribió:
Jardín cerrado al tiempo y al uso de los hombres. Intacta, libre, en generoso desorden su materia vegetal invade avenidas y fuentes y altos muros. Hace años cegó rejas, puertas y ventanas y calló para siempre todo ajeno sonido. Un tibio aliento lo recorre y sólo la voz perpetua del agua y algún leve y ciego crujido vegetal lo puebla de ecos familiares. Allí, tal vez, quede memoria de lo que fuiste un día. Allí, tal vez, cierta nocturna sombra de humedad y asombro diga de un nombre, un simple nombre que reina todavía en el clausurado espacio que imagino para rescatar del olvido nuestra fábula.
Por más que hayan tumbado los guamos para el sombrío del café éstos subsisten copudos y protectores del mismo modo que incluso, sin haber tenido casa con patio y en el patio un brevo, hay un parpadeo genético que nos transmite su sabor y su aroma, desde una Colombia que nuestros hijos urbanos no conocen pero que estas líneas buscan transmitirles con su dulce densidad azucarada y el rumor que desde allí nos acompaña. El jardín es ese fruto prohibido que entre todos saboreamos. Como dice Clara Botero, quien ha visto crecer la batatilla en una bacinilla oxidada siempre la llevará consigo, por más que pase quince años en Madrid o en Nueva York.
Jardines de Cali, según recuerda Marcela Quijano, donde cintas y chifleras, ficus y platanillo, suinglia y cecilitas, mantienen en ese clima medio la incomparable riqueza natural que toda Colombia debe preservar como su signo por antonomasia. Donde jazmines y azulinas, en su ramillete, compiten, armNicos, con esa flor roja y grande que bien pudiéramos usar como flor emblemática El Resucitado. Colombia resurge, viva y plena, por cualquiera de sus puntos cardinales.
Pero vuelvo siempre a mi jardín bogotano. Donde el sietecueros se esponja en la belleza rotunda de sus flores moradas y petunias y pensamientos viven en esa atemperada y sin embargo vivaz gama que entre el blanco y el amarillo nunca deja de lanzar su profunda nota grave. Tan intensa casi como la mora de Castilla, apretada a fuerza de color en los globulillos que estallan, sápidos para el paladar y armNicos para la vista, cual panal jugoso. Ese jardín bogotano con su diálogo de contrastes entre la perfecta blancura formal del cartucho y la proliferante masa de fuertes ramas de los geranios. En cada parcela de nuestro territorio esa fuerza grávida brindándonos la variedad de una belleza que no cesa.
En mi pequeño jardín imaginario, y a la vez tan real como la escritura, el mirto comparte con el bambú la preferencia. Quizá porque tanto el uno como el otro señalan una dirección. Elástico uno, rígido el otro, con sus pepas rojas y verdes, el destino de estar allí, nunca en primer plano, siempre mostrando las dimensiones del espacio que nos cobija. El jardín prisión asumida. De la infancia nunca nos escapamos. Del jardín tampoco. Reivindiquemos el jardín, nuestra auténtica patria.
Si uno le pregunta a una costeña qué recuerda del jardín de su casa, o, en otras palabras, qué sobrevive de su infancia, mencionará un trupillo, siempre inclinado en la dirección del viento, y un seto de coralito, que sustituye las paredes y marca los límites. Tal cuadrado mágico con su veleta de dirección para orientarnos tendrá también un eje, Axis Mundi, que marca el centro. Las señoras nunca comprarían una fruta en el mercado pues el árbol de mango, papayo o caimito valorizaba la casa y se erguía en el centro del jardín patio al combinar lo gratuito con lo útil, el desinteresado don de la naturaleza con el disfrute de sus bienes. No sólo de contemplar la naturaleza vive el hombre También de morderla y gustarla.
De igual forma, en Bogotá, Gabriela Arciniegas recorre el jardín como una antigua musa que al pronunciar las palabras claves logra que broten, indiferenciadas dentro del entrelazado verdor, cada una de las individualidades que parece imposible distinguir y que luego, en lo peculiar de su aroma, en la diferencia redonda o aguzada de su contorno, en el contraste, matizado y sin embargo total, del lila al blanco de sus flores, comienzan a vivir, no como una planta sino como un aroma. El gusto aromático de una infusión gracias a la cual nos bebemos todo un jardín, literalmente consustanciados con él, en una garganta que inhala tierra y la devuelve convertida en lenguaje:
Romero
Reseda
Alhucema
Jazmín
Heliotropo
Diosme
La poesía, jardín donde sembramos palabras y esperamos verlas florecer en los ojos del lector. Por ello recorrer Colombia, del mar a la montaña, de la costa al interior, es recorrer una enciclopedia de incesante magia coloreada. De manos que cuidan la belleza y aires que se purifican en perfumes y fragancias. De plantas que nos anonadan, en su esplendor, o nos acompañan, como fieles compañeros de andanzas. El Jardín esa mujer que ofrece la manzana. Ahora riego el jardín con estas palabras. Quiero ser fiel a esa belleza que no nos falla. La del jardín de la infancia, memoria que se expande. Vivo en un jardín perenne la palabra.