Sentada en su silla verde

Escudo de piedra, barrio La Merced.   Helmuth Dumfahrt.

Detalle de cornisa y pilastra, catedral primada.   Helmuth Dumfahrt.

Detalle de arco ojival, centro histórico.   Helmuth Dumfahrt.

Escultura en piedra, sector histórico.   Helmuth Dumfahrt.

Iglesia de Las Aguas.   Diego Samper.

Iglesia de San Ignacio.   Diego Samper.

Capilla del Sagrario.   Diego Samper.

Texto de: Germán Arciniégas.
Historiador

Como desde el primer día, Bogotá, sentada en su silla verde. De¡ borde de la falda de los cerros arrancan doscientas calles que en desordenadas paralelas avanzan dos, tres, cuatro kilómetros para morir en la Sabana donde hay todavía potreros y vacas que pastan perezosas. Hasta no hace muchos años, las calles no eran doscientas sino veintiséis. Entonces, Bogotá, acurrucada como una aldea de tejas de barro cocido, bermejas o azules de líquenes y verdes de musgo, se veía arrebujada en el canto de su madre como un puñadito de frisoles. La recordamos con nostalgia. Lo que no se ha perdido es este espaldar de empinados peinetones que fueron de arrayanes y mortiños y ahora de pinos verdes y eucaliptus azules. Por entre esos bosques culebrea la de la circunvalación marcando la línea de arranque de las cuestas. Es una hermosura ver a un lado casas de ladrillo, cemento, piedra, vidrio y al frente el puro monte, a veces con flora primitiva. Hasta ayer, el lado de los cerros tentaba para echar cometas en agosto o montar nacimientos en diciembre, En la ermita de Belén llegaba el Niño, los Reyes iban a adorarlo siguiendo el camino de la Peña, el anuncio de que venían los soldados de Herodes provocaba la huida a la Iglesia de Egipto, y a pocas cuadras estaba la de Las Aguas, donde esperaba al Bautista... Todavía algo de eso queda... Sólo que la vastedad del desarrollo urbano hace que entre los nidos de árboles se construyan las últimas casas de muchos pisos con paredes de vidrio y ventanas de cinco metros de anchura para ver en la noche el tapete de kilómetros y kilómetros de luces eléctricas -blancas, anaranjadas, azules-, y los puntitos en donde alterna el rojo con el verde de los semáforos, y la caída de los aviones con sus ramos de luces... Si las ventanas miran a los cerros, cada una es un Ariza sin firma y llega a la vista hasta las neblinas que envuelven las siluetas de los árboles...

Ciudades de luces eléctricas hay en el mundo hasta donde alcanza el hombre de estos tiempos. Pero ésta, así asentada sobre la cima de los Andes, con los faros de Monserrate y Guadalupe a más de tres mil metros -se llega a Monserrate por las canastillas de los teleféricos- es algo que hace del corazón de Colombia un mirador de nubes. Un refugio de poetas que deambulan entre mercaderes e industriales. Un alto y plano para que el hombre de trabajo descanse al ver cómo siguen muriendo los crepúsculos entre las nubes de oro de la tarde. Bogotá es la ciudad, cuando se acaba el día, del sol de los venados, que dora las piedras de la Catedral, del Capitolio...