- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Bogotá: la otra mirada
Texto de: Fernando Garavito.
A mí soñador de palabras, la palabra bujía me causa risa.
Bachelard.
Alguien debería escribir el diccionario de Bogotá. En él habría palabras hermosas y palabras Terribles. Palabras hermosas: crepúsculo, soledad, montañas, sauces, nubes, futuro, lluvia de octubre. Palabras terribles: árido, atafago, soledad otra vez, pobreza, artificio. Porque Bogotá, como toda ciudad, como todo conglomerado, es un lenguaje. Un lenguaje que se remonta al comienzo de los tiempos. En ese caso es arqueológico. Pero es también un lenguaje futuro. En tal caso es poesía. Ahora, Bogotá es también un habla contemporánea Un habla que está hecha de exhostos, de citas para almorzar, de pequeños rincones escondidos, de fachadas solemnes, de interiores desapacibles Hoy, poco antes de sus 450 años, Bogotá es una confluencia. Aquí vive el país entero. Es una ciudad abierta, una encrucijada. Hombro a hombro hacemos una ciudad. Hombro a hombro la construimos y la arrasamos. Cada mañana la inventamos enteramente nueva. Las palomas de la Plaza de Bolívar no son nunca las mismas. Santander cambia todos los días de levita. Cuando en la hora de las oficinas se abren las puertas y ventanas, cuando los edificios respiran un nuevo aire, la ciudad siente millones de pasos que la recorren, la cruzan, la caminan, la conocen, la exploran, interminablemente la indagan, agotadoramente la colman de fatiga, de preguntas. Poco a poco los pasos se quedan quietos bajo los escritorios. la ciudad se agobia entonces con el peso de las decisiones. Más tarde los mismos pasos regresan, van al mercado o al cine, entran a un restaurante, tienen una cita de amor, un encuentro con la muerte. Por la noche, cuando todo queda en silencio, despierta la ciudad subterránea: las alcantarillas dejan de lado su persistente, los cables del teléfono viven para sí mismos y se olvidan de las conversaciones, las avenidas se desperezan interminablemente, en las esquinas, bajo los aleros, vibra el miedo.
Bogotá es un golpe de viento, es la visión del encantado. Es también el desencanto: es el casi poder tocar el cielo con las manos. Fachadas y arcadas, arcadas y ventanas, columnas, piedra. Es demasiado sólida para poder ser aérea, demasiado estoica para apasionarse por la palabra curuba mezclada en el sorbete de curuba.
Administración y caos. En los cuatro costados de la Plaza Mayor, una arquitectura dispersa se proyecta hacia los cuatro puntos cardinales. Detrás de la iglesia las callecitas tortuosas y empinadas que conducen a Dios. Detrás de los edificios gobierno la ciudad, entera y diversa, que no cree en héroes, en leyes ni en banderas. En Bolívar sí. Bolívar a caballo por las montañas y por las hondonadas. Bolívar elevándose, como Elías, o hundiéndose, como Job, en el cieno y en los desperdicios. Eternamente quieto, eternamente humano, enteramente cristalino. Mirando con sus ojos de bronce a los pequeños tontos seres que se afanan, se ufanan, se apasionan. El, el apasionado. Y nada más. Sólo la historia. La historia agolpada en estas calles, contra estas paredes. Nuestra historia, desconocida y acerada, a la que se le cierra la puerta en las narices. Este espacio urbano donde nació Jiménez de Quesada está desocupado. Tal vez el cielo gris, el rayo de luz que penetra como una espina en la ciudad para unirla dolorosamente a aquéllos colocados del otro lado de las rejas. Bogotá es un mito: el señor Núñez, el general Mosquera, los grifos del Capitolio: como los gansos.
Toda de piedra hasta los pies vestida. Ancha y ajena. Escrita ventana tras ventana, puerta tras puerta, piso a piso.
La ciudad está loca. Primero, la locura del tiempo A las doce del día es la una. A las tres son las nueve de la mañana. Las campanas tocan al alba a las seis de la tarde. Los jueves son los lunes. Y los viernes. Cada reloj va por su lado y arrastra consiguió los minutos que hicieron alguna hora de hace sesenta años.
Después el cielo. Con el mismo ojo azul mira la torre de San Bartolomé, Y es mirado. Mirar en Bogotá. ¿Qué? ¿A dónde? La Batalla de Ayacucho es ahora en la Carrera Séptima. Los mismos soldaditos de hace ciento sesenta años desfilan en un desfile urbano. Abrir la ciudad, hacerla tierra. Honda y profunda va y viene y viene y va, entra a los palacios, sube escaleras, se acomoda en los sillones, pisa pesadamente las alfombras, habla bajo las lámparas. En la Casa M Presidente, Bogotá se siente al margen. Todo es demasiado pulido, demasiado desocupado. Pero más allá está el Observatorio para subir al cielo, se necesita. Una escalera grande. Y una ventana. El astrolabio, ese objeto maravilloso para besar y ser besado. El concepto matemático no tiene nada que ver en este mare mágnum. Octógonos y cuadrados. Y cuadrantes. Y Francisco José de Caldas.
Este es el universo que vivo, que vivimos. Un patio de Granada, con su fuente, donde la garza baila un baile interminable. En él los granos de café se convierten en las notas de este Cuarteto de Beethoven que oigo, que oímos. Oír a Bogotá: la fuente, el viento entre los árboles. El fantasma del Palacio Echeverry, asesinado, engarzado en una de las lanzas de la reja, atravesado, vuelve todas las noches a buscar a la amada que dejó sobre su lecho tibio. La encuentra. Y la posee.
La ciudad nos posee. Es una amante. Con su boca de sal recorre nuestro cuerpo, nos aprisiona con sus manos de piedra, nos hace el amor con su fiebre de sol y de aguaceros. También con el hastío.
Y la luz. La misma luz del sur, precisa, exacta, sin crepúsculo No hay matiz en esta luz de( mediodía que cae perpendicularmente sobre las cabezas, sobre las paredes de cal blanca. Para pensar es necesario hacer una penumbra, olvidar esta luz, cerrar los ojos.
El pavo real de los vitrales despliega aquí su cola de colores: en su prisma, Bogotá es magenta, es lila, es roja, es amarilla. Un arco iris vuela por el aire. El azul se apodera de todo, posee las montañas.
Luz / sombra, vida / muerte. Los opuestos en Bogotá no son opuestos. Piedra es igual a aire, a nube, a sementera.
Sembrar la piedra, para que de ella surjan flores de piedra, frutos de piedra, hojas de piedra. Para que sobre ella se construya la iglesia. Miles de iglesias. Iglesias recostadas sobre el paisaje, dormidas en un sueno de siglos. Iglesias amorosamente oídas en los alrededores, iglesias mudas, maquilladas.
Iglesias que hablan solas, como las locas, iglesias sobrias, ebrias de luz, fatigadas de aire. Iglesias con sus campanas en si, en do, en fa, en sol mayor, al sol, a la luz de la luna. Iglesias de brazos recortados, como Las Aguas, o como San Ignacio, con su terrible único brazo erguido al aire. Iglesias como El Sagrario con el cielo aprisionado entre pecho y espalda. iglesias con la cara lavada y con graffittis: No sólo de Papa vive el hombre”, “Dios no cumple ni años”, “Pronto viene Cristo Jesús... Vámonos”. Iglesias como San Agustín, solemnes, llenas de oro y de candongas, como El Sagrario otra vez, desnudas y con sombrero, como Santa Clara, hechas maravillosamente centímetro a centímetro. Iglesias de ayer, de siempre, extraviadas en medio de la historia bajo un cielo azul plomizo, o ubicadas a comienzos del siglo XX con su insoportable estilo múltiple, árabes y al mismo tiempo de Granada, góticas y románicas, abrigadas. Retablos de otra época, tallados minuciosamente, con su explosión vegetal de piñas y de piñuelas, de flores tropicales, de magnolias, de anémonas, de gladiolos, una nueva Expedición Botánica en los altares, narcisos y tulipanes, margaritas y lirios de agua, camelias y pensamientos, y Juan Sebastián, retablos vestidos de su música para ángeles, para hombres de carne y hueso, para demonios. Porque en ellos está el mal de cuerpo entero, las gárgolas más extraordinarias, íncubos y súcubos danzantes, faunos ebrios, serpientes con el pecado a flor de piel, belcebúes, leviatanes, Caín y el Judío Errante en una procesión interminable, agotadora, de gestos, muecas, contorsiones, lenguas afuera, dientes, fauces, barbas adánicas en este edén sin principio ni fin, de buenos y malos hombro a hombro, rasgando, rugiendo, crujiendo, rompiendo, luchando por yo, por tú, por él. Por nosotros. Por ellos.
La Catedral, donde don Gonzalo Jiménez de Quesada duerme el sueño eterno en otros huesos. Decenas de arcos visigodos que terminan en una explosión de oro. Capiteles y mármoles. La Catedral desnuda, está hecha para Te Deums oficiales, para honras fúnebres de grandes personajes. En ella no hay expiación posible. Es hermética, hierática, lisa y helada en medio de la fatiga ciudadana.
Y San Francisco. San Francisco es el caos, es el Infierno con sus nueve círculos concéntricos que ni van ni vienen ni avanzan ni retroceden. Salvo las veladoras, nada ilumina este atavismo de seres malignos y deformes cuyo perfil se recorta en un aquelarre goyesco, de leprosos que muestran sus llagas, de curas satánicos que ofician con voces desgarradas, de mendigos que graznan su retahíla interminable, de enfermos que se arrastran entre el atrio (la tierra) y el altar (el cielo). Esta es la corte de los milagros disfrazada de oro y púrpura, el incienso lanza su nube blanca contra los óleos iluminados, donde sólo aparecen objetos inusitados, llagas, cacerolas, demonios, crucifijos cubiertos sangre, cilicios, figuras demacradas. La inmensa la estremecedora locura de San Francisco no tiene espacio en esta taberna de mala muerte, que embriaga de pústulas y de golpes de pecho. Este es el reino de la imagen, indeciso, vuelto sobre sí mismo, oscuro en la caverna del artesonado, con pasadizos que no llevan a ninguna parte, con muros de piedra y de caliza impenetrables, con cálices que lanzan sus visos de oro y hostias que se desparraman, de lengua en lengua, por las naves mientras los intestinos se apoderan de ellas, las estrujan, las trituran, las vuelven carne de otro siglo, de otra edad de piedra, mientras las arrastran detrás de la miseria para integrarlas a la ciudad, para devolverlas en forma de sudor, de olores pestilentes, de excrecencias, para llevar a Dios al otro reino, al reino de este mundo donde devora y es devorado, donde vivimos y somos vividos, donde morimos, donde asesinamos y somos y somos asesinados.
Pero la ciudad es un espacio para pensar, antes que un espacio para vivir. Se vive, sí, como una necesidad que se impone. Como se tiene sed en medio del desierto.
¿Cómo apagar la sed? ¿Cómo cruzar este dédalo, este laberinto de calles que siempre llevan al mismo sitio? Salir de acá, torcer a la derecha, seguir, luego a la izquierda, otra vez a la izquierda, ahora a la derecha y a la derecha, y llegar siempre acá, a esta mesa, sobre esta butaca, donde yo escribo esta sola palabra: yo.
La ciudad es el miedo. Respira, suda, se sacude los árboles y los postes de los teléfonos, sobre su cara luce centenares de miles de antenas como alfileres, se mueve, se desliza. Hace teatro: millones de muecas, gestos, carcajadas, millones de abrazos, de representaciones, venias aquí y allá, trajes de ceremonia, óhes colocadas exactamente en el momento de suramericana? asombro, llanto en las ceremonias de los muertos, aplausos antes del intermedio, después de la función salir al aire libre, respirar, sentir que el cielo es cielo todavía tan lejos del escenario, y volver a la misma escena de siempre (todos representamos esta comedia inicua) donde la sonrisa es medida, el gesto púdico, el verbo mesurado, y nada más, salvo esta reverencia, este ajustarse a los chaqués y a las condecoraciones, esta forma de ser domésticos, regimentados, pulcros, objetos de escándalo, atenidos a la moral y a las buenas costumbres, cuando por dentro ruge el mundo con su demonio, la carne con su demonio, pero eso sí, de peluca empolvada y calzones de raso, en el teatro, sobre el teatro, en el escenario. Y las calles. Fachadas impecables. La Calle 10 que vio pasar a Pombo, a Cuervo, a Silva, a Reyes, donde el señor Suárez soñaba sus sueños metafísicos para pellizcar a su vecino, donde el señor Concha se trepaba a suramericana? tejado en un delirium tremens, donde el general Santander prestaba al 10 por ciento, donde el Libertador tuvo que huir de la mediocridad del medio ambiente, correr por esa calle de Dios para que ciento sesenta años después se recordara la traición en mármol y en latín, que son lo mismo, mientras él, las botas junto a las zapatillas de Manuela, la casaca sobre el vestido de organdí, el sable entrelazado con el abanico, huye todas las noches, estornuda bajo los puentes y mira. Mira.
Aquí está buena parte de la historia, de nuestra historia. San Carlos, donde vivió Bolívar, donde amó, donde soñó en su delirio, en su locura, donde habló con su palabra mágica. Y los alrededores como en ese entonces, llenos de balcones para curiosear, de ventanas para atisbar, de cúpulas para orar, de patios para meditar, de corredores para cultivar geranios y siemprevivas, de tejados para guarecerse de la lluvia, de los chismes, de la maledicencia.
Balcones, ventanas, tejados y puertas. Puertas y portones, como un pasadizo, como un hilo tendido entre la vida y la vida. Con sus mudos aldabones siempre listos a levantar su ronca, su bronca voz al aire para anunciar las visitas o los mendigos. Ahora el miedo. Bogotá es el territorio de la ausencia, la geografía de lo que se niega, el espacio vacío un poco antes de la muerte. Por eso es también la fascinación. Vivir esta calle, esta casa, este parque abandonado, es caminar el camino que bordea la montaña, entre la cumbre de nieves eternas que se desmorona y la hondonada profunda que recoge los desperdicios de ese derrumbe telúrico. Es agarrarse desesperadamente a un yerbajo que hunde sus raíces en el aire, para no despenarse, para guardar la compostura Así debemos amar la vida en este sitio. Así debemos poseerla ,entre el asalto y el asesinato, entre el hambre y la locura. Nuestra vida de hoy se vive al margen, como un riel de ferrocarril que siente junto a sí a su vecino sin atreverse a tocarlo, a poseerlo Nos seducen los resplandores que despide a la suramericana?, de la luna, su silencio que rechina en los dientes, su fuerza para avanzar, para llevarnos a miles de kilómetros, entre el óxido y la herrumbre. Para triturarnos. Así, la vida.
El miedo, el tedio, el odio, la locura. Cuatrocientos cincuenta años después de esa historia que no dice nada, que se niega a reconocer que las doce chozas fueron la frontera que se trazó entre la libertad y la vida doméstica, entre la naturaleza y los gemidos de la sífilis, vivimos en este sitio como una condena Nos odiamos con un amor profundo, nos miramos desde nuestro silencio mineral listos a (lar el zarpazo, listos a proteger, como las fieras, este mínimo espacio que nos queda en el territorio de la libertad, de la aventura. El miedo es nuestro motor vital Sobre el miedo amamos, sobre el miedo lindarnos con, la muerte. El miedo en Bogotá es ese leve calor de hoguera que se apaga entre pecho y espalda, es un rictus ansioso con el que mostrarnos que vivimos, gozosamente, que estamos en el mundo visceralmente, que nos golpeamos para dejar al más débil en mitad M camino, para seguir, para romper, para imponernos sobre nosotros mismos. Hoy y acá somos seres torvos, seres protegidos por cerraduras y candados, seres que se recogen temprano, que se mienten, seres que bailan un mapalé infinito donde nadie toca a nadie porque tenemos miedo M contacto, del contagio. Cuatrocientos cincuenta años de miedo. Quinientos años. En las próximas décadas tendremos que acostumbrarnos a ser mediatos, domésticos, a pensar, a ser reflexivos, a abandonar este ansioso dolor que nos ahoga.
El miedo en Bogotá es nuestra forma de ser humanos, nuestra forma de poseernos, de sentir la fascinación de quien vive al borde abismo de la muerte.
Oír, ver, entender. Poco a poco la ciudad comienza a utilizar la sala de lectura.¿Qué lee? Lee enciclopedias. Es ambiciosa. Lee, en resumen, el círculo entero de los conocimientos humanos. Leer en Bogotá. A Bogotá. A Álvaro Mutis:
Van a cerrar el parque. En los estanques nacen de pronto amplias cavernas en donde un tenue palpitar de hojas denuncia los árboles en sombra. Una sangre débil de consistencia, una savia rosácea, se ha vertido sin descanso en ciertos rincones del bosque, sobre ciertos bancos. Van a cerrar el parque y la infancia de días impasibles y asoleados, se perderá para siempre en la irrescatable tiniebla. He alzado un brazo para impedirlo ahora, más tarde, cuando ya nada puede hacerse. Intento llamar y una gasa funeral me ahoga todo sonido no dejando otra vida que ésta de cada día usada y ajena a la tensa vigilia de otros años.
La música que se hace en la ciudad no es la música de la ciudad. Música de la ciudad: pitos, pregones, altercados, disparos, sirenas, gritos, taladros, motores, chirridos, explosiones, quejas, demoliciones, tocadiscos, altavoces, marchas militares. No es posible la armonía. La música vive en el exilio.
Ahora, el arte es otro lenguaje. Gélido, se hace a contrapelo de la ciudad, para que ésta encuentre el espacio de las estrellas en medio de olores, sudores, golpes, atafagos. Así, el arte cumple su oficio. Y la ciudad encuentra su contraste.
La ciudad por contraste el mar de los tejados donde de vez en cuando sobresale la espuma blanca de paredes y cúpulas una bandera a media asta y otra sobre dos ángeles de yeso el cóndor con las abiertas alas heridas castigadas de cielo y viento héroes bajo los árboles de piedra Don Quijote Bolívar mudo de mármol pleno de ensueño loco de delirio y su escude: príncipe de Popayán condecorado gallo enhiesto coronado de crestas el sabio urbano transeúnte de bronce eterno tierno en su soledad en el patíbulo Sucre sacrificado y don Gonzalo espada Y cruz y verbo bajo los edificios bajo los montes bajo los nombres de tierra de terrones: Monserrate silueta contra el crepúsculo Guadalupe brazos abiertos para abrazar el viento de Cruz Verde y las tormentas bajo las sombras bajo los túmulos bajo los escuadrones funerarios bajo las academias. Entre la espada y la pared entre pecho y espalda entro lo majestuoso y el hastío El oro encerrado en el museo pájaro metálico - este hierro es el hombre viajero del espacio este torso desnudo este gusano cósmico esta estrella fugaz posada en una piedra y el verde inmenso afuera el verde y el asfalto esta caja de agujas que hacen sombra que se levantan que clavan en el cielo esta tierra arrugada ajada vieja este infierno cruzado por puentes por iglesias este sitio de sal y de automóviles de túmulos plagados de puertas de ventanas donde vivimos donde defecamos donde soñamos con palmeras con parques con ovejas donde leemos el periódico donde caminamos bajo la lluvia bajo los paraguas donde nos guarecemos donde somos sangrientos somos criminales somos seres que guardan sus recuerdos en el Panóptico que hacen el amor bajo los techos bajo los árboles que viven aquí y allá que estornudan se odian se hablan se desean se olvidan de memoria en una taza donde hundimos entro el café nuestra nostalgia.
Como sucede con esta mujer, le gusta verse bonita. Y mientras aquélla compra unos zapatos o una cajita de maquillaje, mientras se mira en el espejo, ésta se inventa rincones y se pone perendengues, la estatua de La Rebeca que recoge agua eternamente en medio de una fuente, San Alberto Magno, de cara al sol, con la mirada perdida en el espacio (otra figura escapada de Pascua), dos niños que dan volantines y que nunca envejecerán ni tocarán e suramericana? suelo y los Colosos. Los Colosos, vigías eternos entre el infinito y lo inmediato.
Momentos urbanos: la memoria de Rafael Uribe Uribe, un monumento, unos niños que aprovechan este día de sol para bañarse en la pileta. ¿Qué importa aquí la memoria de) prócer? Importa más no esté fría el agua.
La ciudad / la universidad, no es una pareja sino una antinomia. La ciudad se ve desde la universidad: lejana, objeto de análisis. La universidad se ve desde la ciudad: agresiva.
Vivimos una agresión. La palabra se ha codificado, es más, se ha clasificado, nada dice. Codificamos los signos, los hacemos gramática. Un nuevo médium. la pared, comienza a regimentarse. En él, el término vida refiere a asesinato. Y entre música y dinero avasalla la música, como una descodificación del imperio: Momentos urbanos: la memoria de Rafael Uribe Uribe, un monumento, unos niños que aprovechan este día de sol para bañarse en la pileta. ¿Qué importa aquí la memoria M prócer? Importa más que no esté fría el agua. La ciudad / la universidad, no es una pareja sino una antinomia. La ciudad se ve desde la universidad: lejana, objeto de análisis. La universidad se ve desde la ciudad: agresiva. Vivimos una agresión. La palabra se ha codificado, es más, se ha cosificado, nada dice. Codificamos los signos, los hacemos gramática. Un nuevo médium. la pared, comienza a regimentarse. En él, el término vida refiere a asesinato. Y entre música y dinero avasalla la música, como una descodificación del imperio:
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“Ahora he penetrado las aguas y los vacíos que encierra la Flora de Bogotá, ahora he visto que no existen dos o tres palmas, que la criptogamia casi esta en blanco enteramente, que las láminas sin números, sin determinaciones, no tienen siquiera un duplicado que faltan más de la mitad de las negras para el grabado que faltan muchas anatomías que los manuscritos se hallan en la mayor confusión que no son otra cosa que borrones que 48 cuadernillos hacen el fondo de la flora de Bogotá que las demás obrillas que ha emprendido durante su vida no son si no apuntamientos que el tratado de la quina no está concluido sino en la parte médica, que las descripciones de estas plantas importantes se hallan en borradores miserables, que las ponderadas y largas observaciones barométricas se han hecho Con un instrumento defectuoso, y en fin, que Mutis, ese nombre tan justamente elogiado en la Europa, no ha poseído, sin embargo, un barómetro perfecto hasta que yo entre a en su casa”. (Francisco José de Caldas, Memorial al Señor Secretario del Virreinato y Juez Comisionado para los asuntos de la Expedición Botánica de Santa de, Santa fe, septiembre 30 de 1808).
Entre la ciudad y el héroe, un espacio vacío.
El comienzo le la vida implica el concurso de dos seres sin el cual no sería posible. Así mismo, la muerte impone hoy, entre nosotros, ese concurso: el asesino y el asesinado, sin el cual el hecho, que debe participar de un “todo humano”, se convierte en algo anodino, secundario. La vida y la muerte están y deben estar en pie de igualdad, Son dos partes de un mismo todo, que se confunden. Pero la costumbre ha convertido a la muerte en un sucedáneo, en una consecuencia de la vida. La manera de devolverle, su valor original es regresarla a su forma de ser de aventura compartida, necesariamente compartida, que une a dos seres en un momento de amor (el asesinato) solo equiparable a que le dio origen al proceso.
La ciudad es su espejo, Vista así es sinuosa, quebrada, entre paréntesis, adquiere una dirección contradictoria. Como la vida. El principio y el fin van en contravía, Todo comenzó dentro de millones de años, lo que quiere decir, todo comenzó dentro del infinito. Cuando el comienzo y el fin se cruzan en el tiempo, se produce un hecho fortuito, de tal manera que cuando uno cree nacer, muere, y cuando cree morir, apenas nace.
El encanto de Bogotá tiene mucho que ver con sus atardeceres. Detrás está el sol, rojo como una granada, el sol de los venados que se oculta mientras en esta selva de cemento se triscan yerbajos, se mordisquean cogollos, se retoza, mientras por la Avenida de Chile los transeúntes entran a cine, oyen pregones de lotería, miran pasar a las muchachas, sienten sobre la piel la caricia de una chimenea, el viento cálido de las seis de la tarde.
En un costado, el Gimnasio Moderno. Cuando se nombra, se oye un aleteo de palomas convocadas por este nombre único: don Agustín. El doctorcito enseña con su vida lo que es el bello carácter. Uniformes, campanas, árboles, matemáticas. Días de lluvia y fútbol. Eduardo Caballero se confiesa: He fumado varias veces y en la clase de trigonometría me puse a pintar senos, senos de mujer y no cosenos, en la tapa del pupitre”. Y la gimnasia “Tenderse levantarse Carrera mar! Tenderse! Y la Banda de Guerra.
Vivir en Bogotá. Detrás de las paredes, lo cotidiano: comer, dormir, amar, morir, gesticular, pensar, reír, hacer vigilia. Por la calle, lo inusitado: comer, dormir, amar, morir, gesticular, pensar, reír, hacer vigilia.
Fachadas de casas, llenas de huecos para entrar /salir, para mirar / mirar, para hacer fuego, para husmear, para cantar, para oír el estrépito doméstico / el estrépito urbano, para esperar / ser esperado, para anunciar / ser anunciado. El espacio de los demás es este molde que se hace al revés, a partir del alféizar, de los tejados, de suramericana? pico puntiagudo que protege desvanes y buhardillas, de las canales por donde corre la lluvia, de las chimeneas, de los balcones, de las rejas. Sacar el molde urbano de Bogotá es obviar este espacio interior que no nos dice nada, salvo su cara, su maquillaje, sus paredes de hasta ahí nada más, la frontera que las integra al cuadro. Y en el corazón del cuadro la palma de cera, que es al mismo tiempo el corazón vegetal de Colombia, en la cual se explica por sí sola la palabra botánica.
La gente.
Gente para todo: para comprar, para protestar, para ir de fiesta, para rezar, para jugar, para hacer deporte, gente para llenar de llores las esquinas, o de canastos, o de sombreros, o del aroma de las mazorcas (tan próximo a la tierra) o de otros aromas. Gente para llenar los estadios y los coliseos, gente para pasear, gente para cabalgar por la Carrera Séptima, para jugar golf recostada contra el crepúsculo. Niños para pensar en mañana y en pasado mañana, niños para llenar el cielo de globos de colores, para bajar de las nubes por un tobogán interminable. Gente para lucir uniformes, penachos y guerreras, para tocar tambores, gente para tocar a Mozart o bambucos. Gente para todo: la gente de una ciudad que se amontona para amarse, para odiarse, para acompañars. Gente para estar en todos los momentos, para gritar gooool en una tarde de domingo, para ir al trabajo, para mirar cómo caminan las palomas en la Plaza Mayor Gente para oír la radio, para comentar, para asombrarse, para sentir miedo. Gente que va cogida de la mano y que se besa en una esquina. Gente que se mira torvo, que se grita, que se amenaza. Gente que pide limosna, gente que silba, gente que sonríe. Una ciudad llena de gente. Gente vestida de gris, vestida de colores, con sombrero, con la cabeza descubierta, gente que camina inclinada, que no tiene piernas, que lleva paraguas, que hace pasos de baile, gente que arma manifestaciones y plegarias, gente que suplica. Tanta gente y gente y más gente, gente de aquí, de allá, gente que llega sola y muere sola, gente que vive acompañada, gente que mira vitrinas, gente que vende cachivaches. Miles de gentes, millones de personas, ávidas, discretas, lujuriosas, sencillas, amables, egoístas. Gentes vanidosas o envilecidas. Gentes pulcras. Gentes que van en bus o en automóvil. Gentes que llegan hasta el aeropuerto a ver cómo despegan los aviones. Para soñar. A ver cómo aterrizan los aviones. Para soñar también, para volver, para integrarse, para vivir esta vida común, este destino. Cruzar la esquina, dudar ante la esquina, quedar paralizado en una esquina.
Cruzar la esquina implica entrar en el laberinto, convertirse en el Minotauro, esperar la ofrenda de las siete doncellas, mis pezuñas hunden el pavimento, cabalgo por las calles de Dédalo, escarbo antes de suramericana?r a embestida, levanto el testuz, con mis ojos bovinos observo a los transeúntes, la cola enhiesta anuncia mi ánimo pendenciero, mi hocico lanza volutas de vaho a las cuatro de la mañana, giro, vuelvo sobre mis pasos, regreso, cruzo, bajo el testuz, basculo, los músculos se pronuncian en los cuartos traseros, la monótona vida transcurre sin percatarse y yo, Minotauro al revés, entro de lleno por la rampa de luz, me precipito sin reflexión alguna, freno en seco, levanto la cabeza para escuchar un trueno macizo, un olé unánime, la gente bate pañuelos blancos, empina el codo, los colores de la bandera rechinan por los cuatro costados, las mano las ojos ardientes pero fugaces, y yo, solo, doy comienzo a la fiesta, sobre mi espalda luzco las banderillas, la pica me abre una herida honda, corro, ataco cuando lo ordenan, me someto. Por eso nadie espera lo que sucede cuando embisto de medio lado, levanto mis altos cuernos y suramericana?os hundo en el vientre, alzo un muñón, lo arrastro por el suelo, lanzo al aire intestinos, jirones de piel y músculos y en medio de un alarido abandono la plaza, risa en las comisuras de mis labios de bestia, mientras vuelvo a mi esquina y ciego, el dedo que persigue la cal de las paredes, me apodero de mi mismo lugar, preciso mi frontera, éste es mi territorio, mi espacio conocido, atrás queda la vida, el laberinto, soy un vacío más, un ser babosa que ruge de impotencia, que muere como la loca porque sigue viviendo, desayuna a la hora desayuno, defeca y come, tiene un impulso de amor, lo deja abandonado, mira por la ventana, hace silencio.
Paréntesis final:
No cabe duda escribe Ernesto Volkening , al bogotano le gusta echar paja, pero -he aquí un rasgo de ponderación su Ingenio le impide tomar en serio lo que produce en tales ratos de artístico esparcimiento. De ahí la diferencia fundamental entre la pala bogotana que es absolutamente sui generis y la que se da silvestre en otras latitudes. Mientras que los bogotanos lucen la piel de pajudo con desenvoltura y no sin el dejo de malicia de quienes gozan viendo caer al incauto en la trampa del verborreo, crece en el mundo la tendencia a tomar al pie de la letra, con seriedad de animales, sea la propia pala o la ajena”.
Bogotá, Octubre de 1987
#AmorPorColombia
Bogotá: la otra mirada
Texto de: Fernando Garavito.
A mí soñador de palabras, la palabra bujía me causa risa.
Bachelard.
Alguien debería escribir el diccionario de Bogotá. En él habría palabras hermosas y palabras Terribles. Palabras hermosas: crepúsculo, soledad, montañas, sauces, nubes, futuro, lluvia de octubre. Palabras terribles: árido, atafago, soledad otra vez, pobreza, artificio. Porque Bogotá, como toda ciudad, como todo conglomerado, es un lenguaje. Un lenguaje que se remonta al comienzo de los tiempos. En ese caso es arqueológico. Pero es también un lenguaje futuro. En tal caso es poesía. Ahora, Bogotá es también un habla contemporánea Un habla que está hecha de exhostos, de citas para almorzar, de pequeños rincones escondidos, de fachadas solemnes, de interiores desapacibles Hoy, poco antes de sus 450 años, Bogotá es una confluencia. Aquí vive el país entero. Es una ciudad abierta, una encrucijada. Hombro a hombro hacemos una ciudad. Hombro a hombro la construimos y la arrasamos. Cada mañana la inventamos enteramente nueva. Las palomas de la Plaza de Bolívar no son nunca las mismas. Santander cambia todos los días de levita. Cuando en la hora de las oficinas se abren las puertas y ventanas, cuando los edificios respiran un nuevo aire, la ciudad siente millones de pasos que la recorren, la cruzan, la caminan, la conocen, la exploran, interminablemente la indagan, agotadoramente la colman de fatiga, de preguntas. Poco a poco los pasos se quedan quietos bajo los escritorios. la ciudad se agobia entonces con el peso de las decisiones. Más tarde los mismos pasos regresan, van al mercado o al cine, entran a un restaurante, tienen una cita de amor, un encuentro con la muerte. Por la noche, cuando todo queda en silencio, despierta la ciudad subterránea: las alcantarillas dejan de lado su persistente, los cables del teléfono viven para sí mismos y se olvidan de las conversaciones, las avenidas se desperezan interminablemente, en las esquinas, bajo los aleros, vibra el miedo.
Bogotá es un golpe de viento, es la visión del encantado. Es también el desencanto: es el casi poder tocar el cielo con las manos. Fachadas y arcadas, arcadas y ventanas, columnas, piedra. Es demasiado sólida para poder ser aérea, demasiado estoica para apasionarse por la palabra curuba mezclada en el sorbete de curuba.
Administración y caos. En los cuatro costados de la Plaza Mayor, una arquitectura dispersa se proyecta hacia los cuatro puntos cardinales. Detrás de la iglesia las callecitas tortuosas y empinadas que conducen a Dios. Detrás de los edificios gobierno la ciudad, entera y diversa, que no cree en héroes, en leyes ni en banderas. En Bolívar sí. Bolívar a caballo por las montañas y por las hondonadas. Bolívar elevándose, como Elías, o hundiéndose, como Job, en el cieno y en los desperdicios. Eternamente quieto, eternamente humano, enteramente cristalino. Mirando con sus ojos de bronce a los pequeños tontos seres que se afanan, se ufanan, se apasionan. El, el apasionado. Y nada más. Sólo la historia. La historia agolpada en estas calles, contra estas paredes. Nuestra historia, desconocida y acerada, a la que se le cierra la puerta en las narices. Este espacio urbano donde nació Jiménez de Quesada está desocupado. Tal vez el cielo gris, el rayo de luz que penetra como una espina en la ciudad para unirla dolorosamente a aquéllos colocados del otro lado de las rejas. Bogotá es un mito: el señor Núñez, el general Mosquera, los grifos del Capitolio: como los gansos.
Toda de piedra hasta los pies vestida. Ancha y ajena. Escrita ventana tras ventana, puerta tras puerta, piso a piso.
La ciudad está loca. Primero, la locura del tiempo A las doce del día es la una. A las tres son las nueve de la mañana. Las campanas tocan al alba a las seis de la tarde. Los jueves son los lunes. Y los viernes. Cada reloj va por su lado y arrastra consiguió los minutos que hicieron alguna hora de hace sesenta años.
Después el cielo. Con el mismo ojo azul mira la torre de San Bartolomé, Y es mirado. Mirar en Bogotá. ¿Qué? ¿A dónde? La Batalla de Ayacucho es ahora en la Carrera Séptima. Los mismos soldaditos de hace ciento sesenta años desfilan en un desfile urbano. Abrir la ciudad, hacerla tierra. Honda y profunda va y viene y viene y va, entra a los palacios, sube escaleras, se acomoda en los sillones, pisa pesadamente las alfombras, habla bajo las lámparas. En la Casa M Presidente, Bogotá se siente al margen. Todo es demasiado pulido, demasiado desocupado. Pero más allá está el Observatorio para subir al cielo, se necesita. Una escalera grande. Y una ventana. El astrolabio, ese objeto maravilloso para besar y ser besado. El concepto matemático no tiene nada que ver en este mare mágnum. Octógonos y cuadrados. Y cuadrantes. Y Francisco José de Caldas.
Este es el universo que vivo, que vivimos. Un patio de Granada, con su fuente, donde la garza baila un baile interminable. En él los granos de café se convierten en las notas de este Cuarteto de Beethoven que oigo, que oímos. Oír a Bogotá: la fuente, el viento entre los árboles. El fantasma del Palacio Echeverry, asesinado, engarzado en una de las lanzas de la reja, atravesado, vuelve todas las noches a buscar a la amada que dejó sobre su lecho tibio. La encuentra. Y la posee.
La ciudad nos posee. Es una amante. Con su boca de sal recorre nuestro cuerpo, nos aprisiona con sus manos de piedra, nos hace el amor con su fiebre de sol y de aguaceros. También con el hastío.
Y la luz. La misma luz del sur, precisa, exacta, sin crepúsculo No hay matiz en esta luz de( mediodía que cae perpendicularmente sobre las cabezas, sobre las paredes de cal blanca. Para pensar es necesario hacer una penumbra, olvidar esta luz, cerrar los ojos.
El pavo real de los vitrales despliega aquí su cola de colores: en su prisma, Bogotá es magenta, es lila, es roja, es amarilla. Un arco iris vuela por el aire. El azul se apodera de todo, posee las montañas.
Luz / sombra, vida / muerte. Los opuestos en Bogotá no son opuestos. Piedra es igual a aire, a nube, a sementera.
Sembrar la piedra, para que de ella surjan flores de piedra, frutos de piedra, hojas de piedra. Para que sobre ella se construya la iglesia. Miles de iglesias. Iglesias recostadas sobre el paisaje, dormidas en un sueno de siglos. Iglesias amorosamente oídas en los alrededores, iglesias mudas, maquilladas.
Iglesias que hablan solas, como las locas, iglesias sobrias, ebrias de luz, fatigadas de aire. Iglesias con sus campanas en si, en do, en fa, en sol mayor, al sol, a la luz de la luna. Iglesias de brazos recortados, como Las Aguas, o como San Ignacio, con su terrible único brazo erguido al aire. Iglesias como El Sagrario con el cielo aprisionado entre pecho y espalda. iglesias con la cara lavada y con graffittis: No sólo de Papa vive el hombre”, “Dios no cumple ni años”, “Pronto viene Cristo Jesús... Vámonos”. Iglesias como San Agustín, solemnes, llenas de oro y de candongas, como El Sagrario otra vez, desnudas y con sombrero, como Santa Clara, hechas maravillosamente centímetro a centímetro. Iglesias de ayer, de siempre, extraviadas en medio de la historia bajo un cielo azul plomizo, o ubicadas a comienzos del siglo XX con su insoportable estilo múltiple, árabes y al mismo tiempo de Granada, góticas y románicas, abrigadas. Retablos de otra época, tallados minuciosamente, con su explosión vegetal de piñas y de piñuelas, de flores tropicales, de magnolias, de anémonas, de gladiolos, una nueva Expedición Botánica en los altares, narcisos y tulipanes, margaritas y lirios de agua, camelias y pensamientos, y Juan Sebastián, retablos vestidos de su música para ángeles, para hombres de carne y hueso, para demonios. Porque en ellos está el mal de cuerpo entero, las gárgolas más extraordinarias, íncubos y súcubos danzantes, faunos ebrios, serpientes con el pecado a flor de piel, belcebúes, leviatanes, Caín y el Judío Errante en una procesión interminable, agotadora, de gestos, muecas, contorsiones, lenguas afuera, dientes, fauces, barbas adánicas en este edén sin principio ni fin, de buenos y malos hombro a hombro, rasgando, rugiendo, crujiendo, rompiendo, luchando por yo, por tú, por él. Por nosotros. Por ellos.
La Catedral, donde don Gonzalo Jiménez de Quesada duerme el sueño eterno en otros huesos. Decenas de arcos visigodos que terminan en una explosión de oro. Capiteles y mármoles. La Catedral desnuda, está hecha para Te Deums oficiales, para honras fúnebres de grandes personajes. En ella no hay expiación posible. Es hermética, hierática, lisa y helada en medio de la fatiga ciudadana.
Y San Francisco. San Francisco es el caos, es el Infierno con sus nueve círculos concéntricos que ni van ni vienen ni avanzan ni retroceden. Salvo las veladoras, nada ilumina este atavismo de seres malignos y deformes cuyo perfil se recorta en un aquelarre goyesco, de leprosos que muestran sus llagas, de curas satánicos que ofician con voces desgarradas, de mendigos que graznan su retahíla interminable, de enfermos que se arrastran entre el atrio (la tierra) y el altar (el cielo). Esta es la corte de los milagros disfrazada de oro y púrpura, el incienso lanza su nube blanca contra los óleos iluminados, donde sólo aparecen objetos inusitados, llagas, cacerolas, demonios, crucifijos cubiertos sangre, cilicios, figuras demacradas. La inmensa la estremecedora locura de San Francisco no tiene espacio en esta taberna de mala muerte, que embriaga de pústulas y de golpes de pecho. Este es el reino de la imagen, indeciso, vuelto sobre sí mismo, oscuro en la caverna del artesonado, con pasadizos que no llevan a ninguna parte, con muros de piedra y de caliza impenetrables, con cálices que lanzan sus visos de oro y hostias que se desparraman, de lengua en lengua, por las naves mientras los intestinos se apoderan de ellas, las estrujan, las trituran, las vuelven carne de otro siglo, de otra edad de piedra, mientras las arrastran detrás de la miseria para integrarlas a la ciudad, para devolverlas en forma de sudor, de olores pestilentes, de excrecencias, para llevar a Dios al otro reino, al reino de este mundo donde devora y es devorado, donde vivimos y somos vividos, donde morimos, donde asesinamos y somos y somos asesinados.
Pero la ciudad es un espacio para pensar, antes que un espacio para vivir. Se vive, sí, como una necesidad que se impone. Como se tiene sed en medio del desierto.
¿Cómo apagar la sed? ¿Cómo cruzar este dédalo, este laberinto de calles que siempre llevan al mismo sitio? Salir de acá, torcer a la derecha, seguir, luego a la izquierda, otra vez a la izquierda, ahora a la derecha y a la derecha, y llegar siempre acá, a esta mesa, sobre esta butaca, donde yo escribo esta sola palabra: yo.
La ciudad es el miedo. Respira, suda, se sacude los árboles y los postes de los teléfonos, sobre su cara luce centenares de miles de antenas como alfileres, se mueve, se desliza. Hace teatro: millones de muecas, gestos, carcajadas, millones de abrazos, de representaciones, venias aquí y allá, trajes de ceremonia, óhes colocadas exactamente en el momento de suramericana? asombro, llanto en las ceremonias de los muertos, aplausos antes del intermedio, después de la función salir al aire libre, respirar, sentir que el cielo es cielo todavía tan lejos del escenario, y volver a la misma escena de siempre (todos representamos esta comedia inicua) donde la sonrisa es medida, el gesto púdico, el verbo mesurado, y nada más, salvo esta reverencia, este ajustarse a los chaqués y a las condecoraciones, esta forma de ser domésticos, regimentados, pulcros, objetos de escándalo, atenidos a la moral y a las buenas costumbres, cuando por dentro ruge el mundo con su demonio, la carne con su demonio, pero eso sí, de peluca empolvada y calzones de raso, en el teatro, sobre el teatro, en el escenario. Y las calles. Fachadas impecables. La Calle 10 que vio pasar a Pombo, a Cuervo, a Silva, a Reyes, donde el señor Suárez soñaba sus sueños metafísicos para pellizcar a su vecino, donde el señor Concha se trepaba a suramericana? tejado en un delirium tremens, donde el general Santander prestaba al 10 por ciento, donde el Libertador tuvo que huir de la mediocridad del medio ambiente, correr por esa calle de Dios para que ciento sesenta años después se recordara la traición en mármol y en latín, que son lo mismo, mientras él, las botas junto a las zapatillas de Manuela, la casaca sobre el vestido de organdí, el sable entrelazado con el abanico, huye todas las noches, estornuda bajo los puentes y mira. Mira.
Aquí está buena parte de la historia, de nuestra historia. San Carlos, donde vivió Bolívar, donde amó, donde soñó en su delirio, en su locura, donde habló con su palabra mágica. Y los alrededores como en ese entonces, llenos de balcones para curiosear, de ventanas para atisbar, de cúpulas para orar, de patios para meditar, de corredores para cultivar geranios y siemprevivas, de tejados para guarecerse de la lluvia, de los chismes, de la maledicencia.
Balcones, ventanas, tejados y puertas. Puertas y portones, como un pasadizo, como un hilo tendido entre la vida y la vida. Con sus mudos aldabones siempre listos a levantar su ronca, su bronca voz al aire para anunciar las visitas o los mendigos. Ahora el miedo. Bogotá es el territorio de la ausencia, la geografía de lo que se niega, el espacio vacío un poco antes de la muerte. Por eso es también la fascinación. Vivir esta calle, esta casa, este parque abandonado, es caminar el camino que bordea la montaña, entre la cumbre de nieves eternas que se desmorona y la hondonada profunda que recoge los desperdicios de ese derrumbe telúrico. Es agarrarse desesperadamente a un yerbajo que hunde sus raíces en el aire, para no despenarse, para guardar la compostura Así debemos amar la vida en este sitio. Así debemos poseerla ,entre el asalto y el asesinato, entre el hambre y la locura. Nuestra vida de hoy se vive al margen, como un riel de ferrocarril que siente junto a sí a su vecino sin atreverse a tocarlo, a poseerlo Nos seducen los resplandores que despide a la suramericana?, de la luna, su silencio que rechina en los dientes, su fuerza para avanzar, para llevarnos a miles de kilómetros, entre el óxido y la herrumbre. Para triturarnos. Así, la vida.
El miedo, el tedio, el odio, la locura. Cuatrocientos cincuenta años después de esa historia que no dice nada, que se niega a reconocer que las doce chozas fueron la frontera que se trazó entre la libertad y la vida doméstica, entre la naturaleza y los gemidos de la sífilis, vivimos en este sitio como una condena Nos odiamos con un amor profundo, nos miramos desde nuestro silencio mineral listos a (lar el zarpazo, listos a proteger, como las fieras, este mínimo espacio que nos queda en el territorio de la libertad, de la aventura. El miedo es nuestro motor vital Sobre el miedo amamos, sobre el miedo lindarnos con, la muerte. El miedo en Bogotá es ese leve calor de hoguera que se apaga entre pecho y espalda, es un rictus ansioso con el que mostrarnos que vivimos, gozosamente, que estamos en el mundo visceralmente, que nos golpeamos para dejar al más débil en mitad M camino, para seguir, para romper, para imponernos sobre nosotros mismos. Hoy y acá somos seres torvos, seres protegidos por cerraduras y candados, seres que se recogen temprano, que se mienten, seres que bailan un mapalé infinito donde nadie toca a nadie porque tenemos miedo M contacto, del contagio. Cuatrocientos cincuenta años de miedo. Quinientos años. En las próximas décadas tendremos que acostumbrarnos a ser mediatos, domésticos, a pensar, a ser reflexivos, a abandonar este ansioso dolor que nos ahoga.
El miedo en Bogotá es nuestra forma de ser humanos, nuestra forma de poseernos, de sentir la fascinación de quien vive al borde abismo de la muerte.
Oír, ver, entender. Poco a poco la ciudad comienza a utilizar la sala de lectura.¿Qué lee? Lee enciclopedias. Es ambiciosa. Lee, en resumen, el círculo entero de los conocimientos humanos. Leer en Bogotá. A Bogotá. A Álvaro Mutis:
Van a cerrar el parque. En los estanques nacen de pronto amplias cavernas en donde un tenue palpitar de hojas denuncia los árboles en sombra. Una sangre débil de consistencia, una savia rosácea, se ha vertido sin descanso en ciertos rincones del bosque, sobre ciertos bancos. Van a cerrar el parque y la infancia de días impasibles y asoleados, se perderá para siempre en la irrescatable tiniebla. He alzado un brazo para impedirlo ahora, más tarde, cuando ya nada puede hacerse. Intento llamar y una gasa funeral me ahoga todo sonido no dejando otra vida que ésta de cada día usada y ajena a la tensa vigilia de otros años.
La música que se hace en la ciudad no es la música de la ciudad. Música de la ciudad: pitos, pregones, altercados, disparos, sirenas, gritos, taladros, motores, chirridos, explosiones, quejas, demoliciones, tocadiscos, altavoces, marchas militares. No es posible la armonía. La música vive en el exilio.
Ahora, el arte es otro lenguaje. Gélido, se hace a contrapelo de la ciudad, para que ésta encuentre el espacio de las estrellas en medio de olores, sudores, golpes, atafagos. Así, el arte cumple su oficio. Y la ciudad encuentra su contraste.
La ciudad por contraste el mar de los tejados donde de vez en cuando sobresale la espuma blanca de paredes y cúpulas una bandera a media asta y otra sobre dos ángeles de yeso el cóndor con las abiertas alas heridas castigadas de cielo y viento héroes bajo los árboles de piedra Don Quijote Bolívar mudo de mármol pleno de ensueño loco de delirio y su escude: príncipe de Popayán condecorado gallo enhiesto coronado de crestas el sabio urbano transeúnte de bronce eterno tierno en su soledad en el patíbulo Sucre sacrificado y don Gonzalo espada Y cruz y verbo bajo los edificios bajo los montes bajo los nombres de tierra de terrones: Monserrate silueta contra el crepúsculo Guadalupe brazos abiertos para abrazar el viento de Cruz Verde y las tormentas bajo las sombras bajo los túmulos bajo los escuadrones funerarios bajo las academias. Entre la espada y la pared entre pecho y espalda entro lo majestuoso y el hastío El oro encerrado en el museo pájaro metálico - este hierro es el hombre viajero del espacio este torso desnudo este gusano cósmico esta estrella fugaz posada en una piedra y el verde inmenso afuera el verde y el asfalto esta caja de agujas que hacen sombra que se levantan que clavan en el cielo esta tierra arrugada ajada vieja este infierno cruzado por puentes por iglesias este sitio de sal y de automóviles de túmulos plagados de puertas de ventanas donde vivimos donde defecamos donde soñamos con palmeras con parques con ovejas donde leemos el periódico donde caminamos bajo la lluvia bajo los paraguas donde nos guarecemos donde somos sangrientos somos criminales somos seres que guardan sus recuerdos en el Panóptico que hacen el amor bajo los techos bajo los árboles que viven aquí y allá que estornudan se odian se hablan se desean se olvidan de memoria en una taza donde hundimos entro el café nuestra nostalgia.
Como sucede con esta mujer, le gusta verse bonita. Y mientras aquélla compra unos zapatos o una cajita de maquillaje, mientras se mira en el espejo, ésta se inventa rincones y se pone perendengues, la estatua de La Rebeca que recoge agua eternamente en medio de una fuente, San Alberto Magno, de cara al sol, con la mirada perdida en el espacio (otra figura escapada de Pascua), dos niños que dan volantines y que nunca envejecerán ni tocarán e suramericana? suelo y los Colosos. Los Colosos, vigías eternos entre el infinito y lo inmediato.
Momentos urbanos: la memoria de Rafael Uribe Uribe, un monumento, unos niños que aprovechan este día de sol para bañarse en la pileta. ¿Qué importa aquí la memoria de) prócer? Importa más no esté fría el agua.
La ciudad / la universidad, no es una pareja sino una antinomia. La ciudad se ve desde la universidad: lejana, objeto de análisis. La universidad se ve desde la ciudad: agresiva.
Vivimos una agresión. La palabra se ha codificado, es más, se ha clasificado, nada dice. Codificamos los signos, los hacemos gramática. Un nuevo médium. la pared, comienza a regimentarse. En él, el término vida refiere a asesinato. Y entre música y dinero avasalla la música, como una descodificación del imperio: Momentos urbanos: la memoria de Rafael Uribe Uribe, un monumento, unos niños que aprovechan este día de sol para bañarse en la pileta. ¿Qué importa aquí la memoria M prócer? Importa más que no esté fría el agua. La ciudad / la universidad, no es una pareja sino una antinomia. La ciudad se ve desde la universidad: lejana, objeto de análisis. La universidad se ve desde la ciudad: agresiva. Vivimos una agresión. La palabra se ha codificado, es más, se ha cosificado, nada dice. Codificamos los signos, los hacemos gramática. Un nuevo médium. la pared, comienza a regimentarse. En él, el término vida refiere a asesinato. Y entre música y dinero avasalla la música, como una descodificación del imperio:
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“Ahora he penetrado las aguas y los vacíos que encierra la Flora de Bogotá, ahora he visto que no existen dos o tres palmas, que la criptogamia casi esta en blanco enteramente, que las láminas sin números, sin determinaciones, no tienen siquiera un duplicado que faltan más de la mitad de las negras para el grabado que faltan muchas anatomías que los manuscritos se hallan en la mayor confusión que no son otra cosa que borrones que 48 cuadernillos hacen el fondo de la flora de Bogotá que las demás obrillas que ha emprendido durante su vida no son si no apuntamientos que el tratado de la quina no está concluido sino en la parte médica, que las descripciones de estas plantas importantes se hallan en borradores miserables, que las ponderadas y largas observaciones barométricas se han hecho Con un instrumento defectuoso, y en fin, que Mutis, ese nombre tan justamente elogiado en la Europa, no ha poseído, sin embargo, un barómetro perfecto hasta que yo entre a en su casa”. (Francisco José de Caldas, Memorial al Señor Secretario del Virreinato y Juez Comisionado para los asuntos de la Expedición Botánica de Santa de, Santa fe, septiembre 30 de 1808).
Entre la ciudad y el héroe, un espacio vacío.
El comienzo le la vida implica el concurso de dos seres sin el cual no sería posible. Así mismo, la muerte impone hoy, entre nosotros, ese concurso: el asesino y el asesinado, sin el cual el hecho, que debe participar de un “todo humano”, se convierte en algo anodino, secundario. La vida y la muerte están y deben estar en pie de igualdad, Son dos partes de un mismo todo, que se confunden. Pero la costumbre ha convertido a la muerte en un sucedáneo, en una consecuencia de la vida. La manera de devolverle, su valor original es regresarla a su forma de ser de aventura compartida, necesariamente compartida, que une a dos seres en un momento de amor (el asesinato) solo equiparable a que le dio origen al proceso.
La ciudad es su espejo, Vista así es sinuosa, quebrada, entre paréntesis, adquiere una dirección contradictoria. Como la vida. El principio y el fin van en contravía, Todo comenzó dentro de millones de años, lo que quiere decir, todo comenzó dentro del infinito. Cuando el comienzo y el fin se cruzan en el tiempo, se produce un hecho fortuito, de tal manera que cuando uno cree nacer, muere, y cuando cree morir, apenas nace.
El encanto de Bogotá tiene mucho que ver con sus atardeceres. Detrás está el sol, rojo como una granada, el sol de los venados que se oculta mientras en esta selva de cemento se triscan yerbajos, se mordisquean cogollos, se retoza, mientras por la Avenida de Chile los transeúntes entran a cine, oyen pregones de lotería, miran pasar a las muchachas, sienten sobre la piel la caricia de una chimenea, el viento cálido de las seis de la tarde.
En un costado, el Gimnasio Moderno. Cuando se nombra, se oye un aleteo de palomas convocadas por este nombre único: don Agustín. El doctorcito enseña con su vida lo que es el bello carácter. Uniformes, campanas, árboles, matemáticas. Días de lluvia y fútbol. Eduardo Caballero se confiesa: He fumado varias veces y en la clase de trigonometría me puse a pintar senos, senos de mujer y no cosenos, en la tapa del pupitre”. Y la gimnasia “Tenderse levantarse Carrera mar! Tenderse! Y la Banda de Guerra.
Vivir en Bogotá. Detrás de las paredes, lo cotidiano: comer, dormir, amar, morir, gesticular, pensar, reír, hacer vigilia. Por la calle, lo inusitado: comer, dormir, amar, morir, gesticular, pensar, reír, hacer vigilia.
Fachadas de casas, llenas de huecos para entrar /salir, para mirar / mirar, para hacer fuego, para husmear, para cantar, para oír el estrépito doméstico / el estrépito urbano, para esperar / ser esperado, para anunciar / ser anunciado. El espacio de los demás es este molde que se hace al revés, a partir del alféizar, de los tejados, de suramericana? pico puntiagudo que protege desvanes y buhardillas, de las canales por donde corre la lluvia, de las chimeneas, de los balcones, de las rejas. Sacar el molde urbano de Bogotá es obviar este espacio interior que no nos dice nada, salvo su cara, su maquillaje, sus paredes de hasta ahí nada más, la frontera que las integra al cuadro. Y en el corazón del cuadro la palma de cera, que es al mismo tiempo el corazón vegetal de Colombia, en la cual se explica por sí sola la palabra botánica.
La gente.
Gente para todo: para comprar, para protestar, para ir de fiesta, para rezar, para jugar, para hacer deporte, gente para llenar de llores las esquinas, o de canastos, o de sombreros, o del aroma de las mazorcas (tan próximo a la tierra) o de otros aromas. Gente para llenar los estadios y los coliseos, gente para pasear, gente para cabalgar por la Carrera Séptima, para jugar golf recostada contra el crepúsculo. Niños para pensar en mañana y en pasado mañana, niños para llenar el cielo de globos de colores, para bajar de las nubes por un tobogán interminable. Gente para lucir uniformes, penachos y guerreras, para tocar tambores, gente para tocar a Mozart o bambucos. Gente para todo: la gente de una ciudad que se amontona para amarse, para odiarse, para acompañars. Gente para estar en todos los momentos, para gritar gooool en una tarde de domingo, para ir al trabajo, para mirar cómo caminan las palomas en la Plaza Mayor Gente para oír la radio, para comentar, para asombrarse, para sentir miedo. Gente que va cogida de la mano y que se besa en una esquina. Gente que se mira torvo, que se grita, que se amenaza. Gente que pide limosna, gente que silba, gente que sonríe. Una ciudad llena de gente. Gente vestida de gris, vestida de colores, con sombrero, con la cabeza descubierta, gente que camina inclinada, que no tiene piernas, que lleva paraguas, que hace pasos de baile, gente que arma manifestaciones y plegarias, gente que suplica. Tanta gente y gente y más gente, gente de aquí, de allá, gente que llega sola y muere sola, gente que vive acompañada, gente que mira vitrinas, gente que vende cachivaches. Miles de gentes, millones de personas, ávidas, discretas, lujuriosas, sencillas, amables, egoístas. Gentes vanidosas o envilecidas. Gentes pulcras. Gentes que van en bus o en automóvil. Gentes que llegan hasta el aeropuerto a ver cómo despegan los aviones. Para soñar. A ver cómo aterrizan los aviones. Para soñar también, para volver, para integrarse, para vivir esta vida común, este destino. Cruzar la esquina, dudar ante la esquina, quedar paralizado en una esquina.
Cruzar la esquina implica entrar en el laberinto, convertirse en el Minotauro, esperar la ofrenda de las siete doncellas, mis pezuñas hunden el pavimento, cabalgo por las calles de Dédalo, escarbo antes de suramericana?r a embestida, levanto el testuz, con mis ojos bovinos observo a los transeúntes, la cola enhiesta anuncia mi ánimo pendenciero, mi hocico lanza volutas de vaho a las cuatro de la mañana, giro, vuelvo sobre mis pasos, regreso, cruzo, bajo el testuz, basculo, los músculos se pronuncian en los cuartos traseros, la monótona vida transcurre sin percatarse y yo, Minotauro al revés, entro de lleno por la rampa de luz, me precipito sin reflexión alguna, freno en seco, levanto la cabeza para escuchar un trueno macizo, un olé unánime, la gente bate pañuelos blancos, empina el codo, los colores de la bandera rechinan por los cuatro costados, las mano las ojos ardientes pero fugaces, y yo, solo, doy comienzo a la fiesta, sobre mi espalda luzco las banderillas, la pica me abre una herida honda, corro, ataco cuando lo ordenan, me someto. Por eso nadie espera lo que sucede cuando embisto de medio lado, levanto mis altos cuernos y suramericana?os hundo en el vientre, alzo un muñón, lo arrastro por el suelo, lanzo al aire intestinos, jirones de piel y músculos y en medio de un alarido abandono la plaza, risa en las comisuras de mis labios de bestia, mientras vuelvo a mi esquina y ciego, el dedo que persigue la cal de las paredes, me apodero de mi mismo lugar, preciso mi frontera, éste es mi territorio, mi espacio conocido, atrás queda la vida, el laberinto, soy un vacío más, un ser babosa que ruge de impotencia, que muere como la loca porque sigue viviendo, desayuna a la hora desayuno, defeca y come, tiene un impulso de amor, lo deja abandonado, mira por la ventana, hace silencio.
Paréntesis final:
No cabe duda escribe Ernesto Volkening , al bogotano le gusta echar paja, pero -he aquí un rasgo de ponderación su Ingenio le impide tomar en serio lo que produce en tales ratos de artístico esparcimiento. De ahí la diferencia fundamental entre la pala bogotana que es absolutamente sui generis y la que se da silvestre en otras latitudes. Mientras que los bogotanos lucen la piel de pajudo con desenvoltura y no sin el dejo de malicia de quienes gozan viendo caer al incauto en la trampa del verborreo, crece en el mundo la tendencia a tomar al pie de la letra, con seriedad de animales, sea la propia pala o la ajena”.
Bogotá, Octubre de 1987