- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
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- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Un pueblo, muchos rostros.
De las bellas y enfurecidas profundidades del mar nació el territorio que un día llevaría por nombre “Costa Rica”, cuyos caminos, valles y montañas verían surgir un pueblo singular, pleno de la sencillez que da la naturaleza y de la hondura sapiencial del trabajo, la libertad y la hospitalidad, características que distinguen al “tico” y lo convierten en un tipo humano que seduce y atrae, envuelve y enamora a quienes se relacionan con su historia y sus aventuras. Pacífico, conciliador, solidario, caritativo, emprendedor y confiado en su propia capacidad, así es el costarricense desde los tiempos coloniales hasta hoy. Éstos rasgos le permitieron, desde muy temprano, crear un gobierno de leyes y no de hombres, de normas y no de autoridades. Así, a la belleza innata de la naturaleza se unió la belleza humana y cultural de un perfil social particular en la extensa geografía de América.
Las tierras de Costa Rica son de formación reciente. Hace tan sólo unos 150 millones de años el sitio que hoy ocupa el país era un canal que comunicaba el Océano Pacífico con el Atlántico. En ese puente interoceánico, sacudido por una intensa, duradera y profunda actividad volcánica submarina, surgieron a la superficie algunas partes sólidas.
En un primer momento, se formaron islas volcánicas que ocuparon los sitios de las actuales penínsulas de Santa Elena, Nicoya y Osa. El choque de las placas tectónicas de Cocos y Caribe produjo ese fenómeno. Nuevos movimientos de tierra y roces entre placas dieron lugar a la denominada actividad orogénica –formación de montañas–. Aparecieron entonces, en toda su majestuosidad y belleza, la Cordillera de Talamanca, la Cordillera Volcánica de Guanacaste, la de Tilarán y la Volcánica Central. Se formaron los volcanes Turrialba, Irazú, Barva, Poás, Viejo, Arenal, Tenorio, Miravalles, Rincón de la Vieja y Orosí, entre otros. La portentosa y sorprendente actividad sísmica –señal de vida y de energía desbocadas– dio lugar, además, a un sinnúmero de depresiones como la del Valle Central, el Valle del General y Coto Brus.
Finalmente, los ríos arrastraron materiales que al acumularse en la orilla, poco a poco, desplazaron al mar. En ese instante se definió la forma actual del país. Todo quedó preparado para recibir, provenientes del norte y del sur de América, múltiples especies de flora y fauna. Aún no aparecía el elemento humano, todavía restaban unos cientos de años para que el pensamiento, la sabiduría y el trabajo de un pueblo edificara sobre esta geografía tropical y húmeda, una experiencia excepcional de organización social y económica.
Entre tanto, se consolidaban los valles, llanuras y planicies. Una red hidrográfica extraordinaria hizo su aparición e irrigó el territorio multicolor. Los innumerables ríos, riachuelos y arroyos –de poca extensión todos ellos– acostumbraban unirse, como lo siguen haciendo hoy, para desembocar en los océanos. En la vertiente del Pacífico se encuentran los ríos Tempisque, Grande de Tárcoles, Pirrís, Grande de Térraba y Coto-Colorado; en la vertiente del Caribe se ubican el Colorado, el Tortuguero, el Parismina, el Pacuaré, el Matina y Chirripó, el Estrella y el Sixaola; finalmente, en la subvertiente norte fluyen los ríos Sapoá, Frío, San Carlos y Sarapiquí.
Pasado algún tiempo, concluido el proceso de formación geológica, el territorio de la futura Costa Rica fue llenándose de vida humana, pequeñas pero sólidas organizaciones aborígenes se extienderon con rapidez, anhelantes y vitales. Cazadores y recolectores, primero, agricultores incipientes, tempranos y tardíos, después, hicieron posible que la sociedad precolombina acumulara un legado irrenunciable de conocimientos sobre la naturaleza y la condición humana.
Se estructuraron sociedades en torno al hogar, el alimento, la propiedad y la salud. A los años, entre montañas, valles y claros ríos, una civilización rebosante imprimía trabajo y creatividad en un “espacio” cultural inédito. Cabécares, Bribris, Bruncas, Térrabas, Guaymíes, Huetares, Malekus y Chorotegas, pululaban y dejaban su sello indeleble en el tiempo y el espacio.
Muy lejos, en otras tierras, luego de progresos económicos y sociales, especialmente tecnológicos y científicos, los europeos se aprestaban a emprender el descubrimiento y conquista del Nuevo Mundo. Francia, España, Portugal, Inglaterra, sobresalían en la competencia económica y militar implicada en las aventuras marinas y marineras de las potencias del viejo continente. En el transcurso de pocos siglos, la humanidad viviría una de sus epopeyas más trascendentales, aún no concluida: el encuentro multicultural de pueblos y colores, no exento, por supuesto, de diferencias y conflictos, pero pleno de esperanza.
Cuando los españoles, dirigidos por el Almirante Cristóbal Colón, arribaron a Cariari, hoy Puerto Limón, el 25 de setiembre de 1502, encontraron una pequeña población aborigen que les sorprendió por su hospitalidad y vocación de servicio. Pedro Mártir de Anglería, refiriéndose a los casi doscientos indígenas que dieron la bienvenida a los visitantes, dejó su testimonio al escribir: “En este puerto Cariari, se presentaron unos doscientos indígenas llevando en la mano tres y cuatro dardos, aunque eran pacíficos y hospitalarios; pero esperaban preparados a saber qué quería aquella gente nueva; pidieron ponerse al habla, y, dada señal de paz, a nado llegaron a los nuestros, comenzaron a hacer tratos y pidieron permuta de objetos…Tanta cortesía tienen las cariairenses y tanta benignidad, que dar les gustaba más que recibir…”.
La historia que había iniciado en las profundidades del mar, agitada por las energías volcánicas y las fuerzas vivientes de la tierra, alcanzó entonces un nuevo punto de su evolución, que no ha dejado de exteriorizarse y enriquecerse desde aquel encuentro multicultural. Al abrazo fraterno entre los visitantes y la población autóctona, no eximido, conviene decirlo, de alguna desconfianza y resistencia –recuérdese la rebelión de los indígenas de Talamanca–, se agregó, siglos después, como en un círculo concéntrico, la raíz cultural afrocaribeña. Así, en este pequeño territorio, formado, como todo el planeta, gracias a poderosas energías internas, confluyeron en un haz maravilloso la vertiente cultural española, la aborigen y la afrocaribeña, hasta llegar a conformar la identidad nacional, enriquecida, en diversos momentos de su historia, por la inmigración china y de otras regiones europeas.
A la fecha, la impronta de las tradiciones españolas es notoria en las más diversas manifestaciones culturales, desde la religión, el idioma y los alimentos básicos. La influencia de la corriente afrocaribeña se hace sentir en el denominado mekatelyu –inglés criollo limonense–, y en alimentos típicos de la costa del Caribe como el “rice and beans” (arroz y fríjoles con aceite de coco), “pan bon” (pan con miel de tapa), “pati” (empanadas de harina, carne de pollo o res, chile y otros) y el “combute” (carne de caracol preparada con especias picantes y leche de coco). El legado indígena se concreta en conocimientos sobre el uso y cultivo de plantas medicinales, en la transferencia de un sinnúmero de vocablos al lenguaje común, tales como burío, poró y surá –árboles maderables– y achiote, aguacate, ayote, cacao, camote, comal, coyol, chagüite, chile, chocolate y elote, aplicados a diversos productos alimenticios.
¿Cuándo se le dio nombre a estas tierras? A esta faja de tierra, estrecha y exuberante, atravesada por múltiples montañas y bañada por las aguas del Mar Caribe y del Océano Pacífico, se le conoce, desde mediados del siglo XVI con el nombre de “Costa Rica”. Cuentan los historiadores que dicha denominación se debe a don Rodrigo de Contreras, quien en una cédula de 1541 o 1542 escribió: “…estando en la costa rica”.
Con el paso del tiempo, la historia de las gentes que han habitado o habitan el territorio, así como la extraordinaria riqueza natural que lo distingue, confirman el indudable acierto de quienes idearon su nombre. Éstos, probablemente, en su momento no lograron aquilatar todo el significado del título que habían escogido, como se hace notorio al leer, en una cédula de 1626 referida a “costa rica” que “…no había más de cincuenta vecinos, todos pobres por no tener comercio ni contrataciones…” o al recordar las palabras de don Diego de la Haya, quien encontrándose en Cartago le escribió al Rey expresándole su confusión al no haber logrado “…descubrir de donde tuvo la derivación y título de Costa Rica siendo tan sumamente pobre”.
Lo cierto; sin embargo, es que la denominación resultó ser perfecta. No por la abundancia de oro o de mano de obra esclava –recursos escasísimos en la provincia recién descubierta y conquistada– , sino por la calidad humana de quienes la habitaban y por la extraordinaria belleza natural que la distinguía. Rasgos, éstos, perdurables y cada vez más notorios en el país. Es sintomático, a este respecto, que los descubridores describieran la zona de Cariari, allá por setiembre de 1502, como una “…isleta verde, fresquísima, llana, de grandes florestas, que parecía un vergel deleitable…”.
Sí, en medio de montañas, valles, llanuras y ríos, el “cielo azul” empezó a cobijar a un pueblo ejemplar, trabajador, pacífico y previsor, síntesis fecunda de tradiciones europeas, aborígenes y afrocaribeñas, abierto a las más variadas influencias e interacciones; y favorecido por una naturaleza abigarrada, casi barroca, que sobresale entre las dos masas continentales de América del Norte y América del Sur. La ubicación del país en la zona intertropical lo convierten en una región con abundantes precipitaciones, cálidas temperaturas y una diversidad de fauna y flora poco comunes.
Calidad humana y belleza natural conforman, así, los dos pivotes de la historia patria. No se crea, sin embargo, que “calidad humana” es sinónimo de adaptación a-crítica y pasividad o, en su defecto, que “belleza natural” encierra en su significado una sutíl referencia a la inercia de la contemplación estética. Nada más alejado de la idiosincrasia costarricense.
El escenario, histórico y natural, humano y telúrico, en su grandiosidad y exceso, revela una realidad móvil y ascendente; un pueblo sencillo, humilde, pero sabio; capaz, como pocos, de conciliar la libertad y el orden, la economía y la equidad, la justicia y el derecho. Sí, los costarricenses, esos hombres y mujeres, jóvenes e infantes con quienes compartí en las travesías y travesuras que me llevaron a fotografiar la geografía de la patria y los rostros y faenas de sus habitantes, son seres especiales –lo digo sin metáfora–, literalmente, especiales por su generosidad, por su sencillez, por su hondura y por su fe en sí mismos. En todo lugar –rural, urbano, en la montaña o en la ciudad–, cualquiera sea la circunstancia y la hora, el morador de estas tierras brinda sin pensar una mano amiga, una palabra amable, así lo experimenté en mis recorridos, así lo viví, así lo escribo, así lo siento. Sea en San José, Alajuela, Cartago, Heredia, Puntarenas, Guanacaste o Limón; en cualquier montaña, valle, bosque o playa; en los caserios y vecindarios, en las grandes ciudades o en los pequeños pueblos, siempre encontré el apoyo de la gente, testimonio elocuente de la singularidad del desarrollo nacional en el contexto regional
Quizás esos rasgos de la psicología del tico, la sutíl diplomacia de sus relaciones y la profundidad de sus gestos cotidianos, ausentes de adorno pero plenos de elegancia, le han permitido construir una sociedad que –otra vez sin metáfora– es modélica; con defectos, claro, los vacíos son muchos y notorios, pero en la oscuridad de lo ausente y deseable, se dibuja siempre la luz de las conquistas irrenunciables y las utopías hechas realidad, serpentea la esperanza que todo lo puede y lo asume para transformalo. Un breve vistazo, ciertamente no de especialista, a la historia del país, así lo evidencia y atestigua.
Lograda la independencia, en 1821, la evolución del país ofrece lecciones singulares en el contexto latinoamericano y mundial. Durante el siglo XIX, en especial en su primera mitad, se propició el acceso gratuito a la tierra, lo que facilitó consolidar una sociedad rural de pequeños propietarios libres, sin esclavitud o con poca incidencia del trabajo esclavo.
En la segunda mitad de ese mismo siglo se impulsaron importantes reformas educativas que concluyeron en la creación de un sistema de educación primaria, común y obligatorio, destinado a elevar la cultura general de los habitantes y a convertirse en muralla de contención de las tentaciones dictatoriales, tan comunes en otras latitudes.
Entre 1940 y 1950 se llevó a cabo una verdadera revolución, la primera en su género en América Latina, que dio por resultado una sociedad más equitativa en lo económico y solidaria en lo social. En esos años se promulgó el Código de Trabajo, el capítulo constitucional de las Garantías Sociales, se creó el Seguro Social, se dotó de programas de vivienda a cientos de costarricenses de escasos recursos, se eliminó el ejército y se mejoró el sistema electoral.
Sobre la base de las transformaciones apuntadas el país se enrumbó, entre 1950 y 1978, hacia mejoras continuas en las condiciones de vida de la población y en la preservación de su biodiversidad. Se creó el Sistema Nacional de Salud, se abatió la mortalidad infantil y se redujo drásticamente la pobreza. A partir de 1982 se inicia un acelerado proceso de cambio –que dura hasta nuestros días– tendiente a intensificar la incorporación de la economía local al sistema económico internacional, desarrollando, al mismo tiempo, su tradicional sentido de la equidad y de solidaridad social.
A la fecha Costa Rica ocupa un lugar de privilegio en el índice de Desarrollo Humano, equivalente al de los países desarrollados del mundo y superior, incluso, al de sociedades con un acopio de recursos mucho mayor. Sin duda, la evolución de la sociedad costarricense representa un ejemplo originalísimo de adecuada combinación entre los requerimientos del crecimiento económico y las demandas de la equidad. ¿Cómo ha sido esto posible? Muchas son las razones, los conocedores del tema señalan, entre otras, las siguientes: la inclinación de los grupos dirigentes a prever las necesidades futuras de la sociedad (capacidad previsora), los vínculos comunicativos entre grupos dirigentes y comunidades, lo que ha facilitado elaborar proyectos nacionales de desarrollo y la idiosincrasia del “tico”, tendiente a la búsqueda de soluciones concertadas a los problemas colectivos o individuales.
Los valores de respeto al otro, de diálogo y búsqueda permanente de consensos, no son en Costa Rica vocablos retóricos, sino realidades cotidianas. Si de alguna manera hubiese que definir el perfil psicológico de la sociedad nacional, el enunciado bien puede ser el siguiente: la sociedad que con más ahínco y sin desmayo busca siempre el acuerdo.
En el fondo de este extraordinario proceso de formación nacional y aventura histórica, se esconde, como “hilo” conductor y fuente de inspiración, el pueblo costarricense, ese ser anónimo, incógnito en los pliegues de la historia, en su amor a la libertad y a la paz, silencioso y valeroso en su consagración al trabajo, heroico y gigantesco en lo cotidiano.
De ese pueblo, de su historia, de sus sueños, de su presente, de sus valores y tradiciones, de la geografía y belleza del territorio que habita, quieren ser testimonio vivo y elocuente las fotografías y los textos del libro que ahora tienes en tus manos. Hay muchas formas de recrear la sensibilidad de una nación, la seducción de un paisaje, la sonrisa de un niño; la que mejor conozco es ésta. Combinar la luz, los colores y las sombras, dejar fijada en la inmovilidad eterna de un momento, toda la pasión y todo el peregrinaje aventurero y hondo de un pueblo; toda la variedad, excitación, provocación y exuberancia del aire fresco, de la montaña indómita, del mar embravecido o quieto, del rostro alegre, duro, triste, apasionado. Este es mi arte y mi entrega a Costa Rica.
En cada línea y fotografía, en cada sombra, en cada destello de luz, color y fantasía, se arremolina el recuerdo de la patria viva, del terruño, de la gente amable y humilde que transita en los campos y montañas, en los caminos y senderos, en las ciudades y vecindarios; y que desde lo profundo de sí misma, construye el presente, conjura el futuro.
#AmorPorColombia
Un pueblo, muchos rostros.
De las bellas y enfurecidas profundidades del mar nació el territorio que un día llevaría por nombre “Costa Rica”, cuyos caminos, valles y montañas verían surgir un pueblo singular, pleno de la sencillez que da la naturaleza y de la hondura sapiencial del trabajo, la libertad y la hospitalidad, características que distinguen al “tico” y lo convierten en un tipo humano que seduce y atrae, envuelve y enamora a quienes se relacionan con su historia y sus aventuras. Pacífico, conciliador, solidario, caritativo, emprendedor y confiado en su propia capacidad, así es el costarricense desde los tiempos coloniales hasta hoy. Éstos rasgos le permitieron, desde muy temprano, crear un gobierno de leyes y no de hombres, de normas y no de autoridades. Así, a la belleza innata de la naturaleza se unió la belleza humana y cultural de un perfil social particular en la extensa geografía de América.
Las tierras de Costa Rica son de formación reciente. Hace tan sólo unos 150 millones de años el sitio que hoy ocupa el país era un canal que comunicaba el Océano Pacífico con el Atlántico. En ese puente interoceánico, sacudido por una intensa, duradera y profunda actividad volcánica submarina, surgieron a la superficie algunas partes sólidas.
En un primer momento, se formaron islas volcánicas que ocuparon los sitios de las actuales penínsulas de Santa Elena, Nicoya y Osa. El choque de las placas tectónicas de Cocos y Caribe produjo ese fenómeno. Nuevos movimientos de tierra y roces entre placas dieron lugar a la denominada actividad orogénica –formación de montañas–. Aparecieron entonces, en toda su majestuosidad y belleza, la Cordillera de Talamanca, la Cordillera Volcánica de Guanacaste, la de Tilarán y la Volcánica Central. Se formaron los volcanes Turrialba, Irazú, Barva, Poás, Viejo, Arenal, Tenorio, Miravalles, Rincón de la Vieja y Orosí, entre otros. La portentosa y sorprendente actividad sísmica –señal de vida y de energía desbocadas– dio lugar, además, a un sinnúmero de depresiones como la del Valle Central, el Valle del General y Coto Brus.
Finalmente, los ríos arrastraron materiales que al acumularse en la orilla, poco a poco, desplazaron al mar. En ese instante se definió la forma actual del país. Todo quedó preparado para recibir, provenientes del norte y del sur de América, múltiples especies de flora y fauna. Aún no aparecía el elemento humano, todavía restaban unos cientos de años para que el pensamiento, la sabiduría y el trabajo de un pueblo edificara sobre esta geografía tropical y húmeda, una experiencia excepcional de organización social y económica.
Entre tanto, se consolidaban los valles, llanuras y planicies. Una red hidrográfica extraordinaria hizo su aparición e irrigó el territorio multicolor. Los innumerables ríos, riachuelos y arroyos –de poca extensión todos ellos– acostumbraban unirse, como lo siguen haciendo hoy, para desembocar en los océanos. En la vertiente del Pacífico se encuentran los ríos Tempisque, Grande de Tárcoles, Pirrís, Grande de Térraba y Coto-Colorado; en la vertiente del Caribe se ubican el Colorado, el Tortuguero, el Parismina, el Pacuaré, el Matina y Chirripó, el Estrella y el Sixaola; finalmente, en la subvertiente norte fluyen los ríos Sapoá, Frío, San Carlos y Sarapiquí.
Pasado algún tiempo, concluido el proceso de formación geológica, el territorio de la futura Costa Rica fue llenándose de vida humana, pequeñas pero sólidas organizaciones aborígenes se extienderon con rapidez, anhelantes y vitales. Cazadores y recolectores, primero, agricultores incipientes, tempranos y tardíos, después, hicieron posible que la sociedad precolombina acumulara un legado irrenunciable de conocimientos sobre la naturaleza y la condición humana.
Se estructuraron sociedades en torno al hogar, el alimento, la propiedad y la salud. A los años, entre montañas, valles y claros ríos, una civilización rebosante imprimía trabajo y creatividad en un “espacio” cultural inédito. Cabécares, Bribris, Bruncas, Térrabas, Guaymíes, Huetares, Malekus y Chorotegas, pululaban y dejaban su sello indeleble en el tiempo y el espacio.
Muy lejos, en otras tierras, luego de progresos económicos y sociales, especialmente tecnológicos y científicos, los europeos se aprestaban a emprender el descubrimiento y conquista del Nuevo Mundo. Francia, España, Portugal, Inglaterra, sobresalían en la competencia económica y militar implicada en las aventuras marinas y marineras de las potencias del viejo continente. En el transcurso de pocos siglos, la humanidad viviría una de sus epopeyas más trascendentales, aún no concluida: el encuentro multicultural de pueblos y colores, no exento, por supuesto, de diferencias y conflictos, pero pleno de esperanza.
Cuando los españoles, dirigidos por el Almirante Cristóbal Colón, arribaron a Cariari, hoy Puerto Limón, el 25 de setiembre de 1502, encontraron una pequeña población aborigen que les sorprendió por su hospitalidad y vocación de servicio. Pedro Mártir de Anglería, refiriéndose a los casi doscientos indígenas que dieron la bienvenida a los visitantes, dejó su testimonio al escribir: “En este puerto Cariari, se presentaron unos doscientos indígenas llevando en la mano tres y cuatro dardos, aunque eran pacíficos y hospitalarios; pero esperaban preparados a saber qué quería aquella gente nueva; pidieron ponerse al habla, y, dada señal de paz, a nado llegaron a los nuestros, comenzaron a hacer tratos y pidieron permuta de objetos…Tanta cortesía tienen las cariairenses y tanta benignidad, que dar les gustaba más que recibir…”.
La historia que había iniciado en las profundidades del mar, agitada por las energías volcánicas y las fuerzas vivientes de la tierra, alcanzó entonces un nuevo punto de su evolución, que no ha dejado de exteriorizarse y enriquecerse desde aquel encuentro multicultural. Al abrazo fraterno entre los visitantes y la población autóctona, no eximido, conviene decirlo, de alguna desconfianza y resistencia –recuérdese la rebelión de los indígenas de Talamanca–, se agregó, siglos después, como en un círculo concéntrico, la raíz cultural afrocaribeña. Así, en este pequeño territorio, formado, como todo el planeta, gracias a poderosas energías internas, confluyeron en un haz maravilloso la vertiente cultural española, la aborigen y la afrocaribeña, hasta llegar a conformar la identidad nacional, enriquecida, en diversos momentos de su historia, por la inmigración china y de otras regiones europeas.
A la fecha, la impronta de las tradiciones españolas es notoria en las más diversas manifestaciones culturales, desde la religión, el idioma y los alimentos básicos. La influencia de la corriente afrocaribeña se hace sentir en el denominado mekatelyu –inglés criollo limonense–, y en alimentos típicos de la costa del Caribe como el “rice and beans” (arroz y fríjoles con aceite de coco), “pan bon” (pan con miel de tapa), “pati” (empanadas de harina, carne de pollo o res, chile y otros) y el “combute” (carne de caracol preparada con especias picantes y leche de coco). El legado indígena se concreta en conocimientos sobre el uso y cultivo de plantas medicinales, en la transferencia de un sinnúmero de vocablos al lenguaje común, tales como burío, poró y surá –árboles maderables– y achiote, aguacate, ayote, cacao, camote, comal, coyol, chagüite, chile, chocolate y elote, aplicados a diversos productos alimenticios.
¿Cuándo se le dio nombre a estas tierras? A esta faja de tierra, estrecha y exuberante, atravesada por múltiples montañas y bañada por las aguas del Mar Caribe y del Océano Pacífico, se le conoce, desde mediados del siglo XVI con el nombre de “Costa Rica”. Cuentan los historiadores que dicha denominación se debe a don Rodrigo de Contreras, quien en una cédula de 1541 o 1542 escribió: “…estando en la costa rica”.
Con el paso del tiempo, la historia de las gentes que han habitado o habitan el territorio, así como la extraordinaria riqueza natural que lo distingue, confirman el indudable acierto de quienes idearon su nombre. Éstos, probablemente, en su momento no lograron aquilatar todo el significado del título que habían escogido, como se hace notorio al leer, en una cédula de 1626 referida a “costa rica” que “…no había más de cincuenta vecinos, todos pobres por no tener comercio ni contrataciones…” o al recordar las palabras de don Diego de la Haya, quien encontrándose en Cartago le escribió al Rey expresándole su confusión al no haber logrado “…descubrir de donde tuvo la derivación y título de Costa Rica siendo tan sumamente pobre”.
Lo cierto; sin embargo, es que la denominación resultó ser perfecta. No por la abundancia de oro o de mano de obra esclava –recursos escasísimos en la provincia recién descubierta y conquistada– , sino por la calidad humana de quienes la habitaban y por la extraordinaria belleza natural que la distinguía. Rasgos, éstos, perdurables y cada vez más notorios en el país. Es sintomático, a este respecto, que los descubridores describieran la zona de Cariari, allá por setiembre de 1502, como una “…isleta verde, fresquísima, llana, de grandes florestas, que parecía un vergel deleitable…”.
Sí, en medio de montañas, valles, llanuras y ríos, el “cielo azul” empezó a cobijar a un pueblo ejemplar, trabajador, pacífico y previsor, síntesis fecunda de tradiciones europeas, aborígenes y afrocaribeñas, abierto a las más variadas influencias e interacciones; y favorecido por una naturaleza abigarrada, casi barroca, que sobresale entre las dos masas continentales de América del Norte y América del Sur. La ubicación del país en la zona intertropical lo convierten en una región con abundantes precipitaciones, cálidas temperaturas y una diversidad de fauna y flora poco comunes.
Calidad humana y belleza natural conforman, así, los dos pivotes de la historia patria. No se crea, sin embargo, que “calidad humana” es sinónimo de adaptación a-crítica y pasividad o, en su defecto, que “belleza natural” encierra en su significado una sutíl referencia a la inercia de la contemplación estética. Nada más alejado de la idiosincrasia costarricense.
El escenario, histórico y natural, humano y telúrico, en su grandiosidad y exceso, revela una realidad móvil y ascendente; un pueblo sencillo, humilde, pero sabio; capaz, como pocos, de conciliar la libertad y el orden, la economía y la equidad, la justicia y el derecho. Sí, los costarricenses, esos hombres y mujeres, jóvenes e infantes con quienes compartí en las travesías y travesuras que me llevaron a fotografiar la geografía de la patria y los rostros y faenas de sus habitantes, son seres especiales –lo digo sin metáfora–, literalmente, especiales por su generosidad, por su sencillez, por su hondura y por su fe en sí mismos. En todo lugar –rural, urbano, en la montaña o en la ciudad–, cualquiera sea la circunstancia y la hora, el morador de estas tierras brinda sin pensar una mano amiga, una palabra amable, así lo experimenté en mis recorridos, así lo viví, así lo escribo, así lo siento. Sea en San José, Alajuela, Cartago, Heredia, Puntarenas, Guanacaste o Limón; en cualquier montaña, valle, bosque o playa; en los caserios y vecindarios, en las grandes ciudades o en los pequeños pueblos, siempre encontré el apoyo de la gente, testimonio elocuente de la singularidad del desarrollo nacional en el contexto regional
Quizás esos rasgos de la psicología del tico, la sutíl diplomacia de sus relaciones y la profundidad de sus gestos cotidianos, ausentes de adorno pero plenos de elegancia, le han permitido construir una sociedad que –otra vez sin metáfora– es modélica; con defectos, claro, los vacíos son muchos y notorios, pero en la oscuridad de lo ausente y deseable, se dibuja siempre la luz de las conquistas irrenunciables y las utopías hechas realidad, serpentea la esperanza que todo lo puede y lo asume para transformalo. Un breve vistazo, ciertamente no de especialista, a la historia del país, así lo evidencia y atestigua.
Lograda la independencia, en 1821, la evolución del país ofrece lecciones singulares en el contexto latinoamericano y mundial. Durante el siglo XIX, en especial en su primera mitad, se propició el acceso gratuito a la tierra, lo que facilitó consolidar una sociedad rural de pequeños propietarios libres, sin esclavitud o con poca incidencia del trabajo esclavo.
En la segunda mitad de ese mismo siglo se impulsaron importantes reformas educativas que concluyeron en la creación de un sistema de educación primaria, común y obligatorio, destinado a elevar la cultura general de los habitantes y a convertirse en muralla de contención de las tentaciones dictatoriales, tan comunes en otras latitudes.
Entre 1940 y 1950 se llevó a cabo una verdadera revolución, la primera en su género en América Latina, que dio por resultado una sociedad más equitativa en lo económico y solidaria en lo social. En esos años se promulgó el Código de Trabajo, el capítulo constitucional de las Garantías Sociales, se creó el Seguro Social, se dotó de programas de vivienda a cientos de costarricenses de escasos recursos, se eliminó el ejército y se mejoró el sistema electoral.
Sobre la base de las transformaciones apuntadas el país se enrumbó, entre 1950 y 1978, hacia mejoras continuas en las condiciones de vida de la población y en la preservación de su biodiversidad. Se creó el Sistema Nacional de Salud, se abatió la mortalidad infantil y se redujo drásticamente la pobreza. A partir de 1982 se inicia un acelerado proceso de cambio –que dura hasta nuestros días– tendiente a intensificar la incorporación de la economía local al sistema económico internacional, desarrollando, al mismo tiempo, su tradicional sentido de la equidad y de solidaridad social.
A la fecha Costa Rica ocupa un lugar de privilegio en el índice de Desarrollo Humano, equivalente al de los países desarrollados del mundo y superior, incluso, al de sociedades con un acopio de recursos mucho mayor. Sin duda, la evolución de la sociedad costarricense representa un ejemplo originalísimo de adecuada combinación entre los requerimientos del crecimiento económico y las demandas de la equidad. ¿Cómo ha sido esto posible? Muchas son las razones, los conocedores del tema señalan, entre otras, las siguientes: la inclinación de los grupos dirigentes a prever las necesidades futuras de la sociedad (capacidad previsora), los vínculos comunicativos entre grupos dirigentes y comunidades, lo que ha facilitado elaborar proyectos nacionales de desarrollo y la idiosincrasia del “tico”, tendiente a la búsqueda de soluciones concertadas a los problemas colectivos o individuales.
Los valores de respeto al otro, de diálogo y búsqueda permanente de consensos, no son en Costa Rica vocablos retóricos, sino realidades cotidianas. Si de alguna manera hubiese que definir el perfil psicológico de la sociedad nacional, el enunciado bien puede ser el siguiente: la sociedad que con más ahínco y sin desmayo busca siempre el acuerdo.
En el fondo de este extraordinario proceso de formación nacional y aventura histórica, se esconde, como “hilo” conductor y fuente de inspiración, el pueblo costarricense, ese ser anónimo, incógnito en los pliegues de la historia, en su amor a la libertad y a la paz, silencioso y valeroso en su consagración al trabajo, heroico y gigantesco en lo cotidiano.
De ese pueblo, de su historia, de sus sueños, de su presente, de sus valores y tradiciones, de la geografía y belleza del territorio que habita, quieren ser testimonio vivo y elocuente las fotografías y los textos del libro que ahora tienes en tus manos. Hay muchas formas de recrear la sensibilidad de una nación, la seducción de un paisaje, la sonrisa de un niño; la que mejor conozco es ésta. Combinar la luz, los colores y las sombras, dejar fijada en la inmovilidad eterna de un momento, toda la pasión y todo el peregrinaje aventurero y hondo de un pueblo; toda la variedad, excitación, provocación y exuberancia del aire fresco, de la montaña indómita, del mar embravecido o quieto, del rostro alegre, duro, triste, apasionado. Este es mi arte y mi entrega a Costa Rica.
En cada línea y fotografía, en cada sombra, en cada destello de luz, color y fantasía, se arremolina el recuerdo de la patria viva, del terruño, de la gente amable y humilde que transita en los campos y montañas, en los caminos y senderos, en las ciudades y vecindarios; y que desde lo profundo de sí misma, construye el presente, conjura el futuro.