- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Texto principal
Naturaleza muerta. 1976-1977. Bronce, edición de 6. 152,5 x 188 x 109 cm
Perro y cojín. 1976. Bronce. 37 x 40 x 42 cm. Casino de Montecarlo.
Venus (mujer de pie). 1977-1978. Bronce, edición de 6 más 2 pruebas de artista. 185 x 85 x 65 cm
Muñeca. 1976-1977. Bronce, edición de 6. 161 x 104 x 63,5 cm
Caballo. 1981. Bronce, edición de 6. 86 x 80 x 50 cm
Racimo de flores. 1977-1978. Bronce. 130 x 85 x 85 cm
General. 1981-1982. Resina de poliéster, edición de 6. 146 x 91 x 47 cm
Pájaro en una columna. 1976. Bronce, edición de 6. 219 x 88 x 88 cm
Pedro en un caballo. 1977. Epoxia pintada. 153 x 90 x 80 cm
Hombre fumando. 1976. Bronce y marfil. 57 x 50 x 48 cm
Cabeza de una dama de sociedad. 1976. Bronce. 48 x 30 x 25 cm
Serpiente multicolor. 1981. Epoxia polícroma, edición de 7. 122 x 89 x 142 cm
Pequeña prostituta. 1981-1982. Resina de poliéster, edición de 6. 158,5 x 89 x 68,5 cm
Naturaleza muerta en relieve. 1982. Epoxia blanca. 77 x 67 x 30,5 cm
Naturaleza muerta con fruta (mesa). 1981. Epoxia blanca. 170 x 67 x 80 cm
La mano. 1977. Bronce. 47 x 30 x 25 cm
Mujer con sombrilla. 227 x 92 x 85 cm. Hombre con bastón. 201 x 86 x 66 cm. 1977. Bronces.
Naturaleza muerta con jarra y botella. 1981. Bronce, edición de 6. 86 x 80 x 50 cm
Gallo. 1981. Bronce. 67 x 72 x 58 cm
Pájaro. 1981. Bronce, edición de 6. 42,5 x 33 x 37 cm
La mano. 1981. Bronce. 88,5 x 58,5 x 45,5 cm
Muñeca. 1981. Bronce, edición de 6. 55 x 65.5 x 59 cm
Los amantes. 1982. Bronce, edición de 6 más 2 pruebas de artista. 92 x 55 x 56 cm
Torso femenino. 1982. Bronce, edición de 2. 331 x 183 x 122 cm. Campos Elíseos, París. 1992
Torso femenino. 1982. Bronce, edición de 2. 331 x 183 x 122 cm. Plaza del Comercio, Lisboa. 1998
Torso femenino. 1982. Bronce, edición de 2. 331 x 183 x 122 cm. Park Avenue, Nueva York. 1993
Cabeza. 1983. Bronce, edición de 3. 120 x 130 x 130 cm.
Cabeza. 1981-1982. Mármol de Siena, única. 49 x 34 x 37 cm.
Cabeza de mujer. 1983. Bronce, edición de 9. 37 x 28 x 34 cm.
Cabeza de hombre. 1981. Bronce, edición de 9. 38 x 28 x 32 cm
Mujer con serpiente. 1983. Bronce, edición de 9. 14 x 44,5 x 25,5 cm
Bailarines (de Beani). 1993. Bronce, edición de 6. 53,5 x 29 x 21,5 cm
Mujer con serpiente. 1982. Bronce. 35,5 x 110,5 x 59 cm
Gato. 1984. Bronce, edición de 3. 104 x 340 x 104 cm. Campos Elíseos, París. 1992
Gato. 1984. Bronce, edición de 3. 104 x 340 x 104 cm. Montecarlo. 1992
Gato. 1984. Bronce, edición de 3. 104 x 340 x 104 cm. Park Avenue, Nueva York. 1993
Gato. 1984. Bronce, edición de 3. 104 x 340 x 104 cm. Lugano. 1997
Loro. 1981. Bronce, edición de 6. 147,5 x 40,5 x 40,5 cm.
Perro (sentado). 1981. Bronce, edición de 6. 74 x 76 x 68,5 cm.
Hombre a caballo. 1984. Bronce, edición de 3. 250 x 193 x 132 cm.
Hombre a caballo. 1984. Mármol. 250 x 193 x 132 cm.
Muchacha con lazo. 1983. Mármol. 39 x 35,5 x 32 cm.
Figura recostada. 1985. Bronce, edición de 3. 90 x 135 x 76 cm. Casino de Montecarlo. 1992
Muchacha recostada. 1989. Bronce, edición de 3. 152,4 x 229,9 x 116,8 cm. Campos Elíseos, París. 1992
Muchacha recostada. 1989. Bronce, edición de 3. 152 x 229,9 x 116,8 cm. Musée Olympique, Lausana.
El pudor. 1981. Bronce, edición de 6. 55 x 65,5 x 59 cm.
Bailarina. 1988. Bronce, edición de 6. 83 x 54,5 x 39,5 cm.
Caballo. 1985. Bronce, edición de 6. 130 x 145 x 78 cm. Casino de Montecarlo. 1992
Francia. 1985. Bronce, edición de 6. 134,5 x 43 x 43 cm.
Soldado romano. 1986. Bronce, edición de 2. 373 x 282 x 225 cm. Paseo de Recoletos, Madrid. 1994
Mujer con cigarro. 1987. Bronce, edición de 6. 185 x 158 x 360 cm. Montecarlo. 1992
Mujer con cigarro. 1987. Bronce, edición de 6. 185 x 158 x 360 cm. Forte Belvedere, Florencia. 1991
Cabeza neoclásica. 1986. Bronce. 84 x 65 x 65 cm.
Mujer recostada con espejo. 1987. Bronce, edición de 3. 90 x 465 x 120 cm. Paseo de Recoletos, Madrid. 1994
Venus. 1987. Bronce. 180 x 80 x 60 cm. Casino de Montecarlo. 1992
Los amantes. 1982. Bronce, edición de 6 más 2 pruebas de artista. 92 x 55 x 56 cm.
Mujer sentada. 1987. Bronce, edición de 6. 61 x 22,2 x 31,8 cm.
Rapto de Europa. 1992. Bronce, edición de 3. 315 x 211 x 183 cm. Park Avenue, Nueva York. 1993
Rapto de Europa. 1992. Bronce, edición de 3. 315 x 211 x 183 cm. Paseo de Recoletos, Madrid. 1994
Rapto de Europa. 1992. Bronce, edición de 3. 315 x 211 x 183 cm. Placa del Comercio, Lisboa. 1998
Mujer recostada. 1987. Bronce pátina verde, edición de 3. 70 x 174 x 67 cm.
Pájaro. 1992. Bronce, edición de 3. 245 x 310 x 250 cm. Placa del Comercio, Lisboa. 1998
Pájaro. 1992. Bronce, edición de 3. 245 x 310 x 250 cm. Campos Elíseos, París. 1992
Cabeza. 1989. Bronce. 79 x 39 x 32 cm.
Madre e hijo. 1988. Bronce, edición de 3. 208,3 x 114,9 x 69,2 cm.
Hombre y mujer. 1989. Bronce, edición de 6. 37 x 45 x 29,5 cm.
Perro. 1989. Bronce, edición de 6. 56 x 22,5 x 42 cm.
Figura recostada. 1988. Bronce, edición de 6. 27 x 57,5 x 28 cm.
Mujer de pie. 1989. Bronce, edición de 3. 312 x 125 x 90 cm. Plaza del Comercio, Lisboa. 1998
Mujer de pie. 1996. Bronce, edición de 6. 80 x 32 x 24 cm.
Mujer recostada con manzana. 1991. Bronce. 55 x 22 x 45 cm.
Mujer recostada con manzana. 1991. Bronce. 55 x 22 x 45 cm.
Figura recostada. 1989. Mármol, única. 33 x 57,6 x 24,5 cm.
Mujer de pie. 1989. Mármol, única. 121 x 38 x 30,5 cm.
Naturaleza muerta con guitarra. 1989. Mármol, única. 38 x 45 x 25 cm.
Naturaleza muerta. 1989. Bronce. 26,5 x 22 x 24 cm.
Hombre caminando. 1989. Mármol, edición de 3. 210 x 75 x 114 cm. Montecarlo. 1992
Mujer de pie sosteniendo su cabellera. 1990. Bronce, edición de 6. 72,4 x 19 x 20 cm.
Mujer acostada. 1990. Bronce, edición de 6. 29 x 46,5 x 18,5 cm.
Mujer recostada. 1993. Bronce, edición de 3. 135 x 349 x 167 cm.
Los amantes. 1992. Bronce, edición de 3. 252 x 140 x 140 cm.
Arcángel. 1990. Bronce, edición de 3. 208 x 80 x 75 cm.
Hombre con bastón. 1990. Mármol, única. 107 x 53 x 29 cm.
Hombre. 1990. Bronce. 188 x 75 x 78 cm.
Bañista. 1990. Bronce, edición de 6. 30 x 51 x 24 cm.
Mujer recostada. 1991. Bronce, edición de 6. 30,5 x 58,5 x 26,7 cm.
Mujer a caballo. 1990. Bronce, edición de 3. 180 x 120 x 105 cm. Montecarlo. 1992
Ballerina en traje. 1990. Bronce, edición de 6. 91 x 50 x 32 cm.
Mujer sentada. 1990. Mármol, única. 52 x 27 x 33 cm.
Eva. 1990. Bronce, edición de 3. 360 x 140 x 120 cm.
Mujer sentada. 1991. Bronce, edición de 3. 300 x 190 x 200 cm. Campos Elíseos, París. 1992
Mujer sentada. 1991. Bronce, edición de 3. 300 x 190 x 200 cm. Plaza del Comercio, Lisboa. 1998
Amantes. 1991. Bronce, edición de 6. 21,5 x 59,6 x 28,5 cm. Casino de Montecarlo. 1992
Insomnia. 1990. Bronce. 71,2 x 138,5 x 119,7 cm. Casino de Montecarlo. 1992
Venus durmiendo. 1990. Bronce, edición de 6. 44,5 x 153 x 53,3 cm.
Homenaje a Canova. 1989-1990. Bronce, edición de 6. 59,4 x 40,3 x 52,1 cm.
Torso. 1992. Bronce, edición de 3. 390 x 249 x 165 cm. Campos Elíseos, París. 1992
Torso. 1992. Bronce, edición de 3. 390 x 249 x 165 cm. Plaza del Comercio, Lisboa. 1998
Mujer recostada. 1992. Bronce, edición de 3. 93 x 246 x 90 cm.
Mujer recostada. 1992. Bronce, edición de 3. 93 x 246 x 90 cm.
Hombre a caballo. 1992. Bronce, edición de 3. 244 x 123 x 160 cm. Paseo de Recoletos, Madrid. 1994
La mano izquierda. 1992. Bronce, edición de 3. 280 x 140 x 175 cm.
La mano izquierda. 1992. Bronce, edición de 3. 260 x 140 x 175 cm. Campos Elíseos, París. 1992
La mano izquierda. 1992. Bronce, edición de 3. 280 x 140 x 175 cm. Park Avenue, Nueva York. 1993
Caballo. 1990. Mármol. 53 x 28 x 40 cm.
Caballo. 1992. Bronce, edición de 3. 287 x 175 x 230 cm. Park Avenue, Nueva York. 1993
Naturaleza muerta con naranjas. 1994. Bronce, edición de 3. 142 x 149 x 67 cm.
Bailarines. 1995. Bronce, edición de 6. 62,2 x 47 x 23,5 cm.
Bailarines (relieve). 1994. Bronce pátina gris, edición de 6. 58 x 45 x 12 cm.
Leda y el cisne. 1995. Bronce, edición de 6. 36,8 x 73,7 x 23,5 cm.
Mujer y caballo. 1995. Bronce, edición de 6. 71 x 54 x 29 cm.
La vida. 1995. Bronce, edición de 6. 62 x 54 x 16 cm.
Caballo. 1995. Bronce, edición de 6. 51.1 x 27.9 x 52 cm
Mujer de pie. 1995. Bronce, edición de 6. 87 x 25,5 x 25,5 cm.
Mujer y caballo. 1993. Bronce. 60 x 29 x 32 cm.
Mujer pájaro. 1992. Bronce. 30 x 21 x 56 cm.
Los amantes. 1991. Bronce, edición de 6. 21,5 x 59,6 x 28,5 cm.
El sueño. 1996. Bronce, edición de 6. 69 x 29 x 28,5 cm.
Mujer recostada. 1996. Bronce, edición de 6. 64,5 x 19,8 x 21 cm.
Hombre, mujer, niño. 1996. Bronce, edición de 6. 52,5 x 26,5 x 71 cm.
Rapto de Europa. Sin fecha. Bronce, pátina marrón. 63,5 x 47 x 31 cm.
Mujer recostada. 1995. Bronce, edición de 6. 64 x 21,3 x 24,8 cm.
Mujer de pie. 1981. Bronce, edición de 6. 109 x 58,5 x 47,5 cm.
Perro. 1993. Bronce, edición de 3. 230 x 321 x 150 cm. Plaza del Comercio. 1998
Mujer recostada con fruto. 1996. Bronce, edición de 3. 143 x 118 x 363 cm. Plaza del Comercio, Lisboa. 1998
Mujer recostada con fruto. 1996. Bronce, edición de 3. 143 x 118 x 363 cm. Plaza del Comercio, Lisboa. 1998
Mujer a caballo. 1990. Bronce, edición de 3. 180 x 120 x 105 cm.
Maternidad. 1996. Bronce. 57 x 24,5 x 18 cm.
Mujer sentada. 1996. Bronce. 42 x 35,5 x 35 cm.
Bailarina. 1993. Bronce, edición de 6. 71 x 35,6 x 30,5 cm.
Hombre a caballo (detalle). 1992. Bronce, edición de 3. 244 x 123 x 160 cm. Campos Elíseos, París. 1992
Torso. 1992. Bronce, edición de 3. 390 x 249 x 165 cm. Campos Elíseos, París. 1992
Hombre con bastón. 1986. Bronce. 240 x 68 x 120 cm. Madre e hijo. 1989. Bronce, edición de 3. 208,3 x 114,9 x 69,2 cm Forte Belvedere, Florencia. 1991
Torso (detalle). 1992. Bronce, edición de 3. 390 x 249 x 165 cm.
Sala de esculturas Fernando Botero en el Museo de Antioquia. Medellín, Colombia.
Hombre con bastón (detalle). 1977. Bronce. 201 x 86 x 66 cm.
Torso. 1992. Bronce, edición de 3. 390 x 249 x 165 cm. Parque San Antonio, Medellín.
Eva (detalle). 1990. Bronce. 370 x 140 x 120 cm.
Venus durmiendo. 1994. Bronce, edición de 3. 138 x 356 x 180 cm. Plaza de San Antonio, Medellín.
Pájaro. 1992. Bronce, edición de 3. 245 x 310 x 250 cm. Forte Belvedere, Florencia. 1991
Hombre caminando. 1989. Bronce, edición de 3. 210 x 75 x 114 cm. Paseo de Recoletos, Madrid.
Eva. 1990. Bronce, edición de 3. 360 x 140 x 120 cm. Plaza del Comercio, Lisboa. 1998.
Maternidad. 1995. Bronce. 62 x 25 x 32 cm.
Mujer con cigarro. 1987. Bronce, edición de 6. 185 x 158 x 360 cm. Proceso de montaje de la exposición de Lugano. 1997.
Botero acomoda la escultura Mujer con cigarro durante el proceso de transporte de la exposición de Lugano. 1997.
Depósito con algunas esculturas monumentales antes del montaje de la exposición de Lugano. 1997.
Perro 1976. Bronce. 40 x 30,5 x 43 cm.
Venus recostada. 1988. Bronce. 152 x 229 x 116 cm. Broadgate, Londres.
Soldado romano. 1985. Bronce, edición de 2. 373 x 282 x 225 cm.
Amantes. 1992. Bronce, edición de 3. 252 x 140 x 140 cm.
Figura recostada. 1984. Bronce, 2 pruebas de artista. 121,9 x 278,8 x 175,4 cm. Campos Elíseos, París. 1992
Hombre de pie. 1992. Bronce, edición de 3. 298 x 113 x 135 cm. Campos Elíseos, París. 1992
Esfinge. 1995. Bronce, edición de 3. 255 x 220 x 285 cm. Plaza del Comercio, Lisboa. 1998
Texto de: Jean Clarence Lambert
Los Chevaux de Marly, “esos mármoles relinchando sobre una nube de oro”, como los veía Victor Hugo, se encabritan en las puertas de los Campos Elíseos desde de 1795. Fueron la Convention y el pintor David, en lo más ardiente de la Revolución Francesa, quienes los hicieron trasladar ahí desde el Abreuvoir du Parc Royal de Marly, su lugar original. No sabemos claramente cuáles figuras de la mitología grecolatina inspiraron estas obras de Guillaume Coustou. Los historiadores del arte se contentan con designarlos como “unos palafreneros desnudos domando caballos salvajes”. Para los revolucionarios, eran “unos esclavos liberados de sus cadenas por virtud de la République”. Desde entonces, más allá de las vicisitudes de la historia, marcan con su dinamismo la entrada triunfal de uno de los más célebres panoramas urbanos del mundo, en donde el estado francés, república o no, gusta de desplegar su fasto.
El gusto de cada época artística es una variable indefinible. Sin que se sepa por qué ni cómo, uno ama o deja de amar las obras del pasado, el arte oficial sobre todo, que rara vez distingue lo más valioso que produce ese momento. Se recuerda el rechazo horrorizado que generó, a comienzos de siglo, el Balzac de Rodin, a tiempo que París se poblaba de una colonia de estatuas “estupidizantes” (para usar el término de Théophile Gautier) que los amantes del kitsch pueden hoy en día divertirse descubriendo al azar de sus peregrinaciones: monumentos dedicados al sindicalismo y a las jubilaciones obreras, a la industria o al ahorro; la glorificación del automovilista Serpolet, en la plaza Saint Ferdinand, insuperable en su género y que Miguel Ángel Asturias descubrió desde su ventana; el mármol detrás del Grand Palais ante el cual Musset trata de resistirse a los coqueteos de un espectro femenino envuelto en amplios velos; ¡faltan muchas, de pronto las mejores! Por lo menos el Balzac encontró tardíamente un pequeño espacio, sobre un terraplén del Boulevard Raspail, entre los vehículos del aparcamiento público. Era ayer.
Los Chevaux de Marly fueron privilegiados, y desde su instalación, figuran entre los signos más fácilmente reconocibles de identidad de París. De cierta manera su valor simbólico se ha incluso reforzado, por cuanto es cierto que la República Francesa ha tenido que “liberarse de sus cadenas” en varias oportunidades en los últimos tiempos…
No era posible proponerles un enfrentamiento más provocador que el de las 31 esculturas gigantescas de Fernando Botero, resplandecientes y negras, expuestas desde la Concordia hasta el rond point de los Campos Elíseos de octubre de 1992 a enero de 1993. Porque en realidad esas obras cuidadosamente colocadas por potentes grúas entre árboles y bosquecillos plantados “a la francesa” y más acostumbrados generalmente a ¡copias de lo antiguo!, provienen de otro mundo y de otro tiempo Botero recuerda, no sin algo de orgullo, las reacciones que se dieron ese día. En verdad, no lo sorprendieron.
“Soy un artista que despierta los sentimientos más violentos, incluso el odio”, me dijo el otro día en su taller parisino de la calle del Dragón, donde yo estaba de visita. Es verdad que sus paisanos de Medellín llegaron a dinamitar su escultura Pájaro de la Plaza San Antonio, la cual había ocupado su lugar, muy tranquilamente, en los Campos Elíseos. Cuentan también que en Madrid unos estudiantes de Bellas Artes realizaron una manifestación contra las esculturas de Botero blandiendo Giacomettis…, Giacometti-Botero: ahí se encuentran los extremos de esta experiencia del choque que fundamenta nuestra relación con el arte contemporáneo. Trátese de escultura o de pintura, toda la obra de Botero está planteada, es la evidencia, como una soberbia y repetida provocación. Provocación no sólo frente a las estéticas dominantes, lo cual ya es algo suficientemente notable, sino provocación también ante ese consenso inestable que es la sensibilidad general de una época. “No tengo que rendirle cuenta alguna a la realidad” declaró él, un día, con desdeño. Quería decir, claro está: ¡la nuestra!
¡Pero la suya! No hay realidad más irrecusable que la de las obras de arte, y Botero no ha hecho nunca otra cosa, obsesivamente, de obra en obra y por centenares, que instaurar “su” realidad. Es tan ineludible, y tan particular esa realidad, que bien merece un nombre, éste también particular.
Podríamos llamarla simplemente “Botería”, igual que en otros tiempos se llamó Icaria o Araucania, a otros reinos más o menos ficticios de América Latina. Porque “Botería”, entre la memoria y lo imaginario, pertenece por todos sus componentes a América Latina y a sus habitantes, los boterianos, indudablemente latinoamericanos y rodeados de cosas también perfectamente particularizadas. Y sobre ese conjunto reina Botero, un poco a la manera de un tirano muy de allá, “según su antojo”, como decía Napoleón, que fue el modelo lejano de todos los tiranos latinoamericanos. No hay otra ley, Botero no lo disimula: “Lo que hago me produce un placer extraordinario. Me transporta. Eso es todo”.
En cierta manera Botero aceptó el desafío de Baudelaire, quien un día dijo: “El genio, para un artista, consiste en inventar un estarcido”. Un estarcido, es decir, una evidencia tan evidente que uno ya ni siquiera se pregunta qué es. Es completa y se repite. Igual que “Botería”. Quien haya visto una vez una obra de Botero no dudará nunca más de ella. Existe y existirá… Una relación inmediata se ha establecido, con una vasta gama de reacciones, ¡que van del júbilo al rechazo apasionado! ¿De qué otro artista contemporáneo podríamos decir lo mismo? Un Botero no deja nunca indiferente al espectador. “Nosotros, que dictamos conferencias o cursos de historia del arte –nos recordó nuestro lamentado amigo Damian Bayon– bien sabemos que la proyección de una diapositiva de un cuadro de Botero provoca gran hilaridad en el público. Él “recupera el aliento” en el difícil camino que representa la lectura de la mayoría de las obras contemporáneas. Es un descanso que siempre agradecen los oyentes y espectadores” (La Peinture de l’Amérique Latine au XXe siècle, Paris, 1990).
También podríamos, sin cambiar casi nada, reproducir lo que Baudelaire decía de Ingres (Ingres, uno de los “grandes invitados” de Botero): “Esta impresión, difícil de caracterizar, que contiene, en proporciones desconocidas, malestar, disgusto y miedo, que hace pensar vagamente, involuntariamente, en las fallas causadas por el aire enrarecido o por la conciencia de un medio fantasmal, diría más bien de un medio que imita lo fantasmal; de una población automática y que perturbaría nuestros sentidos a causa de su demasiado visible y palpable extranjerismo” (Salón de 1846).
Aire enrarecido, medio fantasmal, “Botería” es una especie de utopía en el sentido en que la utopía, por así resumirlo, es una visión del mundo que satisface al máximo las aspiraciones profundas de aquel que la imagina. ¡Y tenemos una tan grande necesidad de utopía! En arte, puesto que las obras están ahí, se trata siempre de una utopía concreta, que podemos tocar con los ojos. Existe la utopía de Monet, que es aquella de un jardín universal al borde del Sena; la utopía de Bonnard, que es esa comodidad óptica hecha de luz, colores y calor burgués. Chagall no vivió nunca en lugar distinto a su utópica ciudad natal Vitebsk en la Rusia judía. O, para citar pintores que Botero ha convocado en su obra, ¿no podríamos decir que la utopía de Rubens es un universo en el cual la ley extrema es el tumulto de todos los sentidos, así como la utopía de Piero della Francesca está regida por la calma hierática de la geometría, el más equilibrado de los espacios? La utopía de Botero, y el artista no deja de recordárnoslo, tiene su origen en Medellín y en su aprendizaje de la vida en Medellín, entre los años treinta y cuarenta.
Medellín en Colombia, hoy en día metrópolis moderna y con todos los males de la modernidad. Incluso si el destino quiso que yo la visitara dos veces, difícilmente habría imaginado lo que sería el mundo de donde Botero emergió si no existieran los libros de García Márquez o de Álvaro Mutis, que pertenecen en literatura a la misma prodigiosa generación intelectual de Botero. Para todos ellos, dicen los analistas, el partido se jugó entre identidad y modernidad. La identidad era al comienzo la de una sociedad colonial en donde las estructuras de vida hispánicas se perpetuaban por fuera de la Historia, la Historia con mayúscula, la cual se escribía en otra parte, lejos, muy lejos de este alto valle de Antioquia y de su eterna primavera. Cuando Botero la evoca, habla de ella como de una comedia provincial en donde los grandes acontecimientos eran las exequias del obispo, los desfiles (a veces las rebeliones) de los militares engalonados. “Mentalidad muy particular que da una comprensión teatral de la sociedad”. Hay que agregar las corridas de toros, pasión primera, antes que el arte mismo, del joven Botero; él seguirá durante dos años los cursos de tauromaquia dados por un banderillero de nombre Aranguito. Los principales personajes de “Botería” están ya presentes.
La verdadera vida es la vida familiar, con sus tradiciones repetitivas, sus ritos de clausura, sus inhibiciones. “Las familias aparecen a la vez florecidas y condensadas; como anudadas, diría el poeta Severo Sarduy, para quien Botero es un barroco enfurecido. La energía o la felicidad circulan en ellas en el silencio endomingado de la postura. Fuerza que surge de los antepasados venerables, cuerpos disecados, ofrecidos al respeto confucionista, pasa a través de la robustez de los adultos y llega a los niños perentoriamente extasiados y a sus gatos… No tenían gran cosa qué decir”. Se piensa en los formidables e irrisorios personajes de Cien años de soledad… Al menos los hombres desde su juventud tienen a su disposición un excelente medio de desinhibición: el burdel, crisol de una sabrosa cultura popular. El barrio “caliente” de Medellín es famoso. Botero será su Toulouse Lautrec, con el aire enrarecido de más. También recuerda a Fellini, pero sin el sentimentalismo italiano.
Sarduy nos revela uno de los secretos de esta sociedad cuando dice que está “hundida en el tiempo menos urbano, el tiempo de la siesta, un tiempo sin expansión, denso, que es también el más alejado, el tiempo arcaico, el primer tiempo, el de la conquista, momento en el cual nos llegan simultáneamente la imagen y la extensión, las técnicas de la representación, el despliegue de un espacio propio elaborado por el Renacimiento y transmitido a través de España, y la medida lineal, lógica y cifrada del tiempo”. ¡El tiempo de la siesta!… Es seguro que la “siesta” boteriana es muy poco contemporánea y que ignora insolentemente las convulsiones históricas que han sacudido a América Latina durante el curso de medio siglo… Cuando Botero sale de su taller (en donde su “siesta” ha sido día a día de lo más productiva en obras…) es para reunirse, tan directamente como sea posible, con el presente eterno del museo, con total indiferencia a las instancias de la actualidad. La única historia que le exige verdaderamente es la del arte, y él sabe que, diferente en esto de la otra, ella no sigue un proceso lineal. Por esta razón le está justificado reivindicarse como contemporáneo de los maestros que él escoge sucesivamente, en su azaroso recorrido autodidacta: Velázquez o Durero, Ingres o Piero della Francesca, Cézanne o Rubens. Además de un cierto arte popular. Y del indio precolombino. En la forma en que es vivido-percibido por el artista, el tiempo del arte es un tiempo en expansión-retractación y no una cronología orientada.
En Medellín, en “Botería”, la mujer, personaje central de la sociedad, es a la vez menospreciada y honrada. Aun cuando el Concilio de Trento haya decidido que poseía un alma, la mujer es sobre todo un cuerpo. Los desnudos de Botero, esculturas y pinturas, nos lo recuerdan con insistencia. “La carne está en su lugar”, como lo expresa Gilbert Lascaut, y ese lugar es la Mujer. Pocos artistas contemporáneos la habrán representado tanto como Botero: madre, esposa, monja, muñeca, viuda o virgen, madrastra y matrona, nodriza y puta. Nada tiene de mitológico y un sentimiento general que uno podría tildar de anti-Goethe, el Eterno Femenino, ¡no es hacia lo alto hacia donde nos lleva! La mujer es nuestro lastre, nos vuelve a traer a la tierra… Y si Botero no demostrara, por otra parte, que se ha desembarazado de ellas felizmente, podría pensarse en una persistencia inconsciente de las enseñanzas del catecismo: la Mujer, la Caída. Botero pintó en 1994 una Mujer cayendo de su balcón, y su escultura de La mujer que fuma parece una esfinge bastante temible, a pesar de sus formas rollizas.
Cuando tenía cuatro años, Botero vio morir a su padre, que era un viajero de comercio, ¡qué desequilibrio debió haber en la tradicional estructura familiar, qué falta tan difícilmente reparable! Y uno se pregunta si el personaje ensombrerado del Hombre del bastón, un provinciano vagamente ridículo, no es tal vez una invocación de ese padre desaparecido demasiado pronto… ¿O tal vez se trate del homo latinoamericanus en su forma más general? Botero no les pone misterio a sus intenciones satíricas…
Frente a este “hombre sin calidad”, ¿será como en compensación que hace un Torso formidable, el del Gran Macho que despliega su fuerza reencontrada, su realeza recobrada? Por lo menos así lo descubre uno en Lisboa, al borde del Tajo, sobre la espaciosa Plaza del Comercio… Y parece que los jefes de estado se sienten particularmente atraídos por las estatuas de Botero. El joven Botero fue educado en familia por su madre; tuvo un tío iniciador, hizo sus estudios en parte con los jesuitas. “Nosotros, en América del Sur –anotará él más tarde– tenemos todavía la posibilidad de mentir. Para ser creídos. Mentimos y todo el mundo nos cree. Ventaja extraordinaria. Nuestra mentira es la del arte, y el arte no es otra cosa que mentira”. Mentir, mentiras, esas palabras pertenecen sin duda a las sociedades cerradas, a los catecismos. El modernismo consistirá, entre otras cosas, en sustituirlas por términos como ficciones, o fantasmas, que marcan mejor la parte de inconsciente y de rechazo que hay en el uso tradicional de la mentira. Entonces el arte-mentira, como dice Botero, se convierte en reivindicación de la subjetividad, en desinhibición. Se miente para encontrar la libertad.
¿El niño que fue Botero no podemos buscarlo en Maternidad y en Los amantes, esas dos esculturas que se responden y que, por lo demás, estaban felizmente lado a lado en los Campos Elíseos? Constituyen dos episodios principales del “ella-y-él” puestos al desnudo tal como se prohíbe en las familias pero no en el teatro del inconsciente, en el cual Yocasta y Edipo reinician sin fin su partida. Maternidad es la madre y su hijo-rey. Los amantes, en donde los papeles y las proporciones están invertidos, es el hijo hecho hombre y la madre convertida en joven mujer. Como es obvio, en Maternidad la madre domina enormemente. En Los amantes es el hijo. En Maternidad el niño está a caballo sobre la rodilla de su madre, en una postura naturalmente exhibicionista; su madre desvía la mirada. En Los amantes es la joven mujer, muy pequeña y un poco amuñecada, quien está sentada sobre las rodillas del hombre harto desdeñoso. Para aparecer más macho, sostiene su cigarrillo en una mano mientras con la otra trata de asir la mano de su pequeña compañera. Familia boteriana o no, se piensa en la triste fórmula de Lacan: “Entre el hombre y la mujer, las cosas no funcionan”… En la pareja adulta de Insomnio vemos dos cuerpos desnudos lado a lado y extraños entre sí… En cuanto a su Adán y a su Eva, Botero los separó fríamente.
¿Y qué decir de ese otro grupo, Madre e hijo, una de las más “ofensivas” estatuas de Botero? La madre, una inmensa mujer abotagada, desnuda y lisa como de costumbre, erguida sobre un niño rechoncho, especie de víctima con las piernas replegadas. Los brazos de la gigante están atrofiados y con su mano derecha sostiene a un niño del tamaño de una muñeca, que tiende hacia ella sus pequeños brazos implorantes. Pero ella lo ignora y conserva, mirando ausente, ese rostro neutro, esos ojos perdidos en una lejanía que Botero le debe tal vez a Piero… Sería realmente insoportable si no fuera enigmático.
De uno a otro grupo los rasgos están marcados justo lo necesario para recordar su pertenencia a la parroquia boteriana… Entonces, ¿máscaras y mentiras? En verdad, adivinamos que esas superficies de bronce herméticamente selladas esconden un pandemónium de ensueños e imágenes profundas. Profundas e imprecisas. Imprecisas por lo profundas. Tal vez arquetipos en el sentido que les da C.G. Jung: “Elementos del inconsciente que varían constantemente y que exigen cada vez una nueva interpretación”. Una escultura como Mujeres recostadas refuerza aun más este sentimiento. Pero, ¿cómo formularlo sin caer en un psicologismo que no puede dejar de ser reductor puesto que se trata de creación artística, es decir, de excepción y complejidad?
Baudelaire sin duda puede ayudarnos, pues sigue siendo un hecho que él no ha dejado de ser el indicador insuperable de todo arte que haya conquistado la libertad de inventar a partir de lo visible. En su poema La gigante nos hace esta muy extraña confesión:
En la época en que la naturaleza con su poderosa inspiración
Concebía cada día unos hijos monstruosos
Me habría gustado vivir cerca de una joven gigante (…)
Recorrer a mi guisa sus magníficas formas
Reptar en la vertiente de sus rodillas inmensas (…)
Dormir ociosamente a la sombra de sus senos.
Si el sueño de Baudelaire tiene algún valor universal –cosa que no sería muy difícil de verificar en mito-psicología– nos da indicaciones preciosas que nos devuelven sin falta a los lejanos fantasmas de la infancia. ¿Entonces lo que esculpe Botero no sería acaso, con toda la aplicación y la fuerza aplastante de un gigantismo decidido por el artista dueño indiscutible de sus efectos, una manera de darles nueva actualidad a esos fantasmas? Hay mucho del paraíso perdido, el de la infancia, en el gigantismo y en la dilatación de las formas humanas. Un tratamiento como este, fuera de normas, con las chocantes transgresiones anatómicas que conlleva, encuentra ahí su necesidad interior, mucho antes de que el artista haya sentido la necesidad plástica.
La infancia es la edad de los juegos y el niño juega en un mundo que no tiene dimensiones como el de los adultos, llamado también “mundo real” como si se tratara de un dominio exclusivo de ellos, su propiedad. Casualmente en un libro consagrado a Botero, un cuadro de 1978 que representa la versión boteriana del Matrimonio Arnolfini se reproduce frente al pequeño Caballo en mármol de 1990. Este enfrentamiento hace que uno se sienta viendo (casi) un libro para niños: los Arnolfini son unas muñecas y el Caballo evoca esos juguetes italianos que tanto los niños como las niñas mimaron hace algunos años cuando estuvieron de moda. En otra estatua el mismo Caballo-juguete se verá cabalgado por un buen hombre que no pertenece para nada al mundo adulto. Así mismo, el enorme Gato de bronce hace pensar en los modelados espontáneos de los niños de la escuela preescolar… Todo esto confirma que hay en Botero algo de puer aeternus: es él quien invita a la Mona Lisa y a Las Meninas a compartir sus juegos; es él quien convida a cenar a Ingres o a Piero della Francesca, algo desorientados fuera de su espacio clásico. Su familia-de-mentira incluye a Luis XVI y a María Antonieta, e incluso al Rey Sol en persona. En la casa dispone, como si fueran bolos, sobre el tapete del salón, a la junta militar en pleno. Su colosal Soldado romano pareciera salido de Astérix, el célebre dibujo animado. Hasta en la corrida, ese gran ceremonial de la hispanidad, Botero recurre a un poco de infantilismo… Una manera, al estilo de Swift, de burlarse del mundo de los adultos; o cuando menos de desmistificarlo.
Freud produjo un escándalo, a comienzos de siglo, cuando mostró que la sexualidad del adulto es de carácter infantil; y que no está sino al servicio de sí misma, narcisista pura, sin preocupación alguna por su objeto… Ahora bien, cuando el artista Botero proclama la primacía de su placer, ¿hace acaso cosa distinta de emparentar lo que bien podemos llamar la “libido artística” con la libido a secas? Para el novelista Vargas Llosa, quien comparte la misma sensualidad tropical, la genealogía de las deformas obsesivas de Botero no es misteriosa: “Cuando Botero era niño –escribe él– la tradición que asociaba la abundancia con la belleza era muy vívida en América Latina. Toda una mitología erótica la alimentaba, en los periódicos y en las bromas obscenas de los bares, en la moda, en la literatura popular y sobre todo en las películas mejicanas. Las formas exuberantes de las actrices que bailaban y cantaban en unos vestidos en exceso ajustados que inflaban sus senos y sus nalgas con una sabia vulgaridad, hicieron las delicias de nuestra generación y aguzaron nuestros primeros deseos. Ellas debieron quedar prisioneras en el subconsciente del hijo de Medellín”
Ya basta: “El arte no es un psicoanálisis”, dice Botero, y nosotros lo aprobamos. Tomemos los psicoanálisis del arte por lo que son: ejercicios de colegio. La dilatación de las formas pertenece a una esfera estética universal. Las más antiguas estatuillas que conocemos, las Damas de Lespugue o de Willendorf, son representaciones femeninas caderonas. Y el arte precolombino es rico en obras pre-boterianas. Particularmente en México, en las civilizaciones de la costa del Pacífico, en donde numerosas piezas en barro cocido, principalmente tarascas, son figurillas de formas dilatadas: como esa Doncella del Occidente, una de las obras maestras del Museo Nacional de Antropología de México. Por haber estado en México en 1957-1958 y haberme encontrado con Fernando Botero, que culminaba sus años de formación y empezaba a adquirir los primeros coleccionistas gracias a la galería de nuestro amigo común Antonio Souza, sé cuánto llamó su atención el arte precolombino tan libre en el tratamiento de la anatomía humana o animal. Su Perro de 1981 nos recuerda las tarascas en barro que representan a ese mismo animal engordado: en efecto, los indios cebaban ciertos perros para hacerlos comestibles.
Por la misma época tuvo lugar, como consecuencia afortunada de la búsqueda de petróleo en la selva tropical del Golfo de México, el descubrimiento de la misteriosa civilización olmeca, con sus colosales cabezas de rasgos negroides, protegidas con extraños cascos, y, en las tumbas, esas figurillas de jade pulido, no menos monumentales a pesar de su pequeño tamaño. Recuerdo también en el Parque de la Venta, en el tórrido Tabasco, algunas piezas en barro cocido, sombrías y brillantes, que representan niños obesos. Todo ese arte llamado olmeca se caracteriza por una sensualidad en los volúmenes y una fuerza en lo ponderal que encuentran eco en la escultura de Botero. Era el ocaso de los años cincuenta: solamente algunos artistas “nacidos sin museo ni tradición establecida”, como lo explica Botero –quien hace parte de ellos– miraban las piezas precolombinas como obras de arte y no como simples testimonios antropológicos. Lo mismo ocurría con la magnífica poesía de los aztecas o los mayas que había que arrancarles a los especialistas. A partir de ese momento la historia del arte en el continente americano, así como la de la poesía y la de la literatura, ya no comienza con la colonización hispánica. Sin embargo, a diferencia de los fresquistas que dieron su primera identidad al arte moderno latinoamericano, Botero no se inspirará directamente en el mundo prehispánico ni en el repertorio de las figuras precolombinas.
Es, no obstante, en México en donde él constituirá definitivamente su “manera”, como decía Vasari al hablar de Miguel Angel. De “manera” se obtuvo “manierismo”, nombre que conviene también al arte de Botero, puesto que el “manierismo” es la fusión del estilo y del motivo hecha para y por el estilo.
En México, entonces: “Había trabajado todo el día –dice Botero– y estaba terminando el dibujo de una guitarra. Me faltaba pintar el hueco que se encuentra en el centro del instrumento. Y, ¿por qué? Dibujé un hueco muy pequeño, sin relación con el tamaño de la guitarra. A causa de esta desproporción, la guitarra se volvió enorme. Inmediatamente frente a este instrumento deforme reconocí algo, vi algo. Supe, en ese instante, que lo que acababa de ocurrir era esencial. ¿Quién sabe? Tal vez mi talento consistió en haber sido capaz de comprenderlo. Inmediatamente empecé a rodear esa guitarra de otros objetos concebidos dentro del mismo espíritu. Entonces, empecé a ver formarse un mundo que tenía su propia coherencia”.
Pasarán más de quince años antes de que Botero se embarque en la escultura. Debería ser posible describir este largo camino como un proceso genésico ineluctable. En su necesidad física de volumen, Botero necesariamente llegaría a la tridimensionalidad real de la escultura. En el fondo, esa fuerza que desde el interior infla las formas hasta que están al borde del estallido, y que la superficie plana del cuadro contiene tan mal, no deja de hacernos pensar en los inventos delirantes, en los monstruos vegetales, de los que la naturaleza americana es tan pródiga. “La forma es exaltación de la naturaleza –dice Botero. Exaltación del volumen. Exaltación sensual”. Klee, por su parte, decía: “La naturaleza es el arte de otro”.
Es claro que el arte contemporáneo, y particularmente la escultura, padece de una fascinación por las formas macizas y ponderales. Dejemos a un lado a Maillol y a los catalanes de La Ben Plantada; a Matisse, con su Cabeza de 1905; a Henri Laurens, de una sensualidad floreciente; a Lobo; a Gaston Lachaise y su curioso erotismo; o a los abstractos como Jean Arp y Henry Moore: todos escultores de y en la pesadez, escultores de volúmenes macizos, estáticos, de superficies cerradas sobre las cuales la luz se desliza como sobre un espejo.
¿Y la belleza, en todo esto? En arte moderno la belleza no tiene un estatuto asegurado, ya sea que uno la conciba en su relación con la naturaleza o en su relación con la historia. Pero si es “promesa de felicidad”, como lo quería Stendhal, ¿no podemos afirmar que Botero la encontró en “Botería”?
#AmorPorColombia
Texto principal
Naturaleza muerta. 1976-1977. Bronce, edición de 6. 152,5 x 188 x 109 cm
Perro y cojín. 1976. Bronce. 37 x 40 x 42 cm. Casino de Montecarlo.
Venus (mujer de pie). 1977-1978. Bronce, edición de 6 más 2 pruebas de artista. 185 x 85 x 65 cm
Muñeca. 1976-1977. Bronce, edición de 6. 161 x 104 x 63,5 cm
Caballo. 1981. Bronce, edición de 6. 86 x 80 x 50 cm
Racimo de flores. 1977-1978. Bronce. 130 x 85 x 85 cm
General. 1981-1982. Resina de poliéster, edición de 6. 146 x 91 x 47 cm
Pájaro en una columna. 1976. Bronce, edición de 6. 219 x 88 x 88 cm
Pedro en un caballo. 1977. Epoxia pintada. 153 x 90 x 80 cm
Hombre fumando. 1976. Bronce y marfil. 57 x 50 x 48 cm
Cabeza de una dama de sociedad. 1976. Bronce. 48 x 30 x 25 cm
Serpiente multicolor. 1981. Epoxia polícroma, edición de 7. 122 x 89 x 142 cm
Pequeña prostituta. 1981-1982. Resina de poliéster, edición de 6. 158,5 x 89 x 68,5 cm
Naturaleza muerta en relieve. 1982. Epoxia blanca. 77 x 67 x 30,5 cm
Naturaleza muerta con fruta (mesa). 1981. Epoxia blanca. 170 x 67 x 80 cm
La mano. 1977. Bronce. 47 x 30 x 25 cm
Mujer con sombrilla. 227 x 92 x 85 cm. Hombre con bastón. 201 x 86 x 66 cm. 1977. Bronces.
Naturaleza muerta con jarra y botella. 1981. Bronce, edición de 6. 86 x 80 x 50 cm
Gallo. 1981. Bronce. 67 x 72 x 58 cm
Pájaro. 1981. Bronce, edición de 6. 42,5 x 33 x 37 cm
La mano. 1981. Bronce. 88,5 x 58,5 x 45,5 cm
Muñeca. 1981. Bronce, edición de 6. 55 x 65.5 x 59 cm
Los amantes. 1982. Bronce, edición de 6 más 2 pruebas de artista. 92 x 55 x 56 cm
Torso femenino. 1982. Bronce, edición de 2. 331 x 183 x 122 cm. Campos Elíseos, París. 1992
Torso femenino. 1982. Bronce, edición de 2. 331 x 183 x 122 cm. Plaza del Comercio, Lisboa. 1998
Torso femenino. 1982. Bronce, edición de 2. 331 x 183 x 122 cm. Park Avenue, Nueva York. 1993
Cabeza. 1983. Bronce, edición de 3. 120 x 130 x 130 cm.
Cabeza. 1981-1982. Mármol de Siena, única. 49 x 34 x 37 cm.
Cabeza de mujer. 1983. Bronce, edición de 9. 37 x 28 x 34 cm.
Cabeza de hombre. 1981. Bronce, edición de 9. 38 x 28 x 32 cm
Mujer con serpiente. 1983. Bronce, edición de 9. 14 x 44,5 x 25,5 cm
Bailarines (de Beani). 1993. Bronce, edición de 6. 53,5 x 29 x 21,5 cm
Mujer con serpiente. 1982. Bronce. 35,5 x 110,5 x 59 cm
Gato. 1984. Bronce, edición de 3. 104 x 340 x 104 cm. Campos Elíseos, París. 1992
Gato. 1984. Bronce, edición de 3. 104 x 340 x 104 cm. Montecarlo. 1992
Gato. 1984. Bronce, edición de 3. 104 x 340 x 104 cm. Park Avenue, Nueva York. 1993
Gato. 1984. Bronce, edición de 3. 104 x 340 x 104 cm. Lugano. 1997
Loro. 1981. Bronce, edición de 6. 147,5 x 40,5 x 40,5 cm.
Perro (sentado). 1981. Bronce, edición de 6. 74 x 76 x 68,5 cm.
Hombre a caballo. 1984. Bronce, edición de 3. 250 x 193 x 132 cm.
Hombre a caballo. 1984. Mármol. 250 x 193 x 132 cm.
Muchacha con lazo. 1983. Mármol. 39 x 35,5 x 32 cm.
Figura recostada. 1985. Bronce, edición de 3. 90 x 135 x 76 cm. Casino de Montecarlo. 1992
Muchacha recostada. 1989. Bronce, edición de 3. 152,4 x 229,9 x 116,8 cm. Campos Elíseos, París. 1992
Muchacha recostada. 1989. Bronce, edición de 3. 152 x 229,9 x 116,8 cm. Musée Olympique, Lausana.
El pudor. 1981. Bronce, edición de 6. 55 x 65,5 x 59 cm.
Bailarina. 1988. Bronce, edición de 6. 83 x 54,5 x 39,5 cm.
Caballo. 1985. Bronce, edición de 6. 130 x 145 x 78 cm. Casino de Montecarlo. 1992
Francia. 1985. Bronce, edición de 6. 134,5 x 43 x 43 cm.
Soldado romano. 1986. Bronce, edición de 2. 373 x 282 x 225 cm. Paseo de Recoletos, Madrid. 1994
Mujer con cigarro. 1987. Bronce, edición de 6. 185 x 158 x 360 cm. Montecarlo. 1992
Mujer con cigarro. 1987. Bronce, edición de 6. 185 x 158 x 360 cm. Forte Belvedere, Florencia. 1991
Cabeza neoclásica. 1986. Bronce. 84 x 65 x 65 cm.
Mujer recostada con espejo. 1987. Bronce, edición de 3. 90 x 465 x 120 cm. Paseo de Recoletos, Madrid. 1994
Venus. 1987. Bronce. 180 x 80 x 60 cm. Casino de Montecarlo. 1992
Los amantes. 1982. Bronce, edición de 6 más 2 pruebas de artista. 92 x 55 x 56 cm.
Mujer sentada. 1987. Bronce, edición de 6. 61 x 22,2 x 31,8 cm.
Rapto de Europa. 1992. Bronce, edición de 3. 315 x 211 x 183 cm. Park Avenue, Nueva York. 1993
Rapto de Europa. 1992. Bronce, edición de 3. 315 x 211 x 183 cm. Paseo de Recoletos, Madrid. 1994
Rapto de Europa. 1992. Bronce, edición de 3. 315 x 211 x 183 cm. Placa del Comercio, Lisboa. 1998
Mujer recostada. 1987. Bronce pátina verde, edición de 3. 70 x 174 x 67 cm.
Pájaro. 1992. Bronce, edición de 3. 245 x 310 x 250 cm. Placa del Comercio, Lisboa. 1998
Pájaro. 1992. Bronce, edición de 3. 245 x 310 x 250 cm. Campos Elíseos, París. 1992
Cabeza. 1989. Bronce. 79 x 39 x 32 cm.
Madre e hijo. 1988. Bronce, edición de 3. 208,3 x 114,9 x 69,2 cm.
Hombre y mujer. 1989. Bronce, edición de 6. 37 x 45 x 29,5 cm.
Perro. 1989. Bronce, edición de 6. 56 x 22,5 x 42 cm.
Figura recostada. 1988. Bronce, edición de 6. 27 x 57,5 x 28 cm.
Mujer de pie. 1989. Bronce, edición de 3. 312 x 125 x 90 cm. Plaza del Comercio, Lisboa. 1998
Mujer de pie. 1996. Bronce, edición de 6. 80 x 32 x 24 cm.
Mujer recostada con manzana. 1991. Bronce. 55 x 22 x 45 cm.
Mujer recostada con manzana. 1991. Bronce. 55 x 22 x 45 cm.
Figura recostada. 1989. Mármol, única. 33 x 57,6 x 24,5 cm.
Mujer de pie. 1989. Mármol, única. 121 x 38 x 30,5 cm.
Naturaleza muerta con guitarra. 1989. Mármol, única. 38 x 45 x 25 cm.
Naturaleza muerta. 1989. Bronce. 26,5 x 22 x 24 cm.
Hombre caminando. 1989. Mármol, edición de 3. 210 x 75 x 114 cm. Montecarlo. 1992
Mujer de pie sosteniendo su cabellera. 1990. Bronce, edición de 6. 72,4 x 19 x 20 cm.
Mujer acostada. 1990. Bronce, edición de 6. 29 x 46,5 x 18,5 cm.
Mujer recostada. 1993. Bronce, edición de 3. 135 x 349 x 167 cm.
Los amantes. 1992. Bronce, edición de 3. 252 x 140 x 140 cm.
Arcángel. 1990. Bronce, edición de 3. 208 x 80 x 75 cm.
Hombre con bastón. 1990. Mármol, única. 107 x 53 x 29 cm.
Hombre. 1990. Bronce. 188 x 75 x 78 cm.
Bañista. 1990. Bronce, edición de 6. 30 x 51 x 24 cm.
Mujer recostada. 1991. Bronce, edición de 6. 30,5 x 58,5 x 26,7 cm.
Mujer a caballo. 1990. Bronce, edición de 3. 180 x 120 x 105 cm. Montecarlo. 1992
Ballerina en traje. 1990. Bronce, edición de 6. 91 x 50 x 32 cm.
Mujer sentada. 1990. Mármol, única. 52 x 27 x 33 cm.
Eva. 1990. Bronce, edición de 3. 360 x 140 x 120 cm.
Mujer sentada. 1991. Bronce, edición de 3. 300 x 190 x 200 cm. Campos Elíseos, París. 1992
Mujer sentada. 1991. Bronce, edición de 3. 300 x 190 x 200 cm. Plaza del Comercio, Lisboa. 1998
Amantes. 1991. Bronce, edición de 6. 21,5 x 59,6 x 28,5 cm. Casino de Montecarlo. 1992
Insomnia. 1990. Bronce. 71,2 x 138,5 x 119,7 cm. Casino de Montecarlo. 1992
Venus durmiendo. 1990. Bronce, edición de 6. 44,5 x 153 x 53,3 cm.
Homenaje a Canova. 1989-1990. Bronce, edición de 6. 59,4 x 40,3 x 52,1 cm.
Torso. 1992. Bronce, edición de 3. 390 x 249 x 165 cm. Campos Elíseos, París. 1992
Torso. 1992. Bronce, edición de 3. 390 x 249 x 165 cm. Plaza del Comercio, Lisboa. 1998
Mujer recostada. 1992. Bronce, edición de 3. 93 x 246 x 90 cm.
Mujer recostada. 1992. Bronce, edición de 3. 93 x 246 x 90 cm.
Hombre a caballo. 1992. Bronce, edición de 3. 244 x 123 x 160 cm. Paseo de Recoletos, Madrid. 1994
La mano izquierda. 1992. Bronce, edición de 3. 280 x 140 x 175 cm.
La mano izquierda. 1992. Bronce, edición de 3. 260 x 140 x 175 cm. Campos Elíseos, París. 1992
La mano izquierda. 1992. Bronce, edición de 3. 280 x 140 x 175 cm. Park Avenue, Nueva York. 1993
Caballo. 1990. Mármol. 53 x 28 x 40 cm.
Caballo. 1992. Bronce, edición de 3. 287 x 175 x 230 cm. Park Avenue, Nueva York. 1993
Naturaleza muerta con naranjas. 1994. Bronce, edición de 3. 142 x 149 x 67 cm.
Bailarines. 1995. Bronce, edición de 6. 62,2 x 47 x 23,5 cm.
Bailarines (relieve). 1994. Bronce pátina gris, edición de 6. 58 x 45 x 12 cm.
Leda y el cisne. 1995. Bronce, edición de 6. 36,8 x 73,7 x 23,5 cm.
Mujer y caballo. 1995. Bronce, edición de 6. 71 x 54 x 29 cm.
La vida. 1995. Bronce, edición de 6. 62 x 54 x 16 cm.
Caballo. 1995. Bronce, edición de 6. 51.1 x 27.9 x 52 cm
Mujer de pie. 1995. Bronce, edición de 6. 87 x 25,5 x 25,5 cm.
Mujer y caballo. 1993. Bronce. 60 x 29 x 32 cm.
Mujer pájaro. 1992. Bronce. 30 x 21 x 56 cm.
Los amantes. 1991. Bronce, edición de 6. 21,5 x 59,6 x 28,5 cm.
El sueño. 1996. Bronce, edición de 6. 69 x 29 x 28,5 cm.
Mujer recostada. 1996. Bronce, edición de 6. 64,5 x 19,8 x 21 cm.
Hombre, mujer, niño. 1996. Bronce, edición de 6. 52,5 x 26,5 x 71 cm.
Rapto de Europa. Sin fecha. Bronce, pátina marrón. 63,5 x 47 x 31 cm.
Mujer recostada. 1995. Bronce, edición de 6. 64 x 21,3 x 24,8 cm.
Mujer de pie. 1981. Bronce, edición de 6. 109 x 58,5 x 47,5 cm.
Perro. 1993. Bronce, edición de 3. 230 x 321 x 150 cm. Plaza del Comercio. 1998
Mujer recostada con fruto. 1996. Bronce, edición de 3. 143 x 118 x 363 cm. Plaza del Comercio, Lisboa. 1998
Mujer recostada con fruto. 1996. Bronce, edición de 3. 143 x 118 x 363 cm. Plaza del Comercio, Lisboa. 1998
Mujer a caballo. 1990. Bronce, edición de 3. 180 x 120 x 105 cm.
Maternidad. 1996. Bronce. 57 x 24,5 x 18 cm.
Mujer sentada. 1996. Bronce. 42 x 35,5 x 35 cm.
Bailarina. 1993. Bronce, edición de 6. 71 x 35,6 x 30,5 cm.
Hombre a caballo (detalle). 1992. Bronce, edición de 3. 244 x 123 x 160 cm. Campos Elíseos, París. 1992
Torso. 1992. Bronce, edición de 3. 390 x 249 x 165 cm. Campos Elíseos, París. 1992
Hombre con bastón. 1986. Bronce. 240 x 68 x 120 cm. Madre e hijo. 1989. Bronce, edición de 3. 208,3 x 114,9 x 69,2 cm Forte Belvedere, Florencia. 1991
Torso (detalle). 1992. Bronce, edición de 3. 390 x 249 x 165 cm.
Sala de esculturas Fernando Botero en el Museo de Antioquia. Medellín, Colombia.
Hombre con bastón (detalle). 1977. Bronce. 201 x 86 x 66 cm.
Torso. 1992. Bronce, edición de 3. 390 x 249 x 165 cm. Parque San Antonio, Medellín.
Eva (detalle). 1990. Bronce. 370 x 140 x 120 cm.
Venus durmiendo. 1994. Bronce, edición de 3. 138 x 356 x 180 cm. Plaza de San Antonio, Medellín.
Pájaro. 1992. Bronce, edición de 3. 245 x 310 x 250 cm. Forte Belvedere, Florencia. 1991
Hombre caminando. 1989. Bronce, edición de 3. 210 x 75 x 114 cm. Paseo de Recoletos, Madrid.
Eva. 1990. Bronce, edición de 3. 360 x 140 x 120 cm. Plaza del Comercio, Lisboa. 1998.
Maternidad. 1995. Bronce. 62 x 25 x 32 cm.
Mujer con cigarro. 1987. Bronce, edición de 6. 185 x 158 x 360 cm. Proceso de montaje de la exposición de Lugano. 1997.
Botero acomoda la escultura Mujer con cigarro durante el proceso de transporte de la exposición de Lugano. 1997.
Depósito con algunas esculturas monumentales antes del montaje de la exposición de Lugano. 1997.
Perro 1976. Bronce. 40 x 30,5 x 43 cm.
Venus recostada. 1988. Bronce. 152 x 229 x 116 cm. Broadgate, Londres.
Soldado romano. 1985. Bronce, edición de 2. 373 x 282 x 225 cm.
Amantes. 1992. Bronce, edición de 3. 252 x 140 x 140 cm.
Figura recostada. 1984. Bronce, 2 pruebas de artista. 121,9 x 278,8 x 175,4 cm. Campos Elíseos, París. 1992
Hombre de pie. 1992. Bronce, edición de 3. 298 x 113 x 135 cm. Campos Elíseos, París. 1992
Esfinge. 1995. Bronce, edición de 3. 255 x 220 x 285 cm. Plaza del Comercio, Lisboa. 1998
Texto de: Jean Clarence Lambert
Los Chevaux de Marly, “esos mármoles relinchando sobre una nube de oro”, como los veía Victor Hugo, se encabritan en las puertas de los Campos Elíseos desde de 1795. Fueron la Convention y el pintor David, en lo más ardiente de la Revolución Francesa, quienes los hicieron trasladar ahí desde el Abreuvoir du Parc Royal de Marly, su lugar original. No sabemos claramente cuáles figuras de la mitología grecolatina inspiraron estas obras de Guillaume Coustou. Los historiadores del arte se contentan con designarlos como “unos palafreneros desnudos domando caballos salvajes”. Para los revolucionarios, eran “unos esclavos liberados de sus cadenas por virtud de la République”. Desde entonces, más allá de las vicisitudes de la historia, marcan con su dinamismo la entrada triunfal de uno de los más célebres panoramas urbanos del mundo, en donde el estado francés, república o no, gusta de desplegar su fasto.
El gusto de cada época artística es una variable indefinible. Sin que se sepa por qué ni cómo, uno ama o deja de amar las obras del pasado, el arte oficial sobre todo, que rara vez distingue lo más valioso que produce ese momento. Se recuerda el rechazo horrorizado que generó, a comienzos de siglo, el Balzac de Rodin, a tiempo que París se poblaba de una colonia de estatuas “estupidizantes” (para usar el término de Théophile Gautier) que los amantes del kitsch pueden hoy en día divertirse descubriendo al azar de sus peregrinaciones: monumentos dedicados al sindicalismo y a las jubilaciones obreras, a la industria o al ahorro; la glorificación del automovilista Serpolet, en la plaza Saint Ferdinand, insuperable en su género y que Miguel Ángel Asturias descubrió desde su ventana; el mármol detrás del Grand Palais ante el cual Musset trata de resistirse a los coqueteos de un espectro femenino envuelto en amplios velos; ¡faltan muchas, de pronto las mejores! Por lo menos el Balzac encontró tardíamente un pequeño espacio, sobre un terraplén del Boulevard Raspail, entre los vehículos del aparcamiento público. Era ayer.
Los Chevaux de Marly fueron privilegiados, y desde su instalación, figuran entre los signos más fácilmente reconocibles de identidad de París. De cierta manera su valor simbólico se ha incluso reforzado, por cuanto es cierto que la República Francesa ha tenido que “liberarse de sus cadenas” en varias oportunidades en los últimos tiempos…
No era posible proponerles un enfrentamiento más provocador que el de las 31 esculturas gigantescas de Fernando Botero, resplandecientes y negras, expuestas desde la Concordia hasta el rond point de los Campos Elíseos de octubre de 1992 a enero de 1993. Porque en realidad esas obras cuidadosamente colocadas por potentes grúas entre árboles y bosquecillos plantados “a la francesa” y más acostumbrados generalmente a ¡copias de lo antiguo!, provienen de otro mundo y de otro tiempo Botero recuerda, no sin algo de orgullo, las reacciones que se dieron ese día. En verdad, no lo sorprendieron.
“Soy un artista que despierta los sentimientos más violentos, incluso el odio”, me dijo el otro día en su taller parisino de la calle del Dragón, donde yo estaba de visita. Es verdad que sus paisanos de Medellín llegaron a dinamitar su escultura Pájaro de la Plaza San Antonio, la cual había ocupado su lugar, muy tranquilamente, en los Campos Elíseos. Cuentan también que en Madrid unos estudiantes de Bellas Artes realizaron una manifestación contra las esculturas de Botero blandiendo Giacomettis…, Giacometti-Botero: ahí se encuentran los extremos de esta experiencia del choque que fundamenta nuestra relación con el arte contemporáneo. Trátese de escultura o de pintura, toda la obra de Botero está planteada, es la evidencia, como una soberbia y repetida provocación. Provocación no sólo frente a las estéticas dominantes, lo cual ya es algo suficientemente notable, sino provocación también ante ese consenso inestable que es la sensibilidad general de una época. “No tengo que rendirle cuenta alguna a la realidad” declaró él, un día, con desdeño. Quería decir, claro está: ¡la nuestra!
¡Pero la suya! No hay realidad más irrecusable que la de las obras de arte, y Botero no ha hecho nunca otra cosa, obsesivamente, de obra en obra y por centenares, que instaurar “su” realidad. Es tan ineludible, y tan particular esa realidad, que bien merece un nombre, éste también particular.
Podríamos llamarla simplemente “Botería”, igual que en otros tiempos se llamó Icaria o Araucania, a otros reinos más o menos ficticios de América Latina. Porque “Botería”, entre la memoria y lo imaginario, pertenece por todos sus componentes a América Latina y a sus habitantes, los boterianos, indudablemente latinoamericanos y rodeados de cosas también perfectamente particularizadas. Y sobre ese conjunto reina Botero, un poco a la manera de un tirano muy de allá, “según su antojo”, como decía Napoleón, que fue el modelo lejano de todos los tiranos latinoamericanos. No hay otra ley, Botero no lo disimula: “Lo que hago me produce un placer extraordinario. Me transporta. Eso es todo”.
En cierta manera Botero aceptó el desafío de Baudelaire, quien un día dijo: “El genio, para un artista, consiste en inventar un estarcido”. Un estarcido, es decir, una evidencia tan evidente que uno ya ni siquiera se pregunta qué es. Es completa y se repite. Igual que “Botería”. Quien haya visto una vez una obra de Botero no dudará nunca más de ella. Existe y existirá… Una relación inmediata se ha establecido, con una vasta gama de reacciones, ¡que van del júbilo al rechazo apasionado! ¿De qué otro artista contemporáneo podríamos decir lo mismo? Un Botero no deja nunca indiferente al espectador. “Nosotros, que dictamos conferencias o cursos de historia del arte –nos recordó nuestro lamentado amigo Damian Bayon– bien sabemos que la proyección de una diapositiva de un cuadro de Botero provoca gran hilaridad en el público. Él “recupera el aliento” en el difícil camino que representa la lectura de la mayoría de las obras contemporáneas. Es un descanso que siempre agradecen los oyentes y espectadores” (La Peinture de l’Amérique Latine au XXe siècle, Paris, 1990).
También podríamos, sin cambiar casi nada, reproducir lo que Baudelaire decía de Ingres (Ingres, uno de los “grandes invitados” de Botero): “Esta impresión, difícil de caracterizar, que contiene, en proporciones desconocidas, malestar, disgusto y miedo, que hace pensar vagamente, involuntariamente, en las fallas causadas por el aire enrarecido o por la conciencia de un medio fantasmal, diría más bien de un medio que imita lo fantasmal; de una población automática y que perturbaría nuestros sentidos a causa de su demasiado visible y palpable extranjerismo” (Salón de 1846).
Aire enrarecido, medio fantasmal, “Botería” es una especie de utopía en el sentido en que la utopía, por así resumirlo, es una visión del mundo que satisface al máximo las aspiraciones profundas de aquel que la imagina. ¡Y tenemos una tan grande necesidad de utopía! En arte, puesto que las obras están ahí, se trata siempre de una utopía concreta, que podemos tocar con los ojos. Existe la utopía de Monet, que es aquella de un jardín universal al borde del Sena; la utopía de Bonnard, que es esa comodidad óptica hecha de luz, colores y calor burgués. Chagall no vivió nunca en lugar distinto a su utópica ciudad natal Vitebsk en la Rusia judía. O, para citar pintores que Botero ha convocado en su obra, ¿no podríamos decir que la utopía de Rubens es un universo en el cual la ley extrema es el tumulto de todos los sentidos, así como la utopía de Piero della Francesca está regida por la calma hierática de la geometría, el más equilibrado de los espacios? La utopía de Botero, y el artista no deja de recordárnoslo, tiene su origen en Medellín y en su aprendizaje de la vida en Medellín, entre los años treinta y cuarenta.
Medellín en Colombia, hoy en día metrópolis moderna y con todos los males de la modernidad. Incluso si el destino quiso que yo la visitara dos veces, difícilmente habría imaginado lo que sería el mundo de donde Botero emergió si no existieran los libros de García Márquez o de Álvaro Mutis, que pertenecen en literatura a la misma prodigiosa generación intelectual de Botero. Para todos ellos, dicen los analistas, el partido se jugó entre identidad y modernidad. La identidad era al comienzo la de una sociedad colonial en donde las estructuras de vida hispánicas se perpetuaban por fuera de la Historia, la Historia con mayúscula, la cual se escribía en otra parte, lejos, muy lejos de este alto valle de Antioquia y de su eterna primavera. Cuando Botero la evoca, habla de ella como de una comedia provincial en donde los grandes acontecimientos eran las exequias del obispo, los desfiles (a veces las rebeliones) de los militares engalonados. “Mentalidad muy particular que da una comprensión teatral de la sociedad”. Hay que agregar las corridas de toros, pasión primera, antes que el arte mismo, del joven Botero; él seguirá durante dos años los cursos de tauromaquia dados por un banderillero de nombre Aranguito. Los principales personajes de “Botería” están ya presentes.
La verdadera vida es la vida familiar, con sus tradiciones repetitivas, sus ritos de clausura, sus inhibiciones. “Las familias aparecen a la vez florecidas y condensadas; como anudadas, diría el poeta Severo Sarduy, para quien Botero es un barroco enfurecido. La energía o la felicidad circulan en ellas en el silencio endomingado de la postura. Fuerza que surge de los antepasados venerables, cuerpos disecados, ofrecidos al respeto confucionista, pasa a través de la robustez de los adultos y llega a los niños perentoriamente extasiados y a sus gatos… No tenían gran cosa qué decir”. Se piensa en los formidables e irrisorios personajes de Cien años de soledad… Al menos los hombres desde su juventud tienen a su disposición un excelente medio de desinhibición: el burdel, crisol de una sabrosa cultura popular. El barrio “caliente” de Medellín es famoso. Botero será su Toulouse Lautrec, con el aire enrarecido de más. También recuerda a Fellini, pero sin el sentimentalismo italiano.
Sarduy nos revela uno de los secretos de esta sociedad cuando dice que está “hundida en el tiempo menos urbano, el tiempo de la siesta, un tiempo sin expansión, denso, que es también el más alejado, el tiempo arcaico, el primer tiempo, el de la conquista, momento en el cual nos llegan simultáneamente la imagen y la extensión, las técnicas de la representación, el despliegue de un espacio propio elaborado por el Renacimiento y transmitido a través de España, y la medida lineal, lógica y cifrada del tiempo”. ¡El tiempo de la siesta!… Es seguro que la “siesta” boteriana es muy poco contemporánea y que ignora insolentemente las convulsiones históricas que han sacudido a América Latina durante el curso de medio siglo… Cuando Botero sale de su taller (en donde su “siesta” ha sido día a día de lo más productiva en obras…) es para reunirse, tan directamente como sea posible, con el presente eterno del museo, con total indiferencia a las instancias de la actualidad. La única historia que le exige verdaderamente es la del arte, y él sabe que, diferente en esto de la otra, ella no sigue un proceso lineal. Por esta razón le está justificado reivindicarse como contemporáneo de los maestros que él escoge sucesivamente, en su azaroso recorrido autodidacta: Velázquez o Durero, Ingres o Piero della Francesca, Cézanne o Rubens. Además de un cierto arte popular. Y del indio precolombino. En la forma en que es vivido-percibido por el artista, el tiempo del arte es un tiempo en expansión-retractación y no una cronología orientada.
En Medellín, en “Botería”, la mujer, personaje central de la sociedad, es a la vez menospreciada y honrada. Aun cuando el Concilio de Trento haya decidido que poseía un alma, la mujer es sobre todo un cuerpo. Los desnudos de Botero, esculturas y pinturas, nos lo recuerdan con insistencia. “La carne está en su lugar”, como lo expresa Gilbert Lascaut, y ese lugar es la Mujer. Pocos artistas contemporáneos la habrán representado tanto como Botero: madre, esposa, monja, muñeca, viuda o virgen, madrastra y matrona, nodriza y puta. Nada tiene de mitológico y un sentimiento general que uno podría tildar de anti-Goethe, el Eterno Femenino, ¡no es hacia lo alto hacia donde nos lleva! La mujer es nuestro lastre, nos vuelve a traer a la tierra… Y si Botero no demostrara, por otra parte, que se ha desembarazado de ellas felizmente, podría pensarse en una persistencia inconsciente de las enseñanzas del catecismo: la Mujer, la Caída. Botero pintó en 1994 una Mujer cayendo de su balcón, y su escultura de La mujer que fuma parece una esfinge bastante temible, a pesar de sus formas rollizas.
Cuando tenía cuatro años, Botero vio morir a su padre, que era un viajero de comercio, ¡qué desequilibrio debió haber en la tradicional estructura familiar, qué falta tan difícilmente reparable! Y uno se pregunta si el personaje ensombrerado del Hombre del bastón, un provinciano vagamente ridículo, no es tal vez una invocación de ese padre desaparecido demasiado pronto… ¿O tal vez se trate del homo latinoamericanus en su forma más general? Botero no les pone misterio a sus intenciones satíricas…
Frente a este “hombre sin calidad”, ¿será como en compensación que hace un Torso formidable, el del Gran Macho que despliega su fuerza reencontrada, su realeza recobrada? Por lo menos así lo descubre uno en Lisboa, al borde del Tajo, sobre la espaciosa Plaza del Comercio… Y parece que los jefes de estado se sienten particularmente atraídos por las estatuas de Botero. El joven Botero fue educado en familia por su madre; tuvo un tío iniciador, hizo sus estudios en parte con los jesuitas. “Nosotros, en América del Sur –anotará él más tarde– tenemos todavía la posibilidad de mentir. Para ser creídos. Mentimos y todo el mundo nos cree. Ventaja extraordinaria. Nuestra mentira es la del arte, y el arte no es otra cosa que mentira”. Mentir, mentiras, esas palabras pertenecen sin duda a las sociedades cerradas, a los catecismos. El modernismo consistirá, entre otras cosas, en sustituirlas por términos como ficciones, o fantasmas, que marcan mejor la parte de inconsciente y de rechazo que hay en el uso tradicional de la mentira. Entonces el arte-mentira, como dice Botero, se convierte en reivindicación de la subjetividad, en desinhibición. Se miente para encontrar la libertad.
¿El niño que fue Botero no podemos buscarlo en Maternidad y en Los amantes, esas dos esculturas que se responden y que, por lo demás, estaban felizmente lado a lado en los Campos Elíseos? Constituyen dos episodios principales del “ella-y-él” puestos al desnudo tal como se prohíbe en las familias pero no en el teatro del inconsciente, en el cual Yocasta y Edipo reinician sin fin su partida. Maternidad es la madre y su hijo-rey. Los amantes, en donde los papeles y las proporciones están invertidos, es el hijo hecho hombre y la madre convertida en joven mujer. Como es obvio, en Maternidad la madre domina enormemente. En Los amantes es el hijo. En Maternidad el niño está a caballo sobre la rodilla de su madre, en una postura naturalmente exhibicionista; su madre desvía la mirada. En Los amantes es la joven mujer, muy pequeña y un poco amuñecada, quien está sentada sobre las rodillas del hombre harto desdeñoso. Para aparecer más macho, sostiene su cigarrillo en una mano mientras con la otra trata de asir la mano de su pequeña compañera. Familia boteriana o no, se piensa en la triste fórmula de Lacan: “Entre el hombre y la mujer, las cosas no funcionan”… En la pareja adulta de Insomnio vemos dos cuerpos desnudos lado a lado y extraños entre sí… En cuanto a su Adán y a su Eva, Botero los separó fríamente.
¿Y qué decir de ese otro grupo, Madre e hijo, una de las más “ofensivas” estatuas de Botero? La madre, una inmensa mujer abotagada, desnuda y lisa como de costumbre, erguida sobre un niño rechoncho, especie de víctima con las piernas replegadas. Los brazos de la gigante están atrofiados y con su mano derecha sostiene a un niño del tamaño de una muñeca, que tiende hacia ella sus pequeños brazos implorantes. Pero ella lo ignora y conserva, mirando ausente, ese rostro neutro, esos ojos perdidos en una lejanía que Botero le debe tal vez a Piero… Sería realmente insoportable si no fuera enigmático.
De uno a otro grupo los rasgos están marcados justo lo necesario para recordar su pertenencia a la parroquia boteriana… Entonces, ¿máscaras y mentiras? En verdad, adivinamos que esas superficies de bronce herméticamente selladas esconden un pandemónium de ensueños e imágenes profundas. Profundas e imprecisas. Imprecisas por lo profundas. Tal vez arquetipos en el sentido que les da C.G. Jung: “Elementos del inconsciente que varían constantemente y que exigen cada vez una nueva interpretación”. Una escultura como Mujeres recostadas refuerza aun más este sentimiento. Pero, ¿cómo formularlo sin caer en un psicologismo que no puede dejar de ser reductor puesto que se trata de creación artística, es decir, de excepción y complejidad?
Baudelaire sin duda puede ayudarnos, pues sigue siendo un hecho que él no ha dejado de ser el indicador insuperable de todo arte que haya conquistado la libertad de inventar a partir de lo visible. En su poema La gigante nos hace esta muy extraña confesión:
En la época en que la naturaleza con su poderosa inspiración
Concebía cada día unos hijos monstruosos
Me habría gustado vivir cerca de una joven gigante (…)
Recorrer a mi guisa sus magníficas formas
Reptar en la vertiente de sus rodillas inmensas (…)
Dormir ociosamente a la sombra de sus senos.
Si el sueño de Baudelaire tiene algún valor universal –cosa que no sería muy difícil de verificar en mito-psicología– nos da indicaciones preciosas que nos devuelven sin falta a los lejanos fantasmas de la infancia. ¿Entonces lo que esculpe Botero no sería acaso, con toda la aplicación y la fuerza aplastante de un gigantismo decidido por el artista dueño indiscutible de sus efectos, una manera de darles nueva actualidad a esos fantasmas? Hay mucho del paraíso perdido, el de la infancia, en el gigantismo y en la dilatación de las formas humanas. Un tratamiento como este, fuera de normas, con las chocantes transgresiones anatómicas que conlleva, encuentra ahí su necesidad interior, mucho antes de que el artista haya sentido la necesidad plástica.
La infancia es la edad de los juegos y el niño juega en un mundo que no tiene dimensiones como el de los adultos, llamado también “mundo real” como si se tratara de un dominio exclusivo de ellos, su propiedad. Casualmente en un libro consagrado a Botero, un cuadro de 1978 que representa la versión boteriana del Matrimonio Arnolfini se reproduce frente al pequeño Caballo en mármol de 1990. Este enfrentamiento hace que uno se sienta viendo (casi) un libro para niños: los Arnolfini son unas muñecas y el Caballo evoca esos juguetes italianos que tanto los niños como las niñas mimaron hace algunos años cuando estuvieron de moda. En otra estatua el mismo Caballo-juguete se verá cabalgado por un buen hombre que no pertenece para nada al mundo adulto. Así mismo, el enorme Gato de bronce hace pensar en los modelados espontáneos de los niños de la escuela preescolar… Todo esto confirma que hay en Botero algo de puer aeternus: es él quien invita a la Mona Lisa y a Las Meninas a compartir sus juegos; es él quien convida a cenar a Ingres o a Piero della Francesca, algo desorientados fuera de su espacio clásico. Su familia-de-mentira incluye a Luis XVI y a María Antonieta, e incluso al Rey Sol en persona. En la casa dispone, como si fueran bolos, sobre el tapete del salón, a la junta militar en pleno. Su colosal Soldado romano pareciera salido de Astérix, el célebre dibujo animado. Hasta en la corrida, ese gran ceremonial de la hispanidad, Botero recurre a un poco de infantilismo… Una manera, al estilo de Swift, de burlarse del mundo de los adultos; o cuando menos de desmistificarlo.
Freud produjo un escándalo, a comienzos de siglo, cuando mostró que la sexualidad del adulto es de carácter infantil; y que no está sino al servicio de sí misma, narcisista pura, sin preocupación alguna por su objeto… Ahora bien, cuando el artista Botero proclama la primacía de su placer, ¿hace acaso cosa distinta de emparentar lo que bien podemos llamar la “libido artística” con la libido a secas? Para el novelista Vargas Llosa, quien comparte la misma sensualidad tropical, la genealogía de las deformas obsesivas de Botero no es misteriosa: “Cuando Botero era niño –escribe él– la tradición que asociaba la abundancia con la belleza era muy vívida en América Latina. Toda una mitología erótica la alimentaba, en los periódicos y en las bromas obscenas de los bares, en la moda, en la literatura popular y sobre todo en las películas mejicanas. Las formas exuberantes de las actrices que bailaban y cantaban en unos vestidos en exceso ajustados que inflaban sus senos y sus nalgas con una sabia vulgaridad, hicieron las delicias de nuestra generación y aguzaron nuestros primeros deseos. Ellas debieron quedar prisioneras en el subconsciente del hijo de Medellín”
Ya basta: “El arte no es un psicoanálisis”, dice Botero, y nosotros lo aprobamos. Tomemos los psicoanálisis del arte por lo que son: ejercicios de colegio. La dilatación de las formas pertenece a una esfera estética universal. Las más antiguas estatuillas que conocemos, las Damas de Lespugue o de Willendorf, son representaciones femeninas caderonas. Y el arte precolombino es rico en obras pre-boterianas. Particularmente en México, en las civilizaciones de la costa del Pacífico, en donde numerosas piezas en barro cocido, principalmente tarascas, son figurillas de formas dilatadas: como esa Doncella del Occidente, una de las obras maestras del Museo Nacional de Antropología de México. Por haber estado en México en 1957-1958 y haberme encontrado con Fernando Botero, que culminaba sus años de formación y empezaba a adquirir los primeros coleccionistas gracias a la galería de nuestro amigo común Antonio Souza, sé cuánto llamó su atención el arte precolombino tan libre en el tratamiento de la anatomía humana o animal. Su Perro de 1981 nos recuerda las tarascas en barro que representan a ese mismo animal engordado: en efecto, los indios cebaban ciertos perros para hacerlos comestibles.
Por la misma época tuvo lugar, como consecuencia afortunada de la búsqueda de petróleo en la selva tropical del Golfo de México, el descubrimiento de la misteriosa civilización olmeca, con sus colosales cabezas de rasgos negroides, protegidas con extraños cascos, y, en las tumbas, esas figurillas de jade pulido, no menos monumentales a pesar de su pequeño tamaño. Recuerdo también en el Parque de la Venta, en el tórrido Tabasco, algunas piezas en barro cocido, sombrías y brillantes, que representan niños obesos. Todo ese arte llamado olmeca se caracteriza por una sensualidad en los volúmenes y una fuerza en lo ponderal que encuentran eco en la escultura de Botero. Era el ocaso de los años cincuenta: solamente algunos artistas “nacidos sin museo ni tradición establecida”, como lo explica Botero –quien hace parte de ellos– miraban las piezas precolombinas como obras de arte y no como simples testimonios antropológicos. Lo mismo ocurría con la magnífica poesía de los aztecas o los mayas que había que arrancarles a los especialistas. A partir de ese momento la historia del arte en el continente americano, así como la de la poesía y la de la literatura, ya no comienza con la colonización hispánica. Sin embargo, a diferencia de los fresquistas que dieron su primera identidad al arte moderno latinoamericano, Botero no se inspirará directamente en el mundo prehispánico ni en el repertorio de las figuras precolombinas.
Es, no obstante, en México en donde él constituirá definitivamente su “manera”, como decía Vasari al hablar de Miguel Angel. De “manera” se obtuvo “manierismo”, nombre que conviene también al arte de Botero, puesto que el “manierismo” es la fusión del estilo y del motivo hecha para y por el estilo.
En México, entonces: “Había trabajado todo el día –dice Botero– y estaba terminando el dibujo de una guitarra. Me faltaba pintar el hueco que se encuentra en el centro del instrumento. Y, ¿por qué? Dibujé un hueco muy pequeño, sin relación con el tamaño de la guitarra. A causa de esta desproporción, la guitarra se volvió enorme. Inmediatamente frente a este instrumento deforme reconocí algo, vi algo. Supe, en ese instante, que lo que acababa de ocurrir era esencial. ¿Quién sabe? Tal vez mi talento consistió en haber sido capaz de comprenderlo. Inmediatamente empecé a rodear esa guitarra de otros objetos concebidos dentro del mismo espíritu. Entonces, empecé a ver formarse un mundo que tenía su propia coherencia”.
Pasarán más de quince años antes de que Botero se embarque en la escultura. Debería ser posible describir este largo camino como un proceso genésico ineluctable. En su necesidad física de volumen, Botero necesariamente llegaría a la tridimensionalidad real de la escultura. En el fondo, esa fuerza que desde el interior infla las formas hasta que están al borde del estallido, y que la superficie plana del cuadro contiene tan mal, no deja de hacernos pensar en los inventos delirantes, en los monstruos vegetales, de los que la naturaleza americana es tan pródiga. “La forma es exaltación de la naturaleza –dice Botero. Exaltación del volumen. Exaltación sensual”. Klee, por su parte, decía: “La naturaleza es el arte de otro”.
Es claro que el arte contemporáneo, y particularmente la escultura, padece de una fascinación por las formas macizas y ponderales. Dejemos a un lado a Maillol y a los catalanes de La Ben Plantada; a Matisse, con su Cabeza de 1905; a Henri Laurens, de una sensualidad floreciente; a Lobo; a Gaston Lachaise y su curioso erotismo; o a los abstractos como Jean Arp y Henry Moore: todos escultores de y en la pesadez, escultores de volúmenes macizos, estáticos, de superficies cerradas sobre las cuales la luz se desliza como sobre un espejo.
¿Y la belleza, en todo esto? En arte moderno la belleza no tiene un estatuto asegurado, ya sea que uno la conciba en su relación con la naturaleza o en su relación con la historia. Pero si es “promesa de felicidad”, como lo quería Stendhal, ¿no podemos afirmar que Botero la encontró en “Botería”?