- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Fernando Botero, dibujante un manierista moderno
Mujer en la ventana / 1996 / acuarela sobre lienzo / 130 x 100 cm.
La castidad / 1998 / carboncillo sobre lienzo / 138 x 103 cm
Mujer / sanguina / 43 x 35 cm
Mujer fumando / 1993 / lápiz y acuarela sobre lienzo / 122 x 96 cm
Retrato de mi madre / 1990 / lápiz / 45 x 32 cm
La tejedora / 1990 / lápiz / 47 x 36 cm.
Fumador / 1989 / lápiz / 60 x 36 cm
Hombre fumando / 1979 / carboncillo / 77 x 58 cm
En el café / 1986 / tinta / 43 x 35 cm
Mujer / 1992 / lápiz y acuarela sobre lienzo / 132 x 100 cm
Texto de: Marc Fumaroli
Dibujar, en lenguas romances, se reduce a sólo uno o dos verbos latinos: designare y delineare. Dice dos cosas muy diferentes, las cuales han sido asociadas lentamente por el genio latino en una síntesis fecunda. Todo el pensamiento europeo del arte, desde el Quattrocento hasta el Barroco, se ha ejercido sobre los dos significados del mismo verbo.
Delineare se refiere a un acto exterior: trazar con ayuda de un instrumento relativamente duro (cincel, buril, lápiz, carboncillo, pluma) una forma sobre un soporte relativamente liso y resistente (superficie de yeso, papiro, pergamino, papel). Designare es concebir interiormente (según los defensores del dibujo en la “Querella entre el Dibujo y el Color”), “con anterioridad” a todo acto manual, una idea, un proyecto o el esquema de una forma aún inmaterializada. Lomazzo (el pintor italiano que perdió la vista y fue el mejor teorista del manierismo) diferenciaba el disegno interno (el designare de los latinos, interpretado en el sentido platónico de “idea”), y disegno esterno (el delineare latino, la mano que transforma la “idea” invisible en forma visible). Uno precede al otro. Uno engendra al otro.
Entre el embrión invisible en la imaginación del pintor (la idea) y el cuerpo del fresco o del cuadro plenamente desarrollado en el espacio visible y táctil (la imagen, el icono), hay tantas etapas como en el desarrollo biológico de un ser vivo. Se trata de una cascada de imitaciones en un sentido aristotélico: engendrar, dar a luz, madurar para el pensamiento antiguo son modalidades de imitación, fenómenos de crecimiento vital, lo contrario de la moderna reproducción mecánica. Es posible entonces distinguir en el proceso de invención del pintor europeo, entre los siglos XV y XVIII, varios momentos y varios tipos de dibujos, en el sentido material de la palabra latina delineatio: una primera “idea” sobre una libreta de trabajo mnemotécnico; la idea ya desarrollada y madurada sobre una hoja independiente de material fino: esto puede servir como modello para el cuadro, una vez ampliado y proyectado el dibujo a las dimensiones de la tela, donde éste espera del pincel la carne, el relieve, las sombras, el color.
La idea plenamente desarrollada y madura puede también rehusar por el camino, tornarse en cuadro; se puede enamorar de sí misma y buscar sobre la hoja misma, de dimensiones ocasionalmente comparables a las del cuadro, la justa apertura de sus volúmenes, de su espacio, de sus sombras, de sus luces y aun de sus colores. Del colorido de esos dibujos que florecieron por sí mismos y seguirán siendo dibujos se puede decir que son de la categoría del maquillaje: sanguina, pastel, acuarela, tintas, espolvoreadas sobre la fina piel del papel. Ese colorido no borra la línea. Le otorga aun más vida. En latín clásico, pictura viene del mundus muliebris tanto como del mundus artificialis: significa también “maquillaje” o disfraz, lo cual no es, en este contexto, peyorativo en modo alguno: se podría decir también “pigmentos ligeros”.
¿Cómo opera la divergencia (el clinamen) que, de un embrión de disegno interno, hará un dibujo adulto autosuficiente, o bien, al contrario, un modello que sólo hallará su sentido y madurez en el transporte sobre el muro a fresco o sobre la tela al óleo? Esto es tan misterioso como la divergencia entre hembras y machos en la matriz materna. La idea misma del futuro “dibujo” o el futuro “cuadro” no es la que determina tal divergencia. Es quizá el estado de ánimo del artista, más “femenino” cuando algo en él escoge permanecer en la esfera del dibujo, o más “masculino” cuando su inspiración del momento lo lleva a franquear las fronteras del dibujo y proyectar la idea sobre la tela con todo el aparato de sus pinceles y recipientes de colores al óleo.
Esta oscilación posible entre el dibujo “acabado por sí mismo” y el dibujo que halla su destino final en el cuadro revela la naturaleza particular de los pintores: retienen algo de la ingenuidad de la infancia (fase del desarrollo biológico en el cual la diferenciación sexual es aún incompleta) pero también (aun si en su vida son más bien macho) del andrógino. Tan pronto se inclinan del lado de la madre, como del padre, de la esposa, del esposo, prefiriendo unas veces la voluptuosidad pura del dibujo y en otras la sensualidad más áspera y voluntaria del cuadro (pictura, en latín, significa “bordado” así como “pintura”, lo cual supone igualmente la aguja que se hunde en la tela y cose un punto como el pincel que la impregna de color). En el pintor latino, erótica y poética van resueltamente de brazo.
Manierismo. Noción inseparable de “mano”, o “giro manual”, con todo lo que ello implica como virtuosismo al servicio de la “idea”. Paradójicamente, la maniera, más que cualquier otro estilo de la historia europea del arte, exige a la vez una extrema singularidad estilística y una lealtad a la tradición ecléctica de arquetipos o de prototipos soberanos. En el Templo de la Pintura de Lomazzo, siete “Gobernadores”, entre los cuales se incluyen maestros tan diversos e irreconciliables como Leonardo, Miguel Ángel, Rafael, Correggio o Tiziano, representan las diversas facetas de la idea de la belleza en pintura: presiden el gran juego de la imitación ecléctica y combinatoria en el interior del cual la singularidad estilística del pintor debe brillar con luz propia. Un pintor manierista es un oximorón: imita a muchos más maestros que todos aquellos a los cuales no se quiere parecer.
Todo esto se aplica perfectamente, como se podrá haber notado por el camino, a Fernando Botero, pintor y dibujante contemporáneo, pero que habría logrado, no menos bien si nos atenemos a su poética, aparecer al final del siglo XVI y ser figura en la escuela latina de pintores manieristas.
Lo que irrita y desespera a muchos en este artista colombiano, lo que le otorga su popularidad en el gran público mundial en este final del siglo XX, es que su manera de inventar y proceder es perfectamente ajena a la ortodoxia de la modernidad internacional. Nadie podría confundirlo con Arcimboldo y sin embargo podría haber conocido el mismo éxito que aquel en la corte de Rodolfo II. Se diría que el manierismo internacional renació, para y por él, espontáneamente, en las entrañas de su lengua romance, el español, la lengua de su infancia, su lengua materna: las mismas entrañas del italiano, la lengua materna de los artistas de Praga, de Roma y de Florencia en la época manierista. Sería también siete la cifra de los “Gobernadores” a los cuales Botero no ha cesado de rendir homenaje, dioses de la tradición dentro de la cual está inscrito como si el rasero de la modernidad no hubiera operado para él: Piero (della Francesca), Holbein, Breughel (el Viejo), Velázquez, Ingres, Courbet, Cézanne.
De hecho, los conoció tardíamente, habiendo recibido en cambio la tradición católica del manierismo italiano en una oleada de pintores sin celebridad, frecuentemente anónimos, surgiendo sobre el fondo español de una lejana periferia: hoy éstos siguen siendo ignorados por los museos europeos o norteamericanos. Botero, de niño o adolescente, vio en Medellín o en las aldeas de las montañas vecinas, in situ, en los cielos rasos de las capillas, sobre los retablos de las iglesias, sus cuadros o sus frescos de temas religiosos, alegóricos o emblemáticos. Todos inspirados por el genio de la lengua y la retórica latinas, todos habitados, aun cuando su libre fantasía olvidaba los grabados que representaban para ellos los “originales” europeos tan admirados por sus clientes, por la vitalidad y las licencias plásticas otorgadas por Horacio a los pintores como a los poetas: Pictoribus atque poetis quidlibet audendi semper fuit aequa potestas: la fantasía y la audacia de los pintores, como las de los poetas, no han conocido freno jamás.
Estos pintores colombianos no tuvieron nunca, como Botero, la ocasión de ir a ver ni estudiar directamente en Europa los prototipos de su actividad artística. Quizá ignoraban los nombres de los pintores celebrados por Vasari y Lomazzo. A diferencia de los pintores bávaros que decoraron las iglesias aldeanas de sus ducados en el siglo XVIII a su regreso de Italia, jamás se intimidaron ante el encuentro cara a cara, en el sitio, con las obras maestras de su propia tradición. Su margen de improvisación, su ingenuidad sencilla y refinada sobre “ideas” impuestas a ellos no fueron turbadas.
Aun si Botero ha viajado mucho y visitado los museos, aun si ha cerrado el broche de una historia del arte de la cual sus antecesores sedentarios no se preocupaban en absoluto, este, heredero moderno de la tradición de los pintores coloniales, tan culto, sofisticado, cosmopolita como es, no los traicionó en favor de los grandes maestros que estudió de cerca. Cuando representa estos “Gobernadores” platónicos de la tradición europea, cuando hace su retrato, cuando se representa a sí mismo a la mesa en compañía de aquellos, es siempre para conjurar mediante la ironía todo efecto de reverencia y terror que hayan tenido sobre él mismo. Les rinde homenaje, para así agregarlos mejor a su propia obra y su propia “manera”. Los europeos, los americanos del norte que los idolatran en sus museos, ¿no los han expulsado de sus escuelas de arte? Recayó sobre un pintor de América del Sur otorgarles hospitalidad en su obra. Salvo Piero (della Francesca), salvo el Quattrocento italiano, que fue para Botero sin duda una verdadera revelación, una duradera fascinación, un contrapeso, los otros maestros que cita sólo intervienen para justificarla ante la familia plástica suramericana que el pintor y escultor decidió hacer entrar, consigo mismo y en seguida de él, en la historia del arte universal.
Él sabe muy bien que esa es toda una decisión e incluso una decisión polémica. El arte de este pintor, tan resuelta y tradicionalmente latino, tan fiel como quiere ser a la rama colonial y suramericana del manierismo europeo, le dio en realidad, y él lo supo antes y mejor que nadie, otro distinto sentido, otro distinto alcance, otro distinto sabor, diferentes de los que se podrían asignar a los hermosos cuadros y frescos de iglesias que multiplicaron en otras épocas los pintores de su país trabajando ingenuamente en su estrecho círculo.
Un mundo, otro nuevo mundo, el de la modernidad de la América del Norte mundializada, el del arte contemporáneo que le sirve de bandera y que Botero, transformado parcialmente en neoyorquino, conoce muy bien desde hace mucho tiempo, separa el arte de este pintor del final del siglo XX de aquel de los pintores de su país. Son estos pintores sin duda quienes le hicieron decir un buen día: Anch’ io sono pittore. Si continuó siendo fiel a ellos, si no cesó de confrontar su lección provincial a los “Gobernadores” europeos que eran el origen lejano de su tradición, ello se debió a una decisión a contracorriente, a contratiempo, con un gesto orgulloso de desafío.
En esto, ante todo, Botero es moderno: moderno contra la modernidad internacional, moderno por la audacia de la apuesta que lo llevó a jugar una carta aparentemente desesperada, que le hizo ganar un éxito internacional negado en principio a los pintores de su familia. Sus antepasados, los pintores religiosos de los Andes, no tuvieron que desafiar a nadie ni obtener una victoria contra nadie. Eran llevados por la única tradición iconográfica que ellos mismos y quienes encargaban su trabajo conocían. Su manierismo, su barroquismo eran a la vez dóciles, ingenuos y refinados sin saberlo, por el placer de Dios. Su horizonte era local. Botero resolvió tornarlo mundial. Esa es su propia reconquista.
El mundo de ideas interiores dentro del cual se mueve este pintor de hoy en día, inmutable cualquiera que sea el lugar, el tiempo, el público (Tokio o Los Ángeles, París o Sâo Paulo, Londres o Düsseldorf), dondequiera que pinta o expone, hace figura con rasgos de máquina de combate. Los ángeles bailarines, coquetos y lujosos del manierismo religioso suramericano, los diablos molestando a los condenados que se asan, las gruesas palomas que anuncian el fin del diluvio no aparecen en su obra solamente como citas cómicas. Preceden y acompañan la ofensiva del arte suramericano, son la vanguardia situada al extremo opuesto de su revancha. Las nervaduras del arte de dibujar y pintar en Botero son tan vigorosas y eficaces como su iconografía, como para intimidar aun más una modernidad de intelectuales complicados en sus juicios, tortuosos en sus gustos y asediados ahora en su vanguardia al menos tanto como él mismo lo fue en otras épocas en Medellín.
Sin duda, hay que retroceder a la tradición latina del manierismo para hacer justicia a la poética de los dibujos y la pintura de Botero, pues éstas derivan de aquélla y le rinden homenaje explícitamente; pero, por otro lado, este homenaje, por la simplificación casi caricaturesca que él le ha impuesto para ser bien comprendido en una época extranjera y en principio hostil, revela los recursos y el método de la maniera que fue internacional hace cuatro siglos y que extrañamente ha tornado a serlo de nuevo hoy en su obra: se piensa en los desollados de Vesalio que revelan la estructura oculta de los cuerpos pintados por Miguel Ángel.
Hay “ideas-madres” comunes al dibujante y al pintor, hay “un mundo” de Botero que su arte, incansable e inventivamente, trata de hacer vivir imitándolo. No son ya las convenciones iconográficas del catolicismo tridentino que sirvieron de pretextos a los pintores coloniales de los siglos XVI y XVII. Pero es, eso sí, un repertorio de convenciones, todas personales, que ha logrado hacer reconocibles, mediante su arte, como otros tantos lugares comunes universales, católicos a su manera. Quizá retienen éstos demasiado la atención a expensas del arte que, al imitarlos, al transformarlos en iconos, los ha hecho vivos para el público mundial. Forman parte de la “manera” de Botero. Al menos, han favorecido su reconocimiento como pintor de estatura y notoriedad mundial.
Estas “ideas”, este “mundo” no son en absoluto contemporáneos. Son tan extraños y extranjeros al final del siglo XX como podían ser los romanos en toga evocados por los frescos del Cavaliere d’Arpino en Roma del siglo XVII. Major e longinquo reverentia, escribió Horacio: admiramos más aun lo que viene de lejos. Este precepto antiguo, que perjudicaría a todos los demás actualmente, es la base del éxito de Botero.
La multitud de “ideas” que le llegan a este pintor son un reflejo de la humanidad, desaparecida hace largo tiempo, de un pequeño municipium perdido en una colonia emancipada del antiguo imperio español. Son reminiscencias de Botero niño y adolescente. Son “ideas” subjetivas. Por ese aspecto también, este “antiguo”, este tradicionalista, es un moderno. Surgen del fondo de un lugar ignorado y separado de Europa por un océano, un continente, una cordillera de elevadas montañas; pero también de un tiempo tan lejano de la América del Norte como podría serlo quizá la antigüedad romana. Estas “ideas” pueden ser fechadas con precisión: llevan la huella de los años 1930 a 1950 (Botero nació en 1932): el estilo de las vestimentas, de los sombreros, de los ornamentos masculinos y femeninos, la forma de los utensilios (cafeteras en metal esmaltado, máquinas de coser Singer, jarros y fruteros en cerámica), la confección artesanal de los juguetes con los cuales se divierten los niños, los pasos de danza a la moda (vals y tango) que practican los adultos, sus nacientes hábitos de higiene y baños de mar; he ahí las marcas del tiempo recuperado. En realidad, estas “ideas” se arraigan más lejanamente aún en el siglo XIX, en el XVIII preindustrial e incluso más allá, en la larga duración y vasta extensión de una Europa latina: nada de fábricas ni de obreros, nada de maquinismo y servidores domésticos en cambio; una economía latifundista tan asentada como en los tiempos del Imperio romano y del Imperio español; el caballo sigue siendo, como en la antigüedad mediterránea, el vehículo para desplazarse o viajar; la caza ostenta un lugar escogido en los ocios de los señores laicos; la Iglesia romana, sus prelados, sus monjes, sus monjas, su iconografía llenan la vida social, como los generales la vida política; pequeños Cicerones, los abogados en vestido de chaleco, corbata y sombrero resumen la vida intelectual. Un foro reúne todo este mundillo que se observa a sí mismo desde las ventanas, de lo alto de los balcones, en el umbral de las puertas, como en el teatro.
Esta romanidad hispánica (el rito de la corrida con sus mozos, toreros y picadores perpetúa imperturbablemente el culto antiguo de Mitra) es en profundidad tan inmóvil y fuera del tiempo como la romanidad de Tito Livio representada por Giulio Romano o Francesco Salviati en sus frescos del siglo XVI. Pero nada tiene que ver en la memoria de Botero con la grandeza épica y trágica de los “cuadros de historia” manieristas; pertenece a un registro totalmente diferente de este estilo, el cual es esencial para el mismo, lo burlesco heroico-cómico de la Secchia rapita de Alessandro Tassoni, o lo picaresco de Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán. Este registro cómico ya era romano en el Satyricon de Petronio, en las sátiras de Horacio y Juvenal, en los “bodegones” anteriores a las pinturas al fresco de Pompeya y Herculano.
¿Es éste un mundo fuera del tiempo, o un mundo que ha “hecho” su tiempo, luego de haber destilado por última vez unos “tipos”, unos “caracteres fijos” que se declinan, como las palabras latinas, cambiando de desinencia sin alterar jamás su raíz? Tipos eclesiásticos, masculinos y femeninos, tipos militares, siempre machos, tipos civiles: éstos hacen racimo en el interior de la pareja de Adán y Eva, de Venus y Marte, de Hércules y Onfalia, o bien en la tribu familiar, Jupiteres y Junos prolíficos, novias y novios, abuelos y niños. Al margen de este Olimpo travestido, las prostitutas levantan su falda en su barrio reservado, los hermafroditas con mostacho tienen temor de sí mismos “en el closet”.
Este piccolo mondo antico, fuera del tiempo y habiendo hecho su tiempo, es también un mundo que se toma todo su tiempo. El otium, los ocios, ocupan allí un lugar tan vasto que el negotium, los asuntos de negocio, parecen haber sido relegados definitivamente para más tarde. Sería apenas justo si los maestros de obra aparecen, en su trabajo, edificando un muro sin fatigarse. El lecho, la siesta, el amor luego de la siesta, la mesa de comedor y los aparadores bien llenos, los preparativos del sueño nocturno, el baño, el paseo familiar, la fanfarria municipal, el picnic y el almuerzo sobre la hierba, la playa, la danza y el coqueteo, el juego de naipes, el café y el bar: el tiempo se pavonea en un perpetuo domingo público y plácido, compartido por los animales domésticos y puntualizado por escasos sucesos varios: un suicidio, un accidente de caballo. Este desaparecido mundo de la lentitud no está hecho para la instantaneidad de una fotografía. Conviene al ojo contemplativo del pintor.
Debía ser así, pocas cosas más o menos, en las ciudades de la provincia ibérica en tiempos de Séneca, de Marcial (en Roma) y de la Pax Romana (en el Imperio). Sólo los detalles del vestido han cambiado ligeramente (pero el drapeado de los trajes y de los pantalones recuerdan cómicamente los pliegues de las togas); las frutas subtropicales hacen variar el menú de un cielo a otro pero la sensualidad golosa del “Festín de Trimalcio” sigue allí. Las tejas de los techos siguen siendo sempiternamente redondas, las Evas, las Venus, las Onfalias sempiternamente gordas, los pelos de la barba y el pecho de los Adanes, Hércules y Martes sempiternamente duros, negros y rizados.
Se toca, con el mundo colonial rememorado según Botero, la capa antropológica profunda de una eterna civitas romana, reconstituida intacta bajo cielos distintos de los del Mediterráneo. Esta capa antropológica increíblemente tenaz y conquistadora desde hace dos milenios la ha visto el artista atacada por el ácido violento de la modernidad norteamericana. Ya no persiste más que en su memoria. Esto es algo más que lo hace un moderno. Lo que ha terminado ha terminado. Pero este moderno osa recordar. Este moderno tiene un futuro. En ese fondo mnemotécnico fecundo puede tomar en abundancia, como dibujante y pintor, las ideas-madres de sus imágenes.
La obra dibujada y pintada del artista colombiano “no imita” en efecto y no hace vivir más que las “ideas” que surgen de ese fondo de infancia y adolescencia abolidas. Pero no las reproduce. Tampoco las celebra.
El genio latino –y el de los locutores de lenguas latinas– está determinado por una gramática que procede por normas y excepciones. Botero procede obedientemente elaborando todo un vocabulario y una sintaxis de esta muy antigua humanidad que fue la suya y que llegó a conocer bien. Su imaginación la repartió en vocablos y sintagmas “normales” que sufren de la presencia de las excepciones y los “monstruos”. Los sintagmas mismos derivan de una taxonomia. Se ordenan por géneros. Nada es más tradicional, académico y manierista que la serie de géneros en el interior de la cual cada “idea” o grupo de “ideas” que le llegan a Botero halla la situación mnemotécnica que le conviene según la ley latina del decorum: naturalezas muertas con flores, frutas, instrumentos musicales, trozos de carne cruda; retratos oficiales, mundanos o íntimos, individuales o en grupo; escenas genéricas, urbanas o campestres; fiestas galantes; interiores y “conversation pieces”; paisajes urbanos o rurales; academias. Cada cosa y cada ser en su lugar. Y, sin embargo, todo está extrañamente desquiciado. Estos géneros tradicionales desde el siglo XVI albergan huéspedes nuevos, aunque éstos oscuramente evoquen figuras ya vistas anteriormente. Estas academias de damas coloniales desnudas “entradas en carnes” por el trópico tienen, sin embargo, aires conocidos de Venus. Lo que ha cambiado no es la “idea” sino el punto de vista del pintor.
Ocurre que el genio latino, para construir un discurso persuasivo y no sólo una frase, dispone de figuras y modos retóricos que determinan la óptica bajo la cual el orador, el narrador, pero también el pintor, pueden ver y quieren hacer ver lo que tiene que decir, que mostrar. Este artesanado de abogados a la antigua, arruinado por las “comunicaciones” industrializadas de la modernidad, está puesto en obra por Botero, como lo estaba por los pintores manieristas y barrocos, para otorgar significados por la deformación, por la manera.
La deformación “boteresca” es irónica, caricaturesca, burlona. Botero ignora la nostalgia embellecedora y ennoblecedora. En esto también deja de ser sentimental y es moderno. Pero nuevamente es la antigua retórica la que le otorga su modernidad. Dándole el control entero de su imaginación y su memoria le permite agrandar lo pequeño, disminuir lo enorme, mediante una metaforización general que niega todo criterio de gravedad y transporta seres y cosas a la fantasía de la ficción. Este antropólogo de su propia imaginería es también el mitógrafo y su deconstructor. En él los enanos se tornan gigantes; los gatos, tigres; las jóvenes, ballenas; pero de modo inverso, los gigantes pueden tener pequeñas cabezas de enanos; los tigres, patitas de gatos y las ballenas, menudos labios de niñas. La ironía preside estas metamorfosis cómicas y retoma mediante la caricatura lo fabuloso de los mitos antiguos.
El mundo de las “ideas” no es más que una “materia” ofrecida a su arte. Esta materia cómica y delectable debería conducir al arte que le otorga forma, pero el pintor se irrita contra sus admiradores, que se limitan a su iconografía. La retórica irónica de Botero, aunque derivada del arte latino del discurso, quiere estar al servicio de una poética plástica moderna. Sus deformaciones son experimentos sobre los volúmenes y el color. Así, una Venus gorda como una ballena blanca y ballena en su tina demasiado estrecha para ella, a punto de desbordarla, es el pretexto del artista para empujar al límite la ocupación del espacio de la tela y hacer comprender a qué puede llegar el juego de los llenos y los vacíos. Así, una pera alcanza proporciones turgentes y gigantescas de fruta del Jardín de las Hespérides por su aislamiento sobre una tela cuyas dimensiones son demasiado exiguas para ella misma: manera mediante la cual el artista hace sentir la relatividad de los volúmenes con el espacio que los contiene y la variabilidad del punto de vista. Los cuerpos cómicos representados en los cuadros de Botero parecen estar todos habitados fantasmalmente por las formas perfectas de Platón, seguramente por la esfera (el andrógino original era una esfera), pero también por el cono, el cilindro, la pirámide y el cubo, de los cuales están hechos. Si los vegetales o los seres inanimados (árboles, frutos, utensilios) logran con más o menos honor mantener un lugar en el espacio de Botero, a los humanos y sus animales les va mucho peor. La contradicción entre esta patología de las formas y la exigencia de hacerlos habitar la tela con naturalidad, de hacerlos coexistir armoniosamente en el espacio del cuadro, son otros tantos problemas plásticos que le suponen, al principio del burlesco “boteresco” una visión profundamente platónica. En esto Botero es manierista. En esto también es moderno: ha meditado a Piero (della Francesca) y Cézanne.
El color es en Botero una historia muy diferente. La paleta de Botero otorga privilegios a los negros y los blancos (el gran lujo español), pero ama también los colores francos y vivos de la vegetación y las frutas subtropicales: ocre, amarillo, rosa y verde. Sabe hacerlos cantar en conjunto, a costa de personajes aturdidos (a veces músicos de gran fanfarria y de banda pueblerina) tomados como pretexto para una armonía que no escucharán jamás.
Esta tensión entre las “ideas perfectas” de forma y color y las ideas sensibles del mundo “boteresco” introduce la violencia en su burlesco. Esta violencia sólo es perceptible en el plano plástico. Permanece invisible si nos atenemos a los temas, en sí inocentes y cómicos. Las “ideas” (los rostros y los cielos en particular) que imita el arte de este pintor son plácidos, desprovistos por entero de tormentas y de drama. La violencia nace en contra de aquéllos, en el conflicto entre la vocación del pintor por la belleza intelectual de los volúmenes y la vida intensa de los colores, y los seres que representa, beneficiarios de un logro plástico para el cual no estaban hechos y que ignoran. Los objetos en Botero tienen más apetencia por la belleza. Sobre sus telas, los troncos de árboles, las tejas, los muros, los frutos, los fruteros pasan en mejores términos la prueba plástica que los animales y los hombres.
Establecido esto, ¿cuál es la diferencia entre los dibujos de Botero y sus pinturas? Tienen un substrato iconográfico e imaginario común, derivan de la misma retórica irónica y de la misma poética plástica. Tienen los unos y los otros, un punto de partida común en el mismo cuaderno donde el artista anota, con trazos aún sumarios, las “ideas” que vienen a él. ¿Qué es lo que conduce tal o cual página de sus cuadernos a ser dibujos y tal otra a tornarse cuadro? ¿Qué es lo que, por otra parte, condujo a Botero a encontrar una tercera salida para sus “ideas”, la escultura?
Probablemente se deba creer que en el camino que conduce al dibujo adulto, confiado a una materia más noble y más colaboradora que la tela (Botero es un enamorado de los papeles raros y colecciona los papiros que fabrican aún hoy los descendientes mexicanos de los aztecas), la violencia que permea su pintura puede perder intensidad y llegar a ser más contemplativa. Lo que el óleo tiene de graso, de sensual y de invasor, el peso que les añade a las formas y les impide ser puras en el espacio de la tela que recubre por entero, toda esta carnalidad de la pintura se purifica en el dibujo y le hace desear ser dibujo hasta el final.
Entonces, y aun cuando la “idea” inicial es la de un monstruo (una niña deforme y macrocéfala cuyo cuerpo ocupa casi toda la hoja y parece una enorme lombriz solitaria), al menos el dibujo no hace más que evocarla, preservando esta pesadilla del horror del tacto, del olor, del sabor que no dejarían de prestarle la tela y el pincel. Y cuando la “idea” es un frutero (tema de las naturalezas muertas más “bellas” y menos irónicas del pintor), el dibujo y las transparencias de la acuarela lo conducen a un estado de ingravidez pura y de felicidad de las formas que, por comparación, hace aparecer duros, casi obscenos, a sus hermanos siameses pintados.
¿Buscó Botero una catarsis diferente, pero sin embargo análoga en la transferencia de sus “ideas” al bronce? Es probable. En todo caso, la confrontación de sus cuadros y sus dibujos (desde luego es posible contentarse con gustar de la diversidad de sus técnicas y el vigor siempre nuevo de su ejecución) permite concluir que hay dos etapas diferentes en la experiencia interior del pintor y en la experiencia estética del espectador. En los cuadros, lo cómico es frecuentemente áspero y limitante con un reír burlón. La separación entre las formas ideales y la realidad entregada por la memoria es cruel. En los dibujos, el humor negro aspira a la dulzura de las sonrisas, y algunas veces a la ternura misma. La felicidad del dibujante al jugar con las líneas y los volúmenes es mucho más calmada que la del pintor.
En el trabajo de Botero el dibujo siempre ha contado tanto como la pintura. Pero parece haber ganado terreno durante los últimos años. El pintor ha llegado al aumento del tamaño de sus dibujos hasta el de sus cuadros y a tratar la tela como si fuese papel o papiro. Ha hecho recientemente exposiciones enteramente consagradas a unas series de dibujos de gran formato. ¿Su ambición insaciable de artista lo hace ahora rivalizar con el dibujo de mayor tamaño en el mundo, La Virgen, el Niño y Santa Ana de Leonardo, en la National Gallery de Londres? ¿Aspira ahora a transportar su “mundo” hasta el formato y la sublime dulzura sfumata de esta obra maestra absoluta del dibujo europeo? Nada asombra a este reconquistador.
#AmorPorColombia
Fernando Botero, dibujante un manierista moderno
Mujer en la ventana / 1996 / acuarela sobre lienzo / 130 x 100 cm.
La castidad / 1998 / carboncillo sobre lienzo / 138 x 103 cm
Mujer / sanguina / 43 x 35 cm
Mujer fumando / 1993 / lápiz y acuarela sobre lienzo / 122 x 96 cm
Retrato de mi madre / 1990 / lápiz / 45 x 32 cm
La tejedora / 1990 / lápiz / 47 x 36 cm.
Fumador / 1989 / lápiz / 60 x 36 cm
Hombre fumando / 1979 / carboncillo / 77 x 58 cm
En el café / 1986 / tinta / 43 x 35 cm
Mujer / 1992 / lápiz y acuarela sobre lienzo / 132 x 100 cm
Texto de: Marc Fumaroli
Dibujar, en lenguas romances, se reduce a sólo uno o dos verbos latinos: designare y delineare. Dice dos cosas muy diferentes, las cuales han sido asociadas lentamente por el genio latino en una síntesis fecunda. Todo el pensamiento europeo del arte, desde el Quattrocento hasta el Barroco, se ha ejercido sobre los dos significados del mismo verbo.
Delineare se refiere a un acto exterior: trazar con ayuda de un instrumento relativamente duro (cincel, buril, lápiz, carboncillo, pluma) una forma sobre un soporte relativamente liso y resistente (superficie de yeso, papiro, pergamino, papel). Designare es concebir interiormente (según los defensores del dibujo en la “Querella entre el Dibujo y el Color”), “con anterioridad” a todo acto manual, una idea, un proyecto o el esquema de una forma aún inmaterializada. Lomazzo (el pintor italiano que perdió la vista y fue el mejor teorista del manierismo) diferenciaba el disegno interno (el designare de los latinos, interpretado en el sentido platónico de “idea”), y disegno esterno (el delineare latino, la mano que transforma la “idea” invisible en forma visible). Uno precede al otro. Uno engendra al otro.
Entre el embrión invisible en la imaginación del pintor (la idea) y el cuerpo del fresco o del cuadro plenamente desarrollado en el espacio visible y táctil (la imagen, el icono), hay tantas etapas como en el desarrollo biológico de un ser vivo. Se trata de una cascada de imitaciones en un sentido aristotélico: engendrar, dar a luz, madurar para el pensamiento antiguo son modalidades de imitación, fenómenos de crecimiento vital, lo contrario de la moderna reproducción mecánica. Es posible entonces distinguir en el proceso de invención del pintor europeo, entre los siglos XV y XVIII, varios momentos y varios tipos de dibujos, en el sentido material de la palabra latina delineatio: una primera “idea” sobre una libreta de trabajo mnemotécnico; la idea ya desarrollada y madurada sobre una hoja independiente de material fino: esto puede servir como modello para el cuadro, una vez ampliado y proyectado el dibujo a las dimensiones de la tela, donde éste espera del pincel la carne, el relieve, las sombras, el color.
La idea plenamente desarrollada y madura puede también rehusar por el camino, tornarse en cuadro; se puede enamorar de sí misma y buscar sobre la hoja misma, de dimensiones ocasionalmente comparables a las del cuadro, la justa apertura de sus volúmenes, de su espacio, de sus sombras, de sus luces y aun de sus colores. Del colorido de esos dibujos que florecieron por sí mismos y seguirán siendo dibujos se puede decir que son de la categoría del maquillaje: sanguina, pastel, acuarela, tintas, espolvoreadas sobre la fina piel del papel. Ese colorido no borra la línea. Le otorga aun más vida. En latín clásico, pictura viene del mundus muliebris tanto como del mundus artificialis: significa también “maquillaje” o disfraz, lo cual no es, en este contexto, peyorativo en modo alguno: se podría decir también “pigmentos ligeros”.
¿Cómo opera la divergencia (el clinamen) que, de un embrión de disegno interno, hará un dibujo adulto autosuficiente, o bien, al contrario, un modello que sólo hallará su sentido y madurez en el transporte sobre el muro a fresco o sobre la tela al óleo? Esto es tan misterioso como la divergencia entre hembras y machos en la matriz materna. La idea misma del futuro “dibujo” o el futuro “cuadro” no es la que determina tal divergencia. Es quizá el estado de ánimo del artista, más “femenino” cuando algo en él escoge permanecer en la esfera del dibujo, o más “masculino” cuando su inspiración del momento lo lleva a franquear las fronteras del dibujo y proyectar la idea sobre la tela con todo el aparato de sus pinceles y recipientes de colores al óleo.
Esta oscilación posible entre el dibujo “acabado por sí mismo” y el dibujo que halla su destino final en el cuadro revela la naturaleza particular de los pintores: retienen algo de la ingenuidad de la infancia (fase del desarrollo biológico en el cual la diferenciación sexual es aún incompleta) pero también (aun si en su vida son más bien macho) del andrógino. Tan pronto se inclinan del lado de la madre, como del padre, de la esposa, del esposo, prefiriendo unas veces la voluptuosidad pura del dibujo y en otras la sensualidad más áspera y voluntaria del cuadro (pictura, en latín, significa “bordado” así como “pintura”, lo cual supone igualmente la aguja que se hunde en la tela y cose un punto como el pincel que la impregna de color). En el pintor latino, erótica y poética van resueltamente de brazo.
Manierismo. Noción inseparable de “mano”, o “giro manual”, con todo lo que ello implica como virtuosismo al servicio de la “idea”. Paradójicamente, la maniera, más que cualquier otro estilo de la historia europea del arte, exige a la vez una extrema singularidad estilística y una lealtad a la tradición ecléctica de arquetipos o de prototipos soberanos. En el Templo de la Pintura de Lomazzo, siete “Gobernadores”, entre los cuales se incluyen maestros tan diversos e irreconciliables como Leonardo, Miguel Ángel, Rafael, Correggio o Tiziano, representan las diversas facetas de la idea de la belleza en pintura: presiden el gran juego de la imitación ecléctica y combinatoria en el interior del cual la singularidad estilística del pintor debe brillar con luz propia. Un pintor manierista es un oximorón: imita a muchos más maestros que todos aquellos a los cuales no se quiere parecer.
Todo esto se aplica perfectamente, como se podrá haber notado por el camino, a Fernando Botero, pintor y dibujante contemporáneo, pero que habría logrado, no menos bien si nos atenemos a su poética, aparecer al final del siglo XVI y ser figura en la escuela latina de pintores manieristas.
Lo que irrita y desespera a muchos en este artista colombiano, lo que le otorga su popularidad en el gran público mundial en este final del siglo XX, es que su manera de inventar y proceder es perfectamente ajena a la ortodoxia de la modernidad internacional. Nadie podría confundirlo con Arcimboldo y sin embargo podría haber conocido el mismo éxito que aquel en la corte de Rodolfo II. Se diría que el manierismo internacional renació, para y por él, espontáneamente, en las entrañas de su lengua romance, el español, la lengua de su infancia, su lengua materna: las mismas entrañas del italiano, la lengua materna de los artistas de Praga, de Roma y de Florencia en la época manierista. Sería también siete la cifra de los “Gobernadores” a los cuales Botero no ha cesado de rendir homenaje, dioses de la tradición dentro de la cual está inscrito como si el rasero de la modernidad no hubiera operado para él: Piero (della Francesca), Holbein, Breughel (el Viejo), Velázquez, Ingres, Courbet, Cézanne.
De hecho, los conoció tardíamente, habiendo recibido en cambio la tradición católica del manierismo italiano en una oleada de pintores sin celebridad, frecuentemente anónimos, surgiendo sobre el fondo español de una lejana periferia: hoy éstos siguen siendo ignorados por los museos europeos o norteamericanos. Botero, de niño o adolescente, vio en Medellín o en las aldeas de las montañas vecinas, in situ, en los cielos rasos de las capillas, sobre los retablos de las iglesias, sus cuadros o sus frescos de temas religiosos, alegóricos o emblemáticos. Todos inspirados por el genio de la lengua y la retórica latinas, todos habitados, aun cuando su libre fantasía olvidaba los grabados que representaban para ellos los “originales” europeos tan admirados por sus clientes, por la vitalidad y las licencias plásticas otorgadas por Horacio a los pintores como a los poetas: Pictoribus atque poetis quidlibet audendi semper fuit aequa potestas: la fantasía y la audacia de los pintores, como las de los poetas, no han conocido freno jamás.
Estos pintores colombianos no tuvieron nunca, como Botero, la ocasión de ir a ver ni estudiar directamente en Europa los prototipos de su actividad artística. Quizá ignoraban los nombres de los pintores celebrados por Vasari y Lomazzo. A diferencia de los pintores bávaros que decoraron las iglesias aldeanas de sus ducados en el siglo XVIII a su regreso de Italia, jamás se intimidaron ante el encuentro cara a cara, en el sitio, con las obras maestras de su propia tradición. Su margen de improvisación, su ingenuidad sencilla y refinada sobre “ideas” impuestas a ellos no fueron turbadas.
Aun si Botero ha viajado mucho y visitado los museos, aun si ha cerrado el broche de una historia del arte de la cual sus antecesores sedentarios no se preocupaban en absoluto, este, heredero moderno de la tradición de los pintores coloniales, tan culto, sofisticado, cosmopolita como es, no los traicionó en favor de los grandes maestros que estudió de cerca. Cuando representa estos “Gobernadores” platónicos de la tradición europea, cuando hace su retrato, cuando se representa a sí mismo a la mesa en compañía de aquellos, es siempre para conjurar mediante la ironía todo efecto de reverencia y terror que hayan tenido sobre él mismo. Les rinde homenaje, para así agregarlos mejor a su propia obra y su propia “manera”. Los europeos, los americanos del norte que los idolatran en sus museos, ¿no los han expulsado de sus escuelas de arte? Recayó sobre un pintor de América del Sur otorgarles hospitalidad en su obra. Salvo Piero (della Francesca), salvo el Quattrocento italiano, que fue para Botero sin duda una verdadera revelación, una duradera fascinación, un contrapeso, los otros maestros que cita sólo intervienen para justificarla ante la familia plástica suramericana que el pintor y escultor decidió hacer entrar, consigo mismo y en seguida de él, en la historia del arte universal.
Él sabe muy bien que esa es toda una decisión e incluso una decisión polémica. El arte de este pintor, tan resuelta y tradicionalmente latino, tan fiel como quiere ser a la rama colonial y suramericana del manierismo europeo, le dio en realidad, y él lo supo antes y mejor que nadie, otro distinto sentido, otro distinto alcance, otro distinto sabor, diferentes de los que se podrían asignar a los hermosos cuadros y frescos de iglesias que multiplicaron en otras épocas los pintores de su país trabajando ingenuamente en su estrecho círculo.
Un mundo, otro nuevo mundo, el de la modernidad de la América del Norte mundializada, el del arte contemporáneo que le sirve de bandera y que Botero, transformado parcialmente en neoyorquino, conoce muy bien desde hace mucho tiempo, separa el arte de este pintor del final del siglo XX de aquel de los pintores de su país. Son estos pintores sin duda quienes le hicieron decir un buen día: Anch’ io sono pittore. Si continuó siendo fiel a ellos, si no cesó de confrontar su lección provincial a los “Gobernadores” europeos que eran el origen lejano de su tradición, ello se debió a una decisión a contracorriente, a contratiempo, con un gesto orgulloso de desafío.
En esto, ante todo, Botero es moderno: moderno contra la modernidad internacional, moderno por la audacia de la apuesta que lo llevó a jugar una carta aparentemente desesperada, que le hizo ganar un éxito internacional negado en principio a los pintores de su familia. Sus antepasados, los pintores religiosos de los Andes, no tuvieron que desafiar a nadie ni obtener una victoria contra nadie. Eran llevados por la única tradición iconográfica que ellos mismos y quienes encargaban su trabajo conocían. Su manierismo, su barroquismo eran a la vez dóciles, ingenuos y refinados sin saberlo, por el placer de Dios. Su horizonte era local. Botero resolvió tornarlo mundial. Esa es su propia reconquista.
El mundo de ideas interiores dentro del cual se mueve este pintor de hoy en día, inmutable cualquiera que sea el lugar, el tiempo, el público (Tokio o Los Ángeles, París o Sâo Paulo, Londres o Düsseldorf), dondequiera que pinta o expone, hace figura con rasgos de máquina de combate. Los ángeles bailarines, coquetos y lujosos del manierismo religioso suramericano, los diablos molestando a los condenados que se asan, las gruesas palomas que anuncian el fin del diluvio no aparecen en su obra solamente como citas cómicas. Preceden y acompañan la ofensiva del arte suramericano, son la vanguardia situada al extremo opuesto de su revancha. Las nervaduras del arte de dibujar y pintar en Botero son tan vigorosas y eficaces como su iconografía, como para intimidar aun más una modernidad de intelectuales complicados en sus juicios, tortuosos en sus gustos y asediados ahora en su vanguardia al menos tanto como él mismo lo fue en otras épocas en Medellín.
Sin duda, hay que retroceder a la tradición latina del manierismo para hacer justicia a la poética de los dibujos y la pintura de Botero, pues éstas derivan de aquélla y le rinden homenaje explícitamente; pero, por otro lado, este homenaje, por la simplificación casi caricaturesca que él le ha impuesto para ser bien comprendido en una época extranjera y en principio hostil, revela los recursos y el método de la maniera que fue internacional hace cuatro siglos y que extrañamente ha tornado a serlo de nuevo hoy en su obra: se piensa en los desollados de Vesalio que revelan la estructura oculta de los cuerpos pintados por Miguel Ángel.
Hay “ideas-madres” comunes al dibujante y al pintor, hay “un mundo” de Botero que su arte, incansable e inventivamente, trata de hacer vivir imitándolo. No son ya las convenciones iconográficas del catolicismo tridentino que sirvieron de pretextos a los pintores coloniales de los siglos XVI y XVII. Pero es, eso sí, un repertorio de convenciones, todas personales, que ha logrado hacer reconocibles, mediante su arte, como otros tantos lugares comunes universales, católicos a su manera. Quizá retienen éstos demasiado la atención a expensas del arte que, al imitarlos, al transformarlos en iconos, los ha hecho vivos para el público mundial. Forman parte de la “manera” de Botero. Al menos, han favorecido su reconocimiento como pintor de estatura y notoriedad mundial.
Estas “ideas”, este “mundo” no son en absoluto contemporáneos. Son tan extraños y extranjeros al final del siglo XX como podían ser los romanos en toga evocados por los frescos del Cavaliere d’Arpino en Roma del siglo XVII. Major e longinquo reverentia, escribió Horacio: admiramos más aun lo que viene de lejos. Este precepto antiguo, que perjudicaría a todos los demás actualmente, es la base del éxito de Botero.
La multitud de “ideas” que le llegan a este pintor son un reflejo de la humanidad, desaparecida hace largo tiempo, de un pequeño municipium perdido en una colonia emancipada del antiguo imperio español. Son reminiscencias de Botero niño y adolescente. Son “ideas” subjetivas. Por ese aspecto también, este “antiguo”, este tradicionalista, es un moderno. Surgen del fondo de un lugar ignorado y separado de Europa por un océano, un continente, una cordillera de elevadas montañas; pero también de un tiempo tan lejano de la América del Norte como podría serlo quizá la antigüedad romana. Estas “ideas” pueden ser fechadas con precisión: llevan la huella de los años 1930 a 1950 (Botero nació en 1932): el estilo de las vestimentas, de los sombreros, de los ornamentos masculinos y femeninos, la forma de los utensilios (cafeteras en metal esmaltado, máquinas de coser Singer, jarros y fruteros en cerámica), la confección artesanal de los juguetes con los cuales se divierten los niños, los pasos de danza a la moda (vals y tango) que practican los adultos, sus nacientes hábitos de higiene y baños de mar; he ahí las marcas del tiempo recuperado. En realidad, estas “ideas” se arraigan más lejanamente aún en el siglo XIX, en el XVIII preindustrial e incluso más allá, en la larga duración y vasta extensión de una Europa latina: nada de fábricas ni de obreros, nada de maquinismo y servidores domésticos en cambio; una economía latifundista tan asentada como en los tiempos del Imperio romano y del Imperio español; el caballo sigue siendo, como en la antigüedad mediterránea, el vehículo para desplazarse o viajar; la caza ostenta un lugar escogido en los ocios de los señores laicos; la Iglesia romana, sus prelados, sus monjes, sus monjas, su iconografía llenan la vida social, como los generales la vida política; pequeños Cicerones, los abogados en vestido de chaleco, corbata y sombrero resumen la vida intelectual. Un foro reúne todo este mundillo que se observa a sí mismo desde las ventanas, de lo alto de los balcones, en el umbral de las puertas, como en el teatro.
Esta romanidad hispánica (el rito de la corrida con sus mozos, toreros y picadores perpetúa imperturbablemente el culto antiguo de Mitra) es en profundidad tan inmóvil y fuera del tiempo como la romanidad de Tito Livio representada por Giulio Romano o Francesco Salviati en sus frescos del siglo XVI. Pero nada tiene que ver en la memoria de Botero con la grandeza épica y trágica de los “cuadros de historia” manieristas; pertenece a un registro totalmente diferente de este estilo, el cual es esencial para el mismo, lo burlesco heroico-cómico de la Secchia rapita de Alessandro Tassoni, o lo picaresco de Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán. Este registro cómico ya era romano en el Satyricon de Petronio, en las sátiras de Horacio y Juvenal, en los “bodegones” anteriores a las pinturas al fresco de Pompeya y Herculano.
¿Es éste un mundo fuera del tiempo, o un mundo que ha “hecho” su tiempo, luego de haber destilado por última vez unos “tipos”, unos “caracteres fijos” que se declinan, como las palabras latinas, cambiando de desinencia sin alterar jamás su raíz? Tipos eclesiásticos, masculinos y femeninos, tipos militares, siempre machos, tipos civiles: éstos hacen racimo en el interior de la pareja de Adán y Eva, de Venus y Marte, de Hércules y Onfalia, o bien en la tribu familiar, Jupiteres y Junos prolíficos, novias y novios, abuelos y niños. Al margen de este Olimpo travestido, las prostitutas levantan su falda en su barrio reservado, los hermafroditas con mostacho tienen temor de sí mismos “en el closet”.
Este piccolo mondo antico, fuera del tiempo y habiendo hecho su tiempo, es también un mundo que se toma todo su tiempo. El otium, los ocios, ocupan allí un lugar tan vasto que el negotium, los asuntos de negocio, parecen haber sido relegados definitivamente para más tarde. Sería apenas justo si los maestros de obra aparecen, en su trabajo, edificando un muro sin fatigarse. El lecho, la siesta, el amor luego de la siesta, la mesa de comedor y los aparadores bien llenos, los preparativos del sueño nocturno, el baño, el paseo familiar, la fanfarria municipal, el picnic y el almuerzo sobre la hierba, la playa, la danza y el coqueteo, el juego de naipes, el café y el bar: el tiempo se pavonea en un perpetuo domingo público y plácido, compartido por los animales domésticos y puntualizado por escasos sucesos varios: un suicidio, un accidente de caballo. Este desaparecido mundo de la lentitud no está hecho para la instantaneidad de una fotografía. Conviene al ojo contemplativo del pintor.
Debía ser así, pocas cosas más o menos, en las ciudades de la provincia ibérica en tiempos de Séneca, de Marcial (en Roma) y de la Pax Romana (en el Imperio). Sólo los detalles del vestido han cambiado ligeramente (pero el drapeado de los trajes y de los pantalones recuerdan cómicamente los pliegues de las togas); las frutas subtropicales hacen variar el menú de un cielo a otro pero la sensualidad golosa del “Festín de Trimalcio” sigue allí. Las tejas de los techos siguen siendo sempiternamente redondas, las Evas, las Venus, las Onfalias sempiternamente gordas, los pelos de la barba y el pecho de los Adanes, Hércules y Martes sempiternamente duros, negros y rizados.
Se toca, con el mundo colonial rememorado según Botero, la capa antropológica profunda de una eterna civitas romana, reconstituida intacta bajo cielos distintos de los del Mediterráneo. Esta capa antropológica increíblemente tenaz y conquistadora desde hace dos milenios la ha visto el artista atacada por el ácido violento de la modernidad norteamericana. Ya no persiste más que en su memoria. Esto es algo más que lo hace un moderno. Lo que ha terminado ha terminado. Pero este moderno osa recordar. Este moderno tiene un futuro. En ese fondo mnemotécnico fecundo puede tomar en abundancia, como dibujante y pintor, las ideas-madres de sus imágenes.
La obra dibujada y pintada del artista colombiano “no imita” en efecto y no hace vivir más que las “ideas” que surgen de ese fondo de infancia y adolescencia abolidas. Pero no las reproduce. Tampoco las celebra.
El genio latino –y el de los locutores de lenguas latinas– está determinado por una gramática que procede por normas y excepciones. Botero procede obedientemente elaborando todo un vocabulario y una sintaxis de esta muy antigua humanidad que fue la suya y que llegó a conocer bien. Su imaginación la repartió en vocablos y sintagmas “normales” que sufren de la presencia de las excepciones y los “monstruos”. Los sintagmas mismos derivan de una taxonomia. Se ordenan por géneros. Nada es más tradicional, académico y manierista que la serie de géneros en el interior de la cual cada “idea” o grupo de “ideas” que le llegan a Botero halla la situación mnemotécnica que le conviene según la ley latina del decorum: naturalezas muertas con flores, frutas, instrumentos musicales, trozos de carne cruda; retratos oficiales, mundanos o íntimos, individuales o en grupo; escenas genéricas, urbanas o campestres; fiestas galantes; interiores y “conversation pieces”; paisajes urbanos o rurales; academias. Cada cosa y cada ser en su lugar. Y, sin embargo, todo está extrañamente desquiciado. Estos géneros tradicionales desde el siglo XVI albergan huéspedes nuevos, aunque éstos oscuramente evoquen figuras ya vistas anteriormente. Estas academias de damas coloniales desnudas “entradas en carnes” por el trópico tienen, sin embargo, aires conocidos de Venus. Lo que ha cambiado no es la “idea” sino el punto de vista del pintor.
Ocurre que el genio latino, para construir un discurso persuasivo y no sólo una frase, dispone de figuras y modos retóricos que determinan la óptica bajo la cual el orador, el narrador, pero también el pintor, pueden ver y quieren hacer ver lo que tiene que decir, que mostrar. Este artesanado de abogados a la antigua, arruinado por las “comunicaciones” industrializadas de la modernidad, está puesto en obra por Botero, como lo estaba por los pintores manieristas y barrocos, para otorgar significados por la deformación, por la manera.
La deformación “boteresca” es irónica, caricaturesca, burlona. Botero ignora la nostalgia embellecedora y ennoblecedora. En esto también deja de ser sentimental y es moderno. Pero nuevamente es la antigua retórica la que le otorga su modernidad. Dándole el control entero de su imaginación y su memoria le permite agrandar lo pequeño, disminuir lo enorme, mediante una metaforización general que niega todo criterio de gravedad y transporta seres y cosas a la fantasía de la ficción. Este antropólogo de su propia imaginería es también el mitógrafo y su deconstructor. En él los enanos se tornan gigantes; los gatos, tigres; las jóvenes, ballenas; pero de modo inverso, los gigantes pueden tener pequeñas cabezas de enanos; los tigres, patitas de gatos y las ballenas, menudos labios de niñas. La ironía preside estas metamorfosis cómicas y retoma mediante la caricatura lo fabuloso de los mitos antiguos.
El mundo de las “ideas” no es más que una “materia” ofrecida a su arte. Esta materia cómica y delectable debería conducir al arte que le otorga forma, pero el pintor se irrita contra sus admiradores, que se limitan a su iconografía. La retórica irónica de Botero, aunque derivada del arte latino del discurso, quiere estar al servicio de una poética plástica moderna. Sus deformaciones son experimentos sobre los volúmenes y el color. Así, una Venus gorda como una ballena blanca y ballena en su tina demasiado estrecha para ella, a punto de desbordarla, es el pretexto del artista para empujar al límite la ocupación del espacio de la tela y hacer comprender a qué puede llegar el juego de los llenos y los vacíos. Así, una pera alcanza proporciones turgentes y gigantescas de fruta del Jardín de las Hespérides por su aislamiento sobre una tela cuyas dimensiones son demasiado exiguas para ella misma: manera mediante la cual el artista hace sentir la relatividad de los volúmenes con el espacio que los contiene y la variabilidad del punto de vista. Los cuerpos cómicos representados en los cuadros de Botero parecen estar todos habitados fantasmalmente por las formas perfectas de Platón, seguramente por la esfera (el andrógino original era una esfera), pero también por el cono, el cilindro, la pirámide y el cubo, de los cuales están hechos. Si los vegetales o los seres inanimados (árboles, frutos, utensilios) logran con más o menos honor mantener un lugar en el espacio de Botero, a los humanos y sus animales les va mucho peor. La contradicción entre esta patología de las formas y la exigencia de hacerlos habitar la tela con naturalidad, de hacerlos coexistir armoniosamente en el espacio del cuadro, son otros tantos problemas plásticos que le suponen, al principio del burlesco “boteresco” una visión profundamente platónica. En esto Botero es manierista. En esto también es moderno: ha meditado a Piero (della Francesca) y Cézanne.
El color es en Botero una historia muy diferente. La paleta de Botero otorga privilegios a los negros y los blancos (el gran lujo español), pero ama también los colores francos y vivos de la vegetación y las frutas subtropicales: ocre, amarillo, rosa y verde. Sabe hacerlos cantar en conjunto, a costa de personajes aturdidos (a veces músicos de gran fanfarria y de banda pueblerina) tomados como pretexto para una armonía que no escucharán jamás.
Esta tensión entre las “ideas perfectas” de forma y color y las ideas sensibles del mundo “boteresco” introduce la violencia en su burlesco. Esta violencia sólo es perceptible en el plano plástico. Permanece invisible si nos atenemos a los temas, en sí inocentes y cómicos. Las “ideas” (los rostros y los cielos en particular) que imita el arte de este pintor son plácidos, desprovistos por entero de tormentas y de drama. La violencia nace en contra de aquéllos, en el conflicto entre la vocación del pintor por la belleza intelectual de los volúmenes y la vida intensa de los colores, y los seres que representa, beneficiarios de un logro plástico para el cual no estaban hechos y que ignoran. Los objetos en Botero tienen más apetencia por la belleza. Sobre sus telas, los troncos de árboles, las tejas, los muros, los frutos, los fruteros pasan en mejores términos la prueba plástica que los animales y los hombres.
Establecido esto, ¿cuál es la diferencia entre los dibujos de Botero y sus pinturas? Tienen un substrato iconográfico e imaginario común, derivan de la misma retórica irónica y de la misma poética plástica. Tienen los unos y los otros, un punto de partida común en el mismo cuaderno donde el artista anota, con trazos aún sumarios, las “ideas” que vienen a él. ¿Qué es lo que conduce tal o cual página de sus cuadernos a ser dibujos y tal otra a tornarse cuadro? ¿Qué es lo que, por otra parte, condujo a Botero a encontrar una tercera salida para sus “ideas”, la escultura?
Probablemente se deba creer que en el camino que conduce al dibujo adulto, confiado a una materia más noble y más colaboradora que la tela (Botero es un enamorado de los papeles raros y colecciona los papiros que fabrican aún hoy los descendientes mexicanos de los aztecas), la violencia que permea su pintura puede perder intensidad y llegar a ser más contemplativa. Lo que el óleo tiene de graso, de sensual y de invasor, el peso que les añade a las formas y les impide ser puras en el espacio de la tela que recubre por entero, toda esta carnalidad de la pintura se purifica en el dibujo y le hace desear ser dibujo hasta el final.
Entonces, y aun cuando la “idea” inicial es la de un monstruo (una niña deforme y macrocéfala cuyo cuerpo ocupa casi toda la hoja y parece una enorme lombriz solitaria), al menos el dibujo no hace más que evocarla, preservando esta pesadilla del horror del tacto, del olor, del sabor que no dejarían de prestarle la tela y el pincel. Y cuando la “idea” es un frutero (tema de las naturalezas muertas más “bellas” y menos irónicas del pintor), el dibujo y las transparencias de la acuarela lo conducen a un estado de ingravidez pura y de felicidad de las formas que, por comparación, hace aparecer duros, casi obscenos, a sus hermanos siameses pintados.
¿Buscó Botero una catarsis diferente, pero sin embargo análoga en la transferencia de sus “ideas” al bronce? Es probable. En todo caso, la confrontación de sus cuadros y sus dibujos (desde luego es posible contentarse con gustar de la diversidad de sus técnicas y el vigor siempre nuevo de su ejecución) permite concluir que hay dos etapas diferentes en la experiencia interior del pintor y en la experiencia estética del espectador. En los cuadros, lo cómico es frecuentemente áspero y limitante con un reír burlón. La separación entre las formas ideales y la realidad entregada por la memoria es cruel. En los dibujos, el humor negro aspira a la dulzura de las sonrisas, y algunas veces a la ternura misma. La felicidad del dibujante al jugar con las líneas y los volúmenes es mucho más calmada que la del pintor.
En el trabajo de Botero el dibujo siempre ha contado tanto como la pintura. Pero parece haber ganado terreno durante los últimos años. El pintor ha llegado al aumento del tamaño de sus dibujos hasta el de sus cuadros y a tratar la tela como si fuese papel o papiro. Ha hecho recientemente exposiciones enteramente consagradas a unas series de dibujos de gran formato. ¿Su ambición insaciable de artista lo hace ahora rivalizar con el dibujo de mayor tamaño en el mundo, La Virgen, el Niño y Santa Ana de Leonardo, en la National Gallery de Londres? ¿Aspira ahora a transportar su “mundo” hasta el formato y la sublime dulzura sfumata de esta obra maestra absoluta del dibujo europeo? Nada asombra a este reconquistador.