- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Símbolos de libertad
Atmósfera de la Tarde. 2000. Óleo sobre lienzo. 150 x 150 cm. Óscar Monsalve.
Porcelana. 1999. Óleo sobre lienzo. 125 x 125 cm. Óscar Monsalve.
Porcelana. 1999. Óleo sobre lienzo. 120 x120 cm. Óscar Monsalve.
Sol y mar. 1999. Óleo sobre lienzo. 120 x120 cm. Óscar Monsalve.
Bodegón de mediodía. 2000. Óleo sobre lienzo. 100 x 100 cm. Óscar Monsalve.
Óscar Monsalve.
Palenqueras de noviembre. 2000. Óleo sobre lienzo. 150 x 200 cm. Óscar Monsalve.
Porcelana. Óleo sobre lienzo. 150 x 150 cm. Óscar Monsalve.
Serie Bazurto II. 1999. Óleo sobre lienzo. 120 x 120 cm. Óscar Monsalve.
Bazurto. 1997. Óleo sobre lienzo. 125 x 250 cm. Óscar Monsalve.
La Procesión en la Fiesta de San Basilio. 1994. Óleo sobre lienzo. 100 x 130 cm. Óscar Monsalve.
Zenit. 1991. Óleo sobre lienzo. 100 x 100 cm. Óscar Monsalve.
Emblema de Bazurto. 1996. Óleo sobre lienzo. 120 x 120 cm. Óscar Monsalve.
El universo de Julia. 1995. Óleo sobre lienzo. 100 x 100 cm. Óscar Monsalve.
Julia. 1995. Óleo sobre lienzo.120 x 120 cm. Óscar Monsalve.
Serie Bazurto II. (detalle). 1991. Óleo sobre lienzo. 150 x 200 cm. Óscar Monsalve.
Serie Bazurto II. (detalle). 1991. Óleo sobre lienzo. 150 x 200 cm. Óscar Monsalve.
El pie del amor. (detalle). 1992. Óleo sobre lienzo. 120 x 120 cm. Óscar Monsalve.
Serie Bazurto I. 1992. Óleo sobre lienzo. 150 x 150 cm. Óscar Monsalve.
La olla de Bazurto. (detalle). 1996. Óleo sobre lienzo. 100 x 100 cm. Óscar Monsalve.
Consideración. (tríptico). 1991. Óleo sobre lienzo. 450 x 200 cm. Óscar Monsalve.
Bazurto. 1996. Óleo sobre lienzo. 100 x 100 cm. Óscar Monsalve.
Zenaida. 1990. Óleo sobre lienzo. 60 x 60 cm. Óscar Monsalve.
Zenaida marina. (detalle). 1995. Óleo sobre lienzo. 150 x 200 cm. Óscar Monsalve.
Tamboreras de la banda de Malangana. 1993. Óleo sobre lienzo. 120 x 120 cm. Óscar Monsalve.
La Procesión en la Fiesta de San Basilio. 1994. Óleo sobre lienzo. 120 x 240 cm. Óscar Monsalve.
La Procesión en la Fiesta de San Basilio. 1993. Óleo sobre lienzo. 120 x 240 cm. Óscar Monsalve.
Fiesta de San Basilio I. 1994. Óleo sobre lienzo. 100 x 100 cm. Óscar Monsalve.
Fiesta de San Basilio II. 1994. Óleo sobre lienzo. 100 x 100 cm. Óscar Monsalve.
La Procesión en la Fiesta de San Basilio IV. 1994. Óleo sobre lienzo. 125 x 250 cm Óscar Monsalve.
La barra del Premio. 1994. Óleo sobre lienzo. 120 x 120 cm. Óscar Monsalve.
Orika. 1994. (detalle). Óleo sobre lienzo. 60 x 60 cm Óscar Monsalve.
Serie Bazurto II. 2000. Óleo sobre lienzo. 120 x 120 cm. Óscar Monsalve.
Patilla. 2000. (díptico). Óleo sobre lienzo. 50 x 290 cm. Óscar Monsalve.
Fruta fresca. 1998. Óleo sobre lienzo. 120 x 120 cm. Óscar Monsalve.
Texto de: Eduardo Serrano
Los negros y el arte en Colombia
La raza negra constituye uno de los tres grandes pilares étnicos que conforman la nación colombiana y sus contribuciones a ella han sido inconmensurables. No obstante, la cultura afrocolombiana ha sido escasamente estudiada y sus valiosos aportes a la idiosincrasia nacional carecen del reconocimiento que les es debido.
Son numerosos los autores que han narrado la crueldad y el desamparo que experimentó la población negra durante el período de la esclavitud que se extendió en el país entre los siglos XVI y XIX, y aunque menos numerosos, han sido igualmente contundentes los autores que se han referido a la abominable discriminación que persiste en algunos sectores de la población colombiana contra la raza negra. Es conveniente precisar, sin embargo, que muchos de quienes así obran han sido inconscientemente permeados por valores de las culturas afrocolombianas y que a través de sus actitudes y costumbres se vislumbra una serie de predilecciones que se originan en las tradiciones de la raza negra, aunque, por supuesto, modificadas por el entorno y las condiciones sociopolíticas de la vida en nuestro país.
Mucho podría hablarse de los aportes de los negros no sólo en aspectos tan importantes para la economía colombiana como la minería, la agricultura, la ganadería y la pesca, sino también en las actividades deportivas en las cuales ocupan los puestos más destacados en el ámbito nacional. Sus contribuciones, sin embargo, se extienden también a otras áreas como la gastronomía, la moda, la artesanía y el arte, las cuales, aunque menos evidentes, de todas maneras son fundamentales dentro de lo que se reconoce como la “cultura colombiana”, es decir, dentro de la rica mezcla y convivencia de culturas que caracteriza a nuestra sociedad.
En cuanto al arte de la música, por ejemplo, es claro que la influencia de las culturas negras ha sido básica para la consolidación de nuestras tradiciones y folclore. Sin la gracia y contagiosa cadencia de sus ritmos, otro hubiera sido el desarrollo de esta actividad creativa y expresiva no sólo en los litorales pacífico y atlántico donde se asentaron la mayoría de los negros traídos al Nuevo Reino de Granada, sino en prácticamente todas las regiones de nuestra geografía. La destacada coreógrafa e investigadora Delia Zapata Olivella ha señalado, con evidentes razones, el rico sincretismo afro-católico reconocible en arrullos al Niño Dios y también en sus colaterales los alabaos, romances, jugas y balsadas.1? Y para nadie es un secreto que buen número de instrumentos de origen africano se han hecho esenciales e incluso definitorios en lo que hoy se reconoce como “la música colombiana”, es decir, dentro de la música que nos particulariza como nación y que representa el talento y la creatividad de los colombianos internacionalmente.
Algo similar puede afirmarse acerca de la danza, marcadamente influenciada en Colombia por los bailes africanos que lograron sobreponerse a las restricciones que les impusieron los colonizadores españoles quienes con frecuencia los identificaban con cultos de tipo pagano. Es sabido que desde 1573 el cabildo de Cartagena dio licencia para que los domingos y días de fiesta los negros y negras pudieran “bailar, tañer, cantar y hacer sus regocijos según sus costumbres”, aunque sólo a ciertas horas y en determinados lugares, y la misma Delia Zapata ha recopilado numerosas coreografías en las que son reconocibles los ancestros negros de movimientos y desplazamientos en numerosos bailes de hondo arraigo nacional.2? Son tan numerosos los músicos y bailarines negros que le han dado lustre a Colombia como los deportistas de esta raza que han permitido que el país figure en sitiales de honor en todo tipo de competencias.3?
En cuanto a las artes visuales se refiere, algunos autores como Eugenio Barney han señalado la influencia de las culturas africanas en cierto “recargamiento ornamental” de la arquitectura de algunas regiones colombianas.4? Y aunque no se han identificado características especiales que permitan precisar el aporte de los negros en el desarrollo de la orfebrería y la platería nacional, es evidente que desde el período colonial también demostraron gran habilidad en la materia, gracias a la cual se dio inicio a la rica tradición orfebre de ciudades como Quibdó, Mompox, Santafé de Antioquia y Barbacoas. Es muy posible, por ejemplo, que el trabajo en filigrana, tan común en la artesanía del oro, no sólo hubiera sido una herencia de culturas aborígenes como la Sinú, y de la tradición europea, sino que también hubiera sido producto de los conocimientos en esta labor y de la inclinación por este tipo de trabajos por parte de los esclavos, influenciados, como los españoles, por la cultura árabe. Es sabido que algunas tribus africanas practicaban la orfebrería con manifiesta destreza, y dados los estrechos vínculos de la esclavitud con la minería es apenas lógico que el manejo del oro y la plata fuera familiar para los negros traídos al continente americano así como para sus hijos negros y mulatos.
En lo referente a la pintura y la escultura algunos autores señalan la influencia negra en “el sentido del color y, en particular, en los colores brillantes, eléctricos y abigarrados” de algunas obras a partir del período colonial.5? Pero la temprana injerencia de los negros en el desarrollo pictórico de Colombia es más evidente en algunos trabajos como los grutescos que hacen parte de los murales de la casa de Juan de Vargas en Tunja, uno de los cuales involucra un tambor de ascendencia africana de los conocidos como “cununos”, y también en el hecho de que tanto el elefante como algunos de los monos incluidos no sólo en los murales de esta residencia sino en los de la Casa del Fundador de la ciudad, Gonzalo Suárez Rendón, sean de origen africano. Es decir, aunque ningún artista negro o mulato del período colonial llegó a descollar en el país tanto como El Aleijadinho –el famoso arquitecto y escultor brasileño, hijo de una esclava, que es considerado como uno de los más señalados representantes del barroco en América Latina– no hay duda que también en el Nuevo Reino de Granada, a partir del siglo XVII, hubo algunos oficiales negros que trabajaron en proyectos de envergadura como los mencionados.6?
Ahora bien, a pesar de estos indicios y documentos, la verdad es que pocos pintores o escultores de raza negra o marcadamente mulatos han recibido un reconocimiento en la historia del arte nacional. A diferencia de la literatura en la cual nombres como Candelario Obeso, Manuel Zapata Olivella, Jorge Artel, Aquiles Escalante y Arnoldo Palacios, han conseguido sobresalir en virtud de su talento, en la plástica sólo el dibujante barranquillero Álvaro Barrios, de evidente ascendencia parcialmente africana, ha logrado escalar las más distinguidas posiciones dentro de los sistemas artísticos del país.
Por otra parte, no obstante su alta proporción dentro de la población colombiana y de la importancia de sus contribuciones a la economía e idiosincrasia nacional, los negros, su vida, su cultura, no han sido tema predilecto de las artes visuales en Colombia. Pocos son los registros de poblaciones negras y muy escasos también los documentos plásticos sobre sus actividades. Por ejemplo, en la iconografía religiosa de la colonia la aparición de los negros se limita a las representaciones de San Martín de Porres, fraile dominico peruano hijo de una liberta negra que se distinguió por su consagración a los pobres, huérfanos y enfermos. El hecho de que San Pedro Claver –el jesuita español del siglo XVII cuya labor en favor de los esclavos de Cartagena ha sido calificada como heroica por su perseverancia en tiempos de peste– no fuera canonizado hasta 1888 impidió que sus representaciones, en las cuales aparece acompañado invariablemente por sus protegidos, se popularizaran antes de esa fecha
En lo relativo al arte no religioso del siglo XIX fueron igualmente reducidas las imágenes pictóricas y escultóricas de los negros y de su cultura limitándose a unas cuantas obras de la Comisión Corográfica en las cuales Carmelo Fernández, Enrique Price y Manuel María Paz ilustran sobre el tipo africano o sobre los distintos tipos de habitantes de una determinada región. Especialmente Paz, a quien correspondió ilustrar la expedición al Chocó, dejó interesantes representaciones de sus costumbres y labores así como algunas descripciones de las condiciones climáticas y geográficas de su habitat.7? Como excepciones que confirman la regla, se podrían citar también los retratos de Candelario Obeso y de Matea, la nana del Libertador, realizados por Alberto Urdaneta en las postrimerías de dicha centuria.
Igualmente exiguas son las representaciones de los negros en la pintura y la escultura de las primeras décadas del siglo XX, no obstante tratarse del período en el cual el costumbrismo o pintura de género alcanza mayor preponderancia en Colombia. Y algo similar puede decirse de las décadas de los años treinta y cuarenta a pesar del triunfo de las consideraciones ideológicas como tema central de la producción artística. Son los años del grupo Bachué, asociación de pintores y escultores dedicados a buscar y plasmar los orígenes culturales de la sociedad colombiana y quienes, por lo tanto, prestan especial atención a las comunidades y tradiciones indígenas. Pero los negros brillan por su ausencia dentro de sus consideraciones pictóricas y culturales, apareciendo apenas en unos pocos murales de Pedro Nel Gómez e Ignacio Gómez Jaramillo.
No obstante esta desatención a la población negra por parte de los artistas Bachué y sus contemporáneos, es preciso reconocer y encomiar el hecho de que una de las obras maestras de este período sea Esclavitud (1945, Museo Nacional, Bogotá), escultura en la cual la artista bogotana Hena Rodríguez resumió en los rasgos fuertes y serios de una mujer negra el sufrimiento ocasionado por el vasallaje.
Al iniciarse la década de los cuarenta, sin embargo, la situación comienza a cambiar de manera bastante lenta y sutil. En 1940 tiene lugar en Bogotá la primera exposición de la obra de Guillermo Wiedemann, artista alemán que se residencia en Colombia donde viviría hasta su muerte y quien desde el primer momento se interesa vivamente por los negros de la Costa Pacífica así como por la selva de esta región del país a donde viaja repetidamente. Wiedemann pinta a las jóvenes negras, registrando con evidente espontaneidad sus rasgos marcados y sus cuerpos esbeltos; y pinta también grupos de negros, el interior de sus viviendas y el ambiente natural de su entorno, en óleos y acuarelas que aparte de causar gran impacto, modificaron la definición del arte en nuestro medio y que son parte fundamental del acervo artístico colombiano de la pasada centuria.
Pero a Wiedemann no le interesaban los negros como raza o cultura. Le atraía su presencia como ingrediente de sus composiciones, como elemento dentro de las consideraciones estéticas que guiaban su obra, y así lo señaló no sólo en sus pinturas sino verbalmente y por escrito: Yo pienso en elementos pictóricos, pero no en términos anecdóticos, afirmaba con frecuencia para expresar su interés en los valores abstractos de la pintura y su voluntad de no involucrarse sentimental o ideológicamente con ninguno de sus temas.
No es extraño, por tanto, que al finalizar la década de los cincuenta, Wiedemann abandone la representación del mundo real, y por ende de negros, para dedicarse a plasmar, según dijo, lo no dicho de mi imaginación subjetiva a través de una red de pensamientos plásticos, y para penetrar conceptualmente en las posibilidades del medio, primero en composiciones reminiscentes de la realidad, y más adelante, como producto exclusivo de su imaginación. Desde entonces su trabajo evidencia en primer lugar un ánimo poético a través del color, así como el convencimiento de que la pintura es válida por sí misma y no por su capacidad para representar personas, paisajes o cosas.
Sólo hasta la última década del siglo XX una artista plenamente consagrada por los sistemas del arte nacional (museos, salones, crítica, bienales, galerías, mercado, premios, publicaciones, condecoraciones), Ana Mercedes Hoyos, haría de los negros, pero no de todos, sino de los pobladores de San Basilio de Palenque, y más que de sus personas, de sus actividades y particularidades culturales, el meollo de su producción.
La trayectoria de Ana Mercedes Hoyos
La pintura de Ana Mercedes Hoyos revela una actitud y un acercamiento a la raza y la cultura negra totalmente diferente a lo narrado anteriormente, inclusive a la aproximación de Wiedemann, el único gran artista colombiano que, hasta la penúltima década del siglo XX, había hecho de la población afrocolombiana el asunto principal –de al menos un período– de su producción artística. Podría afirmarse que Wiedemann es un pionero en la consideración pictórica de los negros como parte integral del país, el primero en prestar atención a su presencia como un elemento estético, y el primero en considerar su entorno y sus ámbitos a través de concepciones eminentemente espaciales y cromáticas.
Y en el mismo orden de ideas puede afirmarse que Ana Mercedes Hoyos es la primera en interesarse pictóricamente en particularidades culturales de la raza negra, en sus aportes a la idiosincrasia colombiana y en el innato sentido estético que hacen manifiesto a través de sus usos y costumbres; sentido estético que –es importante enfatizarlo– ha modificado o influenciado notoriamente algunas áreas como la música y la danza, el comportamiento y preferencias de todo el país
Antes de entrar en esta materia, es conveniente recordar que Ana Mercedes Hoyos se inició pictóricamente en los años sesenta y que sus primeras obras reflejan el influjo benéfico del movimiento Pop el cual absorbía por esos años la atención de los artistas de vanguardia. Marta Traba, la crítica de arte más vital de esos años, saludó su trabajo afirmando que para la artista las cosas descritas en los cuadros siempre deben ser algo más y que por eso sus temas recogen el reto de aceptar colores simbólicos y se empeñan en funcionar como mediadores entre la descripción y el sentido trascendente.8?
Poco tiempo después, sin embargo, Ana Mercedes Hoyos comenzó a tomar una senda cada vez más reduccionista, menos interesada en los detalles y –como el rumbo de la pintura de Wiedemann aunque con una actitud rigurosa más que expresionista– rayana en la abstracción.
Es el período de sus representaciones arquitectónicas y en particular de sus severas Ventanas, lienzos en los cuales la geometría, planteada a través de un colorido plano en el que priman el pardo y el gris en tonalidades oscuras, juega un papel preponderante. Lo curioso de su pintura de esta época es que a pesar del raciocinio geométrico y constructivo que la guía, sus trabajos nunca renuncian a representar la realidad y, más aún, nunca renuncian a un enfático realismo que le otorga un carácter singular y paradójico a su producción.
Las Ventanas, unas veces aparecían cerradas y otras veces abiertas, permitiendo apreciar el cielo que en unas ocasiones presentaba los tonos oscuros de la noche y en otras ocasiones la incandescencia del día, la cual, a su vez, planteaba fuertes sombras que reiteraban las formas de los dinteles y demás elementos constructivos.
Pero la artista iría acercándose cada vez más al vano de la ventana, enfocando cada vez más el espacio impreciso allende la geometría, hasta reducir la referencia arquitectónica al formato mismo de los lienzos y hasta plasmar únicamente el cielo, o mejor encuadres del firmamento que a pesar de permitir identificar, con algo de esfuerzo, tonalidades azulosas, eran prácticamente blancos. Estos trabajos fueron bautizados como Atmósferas y, como era de esperarse, resultaron totalmente incomprensibles para el público que no atinaba a seguir su raciocinio puesto que todavía equiparaba la calidad artística con la dificultad interpretativa, pero no así para la crítica que supo identificar en su trabajo uno de los procesos reduccionistas más ingeniosos y particulares llevados a cabo en ese momento en que el minimalismo campeaba artísticamente en todo el mundo, ni para los conocedores que le otorgaron a uno de estos lienzos el Primer Premio en el Salón de Artistas Nacionales (1978).
Las Ventanas y Atmósferas de Ana Mercedes Hoyos constituyen uno de los períodos más brillantes del modernismo en el arte colombiano. La contundente lógica del proceso, la radical eliminación de todo lo superfluo, el estricto sentido del orden, el ansia de pureza, la entusiasta búsqueda de originalidad, la impecable ejecución de superficies tersas como de porcelana y, sobre todo, la voluntaria frialdad en su realización, la decisión de no inmiscuirse sentimentalmente en el tema y la predeterminada carencia de emociones en su concepción y resultado, así lo hacen evidente.
Puede decirse que su obra había llegado –siguiendo los planteamientos modernistas y en particular los derroteros del Minimalismo y el Conceptualismo– al máximo del rigor, a una especie de vacío, de nada, de carencia de motivaciones y de expectativas. Su trabajo se hallaba ante la feroz disyuntiva que representaba la modernidad para los artistas más alerta y radicales de finales del siglo pasado: o bien continuar el derrotero eminentemente cerebral, distante y formalista de los movimientos surgidos gracias a sus argumentos, o bien regresar el arte a la vida, devolverle su injerencia en lo pertinente al individuo y a la sociedad, y cargar la producción artística de un sentido capaz de trascender los simples planteamientos de color, diseño y técnica.
Fueron sus importantes logros, su destacada trayectoria, su propio éxito dentro de los parámetros de la modernidad, lo que llevó finalmente a Ana Mercedes Hoyos a la conclusión de que hasta la más lograda construcción o imagen adscrita al credo modernista resulta superflua y anodina ante las infinitas posibilidades de emoción, de gozo, de entusiasmo de furia o de tristeza que ofrece el mundo. Y al igual que otros creadores del momento, la artista cayó en cuenta de que ese derrotero riguroso y puritano que marcaba la modernidad podía tener, como la tuvo en el siglo XVII, su Contrarreforma, sus contradictores dispuestos a pintar, no ya a Dios, la Virgen y los santos, sino al hombre y la naturaleza, a la vida con su magnificencia, vericuetos, contundencia y sutilezas.
A partir de ese momento Ana Mercedes Hoyos desiste de la idea de que la búsqueda de perfección es el único objetivo posible de las artes plásticas. Y así como algunos artistas acudieron a nuevas maneras de expresión como el video, las instalaciones y el performance para plantear su disentimiento, y así como otros decidieron restituirle a la fotografía una dimensión artística tan categórica como la que tuvo en algunos momentos del siglo XIX, otros artistas, entre ellos Ana Mercedes Hoyos, optaron por confrontar nuevamente la pintura figurativa, inclusive con cierto ánimo realista, para expresar, entre otras ideas y apreciaciones, su rechazo al gran tabú de los movimientos modernistas, aquello que en el sentir de sus exégetas les restaba pureza y firmeza contaminándolos de vida: sentimientos, emociones, comentarios y consideraciones, no sobre el arte mismo, sino sobre la humanidad.
Aunque el trabajo de Ana Mercedes Hoyos nunca abandonó la representación, el regreso a la utilización de la forma se dio paulatinamente. Las primeras pinturas que realizó después de los espacios blancos son trabajos en los que la geometría vuelve a jugar un papel fundamental, pero no necesariamente la línea recta, sino también la curva, empleada en tondos subdivididos en varias áreas circulares. Entre estas obras se cuentan los Girasoles, o mejor, los Campos de Girasoles (1984), tema que la artista retomaría algunos años más tarde y con el cual realiza una especie de instalaciones complementadas por los sugerentes colores que aplica a los muros donde los instala.
Pero los Girasoles y otras obras de mediados de los años ochenta, aunque menos austeras que sus cielos, de todas maneras conservan el ánimo reduccionista y abstracto de sus pinturas anteriores, y es sólo al emprender una revisión de la historia del arte y en particular del trabajo de algunos pintores de su predilección, como Caravaggio, Zurbarán, Jawlenski y Lichtenstein, cuando decide dar inicio a una serie de naturalezas muertas las cuales se convertirían en la puerta de entrada a la etapa más reciente y más exitosa internacionalmente de su obra.
Paradójicamente, la naturaleza muerta, un género pictórico reputado siempre como el más alejado de toda connotación extra-artística y por lo tanto el más exigente desde el punto de su realización dada la importancia que en él cobran los valores formales, se convertiría en el primer paso de un largo recorrido que devendría en una documentación pictórica con claras implicaciones sociológicas, en un instrumento para plasmar, valorar y difundir algunos de los usos y costumbres de un grupo humano de raza negra que pese a su importancia en la vida nacional, no había sido considerado pictóricamente con la asiduidad y la contundencia que merece. Su interés como tema pictórico no radica sólo en el atractivo entorno y el cromatismo tropical que circunda a los integrantes de este grupo, sino, ante todo, en su particularidad cultural, en el hecho de haber preservado muchas tradiciones de sus ancestros africanos y en la libertad que simbolizan como herederos de los fundadores del “Primer Pueblo Libre de América”.
Las naturalezas muertas
En 1986, al interrumpir Ana Mercedes Hoyos sus reinterpretaciones de naturalezas muertas de la historia del arte para internarse en la representación de naturalezas muertas de la vida real, la artista complementa el giro conceptual que había iniciado al confrontar una multiplicidad de formas en la misma obra y al adoptar un colorido variado e intenso. Su trabajo se haría cada vez más distante de los rigores modernistas y de su secuela, el vanguardismo, para tomar un derrotero independiente, propio, sin otra limitación que las determinadas por su voluntad creativa En este sentido, las obras de Ana Mercedes Hoyos y Fernando Botero comparten dos características: ni la una ni la otra pueden encasillarse de manera estricta en una determinada escuela, y ni la una ni la otra revelan el interés de dar origen a una escuela, de convocar discípulos, de plantear lineamientos estilísticos que puedan ser continuados por otras personas. Son obras aparte dentro del panorama nacional e internacional, y es precisamente en esta singularidad donde reside buena parte de sus fortalezas.
Ana Mercedes Hoyos llegó a las naturalezas muertas de la vida real, observando las “palanganas” o “platones” con frutas que las palenqueras, mujeres oriundas del Palenque de San Basilio, portan sobre sus cabezas y ofrecen en las playas de Cartagena para calmar la sed de los turistas. Hubiera sido difícil que las coloridas agrupaciones de estas frutas hubieran pasado desapercibidas para una artista interesada en la pintura de naturalezas muertas. Su exuberancia, la intensidad de sus tonalidades, la variedad de sus formas y su apariencia siempre fresca y jugosa las convierten en uno de los más señalados atractivos de esas playas, inclusive para quienes no observan el mundo en términos pictóricos.
Pero la artista no habría de confrontar la representación de estos recipientes con frutas a la manera tradicional. Sus trabajos no siguen los rituales de los bodegonistas ortodoxos ni se encaminan hacia la abstracción. La artista, por ejemplo, involucra la fotografía en la ejecución de sus pinturas, utilizándola como ayuda de memoria, sin que ello implique que sus obras sean fieles reproducciones de imágenes captadas por la cámara. Con frecuencia una obra suya está apoyada en dos o más fotografías. Y en su caso, la comparación de los registros de la cámara con las pinturas, lo que permite establecer es que muchas veces la memoria es más fiel que la fotografía. Además, la artista considera que su trabajo fotográfico puede llegar a ser arte en sí mismo y así lo hizo manifiesto recientemente, a finales del año 2000, al exponer, no sus pinturas, sus fotografías.
Otros aportes de la artista en relación con la pintura de naturalezas muertas los constituyen su representación en exteriores, un hecho poco usual en la historia del arte, y también cierta simplificación geométrica la cual se lleva a cabo sin que las frutas y el platón, pierdan realismo.
La más importante diferencia de su obra con la naturaleza muerta tradicional, sin embargo, estriba en el procedimiento utilizado para sus composiciones. Los bodegones han sido tradicionalmente producidos con el apoyo de una serie de viandas y objetos organizados y presentados de acuerdo con la voluntad del artista, hasta el punto que es posible afirmar que todas las naturalezas muertas son conscientemente compuestas, que no hay naturaleza muerta realmente espontánea. Y así sucede también con las naturalezas muertas de Ana Mercedes Hoyos, sólo que la conciencia en la composición no es la de la artista sino la de la palenquera que dispone cuidadosamente las frutas, atendiendo a las relaciones de una con otra y de todas con el platón, y de acuerdo a directrices de color, textura, y sabor que pueden catalogarse como ancestrales.
Igualmente, la manera como se cortan las frutas, tajo a tajo hasta desaparecer de la palangana siguiendo un orden enfáticamente geométrico –la patilla cortada y mirada de frente es un círculo, la piña un poliedro, el segmento de papaya o de melón, un triángulo– revela una sabiduría inmemorial en estos menesteres y una rancia y especial manera de mirar las frutas, de apreciarlas y de abrir o desnudar su apetitoso interior.
En conclusión, las naturalezas muertas de Ana Mercedes Hoyos pueden tomarse como un reconocimiento entusiasta del trópico y su magnificencia, pero la artista también fue consciente desde el primer momento de que hay mucho más que frutas en las palanganas de las palenqueras, de que sus implicaciones sociológicas saltan a la vista puesto que son un testimonio de tradiciones, preferencias y gustos que hablan de una especial cultura, de una sociedad cohesionada por su historia, su realidad y sus esperanzas.
Las palanganas de las palenqueras, al igual que sus puestos de venta en el mercado, son parte fundamental de su mundo, sus instrumentos de trabajo, y de ahí la solicitud con que las atienden y el esmero que ponen en su presentación, De ahí también la interesante información que los óleos de la artista revelan acerca de los negocios de sus propietarias, sus relaciones laborales, e inclusive, sus ratos de solaz.
En algunos casos las palanganas aparecen contra un color más o menos plano y claro reminiscente de la arena de la playa y de la intensidad de la luz en la región Caribe. En otros se alcanzan a distinguir algunas olas devolviéndose en el fondo. Y en otros, la sombra de la palenquera dueña de ese invaluable tesoro visual que representa la palangana, su silueta dibujada por el sol al lado del platón, constituye un anuncio inequívoco de la aparición en sus lienzos de esas rotundas mujeres que recorren la playa con un ritmo y una gracia que sin duda heredaron del África.
El palenque de San Basilio
Lo visto anteriormente conduce a concluir que la trayectoria de este último período –entre documental y geometrizante– de Ana Mercedes Hoyos se inicia con las frutas tropicales y el espacio marino, y que a través de estos elementos la artista se aproxima finalmente a Zenaida, y después a Julia, Arlina, Lola y Dominga, palenqueras que venden sus frutos tanto en las playas de Cartagena como en el mercado de Bazurto y con quienes establece una sincera amistad que le permitiría conocer y comprender su actitud, su papel en la sociedad y su comportamiento.
Ahora bien, aunque en la actualidad se toman como sinónimos, los términos “naturaleza muerta” y “bodegón” tuvieron acepciones distintas en algunos períodos de la historia. El término naturaleza muerta se refería a las representaciones de objetos inanimados y en particular de comestibles y flores, en tanto que el término bodegón sólo comienza a usarse en el siglo XVII cuando Velázquez da inicio a sus representaciones de alimentos en bodegas o despensas en las cuales aparecen invariablemente acompañados por seres humanos, por personajes anónimos con funciones laborales bien definidas. La vieja friendo huevos (Velázquez, 1618, Galería Nacional de Escocia, Edimburgo) es uno de los ejemplos más sobresalientes de este tipo de obras, y Las cuatro estaciones de Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos (Siglo XVII, Museo Colonial, Bogotá), son las primeras obras de este género realizadas en Colombia.
Pues bien, si se sigue de manera un tanto estricta la anterior diferenciación, podría decirse que cuando las palenqueras comienzan a aparecer en los lienzos de Ana Mercedes Hoyos, sus pinturas pasan de ser naturalezas muertas a ser bodegones, a convertirse en trabajos en los que los alimentos compiten en importancia pictórica con un ser humano, el cual, también en este caso, cuenta con funciones laborales bien definidas y es responsable por la apariencia y finalidad de los comestibles.
Las palenqueras empiezan a aparecer en sus lienzos muy pausadamente: primero una mano, después un codo, más adelante un pie, posteriormente una pierna y luego el delantal. Sus coloridos vestidos comienzan a competir cromáticamente con las frutas creando imágenes de insospechado barroquismo en las cuales se puede identificar una marcada inclinación por el abigarramiento en los diseños, por los textiles floridos y los colores subidos en las ropas, y también una predilección especial por prendas de color blanco que contrastan, no sólo con la complicada policromía del resto de su atavío, sino con la oscuridad tersa y firme de su piel. Cuando sus atuendos son de un solo color, también acuden a tonalidades enérgicas e imponentes que vibran ópticamente rivalizando con el resplandor que despiden los mangos, patillas, papayas, naranjas aguacates, bananos, melones y papayas.
Con la parcial inclusión de las palenqueras en el encuadre fotográfico y pictórico, se enriquecen notablemente las implicaciones de las naturalezas muertas, y se incrementan los argumentos que suscitan en la mente del observador, induciéndolo a consideraciones relacionadas con el trabajo, los gustos y el papel de estas mujeres en la sociedad y en la familia. A través de las naturalezas muertas la artista se percata e interesa por el sistema de vida de estas congéneres de idiosincrasia tan distinta a la suya, por las posibilidades de su realidad y por sus usanzas y rutinas, y al acercarse a ellas se encuentra con San Basilio de Palenque, un pueblo olvidado en la historia del país pero de una riqueza cultural extraordinaria, cuyos rituales, festividades, deportes y comercio habrían de atraer poderosamente su atención y de dar un enérgico impulso a sus pinceles.
El palenque de San Basilio es una población cercana a Cartagena la cual fue fundada por esclavos fugitivos. Los palenques han sido calificados como los primeros pueblos libres de América en razón de tratarse de las primeras poblaciones independientes, con gobierno propio y no impuesto desde el otro lado del mar, que se establecieron en este hemisferio después del Descubrimiento.9? Los palenques fueron atacados en numerosas ocasiones por las fuerzas realistas, pero los palenqueros se las arreglaron para permanecer libres y conservar parte al menos de su modo de vida, de sus hábitos y de sus preferencias en diversas materias.
Famosa es la historia de Domingo Bioho, quien se convirtió en héroe y en emblema de rebeldía de los negros que rechazaban con bravura la esclavitud. Domingo o Benkos Bioho, quien era llamado rey en los palenques, fue un esclavo que –según algunos autores– escapó llevando consigo a su mujer y a sus hijos, así como a un grupo de negros rebeldes con quienes “fundó su pueblo, edificó su casa, atrincheró la población detrás de palizadas y repartió tierras entre sus compañeros de lucha”. Bajo su mando las guerrillas cimarronas infligieron humillantes derrotas a las fuerzas gubernamentales y convirtieron a su líder en leyenda, en ídolo. Bioho fue condenado a muerte por sus enemigos, pero podría decirse que reencarnó durante dos siglos en sus sucesores para terror de Cartagena, ciudad que se había convertido en el más importante puerto para la distribución de esclavos hacia Suramérica.10?
En consecuencia, los palenqueros no son sólo un ejemplo connotado dentro de la diversidad cultural de la sociedad colombiana, sino que constituyen un emblema viviente de autonomía, de independencia, de rechazo a todo tipo de sometimiento. La nobleza que les confiere saber que sus antepasados se mantuvieron erguidos y lucharon ferozmente por su emancipación, es perfectamente reconocible en la actitud airosa y en el latente orgullo que se percibe en su comportamiento.
Y esa actitud y ese orgullo también son claramente perceptibles a través de las obras de Ana Mercedes Hoyos donde las palenqueras adquieren el nivel de símbolo, de insignia, de alegoría de libertad. En sus pinturas, por ejemplo, se describe su manera de sentarse gallarda y franca, con las piernas notoriamente abiertas y la falda cayendo entre ellas, en posición de personas animosas y dispuestas a comenzar la faena de vender, pesar, transportar y pelar, las frutas. Esta manera de sentarse permite igualmente vislumbrar siglos enteros de arduas labores y reconocer su consistente alegría y su infinita dignidad.
Pero los bodegones de Ana Mercedes Hoyos son apenas la parte inicial de su trabajo sobre las costumbres y características de San Basilio de Palenque. La artista ha realizado pinturas, por ejemplo, acerca de la pasión de los palenqueros por el boxeo y el fútbol. No hay que olvidar que un palenquero, Antonio Cervantes, Kid Pambelé, fue el primer campeón mundial de boxeo que tuvo Colombia, razón por la cual habría de convertirse, no sólo en ídolo nacional, sino en estímulo e inspiración para una pléyade de palenqueros jóvenes que aspiran a seguir sus pasos.
Los juegos comunitarios han sido así mismo registrados pictóricamente por la artista, contándose entre sus obras más sobresalientes la titulada Vara de Premio (1994) en la cual un atlético joven asciende por una viga vertical en busca de la recompensa que se encuentra en la parte más alta. Su pantaloneta de un rojo intenso que reitera las preferencias cromáticas de los palenqueros, contrasta vivamente con el cuerpo oscuro y acéfalo del protagonista, con el tono amarilloso de la vara y con el azul diluido del cielo, para conformar un arreglo cromático de positivo impacto, así como una imagen de alegría y de fuerza que hace gala de un inusual poder para imponerse en la retina y fijarse en la memoria.
También ha representado los desfiles que se llevan a cabo en esta población calurosa, polvorienta y pobre, pero que son un despliegue de tradiciones y de elegancia, según puede comprobarse en los alumnos de las escuelas que marchan, “de punta en blanco”, al compás de tambores, y sobre todo, de bombos decorados con la bandera nacional y manejados por atractivas adolescentes. Ya se había hecho referencia a la manera de vestir de las mujeres en sus lugares de trabajo, y en las pinturas de procesiones de la fiesta de San Basilio –un santo blanco al que sólo como opositor del poder civil puede encontrársele alguna relación con la historia o circunstancias de esta población, pero que fue llevado al pueblo gracias a una incursión cimarrona– las encontramos vestidas de gala, con trajes de un solo color que combinados ofrecen un alborozado mosaico.
En las obras que representan a jóvenes palenqueras en la procesión, llama la atención el realismo de las telas cuya calidad almidonada y brillante salta a la vista, así como sus tonalidades pasteles y el diseño de los trajes que generalmente acentúa las cinturas ágiles y esbeltas. El tipo de lazo con el cual sujetan los cinturones en la espalda acusa tan especiales dimensiones y caída, que no es difícil suponer que involucra tradiciones ampliamente arraigadas entre las palenqueras.
En fin, lo que había empezado como la conciencia de Ana Mercedes Hoyos acerca de que la modernidad pictórica, con su afán vanguardista y su aislamiento de la vida, no era argumento suficiente para respaldar el arte del momento actual, ha evolucionado a través de los últimos quince años hasta convertirse en un precioso documento que revela, con el exclusivo poder del medio pictórico, rasgos, peculiaridades, gustos, propensiones y experiencias de una población en la cual se conjugan tradiciones de diferentes tribus africanas y donde se ha desarrollado un lenguaje propio así como una cultura propia, diferente inclusive de la de otras poblaciones igualmente negras de Colombia.
Teniendo en cuenta lo anterior es inevitable concluir que la obra de Ana Mercedes Hoyos, en este momento, es fundamentalmente testimonial, y que hace explícito el deseo anti-modernista de vincularse emocionalmente con los temas, de confesar su admiración por el barroquismo y la exuberancia, y de dejarse llevar por la intuición y sensibilidad.
Aunque en la mayoría de sus pinturas sólo aparecen segmentos de sus personajes y nunca la cara, Ana Mercedes Hoyos también ha ejecutado retratos de las palenqueras los cuales revelan un especial poder de observación y una innata habilidad para plasmar fisonomías. Se trata de trabajos que son como las cabezas de serie de sus demás temas puesto que, después de estudiar su obra con algún detenimiento, es posible establecer si una determinada palangana fue organizada por Zenaida, Julia, Arlina, Lola o Dominga, o a cuál de ellas pertenece un determinado vestido o delantal.
El énfasis costumbrista permite relacionar el trabajo de Ana Mercedes Hoyos con las escenas de mercado de Domingo Moreno Otero y Miguel Díaz Vargas (1940, Museo Nacional, Bogotá), dignos representantes de esta tendencia pictórica en las primeras décadas del siglo XX en Colombia. Y es sabido que la artista tuvo importantes precursores en la historia del arte en lo relativo a su admiración por las mujeres negras que, como las canéforas de la antigüedad clásica, portan recipientes con frutas en la cabeza. Gauguin, por ejemplo, durante su permanencia en Martinica realizó dibujos y pinturas sobre este tema.
Estilística y conceptualmente, sin embargo, las relaciones de su obra con la de los artistas mencionados son pocas, no sólo debido a la propensión geometrizante de sus bodegones, sino por su carácter de encuadre de una visión más amplia, y por cierto aire “pos-pop”, orgullosamente comercial y abiertamente propagandístico que se distingue en sus lienzos. Es claro, además, que la artista intenta ante todo plasmar el espíritu, el carácter, la actitud de los negros y en especial de las palenqueras, y que este propósito está más cerca, por ejemplo, de la intención de Mondrian de trasladar el talante y el ritmo de la música negra a la pintura según puede apreciarse en su famoso Broadway Boogie Wooggie (1943, Museo de Arte Modeno de Nueva York), que de las obras de otros artistas aparentemente más afines debido a la coincidencia temática.
Con la obra de Ana Mercedes Hoyos se escribe finalmente en la historia de la pintura del país, el segundo capítulo de esa tradición iniciada por Wiedemann de involucrar a la población negra, con fuerza y decisión, en la historia del arte nacional. Su pintura lleva esa incipiente tradición a un nuevo clímax, que sin duda será continuado por artistas colombianos negros, blancos e indígenas, puesto que a unos y a otros no les queda otro remedio que reconocer, como hizo Ana Mercedes Hoyos, el hecho irrebatible de que son partícipes de una sociedad de gran variedad cultural y étnica, tal como lo registra expresamente la Constitución Nacional.
Notas
- Delia Zapata Olivella. Manual de Danzas de la Costa Pacífica de Colombia (Bogotá: Colegio Máximo de las Academias Colombianas), pág 17.
- Op. cit. Pág. 174-371
- Baste recordar que la única medalla olímpica que han conseguido las delegaciones nacionales fue lograda por María Isabel Urrutia, una joven negra del Valle del Cauca.
- Eugenio Barney Cabrera. Temas para la historia del arte en Colombia (Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 1970), pág. 37-52.
- Ibid
- Santiago Sebastián, Itinerarios artísticos de la Nueva Granada (Cali, Academia de Historia del Valle del Cauca, 1965), pág. 30.
- También Edward Wallhouse Mark, el diplomático y acuarelista británico que residió en el país entre 1843 y 1856, realizó algunas acuarelas sobre "el tipo negro de las riberas del Magdalena", pero su atención a esta parte de la población colombiana fue en realidad muy escasa en comparación , por ejemplo, con la dedicada a la población indígena.
- Marta Traba, "Ana Mercedes Hoyos: los espacios del hombre". (México, Plural, 1974), pág. 43 - 46.
- Roberto Arrázola, Palenque el Primer Pueblo Libre de América (Cartagena, Ediciones Hernández, 1970).
- Nina S. de Friedemann, Ma Ngombe (Bogotá, Carlos Valencia Editores, 1987)
#AmorPorColombia
Símbolos de libertad
Atmósfera de la Tarde. 2000. Óleo sobre lienzo. 150 x 150 cm. Óscar Monsalve.
Porcelana. 1999. Óleo sobre lienzo. 125 x 125 cm. Óscar Monsalve.
Porcelana. 1999. Óleo sobre lienzo. 120 x120 cm. Óscar Monsalve.
Sol y mar. 1999. Óleo sobre lienzo. 120 x120 cm. Óscar Monsalve.
Bodegón de mediodía. 2000. Óleo sobre lienzo. 100 x 100 cm. Óscar Monsalve.
Óscar Monsalve.
Palenqueras de noviembre. 2000. Óleo sobre lienzo. 150 x 200 cm. Óscar Monsalve.
Porcelana. Óleo sobre lienzo. 150 x 150 cm. Óscar Monsalve.
Serie Bazurto II. 1999. Óleo sobre lienzo. 120 x 120 cm. Óscar Monsalve.
Bazurto. 1997. Óleo sobre lienzo. 125 x 250 cm. Óscar Monsalve.
La Procesión en la Fiesta de San Basilio. 1994. Óleo sobre lienzo. 100 x 130 cm. Óscar Monsalve.
Zenit. 1991. Óleo sobre lienzo. 100 x 100 cm. Óscar Monsalve.
Emblema de Bazurto. 1996. Óleo sobre lienzo. 120 x 120 cm. Óscar Monsalve.
El universo de Julia. 1995. Óleo sobre lienzo. 100 x 100 cm. Óscar Monsalve.
Julia. 1995. Óleo sobre lienzo.120 x 120 cm. Óscar Monsalve.
Serie Bazurto II. (detalle). 1991. Óleo sobre lienzo. 150 x 200 cm. Óscar Monsalve.
Serie Bazurto II. (detalle). 1991. Óleo sobre lienzo. 150 x 200 cm. Óscar Monsalve.
El pie del amor. (detalle). 1992. Óleo sobre lienzo. 120 x 120 cm. Óscar Monsalve.
Serie Bazurto I. 1992. Óleo sobre lienzo. 150 x 150 cm. Óscar Monsalve.
La olla de Bazurto. (detalle). 1996. Óleo sobre lienzo. 100 x 100 cm. Óscar Monsalve.
Consideración. (tríptico). 1991. Óleo sobre lienzo. 450 x 200 cm. Óscar Monsalve.
Bazurto. 1996. Óleo sobre lienzo. 100 x 100 cm. Óscar Monsalve.
Zenaida. 1990. Óleo sobre lienzo. 60 x 60 cm. Óscar Monsalve.
Zenaida marina. (detalle). 1995. Óleo sobre lienzo. 150 x 200 cm. Óscar Monsalve.
Tamboreras de la banda de Malangana. 1993. Óleo sobre lienzo. 120 x 120 cm. Óscar Monsalve.
La Procesión en la Fiesta de San Basilio. 1994. Óleo sobre lienzo. 120 x 240 cm. Óscar Monsalve.
La Procesión en la Fiesta de San Basilio. 1993. Óleo sobre lienzo. 120 x 240 cm. Óscar Monsalve.
Fiesta de San Basilio I. 1994. Óleo sobre lienzo. 100 x 100 cm. Óscar Monsalve.
Fiesta de San Basilio II. 1994. Óleo sobre lienzo. 100 x 100 cm. Óscar Monsalve.
La Procesión en la Fiesta de San Basilio IV. 1994. Óleo sobre lienzo. 125 x 250 cm Óscar Monsalve.
La barra del Premio. 1994. Óleo sobre lienzo. 120 x 120 cm. Óscar Monsalve.
Orika. 1994. (detalle). Óleo sobre lienzo. 60 x 60 cm Óscar Monsalve.
Serie Bazurto II. 2000. Óleo sobre lienzo. 120 x 120 cm. Óscar Monsalve.
Patilla. 2000. (díptico). Óleo sobre lienzo. 50 x 290 cm. Óscar Monsalve.
Fruta fresca. 1998. Óleo sobre lienzo. 120 x 120 cm. Óscar Monsalve.
Texto de: Eduardo Serrano
Los negros y el arte en Colombia
La raza negra constituye uno de los tres grandes pilares étnicos que conforman la nación colombiana y sus contribuciones a ella han sido inconmensurables. No obstante, la cultura afrocolombiana ha sido escasamente estudiada y sus valiosos aportes a la idiosincrasia nacional carecen del reconocimiento que les es debido.
Son numerosos los autores que han narrado la crueldad y el desamparo que experimentó la población negra durante el período de la esclavitud que se extendió en el país entre los siglos XVI y XIX, y aunque menos numerosos, han sido igualmente contundentes los autores que se han referido a la abominable discriminación que persiste en algunos sectores de la población colombiana contra la raza negra. Es conveniente precisar, sin embargo, que muchos de quienes así obran han sido inconscientemente permeados por valores de las culturas afrocolombianas y que a través de sus actitudes y costumbres se vislumbra una serie de predilecciones que se originan en las tradiciones de la raza negra, aunque, por supuesto, modificadas por el entorno y las condiciones sociopolíticas de la vida en nuestro país.
Mucho podría hablarse de los aportes de los negros no sólo en aspectos tan importantes para la economía colombiana como la minería, la agricultura, la ganadería y la pesca, sino también en las actividades deportivas en las cuales ocupan los puestos más destacados en el ámbito nacional. Sus contribuciones, sin embargo, se extienden también a otras áreas como la gastronomía, la moda, la artesanía y el arte, las cuales, aunque menos evidentes, de todas maneras son fundamentales dentro de lo que se reconoce como la “cultura colombiana”, es decir, dentro de la rica mezcla y convivencia de culturas que caracteriza a nuestra sociedad.
En cuanto al arte de la música, por ejemplo, es claro que la influencia de las culturas negras ha sido básica para la consolidación de nuestras tradiciones y folclore. Sin la gracia y contagiosa cadencia de sus ritmos, otro hubiera sido el desarrollo de esta actividad creativa y expresiva no sólo en los litorales pacífico y atlántico donde se asentaron la mayoría de los negros traídos al Nuevo Reino de Granada, sino en prácticamente todas las regiones de nuestra geografía. La destacada coreógrafa e investigadora Delia Zapata Olivella ha señalado, con evidentes razones, el rico sincretismo afro-católico reconocible en arrullos al Niño Dios y también en sus colaterales los alabaos, romances, jugas y balsadas.1? Y para nadie es un secreto que buen número de instrumentos de origen africano se han hecho esenciales e incluso definitorios en lo que hoy se reconoce como “la música colombiana”, es decir, dentro de la música que nos particulariza como nación y que representa el talento y la creatividad de los colombianos internacionalmente.
Algo similar puede afirmarse acerca de la danza, marcadamente influenciada en Colombia por los bailes africanos que lograron sobreponerse a las restricciones que les impusieron los colonizadores españoles quienes con frecuencia los identificaban con cultos de tipo pagano. Es sabido que desde 1573 el cabildo de Cartagena dio licencia para que los domingos y días de fiesta los negros y negras pudieran “bailar, tañer, cantar y hacer sus regocijos según sus costumbres”, aunque sólo a ciertas horas y en determinados lugares, y la misma Delia Zapata ha recopilado numerosas coreografías en las que son reconocibles los ancestros negros de movimientos y desplazamientos en numerosos bailes de hondo arraigo nacional.2? Son tan numerosos los músicos y bailarines negros que le han dado lustre a Colombia como los deportistas de esta raza que han permitido que el país figure en sitiales de honor en todo tipo de competencias.3?
En cuanto a las artes visuales se refiere, algunos autores como Eugenio Barney han señalado la influencia de las culturas africanas en cierto “recargamiento ornamental” de la arquitectura de algunas regiones colombianas.4? Y aunque no se han identificado características especiales que permitan precisar el aporte de los negros en el desarrollo de la orfebrería y la platería nacional, es evidente que desde el período colonial también demostraron gran habilidad en la materia, gracias a la cual se dio inicio a la rica tradición orfebre de ciudades como Quibdó, Mompox, Santafé de Antioquia y Barbacoas. Es muy posible, por ejemplo, que el trabajo en filigrana, tan común en la artesanía del oro, no sólo hubiera sido una herencia de culturas aborígenes como la Sinú, y de la tradición europea, sino que también hubiera sido producto de los conocimientos en esta labor y de la inclinación por este tipo de trabajos por parte de los esclavos, influenciados, como los españoles, por la cultura árabe. Es sabido que algunas tribus africanas practicaban la orfebrería con manifiesta destreza, y dados los estrechos vínculos de la esclavitud con la minería es apenas lógico que el manejo del oro y la plata fuera familiar para los negros traídos al continente americano así como para sus hijos negros y mulatos.
En lo referente a la pintura y la escultura algunos autores señalan la influencia negra en “el sentido del color y, en particular, en los colores brillantes, eléctricos y abigarrados” de algunas obras a partir del período colonial.5? Pero la temprana injerencia de los negros en el desarrollo pictórico de Colombia es más evidente en algunos trabajos como los grutescos que hacen parte de los murales de la casa de Juan de Vargas en Tunja, uno de los cuales involucra un tambor de ascendencia africana de los conocidos como “cununos”, y también en el hecho de que tanto el elefante como algunos de los monos incluidos no sólo en los murales de esta residencia sino en los de la Casa del Fundador de la ciudad, Gonzalo Suárez Rendón, sean de origen africano. Es decir, aunque ningún artista negro o mulato del período colonial llegó a descollar en el país tanto como El Aleijadinho –el famoso arquitecto y escultor brasileño, hijo de una esclava, que es considerado como uno de los más señalados representantes del barroco en América Latina– no hay duda que también en el Nuevo Reino de Granada, a partir del siglo XVII, hubo algunos oficiales negros que trabajaron en proyectos de envergadura como los mencionados.6?
Ahora bien, a pesar de estos indicios y documentos, la verdad es que pocos pintores o escultores de raza negra o marcadamente mulatos han recibido un reconocimiento en la historia del arte nacional. A diferencia de la literatura en la cual nombres como Candelario Obeso, Manuel Zapata Olivella, Jorge Artel, Aquiles Escalante y Arnoldo Palacios, han conseguido sobresalir en virtud de su talento, en la plástica sólo el dibujante barranquillero Álvaro Barrios, de evidente ascendencia parcialmente africana, ha logrado escalar las más distinguidas posiciones dentro de los sistemas artísticos del país.
Por otra parte, no obstante su alta proporción dentro de la población colombiana y de la importancia de sus contribuciones a la economía e idiosincrasia nacional, los negros, su vida, su cultura, no han sido tema predilecto de las artes visuales en Colombia. Pocos son los registros de poblaciones negras y muy escasos también los documentos plásticos sobre sus actividades. Por ejemplo, en la iconografía religiosa de la colonia la aparición de los negros se limita a las representaciones de San Martín de Porres, fraile dominico peruano hijo de una liberta negra que se distinguió por su consagración a los pobres, huérfanos y enfermos. El hecho de que San Pedro Claver –el jesuita español del siglo XVII cuya labor en favor de los esclavos de Cartagena ha sido calificada como heroica por su perseverancia en tiempos de peste– no fuera canonizado hasta 1888 impidió que sus representaciones, en las cuales aparece acompañado invariablemente por sus protegidos, se popularizaran antes de esa fecha
En lo relativo al arte no religioso del siglo XIX fueron igualmente reducidas las imágenes pictóricas y escultóricas de los negros y de su cultura limitándose a unas cuantas obras de la Comisión Corográfica en las cuales Carmelo Fernández, Enrique Price y Manuel María Paz ilustran sobre el tipo africano o sobre los distintos tipos de habitantes de una determinada región. Especialmente Paz, a quien correspondió ilustrar la expedición al Chocó, dejó interesantes representaciones de sus costumbres y labores así como algunas descripciones de las condiciones climáticas y geográficas de su habitat.7? Como excepciones que confirman la regla, se podrían citar también los retratos de Candelario Obeso y de Matea, la nana del Libertador, realizados por Alberto Urdaneta en las postrimerías de dicha centuria.
Igualmente exiguas son las representaciones de los negros en la pintura y la escultura de las primeras décadas del siglo XX, no obstante tratarse del período en el cual el costumbrismo o pintura de género alcanza mayor preponderancia en Colombia. Y algo similar puede decirse de las décadas de los años treinta y cuarenta a pesar del triunfo de las consideraciones ideológicas como tema central de la producción artística. Son los años del grupo Bachué, asociación de pintores y escultores dedicados a buscar y plasmar los orígenes culturales de la sociedad colombiana y quienes, por lo tanto, prestan especial atención a las comunidades y tradiciones indígenas. Pero los negros brillan por su ausencia dentro de sus consideraciones pictóricas y culturales, apareciendo apenas en unos pocos murales de Pedro Nel Gómez e Ignacio Gómez Jaramillo.
No obstante esta desatención a la población negra por parte de los artistas Bachué y sus contemporáneos, es preciso reconocer y encomiar el hecho de que una de las obras maestras de este período sea Esclavitud (1945, Museo Nacional, Bogotá), escultura en la cual la artista bogotana Hena Rodríguez resumió en los rasgos fuertes y serios de una mujer negra el sufrimiento ocasionado por el vasallaje.
Al iniciarse la década de los cuarenta, sin embargo, la situación comienza a cambiar de manera bastante lenta y sutil. En 1940 tiene lugar en Bogotá la primera exposición de la obra de Guillermo Wiedemann, artista alemán que se residencia en Colombia donde viviría hasta su muerte y quien desde el primer momento se interesa vivamente por los negros de la Costa Pacífica así como por la selva de esta región del país a donde viaja repetidamente. Wiedemann pinta a las jóvenes negras, registrando con evidente espontaneidad sus rasgos marcados y sus cuerpos esbeltos; y pinta también grupos de negros, el interior de sus viviendas y el ambiente natural de su entorno, en óleos y acuarelas que aparte de causar gran impacto, modificaron la definición del arte en nuestro medio y que son parte fundamental del acervo artístico colombiano de la pasada centuria.
Pero a Wiedemann no le interesaban los negros como raza o cultura. Le atraía su presencia como ingrediente de sus composiciones, como elemento dentro de las consideraciones estéticas que guiaban su obra, y así lo señaló no sólo en sus pinturas sino verbalmente y por escrito: Yo pienso en elementos pictóricos, pero no en términos anecdóticos, afirmaba con frecuencia para expresar su interés en los valores abstractos de la pintura y su voluntad de no involucrarse sentimental o ideológicamente con ninguno de sus temas.
No es extraño, por tanto, que al finalizar la década de los cincuenta, Wiedemann abandone la representación del mundo real, y por ende de negros, para dedicarse a plasmar, según dijo, lo no dicho de mi imaginación subjetiva a través de una red de pensamientos plásticos, y para penetrar conceptualmente en las posibilidades del medio, primero en composiciones reminiscentes de la realidad, y más adelante, como producto exclusivo de su imaginación. Desde entonces su trabajo evidencia en primer lugar un ánimo poético a través del color, así como el convencimiento de que la pintura es válida por sí misma y no por su capacidad para representar personas, paisajes o cosas.
Sólo hasta la última década del siglo XX una artista plenamente consagrada por los sistemas del arte nacional (museos, salones, crítica, bienales, galerías, mercado, premios, publicaciones, condecoraciones), Ana Mercedes Hoyos, haría de los negros, pero no de todos, sino de los pobladores de San Basilio de Palenque, y más que de sus personas, de sus actividades y particularidades culturales, el meollo de su producción.
La trayectoria de Ana Mercedes Hoyos
La pintura de Ana Mercedes Hoyos revela una actitud y un acercamiento a la raza y la cultura negra totalmente diferente a lo narrado anteriormente, inclusive a la aproximación de Wiedemann, el único gran artista colombiano que, hasta la penúltima década del siglo XX, había hecho de la población afrocolombiana el asunto principal –de al menos un período– de su producción artística. Podría afirmarse que Wiedemann es un pionero en la consideración pictórica de los negros como parte integral del país, el primero en prestar atención a su presencia como un elemento estético, y el primero en considerar su entorno y sus ámbitos a través de concepciones eminentemente espaciales y cromáticas.
Y en el mismo orden de ideas puede afirmarse que Ana Mercedes Hoyos es la primera en interesarse pictóricamente en particularidades culturales de la raza negra, en sus aportes a la idiosincrasia colombiana y en el innato sentido estético que hacen manifiesto a través de sus usos y costumbres; sentido estético que –es importante enfatizarlo– ha modificado o influenciado notoriamente algunas áreas como la música y la danza, el comportamiento y preferencias de todo el país
Antes de entrar en esta materia, es conveniente recordar que Ana Mercedes Hoyos se inició pictóricamente en los años sesenta y que sus primeras obras reflejan el influjo benéfico del movimiento Pop el cual absorbía por esos años la atención de los artistas de vanguardia. Marta Traba, la crítica de arte más vital de esos años, saludó su trabajo afirmando que para la artista las cosas descritas en los cuadros siempre deben ser algo más y que por eso sus temas recogen el reto de aceptar colores simbólicos y se empeñan en funcionar como mediadores entre la descripción y el sentido trascendente.8?
Poco tiempo después, sin embargo, Ana Mercedes Hoyos comenzó a tomar una senda cada vez más reduccionista, menos interesada en los detalles y –como el rumbo de la pintura de Wiedemann aunque con una actitud rigurosa más que expresionista– rayana en la abstracción.
Es el período de sus representaciones arquitectónicas y en particular de sus severas Ventanas, lienzos en los cuales la geometría, planteada a través de un colorido plano en el que priman el pardo y el gris en tonalidades oscuras, juega un papel preponderante. Lo curioso de su pintura de esta época es que a pesar del raciocinio geométrico y constructivo que la guía, sus trabajos nunca renuncian a representar la realidad y, más aún, nunca renuncian a un enfático realismo que le otorga un carácter singular y paradójico a su producción.
Las Ventanas, unas veces aparecían cerradas y otras veces abiertas, permitiendo apreciar el cielo que en unas ocasiones presentaba los tonos oscuros de la noche y en otras ocasiones la incandescencia del día, la cual, a su vez, planteaba fuertes sombras que reiteraban las formas de los dinteles y demás elementos constructivos.
Pero la artista iría acercándose cada vez más al vano de la ventana, enfocando cada vez más el espacio impreciso allende la geometría, hasta reducir la referencia arquitectónica al formato mismo de los lienzos y hasta plasmar únicamente el cielo, o mejor encuadres del firmamento que a pesar de permitir identificar, con algo de esfuerzo, tonalidades azulosas, eran prácticamente blancos. Estos trabajos fueron bautizados como Atmósferas y, como era de esperarse, resultaron totalmente incomprensibles para el público que no atinaba a seguir su raciocinio puesto que todavía equiparaba la calidad artística con la dificultad interpretativa, pero no así para la crítica que supo identificar en su trabajo uno de los procesos reduccionistas más ingeniosos y particulares llevados a cabo en ese momento en que el minimalismo campeaba artísticamente en todo el mundo, ni para los conocedores que le otorgaron a uno de estos lienzos el Primer Premio en el Salón de Artistas Nacionales (1978).
Las Ventanas y Atmósferas de Ana Mercedes Hoyos constituyen uno de los períodos más brillantes del modernismo en el arte colombiano. La contundente lógica del proceso, la radical eliminación de todo lo superfluo, el estricto sentido del orden, el ansia de pureza, la entusiasta búsqueda de originalidad, la impecable ejecución de superficies tersas como de porcelana y, sobre todo, la voluntaria frialdad en su realización, la decisión de no inmiscuirse sentimentalmente en el tema y la predeterminada carencia de emociones en su concepción y resultado, así lo hacen evidente.
Puede decirse que su obra había llegado –siguiendo los planteamientos modernistas y en particular los derroteros del Minimalismo y el Conceptualismo– al máximo del rigor, a una especie de vacío, de nada, de carencia de motivaciones y de expectativas. Su trabajo se hallaba ante la feroz disyuntiva que representaba la modernidad para los artistas más alerta y radicales de finales del siglo pasado: o bien continuar el derrotero eminentemente cerebral, distante y formalista de los movimientos surgidos gracias a sus argumentos, o bien regresar el arte a la vida, devolverle su injerencia en lo pertinente al individuo y a la sociedad, y cargar la producción artística de un sentido capaz de trascender los simples planteamientos de color, diseño y técnica.
Fueron sus importantes logros, su destacada trayectoria, su propio éxito dentro de los parámetros de la modernidad, lo que llevó finalmente a Ana Mercedes Hoyos a la conclusión de que hasta la más lograda construcción o imagen adscrita al credo modernista resulta superflua y anodina ante las infinitas posibilidades de emoción, de gozo, de entusiasmo de furia o de tristeza que ofrece el mundo. Y al igual que otros creadores del momento, la artista cayó en cuenta de que ese derrotero riguroso y puritano que marcaba la modernidad podía tener, como la tuvo en el siglo XVII, su Contrarreforma, sus contradictores dispuestos a pintar, no ya a Dios, la Virgen y los santos, sino al hombre y la naturaleza, a la vida con su magnificencia, vericuetos, contundencia y sutilezas.
A partir de ese momento Ana Mercedes Hoyos desiste de la idea de que la búsqueda de perfección es el único objetivo posible de las artes plásticas. Y así como algunos artistas acudieron a nuevas maneras de expresión como el video, las instalaciones y el performance para plantear su disentimiento, y así como otros decidieron restituirle a la fotografía una dimensión artística tan categórica como la que tuvo en algunos momentos del siglo XIX, otros artistas, entre ellos Ana Mercedes Hoyos, optaron por confrontar nuevamente la pintura figurativa, inclusive con cierto ánimo realista, para expresar, entre otras ideas y apreciaciones, su rechazo al gran tabú de los movimientos modernistas, aquello que en el sentir de sus exégetas les restaba pureza y firmeza contaminándolos de vida: sentimientos, emociones, comentarios y consideraciones, no sobre el arte mismo, sino sobre la humanidad.
Aunque el trabajo de Ana Mercedes Hoyos nunca abandonó la representación, el regreso a la utilización de la forma se dio paulatinamente. Las primeras pinturas que realizó después de los espacios blancos son trabajos en los que la geometría vuelve a jugar un papel fundamental, pero no necesariamente la línea recta, sino también la curva, empleada en tondos subdivididos en varias áreas circulares. Entre estas obras se cuentan los Girasoles, o mejor, los Campos de Girasoles (1984), tema que la artista retomaría algunos años más tarde y con el cual realiza una especie de instalaciones complementadas por los sugerentes colores que aplica a los muros donde los instala.
Pero los Girasoles y otras obras de mediados de los años ochenta, aunque menos austeras que sus cielos, de todas maneras conservan el ánimo reduccionista y abstracto de sus pinturas anteriores, y es sólo al emprender una revisión de la historia del arte y en particular del trabajo de algunos pintores de su predilección, como Caravaggio, Zurbarán, Jawlenski y Lichtenstein, cuando decide dar inicio a una serie de naturalezas muertas las cuales se convertirían en la puerta de entrada a la etapa más reciente y más exitosa internacionalmente de su obra.
Paradójicamente, la naturaleza muerta, un género pictórico reputado siempre como el más alejado de toda connotación extra-artística y por lo tanto el más exigente desde el punto de su realización dada la importancia que en él cobran los valores formales, se convertiría en el primer paso de un largo recorrido que devendría en una documentación pictórica con claras implicaciones sociológicas, en un instrumento para plasmar, valorar y difundir algunos de los usos y costumbres de un grupo humano de raza negra que pese a su importancia en la vida nacional, no había sido considerado pictóricamente con la asiduidad y la contundencia que merece. Su interés como tema pictórico no radica sólo en el atractivo entorno y el cromatismo tropical que circunda a los integrantes de este grupo, sino, ante todo, en su particularidad cultural, en el hecho de haber preservado muchas tradiciones de sus ancestros africanos y en la libertad que simbolizan como herederos de los fundadores del “Primer Pueblo Libre de América”.
Las naturalezas muertas
En 1986, al interrumpir Ana Mercedes Hoyos sus reinterpretaciones de naturalezas muertas de la historia del arte para internarse en la representación de naturalezas muertas de la vida real, la artista complementa el giro conceptual que había iniciado al confrontar una multiplicidad de formas en la misma obra y al adoptar un colorido variado e intenso. Su trabajo se haría cada vez más distante de los rigores modernistas y de su secuela, el vanguardismo, para tomar un derrotero independiente, propio, sin otra limitación que las determinadas por su voluntad creativa En este sentido, las obras de Ana Mercedes Hoyos y Fernando Botero comparten dos características: ni la una ni la otra pueden encasillarse de manera estricta en una determinada escuela, y ni la una ni la otra revelan el interés de dar origen a una escuela, de convocar discípulos, de plantear lineamientos estilísticos que puedan ser continuados por otras personas. Son obras aparte dentro del panorama nacional e internacional, y es precisamente en esta singularidad donde reside buena parte de sus fortalezas.
Ana Mercedes Hoyos llegó a las naturalezas muertas de la vida real, observando las “palanganas” o “platones” con frutas que las palenqueras, mujeres oriundas del Palenque de San Basilio, portan sobre sus cabezas y ofrecen en las playas de Cartagena para calmar la sed de los turistas. Hubiera sido difícil que las coloridas agrupaciones de estas frutas hubieran pasado desapercibidas para una artista interesada en la pintura de naturalezas muertas. Su exuberancia, la intensidad de sus tonalidades, la variedad de sus formas y su apariencia siempre fresca y jugosa las convierten en uno de los más señalados atractivos de esas playas, inclusive para quienes no observan el mundo en términos pictóricos.
Pero la artista no habría de confrontar la representación de estos recipientes con frutas a la manera tradicional. Sus trabajos no siguen los rituales de los bodegonistas ortodoxos ni se encaminan hacia la abstracción. La artista, por ejemplo, involucra la fotografía en la ejecución de sus pinturas, utilizándola como ayuda de memoria, sin que ello implique que sus obras sean fieles reproducciones de imágenes captadas por la cámara. Con frecuencia una obra suya está apoyada en dos o más fotografías. Y en su caso, la comparación de los registros de la cámara con las pinturas, lo que permite establecer es que muchas veces la memoria es más fiel que la fotografía. Además, la artista considera que su trabajo fotográfico puede llegar a ser arte en sí mismo y así lo hizo manifiesto recientemente, a finales del año 2000, al exponer, no sus pinturas, sus fotografías.
Otros aportes de la artista en relación con la pintura de naturalezas muertas los constituyen su representación en exteriores, un hecho poco usual en la historia del arte, y también cierta simplificación geométrica la cual se lleva a cabo sin que las frutas y el platón, pierdan realismo.
La más importante diferencia de su obra con la naturaleza muerta tradicional, sin embargo, estriba en el procedimiento utilizado para sus composiciones. Los bodegones han sido tradicionalmente producidos con el apoyo de una serie de viandas y objetos organizados y presentados de acuerdo con la voluntad del artista, hasta el punto que es posible afirmar que todas las naturalezas muertas son conscientemente compuestas, que no hay naturaleza muerta realmente espontánea. Y así sucede también con las naturalezas muertas de Ana Mercedes Hoyos, sólo que la conciencia en la composición no es la de la artista sino la de la palenquera que dispone cuidadosamente las frutas, atendiendo a las relaciones de una con otra y de todas con el platón, y de acuerdo a directrices de color, textura, y sabor que pueden catalogarse como ancestrales.
Igualmente, la manera como se cortan las frutas, tajo a tajo hasta desaparecer de la palangana siguiendo un orden enfáticamente geométrico –la patilla cortada y mirada de frente es un círculo, la piña un poliedro, el segmento de papaya o de melón, un triángulo– revela una sabiduría inmemorial en estos menesteres y una rancia y especial manera de mirar las frutas, de apreciarlas y de abrir o desnudar su apetitoso interior.
En conclusión, las naturalezas muertas de Ana Mercedes Hoyos pueden tomarse como un reconocimiento entusiasta del trópico y su magnificencia, pero la artista también fue consciente desde el primer momento de que hay mucho más que frutas en las palanganas de las palenqueras, de que sus implicaciones sociológicas saltan a la vista puesto que son un testimonio de tradiciones, preferencias y gustos que hablan de una especial cultura, de una sociedad cohesionada por su historia, su realidad y sus esperanzas.
Las palanganas de las palenqueras, al igual que sus puestos de venta en el mercado, son parte fundamental de su mundo, sus instrumentos de trabajo, y de ahí la solicitud con que las atienden y el esmero que ponen en su presentación, De ahí también la interesante información que los óleos de la artista revelan acerca de los negocios de sus propietarias, sus relaciones laborales, e inclusive, sus ratos de solaz.
En algunos casos las palanganas aparecen contra un color más o menos plano y claro reminiscente de la arena de la playa y de la intensidad de la luz en la región Caribe. En otros se alcanzan a distinguir algunas olas devolviéndose en el fondo. Y en otros, la sombra de la palenquera dueña de ese invaluable tesoro visual que representa la palangana, su silueta dibujada por el sol al lado del platón, constituye un anuncio inequívoco de la aparición en sus lienzos de esas rotundas mujeres que recorren la playa con un ritmo y una gracia que sin duda heredaron del África.
El palenque de San Basilio
Lo visto anteriormente conduce a concluir que la trayectoria de este último período –entre documental y geometrizante– de Ana Mercedes Hoyos se inicia con las frutas tropicales y el espacio marino, y que a través de estos elementos la artista se aproxima finalmente a Zenaida, y después a Julia, Arlina, Lola y Dominga, palenqueras que venden sus frutos tanto en las playas de Cartagena como en el mercado de Bazurto y con quienes establece una sincera amistad que le permitiría conocer y comprender su actitud, su papel en la sociedad y su comportamiento.
Ahora bien, aunque en la actualidad se toman como sinónimos, los términos “naturaleza muerta” y “bodegón” tuvieron acepciones distintas en algunos períodos de la historia. El término naturaleza muerta se refería a las representaciones de objetos inanimados y en particular de comestibles y flores, en tanto que el término bodegón sólo comienza a usarse en el siglo XVII cuando Velázquez da inicio a sus representaciones de alimentos en bodegas o despensas en las cuales aparecen invariablemente acompañados por seres humanos, por personajes anónimos con funciones laborales bien definidas. La vieja friendo huevos (Velázquez, 1618, Galería Nacional de Escocia, Edimburgo) es uno de los ejemplos más sobresalientes de este tipo de obras, y Las cuatro estaciones de Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos (Siglo XVII, Museo Colonial, Bogotá), son las primeras obras de este género realizadas en Colombia.
Pues bien, si se sigue de manera un tanto estricta la anterior diferenciación, podría decirse que cuando las palenqueras comienzan a aparecer en los lienzos de Ana Mercedes Hoyos, sus pinturas pasan de ser naturalezas muertas a ser bodegones, a convertirse en trabajos en los que los alimentos compiten en importancia pictórica con un ser humano, el cual, también en este caso, cuenta con funciones laborales bien definidas y es responsable por la apariencia y finalidad de los comestibles.
Las palenqueras empiezan a aparecer en sus lienzos muy pausadamente: primero una mano, después un codo, más adelante un pie, posteriormente una pierna y luego el delantal. Sus coloridos vestidos comienzan a competir cromáticamente con las frutas creando imágenes de insospechado barroquismo en las cuales se puede identificar una marcada inclinación por el abigarramiento en los diseños, por los textiles floridos y los colores subidos en las ropas, y también una predilección especial por prendas de color blanco que contrastan, no sólo con la complicada policromía del resto de su atavío, sino con la oscuridad tersa y firme de su piel. Cuando sus atuendos son de un solo color, también acuden a tonalidades enérgicas e imponentes que vibran ópticamente rivalizando con el resplandor que despiden los mangos, patillas, papayas, naranjas aguacates, bananos, melones y papayas.
Con la parcial inclusión de las palenqueras en el encuadre fotográfico y pictórico, se enriquecen notablemente las implicaciones de las naturalezas muertas, y se incrementan los argumentos que suscitan en la mente del observador, induciéndolo a consideraciones relacionadas con el trabajo, los gustos y el papel de estas mujeres en la sociedad y en la familia. A través de las naturalezas muertas la artista se percata e interesa por el sistema de vida de estas congéneres de idiosincrasia tan distinta a la suya, por las posibilidades de su realidad y por sus usanzas y rutinas, y al acercarse a ellas se encuentra con San Basilio de Palenque, un pueblo olvidado en la historia del país pero de una riqueza cultural extraordinaria, cuyos rituales, festividades, deportes y comercio habrían de atraer poderosamente su atención y de dar un enérgico impulso a sus pinceles.
El palenque de San Basilio es una población cercana a Cartagena la cual fue fundada por esclavos fugitivos. Los palenques han sido calificados como los primeros pueblos libres de América en razón de tratarse de las primeras poblaciones independientes, con gobierno propio y no impuesto desde el otro lado del mar, que se establecieron en este hemisferio después del Descubrimiento.9? Los palenques fueron atacados en numerosas ocasiones por las fuerzas realistas, pero los palenqueros se las arreglaron para permanecer libres y conservar parte al menos de su modo de vida, de sus hábitos y de sus preferencias en diversas materias.
Famosa es la historia de Domingo Bioho, quien se convirtió en héroe y en emblema de rebeldía de los negros que rechazaban con bravura la esclavitud. Domingo o Benkos Bioho, quien era llamado rey en los palenques, fue un esclavo que –según algunos autores– escapó llevando consigo a su mujer y a sus hijos, así como a un grupo de negros rebeldes con quienes “fundó su pueblo, edificó su casa, atrincheró la población detrás de palizadas y repartió tierras entre sus compañeros de lucha”. Bajo su mando las guerrillas cimarronas infligieron humillantes derrotas a las fuerzas gubernamentales y convirtieron a su líder en leyenda, en ídolo. Bioho fue condenado a muerte por sus enemigos, pero podría decirse que reencarnó durante dos siglos en sus sucesores para terror de Cartagena, ciudad que se había convertido en el más importante puerto para la distribución de esclavos hacia Suramérica.10?
En consecuencia, los palenqueros no son sólo un ejemplo connotado dentro de la diversidad cultural de la sociedad colombiana, sino que constituyen un emblema viviente de autonomía, de independencia, de rechazo a todo tipo de sometimiento. La nobleza que les confiere saber que sus antepasados se mantuvieron erguidos y lucharon ferozmente por su emancipación, es perfectamente reconocible en la actitud airosa y en el latente orgullo que se percibe en su comportamiento.
Y esa actitud y ese orgullo también son claramente perceptibles a través de las obras de Ana Mercedes Hoyos donde las palenqueras adquieren el nivel de símbolo, de insignia, de alegoría de libertad. En sus pinturas, por ejemplo, se describe su manera de sentarse gallarda y franca, con las piernas notoriamente abiertas y la falda cayendo entre ellas, en posición de personas animosas y dispuestas a comenzar la faena de vender, pesar, transportar y pelar, las frutas. Esta manera de sentarse permite igualmente vislumbrar siglos enteros de arduas labores y reconocer su consistente alegría y su infinita dignidad.
Pero los bodegones de Ana Mercedes Hoyos son apenas la parte inicial de su trabajo sobre las costumbres y características de San Basilio de Palenque. La artista ha realizado pinturas, por ejemplo, acerca de la pasión de los palenqueros por el boxeo y el fútbol. No hay que olvidar que un palenquero, Antonio Cervantes, Kid Pambelé, fue el primer campeón mundial de boxeo que tuvo Colombia, razón por la cual habría de convertirse, no sólo en ídolo nacional, sino en estímulo e inspiración para una pléyade de palenqueros jóvenes que aspiran a seguir sus pasos.
Los juegos comunitarios han sido así mismo registrados pictóricamente por la artista, contándose entre sus obras más sobresalientes la titulada Vara de Premio (1994) en la cual un atlético joven asciende por una viga vertical en busca de la recompensa que se encuentra en la parte más alta. Su pantaloneta de un rojo intenso que reitera las preferencias cromáticas de los palenqueros, contrasta vivamente con el cuerpo oscuro y acéfalo del protagonista, con el tono amarilloso de la vara y con el azul diluido del cielo, para conformar un arreglo cromático de positivo impacto, así como una imagen de alegría y de fuerza que hace gala de un inusual poder para imponerse en la retina y fijarse en la memoria.
También ha representado los desfiles que se llevan a cabo en esta población calurosa, polvorienta y pobre, pero que son un despliegue de tradiciones y de elegancia, según puede comprobarse en los alumnos de las escuelas que marchan, “de punta en blanco”, al compás de tambores, y sobre todo, de bombos decorados con la bandera nacional y manejados por atractivas adolescentes. Ya se había hecho referencia a la manera de vestir de las mujeres en sus lugares de trabajo, y en las pinturas de procesiones de la fiesta de San Basilio –un santo blanco al que sólo como opositor del poder civil puede encontrársele alguna relación con la historia o circunstancias de esta población, pero que fue llevado al pueblo gracias a una incursión cimarrona– las encontramos vestidas de gala, con trajes de un solo color que combinados ofrecen un alborozado mosaico.
En las obras que representan a jóvenes palenqueras en la procesión, llama la atención el realismo de las telas cuya calidad almidonada y brillante salta a la vista, así como sus tonalidades pasteles y el diseño de los trajes que generalmente acentúa las cinturas ágiles y esbeltas. El tipo de lazo con el cual sujetan los cinturones en la espalda acusa tan especiales dimensiones y caída, que no es difícil suponer que involucra tradiciones ampliamente arraigadas entre las palenqueras.
En fin, lo que había empezado como la conciencia de Ana Mercedes Hoyos acerca de que la modernidad pictórica, con su afán vanguardista y su aislamiento de la vida, no era argumento suficiente para respaldar el arte del momento actual, ha evolucionado a través de los últimos quince años hasta convertirse en un precioso documento que revela, con el exclusivo poder del medio pictórico, rasgos, peculiaridades, gustos, propensiones y experiencias de una población en la cual se conjugan tradiciones de diferentes tribus africanas y donde se ha desarrollado un lenguaje propio así como una cultura propia, diferente inclusive de la de otras poblaciones igualmente negras de Colombia.
Teniendo en cuenta lo anterior es inevitable concluir que la obra de Ana Mercedes Hoyos, en este momento, es fundamentalmente testimonial, y que hace explícito el deseo anti-modernista de vincularse emocionalmente con los temas, de confesar su admiración por el barroquismo y la exuberancia, y de dejarse llevar por la intuición y sensibilidad.
Aunque en la mayoría de sus pinturas sólo aparecen segmentos de sus personajes y nunca la cara, Ana Mercedes Hoyos también ha ejecutado retratos de las palenqueras los cuales revelan un especial poder de observación y una innata habilidad para plasmar fisonomías. Se trata de trabajos que son como las cabezas de serie de sus demás temas puesto que, después de estudiar su obra con algún detenimiento, es posible establecer si una determinada palangana fue organizada por Zenaida, Julia, Arlina, Lola o Dominga, o a cuál de ellas pertenece un determinado vestido o delantal.
El énfasis costumbrista permite relacionar el trabajo de Ana Mercedes Hoyos con las escenas de mercado de Domingo Moreno Otero y Miguel Díaz Vargas (1940, Museo Nacional, Bogotá), dignos representantes de esta tendencia pictórica en las primeras décadas del siglo XX en Colombia. Y es sabido que la artista tuvo importantes precursores en la historia del arte en lo relativo a su admiración por las mujeres negras que, como las canéforas de la antigüedad clásica, portan recipientes con frutas en la cabeza. Gauguin, por ejemplo, durante su permanencia en Martinica realizó dibujos y pinturas sobre este tema.
Estilística y conceptualmente, sin embargo, las relaciones de su obra con la de los artistas mencionados son pocas, no sólo debido a la propensión geometrizante de sus bodegones, sino por su carácter de encuadre de una visión más amplia, y por cierto aire “pos-pop”, orgullosamente comercial y abiertamente propagandístico que se distingue en sus lienzos. Es claro, además, que la artista intenta ante todo plasmar el espíritu, el carácter, la actitud de los negros y en especial de las palenqueras, y que este propósito está más cerca, por ejemplo, de la intención de Mondrian de trasladar el talante y el ritmo de la música negra a la pintura según puede apreciarse en su famoso Broadway Boogie Wooggie (1943, Museo de Arte Modeno de Nueva York), que de las obras de otros artistas aparentemente más afines debido a la coincidencia temática.
Con la obra de Ana Mercedes Hoyos se escribe finalmente en la historia de la pintura del país, el segundo capítulo de esa tradición iniciada por Wiedemann de involucrar a la población negra, con fuerza y decisión, en la historia del arte nacional. Su pintura lleva esa incipiente tradición a un nuevo clímax, que sin duda será continuado por artistas colombianos negros, blancos e indígenas, puesto que a unos y a otros no les queda otro remedio que reconocer, como hizo Ana Mercedes Hoyos, el hecho irrebatible de que son partícipes de una sociedad de gran variedad cultural y étnica, tal como lo registra expresamente la Constitución Nacional.
Notas
- Delia Zapata Olivella. Manual de Danzas de la Costa Pacífica de Colombia (Bogotá: Colegio Máximo de las Academias Colombianas), pág 17.
- Op. cit. Pág. 174-371
- Baste recordar que la única medalla olímpica que han conseguido las delegaciones nacionales fue lograda por María Isabel Urrutia, una joven negra del Valle del Cauca.
- Eugenio Barney Cabrera. Temas para la historia del arte en Colombia (Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 1970), pág. 37-52.
- Ibid
- Santiago Sebastián, Itinerarios artísticos de la Nueva Granada (Cali, Academia de Historia del Valle del Cauca, 1965), pág. 30.
- También Edward Wallhouse Mark, el diplomático y acuarelista británico que residió en el país entre 1843 y 1856, realizó algunas acuarelas sobre "el tipo negro de las riberas del Magdalena", pero su atención a esta parte de la población colombiana fue en realidad muy escasa en comparación , por ejemplo, con la dedicada a la población indígena.
- Marta Traba, "Ana Mercedes Hoyos: los espacios del hombre". (México, Plural, 1974), pág. 43 - 46.
- Roberto Arrázola, Palenque el Primer Pueblo Libre de América (Cartagena, Ediciones Hernández, 1970).
- Nina S. de Friedemann, Ma Ngombe (Bogotá, Carlos Valencia Editores, 1987)